A la profesora Erin Thompson ni siquiera se le ocurrió reservar la sala grande para la exposición “Oda al mar”. Se decidió por un espacio más pequeño y funcional del quinto piso de la universidad John Jay College de Nueva York. “Siempre tengo miedo de que no venga nadie”, confiesa esta treintañera pelirroja y estirada, especialista en arte y criminología. Ella esperaba brindar en la inauguración con algunos compañeros profesores, tan inmersos como ella en “temas que no le interesan a nadie más”, y quizá con algún estudiante despistado con tiempo que perder. Pero la tarde de la inauguración, en octubre de 2017, la sala estaba tan llena que Thompson tuvo que dejar a gente fuera.
Los cuadros expuestos quizá no habrían llamado la atención de ningún crítico de arte. Algunos bodegones, flores y muchas escenas marítimas pintadas en acuarela o acrílico. Rosáceas puestas de sol en la playa. Naves perdiendo el rumbo en medio de una tormenta gris. También minuciosas maquetas de barcos, relojes y altares. Lo más importante en estas obras no es la ejecución de sus trazos, sino su procedencia.