Los días de la fiebre

Extracto del libro de Andrés Felipe Solano sobre la pandemia de coronavirus en Corea del Sur

Los días de la fiebre

Este es un extracto de Los días de la fiebre (Temas de hoy), un libro del periodista Andrés Felipe Solano sobre la pandemia de coronavirus en Corea del Sur.

Hace diez días la señora X, de 61 años, tuvo un accidente de tráfico menor en Daegu, una ciudad a trescientos kilómetros de Seúl. El choque le dejó un par de magulladuras y para aliviar el dolor visitó una clínica de medicina tradicional coreana. Allí pasó cuatro días semiinterna y recibió tratamiento paliativo. Apenas unos días más tarde se sintió con un poco de fiebre y decidió volver a la clínica. Los doctores le sugirieron hacerse la prueba del virus. Se negó, recibió algunas medicinas y siguió con su vida. Entre otras cosas tomó un taxi, fue al bufet del Queen Vell Hotel y acudió en dos oportunidades a la iglesia de la que hace parte. La fiebre continuó hasta hacer de ella una antorcha y en esta ocasión fue directa a un hospital, donde dijo sí, está bien, háganme la prueba. Dio positivo. La paciente 31, como ya se le identifica, es la responsable de quince nuevos casos en un solo día. Ya se han empezado a rastrear a las más de mil personas con las que tuvo posible contacto, la mayoría fieles de su iglesia. Superpropagadora, ese es el término con el que se refieren a la mujer y a mi mente llega la imagen de un hidrante que explota.

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En la noche, Soojeong regresa a casa con dos mascarillas y pizza para la cena. Alguien visitó su oficina y en lugar de llevar frutas o una torta de regalo, como se acostumbra, repartió mascarillas como dulces en una fiesta infantil.

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Reviso las noticias en mi teléfono apenas abro los ojos. Soy como un corredor de bolsa sediento de números. Obtengo lo que busco, el virus se cotiza al alza. Ya son cuarenta los casos relacionados con la paciente 31. Una sola persona es responsable de un tercio del total general. En el desayuno hablamos sobre la Iglesia evangélica de la que hace parte la mujer. Se llama Shincheonji, algo así como “Nuevo cielo, Nueva tierra”. Había oído sobre otras Iglesias coreanas protestantes, por ejemplo la Iglesia de la Unificación, conocida por sus matrimonios colectivos. Se ha extendido como la hiedra venenosa por todos los rincones. Recuerdo las fotos de sus miembros en Estados Unidos, con coronas hechas de balas y fusiles de asalto dorados. O la Iglesia Pentecostal de Yoido. Su templo principal parece un estadio de béisbol cubierto, lo sé porque no está lejos de la emisora de radio donde a veces trabajo los sábados. Al parecer Shincheonji es aún más extraña. Tiene fama de ser una secta e incluso otros protestantes la desprecian por herética. Muchos de sus fieles le esconden a sus familias o parejas que hacen parte de ella. Viven años en total secreto. Mi esposa no tiene tiempo para explicarme más. Antes de irse se pone su mascarilla y su cara se divide en dos. El misterio de su nariz y boca sumergidas, unos ojos que me demoro en reconocer.  Ligeramente rosada y ajustable, la mascarilla trae un filtro externo que le da un aire de absoluta seguridad. Al irse me doy cuenta de que no nos dimos el beso habitual de despedida.

Ya a solas, me lanzo a buscar más sobre la secta. Para mediodía sé que fue creada el 14 de marzo de 1984 y sus fieles se estiman en unos doscientos mil. Durante los servicios no se sientan en sillas, lo hacen sobre un cojín en el piso, muy cerca el uno del otro. Cantan, lloran, gritan lo más duro que pueden y se pasan el brazo por los hombros para formar una gran cadena. Son una línea de ensamblaje espiritual de donde salen oscuras oraciones y quejidos. Me estremezco al recordar que una de las formas de transmisión del virus son las minúsculas partículas de saliva que quedan flotando en el aire. Busco fotos. Veo a cientos de personas vestidas con pantalón negro y camisa blanca. Una de ellas podría ser la superpropagadora. Los seguidores de Shincheonji desestiman las enfermedades. Las personas se enferman y mueren únicamente por falta de fe, afirman sin que les tiemblen los labios. La paciente 31 se hizo la prueba solo hasta el último momento, cuando no entendió por qué la castigaban con ardores si era tan devota. La información que consigo es cada vez más perturbadora. Creen que su fundador, el pastor Lee Manhee, tiene vida eterna. Les ha dicho que el día del juicio final se llevará consigo 144.000 almas al cielo. Las cuentan no me dan. Sin son 200.000, 56.000 se quedarían por fuera de su promesa. Tengo que leer más, preguntar, investigar. En ese momento me llega un mensaje de alarma al teléfono acompañado de un pito ensordecedor y un triángulo amarillo con un signo de admiración. Estoy acostumbrado. El Gobierno manda estas señales de alerta cuando el nivel de polución es muy alto, cuando se viene una ola de calor o un tifón se aproxima. Esta vez es diferente. Esta vez nos dicen que ha muerto la primera persona por covid-19 en el país.

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Consulto el Corona Map en mi teléfono. Antes, los escasos puntos se concentraban en Seúl y alrededores. Ahora hay varias decenas en la zona que corresponde a Daegu, la cuarta ciudad de Corea. Justo cuando tengo abierto el mapa, aparece un nuevo punto. Y a los pocos segundos uno más. He oído de otra aplicación, también ideada por un particular. Ambas se sostienen con donaciones, pero ya buscan inversores. Corona 100 le avisa al usuario si ha estado a menos de 100 metros de un lugar visitado por un infectado.

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