La intervención

Un retrato de Jorge Carrión sobre Leila Guerriero

La intervención

Acabamos de publicar En el fondo la forma, un libro-conversación entre Leila Guerriero y Ander Izagirre que tiene como centro la escritura periodística. Es el número 7 de la colección Voces 5W, que editamos desde 2016. Si te suscribes a 5W, recibirás este libro de inmediato en casa. También puedes comprarlo por separado en nuestra tienda online o en librerías. 

Este es un extracto del principio del libro: el momento en que, antes de que empiece la conversación, el escritor Jorge Carrión acomete la tarea casi imposible —pero posible para él, buen conocedor de su obra— de presentar a Leila Guerriero.

Un día de 1992, Leila Guerriero dejó un cuento en la recepción del diario Página/12 de Buenos Aires. Como hasta entonces había escrito exclusivamente ficción, nadie imaginaba —ni siquiera ella misma— que Jorge Lanata, su director, lo publicaría en la contraportada cuatro días después y le ofrecería, a los seis meses, un puesto de trabajo. Se convirtió en periodista profesional a los veinticinco años, cuando entró en la redacción de la revista Página/30. Su primer encargo fue una investigación sobre el tráfico en la capital. Por recomendación del editor Eduardo Blaustein, buscó el tono para escribirla leyendo la novela Crash, de J. G. Ballard; y, aunque no lo encontró en sus páginas, sí descubrió en esa búsqueda que la inspiración y las referencias pueden estar tanto en los datos y los testimonios como en el universo de las artes. Ha dedicado a insistir en esa vía, a ensancharla, a inyectarle belleza, precisión, lentitud o velocidad los últimos treinta años de su vida. 

Como si perviviera algo de la genética de aquella primera crónica en su escritura posterior, los perfiles en los que se especializó nunca son estáticos, sino retratos nerviosos, en movimiento. Sus personajes no están quietos. Su visión de Ricardo Piglia, Fito Páez, Sara Facio, Idea Vilariño, Ricardo Darín o Nicanor Parra es la de alguien que gesticula, habla, camina, cambia; y es preciso encontrar un lenguaje adecuado para representar esa inquietud vital que lo define —que nos define. En sus tres crónicas más extensas quizá sea incluso más evidente esa voluntad de travelling lateral y uso de grúas para cambiar de pronto del primer plano al contrapicado: no se trata de fotografiar, sino de captar cinematográficamente los desplazamientos físicos y mentales del sujeto enfocado. Los adolescentes que caminan hacia la muerte voluntaria, en sus habitaciones o empujados por el viento patagónico, de Los suicidas del fin del mundo; Rodolfo González Alcántara, el bailarín de malambo cuyos viajes por el interior protagonizan Una historia sencilla; el pianista decadente que quiere recordar solo una pequeña parte de su gloriosa carrera artística en Opus Gelber. Si el taxidermista persigue la inmovilidad definitiva, si el fotógrafo busca el momento más elocuente, Leila —en cambio— utiliza las herramientas de la observación móvil y del montaje para convertir su prosa en el nervio del tiempo que se desliza, psicológico, ante los parpadeos del lector. 

Utiliza para ello herramientas que no solo proceden del cine, sino también del cómic, la danza, el teatro o la poesía. Lectora voraz de poetas norteamericanas contemporáneas, como Anne Carson o Sharon Olds, entiende que la literatura debe buscar en otros lenguajes nuevas formas de contar la experiencia. Y que en el verso a menudo anida la imagen que condensa una realidad entera. De eso se trata, siempre, en el periodismo narrativo: de miniaturizar la complejidad de una biografía o de un fenómeno en unas líneas que sean capaces de comunicar, al mismo tiempo, la parte y el todo, ambos envueltos por la misma verosímil verdad: “Corro para comulgar como una ahogada. Corro para escribir. Corro porque escribo. Porque es igual de inútil, igual de necesario, igual de pavoroso”. 

Mientras la cronista se ha mantenido fiel, en sus perfiles, a la generosidad propia de la profesión, y ha trabajado siempre en la narración de las vidas de los otros, la columnista —en cambio— ha convertido la autobiografía en un material escalable. Mediante procedimientos poéticos, Leila ha hablado en sus columnas (recogidas en los volúmenes Teoría de la gravedad y Zona de obras) sobre todo de su infancia y juventud en Junín, provincia de Buenos Aires, rodeada de pampa: ese paisaje “solo en apariencia inofensivo”. Y de algunas de las figuras más magnéticas de aquellos años de iniciación y aprendizaje. Su padre, su madre, su abuela materna, “una mujer pequeña y cándida”, su abuela paterna, que la saludaba diciéndole: “Qué tal, mi vieja”. Sus maestras, un amante: “Nunca fue peor que entonces. Sabía lo que quería hacer —escribir, escribir—, pero no cómo se hacía para vivir de eso. El tiempo transcurría con una asfixia extraña, a empellones de euforia y desazón”.  

Leila Guerriero no es solo una de las grandes cronistas de nuestra época, también es una de sus grandes editoras. La autora de la crónica “El rastro en los huesos” o de la antología Frutos extraños es al mismo tiempo la editora de cientos de textos de la revista Gatopardo o de volúmenes colectivos (como Los malos). Ese dato importa no solo para acabar de perfilarla cultural y profesionalmente, sino también porque permite entender mejor su proyecto literario. Es una de las pocas escritoras que conozco que es capaz de observar sus propios textos con la mirada crítica de la edición de los textos ajenos. Su literatura no se entiende sin esa doble condición: la de una persona que se lee a sí misma sin piedad. Esa artesanía extrema provoca un insólito efecto de lectura: se puede percibir en la adjetivación, en la prosa, en la estructura, la tensión entre la cronista y la analista, entre la artista y la profesora, entre la poeta y la editora. Son siempre la misma persona y la misma autora, por supuesto, pero por momentos la voluntad manifiesta de alcanzar la perfección formal en cada unidad del texto —oración, párrafo, escena, conjunto— hace que el lector sienta el eco, la sombra del extrañamiento que, desde Edgar Allan Poe o Franz Kafka, es inseparable del arte del cuento. En lo que leemos late lo que ha borrado. 

Por esa condición esencial de su vida y de su obra, por ese desdoblamiento que vibra en la espina dorsal de su escritura, le pido a la propia Leila que sea la editora de este perfil o semblanza o prólogo o tentativa de resumirla en mil palabras. Me lo devuelve con catorce comentarios. Acepto la mayoría de las correcciones que me propone. Duda en la última nota de este párrafo final, de la voluntad de revelar esta intervención, pero decido dejarlo —revelarla— porque desencaja el género, enriquece este libro y, sobre todo, completa de la mejor manera posible el espíritu de este retrato. 

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