Los empleados de Hirbawi hablan y se entienden entre ellos sin poder escucharse. Un simple gesto es suficiente. Tantos años de trabajo bajo el intenso traqueteo de los telares importados de Japón en los años sesenta ha creado una especie de lenguaje particular entre ellos, supervivientes de la única compañía textil palestina que se dedica a confeccionar la kufiya. Me acerco por allí cada vez que voy a Hebrón y tomo un té y charlo con Abdelazim, uno de los tres hermanos que están al frente de un taller que, aunque no lo saben, es un museo.
Este pañuelo se ha convertido en una especie de icono nacional, sobre todo gracias a un Yaser Arafat que no se lo quitaba y que lo internacionalizó hace 31 años en la firma de los Acuerdos de Oslo. El mítico apretón de manos entre el líder palestino y el primer ministro israelí, Isaac Rabin, ante la mirada del presidente estadounidense Bill Clinton, no trajo la paz esperada, pero puso a la kufiya en la primera página de todos los periódicos.
Estos días la kufiya vuelve a las portadas y a las noticias de las televisiones. Las universidades de Occidente se movilizan en contra de la guerra en Gaza. Las imágenes de los desalojos de campus prestigiosos como Columbia dan la vuelta al mundo con agentes de Policía sacando a palos a jóvenes que se tapan la cara con el pañuelo palestino.
La mayoría usa el diseño tradicional en blanco con cuadros negros, que en Hirbawi explican que representa una red de pesca, una colmena, la unión de manos o las marcas limpias de suciedad y de sudor de la cara de un trabajador. En Jordania el diseño es similar, pero cambia el color y prefieren los cuadros rojos, como ha podido comprobar todo aquel que ha viajado a Petra o Wadi Rum.
Este pañuelo se ha convertido también en un icono de la lucha callejera y las protestas. No hay enfrentamiento con las fuerzas de seguridad israelíes en el que los jóvenes en Ramala, Jericó, Belén o Hebrón no se tapen el rostro con una kufiya. Por cada palestino tirando piedras hay diez fotógrafos y treinta soldados, pero la imagen que nos llega es la del joven violento, con la cara tapada con su kufiya y rodeado de neumáticos ardiendo. Cada protesta que vivo en Palestina me deja más claro que una imagen no vale más que mil palabras y que hay que explicar mil veces que no hay nada más violento que la ocupación.
Las kufiyas en Nueva York, París, Madrid o Estocolmo mantienen su efecto de imán con las cámaras, pero no ayudan al fondo de esta causa que se ha extendido por las universidades de medio mundo. Los debates se pierden en las formas, los carteles, las banderas, los eslóganes y la violencia policial. En medio del ruido se difumina la oportunidad única de debatir sobre el germen del conflicto: la ocupación.
En mi armario tengo varios modelos de Hirbawi; son una especie en extinción ante la amenaza de la kufiya made in China que se encuentra en Amazon desde ocho euros. Es hora de quitarse el pañuelo para salir a las calles de Occidente y gritar a los gobiernos que los violentos son quienes, en nombre del derecho divino, promueven y sostienen la ocupación desde hace 57 años.