Nunca como hoy se ha producido tanto buen periodismo ni ha habido tantas personas alfabetizadas, formadas e interesadas en el bien común. Y, sin embargo, cada vez son más las que se sienten desbordadas, impotentes, frustradas y entristecidas por el torrente de noticias negativas, dolorosas, injustas y catastróficas que les llegan, de manera inconexa y descontextualizada, en el scroll infinito de la actualidad informativa.
Genocidios, hambrunas, inundaciones, asesinatos, corruptelas, insultos y mezquindades políticas nos asaltan y atropellan desde la pantalla del móvil, donde se consume más del 70% de la información a nivel global. Un dispositivo en el que el tiempo medio de lectura de una noticia no supera los tres minutos y cuyo consumo está dominado por unas redes sociales diseñadas para condenarnos a la insatisfacción, la envidia, el enfado y la desesperanza perpetuas.
Es un negocio que a la vez que drena nuestra capacidad de comprensión, enriquece con el mercadeo de nuestros datos a cuatro tecnofeudales empecinados en acelerar la destrucción de la Tierra para fundar una nueva civilización en otro planeta. En estos fundamentalistas de la codicia hemos delegado gran parte de la gestión de nuestro derecho a la información, uno de los pilares del sistema democrático que ellos detestan.
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