Hoy nuestro rickshaw llega en este viernes festivo, en lugar del sábado, para adelantarte algunas de las noticias internacionales más relevantes de la semana. Empezamos por el colapso del Gobierno en Francia, seguimos con la fragilidad del alto el fuego en Líbano y nos fijamos en la operación rebelde que ha puesto de nuevo la guerra en Siria bajo los focos. La fotografía de la semana va hasta Corea del Sur, donde esta semana el presidente declaró la ley marcial y desató el caos político. Y hacemos también paradas en Estados Unidos, Georgia, Irlanda y el Ártico.  

De un tiempo a esta parte nos estamos acostumbrando a los malos tragos, a la tristeza. Pero esta es un tipo de congoja diferente. Es la perspectiva de extinción total.

Está pasando en Tuvalu, un pequeñísimo país de 27 kilómetros cuadrados —del tamaño de Collado Villalba, para hacernos una idea—, una isla polinesia que se enfrenta a un reto existencial: su casi certera desaparición bajo las aguas a causa de la crisis climática.

Parece una noticia pequeña en un océano de informaciones infinitas, pero también es quizá la amenaza más grande que cabe imaginar para los 11.800 habitantes que pueblan la isla. Un hecho que nos interpela a todos.

Buscando música de la isla en YouTube, al escucharla comprendemos al instante que cada nota no puede sonar a otra cosa que no sea una despedida. Entre las canciones hay una que se llama Te Vii o Tina, anegada en una melancolía que cruza abismos y nos contagia al otro lado del mundo. Mientras, en la web gubernamental de la isla leemos: “El país quedará sumergido en cuestión de décadas. El agua del mar ya se está filtrando por el suelo, matando los cultivos y echando a perder el agua potable. A medida que el océano se acerca, Tuvalu debe preguntarse: ¿qué le ocurre a un país sin tierra?”

Asombrosamente —por lo que tiene de acción real ante una perspectiva inimaginable—, el Gobierno se está poniendo manos a la obra y, más allá de reclamar ayuda, planea convertirse en la primera nación que vive en una nube digital.

Simon Kofe, ministro de Exteriores de Tuvalu, lo anunció hace dos años: iban a recrear digitalmente su tierra, archivando su historia y cultura, trasladando todas las funciones gubernamentales a un espacio digital.

El mandato es hacer una copia virtual de todo rastro de identidad de este diminuto país. Ya están trabajando en ello, y una se imagina a unos pocos informáticos volviéndose locos de trabajo y aflicción mientras inician la migración digital.

La idea es que Tuvalu siga conservando su identidad una vez las aguas se traguen la isla. El objetivo es seguir funcionando como Estado, y crear un espacio virtual donde los tuvaluenses —que andan decidiendo si se van a Nueva Zelanda, a Australia o adonde cada uno prefiera— puedan conectarse entre sí, combatiendo el peligro de la desmemoria.

El escudo de Tuvalu es precioso. Hay peces, está el mar, y hay una choza —un hogar, un refugio donde vivir— encima del agua. Ahora, de un plumazo, Tuvalu está entrando en la categoría de leyenda, la de aquello que fue físico y dejó de serlo. También se está convirtiendo en una especie de futuro recuerdo retransmitido en directo.

Como en un cuento de ciencia ficción, la réplica digital de Tuvalu inaugurará un nuevo tipo de cartografía —más allá y más acá de las estrellas— mientras lucha por mantener la soberanía según el derecho internacional.

Aquella “verdad incómoda” del documental de Al Gore de hace casi dos décadas es ahora una realidad inapelable. En la última Cumbre del Clima celebrada hace unos días en Bakú, la delegación de Tuvalu reclamó, una vez más, abandonar los combustibles fósiles. Habrá que empezar a escuchar más y mejor a los que literalmente andan con el agua al cuello.

El escritor Robert Louis Stevenson, que en 1890 llegó a Tuvalu en barco de vapor, apuntó en algunas de sus libretas: “Jóvenes o viejos, todos estamos en nuestro último crucero”. Eso es. Pequeños o inmensos, perdidos en el Pacífico o pensando que vivimos en el centro del mundo, este es un único viaje. Y, bueno, habrá que ir pensando en salvar el barco, ¿verdad?

Un sábado más, nuestro rickshaw sale a recorrer la actualidad internacional para acercarte algunas de las noticias más relevantes de la semana. Empezamos nuestro repaso poniendo el foco en el alto el fuego entre Israel y Hezbolá, mientras de forma paralela las fuerzas israelíes prosiguen su campaña de bombardeos sobre la Franja de Gaza. Seguimos con el ataque armado de un barco libio contra una lancha en la que viajaban migrantes en aguas internacionales del Mediterráneo. Miramos de nuevo a Líbano en nuestra imagen de la semana para repasar el retorno de personas desplazadas en Beirut. Y hacemos paradas también en Rumanía, Francia, Panamá y Uruguay.  

La noticia falsa propagada por el presidente electo, Donald Trump, que acusó a los haitianos de Springfield de comerse a las mascotas, dio la vuelta al mundo. Sin embargo, el nuevo éxodo entre los haitianos provocado por la victoria electoral del magnate neoyorquino ha pasado sin pena ni gloria por las redacciones. Es una triste constatación de que, a la hora de informar, la mentira tiene más gancho que la realidad, e incluso más que el dolor físico y mental que causa.

Las amenazas contra ellos y sus negocios continúan y se han expandido. El plan de deportaciones masivas anunciado por Trump es una guillotina racial cuya cuchilla, si cae, primero lo hará sobre los grupos de recién llegados. Los haitianos de Springfield saben que están en lo alto de su lista negra. El próximo inquilino de la Casa Blanca ha declarado en varias ocasiones que cuando tome el cargo pondrá fin al estatus de protección temporal que les permite vivir y trabajar en el país y los deportará. Una declaración abierta de persecución que no penalizó la campaña republicana, sino todo lo contrario.

Por eso siguen huyendo, ya sea a la vecina y más tolerante Dayton, a otro estado o incluso más allá. La victoria de Trump, sellada con más de 76 millones de votos, ha solidificado el miedo antes de que empiece su mandato. Con un prólogo así, el futuro de los 14 millones de inmigrantes en situación irregular no parece muy prometedor. No obstante, la responsabilidad no solo será del presidente. Cada uno de sus votos ha abierto una puerta a esta nueva realidad y espada de Damocles sobre los destinos de los que no tienen derechos, o no se pueden defender, por no ser ciudadanos.

La estratagema para conseguir votos a base de odiar al diferente ni empezó ni terminará con Trump. De hecho, es tan estadounidense como Elvis Presley. En la costa oeste, durante la fiebre del oro del siglo XIX, la Ley de Exclusión China de 1882 prohibió una mayor inmigración procedente de Asia, e hizo que los residentes no pudieran obtener la ciudadanía y fueran expulsados de 40 ciudades. La inmigración procedente de Europa también fue perseguida. Desde 1880 hasta la Primera Guerra Mundial, más de 20 millones abandonaron el Viejo Continente para perseguir su sueño americano.

Se enfrentaron a humillaciones como el internamiento en la isla Ellis de Nueva York, así como a la constante discriminación del grupo de poder protestante que recelaba de la llegada masiva de católicos, judíos y cristianos ortodoxos. De ahí surgieron los barrios étnicos como el neoyorkino Lower East Side judío, el sur italiano de Filadelfia, o la pequeña Varsovia polaca de Cleveland, entre otros. El caso de los 20.000 haitianos en Springfield no es algo nuevo en el país; su persecución va camino de compartir el mismo tipo de olvido, solo que no disponen del tiempo, la fuerza de trabajo o el contexto histórico que acabó favoreciendo la integración de los inmigrantes europeos.

¿La falacia racista ayudó a que Trump y su vicepresidente, el radical cristiano J.D. Vance, vencieran en la ciudad? Muchos de los republicanos con los que hablé en Springfield admitían saber que la acusación era falsa; más aún, la apabullante victoria de su partido en el condado, con el 64,2% de los votos, sugiere que muchos ya habían decidido el voto antes de que la ciudad saltara a la fama mundial. La mentira no era necesaria para ganar, pero sí para deshumanizar al tipo de inmigrante inaceptable para muchas democracias occidentales: el que llega con los bolsillos vacíos.

Un sábado más, nuestro rickshaw sale a recorrer la actualidad internacional para acercarte algunas de las noticias más relevantes de la semana. Empezamos con la mirada en Rusia y Ucrania, analizamos las órdenes de arresto emitidas por la Corte Penal Internacional contra Netanyahu y el que fuera su ministro de Defensa y nos detenemos en la COP29 celebrada en Azerbaiyán. La imagen de la semana recoge precisamente una protesta de la Asociación de Pueblos Indígenas para pedir más acción climática a los líderes mundiales. Y hacemos también paradas en Bruselas, Hong Kong, Estados Unidos y Nueva Zelanda.

2024 ha sido un año negro en eventos climáticos extremos. Con cerca de 220 muertos e incontables daños materiales, la dana de Valencia ha sido una de las catástrofes meteorológicas más recientes de un año en el que las lluvias torrenciales han arrasado numerosos rincones del planeta. De Nepal a Brasil, de Europa Central a Sudán del Sur, de Vietnam a Níger, este 2024 ha sido “una clase magistral de destrucción climática”, advertía el secretario general de la ONU, António Guterres, en el discurso inaugural de la COP29 que se celebra hasta este viernes en Bakú, Azerbaiyán.

Con las imágenes de los últimos desastres meteorológicos aún recientes, los delegados que asisten a la Cumbre del Clima de la ONU han centrado buena parte de las negociaciones en buscar acuerdos relacionados con la financiación climática. En el centro de las discusiones está definir un “nuevo objetivo cuantificado y colectivo” de financiación climática a partir de 2025. Es decir, cómo se financiarán las acciones para mitigar la crisis y, sobre todo, cuánto recibirán los países en desarrollo, los menos responsables y más vulnerables a la emergencia climática. 

Las previsiones de Copernicus, el programa de observación de la Tierra de la UE, apuntan a que este será el año más caluroso desde que hay registros, y también el primero en el que el calentamiento global supere los 1,5º centígrados respecto a la época preindustrial. En este escenario, la emergencia climática ha tomado la forma de eventos meteorológicos extremos que van desde graves sequías —que han castigado especialmente a países del sur de África como Namibia, Zimbabue o Sudáfrica—, a huracanes como el Helene o el Milton en Florida y lluvias torrenciales como las de Valencia, que nos han dejado imágenes de devastación en los cinco continentes. Repasamos, en este recorrido visual, algunas de las inundaciones que han marcado un año de desafíos climáticos. 

España

Emilio Morenatti / AP
Emilio Morenatti / AP

Las lluvias torrenciales dejadas por la dana provocaron en Valencia la mayor catástrofe natural en décadas. Las precipitaciones en las zonas más afectadas superaron todos los registros: en localidades como Turís se recogieron en solo una hora más de 184 litros por metro cuadrado, el valor máximo histórico registrado en España. Más de 226 personas murieron, la gran mayoría en la Comunidad Valenciana, por las riadas que arrasaron poblaciones enteras y dejaron a miles de personas aisladas. Más de tres semanas después, las labores de limpieza y reconstrucción continúan. 

La imagen superior, del fotoperiodista Emilio Morenatti, muestra a miembros del V batallón de la UME en una canoa que inspecciona los alrededores de la ciudad de Valencia en busca de cuerpos de personas desaparecidas a causa de la dana que azotó el este de la península Ibérica el 28 de octubre. En la segunda, también tomada por Morenatti, se ve a una mujer, Tania, abrazando a su cuñado en la localidad de Paiporta, una de las más afectadas por el desastre, después de recuperar algunas de sus pertenencias de su casa inundada.  

El fenómeno conocido como dana suele producirse en otoño, cuando el calor superficial que queda del verano se encuentra con una repentina invasión fría en el aire procedentes de los sistemas polares. La actuación del aire frío con el más cálido y húmedo de niveles inferiores produce condiciones meteorológicas muy inestables, lo que se puede traducir en lluvias extremas. Los expertos advierten de que, en el contexto del calentamiento global, los patrones de precipitación se están alterando en la península, con lluvias más intensas y de más corta duración. 

Sudán y Sudán del Sur

El Tayeb Siddig / Reuters / ContactoPhoto

En esta imagen, de El Tayeb Siddig, vemos cómo un hombre trepa con la ayuda de una cuerda a un muro para ponerse a salvo de las inundaciones que en agosto azotaron la zona de Tokar del Sur, en el estado del Mar Rojo, en Sudán.  El país, que está sumido desde el año pasado en una cruenta guerra civil, sufrió entre agosto y septiembre lluvias torrenciales e inundaciones que se cobraron más de 170 vidas, destruyeron más de 18.000 viviendas y dañaron otras 15.000, según las autoridades del país. Esta devastadora época de lluvias se produjo en un momento en que el país ya padece una de las peores crisis humanitarias del planeta a causa de la guerra, que ha provocado la mayor crisis de desplazados del mundo.

En su vecino Sudán del Sur, este 2024 también se ha registrado una de las peores estaciones lluviosas en décadas. Hasta noviembre 1,4 millones de personas se habían visto afectadas por las precipitaciones torrenciales en todo el país y un cuarto de ellas había tenido que abandonar sus casas, en su mayoría en el norte del territorio. Con unos 11 millones de habitantes, Sudán del Sur, que declaró su independencia en 2011, es muy vulnerable a las inundaciones. Además de daños y desplazamientos, agravan la crisis de seguridad alimentaria en este país al destruir miles de hectáreas de cultivo y provocar la muerte del ganado. La temporada de lluvias empieza antes, dura más tiempo y tiene una intensidad mayor. 

Cuba

Ramón Espinosa / AP

Esta fotografía de Ramón Espinosa muestra a varios vecinos reunidos en una calle inundada en el pequeño pueblo de Guanimar, en la provincia de Artemisa, en la costa sur del oeste de Cuba, tras el paso del huracán Helene.

A finales de septiembre, el Helene causó graves daños a su paso por Cuba y Estados Unidos: en este último país dejó más de 200 fallecidos, cerca de un millón de personas sin electricidad y decenas de miles sin suministro de agua potable. Fue el segundo huracán más mortífero en afectar el territorio continental de Estados Unidos en medio siglo, después del Katrina, que dejó un trágico saldo de más de 1.800 muertes en 2005. En Cuba, el Helene inundó amplias zonas del extremo occidental de la isla al provocar desbordamientos de presas y ríos, dejó a decenas de miles sin suministro eléctrico y causó daños en numerosos cultivos. 

Nepal

Gopen Rai / AP

Esta vista aérea tomada por Gopen Rai documenta la situación del valle de Katmandú y el río Bagmati, desbordado por las fuertes lluvias, el pasado 28 de septiembre. Las inundaciones de finales de ese mes dañaron cientos de viviendas, además de numerosas escuelas y hospitales. La parte sur de la ciudad quedó anegada por las intensas lluvias, que afectaron a más de la mitad de los distritos del país. 

Al menos 228 personas murieron a causa de las lluvias torrenciales que afectaron a Katmandú, la capital de Nepal, y sus alrededores durante más de tres días. Fueron las peores lluvias en medio siglo. A agravar la situación contribuyó, según los expertos, el desarrollo desordenado de la urbe, donde faltan drenajes suficientes en barrios no planificados. Además, en las últimas décadas se ha edificado de forma caótica en los alrededores del río Bagmati, que atraviesa el valle de Katmandú, lo que ha cubierto de cemento y hormigón terrenos que antes eran parte del sistema fluvial. 

Vietnam

Hau Dinh / AP

En esta fotografía, de Hau Dinh, dos mujeres caminan en una calle inundada de Hanoi tras el paso del tifón Yagi el pasado 12 de septiembre. Fue el tifón más fuerte registrado en Vietnam en las últimas tres décadas. 

Más de 300 personas perdieron la vida en este país a causa del Yagi, que dejó tras de sí una colosal cantidad de precipitaciones y fuertes vientos que causaron inundaciones, riadas y desprendimientos en amplias zonas del Sudeste Asiático: en Birmania murieron una veintena de personas, y en Tailandia hubo una decena de fallecidos. Vietnam fue el país más afectado, con daños que se concentraron en las provincias montañosas del norte, donde viven cerca de 19 millones de personas, y en zonas urbanas como la capital, Hanoi. 

África Oriental

Patrick Ngugi / AP

En esta fotografía, de Patrick Ngugi, se ve a un grupo de hombres intentando despejar una de las zonas inundadas por el desbordamiento de un río en Nakuru, en el centro de Kenia, a finales de abril. Al menos 200 personas perdieron la vida ese mes a causa de las inundaciones en varios países de África Oriental, incluidos Kenia, Tanzania y Burundi. En tan solo cinco días más de 630.000 personas se vieron afectadas por las lluvias torrenciales y unas 230.000 tuvieron que desplazarse. Las precipitaciones se prolongaron con intensidad a lo largo de abril y mayo, y provocaron daños en infraestructuras, el cierre de escuelas y la pérdida de ganado y miles de hectáreas de cultivos. 

Los países de África Oriental sufrieron una sequía prolongada entre 2020 y 2023, intercalada con episodios de lluvias torrenciales que llevaron a graves inundaciones. Este tipo de desastres crean emergencias humanitarias complejas que incluyen desplazamientos masivos, pérdida de infraestructuras básicas, inseguridad alimentaria y riesgos sanitarios.  

Brasil

Adriano Machado / Reuters / ContactoPhoto
Amanda Perobelli / Reuters / ContactoPhoto

La imagen superior, de Adriano Machado, muestra una vista aérea de una zona inundada en Porto Alegre, Río Grande, el 13 de mayo. En la fotografía inferior, de Amanda Perobelli, vemos a Janine de Almeida, estudiante de 18 años, con otras personas refugiadas en un almacén de piezas de automoción al que tuvo que desplazarse con su familia a causa de las intensas lluvias. En el mes de mayo se produjo uno de los mayores desastres climáticos en Brasil hasta la fecha: un temporal que comenzó el 30 de abril y se prolongó durante mayo en el sur del país provocó gravísimas inundaciones y dejó el 80 por ciento del estado de Río Grande bajo el agua. 

Las precipitaciones extremas e inundaciones aislaron a ciudades enteras: más de dos millones de personas se vieron afectadas y cerca de 600.000 tuvieron que ser evacuadas. Las lluvias se cobraron más de 160 vidas. Aunque el temporal estaba previsto, su magnitud superó todas las previsiones. Mientras los meteorólogos advirtieron de que este tipo de fenómenos extremos van a ser cada vez más frecuentes, grupos defensores del medioambiente apuntaron a que detrás de estos desastres está también el debilitamiento de las leyes ambientales brasileñas.

Europa Central

Kacper Pempel / Reuters / ContactoPhoto

En la fotografía, de Kacper Pempel, se ve a una familia de la localidad de Radochov, en Polonia, recogiendo escombros con un tractor después de que el desbordamiento del río Ladecka arrasara su vivienda y los terrenos adyacentes, en los que tenía varios invernaderos y un gallinero, a causa de los efectos de la tormenta Boris. Varios países de Europa Central y Oriental se vieron azotados a mediados de septiembre por esta fuerte tormenta, que arrastró fuertes precipitaciones y dejó más de una veintena de muertos y decenas de miles de damnificados en Polonia, Rumanía, Azustria, Eslovaquia, República Checa y el norte de Italia. Las lluvias llegaron a niveles récord y causaron graves inundaciones en amplias zonas. En el norte de la República Checa se llegaron a registrar 442 milímetros de lluvia en tres días. 

Un estudio publicado por la revista Nature apuntaba a que la tormenta fue más intensa a causa del calentamiento global antropogénico, que se tradujo en un 9 por ciento más de precipitaciones y un 18 por ciento más de territorio afectado en comparación con un escenario en el que no hubiera aumento de las temperaturas. 

África Central y Occidental

Joshua Olatunji / AP

Esta imagen, de Joshua Olatunji, está tomada en Maiduguri, la capital del inestable estado de Borno, en el noreste de Nigeria. Gran parte de la ciudad se vio inundada por las lluvias que azotaron la zona en septiembre: estas provocaron el colapso de la presa de Alau, muy cerca de la urbe, lo que inundó calles y viviendas e hizo que cientos de miles de personas tuvieran que abandonar sus hogares. 

Este año se ha producido la peor temporada de lluvias en décadas en grandes zonas de África Central y Occidental: entre julio y septiembre, más de un millar de personas habían muerto en Chad, Níger, Nigeria y Mali. En este último país se han registrado las peores inundaciones desde la década de 1960. Según datos de la ONU, hasta septiembre más de 4 millones de personas se habían visto afectadas por inundaciones en África Occidental, tres veces más que en el mismo periodo del año pasado. El continente africano es responsable de solo una pequeña fracción de los gases de efecto invernadero que se emiten a la atmósfera, pero en cambio se encuentra entre las regiones más vulnerables a los fenómenos meteorológicos extremos agravados por el cambio climático. 

Afganistán y Pakistán

Sayed Hassib / Reuters / ContactoPhoto

Esta fotografía, de Sayed Hassib, muestra a varias personas limpiando una de las zonas afectadas por inundaciones el pasado mayo en el distrito de Baglan, en el norte de Afganistán. 

Igual que otros países de la región, Afganistán y Pakistán están acostumbrados a temporadas de intensas lluvias que a menudo provocan inundaciones. Sin embargo, este año hubo precipitaciones torrenciales fuera de temporada, en abril y mayo, que anegaron grandes zonas de ambos países y dejaron al menos 500 muertos en Afganistán y más de un centenar en Pakistán. También se produjeron una veintena de víctimas mortales en el vecino Irán. Un análisis meteorológico posterior apuntó a que estas lluvias estuvieron potenciadas por el fenómeno de El Niño, que duplicó las probabilidades de precipitaciones extremas. El mismo estudio reveló que las lluvias en las áreas afectadas se han intensificado en un 25 por ciento en las últimas cuatro décadas, lo que aumenta el riesgo de inundaciones y riadas. Si bien Afganistán siempre ha sido propenso a sufrir catástrofes naturales, la frecuencia y la gravedad de los desastres está aumentando en los últimos años.

Indonesia

Ali Nayaka / AP

Esta imagen, de Ali Nayaka, muestra parte del territorio afectado por las inundaciones en Tanah Datar, en Sumatra Occidental (Indonesia), el pasado mayo. El archipiélago indonesio, con más de 17.000 islas, es otro de los territorios extremadamente vulnerables a los desastres naturales. Este año, más de 260 personas murieron en Sumatra y más de 70.000 tuvieron que desplazarse a causa de las inundaciones y desprendimientos causados por lluvias torrenciales el pasado marzo. Un mes antes, las precipitaciones en Java Central obligaron a más de 11.000 personas a dejar sus hogares. Y en mayo, más de medio centenar de personas murieron en Sumatra, en el oeste del archipiélago, después de que las fuertes lluvias causaran inundaciones, corrimientos de tierra y flujos de lava fría —un magma formado por cenizas volcánicas, arena y rocas— en tres distritos de Sumatra Occidental. 

Las inundaciones y desprendimientos no son raros en la época del monzón en Indonesia, que se prolonga habitualmente desde noviembre a marzo. La Agencia Nacional para la Gestión de Desastres ha advertido, sin embargo, que el 90 por ciento de los desastres naturales del país se han visto intensificados en la última década a causa de la crisis climática. Una dinámica que no solo afecta a Indonesia, sino que es global. 

Nunca sabremos cuál habría sido el desenlace de la guerra de Ucrania si, en el momento en que Rusia estaba más débil, Estados Unidos y Europa hubieran ofrecido a Kiev el armamento que necesitaba. Tal vez tampoco tenga sentido mirar atrás: no se hizo y la oportunidad se perdió. En su lugar, las dudas occidentales ofrecieron a Moscú un tiempo precioso para acelerar la producción de armas, reclutar a miles de nuevos soldados y reforzar sus alianzas militares con Irán o Corea del Norte.

Para entender lo ocurrido, y también lo que viene, basta mirar a Alemania, ese país empeñado en situarse en el lado equivocado de la historia. El de Berlín fue uno de los gobiernos europeos que más se resistió a donar a Kiev sus afamados tanques Leopard; también se opuso al despliegue de cazas F-16. Mientras Estados Unidos acaba de autorizar a Ucrania a usar armas de largo alcance para atacar territorio ruso, Alemania siempre se ha mostrado radicalmente en contra de entregar este tipo de armas a Kiev. 

La noticia de que Scholz conversó con Putin la semana pasada, tras dos años sin hacerlo, concedió a Moscú una victoria diplomática innecesaria. El dictador ruso respondió al gesto alemán con uno de los mayores ataques contra objetivos energéticos y civiles ucranianos desde el inicio del conflicto, y con un discurso fijando condiciones para la paz que incluyen el reconocimiento de las “nuevas realidades territoriales”. Es el resumen del conflicto: el apaciguamiento es visto por Putin como debilidad del enemigo y otra oportunidad para avanzar sus objetivos.

Al igual que la venganza, la traición se sirve fría. Hay indicadores que apuntan a que Occidente ha iniciado los preparativos para forzar una paz que obligaría a Ucrania a ceder a Rusia los territorios que le han sido arrebatados por la fuerza. Putin siempre confió en que europeos y estadounidenses se cansarían de la guerra antes que él, a pesar de no haber sacrificado un solo soldado. El tiempo está a punto de darle la razón.

La victoria electoral de Donald Trump, cuya connivencia con el dictador ruso es solo comparable al desdén que siente por Zelenski, ha sido la puntilla para quienes abogan por dar a Ucrania todo lo que necesita para defender su territorio y se resisten a premiar la agresión rusa. En la posición contraria se encuentran los llamados “realistas”, que ven una victoria parcial de Putin como el menos malo de los desenlaces posibles.  

Las cosas no van bien en el frente. Aunque lentamente, Rusia avanza  —capturó 468 km² en el mes de septiembre, el mayor avance desde marzo de 2022—, mientras Ucrania se aferra a la llegada del invierno para volver a congelar las líneas. Kiev tendría muy difícil soportar la presión en caso de una retirada de la ayuda militar occidental, lo que reduce su margen de maniobra. El desenlace se decidirá en Washington y Bruselas.

El presidente ucraniano se enfrenta en los próximos meses a decisiones cruciales que marcarán el destino de su país en las próximas décadas. ​Una generación de sus compatriotas ha sido diezmada por el conflicto, la economía se encuentra en modo supervivencia y la reconstrucción llevará décadas. La tentación de firmar la paz, incluso si es injusta, es comprensible. La razón de que Occidente tenga más prisa por firmarla que Kiev es sencilla: los ucranianos saben que, si Putin sale reforzado de este conflicto, la amenaza rusa seguirá planeando sobre sus cabezas, por mucho que un tratado diga lo contrario.

Un sábado más, llega nuestro rickshaw para recorrer la actualidad internacional de la semana. Hoy empezamos con la situación en Oriente Medio, donde Israel mantiene el bloqueo humanitario en Gaza a pesar de la presión de Estados Unidos y continúa el desplazamiento masivo de civiles. Seguimos con el nuevo Gabinete que se perfila en Washington tras la victoria electoral de Donald Trump, y miramos a Haití y la escalada de violencia que azota la isla. La imagen de la semana viaja a Filipinas y los destrozos causados allí por el tifón Toraji. Y hacemos paradas también en Italia, Alemania, Japón y Colombia.  

—Destruyeron la entrada de mi casa con una bomba, me ataron las manos a la espalda y me llevaron a una vivienda en la que éramos decenas de hombres. Nos ordenaron que mirásemos al suelo y nos fueron interrogando uno a uno. Nos preguntaban por los milicianos, que dónde se escondían, si los apoyábamos, si estábamos contentos con lo que habían conseguido, si queríamos paz o no.

Es 14 de septiembre y hace una semana que las tropas israelíes se han retirado del campo de refugiados de Yenín, epicentro de la resistencia armada en los territorios ocupados. Ahmad, quien prefiere preservar su verdadera identidad, sigue explicando que durante diez días, con sus noches, varios centenares de soldados cercaron el poblado en el que viven, según la UNRWA, más de 24.000 personas. Relata cómo lo primero que hicieron fue cortar los suministros de agua y electricidad, para comenzar un pogromo, casa por casa, día y noche, en busca de rebeldes. Según la ONU, fue el ataque más grave cometido en Cisjordania en las últimas dos décadas, cuando tuvo lugar la Segunda Intifada. El grado de destrucción que dejó a su paso recuerda a las imágenes de las primeras masacres cometidas en el genocidio de Gaza. Aquí, en Cisjordania, la guerra ya había comenzado un año antes, cuando Netanyahu volvió a la presidencia. Desde entonces, esta ha sido su batalla más violenta. 

Ahmad, quien hace cola para comprar cubos en los que trasladar las pocas pertenencias que se han salvado de la quema de su casa, cuenta que, primero, como suele ocurrir en este tipo de invasiones, escucharon los drones con su siseo desquiciante. Poco después, desde los altavoces de la mezquita llegaron las advertencias de la aproximación de las tropas israelíes. Los más avezados huyeron antes de que los bulldozers —ese híbrido monstruoso mitad tanque, mitad excavadora— comenzasen a arrancar el asfalto de las calles, retorcer el alcantarillado, derruir decenas de casas. Finalmente, irrumpieron los jeeps con los soldados disparando. 

—¿Para qué venís ahora que ya se han ido? ¿Por qué no vinisteis cuando nos estaban matando? —nos espeta un hombre que, antes de que podamos responderle, se da la vuelta. El resto del día se dedicará a vigilarnos, siempre a una veintena de metros.

Sobre nuestras cabezas, una de las pancartas que han resistido a la invasión militar: en el centro, Sadam Husein, uno de los líderes políticos que más apoyó al pueblo palestino; a su lado, niños y adultos “mártires”, como llaman los palestinos a los asesinados por las fuerzas de ocupación. Solo esta última ofensiva se ha cobrado la vida de, según las estimaciones más bajas, 30 hombres y menores, la mayoría miembros de la resistencia armada. 

Ataque israelí contra la ciudad de Yenín, en Cisjordania. 5 de septiembre de 2024. Majdi Mohammed / AP
Luftieh Frehat, de 62 años, llora en lo que era el salón de su casa hasta que un proyectil la destruyó durante la operación militar de principios de septiembre en el campo de Yenín. Alex Zapico

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—Ellos os están observando, es normal que desconfíen. No saben si sois espías o si los estáis geolocalizando. Hace unos meses, un grupo de soldados de las fuerzas especiales israelíes se colaron escondidos en un camión de yogures palestinos —nos responde Hiatham Bitawi cuando les preguntamos cómo podríamos hablar con miembros de las milicias que actúan en el campo. 

Bitawk regenta un comercio de venta de pollos en una de las calles más céntricas del asentamiento, levantado por algunas de las familias que tuvieron que huir de la limpieza étnica sobre la que se fundó el Estado de Israel en 1948. Es un hombre dicharachero que se esmera por relanzar su negocio después de que todas sus aves se muriesen por inanición durante los diez días de sitio.

—No podíamos salir de las casas. Sobrevivimos comiendo lo poco que teníamos. Antes del 7 de octubre los judíos entraban un par de días, mataban y se iban. Ahora se instalan en nuestros hogares y asesinan indiscriminadamente. Pero, sin duda, esta última vez ha sido la peor —sentencia Bitawi, a pesar de que hace siete meses vio cómo un explosivo lanzado contra su vivienda dejaba a su madre en coma. 

—Además, la Autoridad Palestina hace bien su trabajo. Está al servicio de Israel. En cuanto los combatientes de la resistencia salen del campo de refugiados, la policía palestina los detiene y encarcela. Así que tenéis que esperar a que sean ellos los que se acerquen a vosotros —nos dice a modo de invitación para que nos quedemos conversando con él. Para entonces ya nos rodea un corrillo de curiosos que se entusiasman cuando descubren que somos españoles. “España, amiga de Palestina. Gracias, gracias por apoyar a Gaza”, nos dicen mientras el olor al plumaje quemado de las aves va impregnando la conversación y nuestras ropas. 

Media hora después, pasado el mediodía, los “fighters”, como llaman en inglés a los milicianos, empiezan a dejarse ver. Primero conduciendo los coches de cristales tintados, algunos con cámara GoPro en el espejo retrovisor. La mayoría sin matrículas. Algunos, los menos, las conservan, delatando con su color amarillo el lugar en el que fueron robados: Israel. Poco después, cuando muchos suelen despertarse tras largos turnos de vigilancia nocturna, varias parejas de ellos circulan en moto con las armas cruzadas a la espalda. Entonces, un treintañero esquelético se acerca en silla de ruedas. Es Ahmad Jabareen y sobre las piernas carga la bolsa que recoge su orina. 

—En 2023 me disparó un francotirador. Como el Ejército sionista no permite la entrada de las ambulancias cuando hay enfrentamientos, mis compañeros tuvieron que esperar mucho hasta que consiguieron llevarme al hospital en un coche. Desde entonces estoy así —dice señalándose las piernas inertes y explica que, antes de tomar las armas, sobrevivía de trabajar como herrero.  

Se une a la conversación Betawee, el alias con el que quiere ser citado y el que usa en las redes sociales. Acepta hablar siempre y cuando no sea fotografiado, como la mayoría de los entrevistados.  

—Me uní a la katiba [batallón] hace dos años, cuando tenía 23. Fue cuando Israel nos quitó el permiso para seguir trabajando allí. Me convertí en combatiente porque es la única manera de sobrevivir en el campo. Aquí no hay trabajo, ni esperanza ni futuro —dice, subrayando esa última frase que resuena como un mantra entre los habitantes de Cisjordania.
—En el campo, todas las milicias estamos unidas en la katiba Yenín. No hay diferencia entre nosotros. Nuestro problema es con Israel y con la Autoridad Palestina, que trabaja para ellos y solo ayuda a sus familiares y amigos. Por el resto no hace nada —explica este hijo de un doctor en Filología árabe y profesor de un instituto de educación secundaria.

Ahmad Jabareen fue uno de los primeros milicianos en resultar herido en los enfrentamientos con el Ejército israelí en el campo de personas refugiadas de Yenín, en el norte de Cisjordania. Alex Zapico

En los campamentos de refugiados de Yenín y Tulkarem —epicentro de la resistencia armada palestina junto a las ciudades de Nablús y Tubas—, no pueden entrar ni los representantes políticos ni las fuerzas de seguridad de la Autoridad Palestina, el Gobierno en los territorios ocupados de Cisjordania. Son poblados controlados por las cuatro principales milicias que emplean las armas para combatir la ocupación y lograr la constitución de un Estado palestino: las Brigadas Al-Quds —la rama militar de la Yihad Islámica Palestina—, las Brigadas de Mártires de Al-Alqa —creadas por miembros de Tazim, la rama militar de Al Fatah creada por Yasir Arafat—, Hamás y La Guardia de los Leones, una milicia creada por un líder de Hamás y que actúa exclusivamente en Nablús. Aunque cada una tiene su ideario, en Cisjordania suelen actuar aliadas en katibas y los milicianos suelen decantarse por una u otra en función de sus vínculos familiares, más que por afinidad política o religiosa. Entre otros países, reciben financiación de Irán, Líbano —a través de Hezbolá—, Qatar y Siria. Un miliciano raso puede cobrar un salario de entre 650 y 800 euros, según nos apuntan varios de ellos.

–Nos enseñamos a usar las armas entre nosotros, es algo natural que aprendemos entre amigos —continúa Betawee, quien sabe que la esperanza de vida es baja entre los milicianos; la mayoría de sus amigos están muertos, dice.

—No tengo miedo a morir. Si me quedo veinte años más en Cisjordania, da igual que esté vivo o muerto. No hay futuro —explica el joven, cuya profunda desesperanza representa el estado de ánimo de buena parte de los palestinos entrevistados en Cisjordania. Un abatimiento que, coinciden todos, se ha vuelto asfixiante desde la invasión israelí de Gaza.

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Cuando el 7 de octubre Hamás llevó a cabo los ataques que acabaron con la vida de más de 1.200 personas y el secuestro de 250, parte de los efectivos israelíes que durante años habían controlado el bloqueo de la Franja se encontraban desplegados en los territorios ocupados de Cisjordania. El Gobierno de Netanyahu también había concentrado allí buena parte de sus recursos dedicados a espionaje e inteligencia. Tras su vuelta al Ejecutivo a finales de 2022, el primer ministro relanzó su plan para judaizar Cisjordania e imposibilitar así la solución de los dos Estados. Para ello, aceleró la construcción de los asentamientos ilegales y la expropiación de tierras en manos palestinas, aumentó los ataques militares —cada vez más violentos— para desplazar a sus pobladores y vaciar así extensos territorios, como el valle del Jordán, y ahondó en la militarización de los colonos —cada vez más armados e impunes—. El objetivo, como en la Sudáfrica del apartheid, es concentrar a la población palestina en bastuntanes urbanos controlados por puntos de control militares —para ello, ya han colocado portones en todos los accesos, que abren y cierran durante horas a su antojo como forma de control y aplacamiento social—. Así la población israelí podrá gozar de la mayor parte de su territorio y de la libre circulación por toda Cisjordania. 

Ante esta ofensiva, la Autoridad Palestina no ofreció ninguna resistencia, sumida como estaba desde hacía años en una profunda crisis de legitimidad y descrédito ante su población, que, desde los Acuerdos de Oslo, firmados en 1993, había visto cómo Israel tomaba el control militar de todo su territorio y colonizaba todas las parcelas de sus vidas, mientras el Gobierno palestino no solo había renunciado a su legítimo derecho a la defensa —renunciando a la lucha armada—, sino que había quedado reducido a gestor subrogado de unos servicios públicos cada vez más deficientes. A la vez, el Gobierno de Mahmud Abbas parecía haber abandonado su responsabilidad de conformar un Estado palestino y a atajar una corrupción endémica que enojaba a una población en la que una de cada cinco personas, según la ONU, vivía ya entonces por debajo del umbral de la pobreza. Por todo ello, quince años después de que Hamás ganase las elecciones en Gaza y de que la vida de las dos regiones palestinas recorriese trayectorias políticas independientes, los grupos armados de resistencia resurgieron en 2022 en Cisjordania. Y lo hacían con un 65% de aprobación entre la población, según una encuesta del Centro para la Investigación de Políticas y Encuestas. La muestra también revelaba que un 80% consideraba a la Autoridad Palestina una institución corrupta y el 62%, una carga en lugar de un activo. 

Durante el siguiente año, es decir, el previo a los atentados del 7 de octubre de 2023, se produjeron más de 1.300 enfrentamientos entre el Ejército israelí —a menudo, aliado con los colonos— y las milicias palestinas, según el think tank ECLAD. Cinco veces más que en el periodo anterior. En respuesta, Netanyahu ordenó operaciones de ejecuciones sumarias y macrorredadas de detenciones masivas que, lejos de desactivar a las milicias armadas, aumentaron su popularidad. La Autoridad Palestina, que también se siente amenazada, detuvo a decenas de milicianos a los que ofrece programas de reinserción a cambio de incorporarse a sus fuerzas de seguridad, como ya antes hizo la rama militar de Al Fatah. 

Y aunque ni la Yihad Islámica Palestina, ni Hamás, ni el resto de los grupos armados ha conseguido una sonora victoria militar en los dos últimos años en Cisjordania, su arrojo para sobrevivir frente a uno de los ejércitos más poderosos del mundo ya es percibido como un éxito entre la mayoría de la población palestina. Según diversos analistas, esto ha sido posible gracias a la unión de las distintas facciones en brigadas conjuntas, a la autonomía de estas para decidir acciones, y, posiblemente también, a la interminable cantera de niños y adolescentes dispuestos a sustituir a los milicianos encarcelados y caídos, sus nuevos ídolos.

Un letrero recuerda a varios milicianos de la Yihad Islámica Palestina muertos en el campo de Yenín en 2022 y 2024. Alex Zapico

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—Primero llegaron las fuerzas especiales. Disparaban a todos lados, también contra el hospital. Cuando llevaban cuatro días en el campo, una brigada se instaló en una vivienda cerca de nuestra casa. Les oíamos cantar y celebrar. Dos días después, los milicianos mataron a uno de sus soldados y enloquecieron. Rodeaban las casas y las destruían con explosivos de manera arbitraria. Entonces mataron a un niño que conocíamos. Tenía 14 años —dice Yazid, que tiene su misma edad. 

Vestido con ropa deportiva colorida, se dirige a comprobar el estado en el que ha quedado la casa de su abuela, que se refugió cuando comenzó la ofensiva con unos familiares. Le acompaña su amigo Karami, quien completa sus respuestas. Comparten la complicidad de la amistad adolescente que les convierte, pareciera, en casi una misma persona:

—Era un niño muy tranquilo y callado. Lo asesinaron porque estaba resistiendo —apunta Karami.  

—¿A vosotros también os gustaría luchar por la resistencia? —pregunto.

—Todos nuestros amigos y nosotros queremos ser combatientes —responden casi al unísono.  

—¿No os da miedo morir? —pregunto.

–No. Los que son asesinados son más dignos que nosotros —responde Karami, mientras Yazid asiente moviendo los labios como si repitiese sus palabras.

Poco a poco, la timidez inicial se transforma en ansias por mostrar su determinación, contenida y desprovista de bravuconería. Cuentan que sus progenitores desconocen sus planes, que siguen las hazañas de los milicianos por TikTok, que idolatran a determinados milicianos “mártires”, que cuando puedan unirse a la katiba será tan fácil como presentarse como voluntarios ante los milicianos, que les da igual integrarse en las Brigadas de Al Quds o en Hamás, que primero les darán kous –bombas manufacturadas para que las tiren contra las tanquetas y jeeps blindados– y que, después, cuando hayan acabado el colegio y no encuentren trabajo —porque están seguros de que no lo encontrarán—, esperan que les acepten entre sus filas.

—¿Y después? —pregunto.

—Después, Dios dirá —contestan.

Morir como mártires: ese es el sueño de la mayoría de los niños que he entrevistado en distintos campos de refugiados, algunos muy significados por la presencia de la resistencia armada como los Yenín o Tulkarem. Pero también en otros, como el de Aida o Dheisheh donde, durante décadas, los chavales crecieron tirando piedras a los soldados israelíes para, después, volver a las aulas o a sus trabajos sin pensar seriamente en unirse a la lucha armada y, mucho menos, en convertirse en héroes por ser asesinados por los ocupantes. Ahora sí, muchos fantasean con su funeral.

"Es inevitable que se rompan las cadenas", reza una pintada en el campo de Tulkarem. Alex Zapico

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La noche del 3 de enero de 2023, Wafa Ayad no solo perdió a su único hijo por las balas de los soldados israelíes. También descubrió que el adolescente al que tanto le había costado sacar adelante como madre divorciada había planificado el impacto de su propio entierro. 

Aquel día, como ocurre casi a diario desde los atentados del 7 de octubre de 2023,  en el campo de Dheisheh, al sur de Belén, tropas ocupantes se adentraron entre sus muros para  atacar a sus habitantes. El adolescente, de 16 años, se había escondido en un coche con dos amigos. Cuando un disparo lo alcanzó, los paramédicos escucharon sus gritos desesperados llamando a su madre, pero tardaron en ir a auxiliarlo porque ellos mismos estaban siendo objetivo de los disparos. Para cuando consiguieron llevarlo al hospital en un coche privado, ya estaba muerto.

Ahora su madre apenas sale de casa y, como miles de familias palestinas, ha convertido el salón en un altar lleno de fotografías de su “mártir”. Es su tía Ahlam la que nos muestra el vídeo en el que el muchacho mira a la cámara con gravedad mientras recita su mensaje póstumo. Lo dejó grabado para que cuando lo matasen, lo difundiesen con las imágenes de su cortejo fúnebre. La madre escucha, pero mantiene la mirada fija en la salida de la vivienda. Ella no sabía que su hijo proyectaba su muerte como la oportunidad para decirle al mundo que “algún día, Palestina será libre”. Desconocía que quería morir como un héroe, plantando cara al enemigo que había convertido en un infierno la vida de sus padres, de sus abuelos, de sus bisabuelos. Pero lo consiguió. Ahora su rostro ha sido incorporado a los grafitis que recuerdan a los “resistentes” del campo. Y sus primos cumplieron con su voluntad, montaron el vídeo con las imágenes del sepelio y lo subieron a TikTok. Como antes hicieron otros con los de los jóvenes a los que Adam admiraba. Como esperan que hagan con los suyos otros chicos que ahora idolatran la determinación de Adam.

Wafa Ayad llora al recordar el asesinato de su único hijo por parte de soldados israelíes en el campo de refugiados de Dheisheh, en Belén (Cisjordania).
La tía de Adam, Ahlam, muestra una de las fotografías encontradas en el móvil del adolescente. En ella, un hombre vestido de miliciano homenajea a otro caído en combate con las fuerzas israelíes. Alex Zapico

Morir asesinados para dar sentido a sus vidas. Una suerte de suicidio como horizonte aspiracional de niños y adolescentes. Ese es el nivel de desesperación en el que la ocupación ha conseguido hundirles mediante seis décadas de limpiezas étnicas, de masacres, de expolio, de vejaciones, de apartheid, de humillación. Y en el último año, con el shock provocado por la ofensiva genocida contra Gaza en su salud mental.

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Como represalia por el 7 de octubre, Netanyahu suspendió los permisos de trabajo en Israel y en los asentamientos ilegales a 150.000 palestinos de Cisjordania. Además, canceló la transferencia de los impuestos que recauda para la Autoridad Palestina, impidiendo así que durante meses el funcionariado cobrase sus sueldos, también vitales para la precaria supervivencia de los tres millones de personas que viven en estos territorios ocupados. Una crisis económica que se vio agravada por las restricciones que el Estado judío impuso a la mayoría de las ONG internacionales que desempeñaban labores fundamentales, especialmente en los campos de personas refugiadas. 

Salvo los ancianos, nadie recuerda tiempos de tanta angustia económica en Palestina. Israel ha confiscado solo en 2024 más tierras que en los últimos veinte años: 23,7 kilómetros cuadrados, el equivalente a más de 3.300 campos de fútbol. La mayoría en el valle del Jordán, arrebatándole así la única salida por tierra del potencial Estado palestino. Ha acabado con más de 25 comunidades de pastores beduinos, expulsados a punta de pistola por los colonos. Un ambiente de violencia y peligro permanente que, unido a los continuos cierres de los acceso de los pueblos y ciudades por parte del Ejército y de los colonos, ha provocado la suspensión de las clases de manera reiterada. La mayoría de la infancia cisjordana ha pasado buena parte del último año encerrada en sus casas, en las que las televisiones permanecen encendidas continuamente y con Al Jazeera retransmitiendo las 24 horas la masacre de Gaza. 

—Nosotros ni siquiera podemos migrar. Los pocos países que dicen apoyarnos no dan apenas visados. No hay trabajo. No podré casarme. ¿Cómo voy a formar una familia si no puedo conseguir dinero?

Sin la válvula de escape para la imaginación que supone la emigración, Khalid, de 16 años, no ve salida de una Cisjordania que, como Gaza, siente como una cárcel a cielo abierto donde, cada vez más a menudo, también caen bombas.

Entre octubre de 2023 y de 2024, las fuerzas israelíes han matado en Cisjordania al menos a 702 palestinos. De ellos, 165 eran menores, según la ONU.

No es de extrañar que muchos niños fantaseen con la idea de morir antes de convertirse, también ellos, en el objetivo de un infanticidio como el que está teniendo lugar en la Franja.

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Tras Yenín, viajamos al campo de Tulkarem, del que las tropas israelíes se retiraron hace menos de veinticuatro horas. Aunque este acoge a menos de la mitad de población refugiada —unas 11.000 personas— hay aún más ensañamiento en el grado de devastación. Entre el centenar largo de casas totalmente destruidas y las decenas que han sido calcinadas, arroyos de aguas negras discurren por lo que antes fueron calles, venas de un alcantarillado que las excavadoras no solo han deglutido con el asfalto, sino que han enmarañado hasta conseguir que los grifos de las viviendas escupan excrementos.

—Mis padres pensaban que podríamos volver a casa, pero lo han destrozado todo, se han comido nuestra comida y del lavabo sale líquido negro. Nos tenemos que volver a ir a casa de mis tíos —dice Nur, de 11 años, quien consiguió huir junto a su familia cuando escucharon el rumor de los drones a la altura de las ventanas.Una salva de disparos despide a los siete combatientes que la katiba reconoce haber perdido durante los combates librados durante la última semana. La niña no se inmuta ante el estruendo. Está acostumbrada. A unos metros, un grupo de hombres evalúa los destrozos para comenzar la reconstrucción. A su lado, un niño corre con la bandera de la Yihad Islámica Palestina.

Calle de acceso principal al campo de Tulkarem tras la invasión del Ejército israelí de septiembre. Alex Zapico
Un niño corre por una de las calles del campo de Tulkarem con una bandera de la Yihad Islámica Palestina. Alex Zapico

—Este es el nuevo jefe de Hamás en el campo. Asesinaron al último hace unas semanas —me dice Yaser, el primer vecino al que pregunté por lo ocurrido durante el asedio cuando llegamos por la tarde al campo, y que desde entonces nos acompaña.

El miliciano lleva barba, camiseta de manga corta y se encuentra rodeado de otros seis hombres armados con rifles y vestidos también de negro y camuflaje. Nos saluda serio.

—Es hora de que os marchéis, está cayendo el sol y es probable que [los soldados israelíes] vuelvan esta noche —dice antes de volverse para hablar con uno de sus subordinados a modo de despedida.

Las lonas negras que cubren la mayor parte de las calles del centro del campamento lo sumen en una penumbra apenas aliviada por los numerosos agujeros abiertos por las balas. En el suelo, entre los cascotes de hormigón, quedan trozos del plástico que los soldados israelíes quemaron durante la toma. La milicia los repone rápidamente: es su modo de ocultarse de los drones y de los sistemas de visión nocturna durante las recurrentes emboscadas. A unos metros, en un edificio derruido, una fotografía plastificada de dos metros de largo recuerda a cinco “terroristas neutralizados” —como se refiere a estas ejecuciones extrajudiciales el Gobierno israelí— por un ataque de dron. De hecho, mucho más que a los soldados israelíes, a lo que temen los milicianos y los civiles de los campos de refugiados es a estos “robots asesinos”, como les llaman las organizaciones de derechos humanos que exigen a la comunidad internacional su regulación. 

–Nunca he pasado tanto miedo como el día en el que un dron entró por la ventana en mi casa. Estaba yo solo, levanté los brazos, siguió de frente a la cocina y a la habitación y salió —explica uno de los vecinos que ayuda a reponer los pósters del cableado eléctrico.

Antes de abandonar el campo, otras dos parejas de milicianos aparecen de la nada para preguntarnos qué hacemos allí y confirmar por los walkie talkies lo que les dice nuestro voluntarioso acompañante: que tenemos permiso, pero que ya nos vamos. Una vez fuera del entramado de callejuelas cubiertas por los toldos, Yaser nos da la mano para despedirse y dice:

—Atacan más estos campos porque aquí la resistencia es más fuerte. Pero también porque aquí todos la apoyamos. Son los únicos que nos defienden. Y si alguien tenía alguna duda, el genocidio de Gaza la ha despejado. Estamos solos en el mundo. Nadie de ahí afuera vendrá a salvarnos.

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Esa misma noche, las tropas israelíes volvieron a invadir el campo de Yenín. Un par de semanas más tarde, un bombardeo aéreo sobre una cafetería del centro del campo de Tulkarem acabó con la vida de 18 personas, según el Ministerio de Sanidad de Cisjordania. Entre ellas, destacados miembros de Hamás y la Yihad Islámica del campo. También dos mujeres y dos niños de 6 y 8 años. 

“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. El microcuento más famoso de la literatura latinoamericana, del autor guatemalteco Augusto Monterroso, describe a la perfección lo que muchos sentimos el miércoles 6 de noviembre, la mañana siguiente a la elección en Estados Unidos, al confirmar que Donald Trump volvía a ganar la presidencia con un amplio apoyo del voto popular y la mayoría de los estados teñidos de rojo en el mapa electoral. 

De inmediato iniciaron los análisis que buscaban la explicación. ¿Cómo puede ser que este hombre de retórica misógina, racista, antiinmigrante, que deshumaniza y polariza a la sociedad, haya vuelto a convencer a millones de estadounidenses para votar por él? ¿Qué está mal con la gente de ese país para que haya permitido el regreso del dinosaurio? Acto seguido, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, inició ese blaming game que es el análisis de los resultados electorales: la culpa es de los latinos que no votan suficientemente como latinos, de las mujeres blancas, de los ricos, de los ignorantes, de los negros que no votan suficientemente como negros, de los jóvenes que se dejan convencer por la derecha, de la derecha. La culpa, como siempre, es de los que votan mal.

Es de llamar la atención lo mucho que se buscan las respuestas al comportamiento electoral sin apuntar a la responsabilidad que ha tenido en esto el Partido Demócrata. Al margen del evidente rol que ha jugado el empecinamiento del presidente Joe Biden para buscar la reelección, y la aceptación sumisa de la mayor parte del partido —hasta que el debate presidencial Biden-Trump les estalló en la cara—, los demócratas se han negado a hacer una revisión de sus estrategias fallidas desde 2016; continúan tomando por sentada la lealtad incondicional de algunos grupos, como los afroamericanos o los latinos, y han sido incapaces de acercarse al electorado más joven con una propuesta honesta, lejos de la condescendencia. El partido que lleva una década gritando “¡que viene el dinosaurio!” ha hecho, en realidad, muy poco para pararlo.

Dice la primera ley de Newton que todo cuerpo mantiene su estado de reposo o movimiento, constante y en la misma dirección —el fenómeno conocido como inercia—, a menos que una fuerza externa actúe sobre él. Si comparamos los números generales de los resultados electorales de 2020 y los de este 2024, es fácil darse cuenta de que Donald Trump no ha crecido; simplemente, nadie lo ha detenido. El Partido Demócrata, desde el presidente hasta sus representantes estatales y locales, han sido incapaces de crear políticas públicas que sirvan para frenar el discurso populista y de odio que tan bien ha funcionado al expresidente desde hace casi una década.

Como es sabido, Trump ganó la presidencia de Estados Unidos en 2016 gracias al sistema del colegio electoral, con el que obtuvo 306 de los 538 votos electorales del país; en el conteo individual de votos, sin embargo, obtuvo 62 millones de votos, tres millones menos que su contrincante demócrata, Hillary Clinton. En la elección de 2020, la de mayor participación en las últimas décadas, Trump consiguió 74 millones de votos, pero quedó muy por debajo del demócrata Joe Biden, que obtuvo 81 millones y también el colegio electoral. En 2024, sin embargo, el factor de cambio recae en el lado demócrata: Trump obtuvo 75 millones de votos, solo uno más que cuatro años atrás, pero su contrincante demócrata, Kamala Harris, ha obtenido 71 millones, 10 millones menos que los que obtuvo Biden —lo que ha dado a Trump la mayoría del Colegio Electoral. 

La razón para el crecimiento proporcional de la candidatura de Trump en esta elección no radica, entonces, en que más gente haya decidido votar por él, sino en que mucha gente, ante el vacío de propuestas o alternativas por parte de los demócratas, decidió no votar por ellos, o simplemente no votar: en 2020, de 240 millones de votantes elegibles, fueron a las urnas 159 millones, el 66%; se estima que en 2024, de 244 millones de votantes elegibles, fueron a las urnas 154 millones, el 63%.

Aún faltan muchas semanas para conocer el desglose demográfico de los resultados finales de la elección, pero ya es posible afirmar que las cifras de Trump mejoraron, aunque sea ligeramente, de manera uniforme en todos los grupos demográficos, en todos los condados, en áreas rurales y urbanas, entre la clase trabajadora, e incluso entre los grupos donde Harris continúa teniendo la mayoría del voto, como son las mujeres, los jóvenes, los afroamericanos y la población latina en general. Estos resultados apuntan a que las identidades étnica, racial o de género no son los factores decisivos en las contiendas electorales; la manera en que un individuo se ve afectado por la economía, el empleo, la seguridad o incluso los valores morales individuales son elementos que, frente a la urna, influyen en igual medida para todo estadounidense, porque este vota, antes que como latino, negro o mujer, como estadounidense. 

Los demócratas deben romper de una buena vez con el patrón de enviar mensajes condescendientes para los jóvenes, porque en 41 de los 50 estados el registro de nuevos votantes cayó para la elección de 2024; una evidencia del desencanto de este grupo de población con la política. Deben entender que no basta con enviar mensajes a medida —para los latinos sobre inmigración, para los afroamericanos con promesas sobre el sistema de justicia criminal y para las mujeres sobre derechos reproductivos—, y empezar a ofrecer respuestas firmes y concretas a quienes por años han pedido a sus representantes soluciones para una clase trabajadora que, como acusó el senador Bernie Sanders después de la elección, ha sido abandonada. Ese, y no Trump, es el problema.

Los políticos del Partido Demócrata deben acercarse a los resultados de esta elección con humildad, pero también todos aquellos actores políticos y de la sociedad civil estadounidense que creen en la democracia y que han luchado por ella. Si a estas alturas aún no entendemos que el reconocimiento y la protección de los derechos civiles no es una tarea terminada, sino un proceso en constante construcción, estamos dejando un vacío que será llenado por cualquier discurso, por polarizante que sea, que haga sentir al ciudadano como un individuo con agencia, cuya voz se escucha y cuya opinión importa; algo que en los últimos años los demócratas no han sabido o no han querido hacer.

Los Estados Unidos que aún creen en la democracia tienen que trabajar para cambiar la inercia del dinosaurio, que sigue aquí porque nadie ha hecho lo suficiente para que se vaya. Y eso tampoco es culpa de Trump.

Llega el sábado de una semana que se ha visto marcada por la contundente victoria de Donald Trump en las elecciones celebradas el martes en Estados Unidos. Te lo contamos en nuestro rickshaw, que también mantiene la vista puesta en las heridas que ha dejado la devastadora DANA que asoló Valencia. Nuestro recorrido semanal se fija además en los cambios en el Gobierno de Israel y en la tensión postelectoral en Mozambique. Y hacemos también paradas en Alemania, Irán, Ucrania y Australia. 

El Amazonas se ha convertido —lo hemos convertido— en un territorio de paradojas. En la selva que alberga el río más largo y caudaloso del mundo, miles de personas no pueden beber; en una de las regiones con mayor biodiversidad del planeta, miles de plantas, árboles y animales mueren cada año; en el paraje de los grandes humedales, el fuego y el humo tiñen cada vez más hectáreas de negro; la jungla que antes absorbía miles de millones de toneladas de CO2 ahora emite más de lo que retiene; en el bosque tropical más grande de la Tierra, los que lo defienden son perseguidos y asesinados; en definitiva, en uno de los biomas más importantes para nuestra supervivencia como especie, la vida se hace cada vez más complicada.

El podcast de este mes lo dedicamos a analizar la crisis humanitaria y climática que sufre actualmente el Amazonas. Lo hacemos con Eliane Brum, periodista, escritora y documentalista brasileña; Joseph Zárate, periodista peruano, ganador del Premio Gabriel García Márquez por su trabajo sobre el extractivismo en la Amazonía peruana; Andrés Triviño, oficial de Programas de la oficina de Ayuda Humanitaria de la Unión Europea, y Patricia Gualinga, lideresa kichwa del pueblo sarayaki de la Amazonía de Ecuador.

Un podcast de Javier Sánchez. El montaje musical es de ROAD AUDIO.

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Este podcast nace de una colaboración con la Comisión Europea.

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