Hay un puñado de historias en el mundo cuyos elementos se repiten de manera casi cíclica, sin importar el tiempo ni el lugar en el que ocurran. Una de ellas es la migración irregular, que en ocasiones también es forzada: la difícil decisión de partir; el reto de llegar a un lugar donde no te esperan o donde no eres bienvenido; la incertidumbre de no saber por cuánto tiempo te quedarás debido a que en gran medida no depende de ti, y la posibilidad real, dolorosa, de que jamás vuelvas a abrazar a quienes amas son las constantes de un guion perverso que debe asumir, le guste o no, quien interpreta el rol de migrante.
Tras dos décadas cubriendo el tema en varios países, he descubierto que la última constante, la de la separación familiar, es la que deja la mayor cicatriz: el migrante que lo apuesta todo por mejorar sus condiciones de vida y la de las personas que ama —y a veces llanamente por salvar la vida— con frecuencia también debe sacrificar la posibilidad de estar con ellos, y así lo asume.
Esta situación puede despertar empatía o compasión tanto en los países de origen como en los de arribo, pero también puede leerse como una oportunidad de negocio: así lo explica un reportaje publicado por Conexión Migrante titulado El negocio de la nostalgia, que documenta la existencia de empresas que cobran hasta 10.000 dólares por llevar personas a Estados Unidos para que puedan reunirse por un momento con el hijo, el hermano, el padre al que no han visto en años porque, debido a su situación migratoria o por razones de seguridad, este no puede volver a su país.
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