El periodista Omar Al Bam llevaba desde 2019 sin poder regresar a su hogar en la localidad de Maarat Al-Numan (Idlib), a pesar de encontrarse a solo unos kilómetros de distancia en la misma zona del noroeste de Siria. La semana pasada, después de cinco años, esto cambió. En la madrugada del 27 de noviembre, el grupo armado Hayat Tahrir Al-Sham (HTS), junto a una decena de facciones militares opositoras al régimen de Bachar Al Asad, lanzó una gran operación militar —bautizada como “Detener la agresión”— para recuperar territorios de esa región que estaban en manos de las tropas gubernamentales. Esta operación de los rebeldes sirios, que abre un nuevo capítulo en la guerra en Siria, ha logrado desmoronar en pocos días las defensas del régimen de Al Asad en lugares como Alepo, la segunda ciudad del país, y otras zonas de la región noroccidental.
En un vídeo publicado en su página de Facebook se puede ver cómo Al Bam, vestido con su chaleco de prensa, baja del coche emocionado al ver su casa por primera vez desde que fue desplazado por la ofensiva militar del régimen sirio, apoyado por milicias iraníes y con cobertura aérea de Rusia. Aquellos ataques arrasaron su ciudad usando tácticas de tierra quemada, lo que resultó en la derrota de las facciones opositoras y el desplazamiento masivo de sus habitantes, incluidos Al Bam y su familia.
“Lo perdimos todo: nuestras tierras, nuestras casas, nuestros negocios”, dice el periodista a 5W en una conversación telefónica. El vídeo muestra cómo, al ver el que fue su hogar, Al Bam rompe en llanto y exclama: “Esta es nuestra casa, mamá”, antes de arrodillarse agradecido. La vivienda, sin embargo, está destruida. “Las fuerzas del régimen incendiaron la planta baja y el techo está derrumbado”, explica, pese a lo cual admite:”No puedo describir la alegría que he sentido”. Al Bam también relata que sobrevivió a un ataque aéreo estos días mientras cubría la operación en el norte de Siria. Hace pocos días que ha perdido a su mejor amigo, el también periodista Mustafa Al Sarout, fallecido el 29 de noviembre mientras cubría los enfrentamientos entre las tropas de Al Asad y las facciones opositoras en Alepo.
Al Bam no es el único que ha podido volver a su hogar. Muchos vídeos publicados en redes sociales y por distintos medios muestran estos días a personas que habían sido desplazadas de áreas que acaban de ser conquistadas por la oposición y el grupo islamista HTS en el noroeste de Siria. Estas personas, expulsadas durante las campañas militares del régimen y sus aliados en ciudades como Alepo, Idlib y las áreas rurales de Hama, vuelven ahora a las localidades recuperadas en la exitosa operación rebelde, que ha vuelto la atención del mundo hacia el conflicto sirio. Sin embargo, para quienes vuelven la situación sigue siendo “muy peligrosa”, dice a 5W Ahmad Yazagi, miembro del Consejo de Administración de la Defensa Civil Siria —los llamados Cascos Blancos, dedicados a la protección de civiles en zonas controladas por la oposición— .
Yazagi advierte de que todavía hay ataques en estas zonas: “Hemos documentado al menos nueve ataques con bombas de racimo explosivas y uno con bombas de racimo incendiarias desde el 27 de noviembre”, detalla.
Ofensiva sin precedentes
En la madrugada del 27 de noviembre —mientras, según algunos medios, Bashar Al Asad se encontraba en una discreta visita en Moscú—, el grupo armado islamista Hayat Tahrir Al-Sham —heredero de Al Nusra, la que en su día fue la rama siria de Al Qaeda y terminó alejándose del grupo— y facciones opositoras al régimen de Damasco lanzaron una ofensiva militar contra las fuerzas gubernamentales en Alepo e Idlib, en el noroeste de Siria. Ese ataque fue anunciado por la recién creada “Administración de las Operaciones Militares”, una estructura que coordina los esfuerzos de las distintas milicias y grupos armados agrupados en las fuerzas opositoras. Durante los últimos trece años de guerra en Siria estas facciones ya habían colaborado para luchar contra el régimen de Asad y sus aliados; sin embargo, esta vez el nivel de organización y coordinación entre ellas es mucho más elevado.
“En respuesta a las violaciones y al bombardeo continuo contra la población indefensa, y coincidiendo con los preparativos del régimen sirio y sus milicias en el frente, anunciamos el lanzamiento de la operación ‘Detener la Agresión’, con el objetivo de expulsar a las fuerzas enemigas y alejar su fuego de nuestra gente”, indicó a través de su canal de Telegram el oficial y portavoz de esta nueva Administración, Hassan Abdel Ghani. En ese momento, las facciones opositoras controlaban cerca del 10% del territorio sirio, controlando sobre todo áreas en las provincias de Alepo e Idlib, zonas con una significativa presencia militar de Turquía —país que apoya con dinero y armas a facciones de la oposición armada—. En contraste, el régimen de Asad y sus aliados —Rusia, Irán y milicias proiraníes— controlaban cerca del 65% del país, un territorio que incluía áreas clave como Alepo, Damasco, Homs, Hama, Latakia, Tartus, Daraa, y parte de la gobernación nororiental de Hasaka. El resto estaba bajo el control de las llamadas Fuerzas Democráticas Sirias (SDF), una agrupación de milicias kurdo-árabes que cuenta con el apoyo de Estados Unidos. Ahora, con la intensificación del conflicto, las líneas de este mapa de poder —que había permanecido inalterado durante meses— están de nuevo en movimiento.
Para los casi 12 millones de sirios desplazados dentro y fuera del país, la nueva ofensiva militar representa una mezcla de esperanza y temor. Por un lado, renace la ilusión de recuperar sus hogares y ciudades; por otro, persiste el miedo a las represalias, que ya han comenzado.
En respuesta a la operación rebelde, aviones de combate rusos y sirios comenzaron a bombardear intensamente las zonas tomadas por la oposición. Por primera vez en años, el centro de la ciudad de Alepo fue atacado, incluyendo el hospital universitario. Según los Cascos Blancos, los ataques también alcanzaron dos hospitales y varios centros de salud en Idlib. Según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, desde el inicio de las operaciones militares de la semana pasada han muerto al menos 571 personas: 291 de las facciones opositoras y HTS, otras 182 de las fuerzas del régimen y sus milicias aliadas, y 98 civiles.
El avance rebelde
Tan solo 48 horas después de lanzar la operación, las facciones opositoras y los islamistas de HTS habían logrado recuperar la ciudad de Alepo, incluida su histórica ciudadela y el aeropuerto internacional. “Ocho años después de que Alepo fuera asediada por el hambre, bombardeada por el régimen y las fuerzas rusas e iraníes, y de que su población fuera desplazada a la fuerza, la bandera de Siria Libre ondea sobre la ciudadela”, escribía la activista y autora siria Leila Al Shami..
En paralelo, el Ejército Nacional Sirio —una coalición de combatientes árabes y turcomanos respaldada por Turquía— lanzaba con HTS la operación “Amanecer de la Libertad”, en el este de Alepo, con la que también lograron tomar el aeropuerto militar de Kueres y varias localidades.
Este avance marca la primera vez que la ciudad de Alepo cae fuera del control del régimen desde el inicio de la revolución siria, en 2011. Mientras tanto, en la provincia de Idlib, los grupos de la oposición y HTS continúan su avance hacia la ciudad de Hama, en el centro del país y a unos 150 kilómetros de Alepo, tras haber tomado control de otras ciudades clave como Maarat Al-Numan, Khan Sheikhoun y Saraqeb, en la gobernación de Idlib. Ello les permite cortar la importante autopista M5, que conecta Alepo con Damasco. Su ofensiva hacia Hama también ha incluido el control de Morek (población ubicada en el propio distrito de Hama) y otras localidades estratégicas.
En seis días desde el inicio de la operación, los grupos armados opositores y HTS habían logrado controlar 237 aldeas, ciudades y bases militares en Alepo, Idlib y Hama, según Syria Weekly, un boletín que ofrece análisis y cobertura semanal sobre la guerra en Siria. Además, capturaron a cerca de 200 soldados y milicianos de las fuerzas del régimen y se apoderaron de un arsenal de armas suficiente para sostener los combates durante meses, si no años, indica la misma fuente.
La operación ha suscitado muchas preguntas sobre los actores involucrados, los intereses estratégicos de los principales países que actúan de una u otra forma en el conflicto sirio y los apoyos con los que cuentan las facciones rebeldes. ¿Se encuentra el régimen de Al Asad en su punto de mayor fragilidad? ¿Qué implicaciones geopolíticas puede tener la operación para la región? ¿Qué hay detrás de la complejidad de alianzas en Siria? Para obtener respuestas a estas preguntas, hay que remontarse al inicio del conflicto.
El estallido: 2011
La guerra en Siria se desencadenó en el marco de las Primaveras Árabes que en 2011 se extendieron por Túnez, Egipto y Libia. El 18 de marzo de aquel año se produjo la primera manifestación contra el régimen en Daraa, en el sur de Siria, en respuesta a la detención y tortura de varios menores de edad que habían escrito en la pared de su escuela un eslogan contra Asad.
La protesta de Daraa fue sofocada violentamente: las fuerzas de seguridad abrieron fuego contra los manifestantes y acabaron con la vida de los jóvenes Homas Aiach y Mahmoud Jawabreh, lo que encendió la chispa de la rebelión en todo el país. En ciudades como Homs y Hama, que ya tenían un profundo resentimiento hacia la familia Asad, la violencia se intensificó. Hama, en particular, traía un recuerdo doloroso: la masacre de 1982, cuando Hafez al Asad, padre de Bashar, y su hermano Refat perpetraron una sangrienta matanza en esa ciudad en una operación contra insurgentes.
El régimen de Asad reaccionó a las protestas de 2011 con una feroz represión. Desde el principio, su estrategia fue clara: reprimir a sangre y fuego. Esta política generó un éxodo de civiles, activistas y desertores del Ejército, que comenzaron a alzarse en armas contra el Gobierno.
En julio de 2011 se formó el Ejército Libre Sirio (ELS), compuesto por desertores del Ejército de Asad y grupos revolucionarios armados. Las fuerzas de Asad, con tanques y armas pesadas, atacaban pueblos y ciudades para eliminar a los “traidores” y a los civiles que se unían al levantamiento. La violencia contra los manifestantes y la oposición no cesaba: Asad desplegó el ejército en las calles sirias.
Al Nusra y Estado Islámico
Mientras tanto, desde la vecina Irak, Al Qaeda observaba y comenzó a trazar sus planes. En 2012, el entonces líder de Al Qaeda, Ayman Al Zawahri, envió a Siria a Abu Mohammed Al Golani —actual líder de HTS— para establecer una filial de Al Qaeda en este país. Al Golani era un militante que había sido detenido y encarcelado por las autoridades sirias en torno al año 2000 por sus vínculos con grupos islamistas. Permaneció cinco o seis años detenido antes de su liberación, según varios estudios realizados por el experto en yihadismo Charles Lister, especialista en la guerra de Siria.
A principios de 2012, Al Golani fundó el Frente Al Nusra, asociado a Al Qaeda, para combatir contra Asad. El frente Al Nusra rápidamente ganó notoriedad por su eficacia en combate, realizando ataques suicidas y asaltos coordinados.
A lo largo de 2012, el ELS y Al Nusra lograron avances en territorio sirio y debilitaron al régimen. En 2013, Estados Unidos incluyó a Al Golani en la lista de terroristas por su liderazgo en Al Nusra y los vínculos con Al Qaeda. Aquel año Damasco se tambaleaba. En ese momento Asad recurrió a sus aliados, principalmente Irán y la milicia chií libanesa Hezbolá, que enviaron milicias y equipos para apoyar la supervivencia del régimen. A nivel internacional, los países occidentales, encabezados por Estados Unidos, comenzaban a ofrecer apoyo limitado al ESL, así como entrenamientos en Arabía Saudí y Jordania para los combatientes que estaban en el sur, y en Turquía para la oposición del norte.
Un par de años antes, el 11 de noviembre de 2011, tras una reunión histórica en Doha, se había creado la llamada Coalición Nacional Siria para las Fuerzas de la Revolución y la Oposición: una alianza política de la oposición siria y el brazo político en el exterior de las fuerzas opositoras en el terreno. Su objetivo principal era organizar y apoyar la revolución siria, trabajar para derrocar el régimen y establecer un Estado civil democrático sin excluir a ningún grupo. Denunciaban las atrocidades del régimen de Asad, entre ellas el ataque con armas químicas perpetrado contra Guta Oriental en 2013, que según cálculos de diversas oenegés acabó con la vida de más de 1.300 personas, en su mayoría civiles. Ese mismo 2013 el conflicto adquirió una dimensión internacional aún mayor con la intervención de Estado Islámico en territorio sirio.
Fue entonces cuando surgieron desacuerdos estratégicos entre Estado Islámico y el Frente Al Nusra. El líder del primero, Abu Bakar Al Bagdadi, con la vista puesta en un califato que incluyera Irak y Siria, ofreció a Al Golani absorber el Frente Al Nusra en el Estado Islámico. El rechazo de Al Golani a esta posibilidad generó un conflicto violento entre ambos grupos, que perdura hasta hoy.
Dado que el ELS era una facción opositora moderada apoyada por Estados Unidos, Estado Islámico consideró que combatirlo era prioritario frente a luchar contra el régimen de Asad (en realidad, tampoco a Al Nusra le gustaba el apoyo extranjero al ELS, lo que también provocaría varios conflictos más adelante). Tanto el Frente Al Nusra como el ELS se encontraron así con dos frentes de batalla: uno contra Estado Islámico y otro contra el régimen de Asad y sus aliados. La alianza entre las facciones opositoras y el Frente Al Nusra no se replicó en todas las regiones de Siria, ya que en algunas áreas solo el ELS tenía el control.
Mientras tanto, Estado Islámico empezó a tomar territorio en el este y el norte de Siria. En junio de 2014, anunció la creación del califato en Irak y Siria al que aspiraba Al Bagdadi. Ello llevó al entonces presidente estadounidense, Barack Obama, a anunciar una coalición internacional para combatir al Estado Islamico en Siria e Irak que empezó a atacar las zonas bajo su control: más bombardeos sobre la población siria.
En este escenario, la aviación estadounidense perpetró numerosas masacres contra civiles en acciones que no se limitaron a Siria, sino que también afectaron a Irak y Afganistán. Washington necesitaba fuerzas que llevaran a cabo combates sobre el terreno contra Estado Islámico: está misión la llevaba a cabo el ESL, además de luchar contra el régimen. También Al Nusra combatía a Estado Islámico por su cuenta, bajo la comandancia de Al Golani.
Fue entonces, en 2015, cuando se crearon las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) para luchar contra Estado Islámico: se trata de alianza militar liderada por milicias kurdas, en la que también participan grupos armados árabes y otras minorías étnicas que se incorporaron a su estructura. Estas fuerzas comenzaron a combatir a Estado Islámico con el respaldo y la cobertura aérea de Estados Unidos: hasta hoy, son el principal aliado de Washington en Siria. En sus combates, las FDS se acercaron a la frontera con Turquía, lo que generó preocupación en el gobierno de Ankara, que considera a los grupos kurdos armados como el PKK (Partido de los Trabajadores de Kurdistán) y las YPG (Unidades de Protección Popular) grupos terroristas que amenazan su seguridad nacional. ِAl mismo tiempo, también Estado Islámico se acercaba a la frontera turca en la zona de Jarabulus, en la gobernación de Alepo.
Conflictos superpuestos
La intervención de todos estos actores creó un panorama de múltiples conflictos superpuestos. La oposición armada y ِِAl Nusra combatían al régimen de Asad en varios frentes, al tiempo que se enfrentaban a Estado Islámico en otras áreas. En paralelo, en el norte y este del país, Estado Islámico se enfrentaba a las fuerzas kurdas.
En ese contexto, el régimen de Asad llegó a estar nuevamente al borde del colapso y a controlar solo una pequeña fracción del territorio sirio. En septiembre de 2015, a petición del Gobierno de Asad, se produjo la intervención militar del otro gran aliado del régimen: Rusia. Con su apoyo, el régimen comenzó a revertir la situación. Las fuerzas rusas lanzaron intensos bombardeos sobre zonas controladas por la oposición y lideraron operaciones militares junto con las fuerzas del régimen, milicias iraníes y combatientes de Hezbolá. Ello logró estabilizar al gobierno de Asad y recuperar territorio clave.El ministro ruso de Exteriores, Serguéi Lavrov, lo dijo entonces claramente: “Sin nosotros, Damasco habría caído”.
Más bombardeos para la población siria.
Fue en medio de aquel recrudecimiento del conflicto, en 2015, cuando casi un millón de sirios llegaron a costas europeas. Desde que Rusia intervino en Siria, sus bombardeos han causado la muerte de aproximadamente 7.000 civiles, el 44 % de ellos mujeres y niños, según datos de la Red Siria para los Derechos Humanos.
En total, entre marzo de 2011 y junio de 2024, más de 231.000 civiles han perdido la vida a causa de la guerra en Siria, indican los informes de esta organización, que atribuye el 86% de estas muertes al régimen de Asad; el resto, según esta red, fueron causadas por otros actores como las fuerzas rusas, Estado Islámico, Al Nusra (ahora HTS), facciones de la oposición, las FD So la coalición internacional liderada por EEUU. Además, más de 157.000 personas han sido arrestadas o han sufrido desapariciones forzosas.
El JFS y Turquía
Al Golani, el líder de HTS, había fundado el frente Al Nusra como una filial de Al Qaeda en Siria en 2012. A partir de 2015 Al Golani comenzó a alejar su retórica de la narrativa de esa organización y, en julio de 2016, anunció la ruptura formal de Al Nusra con Al Qaeda y su renombramiento como Jabhat Fatah Al-Sham (“Frente de Expansión de Levante”, JFS). Este movimiento, según él, respondía a las exigencias de la población local y buscaba facilitar alianzas con otros grupos opositores, además de mejorar su aceptación internacional.
Este cambio no solo fue estratégico, sino también ideológico. JFS empezó a distanciarse del modelo globalista de Al Qaeda y se enfocó en consolidar el control territorial en el noroeste de Siria. Según el investigador Charles Lister, este reposicionamiento marcó un giro clave en la historia del grupo, aunque también lo hizo más “autoritario” y menos tolerante hacia otras facciones opositoras. De hecho, el grupo empezó a atacar a otras agrupaciones opositoras —tanto moderadas como islamistas— que amenazaban su dominio, y se consolidó como una fuerza dominante y despiadada en Idlib y el este de la provincia de Alepo.
En 2016, Turquía lanzó en el norte de Siria la llamada Operación Escudo del Éufrates. Su objetivo principal era expulsar a Estado Islámico de la ciudad de Jarablus y, al mismo tiempo, evitar que grupos kurdos armados se establecieran en la zona fronteriza. Para lograrlo, Turquía se alió con grupos de la oposición que compartían su interés en combatir tanto a Estado Islámico como a los grupos kurdos. En este contexto, Estados Unidos —que, recordemos, es unos principales aliados de los kurdos—, quedó al margen de los intereses turcos, lo que añadió aún más complejidad a la situación en la región.
A medida que Turquía se centraba en el norte, el régimen de Asad y Rusia avanzaban en su ofensiva en las últimas zonas controladas por la oposición. Para 2018 estas áreas se concentraban en el este de Guta (cerca de Damasco) y en Daraa (sur del país). A medida que estas zonas caían bajo el control del régimen, los civiles que se oponían a Asad eran desplazados hacia el noroeste. Idlib, algunas zonas de Alepo y parte de Hama se convirtieron en un refugio para los opositores. Este territorio albergaba no solo a miles de combatientes opositores, sino también a unos 4 millones de civiles atrapados en una situación de gran vulnerabilidad.
Las “zonas seguras”
En mayo de 2017, Turquía, Rusia e Irán alcanzaron un acuerdo para establecer “zonas seguras” en Siria como parte de un acuerdo de desescalada, con el objetivo de disminuir la violencia y facilitar el acceso humanitario. Estas zonas comprendían áreas en Idlib, Homs, Guta y el sur del país donde se debía implementar un alto al fuego, restaurar infraestructuras esenciales y permitir el regreso de los desplazados. Sin embargo, aquel objetivo no se cumplió. Todo lo contrario. Los tres países firmantes se habían comprometido a cesar la violencia en las áreas integradas en el acuerdo mientras seguían combatiendo a grupos como Estado Islámico y Al Qaeda en las zonas no cubiertas por el mismo. Pero en 2018 y 2019, tanto Rusia como el régimen de Assad lanzaron ofensivas militares en varias de estas “zonas seguras”. Durante estas campañas, emplearon una estrategia de tierra arrasada, lo que llevó al colapso de la desescalada.
En paralelo, las FDS, con el apoyo de Estados Unidos, atacaban los últimos bastiones de Estado Islámico en las zonas de Baguz y Deir Ezzor, lo que resultó en el fin del califato: la desaparición de la organización como Estado territorial. Sin embargo, quedaron células durmientes en algunas zonas del este de Siria y su desierto, que siguen llevando a cabo ataques esporádicos hasta el día de hoy.
HTS y el nuevo mapa sirio
A principios de 2017, JFS —el grupo heredero de Al Nusra— evolucionó nuevamente y formó HTS, que integraba además a otros grupos islamistas locales. ِAdemás, anunció la creación de un “gobierno de salvación sirio” para administrar las zonas bajo su control. El movimiento, considerado como una organización terrorista por la ONU y por países como Estados Unidos, buscaba proyectar una imagen de unidad y fuerza, pero lo cierto es que estaba bajo el dominio de Al Golani como líder supremo. HTS adoptó una estrategia de “localismo revolucionario”, según Lister: priorizaba el control territorial y el establecimiento de una gobernanza autoritaria en las áreas bajo su influencia, especialmente en Idlib.
Después de la derrota de Estado Islámico y de que Turquía alejara a las FDS de sus fronteras, y tras la recuperación de varias ciudades por parte de Rusia y el régimen de Asad, el mapa de Siria se había estabilizado de la siguiente manera: el 62% del territorio estaba bajo control del régimen, Rusia, Irán y sus milicias; alrededor del 10% lo controlaban las facciones opositoras restantes (en el noroeste de Siria, la mayoría habían sido eliminadas o absorbidas por HTS); y el 26% estaba bajo el control de las fuerzas kurdas de las SDF.
Desde entonces, el mapa sirio de poder no ha sufrido grandes alteraciones, con la excepción de ataques aéreos y de artillería lanzados por Rusia y el régimen de Asad contra zonas del noroeste de Siria, así como los ataques aéreos estadounidenses contra células de Estado Islámico. A estos se han sumado ataques israelíes contra milicias iraníes y Hezbolá en diversas áreas de Siria, que aumentaron después del 7 de octubre de 2023.
Al Golani, ha intentado transformarse a lo largo de estos años. Se ha acercado a la base social del noroeste de Siria mostrándose abiertamente ante la población, fortaleciendo su gobierno y entrenando a las fuerzas especiales conocidas como las “Bandas Rojas” —responsables de las operaciones militares más complejas en la actual campaña—. En una conversación con el periodista estadounidense Martin Smith en 2021, afirmaba: “Ante todo, esta región no representa una amenaza para la seguridad de Europa ni Estados Unidos. Esta región no es una base para llevar a cabo la yihad extranjera”. En la misma entrevista, Al Golani decía que Estados Unidos debería retirarlo de su lista de terroristas.
Alterar las reglas del juego
La operación actual liderada por HTS contra el régimen de Asad se produce en un escenario en el que los grandes aliados del presidente sirio están volcados en otros conflictos: Rusia está inmersa en su invasión de Ucrania, al tiempo que Irán está enfrentado a Israel en medio de la ofensiva israelí en Gaza. Los países árabes, mientras tanto, empezaron el año pasado a normalizar sus vínculos con el régimen sirio, y la Liga Árabe readmitió a Asad después de una década de expulsión.
En este contexto, HTS, con un nuevo modelo descrito por Lister como “pragmático”, se preparaba para la operación Detener la Agresión: una ofensiva que está generando cambios significativos en el mapa sirio y alterando las reglas del juego. Tras recuperar el control de Alepo, ganar terreno en ciudades de Idlib y avanzar hacia Hama, Al Golani y las facciones opositoras han asegurado que protegerán a las minorías, como los cristianos, kurdos y armenios, y han prometido que salvaguardarán las embajadas y respresentantes extranjeros presentes en Alepo.
Muchos sirios, atrapados entre los intereses geopolíticos, ven con la actual operación con una mezcla de alegría y aprensión. Sin embargo, 14 años de una guerra marcada por su complejidad les han enseñado que la situación puede cambiar drásticamente en cuestión de horas, como ha ocurrido desde el 27 de noviembre. En Siria, cada momento de calma lleva consigo una cadena de preguntas sin respuesta: ¿Hay alguna posibilidad de que caiga Asad, o sus aliados redoblarán esfuerzos para salvarlo una vez más mientras la población civil paga el precio? ¿Resurgirá un nuevo Estado Islámico? ¿Consolidará HTS su modelo actual? ¿El futuro traerá mejoras o una nueva espiral de caos? Para la población siria, el futuro sigue siendo tan frágil como su presente.
Un mes después de que tuviera lugar la dana que azotó Valencia, las zonas afectadas por las inundaciones están lejos de volver a la normalidad. Mientras las tareas de limpieza continúan sin descanso, miles de niños y adolescentes siguen sin poder asistir a los centros educativos; al menos 48.000 viviendas han sido dañadas, algunas de ellas tendrán que ser demolidas; y decenas de infraestructuras críticas, como centros de salud, vías de transporte o redes de alcantarillado, tardarán meses en ser rehabilitados por completo. Estas son solo algunas de las heridas que deja un fenómeno, el de las inundaciones, pero también el de los eventos climáticos extremos, que cada vez serán más frecuentes.
En el podcast de este mes recorremos el mundo para conocer algunas de las inundaciones más dañinas de los últimos años, para analizar las diferencias en la gestión y la respuesta ante esta clase de emergencias y para entender por qué cada vez será más recurrente ver imágenes como las que nos ha dejado Valencia en el último mes. Lo hacemos con Santi Palacios, fotoperiodista y fundador del medio especializado en crisis climática Sonda Internacional; Marta Baraibar, experta en innovación y servicios climáticos en África de la Organización Meteorológica Mundial de Naciones Unidas; Patricia Simón, reportera, periodista de investigación y escritora, e Igor G. Barbero, cofundador de 5W, periodista y responsable de Comunicación de Médicos Sin Fronteras.
Un podcast de Javier Sánchez. El montaje musical es de ROAD AUDIO.
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“Estados Unidos me ha roto el corazón por segunda vez; nunca pensé que sería posible volver a sufrir un nuevo mandato de Donald Trump”, dice con lágrimas en los ojos María, una de las estudiantes hispanas que se agolpan con los miles de compañeros de universidad y seguidores de la vicepresidenta Kamala Harris reunidos en el centro del campus de la Universidad Howard, donde la candidata demócrata pasó la noche electoral. “Estaba convencida de que esta sería una noche de celebración, de cambio, de ver a una mujer en la cima del poder, pero volvemos a tener a un misógino dirigiendo el país”, añade, secándose las lágrimas con el puño de la camisa.
“Perdona, no lloro por mí, sino por todos los que van a sufrir sus políticas, sobre todo los inmigrantes, como lo fueron mis padres cuando escaparon de El Salvador en los años 80. Deben de estar muertos de miedo”, se justifica, sorbiendo los mocos. No es la única cuya noche empezó con una sonrisa llena de esperanza y termina con la cara descompuesta. Todos los sondeos aseguraban que la batalla electoral entre los candidatos iba a ser extremadamente ajustada, pero, como ya demostró la victoria del magnate en 2016, y de nuevo en esta ocasión, los sondeos son tan fiables como un zorro en un corral.
Al principio, con la ilusión intacta, los asistentes al evento bailan al son de la música de los grandilocuentes sistemas de sonido repartidos por el escenario y las gradas; algunos hasta extienden mantas en el suelo para disfrutar de la noche y de las pantallas gigantes de televisión retransmitiendo el recuento que, a medida que avanza la noche, va dictando sentencia de forma implacable. Algunos se resisten a creerlo. “Hay que tener paciencia, queda mucho por contar, ni siquiera tenemos los resultados de los estados bisagra. No hay que ser negativo. Al menos, no todavía”, explica Freddy, otro estudiante universitario que luce una camiseta con la imagen de Harris estampada en el pecho. Pero a medida que el mapa de Estados Unidos se va tiñendo de rojo su mandíbula se tuerce cada vez más. “No puede ser, no me lo creo”, dice cuando la distancia del número de electores empieza a ser insalvable.
La ilusión de la gente, sobre todo los que se encuentran de pie alrededor del escenario coronado con una tarima protegida con un cristal antibalas para garantizar la seguridad de la vicepresidenta, también empieza a ceder. “Esto no pinta nada bien, hace rato que no veo a nadie del equipo de Kamala por el escenario. ¿Se están escondiendo?”, se pregunta Josh, un abogado laborista. “No puede ser, Trump está en 210 electores y queda mucho”, añade, mirando alrededor, como si pudiese sentir la vibración cada vez más desesperanzadora entre los asistentes. Esas dos últimas palabras se repiten entre varias personas hasta que, pasada la medianoche, el ánimo decaído, ansioso y triste empieza a ser contagioso y molesto como un sarpullido. Muchas sonrisas se convierten en muecas. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero el proverbio es tan fiable como los sondeos que incluso daban a Harris como ganadora de las elecciones.
El siguiente varapalo no tarda en llegar, cuando The New York Times estima que el expresidente Trump tiene un 90% de posibilidades de convertirse en el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Pronto los banderines con la enseña estadounidense que se habían repartido entre el público, y que muchos hacían ondear con orgullo, se convierten en palos con un trozo de tela enrollado. Las gradas colocadas para la ocasión al final del centro del campus empiezan a vaciarse.
Allí, una pareja de afroamericanos vestidos de gala se lleva las manos a la cabeza mientras consultan el recuento en los condados de Pensilvania, el estado bisagra clave de los siete que están en juego, mientras el mapa de la CNN en las pantallas gigantes sigue mostrando estados en rojo como si este tuviera la varicela. “No nos salen los números, no creo que pueda remontar”, dice Jamal. “Yo todavía tengo esperanza, es imposible que gane un criminal condenado”, dice Rebecca, su pareja. Él es panadero y ella trabaja en una guardería. “No lo está, al menos todavía, y si esto sigue así nunca lo condenarán”, explica Jamal, refiriéndose a los casos abiertos y a la espera de sentencia que Donald Trump tiene abiertos en los juzgados de Georgia y Nueva York. “¿Y el Senado y la Cámara [de representantes]?”, inquiere Rebecca, pero su pareja niega con la cabeza.
De repente, algo sucede en el escenario y todos los que están en el campus, incluida la gente de las gradas, corren hacia allí teléfono en mano para fotografiar o grabar el momento en que la candidata salga. Llevan horas esperando a que su esperanza política salga a saludar, o se deje ver para reforzar su confianza. La música, que en ese momento sonaba a tantos decibelios que hasta dolían las orejas, aunque fuera una balada del rapero Drake, se interrumpe de golpe y los rumores y el nerviosismo que se escapa por la boca del público se convierten en la nueva banda sonora del lugar. La ilusión parece que vuelve y, por un momento, las sonrisas empiezan a asomar en muchas de las caras torcidas de angustia; pero solo es el canto del cisne.
No sale Harris, sino su director de campaña, Cedric Richmond. “No, no, esto no”, dice alguien. Todos saben que, llegados a este punto, la aparición del director solo puede significar una cosa: la derrota. “Quiero dar las gracias a la gente y a los contribuyentes de la campaña por todo lo que han hecho para estar aquí, y por creer en la promesa de una América mejor”, dice, mientras los presentes se quedan mudos. “Todavía tenemos estados que no han sido contados, por lo que continuaremos toda la noche para luchar y asegurarnos de que todos los votos son escrutados y de que todas las voces son escuchadas. Hoy la vicepresidenta no saldrá a hablaros, pero sí lo hará mañana”, añade, a sabiendas de que, en realidad, la vicepresidenta no quiere salir a la palestra porque ha perdido las elecciones. La victoria de Trump frente a la candidata demócrata ha sido holgada y, con el escrutinio aún en marcha en varios estados, el expresidente ya ha superado los 270 compromisarios necesarios para su regreso a la Casa Blanca.
En cuanto Richmond desaparece, la respuesta entre los presentes es inmediata: todo el mundo se da la vuelta y empieza a salir del campus hacia la calle Barry, que enseguida queda abarrotada por una marea de tristeza y silencio. Esa es la verdadera música de la derrota. “Estoy decepcionada con el pueblo estadounidense, no puedo entender a los que votan por Trump, ¿nos hemos vuelto locos, queremos matar a la democracia, convertirla en un kleenex en manos de ese energúmeno? Este país se va a ir a la mierda, definitivamente, estamos locos”, repite Josh, un joven músico cuyos ojos van más allá de la tristeza y ahora están llenos de rabia.
En los arcos de seguridad por los que todo el mundo ha pasado al entrar al recinto ni siquiera la policía parece atenta a su trabajo. Josh no es el único cuya tristeza se está transformando en enfado. “Trump es un mentiroso compulsivo, un criminal, no se merece ser presidente, no entiendo cómo alguien que puede ser condenado el próximo noviembre, pueda aspirar al cargo más importante del país”, dice Sarah apretando los dientes y los puños, mientras guarda la bandera estadounidense en su bolso. “Me siento engañada; o, quizá, eso es todo lo que merecemos en este condenado país”, concluye, echándole un último vistazo al campus donde los sueños de reconciliación y entendimiento de muchos han terminado con el desastre demócrata liderado por Harris.
Hace 42 años Kamala Harris llegó como estudiante de primer año a la Universidad Howard. En el campus que pisamos es donde se paseaba llevando un maletín en vez de una mochila, según contó ella misma; aquí presidió el club de economía, se unió a la histórica fraternidad negra de Alpha Kappa Alpha y llevó a cabo su primera campaña electoral para postularse como representante de la clase de primer año contra una oponente, Shelley Young, que describió como la rival más dura a la que se ha enfrentado. Aquí es donde empezó su carrera y, tras enfrentarse a un rival mucho peor que aquella joven, parece que su andadura en la alta política llegará a su final. “Volver esta noche a la Universidad Howard, mi querida alma mater, y poder, con suerte, reconocer este día por lo que es, para mí realmente significa cerrar el círculo”, dijo durante una entrevista el martes por la mañana.
Y se ha cerrado.
Estados Unidos celebra este martes unas elecciones presidenciales que marcarán el futuro del país. Los sondeos apuntan a unos resultados muy ajustados entre la demócrata Kamala Harris y el republicano Donald Trump. ¿Cuál está siendo el nivel de participación? ¿Qué papel tienen los jóvenes en estas elecciones? ¿Qué importancia tendrá el voto por género? ¿Cuál es la postura de Harris y Trump sobre el conflicto en Gaza?
En esta nueva charla, el periodista Amador Guallar habla desde Washington con Javier Sánchez para analizar la última hora de las elecciones de Estados Unidos.
Laia Abril relata el mundo a través del arte; Santi Palacios lo hace a través del fotoperiodismo. Ella desarrolla sus proyectos en forma de instalaciones, libros, películas; él lo hace a través de la fotografía. Tienen dos formas distintas de mirar el mundo y de contar la realidad, pero en una cosa están de acuerdo: las imágenes, como las palabras, deben ser leídas.
En Leer las imágenes, el nuevo número de la Colección Voces, ambos autores recorren su trabajo y los retos, experiencias y anécdotas que han afrontado a lo largo de sus carreras. El libro, de 140 páginas e ilustrado por Cinta Fosch, está incluido en la suscripción a 5W: hazte socio/a y te lo enviamos a casa de inmediato. Si lo prefieres, puedes comprarlo por separado en la tienda online.
“Tiene un proceso de pensamiento muy complejo y creo que tenemos muchísimos más espacios en común de lo que a priori podría parecer”, dice la artista multidisciplinar Laia Abril sobre el fotoperiodista Santi Palacios. “La primera vez que la escuché fue en un festival de fotografía hace algunos años y me impresionó mucho la presentación de su trabajo. Todo; pero, sobre todo, me quedé muy impactado con On abortion”, dice Santi Palacios sobre Laia Abril.
Santi Palacios ha centrado su carrera en temas vinculados a las migraciones, conflictos y ecología humana. Su trabajo ha sido publicado en las principales revistas y periódicos a nivel global, exhibido en decenas de ciudades y recibido premios como el World Press Photo, el Premio Ortega y Gasset, el Premio Luis Valtueña de Fotografía Humanitaria o el Premio Nacional de Fotoperiodismo en dos años consecutivos. En 2016 formó parte del equipo nominado por Associated Press al Premio Pulitzer en Breaking News Photography.
El trabajo de Laia Abril revela a menudo realidades incómodas y ocultas; comenzó con historias íntimas y más tarde se enfocó en biopolítica y los derechos de la mujer. Su obra le ha valido el Premio Nacional de Fotografía en España en 2023 y la Medalla RPS Hood en 2019. Ha sido ampliamente exhibida y publicada, y forma parte de colecciones privadas y museos como el Centre Pompidou y los Fondos Regionales de Arte Contemporáneo en Francia, el Musée de l’Elysée y el Fotomuseum Winterthur en Suiza, el MoCP en Chicago, el Museum of Sex en Nueva York o el MACBA, el MNAC y Foto Colectania en Barcelona.
Fotoperiodismo y arte: dos formas de mirar el mundo, dos formas de contar la realidad. Santi Palacios y Laia Abril reflexionan sobre el lenguaje que usan para descifrar lo que ven. En una cosa están de acuerdo: las imágenes, como las palabras, deben ser leídas.
Un ingente trabajo periodístico para reconstruir tres naufragios es el tuétano del podcast El mar. El mur, que ha ganado ex aequo el Premio Ondas en la categoría de mejor programación especial. Codirigido por Mercè Folch, periodista de 3Cat, y Anna Surinyach, editora gráfica de 5W, el proyecto ha sido realizado por el programa Solidaris de Catalunya Ràdio (la misma Folch, Mireia Izard, Mònica Roca, Sandra Novillo).
A través de ocho capítulos y un epílogo, el proyecto denuncia las muertes invisibilizadas de personas migrantes en las rutas por mar hacia la Unión Europea. Este viaje sonoro de larga distancia no solo describe el arco narrativo de familias con personas desaparecidas en el mar, sino que dibuja el mapa de la injusticia en nuestras fronteras y hace una crítica profunda al cruel sistema burocrático y a las políticas migratorias europeas.
El fallo del jurado es contundente: “Puro reporterismo radiofónico y multimedia que da voz y pone nombre a las personas que afrontan la odisea de llegar a Europa. Son los protagonistas de un trabajo de investigación periodística tan ambicioso como necesario”.
El mar. El mur, que se puede escuchar en 3Cat —marca bajo la cual se hallan todos los contenidos y canales de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales—, sigue a familias en busca de sus seres queridos en Senegal, Marruecos, Sáhara Occidental y varios puntos de España. El proyecto ha querido ir más allá de la narración radiofónica y aunar la potencia de la fotografía —a cargo de Anna Surinyach—, la música de Momi Maiga y Rita Payés, e incluso un cuidado diseño y un logo específico, que ha ido a cuenta de Dani Capdevila.
Surinyach, que se encarga de la edición gráfica de 5W, ha dedicado toda su energía profesional a contar de mil formas posibles las rutas migratorias en todo el mundo. En esta colaboración con Catalunya Ràdio se adentró en el podcast con un equipo extraordinario, el de Solidaris, que destaca por la sensibilidad con la que cuenta fenómenos sociales. La creación de equipos pertenecientes a diferentes entornos mediáticos, como en este caso, está suponiendo cada vez más un vivero para la creación periodística.
Surinyach desarrolla desde hace años el proyecto Mar de luto —parte de cuya investigación se realizó en el marco de este podcast—, que incluye un profundo trabajo periodístico en otros puntos del mundo. Este trabajo de Surinyach —que ha recibido, entre otros premios, el Zampa, el Istanbul Photo Awards y ha sido finalista del Picture of the Year— sigue evolucionado y ya le ha llevado a lugares como Ucrania, donde las familias también deben buscan a sus seres desaparecidos, aunque con más apoyo institucional.
“La clave es contar la historia con las mejores herramientas posibles”, dice el fotoperiodista Santi Palacios en el libro Leer las imágenes, un diálogo con la artista multidisciplinar Laia Abril en el que ambos, a lo largo de 140 páginas, reflexionan sobre fotoperiodismo y arte. Leer las imágenes es el nuevo número de la colección Voces 5W y está incluido en la suscripción a la revista: si aún no eres socio/a, suscríbete ahora y recíbelo en casa. Si lo prefieres, también puedes comprarlo por separado en la tienda online.
Para Santi Palacios (Madrid, 1985), la mejor herramienta para relatar nuestro mundo es el fotoperiodismo: desde que comenzó su carrera ha capturado con su cámara historias vinculadas a movimientos de población, conflictos, contaminación o la pandemia; su trabajo le ha valido reconocimientos como el World Press Photo, el premio Ortega y Gasset o el Premio Internacional Luis Valtueña de Fotografía Humanitaria.
Con motivo de la publicación del nuevo número de la colección Voces, hemos pedido al coautor de Leer las imágenes que comente en primera persona cinco de sus proyectos de largo recorrido.
01. En ruta
En Ruta fue el primer reportaje del que pude sentirme orgulloso. Todos los trabajos que había hecho en fotografía hasta entonces eran comerciales y los reportajes que había producido no estaban suficientemente elaborados.
A finales de 2008 la crisis apretaba fuerte. Los países del centro y norte de Europa seguían importando frutas y verduras de la región de la Vega Baja (en el sureste de la península), pero a España le costaba más realizar importaciones. Esto afectaba directamente a los conductores de camiones de mercancías, que subían cargados de alimentos hacia Europa pero luego tenían que pasar días esperando una carga con la que regresar a la península ibérica.
En enero de 2009 subí al camión de César, a quien había conocido un año antes, y le acompañé en ruta por Francia y Alemania. Accidentes, situaciones inesperadas, esperas interminables y un tortuoso recorrido entre polígonos industriales y mercados de Alicante, Barcelona, La Junquera, Múnich, Frankfurt, París, Lille y Marsella, me permitieron ver que los problemas que tenían que afrontar los trabajadores del sector de los transportes por carretera iban mucho más allá de la reducción de importaciones.
En Leer las imágenes cuento uno de los momentos que viví mientras hacía ese reportaje: el instante en el que tuve claro que solo quería hacer esto, fotoperiodismo.
02. ‘On the edge’
Durante más de una década he desarrollado On the Edge, un proyecto de largo aliento sobre migraciones. Las escenas captadas en este proyecto entre 2013 y 2024 capturan el instante en el que personas que migran por diferentes motivos cruzan una frontera, se preparan para hacerlo o mueren en el intento.
Las migraciones pueden ser un hilo conductor realmente interesante a la hora de conectar distintas problemáticas. Trabajar en las rutas migratorias implica analizar los motivos por los que las personas abandonan su lugar o país de origen: precariedad económica, catástrofes naturales, conflictos armados, persecución por orientación sexual, política o religiosa. Las rutas migratorias clandestinas son una de las experiencias más extremas que puede vivir un ser humano hoy en día. Y la vida en los países de destino permite, de nuevo, trabajar en conceptos tan amplios como la integración, la multiculturalidad, el racismo o la xenofobia.
Esa visión holística que permiten las migraciones supone una forma de ordenar aquellos temas sobre los que siempre me ha interesado trabajar. Este es un proyecto que no tiene final —espero seguir desarrollándolo durante toda mi carrera—, pero precisamente por la magnitud de la problemática que pretende abordar es necesario dividirlo en bloques. El primer tramo fueron las fronteras; ahora estoy trabajando en el siguiente, los orígenes.
En Leer las imágenes tuve la oportunidad de hablar con Laia sobre muchos de los retos y descubrimientos que ha supuesto trabajar en este proyecto.
Fotoperiodismo y arte: dos formas de mirar el mundo, dos formas de contar la realidad. Santi Palacios y Laia Abril reflexionan sobre el lenguaje que usan para descifrar lo que ven. En una cosa están de acuerdo: las imágenes, como las palabras, deben ser leídas.
El término Nonpoint source pollution hace referencia a la contaminación de agua o aire que no tiene una única fuente de origen. Por eso elegí ese título para este proyecto de largo recorrido en el que trato de conectar la contaminación —como causa de degradación del territorio— con los flujos migratorios.
La primera parte de este trabajo fue Megaciudades y contaminación, un proyecto de fotografía documental que analiza tres de los grandes retos ambientales del siglo XXI: el plástico, la polución del aire y la contaminación del agua. El proyecto se articula en torno a tres megaurbes de Asia, el continente más poblado del mundo: Metro Manila, Delhi y Yakarta.
La populosa área metropolitana de Manila, en Filipinas, se ha erigido en uno de los focos mundiales de vertidos de plásticos al océano. Nueva Delhi es la capital con el aire más contaminado del mundo en un país, la India, que alberga siete de las diez ciudades con mayor contaminación ambiental del planeta. Y Yakarta, en Indonesia, es la capital que más rápidamente se hunde, en medio de la erosión del terreno por una acuciante demanda de aguas limpias y la subida del nivel del mar debido al calentamiento global.
Este fue el primer proyecto que publicamos en Sonda Internacional, el medio de comunicación que fundé en 2022 junto a un grupo de compañeros y compañeras y de cuya motivación e intenciones hablo con Laia Abril en el nuevo número de Voces.
04. Soledades Mayores
Cuando se declaró el estado de alarma en España yo acababa de regresar de Indonesia y tenía un vuelo a Nairobi al que ya nunca pude subir. Enseguida tuve claro que era importante documentar lo que estaba pasando. A largo plazo, porque estábamos viviendo un acontecimiento histórico; y a corto plazo, porque no estábamos viendo en los medios de comunicación las desastrosas consecuencias del virus, aquellas por las que las autoridades nos pedían que nos quedáramos en casa.
Después de pasar dos semanas deambulando por calles vacías y pidiendo accesos que no llegaban para entrar en hospitales, tanatorios y cementerios, la oenegé Open Arms, con la que trabajo desde su fundación en 2015, lanzó un proyecto para realizar tests de forma masiva en las residencias de ancianos de Cataluña. Era fundamental separar a los positivos de los negativos para reducir el número de contagios. Y yo tuve la suerte de poder acompañarlos a diario durante más de dos meses.
Las residencias de ancianos se convirtieron en uno de los puntos negros de la pandemia. Solo en 2020 cerca de 25.000 ancianos murieron en residencias de toda España a causa de la COVID-19 o con síntomas compatibles con la enfermedad.
En este proyecto decidí no mostrar los rostros de las personas que aparecen en las imágenes. Traté de realizar fotografías que transmitieran las emociones que se vivían en los centros de mayores durante los primeros meses de la pandemia.
El trabajo que realicé, publicado en 5W, se tituló Soledades Mayores, porque aquellos días y en aquellos centros nos encontramos con la soledad impuesta por la emergencia sanitaria, y la soledad estructural que vive una parte de la población en un país que tiene a cerca de 300.000 de sus mayores viviendo en residencias.
05. La masacre de Bucha
Trabajé en Kiev en 2014, durante la revolución del Maidán, y a principios de 2015 volví a Ucrania para trabajar en el Donbás. En 2022 estaba centrado en la creación de Sonda Internacional —de la que hablo en el libro— y además creía, como tantos otros, que no iba a haber una invasión a gran escala por parte de Rusia. Pero cuando me despertaron a primera hora del 24 de febrero de aquél año para decirme que Rusia estaba bombardeando Kiev, lo sentí como si estuvieran bombardeando Madrid o Barcelona. Cogí el primer vuelo que pude, junto a Agus Morales, y viajamos a Polonia para después cruzar la frontera y entrar en Ucrania.
Tras realizar un reportaje sobre el éxodo de miles de ucranianos que huían de las zonas que estaban siendo atacadas por el ejército de Putin, salimos del país por la frontera con Hungría, y tras regresar a Barcelona durante unos pocos días regresé a Ucrania, esta vez a través de Rumanía y junto al fotoperiodista Pablo Tosco.
Después de trabajar en el sur, en Odesa y Mykolaiv, finalmente pude llegar a Kiev. Mi objetivo allí era ver y documentar las consecuencias de la invasión en caso de que los rusos se retirasen de las ciudades cercanas a la capital. Ese repliegue finalmente llegó a finales de marzo, y poco después pude acceder a Bucha, un municipio pegado a Irpin que supuso el frente de batalla entre los ejércitos ruso y ucraniano durante el mes que permanecieron allí las tropas de Moscú.
Las personas que no tenían tiempo ni medios para huir permanecieron aisladas, prácticamente sin comunicación con el mundo exterior. Allí estaban confinadas, sufriendo una violencia y un miedo que sólo se conocerían tras la retirada de las tropas rusas. Aquellos fueron los días más oscuros de Bucha. Tras la ocupación, salieron a la luz los detalles de las ejecuciones, los asesinatos y los abusos. Este ensayo fotográfico captura los días y semanas posteriores, escenas que evidencian un rastro de crímenes de guerra. Las imágenes de este ensayo captan uno de los capítulos más oscuros de la invasión rusa de Ucrania.
“Morir es más sencillo que seguir viviendo guerra tras guerra”, grita al cielo Najah Mohammed, quien a sus 55 años —o quizá alguno más, dejó de contar— huyó descalza, con lo puesto, cuando el techo de su casa empezó a resquebrajarse sobre su familia. Desde Aakbieh, en la periferia de Sidón, llegó a este campamento de refugiados en el norte de Líbano, 150 kilómetros que fue alternando entre recorridos en partes traseras de camionetas y tramos a pie. Con ayuda de otros vecinos, hacía turnos para llevar en brazos a su hija Taghred, con parálisis cerebral. La joven no puede hablar, pero desde aquel lunes en el que llovieron las bombas, su expresión ha perdido emoción y su cuerpo se encoge de miedo cuando oye sonidos fuertes. Nunca pensaron que tras huir de Siria la guerra las alcanzaría también en el Líbano.
Marcado ya con sangre en el calendario de Oriente Medio, el 24 de septiembre fue el día que Najah cogió a sus seis hijos del brazo y dejó su casa. Recuerda las horas de tráfico en la carretera principal de Líbano, que sigue la línea de la costa, y las columnas de humo que les persiguieron en el camino. Tras casi un año de enfrentamientos entre Hezbolá e Israel concentrados en la zona sur, aquella fue la fecha del comienzo de una intensa campaña aérea que llevó la guerra a todo Líbano. Ya hay más de dos mil muertos y más de un millón de personas han sido desplazadas de sus hogares.
Entre todas las comunidades que habitan Líbano, hay una en particular para la cual las crisis se acumulan: los refugiados sirios. Su situación ya era de precariedad e irregularidad, con un número creciente de personas que en los últimos años ha tratado de escapar a través del mar, una ruta peligrosa en la que quedan a merced de las mafias. En los últimos meses, Europa ha pagado a Líbano para cortar esta vía, lo que ha llevado a un aumento de la presión y a la persecución de los sirios en el país. Es por eso que la guerra y este nuevo éxodo ha venido a amplificar una violencia y racismo estructurales. Por ejemplo, los sirios y otros grupos de trabajadores extranjeros no forman parte de los planes de emergencia del Gobierno libanés ante la ofensiva israelí, y se les niega la acogida en la mayoría de escuelas refugio abiertas en todo el país.
Tan crítica es la situación que muchos, incluso, han decidido regresar a Siria.
De la guerra a la guerra
Sobre una manta en la Corniche, el paseo marítimo de Beirut, Burshra desayuna manushi junto a sus hijos. Las bombas del Ejército israelí les echaron de madrugada de su casa en Dahie, la periferia de Beirut, área de clase trabajadora densamente poblada y donde Hezbolá tiene mayor apoyo, considerada como el feudo de la milicia en la capital. “Vivimos en peligro y no tenemos adónde ir, todos los que estamos aquí regresaremos a Siria”, asegura señalando a los cientos que, como ellos, pasaron la noche del 27 al 28 de septiembre en las aceras. Quien ya se ha puesto en camino es Qassem, que viaja solo con dos mochilas con las cremalleras a estallar. Acaba de coger un taxi en la Plaza de los Mártires, el corazón de Beirut, que le llevará a Baalbek, en el este de Líbano. “Ni escuela ni trabajo”, dicen sus 16 años cansados. Al otro lado del paso fronterizo, en Siria, le espera parte de su familia.
Al menos 276.000 personas han cruzado en las últimas dos semanas desde Líbano a Siria, según estimaciones de la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur), que vigila el flujo de hasta seis pasos fronterizos, la mayoría en el este de Líbano. El 70% eran sirios viviendo en Líbano tras más de una década de conflicto en su país. Las cifras pueden seguir aumentando, ya que hay muchas personas todavía atrapadas en zonas de guerra que no han conseguido huir. El viaje de regreso no es sencillo ni seguro: los primeros días hubo colas de hasta 27 horas en la frontera y, con la excusa de cortar las redes de abastecimiento de armas de Hezbolá, Israel también ha llevado a cabo redadas aéreas que han destrozado vías de entrada. Una vez en Siria, la carrera de obstáculos continúa, esquivando zonas en conflicto, mafias y más bombas israelíes.
Para Najah, originaria de la periferia rural de Homs, solo el pensamiento de volver es ya un infierno. En 2012 fue torturada en una cárcel del régimen de Bashar al Asad. “Durante 45 días y noches”, recuerda, y hace un largo silencio para coger aire. En 2015, cuando se marchó a Líbano después de que lo hicieran sus hijos y marido, volvió a ser arrestada en la frontera. Enviudó en Sidón, por lo que vino a buscar refugio en el único lugar donde le quedaba un familiar. Miniyeh, distrito al norte de Trípoli, es una carretera de doble sentido alrededor de la que se agrupan edificios bajos y campos de cultivo. Encajonada entre las montañas y el Mediterráneo, a lo lejos se divisa el comienzo de Tartous, Siria, y entre los huecos que abren los invernaderos crece el plástico de los campos de refugiados. Hay cerca de un centenar, dicen los que llevan aquí más tiempo, pero nadie los ha contado.
En este asentamiento sin nombre, Abu Mohammed es el sharwish, el líder de la comunidad. Es quien se encarga de hablar con el dueño de la explanada de cemento donde 80 familias llevan más de una década malviviendo en chabolas. El campamento comprende solo una calle, y las casas se han ido construyendo en hileras. En un pequeño claro descansan tanques de agua, hay una mesa donde alguien deja secar pimientos al sol y la lona de las tiendas está garabateada de cuentas matemáticas y lecciones de inglés. En los últimos días han llegado 30 nuevas familias del sur y el espacio está saturado. Los propietarios están encareciendo el precio del terreno donde se levantan las tiendas de 40 a 70 dólares al mes. Para los que pueden alquilar un piso la renta se ha multiplicado. “Y la gente sigue llegando, no hay humanidad”, se queja Abu Mohamed.
El campamento ha adoptado nuevas rutinas. Durante el día las mujeres se juntan en una de las jaimas, y es ya entrada la noche cuando los hombres regresan del sur. A falta de trabajo y pese a las bombas que siguen cayendo, los que cuidaban de tierras entre Tiro y Sidón continúan yendo a trabajarlas. Más al sur de Tiro, la última gran ciudad de la costa, es ya desierto y destrucción. Las familias que todavía tienen una casa en pie en Siria y ningún caso abierto con el régimen están enviando a las mujeres y niñas de regreso. Los hombres se quedan. La obligatoriedad del servicio militar es su mayor miedo, una trampa en la que pueden pasar años e incluso ser enviados a la muerte. Los que se enfrentan a la conscripción y los que ya no tienen nada en la tierra en la que nacieron “prefieren morir aquí”, dice Abu Mohammed.
La migración como chivo expiatorio para un Estado fallido
El país de los cedros es el que mayor número de refugiados acoge per cápita en el mundo. Con apenas cinco millones y medio de habitantes, en Líbano viven un millón y medio de sirios, que comenzaron a llegar desde el estallido de la revolución en 2011. De ellos, solo unos 800.000 están registrados como refugiados en Acnur. En 2015 el Gobierno libanés obligó a parar el recuento y restringió las vías de concesión de residencia. Abocados a la irregularidad y la precariedad, los sirios son empleados en el mercado laboral libanés como mano de obra barata, y ni siquiera quienes tienen un trabajo estable pueden obtener papeles.
Este sistema de explotación está favorecido por un sistema económico en quiebra y un parlamento inactivo tras más de dos años en funciones. Líbano encadena desde 2019 constantes crisis políticas y financieras que han devaluado la lira en un 98% con respecto al dólar y han llevado a la pobreza a un 80% de los libaneses. Los índices de necesidad se agudizan todavía más entre la población siria: un 90% requiere asistencia humanitaria. Líbano, con más población en el extranjero que dentro de las fronteras nacionales, se mantiene a flote gracias, en parte, a las remesas. Por eso la destrucción que está provocando la guerra actual es para muchos la guinda que corona los problemas de una comunidad anestesiada de espanto.
A nivel político, el país hace equilibrios en un reparto sectario herencia del mandato colonial: Francia estableció un sistema parlamentario dividido en confesiones religiosas donde la jefatura, representada en la figura del presidente, es ejercida por un cristiano maronita. En un país de minorías —hay hasta 18 credos—, las actitudes y discursos más reaccionarios contra los sirios proceden de sectores conservadores cristianos que perciben como una amenaza la asimilación de una comunidad esencialmente suní, lo que podría hacerles perder representatividad.
Sin embargo, agitar el miedo al otro como herramienta política es útil para cualquiera en posiciones de poder, especialmente para desviar la atención de los problemas reales. Los sirios se han convertido en un chivo expiatorio, un comodín que cada cierto tiempo se recicla. La última vez fue en primavera. El Ejército libanés acusó a una “banda de sirios” del asesinato de un político de la derecha cristiana, lo que hizo estallar las calles: grupos de matones se organizaron para dar palizas y amedrentar a sus vecinos sirios.
La carta del racismo y el descontrol surtió efecto: coincidió con la visita de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, que en Beirut y junto al presidente chipriota prometió un paquete de ayuda financiera a Líbano de mil millones de euros. La letra pequeña señalaba que una parte de ese dinero iría dirigido a paliar la crisis económica y otra a reforzar al Ejército libanés, especialmente en su labor de control de flujos migratorios. Inmediatamente comenzaron las redadas y controles de seguridad a los sirios en campamentos de refugiados y barrios de Beirut, acompañados de un incremento de las campañas masivas de retorno y deportaciones a Siria. “La mayoría de los sirios serán deportados cuando la comunidad internacional reconozca zonas seguras”, prometió el primer ministro libanés, Najib Mikati. Ese condicional es en el que trabajan tanto el Gobierno libanés como el chipriota, que recibe migrantes en pateras desde diferentes países vecinos. Se trata de designar áreas pacificadas de Siria que permitan legalizar lo ilegal: el retorno forzado a un país en guerra.
En 2023 las deportaciones a Siria aumentaron a cifras nunca vistas: 13.700 personas frente a 1.500 el año anterior. Los esfuerzos de las organizaciones humanitarias en materia de refugio se centran en parar precisamente estas devoluciones y exigir transparencia, ya que para muchos suponen riesgo de desaparición, tortura e incluso muerte. Sin embargo, la crisis actual de desplazamiento en Líbano, que después de tres semanas de agresión israelí ha forzado a muchos a pensar que en Siria estarían más protegidos que en Líbano, hace tambalear este argumento. “El problema es cuando se generaliza. Si a todos los sirios se les aplica el mismo criterio, se pone en peligro a los casos más vulnerables”, dice Anas Al Hennawi, trabajador social e investigador.
Para los que no tienen opción de regresar al país de sus abuelos y viven atrapados en la pobreza y la violencia en Líbano, la única frontera que queda es el Mediterráneo.
El Mediterráneo como vía de escape
“Probaré tantas veces como haga falta, me quiero marchar de aquí cueste lo que cueste”, dice la mirada deprimida de Ahmad Tobbe, de 27 años. “A los sirios nos pagan cinco dólares al día, y después me toca esperar sentado una semana”, sostiene en la puerta de una casa abandonada a medio construir que comparte con otras familias. Ahmad ha sufrido el ciclo completo de violencia de las fronteras: hace un año salió desde el norte de Líbano hacia Chipre, puerta de entrada a Europa situada a entre unas cinco y siete horas de navegación. El motor de su barcaza se averió, y tras dos días a la deriva los migrantes fueron rescatados por la Guardia Costera chipriota, quien les prometió, dice Ahmad sin inmutarse, que serían llevados a Italia. En cambio, el grupo fue entregado a las autoridades libanesas, que una vez en el puerto de Beirut fue deportado a Siria. Ahmad aún paga el soborno de casi 200 euros al Ejército sirio, más otros 40 para los traficantes, para que les permitieran cruzar de nuevo a Líbano.
Este modelo de devoluciones en caliente y complicidad entre las autoridades chipriotas y libanesas lleva gestándose desde 2020, en virtud de un acuerdo bilateral entre ambos países por el que Líbano se compromete a recibir las embarcaciones si a bordo viaja uno de sus nacionales. Las crisis son grandes oportunidades de negocio y la guerra que desde hace un año permea Oriente Medio ha consolidado este modelo de explotación. Si en todo 2023 Acnur contabilizó 3.921 personas que emprendieron la ruta desde la costa libanesa a Europa, solo en los cuatro primeros meses de 2024 casi se llegó a un número similar, 3.191.
Sin embargo, el acuerdo con la Unión Europea de mayo ha reducido en más de un 80% las salidas de migrantes, según el gabinete de Estudios Legales Cedar en Trípoli, dirigido por Mohammed Sablouh, uno de los principales nombres en la lucha contra el tráfico de personas. “Líbano está extorsionando a la comunidad internacional para conseguir más dinero, si no, abrirá las puertas a la migración a través del mar”, sentencia el abogado, que habla de “cómo el dinero europeo está condicionado no a mejorar las condiciones de las personas, sino a parar las llegadas”. Esta inyección monetaria ha activado controles antes inexistentes: “A finales de 2023 y comienzos de este año se marchaban grandes grupos de personas, es imposible que pasara inadvertido [a las autoridades], pero miraban a otro lado”.
En una entrevista exclusiva y anónima, una fuente que trabaja para los traficantes de personas en el norte de Líbano hacía referencia a las redes clientelares y corruptas presentes en las instituciones, favorecidas por la devaluación de los sueldos y falta de personal entre las fuerzas de seguridad. “El viaje a Chipre cuesta entre 2.000 y 3.000 dólares por persona, y parte de ese dinero va a pagar a las Fuerzas Armadas, el principal colaborador en esto”, aseguraba. “Los Gobiernos de Líbano y Siria cobran. El sirio incluso publicita los viajes en agencias. Aquí todos se benefician”.
En medio de esta rueda de violencia y miseria sobreviven miles de personas presas de un sistema que les niega derechos básicos y la posibilidad de acceder a ellos. “Todos los que estamos aquí viajaríamos, pero no hay una forma segura de hacerlo”, dice Najah en el campamento en el que ha encontrado refugio tras huir de su casa. No duerme por las noches, asegura, pensando en el futuro y en el miedo a que la guerra siga expandiéndose en Líbano. Para ella no son una opción ni el mar ni regresar a Siria, donde no le queda nada y donde teme por su vida y la de su familia si el conflicto avanza o se reactiva.
“Nos quedaríamos atrapados”, dice Najah.
Fotoperiodismo y arte: dos formas de mirar el mundo, dos formas de contar la realidad. Ya está aquí el número 9 de la colección Voces 5W, que reúne diálogos que dan la vuelta al mundo. Este año, el fotoperiodista Santi Palacios y la artista multidisciplinar Laia Abril reflexionan sobre el lenguaje que usan para descifrar lo que ven. Tienen visiones diferentes, pero en una cosa están de acuerdo: las imágenes, como las palabras, deben ser leídas.
Y de ahí el título: Leer las imágenes. El libro, con ilustraciones de Cinta Fosch, está incluido en nuestra suscripción anual en papel y muy pronto empezará a llegar a los buzones de los socios y socias de 5W. Si no lo eres, apúntate aquí. También puedes comprarlo por separado en nuestra tienda online o en librerías.
Fotoperiodismo y arte: dos formas de mirar el mundo, dos formas de contar la realidad. Santi Palacios y Laia Abril reflexionan sobre el lenguaje que usan para descifrar lo que ven. En una cosa están de acuerdo: las imágenes, como las palabras, deben ser leídas.
“Las imágenes se leen. De la misma forma que lees un texto, lees una fotografía”, dice Laia Abril en el libro. Ambos autores abordan la necesidad de cambiar la mirada: de las víctimas a las estructuras de poder. Abril se centra más en su serie Una historia de la misoginia para reflexionar sobre la vulneración de los derechos de las mujeres en todo el mundo, y Palacios en los dilemas de su trabajo sobre fronteras, migraciones y conflictos.
“Mi pasión es conseguir imágenes que evoquen emociones”, dice Palacios, que defiende a capa y espada el valor del fotoperiodismo, no sin criticar sus aspectos más oscuros. Abril lo intenta convencer de que se pase al arte, pero más allá del ámbito en el que se encuadran, se ponen de acuerdo en que los temas que tratan deben ser el centro de esas imágenes.
Este es nuestro noveno número de la colección Voces 5W, un formato de diálogo que ya se ha consolidado. En el primer número, Guerras de ayer y de hoy (2016), Ramón Lobo y Mikel Ayestaran charlaban sobre reporterismo y la evolución de los conflictos. El segundo, Contarlo para no olvidar (2017), recogió una conversación entre Maruja Torres y Mónica G. Prieto sobre el mundo árabe, feminismo y periodismo. En el tercero, África adentro (2018), Xavier Aldekoa y Alfonso Armada reflexionaban sobre las maneras de narrar el continente. En el cuarto, Europa soy yo (2019), Anna Bosch y Pablo R. Suanzes charlaban sobre el papel de la Unión Europea. En el quinto, El viejo periodismo (2020), Martín Caparrós y Agus Morales dialogaban sobre el reporteo, la escritura y la literatura. En el sexto, El compromiso de la fotografía (2021), Anna Surinyach y Juan Carlos Tomasi compartían su experiencia en crisis nutricionales, desastres naturales y conflictos: una obra que puede leerse en paralelo a la que presentamos hoy. En el séptimo,En el fondo la forma (2022), Leila Guerriero y Ander Izagirre discuten sobre el oficio de escribir. Dedicamos el octavo a las migraciones y los derechos humanos de la mano de Ebbaba Hameida y Nicolás Castellano, autores de Historias contadas al oído.
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Santi Palacios (Madrid, 1985) es fotoperiodista, director de Sonda Internacional y embajador de Canon Europa. Su carrera se centra en temas vinculados a migraciones, conflictos y ecología humana, intereses derivados de su formación como sociólogo. Su trabajo ha sido publicado en las principales revistas y periódicos a nivel global, ha sido exhibido en decenas de ciudades y ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales, incluidos un World Press Photo, el Premio Ortega y Gasset, el Premio Luis Valtueña de Fotografía Humanitaria o el Premio Nacional de Fotoperiodismo en dos años consecutivos, entre muchos otros.
En 2016 formó parte del equipo nominado por Associated Press al Premio Pulitzer en Breaking News Photography. En 2018 fue seleccionado como uno de los seis talentos de Europa por la fundación World Press Photo y en 2023 fue miembro del jurado del Premio World Press Photo. Además de su labor en Sonda Internacional, un medio de comunicación sin ánimo de lucro especializado en periodismo visual sobre la crisis climática, Santi es colaborador habitual de la revista 5W y la oenegé Open Arms. También imparte conferencias y master classes de forma habitual. Es profesor invitado en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna – Universidad Ramon Llull, entre otras, y fue profesor invitado en la Escuela Internacional de Fotografía EFTI desde 2016 hasta el cierre de la misma en 2024. En 2019 recibió una beca Leonardo dirigida a investigadores y creadores culturales. En 2020 impulsó el proyecto Archivo Covid en España.
Fue colaborador habitual de la agencia Associated Press entre 2014 y 2018, y también ha colaborado puntualmente con otros medios, incluidos The New York Times, TIME Magazine, CNN o El País. Su trabajo se desarrolla en el terreno internacional, lo que le ha llevado a realizar reportajes y cubrir emergencias en decenas de países. Entre sus trabajos más destacados se encuentran el proyecto On the Edge, un recorrido visual por las principales rutas migratorias que conectan África y Oriente Próximo con Europa a través del mar Mediterráneo, que comenzó en 2013; Soledades mayores, la cobertura que realizó en 2020 sobre el impacto de la covid-19 en las residencias de ancianos de Cataluña durante los primeros meses de la pandemia; y The Bucha Massacre, un trabajo realizado sobre la matanza perpetrada en Bucha a manos de las tropas rusas en 2022. También la cobertura de temas vinculados a la ecología humana y a la crisis climática que desde hace varios años realiza a través de Sonda Internacional.
Laia Abril (1986) es una artista multidisciplinaria cuyo trabajo, fundamentado en la investigación, abarca la fotografía, el texto, el vídeo y el sonido. Tras graduarse en Periodismo, se mudó a Nueva York para estudiar fotografía, donde comenzó a narrar historias íntimas que revelan realidades incómodas y ocultas, enfocándose más tarde en la biopolítica y en los derechos de la mujer. En 2009 obtuvo una residencia artística en Fabrica, el centro de investigación de Benetton en Treviso, donde trabajó durante cinco años como investigadora, editora y fotógrafa para Colors Magazine.
Abril desarrolla sus proyectos en diversas formas, incluyendo instalaciones, libros y películas. Su trabajo ha sido ampliamente exhibido y publicado internacionalmente, y forma parte de colecciones privadas y museos como el Centre Pompidou y los Fondos Regionales de Arte Contemporáneo (FRAC) en Francia, el Musée de l’Elysée y el Fotomuseum Winterthur en Suiza, el MoCP en Chicago, el Museum of Sex en Nueva York, y el MACBA, el MNAC y Foto Colectania en Barcelona.
Inicia su carrera como autora con Thinspiration (2012), Tediousphilia (Musée de l’Elysée, 2014) y The Epilogue (Dewi Lewis, 2014), este último preseleccionado para el Paris Photo-Aperture First Book Award, el Fotobookfestival Kassel y el Photo España Best Book Award. The Epilogue fue calificado como “una obra maestra de libro de fotografía” por el crítico Jörg Colberg. En 2016, publicó Lobismuller (RM Verlag), ganador del Premio Images Book en el Festival Images en Suiza.
Después de completar su proyecto de cinco años On Eating Disorders, Abril emprendió su A History of Misogyny. Su primer capítulo, On Abortion, se inauguró en Les Rencontres d’Arles en 2016, recibiendo el Prix de la Photo Madame Figaro y la Fotopress Grant. El segundo capítulo, On Rape, ganó el Visionary Award y la Magnum Fund en 2019 y el Foam Paul Huf en 2022. El libro On Abortion, and the lack of access (Dewi Lewis, 2018) ganó el Aperture Best Book Award en 2018 y fue finalista del prestigioso Deutsche Börse en 2019. El libro On Rape, an institutional failure (Dewi Lewis, 2022) fue nominado para los premios Kraszna-Krausz.
El tercer capítulo, On Mass Hysteria, nominado al Prix Elysée (2018), se compone de una instalación coproducida por el Photo Elysée (Lausana), el Finnish Museum of Helsinki (2024) y Le Bal (París) y el libro: On Mass Hysteria, un protolenguaje de protesta (Dewi Lewis + Delpire).
La carrera de Abril ha sido reconocida con la Medalla RPS Hood en 2019 y 2021 y el Premio Nacional de Fotografía en España en 2023.
Actualmente es profesora titular de Narrativas Visuales en la Universidad de Arte, Diseño y Cine de Lucerna, Suiza, y está representada internacionalmente por la galería parisina Les Filles du Calvaire y por Set Espai d’Art en España.
La ofensiva de Israel contra Líbano ha dejado cerca de 2.000 muertos y unos 9.000 heridos en las últimas dos semanas, según cifras del Gobierno libanés. La situación se ha agravado aún más tras el ataque iraní de este lunes con misiles balísticos, el mayor de este tipo contra territorio israelí y que, por primera vez, alcanzó zonas urbanas. En medio de la invasión terrestre ordenada por Netanyahu, la milicia chií Hezbolá y los hutíes de Yemen han intensificado el lanzamiento de misiles contra Israel. ¿Hasta dónde puede escalar el conflicto? ¿Cuál es el papel de Irán? ¿Y el de Estados Unidos? En medio del actual ataque contra Líbano, ¿cuál es la situación en Gaza un año después del inicio de la actual ofensiva israelí?
En esta nueva conversación en directo desde Beirut, el periodista Mikel Ayestaran analiza, en una charla con Javier Sánchez, la situación en el terreno y las inciertas perspectivas de un conflicto que empuja a Oriente Medio al abismo de una guerra regional.
“Tengo un mensaje para el pueblo de Líbano: la guerra de Israel no es contra ustedes, es contra Hezbolá”, dijo hace una semana el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, antes de que su ejército empezara a bombardear Líbano de forma masiva. En tan poco tiempo, esta ofensiva ha dejado cerca de un millar de muertos y ha causado más de un millón de desplazados. Todo ello en un país ya tambaleante, en bancarrota económica y crisis política, que acoge a centenares de miles de refugiados sirios. Israel está empujando a Líbano al abismo.
“Solo queremos vivir”, repite desconsolado Reba Talib. “Vivir, simplemente vivir”, vuelve a decir este joven de 17 años. Ni siquiera reivindica la dignidad, sino el mero derecho a existir, sin que bombas extranjeras o decisiones locales le obliguen a morir. Hace apenas unos días que, junto a su familia, tuvo que abandonar su casa en Ain Baal, un pueblo del sur de Líbano a menos de 30 kilómetros de la frontera con Israel que hasta hace una semana no había sido objetivo de los bombardeos que sí habían destrozado aldeas fronterizas del sur del Líbano durante los últimos once meses.
“Cogimos nuestras cosas y nos fuimos”, rememora Talib. Encontraron refugio a menos de diez kilómetros del inicio de su huída. En la iglesia católica de Tiro, la principal ciudad del sur del Líbano, hallaron una sombra bajo la cual descansar una vez se aseguraron seguir con vida. Junto a otras 150 personas, yacen en finos colchones bajo los arcos históricos en el centro cristiano de la urbe. Tiro, a 20 kilómetros de la frontera con Israel, es una de las ciudades más antiguas habitadas de forma continuada en todo el mundo.
Líbano no es Gaza. No es una cárcel a cielo abierto. Pero, con unos 5,3 millones de habitantes, sufre una crisis de desplazamiento que afecta a casi una quinta parte de la población, y se derrumba ante una ofensiva que cambiará el país —otra vez— para siempre. Desde hace una semana, los bombardeos israelíes alcanzaron el corazón del Líbano, la flamante Beirut, pero también se expandieron por el valle de la Becá y la oriental Baalbek, hasta alcanzar algunos puntos del norte del país. Solo ese lunes los ataques acabaron con las vidas de casi 500 personas, el número más alto de víctimas mortales en una sola jornada en 76 años de conflicto entre el Líbano e Israel. El objetivo declarado era la milicia Hezbolá, aunque entre los muertos había un centenar de mujeres y una cincuentena de niños.
“Durante mucho tiempo, Hezbolá los ha utilizado como escudos humanos”, decía Netanyahu en su discurso grabado, que publicó en sus redes sociales. “Ha puesto misiles en sus salas de estar y cohetes en sus garajes, que están dirigidos directamente a nuestras ciudades y a nuestros ciudadanos. Para defender a nuestro pueblo contra los ataques de Hizbulá, debemos deshacernos de estas armas”. En un bombardeo en el sur de Beirut, en el suburbio de Dahye, Israel mató al líder de Hezbolá, Hasán Nasralá, una de las figuras públicas fuera del Gobierno más relevantes de este fracturado país. Pero una guerra quirúrgica contra Hezbolá, una milicia con ramificaciones en toda la sociedad —sobre todo la chií, que predomina en lugares como Dahye— y con gran implantación en la vida cotidiana, es imposible. Ni las consecuencias visibles de los bombardeos ni los datos responden a esta descripción. Netanyahu está reciclando el manual de guerra en Gaza para Líbano.
Desde hace una semana, los bombardeos no se han detenido a lo largo y ancho de Líbano. El Ministerio de Salud ha anunciado que, en apenas once días, han muerto 1.030 personas en todo el país a raíz de los ataques israelíes. (En la guerra del 2006 entre Hizbulá e Israel, que duró 34 ardientes días de julio, murieron cerca de 1.100 libaneses).
Éxodo libanés
El desplazamiento de población a causa de la violencia está siendo súbito y traumático. Hacía mucho que las milenarias tierras libanesas no eran testigo de una huida tan masiva. Empezó con la llegada de mensajes telefónicos a decenas de miles de dispositivos de ciudadanos libaneses por parte del Ejército israelí. En ellos, urgían a sus propietarios a evacuar sus hogares.
“Aconsejamos a los civiles de las aldeas libanesas situadas dentro o cerca de edificios y zonas utilizadas por Hezbolá con fines militares, como las que se utilizan para almacenar armas, que se refugien de inmediato por su propia seguridad”, dijo su portavoz, el contralmirante Daniel Hagari, junto a unas imágenes generadas con inteligencia artificial en las que acusaba a la población civil de almacenar cohetes de la milicia en sus salones y garajes.
Talib aún no había nacido cuando tuvo lugar uno de los veranos más trágicos para su pueblo. Pero, como buen hijo del sur, conoce bien los detalles de aquellos días. “En 2006, la guerra estaba mucho más focalizada en la frontera”, apunta. “Ahora está en todos lados, incluso en el interior del Líbano”. Con los recuerdos de aquellos días también emerge un trauma que esta nueva ofensiva recupera y actualiza. “Aquí oímos muchos ruidos de las bombas que caen alrededor de la ciudad, pero ¿qué podemos hacer?”, se pregunta desde un agradable patio de guijarros bajo el sol mediterráneo.
Para otras, como Sarah Abady, la brisa de un mar en calma y el sonido lejano de la guerra no han sido suficientes y ha decidido huir hacia Beirut. Al inicio de la ofensiva israelí, esta farmacéutica de la asociación Amel tenía claro que quería quedarse en su casa de Hosh, al sur de Tiro. Pero pronto se vio obligada a huir. “El miércoles bombardearon cinco edificios a mi alrededor cuando estaba en mi apartamento, así que tuve que irme a Tiro”, dice con voz acelerada Sarah, que me va explicando por teléfono y a través de mensajes de voz la evolución de su periplo. “Pero la situación sigue empeorando, así que me marcho a Jounie”, al norte de Beirut, relata en una de sus paradas para dar de comer y beber a sus gatos.
“Fue un infierno, una verdadera locura: los misiles pasaron por encima de mi cabeza y cayeron enfrente de mí”, rememora Sarah, entre risas nerviosas para reducir la gravedad de su relato. Probablemente las cuatro noches sin dormir también tengan algo que ver. “Arriesgué mi vida para coger a mis gatos; solo podía pensar en sacarlos, no me importaba nada más y me alegro de haberlo hecho, aunque me marché sin nada para ellos y sin nada para mí”, explica desde Sidón, entre Tiro y Beirut, en su camino hacia una cama en la que, por fin, poder dormir.
El Gobierno libanés cifra en más de un millón los desplazados internos en los últimos días. La gran mayoría ha encontrado refugio en casas de familiares y amigos situadas en zonas alejadas de los ataques. Pero, a medida que se expande la agresión israelí, se agotan los lugares para refugiarse. Algunas de las víctimas mortales de los recientes bombardeos en Dahiye —que significa literalmente suburbio en árabe— eran recién llegados de otros lugares de Líbano.
Sumados a los 110.000 desplazados de las aldeas fronterizas en los meses previos a esta escalada, el país está completamente desbordado. Las carreteras se colapsaron. Algunas eran, incluso, objetivo de ataques israelíes. El Gobierno libanés ha habilitado 420 escuelas y otros centros de refugio alrededor del país para acoger a aquellos que no cuentan con redes de apoyo. La iglesia católica de Tiro es uno de ellos. Su pasado glorioso, sin embargo, no es sinónimo de lujo. “Apenas podemos dormir y, si queremos ir al baño, tenemos que recorrer una distancia de medio kilómetro”, denuncia Talib.
De vuelta a Siria
Al menos Talib cuenta con un techo bajo el cual refugiarse. No todos las personas desplazadas de Líbano gozan de ese privilegio. Un simple paseo por Sidón lo constata. Sobre la hierba de la plaza de los Mártires de Sidón se ha erigido un campamento improvisado. En medio de una concurrida rotonda de la tercera ciudad de Líbano, unas livianas mantas atadas a los árboles protegen del calor al centenar de personas que, sin otro lugar al que ir, se han convertido en habitantes del espacio público.
“Hemos ido a las escuelas y al ayuntamiento, y nos han dicho que no tenían espacio para nosotros y que nos fuéramos”, lamenta Noura Jama’a Huesha, rodeada de su prole. Huyó de los bombardeos con solo cinco dólares encima. “La gente nos increpa, nos dice que volvamos a nuestro país, pero no hay sitio al que retornar; ¿adónde quieren que vayamos?”, se pregunta mientras lucha contra las lágrimas. Noura no es de Líbano. Lleva a sus espaldas dos huidas: la de 2015 de su oriunda Deir ez-Zor, en el noroeste de Siria, y la de hace unos días de su supuesto refugio en el sur del Líbano.
Tras perder su casa durante la guerra civil siria, esta madre de cinco hijos reconstruyó su vida hace nueve años en el país vecino. “Hasta hace tres días vivíamos en el sur de Líbano y todo era realmente fantástico, los chiíes son gente maravillosa”, dice con una sonrisa sincera al recordar a sus vecinos. “Íbamos los unos a casa de los otros, comíamos y bebíamos juntos, nos reíamos juntos; allí nos sentíamos como si fuéramos uno de ellos”, rememora. “El sur es diferente de esto”, dice con un deje de amargura asomando en su mirada al darse cuenta de donde se halla ahora.
Nueve años de diferencia no han impedido que su casa en Líbano sufra el mismo destino que su hogar en Deir ez-Zor. “Ya no tenemos casa, todo ha desaparecido, todo el dinero que teníamos ahorrado, hasta la ropa de los niños; es horrible”, lamenta, antes de entregarse al llanto durante unos instantes. A su alrededor, sus hijos, de entre uno y siete años, no se separan de ella. Tienen el rostro sucio y la ropa mugrienta. Cada poco, aparece una mano desconocida que les alarga un plato de comida o una botella de agua. La niña de sus ojos, la pequeña Reyhana, acaba tirándose el arroz por encima de su vestido de tul rojo. A Noura se le escapa una sonrisa.
La solidaridad renacida entre los libaneses desde la intensificación de los ataques israelíes no ha sido tan grande como para alcanzar a los refugiados sirios. En el país con más refugiados per cápita del mundo, los sirios son utilizados desde hace más de una década como el chivo expiatorio por excelencia para cualquier problema libanés. Aunque la cifra genera cierto debate, el gobierno libanés estima que suponen alrededor de un millón y medio de la población de Líbano, de 5,3 millones. Acnur, en cambió, tiene a 815.000 refugiados sirios registrados. La terrible situación económica genera que, en un país donde más de la mitad de la población libanesa vive por debajo del umbral de pobreza, nueve de cada diez refugiados sirios necesiten asistencia humanitaria para satisfacer sus necesidades básicas, según Acnur.
“Queremos marcharnos de aquí, a cualquier lugar que no sea ni Siria ni Líbano”, implora Huesha. Pero lo que sigue dibujándose es un paradójico y doloroso movimiento de población. En los primeros días de ataques masivos, al menos 30.000 personas cruzaron la frontera sirio-libanesa para adentrarse en suelo sirio, según Acnur. El 80 por ciento eran sirios. Noura lanza una carcajada irónica. “Ahora los refugiados libaneses son tratados como reyes y reinas en Siria. Mientras, nosotros estamos aquí durmiendo a la intemperie, sin ni siquiera un baño cerca”.
Israel desarbola Líbano
Esta guerra renovada ha mostrado una vez más las costuras de las maltrechas autoridades libanesas. Hace cinco años que el país sufre una de las tres peores crisis económicas desde el siglo XIX en todo el mundo, según el Banco Mundial. La libra libanesa ha perdido completamente su valor, los precios están disparados, casi tanto como las desigualdades, y la pobreza está ampliamente extendida en todos los sectores de la población.
No hay capitán al mando de esta nave a la deriva. Desde las elecciones parlamentarias de mayo de 2022, el país avanza a trompicones con un gobierno interino. A su vez, el Parlamento no ha sido capaz de escoger un presidente desde que expiró el mandato de Michel Aoun en octubre del mismo año. Líbano se aboca a un estado de guerra con un vacío de poder institucional. La corrupción de sus líderes políticos y la debilidad del Estado la hacen aún más vulnerable a cualquier agresión externa.
El 8 de octubre de 2023, un día después del brutal ataque de Hamás contra Israel, Hezbolá empezó a atacar el norte de Israel como un “frente de apoyo” al grupo palestino y a la Franja de Gaza. A lo largo del último año, los enfrentamientos transfronterizos han sido diarios, con el Ejército israelí lanzando más del 80 por ciento de los ataques. Durante ese tiempo, unas 600 personas han muerto en Líbano. La mayoría eran milicianos de Hezbolá, pero también perdieron la vida unos 140 civiles, según estimaciones del medio libanés L’Orient-Le Jour. En el bando israelí, al menos 50 personas han muerto, 20 de ellos soldados.
Hace un par de semanas, el Gobierno israelí decidió incluir el retorno de los 60.000 israelíes desplazados en la frontera como uno de sus objetivos de guerra. Líbano pasó a estar definitivamente en el punto de mira. El 17 de septiembre miles de buscapersonas explotaron al unísono, mataron a una docena de personas y dejaron heridas a otras 3.000. La mayoría de los dispositivos electrónicos pertenecían a miembros de Hezbolá, de los que unos 1.500 han quedado incapacitados. Al día siguiente estallaron cientos de walkie talkies, algo que sembró de nuevo el caos y dejó una veintena de muertos. El 20 de septiembre Israel lanzó un ataque contra Beirut que mató a 51 personas.
Una semana más tarde, Tel Aviv redobló la apuesta y descargó una decena de misiles en la capital, en la mayor agresión contra Beirut desde 2006. Seis edificios residenciales de Dahiyeh se evaporaron en segundos tras una serie de detonaciones que se oyeron desde todos los rincones de la ciudad. El objetivo del ataque era Nasralá, secretario general de la milicia-partido durante los últimos 32 años. El impacto de la noticia ha ayudado a esconder cuántos civiles perdieron la vida en los ataques. Los bombardeos sobre esa zona densamente poblada no se han detenido desde entonces y el Ministerio de Salud solo ha podido confirmar 33 víctimas mortales, pero se espera que sean centenares.
El escenario apocalíptico que ha dejado el bombardeo masivo en Beirut parece sacado de la hemeroteca gazatí. Mientras, los ataques en el resto del país continúan.
“Líbano ya es Gaza, los israelíes están matando a gente, incluso a civiles, personas que no están relacionadas con el partido ni con el Ejército”, dice Talib, que sigue lejos de su casa.
Una de las fotografías muestra a un combatiente de las FARC disparando su fusil. En otra se ve una marcha interminable por la selva, y algo más allá un grupo de mujeres guerrilleras en fila, sonriendo. Los entrenamientos, las formaciones, los descansos, la naturaleza: son escenas del día a día de las FARC durante el largo camino hacia el acuerdo de paz firmado en 2016 con el Gobierno de Juan Manuel Santos. Detrás de la cámara que hizo estas imágenes está Alexa Rochi, fotorreportera, exguerrillera y la primera mujer de la comunidad LGTBIQ+ firmante de paz en formar parte del equipo de comunicaciones de la Presidencia de Colombia.
Las fotografías de Rochi se exponen hasta el 27 de octubre en la Biblioteca Jaume Fuster de Barcelona en la muestra “Objetivo: La Paz”, que explora los complejos procesos de paz en Colombia y que cuenta también con imágenes del fotoperiodista Federico Ríos. No son solo escenas cotidianas de las FARC: es un recorrido visual que recoge fragmentos de lo que ocurrió tras el acuerdo de paz, desde el estallido social de 2019 y 2021 hasta la llegada del Gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez o las manifestaciones por los derechos de la comunidad LGTBIQ+. Las fotografías de Rochi pertenecen a Disparos X Disparos (Raya editorial), un libro muy personal que recoge su trabajo desde que estaba en la guerrilla y en el que la fotógrafa cuenta su propia historia, atravesada por la guerra y la paz.
Hablamos con Alexa Rochi de este libro, de cómo entró a las FARC siendo aún adolescente, del complejo camino hacia el acuerdo de paz, de su entrada en el equipo de la Presidencia y de la lucha del movimiento LGTBIQ+ en la Colombia de hoy.
¿Cómo nació la idea de hacer Disparos X Disparos?
Nació en medio del desempleo por el estigma. Porque, a casi ocho años de haberse firmado el acuerdo de paz entre las FARC y el Gobierno colombiano, el estigma es muy fuerte. De cierta forma es entendible: hay muchas heridas abiertas, porque la guerra es muy criminal. Y Colombia es un país en el que no nos enseñaron a ser resilientes, ni a escuchar ni a perdonar. También alimenta el estigma la desinformación de los medios grandes del país, que obedecen a matrices mediáticas. Los dueños de los medios son banqueros y dueños de grandes empresas, es un monopolio bien particular. Y una cosa lleva a la otra, a la desinformación, a la gente que no lee: Colombia es un país donde es más barato comprar una botella de whisky que comprar un libro. En ese desempleo por el estigma, en ese pasar hojas de vida [currículums] y que me dijeran: “Su trabajo es muy bueno, pero usted fue guerrillera”, comencé a saber por primera vez en la vida qué era la depresión. Y el libro nace en ese contexto, de estar en una relación con Ivonne [su mujer, Ivonne Alonso]; surge en medio de cerveza y cigarrillos.
Ivonne, con una libreta en la mano, decía: “¿Tienes fotos de las FARC?”. Y yo: Sí. “¿Tienes fotos del estallido?” [en referencia al estallido social de Colombia]. Sí. “¿Tienes fotos del movimiento feminista?”. Sí. Empecé a hacer carpetas por categorías e imprimí unas mil fotos. Fue desempolvar todo, había un archivo que nunca había vuelto a tocar después de la firma del Acuerdo de las FARC. Cuando ya estaban impresas, Ivonne me dijo: “Vamos a hacer un libro”. Y así surge Disparos X Disparos. Estando en las FARC admiré mucho el trabajo de Nadège Mazars, una fotoperiodista francesa que lleva como 20 años en Colombia, y terminamos siendo muy amigas. Nadège nos ayudó a hacer la primera curaduría. También nos ayudó Victoria Holguín, fotorretratista, con otra sensibilidad, otra estética, porque ha sido fotógrafa de grandes marcas colombianas. Y terminamos trabajando con Santiago Escobar, de la editorial Raya. Llegamos con fotos innegociables y con un concepto muy claro de qué era lo que queríamos. Llevábamos hasta el nombre, Disparos x Disparos.
Has contado alguna vez que de pequeña querías ser policía. ¿Cómo terminaste siendo guerrillera?
Yo soy del occidente de Colombia. Nací en un pueblo que se llama Tuluá [Valle del Cauca] y que, al igual que otras regiones del país, fue azotado por el paramilitarismo en la época de los 80 y los 90. Los paramilitares se llevaron a un tío mío que era recolector de café y lo desaparecieron, nunca supimos qué pasó con su cuerpo. Y comenzaron a buscar al resto de la familia. En el contexto del conflicto colombiano aquello se conoció como persecuciones selectivas: llegaban con la lista en mano [de personas buscadas]. Nos tocó irnos hacia San Vicente del Caguán [departamento del Caquetá], porque en ese momento se aplicaba mucho ese dicho de “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Y en Colombia estaba pasando algo muy particular políticamente, estaba recién instalada la mesa de diálogos entre las FARC y el Gobierno de Andrés Pastrana. Era 1999. Nosotros llegamos a San Vicente del Caguán con unas tulas [mochilas] con lo que nos cupo al dejar la casa, y la guerrilla nos dio una oportunidad, nos dio una casa, nos indicó cómo poner un negocio para vivir, una panadería. Era otro contexto, porque en esa época hubo unos acuerdos de la guerrilla con el Gobierno y en esas regiones la autoridad era la guerrilla: la autoridad en todo el sentido de la palabra. Cuando uno es niño hay muchas preguntas que los adultos no quieren o no saben cómo responder. Yo recuerdo mucho decirle a mi mamá: “Mamá, ellos no son la policía”. Claro, andaban con brazalete tricolor, armados, con botas de caucho… Y mi visión era que los policías no se visten con botas de caucho. Los adultos nunca tuvieron respuestas. Lo único que me dijeron fue: “Ellos son la policía de aquí”. Comenzamos a vivir en la zona rural donde nos habían dado una casa. Y comencé a entender que realmente eran la autoridad. La población civil nunca decía: “Ahí llegó la guerrilla”. Decían: “Llegaron los muchachos”. Y era real, tú salías a mirar y eran muchachas y muchachos uniformados, armados hasta los dientes, pero con amabilidad y respeto hacia la población civil. Al ir creciendo entendí que eran los que tenían el orden de la región.
Yo estaba muy lejos de pensar que iba a ser guerrillera, pero en 2002 pasó algo: mi papá intentó abusar de mí. Mi mamá era de una generación de mujeres conservadoras, sumisas. Era la que mantenía la casa en orden, pero se hacía lo que mi papá dijera. Siendo muy niña comencé a entender que el poder estaba mal distribuido en la casa. Guardé silencio y se acabó la relación con mi papá. Hoy en día pienso que mi mamá sospecho lo que pasó, porque vivíamos en la misma casa, pero nunca nos volvimos a hablar. Le dio miedo, por esa sumisión, hacer preguntas y enterarse de la verdad. Y bueno, tres años después se dio todo: nos fuimos a los golpes con mi papá. Él me iba a pegar porque yo tenía un televisor prendido y no me dejé. Recuerdo que en medio de la rabia, enceguecida, le dije: “Parece que nos vamos a matar, porque el silencio en esta casa se acabó”. Mi papá salió a buscar un machete, y en esas salió uno de mis hermanos e intervino. Cuando llegó mi mamá me dijo que me consiguiera una habitación, que ella me daría una mensualidad. Y que no fuera al colegio. A buen entendedor, pocas palabras bastan: me fui de la casa. Para entonces ya habíamos salido de la zona rural donde habíamos vivido con las FARC y habíamos vuelto a nuestro pueblito en el occidente del país. Como no conocía nada más, atravesé el país y me fui para la guerrilla.
Tenías 15 años.
Sí, había cumplido ya 15 años.
¿Qué te encontraste al llegar?
Recuerdo que el comandante que me recibió era muy conocido en la región. Se llamaba Kunta, un tipo negro, grandote. Cuando yo llego a su campamento, me dice: “Yo pensé que de su familia no se iba a quedar nadie en las FARC. Lamento mucho que usted haya decidido venirse a las filas en las condiciones que ya conozco. Bienvenida”. Llegué con una chuspa, una bolsa negra donde llevaba un desodorante, un champú, un conjunto de ropa interior, un cepillo de dientes y crema dental. No llevaba nada más, literalmente. Y ahí estuve por 11 años. Y las FARC se convirtieron en una familia, en medio del compañerismo, de las inclemencias de la guerra.
¿Y cómo empezaste a fotografiar?
Eso es otra historia, pasaron años. Allí siempre supe que no me iba a quedar ranchando [cocinando] y pagando guardias, como diríamos nosotros. Quería aprender, quería proyectarme, quería ser una profesional en medio del contexto de la guerra. Me hice paramédica. Un día mi comandante, Liliana, una mujer que había sido reportera de guerra, dejó su cámara encima de su equipo de guerra. Había un pájaro; no era el primero que yo veía en mi vida, pero ese día pensé: “Ay, está bonito”. Fui y cogí la cámara sin permiso. Los cambuches [camastros cubiertos por toldillos] donde dormían los comandantes eran áreas restringidas y yo fui y cogí la cámara como si nada. Hice la foto y luego no encontré cómo eliminarla. Alguien le dijo a Liliana que yo había cogido la cámara, y al revisarla ella vio la foto. Me llamó y me preguntó: “¿Usted es fotógrafa?” Le dije que no, y me dijo: “¿Cómo prendió la cámara?”. Nunca se me olvidará que yo le dije: “Camarada, este botón de acá, de on y off, es una vaina universal”. Pensé que me iba a sancionar, pero su reacción fue soltar una carcajada. Y me dijo: “¿Por qué no la eliminó?”. Y yo le dije que no sabía manejar el menú. Entonces me preguntó si quería aprender. Era una cámara de 14 megapíxeles, en 2011. Y comenzó a enseñarme, y en medio de las condiciones operativas en que estábamos me permitía hacer fotografía en el campamento. Ella después guardaba el material, porque yo no tenía discos externos, no tenía computador, no tenía nada.
Ahí estaba cuando en diciembre de 2012 —ya se había decretado el primer cese al fuego unilateral por parte de las FARC y estaba arrancando la mesa de diálogo en La Habana— ella y mi amiga Rocío, que eran las comandantes, me dijeron que me iba para un curso de comunicaciones y que debía salir del frente. Yo dije que sí. El último trabajo que hice como paramédica fue el día antes de salir para el curso: mi amiga Rocío se mató con una bomba. Paradójicamente, cerré ese ciclo con esa situación. Trajeron el cuerpo destrozado y lo pusieron en una mesa: “Báñenlo, arréglenlo”. Tenían que enterrarlo porque teníamos el ejército a tres kilómetros. Al otro día entregué todo lo que cargaba como paramédica y nunca más volví a saber de la medicina.
Y arrancamos un curso de comunicaciones; fue difícil en medio de operativos muy complicados, en medio de bombardeos. Porque uno de los gobiernos difíciles en ese momento fue el de Juan Manuel Santos [que ocupó la Presidencia de Colombia entre 2010 y 2017]. Se daba la situación de que en La Habana se hablaba de paz mientras Colombia era un campo de guerra, porque nada estaba acordado hasta que todo estuviera acordado: fue la premisa que puso el Gobierno en la mesa. Ahí aprendí fotografía y edición de vídeo de manera empírica. Aprender las dos cosas al tiempo es lo que me permitió ir a La Habana cuando se perdió el plebiscito [de octubre de 2016 sobre el Acuerdo de Paz, en el que ganó el no por un estrecho margen]. En ese momento éramos dos chicas que hacíamos las dos cosas al tiempo. Mi amiga era la jefa de una escuela de comunicaciones, donde ya hablábamos de correos, de Gmail, de Facebook… La era digital había llegado a las FARC. Y a mí me llevaron a La Habana a hacer todo el registro de comandantes del secretariado. Eso mismo permitió que luego, estando en una zona veredal [espacios designados para la desmovilización y reintegración en la sociedad de los excombatientes de las FARC], me llevaran a Bogotá. Por tener una cámara en la mano y por saber medianamente manejarla. Iba por un mes a Bogotá y ya llevo siete años.
Cuando viajaste a La Habana se estaba negociando el Acuerdo de Paz. ¿Tú creías en esa negociación?
¡No! Porque las FARC venían de una experiencia de cuatro intentos de procesos de paz, y todos habían terminado con grandes operativos militares. Era un intento más. Pero a mí me cambió la visión en ese viaje. Llegamos a la reunión con militares: eran generales activos del Ejército Nacional. Yo llevo muchos años fumando; el general [Javier] Flórez era el comandante de la comisión de militares en la mesa de diálogo y el tipo fumaba mucho —o fuma, nunca volví a saber nada de él—. A mí se me habían acabado los cigarrillos; el general salió con su paquete de cigarrillos y me dijo: “Negra, ¿va a fumar?”. Me fui a fumar con él y llegó Iván Márquez, llegó Romaña, llegaron otros comandantes guerrilleros. Y yo era la única mujer, ¡pero además la de base! Y ver al general Flórez, al general [Álvaro] Pico, preocupados… Porque ni siquiera decían “perdimos el plebiscito”. Lo que estaban diciendo era: “Perdió la paz”. Y [Flórez] pedía a los comandantes guerrilleros que no se fueran a levantar de la mesa. Porque fue literalmente un stand by del proceso de paz. Y él pedía: “No se van a levantar de la mesa, nos hemos visto a los ojos y pese a que somos de bandos contrarios, nos une el amor por la paz de este país”. Recuerdo mucho cuando dijo: “No podemos condenar a esos muchachos que están en las calles —porque hubo movilizaciones en Colombia— a otros 50 años de guerra; a sus hijos, a nuestros hijos, a nuestros nietos”.
¿Eso te hizo creer en la paz?
Claro, porque no era un político hablando carreta [hablando por hablar]. Un político dice hoy soy verde, mañana soy azul, pasado mañana soy comunista, después soy neoliberalista. Para mí, escuchar eso de unos militares que ordenaron operativos en contra de nosotros, como adversarios… Pues era muy importante. En ese momento, mientras terminaba mi pedacito de cigarrillo, me dije: esto es en serio. Y ahí me cambió el chip con el proceso de paz.
Una vez se empezó a implementar el acuerdo, ¿cómo fue la convivencia entre guerrilleros que habían dejado las armas y la población civil?
Cuando me preguntan cómo fue mi proceso de reincorporación, yo siempre digo que no tuve. Yo llegué a una zona veredal transitoria a tres horas de Bogotá, en el departamento de Tolima. Estuve solo por un mes. Cuando llegamos ahí, la poca población civil que se acercó en ese momento tenía mucha curiosidad con la guerrilla, pero en medio de eso también había mucha amabilidad. Nos ayudaban a hacer la vida más fácil, nos empezaron a ver como gente de carne y hueso. Fue empezar a trabajar mucho con la población civil en el poco tiempo que estuve allí. Pero yo salí, a mí ya no me tocó después la construcción de las casas… Yo dejé el fusil colgado en la horqueta de mi caleta [el refugio provisional construido con tablas], a mí no me tocó ir a entregárselo a la ONU. Yo estaba en Bogotá cuando me llegó la notificación de que ya mi fusil estaba en manos de la ONU. Esa fue mi experiencia del espacio territorial.
Hablabas antes del estigma. ¿Lo sentiste alguna vez? ¿Y sentiste alguna vez amenazada tu seguridad por ser exguerrillera?
Creo que hoy mucho más que antes. Cuando llegué con el secretariado [de las FARC] a Bogotá yo no tenía nombre, una vaina muy patriarcal: era “la fotógrafa de las FARC”. Y de cierta manera era real, porque donde estaba el secretariado ahí estaba yo, con una cámara. Pero nadie me conocía. La poca gente que me conocía lo hacía como “Paula”, que era mi nombre en la guerrilla. Pero cuando decidí irme del partido que surgió del acuerdo de paz, el 23 de julio de 2018, comencé a hacerme un nombre, a asumir posturas políticas, a hacer otro tipo de fotografía. Ya no estaba detrás de “la reunión de”, del “estrechón de manos del comandante Fulano con…”. Comencé a tener una identidad y a hacerme visible y se puso mucho más complicada la cosa. Yo en ese momento tenía orden de revisión de seguridad por parte de la jurisdicción especial debido a los problemas que había habido por parte de revistas como Semana. Pero no solamente yo, sino también mi esposa. Yo me gané una beca del Ministerio de Cultura por tener archivos sonoros e inéditos de las extintas FARC. Y parte de las condiciones a cumplir era que tocaba armar un tráiler del corto documental. Hice un corto de 20 minutos sobre las mujeres. Y la revista Semana tituló algo como: “Insólito. Exterrorista de las FARC Alexa Rochi se ganó una beca del Ministerio de Cultura para hacer apología a la guerra”… Y eso nos obligó a cambiar de casa por la cantidad de amenazas, por la cantidad de llamadas. No solamente me llamaban a mí al teléfono, sino que llamaban a mi esposa. Ahí una aprende medianamente a manejar la situación, pero sigue siendo un poco agotador.
¿Y cuándo fue el salto al equipo de Comunicación de la Presidencia?
En el 2022 estábamos haciendo Disparos X Disparos. La única foto que se planeó hacer [a propósito para el libro] fue la del juramento de la vicepresidenta Francia Márquez. En medio de un país clasista y racista como Colombia era algo histórico, muy revolucionario, que Francia Márquez fuera la primera mujer negra vicepresidenta. Esa foto tenía que ser el cierre del libro. Me había acreditado como prensa para una revista feminista colombiana, había alquilado una lente —porque la tarima de prensa iba a quedar muy lejos de donde iba a ser la posesión—, y resulta que me llamaron para que me presentara en la Cancillería. Cuando llegué me entregaron una invitación: era invitada de honor a la posesión del presidente como fotógrafa. Era insólito, la primera excombatiente en la historia de las posesiones presidenciales en hacer parte de un equipo de comunicaciones. Fue un boom mediático, y más allá de eso también fue un tema político. Para Ivonne y para mí, en medio de todas las amenazas en las que habíamos estado, el Gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez era la diferencia entre la vida y el exilio. Si no hubieran ganado… Fue una felicidad que iba mucho más allá de lo político: el arraigo al terruño, la vida misma.
Pero estar en la toma de posesión no era garantía de que una iba a quedar dentro del equipo de comunicaciones del presidente. Y pasó algo que que a mí todavía me sorprende: me llamó el director del Departamento Administrativo de la Presidencia, Mauricio Lizcano, cuyo papá estuvo ocho años secuestrado por las FARC. Al llegar a su despacho, vi que en un monitor estaba mi book dando vueltas. Él se levantó de su escritorio, me estiró la mano y me dijo: “Bienvenida al equipo de Comunicaciones de la Presidencia de la República”. Yo me puse a llorar. Le dije que me dejaba sin palabras, porque no lo veía venir. Me preguntó: “¿Por qué?”. “Porque en medio de todo, si bien yo no fui el bloque que secuestró a su papá, yo fui de las FARC”. Porque yo entiendo que hay heridas abiertas, entiendo que las víctimas pueden perdonar o no hacerlo, y está bien, porque la reconciliación y la resiliencia no se trata de contar perdones. Y entonces me dijo: “Si nos quedamos viendo el retrovisor, no hacemos nada”. Y así llegué al equipo de la Presidencia de la República.
Eres, además, la primera y única mujer firmante de paz de la comunidad LGTBIQ+ en formar parte de ese equipo. ¿Cómo vives esto?
A mí me tocó una vaina muy compleja. Aprendí que es algo que hay que mencionar, porque decirlo también es un acto político. Lo aprendí en medio de sentir pena [vergüenza]. Yo entendí que tenía una inclinación muy fuerte hacia las mujeres estando en la guerrilla, y dentro de la guerrilla no estaban permitidas las diversidades, eran vistas como descomposición social. Había historias de veteranos en las FARC que contaban que en algún momento habían descubierto —descubierto, la palabra en sí es bien peyorativa— “mujeres lesbianas” y “hombres maricas˝ y que habían sido fusilados por ser lesbianas o maricas. Me dije: yo no me quiero morir, creo en esa vaina, soy una guerrillera de las FARC, pero yo no quiero que me fusilen. Fue complejo. Era muy joven, tenía 23 años. No me quería morir pero tampoco me quería negar al sentir. Tuve relaciones sexoafectivas con varias mujeres, pero había siempre el miedo de pensar que en algún momento nos amarraban para el fusilamiento. Esa es otra cosa que le agradezco mucho al proceso de paz: fue salir y entender muchas cosas. Estaba el estigma de ser de las FARC, pero además, lesbiana. ¿Cómo se tramita eso? Hace falta un acompañamiento psicosocial que ayude a orientar y a poner los pies sobre la tierra con el tema. Las personas que estaban cerca de mí sabían que yo salía con chicas, pero nunca era algo público. Nunca tomaba a nadie de la mano en la calle por el “qué dirán”. Ahora me da risa y también me da pena lo estúpida que es una, cómo acondiciona su vida por el miedo al señalamiento. Recuerdo que Ivonne publicó una foto [de las dos juntas] en Instagram y me invitó a “colaborar” [de modo que la foto aparece también en el feed de la persona colaboradora]. Cuando me apareció esa notificación para “colaborar”, yo sentí miedo.
¿Fue una forma de romper una barrera?
Claro, pero no fue que le di a “aceptar” y ya. Primero pensé: voy a llamarla y le voy a decir que tumbe [quite] esa foto. Pero cerré los ojos y le di a “aceptar”. Y me dije: voy a esperar que me funen en redes. Una sabe que detrás de un teclado puede estar cualquiera, no sabes quién es quién. Y la cantidad de mensajes [positivos] que llegaron fue… Mensajes como “por esto votamos sí a la paz”, “el amor también es parte de la paz”… Yo me senté a llorar. Me dije: ˝Bueno, la gente ya lo sabe”. Pero aún me costaba enunciar, llegaba a espacios públicos, auditorios, y nunca me anunciaba como una mujer lesbiana. Muy en el fondo estaba el miedo al qué dirán. Y me encontré con una chica a la que admiro muchísimo, Alejandra Miller, directora nacional de la Agencia Nacional de Reincorporación. Ella me dijo: “Ten en cuenta algo: si tú no te tapaste la cara y no te escondiste para decir ‘yo le declaré la guerra al Estado colombiano’, no puedes esconderte para vivir el amor en la paz”. Eso me llegó.
¿Qué retos tiene todavía la comunidad LGTBIQ+ en Colombia?
En cuanto a la diversidad y al enunciarse [pronunciarse] sigue habiendo muchos retos. Hoy en día tengo que decir que la violencia por redes sociales… Cualquiera que está detrás de un teclado puede insultar. Y presencialmente; a mí nunca me han agredido por ser excombatiente, nunca, al contrario: me he encontrado con gente en la calle que me grita cosas como “¡Rochi, qué chimba tu trabajo!”, “¡Buena tu apuesta por la paz!”, “¡Gracias por ser tan terca con la paz!”. Pero en cambio sí me ha pasado que hemos sido violentadas e insultadas con Ivonne, mi esposa, por ir tomadas de la mano. Todavía hay muchos retos, sigue habiendo muchos transfeminicidios, sigue habiendo muchos asesinatos a mujeres por ser lesbianas. Hace poco, en Bogotá, la única casa cultural lesbofeminista tuvo que cerrar debido a los ataques de gente de extrema derecha, de grupos neonazis, que llegaron a romper vidrios y grafitear la casa. Y les tocó cerrar. Aún se sigue batallando.
Una última pregunta: en todo este tiempo documentando en las FARC y el proceso posterior, el estallido social, los cambios… ¿Hay alguna foto que recuerdes con especial intensidad? ¿Y alguna foto que no llegaste a hacer?
Hay muchas fotos que una nunca hace, y esas son las que más perduran. Muchas, muy dolorosas. En el álbum de mi cabeza, como diría una artista colombiana, Andrea Echeverri, se quedó esa imagen fatal de mi amiga Rocío, a quien le decíamos Rochi —y por quien asumo con responsabilidad enorme el nombre de Alexa Rochi [el nombre real de la fotógrafa es Alexandra Marín]—. El escenario: una mesa, su cuerpo destrozado. Creo que esas son las fotos que uno nunca hace pero que se quedan y que van a estar siempre.
Entre las fotos que sí están, que son muchas, hay una que está en esta exposición y en el libro: es una foto de una marcha en las sabanas del Yarí. El Yarí fue —y sigue siendo— un lugar muy estratégico para cualquier actor armado. En época de las FARC fue una región donde se dio el operativo militar más grande de la historia en Colombia. Fue el epicentro del secretariado y del Gobierno en la época en los diálogos con Pastrana [1998-2002]. En la época del Gobierno de Álvaro Uribe [2002-2010] le metieron 20.000 soldados, y por ende había muertos todo el tiempo, de aquí y de allá. Pero allí también marchamos cuando nos dijeron que arrancaba la pedagogía de paz porque íbamos a firmar un acuerdo. En esa sabana le marchamos a la guerra, pero también le marchamos a la paz.