Ha sido un puente entre Gaza y el resto del mundo durante los últimos dos años. La prohibición de Tel Aviv al acceso de prensa internacional al interior de la Franja lo convirtió en una de las voces y ojos del asedio a través de la serie “Menú de Gaza”. Hasta entonces, Kayed Hammad, gracias al castellano que aprendió durante su paso por Málaga cuando era joven, trabajó como fixer —guía e intérprete— no sólo para periodistas, sino también para organizaciones humanitarias, diplomáticos y empresarios. 

Ahora Kayed ha vuelto a España, esta vez evacuado con su esposa e hijos. Su buen hacer en el terreno le granjeó muchas amistades entre periodistas y otros profesionales que durante los últimos meses presionaron para lograr su salida de la Franja. El pasado 25 de junio, tras varios intentos fallidos, consiguió huir de Gaza junto a su mujer, Amal, su hija, Dalia, y sus hijos Monjed y Mohammed. Antes del inicio de esta ofensiva israelí, la familia Hammad estaba conformada por otros dos miembros: Thuria, la madre de Amal, y Omar, el hijo mayor. Con los hospitales saturados en medio de los ataques de Israel, Thuria murió en casa a causa de la diabetes y otros problemas de salud que sufría. Omar murió en un bombardeo.

A pesar de la pérdida y los horrores que han vivido en los últimos años, Kayed afronta esta nueva etapa con esperanza. La misma que le empujó a embarcarse en los primeros meses de ofensiva israelí en el proyecto Menú de Gaza, junto al periodista Mikel Ayestaran, para denunciar el uso del hambre como arma de guerra. Mientras luchaba por mantenerse con vida en el norte de la Franja, la familia Hammad mostró al mundo cada día, durante más de un año, imágenes de los platos que comía. Aquella serie que nació en Instagram se convertirá ahora en libro gracias a una campaña, aún abierta, que ya ha conseguido el apoyo de cerca de 1.500 mecenas. 

Con la tranquilidad de saber que su familia está a salvo, Kayed habla en esta conversación sobre la situación en Gaza, el hambre, su huida, la inoperancia de la comunidad internacional y la impunidad de Israel.

¿Cómo estáis ahora que habéis salido de la Franja? ¿Cómo ha sido el aterrizaje en España?

Se nos ha regalado una nueva vida, porque prácticamente estábamos muertos. Estábamos condenados a muerte, cada uno esperaba su momento. El primer milagro ha sido que seguimos con vida, excepto mi hijo Omar. El segundo milagro es haber conseguido salir de ese infierno que es Gaza, huir de ese genocidio y de esta venganza de Israel sobre todo el pueblo de Gaza.

¿Cómo fueron esas horas antes de salir de la Franja y aterrizar en España?

Lo peor y más peligroso fue el trayecto desde casa hasta la zona de salida. Nosotros vivíamos en el norte de la Franja y teníamos que ir hasta la ciudad de Deir al Balah, que está justo en el medio. Allí nos recogió la Cruz Roja Internacional y nos llevó hasta la terminal Kerem Shalom, que realmente se utiliza como un paso fronterizo de mercancías, aunque de todas maneras ellos [los israelíes] nos consideran como tal. Objetos.

En condiciones normales, cruzar ese trayecto dura veinte minutos. Nosotros tardamos cuatro horas porque había que pasar por una zona donde no se veía nada más que escombros, tanques, cañones, francotiradores… El conductor tenía que estar en contacto con el Ejército israelí, que constantemente le daba indicaciones: adelante, para, no abras la ventanilla, sigue, no cierres las cortinas. Pasamos muchos nervios.

Al cabo de cuatro horas llegamos a Kerem Shalom, donde nos esperaba el cónsul español con cinco bolsas de comida que pudimos repartir al resto de personas que viajaban con nosotros en el autobús. Ninguna otra delegación diplomática tuvo ese gesto. Mis hijos estaban felices. Después de mucho tiempo podían volver a comer chocolate, bocadillos, bebidas.

Un primer intento de huida se anuló y no fue hasta el 25 de junio cuando finalmente pudisteis salir. ¿Cómo recuerdas ese día?

Los israelíes acordaron que las salidas sólo se harían los miércoles. Teníamos previsto salir el 18 de junio. Nos enteramos de la noticia unos días antes y repartimos la poca comida que teníamos. También la ropa, porque todo sirve en la Franja. Pero entonces se canceló porque empezaron los ataques de Irán. Luego nos dijeron que sería el 25, que también era miércoles. Aquella fue la semana más dura de toda la guerra porque prácticamente no tuvimos nada que comer hasta el día 25. 

Israel niega estar usando el hambre como arma de guerra, pese a las informaciones e imágenes que nos llegan desde la Franja. ¿Cuál es la situación? ¿Cómo es el día a día?

Ellos utilizan todo como un arma de guerra: el agua, la luz, el hambre, el combustible, los medicamentos. Todo. Si pudieran cortar el aire, lo habrían hecho también. Todo lo que hacen se encuentra en el límite del castigo y la venganza. Antes de esta guerra llevábamos diecisiete años con un bloqueo duro. En los mejores tiempos, por ejemplo, teníamos ocho horas de luz y otras ocho sin ella. Eso en los mejores tiempos. Al llegar a España, mis hijos descubrieron que hay lugares donde hay luz las 24 horas del día. De hecho, entre ellos bromean y bajan los interruptores para simular que están en Gaza.

Gracias a esas fotos que hicisteis llegar cada día a Mikel Ayestaran en el proyecto “Menú de Gaza” hemos visto que detrás de los platos había toda una logística y un trabajo en equipo. ¿Qué supone cocinar en la Franja?

Lo primero es que no teníamos ni gas ni luz, teníamos que cocinar con fuego. En Gaza la leña se vende por kilos, como si fuera arroz o azúcar. Un kilo de leña, de madera de mala calidad, se vende a 2 euros y medio. Uno de mis hijos se encargaba de ir a comprarla, mientras que el otro se encargaba de cortarla y de controlar el fuego. Por otro lado estaba mi hija, que era la responsable de hacer las fotografías de los platos, porque yo soy malísimo haciendo fotos.

¿A qué clase de alimentos teníais acceso?

En el mercado prácticamente solo había cuatro tipos de latas: guisantes, judías blancas, habas y garbanzos. Eso era lo más común. En ese contexto tienes que tener imaginación, para saber cómo comerlos de formas diferentes.

Puede hacerse muy pesado.

Sí, hubo una época en la que solo había arroz. No había nada más que arroz, arroz, arroz y más arroz. A pesar de todo, nosotros nos considerábamos afortunados por tener una ración de arroz al día. Muchos otros no podían. Pero a raíz de comer tanto arroz ahora lo tengo atravesado. No quiero verlo ni en el supermercado. Llegó un momento en que esperaba a estar a punto de desmayarme para comer unas cucharadas de arroz, porque me provocaba tanta aversión que no era capaz de comerlo si no estaba a punto de perder la consciencia. Recuerdo que nada más llegar a casa de mi hermano, en Málaga, me preguntó si me apetecía comer una paella. Yo le respondí que sí, pero solo si era capaz de hacerla sin arroz. [Se ríe]

Dalia Hammad

¿Cómo hacíais llegar cada día a Mikel Ayestaran la imagen de vuestro plato?

El nuevo invento que está de moda, y que salvó a mucha gente, fue la eSIM, que no es más que una tarjeta electrónica virtual que cualquiera desde fuera de la Franja puede comprar y activar a través de un código. El problema es que no todos los teléfonos son capaces de funcionar con esa tarjeta, solo ciertos modelos modernos. En Gaza, un móvil compatible con eSIM puede llegar a valer 1.500 euros, porque tiene la ventaja de conectarse a internet. Aún así, la conexión era pésima. Una vez tardé 18 horas intentando enviar un vídeo de tres minutos, porque ellos [los israelíes] pueden interceptar la señal cuando quieren y entonces nada funciona. Sin embargo, muchas veces no cortan el acceso del todo porque quieren vigilarnos y tenernos controlados. Yo intentaba aprovechar esos momentos en que había internet para mandar las fotos.

Este libro quedará para la historia, para que nadie olvide lo que estamos viviendo

¿Qué significa para la familia que este menú de resistencia se convierta ahora en libro?

Más que para nuestra familia, creo que refleja una etapa del pueblo palestino en la Franja de Gaza. Este libro quedará para la historia, para que nadie olvide lo que estamos viviendo, y esto se lo quiero agradecer a Mikel Ayestaran. Ha sido idea suya, y ha hecho que mucha gente se interese por lo que está pasando en la Franja.

Tuvisteis que dejar vuestro hogar y cambiar de refugio varias veces. ¿Os planteasteis ir al sur de la Franja (tal y como pedía Israel)?

Los israelíes nos pidieron que fuéramos al sur, pero yo no recibo órdenes suyas. Lo mejor es hacer siempre lo contrario a lo que quieren, porque jamás sugieren algo a tu favor. Yo tomé la decisión de morir antes de ir al sur. Hay mucha gente que fue engañada. Creyeron que allí iban a estar cómodos, en una especie de zona de seguridad, pero no hay un metro cuadrado en toda la Franja que sea seguro. ¿Cómo puedes creer eso, si han bombardeado ambulancias y matado a médicos dentro de quirófanos? Cuando descubrieron que era mentira ya no podían volver. Hay gente que lleva catorce meses [en el sur] y se arrepiente mucho. Por eso tomé la decisión de no moverme de allí.

¿Cuántos erais?

Antes de perder a mi hijo éramos seis personas, pero siempre estábamos más. Algunas veces llegamos a vivir más de treinta personas en un espacio muy pequeño. Por suerte, era fácil cambiar de casa.

Cambiasteis diecisiete veces.

Sí. Como decía, muchas personas se marcharon al sur. Entrábamos en cualquier casa, si conseguía el número de alguno de sus inquilinos les llamaba y recibía permiso. Me decían que aprovechase todo lo que quisiera. Pero cuando volvió la gente del sur, todo se complicó. La gente buscaba la sombra de una pared en la que refugiarse del calor y la humedad, porque no se podía estar en las tiendas de plástico. Era imposible.

¿Cómo viviste el inicio de la ofensiva? ¿Llegaste a pensar que la respuesta de Israel al ataque de Hamás del 7 de octubre cobraría esa dimensión?

Nadie lo esperaba. Nadie. Nosotros llevamos 77 años sufriéndolos, desde el año 1948. Si no fuera así, tendríamos un Estado. Pero esta es la primera vez que los israelíes han perdido el relato, el llamarse a sí mismos ‘el país más civilizado’, ‘el Ejército más moral’ o ‘el pueblo elegido’, y eso se refleja en las manifestaciones. Hay gente que antes de esta guerra no sabía situar la Franja de Gaza, y ahora nos apoya. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos, excepto España e Irlanda, van en contra de lo que pide su pueblo. Pero yo tengo esperanza en los jóvenes, a los que ya no se puede engañar. Cualquier persona puede ver las imágenes de Gaza y entender lo que está pasando. La realidad está ahí, aunque haya cosas que una cámara no pueda captar.

En las calles se organizan manifestaciones, las imágenes de Gaza inundan las redes sociales. Sin embargo, el fin del asedio israelí no llega. ¿Cuántas personas tienen que morir?

Eso mismo me pregunto yo. He seguido las cifras de muertos desde el primer día y me di cuenta que, a partir de los 40.000 muertos, comenzaban a producirse más movimientos en el mundo. Me pregunto: ¿cuántos hacen falta para que ellos [los gobiernos] hagan algo? Hoy en día ya vamos por 60.000 muertos. Quizás estén esperando a llegar a los 100.000 para moverse y parar este genocidio. Pero, como he dicho, confío en los jóvenes. En quince años serán ellos quienes gobiernen el mundo. Es muy difícil engañar a esta generación y hacerle creer que Israel es la víctima. Eso ya lo han perdido, no me cabe ninguna duda. Es algo que reconocen incluso algunos israelíes, algunos escritores, periodistas, políticos. Asumen que no podrán recomponer su imagen hasta dentro de dos o tres generaciones.

A pesar de ello, Israel sigue manteniendo grandes aliados. ¿Esperabas una reacción diferente?

No entiendo esa reacción tan fría. Es paradójico cómo en España o en cualquier país europeo no puedes hacer sufrir a un perro callejero, y sin embargo estás todos los días viendo a gente morir de hambre, de sed, de lo que sea. Salvo bombas, en Gaza falta de todo. Y no entiendo cómo se puede vivir así sabiendo que hay gente que muere. Lo que quiere decir que a ojos de mucha gente no hemos llegado a la categoría de los animales, y eso da pena. ¿Dónde está la civilización? ¿Dónde está la humanidad? Parece mentira. Y lo que más me quema es el doble rasero. Siento mucho lo de Ucrania, estoy a favor de que nadie sufra, pero la reacción de los países europeos fue muy diferente: incluso les dieron armas para defenderse porque es un derecho. En cambio, a nosotros no. Dan armas a Israel para seguir matándonos. Es ridículo.

¿Cómo ves el futuro de Gaza? ¿Y el de Palestina?

De momento lo tenemos muy crudo. Y una vez termine la guerra, en caso de que termine, tenemos que abordar el tema de la reconstrucción. Estoy seguro de que Israel no va a dejar que eso pase en condiciones favorables para los palestinos. Pero a lo largo de la historia, cada imperio, cada Estado, desde Adán hasta hoy en día, tiene un auge y luego empieza a caer. Israel está en el punto álgido y ya ha empezado a bajar. Tarde o temprano conseguiremos nuestra liberación. Somos el único país que está bajo ocupación desde 1948, y anteriormente por los ingleses. Llevamos más de un siglo bajo ocupación, pero mantenemos la esperanza. La ocupación y la injusticia no pueden durar toda la vida. Y eso es lo que nos hace seguir en este camino. Mi padre me decía: “Si no consigo ver a Palestina libre, tú la verás. Si tú no lo consigues, la verá tu hijo”.

Se habla de hambre y de bombardeos, pero ¿dónde queda la salud mental?

Todo el pueblo de la Franja de Gaza necesita tratamiento psicológico. Hay mucha gente traumatizada, sufren pesadillas y episodios violentos. Las Naciones Unidas dicen que se necesitarán veintiún años solo para retirar los todos los escombros y catorce para limpiar la Franja de explosivos sin estallar. Es mucho tiempo invertido en cosas materiales; ahora imagina cuánto se necesita para un ser humano que está destrozado por dentro. Eso no se soluciona en un año ni en dos.

Kayed Hammad fotografiado en el barrio de Sants en Barcelona. Anna Surinyach/5W

¿Cómo afrontas tu vida ahora que estás fuera de Gaza?

Hemos vivido dos años debatiéndonos entre la vida y la muerte. Ya no me sorprende nada, pero lo afronto con esperanza. Para mí, estos años que voy a vivir —no sé cuántos serán— son un regalo. Hay que aprovecharlos. Estoy contento por haber tenido la oportunidad de dar esperanza y una nueva vida a mis hijos. Me considero afortunado. He perdido a uno, sí, pero no a todos. Hay familias enteras de 30 y 40 miembros que han sido borradas del registro civil. Incluso peor: hay casos en que solo ha quedado uno. Niños de cinco o seis años sin nadie. La gente no los deja solos, está claro, pero no pueden recuperar lo que han perdido ni el trauma que supone. Yo he conseguido salir y espero darles a mis hijos una vida mejor, aunque uno no puede separarse de lo que está pasando allí. Yo he llegado aquí con el cuerpo, pero el corazón está allí.

“Calor intenso. Más de 40 grados, humedad del 70% y las casas, o lo que queda de ellas, son invernaderos con plásticos para tapar ventanas y puertas rotas. Amal prepara alubias blancas y hoy el maestro Martin Caparros propone llamar a este plato “otra vez lo mismo”. Alubias, judías, poroto, frijoles… es la dieta básica de esta familia que resiste al norte de Gaza. Para combatir el calor hay vendedores de agua fresca por las calles, conservan placas solares para sus neveras y venden agua en bolsitas”. 

Dalia Hammad .

El periodista Mikel Ayestaran describía así en Instagram el plato que la familia Hammad tenía sobre su mesa hace exactamente un año, el 5 de agosto de 2024, en el norte de Gaza. Un plato que formó parte del menú de resistencia que los Hammad compartieron a diario para denunciar el uso del hambre como arma de guerra. 

La hija de la familia, Dalia, fotografió durante más de 500 días los platos que Amal, la madre, cocinaba echándole imaginación y corazón para suplir la falta de recursos; luego enviaban la imagen a Mikel Ayestaran, que la subía a su cuenta de Instagram con una descripción que, día a día, construyó un relato del asedio y hambre en Gaza. Ahora, cientos de estas imágenes y recetas se publican en el libro Menú de Gaza, que se puede conseguir aquí

“Amal cuece pasta y se encuentra un regalo inesperado. En vez de añadir tomate, añade la lata de atún que Dalia tiene guardada en su bolsa de emergencia, la bolsa que tiene cada uno en la casa por si toca salir volando. Es apenas un toque de atún el que toca a cada uno en el plato, cuesta verlo, pero ese toque significa mucho”.

Dalia Hammad

Esta otra entrada de la serie, publicada un día antes de la anterior, dejaba ver la huida continua que, como el resto de gazatíes, la familia Hammad se vio obligada a emprender una y otra vez: tuvieron que cambiar de casa hasta diecisiete veces para tratar de sobrevivir a las bombas y ataques israelíes. Y además de las bombas, el hambre: cerca de dos millones de personas obligadas a sobrevivir sin apenas alimentos, al borde de la inanición.  

Los Hammad fueron evacuados de la Franja a finales del pasado junio, y ahora se encuentran en España para intentar construir una nueva vida lejos de las bombas. 

Los platos que cocinaba Amal cuentan algo más que la escasez y la instrumentalización del hambre: son un relato de la cotidianeidad, los miedos y las esperanzas en una Gaza cercada y asediada por Israel. Por ejemplo, la esperanza de una tregua. 

Los bombardeos suenan cada vez más cerca. No paran. Israel ordena la evacuación de 6 nuevos barrios al sur de la Ciudad de Gaza. Nadie sabe cuándo llegará el final y es la pregunta que se hacen los unos a los otros: ¿habrá tregua? Amal solo sabe que hay que llegar con vida a ese día y hoy prepara judías rojas, convertidas ya en uno de los platos salvadores. ¿Carne? ¿Pescado? ¿Fruta? Han olvidado que existen”. 

Dalia Hammad

Estos platos y momentos como ese forman parte de la historia recogida en el libro de la familia Hammad y Mikel Ayestaran, editado por 5W. Sus cerca de 450 páginas son un recorrido por la resistencia palestina a través de recetas e imágenes. El libro será una realidad gracias a las personas que ya han donado en la campaña que aún está abierta. 
 
Cuando aún no sabían que serían evacuados en algunos meses, la familia Hammad despedía el año 2024 con lentejas, “el plato más natural que se puede preparar en Gaza”, escribía Mikel Ayestaran. 

Dalia Hammad

“La legumbre es jordana y mantiene su sabor de siempre. Han olvidado sabores como el de la carne, pescado o verduras frescas. No hay fruta, tampoco el agua es del todo potable. Gaza despide el año en el que la justicia internacional ha usado por primera vez la palabra genocidio. Amal lucha con su menú de resistencia para salir con vida. Su lucha es la nuestra, quienes nos asomamos cada día a esta ventana directa a la Franja. Ojalá esta serie acabe lo antes posible en 2025”.


Cuando hoy en día se muestran bellas imágenes del mundo natural en los noticiarios de los medios de comunicación es cada vez más frecuente que aparezca la expresión “es un paisaje de postal”. Confieso que la frasecita me saca de quicio. Las primeras tarjetas postales, en la segunda mitad del siglo XIX, eran en su origen una forma de correspondencia fácil y rápida y una manera de saludar a amigos y familiares adjuntando una imagen del lugar visitado. Ahora, una postal de hace veinte, treinta o cuarenta años ya se ha convertido en un objeto naif, en una reliquia del pasado propia de coleccionistas y, en algún caso, incluso en material para artistas contemporáneos.

Pero volviendo a la frasecita de marras, si la analizamos en su persistencia —ayer la oí de nuevo en la sección meteorológica de un informativo de televisión— se hace palpable lo triste que es y lo mucho que hay escondido tras esa expresión. Reducir una imagen bella del mundo a la categoría de “paisaje de postal” es ver la naturaleza con los ojos de un extraño, de un turista permanente, que se sitúa fuera del mundo, que fotografía el paisaje con su móvil, cuelga la foto en su cuenta de Instagram, pero que no ve el paisaje. Así, nuestro “¡me encanta viajar!”, afirmación recurrente en los perfiles de las apps de citas, hace referencia sólo a un viajar aparente, porque somos víctimas de la publicidad omnipresente y propia de la sociedad de consumo. Sí, digámoslo sin ambages, nosotros mismos somos una bonita postal o, si se quiere, un folleto publicitario, con imágenes paradisíacas (de postal), de paisajes que no hemos visto, no vemos, ni veremos nunca, aunque algún día los lleguemos a fotografiar sin verlos.

He hablado de permanencia en el tiempo. Y es que la cosa viene de muy lejos. Ya a finales del siglo XIX Oscar Wilde afirmaba, con la aguda ironía que le caracterizaba, que “donde unos admiran un paisaje, otros pescan un catarro”. Hoy podríamos parafrasear al escritor irlandés para decir que “donde unos admiran un paisaje, otros se hacen un selfie”. Todos mirando a la cámara y de espaldas al paisaje… de postal.

Henry David Thoreau, el gran escritor estadounidense, escribió en los mismos años que Oscar Wilde lo siguiente:

“Si un hombre pasea por el bosque por placer todos los días, corre el riesgo de que le tomen por un vago, pero si dedica cada día a especular cortando bosques y dejando la tierra árida antes de tiempo, se le estima por ser un ciudadano trabajador y emprendedor”.

Su lenguaje no es el de un hombre del XIX, sino el de alguien de nuestro tiempo. En los inicios de una sociedad que ya es en muchos aspectos la de hoy, Thoreau critica la mentalidad mercantilista de la sociedad estadounidense, mentalidad de raíz calvinista que necesita satisfacer su necesidad patológica de ambición práctica, trabajo duro y prosperidad económica.

La reivindicación que Thoreau hizo en su célebre libro Walden (o la vida en los bosques), así como en sus diarios, de otra relación del ser humano con la naturaleza, estuvo siempre unida a una crítica feroz contra el naciente capitalismo norteamericano.

“La mayoría de los hombres —escribió— se sentirían insultados si se les empleara en tirar piedras por encima de un muro y después volver a lanzarlas al otro lado, con el único fin de ganarse el sueldo. Pero hay muchos individuos empleados ahora mismo en cosas menos provechosas aún”.

Los movimientos ecologistas actuales, en su defensa del medio ambiente, son de alguna forma herederos de aquellos representantes del trascendentalismo y pioneros de la desobediencia civil en Estados Unidos, y su lucha contra la destrucción del entorno natural mantiene viva aquella llama.

Sin embargo, la realidad del hombre de hoy es, fundamentalmente, la de un espacio urbano ajeno a la naturaleza, además de sujeto a la servidumbre de un poder económico global, que desvirtúa día a día los ideales que podrían dar un sentido más profundo a su vida.

El problema es mucho más grave de lo que pueda parecer. Incluso aquellos que reivindican, con razón y de buena fe, la defensa del mundo natural frente a la depredación constante a la que la humanidad lo ha sometido, no ven realmente —ni por tanto ayudan a ver a los demás— esa naturaleza.

Por otra parte, de entre aquellos intelectuales de hoy que tienen un interés mayor por los temas medioambientales casi ninguno refleja en sus obras esa relación íntima con la naturaleza de la que, hay que subrayarlo siempre aunque parezca obvio, los humanos somos parte.

Y lo cierto es que la preocupación que sentía Thoreau a finales del XIX no era tanto por la destrucción de la naturaleza por parte de la especie humana, sino que lo que le inquietaba era el alejamiento de lo natural, la fractura entre humanidad y naturaleza que, de algún modo, anunciaba la futura destrucción del planeta: la que estamos viviendo y sufriendo hoy.

Thoreau, y otros escritores norteamericanos de la época, como Ralph Waldo Emerson o Walt Whitman, se dieron cuenta de que la realidad más honda del ser humano y del mundo se había ido haciendo poco a poco invisible —o se podía decir incluso que había dejado de existir— para el hombre. Por ello, Thoreau afirma que “nuestra visión no penetra la superficie de las cosas. Creemos que eso es lo que parece ser”.

En esa misma línea de pensamiento, el poeta cubano José Martí, que vivió muy cerca de los trascendentalistas norteamericanos y admiró especialmente a Emerson, el más destacado de sus miembros, afirmó de forma lúcida y rotunda: “No todos experimentan en sí cosas iguales. ¿Querrá esto decir que estas cosas no sean ciertas? No: quiere decir que no todos las experimentan.” O también: “Y el hombre no se halla completo, ni se revela a sí mismo, ni ve lo invisible, sino en su íntima relación con la naturaleza”.

En Emerson, en Thoreau, en Whitman o en Martí, el ser humano en su necesidad de entender la vida ya no pregunta sólo a la inmensidad del universo, sino que se sumerge plenamente en la naturaleza para ver lo infinito en lo mínimo, lo grande en lo pequeño.

“Los astros —escribió Emerson— despiertan cierta reverencia, pues aunque siempre están presentes, son inaccesibles; sin embargo, todos los objetos naturales ejercen análoga impresión cuando la mente está abierta a su influjo”. Y de un modo similar su amigo y discípulo H. David Thoreau afirma: “Los hombres consideran la verdad remota en las afueras del sistema, tras la estrella más lejana, antes de Adán y después del último hombre […] pero todos estos tiempos están aquí y ahora”.

Los escritores de Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XIX veían una hondura invisible en la belleza visible de la naturaleza; su percepción era la de los grandes poetas y artistas que nos dicen lo que no vemos, lo que no experimentamos, pero que está ahí como un tesoro para ser descubierto.

Pues bien, eso es lo que hoy en día ya casi nadie ve en el mundo natural. Los movimientos ecologistas y de protección del medio ambiente ponen de relieve la destrucción que el ser humano actual y sus antepasados cercanos están ocasionando pero, a menudo, lo plantean con los mismos términos pragmáticos y mercantilistas que los destructores, aunque sus objetivos sean completamente opuestos.

Pensemos, por ejemplo, en la prohibición de la caza de ballenas. La argumentación de los ecologistas hace hincapié en las consecuencias nefastas que la progresiva extinción de estos grandes cetáceos tendrá y ya está teniendo en el ecosistema marino, y encontrará muchos motivos con los que argumentar lo que esa pérdida supone, cómo perjudicará al planeta y qué impacto tendrá esta catástrofe para la especie humana. No obstante, los que en cambio están a favor de perpetrar a toda costa esa depredación arguyen que es en beneficio de una industria necesaria para la sociedad —industria cárnica, cosmética— y quieren convencernos de que los ecologistas están equivocados, que simplemente mienten o exageran, que los cetáceos no están en peligro de extinción y que los beneficios de su caza para la sociedad son mayores que los daños que pueda ocasionar. Se ha llegado incluso a blanquear la caza comercial de cetáceos tras la afirmación de que tiene fines científicos.

La humanidad permanece mientras, en su percibir, fuera de la naturaleza de la que formaba parte, y vive como desterrada o mejor dicho expatriada de ella. Ese estar fuera, como extranjeros de un espacio profundo y lleno de sentido al que naturalmente pertenecemos, se encuentra ya en la poesía de Friedrich Hölderlin, a fines del siglo XVIII, en una época en que la sociedad ya empieza a parecerse mucho a la nuestra. El movimiento romántico alemán se dio cuenta muy pronto del daño que la mentalidad moderna que se inicia con la Ilustración estaba provocando irreparablemente en la humanidad. Así, por ejemplo, la distancia y la contradicción entre lo que dice la poesía de Hölderlin sobre el mundo y sobre el espíritu del ser humano y lo que, en cambio, le tocó vivir al poeta cotidianamente en la sociedad de su tiempo era ya abismal. De ahí el desesperado clamor de su Hiperión:

“¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas! La ciencia, a la que perseguí a través de las sombras, de la que esperaba, con la insensatez de la juventud, la confirmación de mis alegrías más puras, es la que me ha estropeado todo. En vuestras escuelas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado entre la hermosura del mundo, donde crecía y florecía, y me agosto al sol del mediodía”.

Islas Azores, 2022. Joan de la Malla

El poeta se sabe parte de la naturaleza, pero se siente arrancado de ella y, a pesar de sentir aún, en ocasiones, su infinita belleza, sabe que ya nunca podrá volver a la relación íntima que tuvo en los primeros años de su niñez. De nuevo Hiperión:

“¡Calma de la infancia, calma divina! ¡Cuántas veces te contemplo en silencio, amorosamente, y quisiera alcanzarte con el pensamiento! […] Sí, el niño es un ser divino hasta que no se disfraza con los colores de camaleón del adulto. Es totalmente lo que es, y por ello es tan hermoso. En él hay paz; aún no se ha destrozado consigo mismo. Hay en él riqueza; no conoce su corazón la mezquindad de la vida. Es inmortal, pues nada sabe de la muerte”.

La educación que recibimos hoy, y no sólo en la escuela sino en cada paso que damos en nuestra vida en sociedad, es heredera de aquella que criticaron los escritores románticos. Desde la industrialización hasta hoy, la especie humana ha ido destruyendo la Tierra con ciega constancia. No le ha importado, ni le importa, devastar lo que en su mente y en su (in)sensibilidad no tiene vida, lo que sólo es un medio para especular y enriquecerse sin escrúpulos.

La naturaleza, tal como sí la sintió Hölderlin, sigue estando ahí aunque no la percibamos, pero lo cierto es que ya no la vemos. Está fuera de nosotros, está para ser útil, y quien la defiende de la destrucción no es porque la ame, porque comprenda su belleza, sino porque sabe que destruirla es destruirse a sí mismo. Sin embargo, hay otra postura mucho peor que el miedo y es la insensibilidad o incluso la brutalidad que el poder y el capitalismo global en sentido amplio ha ido ejerciendo progresivamente y que se manifiesta en el negacionismo.

El poder ha “educado” al individuo a su gusto y beneficio arrancándole de la naturaleza a la que pertenece, y despojando a esta, día a día, de sentido. Una vez conseguido este propósito se ha dedicado y se dedica, hoy más que nunca, con criminal constancia, a asesinarla. En la actualidad, cabe decir rotundamente que los criminales ya han llegado al poder, y que no les hace falta esconderse. ¿Por qué habrían de hacerlo si son considerados por la mayoría, que además les ha votado, unos “triunfadores”?

Nuestra especie ha ido asesinando progresivamente todo lo que de humano hay en ella, y luego ha proclamado que lo mejor que tenemos es nuestra inhumanidad y ha entronizado en todas partes a la bestia triunfante.

¿Qué hacer entonces? O mejor, ¿hay todavía algo que podamos hacer?

Me apresuro a decir que sí, y que además ya lo estamos haciendo, ahora mismo, aquí en 5W. Pero he de subrayarlo con una aparente paradoja, casi un koan japonés:

Sólo la poesía puede salvar el mundo.

No, no es inocencia. Pero para que esto sea así, para que la poesía, el puro nombrar verdadero pueda salvar el mundo, ha de ser comprendido en toda su hondura, y para ello no hay caminos fáciles, ni hay atajos. La sensibilidad y la inteligencia humanas, en el mejor de los casos, se van afinando, en cada ser, poco a poco, en el tiempo de un existir hoy muy difícil. El hondo secreto que la naturaleza comparte con el poeta es un espacio profundo, un paraíso vedado al común de los hombres, cuya voz sólo puede oír el que ha contemplado —amado y escuchado— a los árboles, a los pájaros, a las flores y a las plantas, con infinita atención, a lo largo de la vida. Cada vez que un poeta, o un lector, es capaz de penetrar —en tres versos o en diez páginas—  en el misterio de la poesía, el espíritu humano renace, se reconoce a sí mismo en lo pequeño y en lo inmenso, en la piedra y en el cielo, en lo breve y en lo eterno.

Hace algunos años, el novelista John Fowles escribió un ensayo admirable que tituló El árbol. En él explica con lucidez ese proceso de expulsión del género humano del mundo natural al que pertenece, a partir del triste legado que nos dejó el positivismo de la ciencia decimonónica.

Uno de los méritos del libro de Fowles es que su autor habla en todo momento a partir de su propia experiencia, sin entrar en los laberintos innecesarios de fuentes históricas y bibliográficas del tema que nos ocupa.

“Únicamente de una manera personal —nos dice—, de una manera directa, podemos llegar a conocer la realidad natural, en su propio presente. Nadie puede comprenderla a través de otro. Ni siquiera parcelándola. Sólo se puede llegar a ella a través de uno mismo”.

Y como Thoreau en 1880, Fowles en 1979 nos avisa:

“Lo que está verdaderamente en peligro no es tanto la naturaleza como nuestra actitud ante ella. Nos comportamos ya como si viviéramos en un mundo que contara solo con retazos de lo que en realidad todavía existe; en un mundo que ciertamente puede llegar a existir, pero que de momento sigue siendo una oscura hipótesis, no un hecho”.

Después de treinta y cinco años, el problema es que ahora, en 2025, esa oscura hipótesis a la que se refería Fowles ya es un hecho palpable. Y nuestro planeta está verdaderamente en peligro.  

Por todo lo dicho, es importante subrayar que estamos ante una doble destrucción de la naturaleza. En primer lugar, el poder omnímodo del sistema capitalista, imperante en el mundo, ha destruido y destruye poco a poco, minuciosamente, cualquier atisbo de humanidad que quede en el ser humano.

La segunda destrucción, la concreta, la actual, la irremediable si no actuamos pronto, está siendo mucho más fácil, ya que no importa destruir lo que a todos los efectos ya casi no existe para el hombre.

Sin embargo, y quiero insistir en ello, la poesía nos regresa, nos devuelve, aunque sea momentáneamente, a lo real, a la inagotable belleza de lo real; y nos acerca a la hondura del ser y del mundo que se han hecho invisibles para la mayoría de nosotros. Y así, la naturaleza, en su presente, que es y que se crea en este instante, o sea en su viva presencia, aún lo manifiesta. A través de los seres más humildes de la naturaleza, desde su hondo universo, el ser humano entra en el paraíso perdido que ahora reconoce en sí.

“Cuando contemplemos las cosas y los seres, —escribió Juan Ramón Jiménez al final de su vida— los amemos, los gocemos; cuando tengamos su confianza porque les hayamos dado la nuestra; cuando los consideremos conciencia plena y como plena conciencia nos manifiesten su contenido, tendremos su más hondo secreto”.

La música que canta sin palabras en Felix Mendelssohn, y que ya para siempre será nuestra, no es distinta al canto, siempre primero y eterno, del ruiseñor de John Keats. El viento que sopla en los versos de Ezra Pound es también el paraíso de nuestro oír el viento. “Los pájaros de yo sé dónde” de Juan Ramón cantan en la noche de cada ser humano que lea y comprenda ese extraordinario poema. El tokonoma en la última pared de Lezama Lima será nuestro propio y único pabellón del vacío. Y, asimismo, un breve jue jú de Bai Juyi, poeta chino del siglo VIII, nos trasladará siempre, como pocos poemas pueden hacerlo, al instante mismo de la noche y del despertar de la conciencia del ser. En él somos, al mismo tiempo, el individuo que percibe y la noche que es percibida.

Nevada nocturna

Me despierto al sentir la manta fría,

blanca la claridad en la ventana,

noche profunda, oigo la nieve

que quiebra los bambúes con su carga

Quizá ahora se entienda mejor por qué solo la poesía puede salvar al mundo.  

Reconocernos en la música, en el canto, en la nieve, en la palabra, y en el viento, nos lleva a cada uno ellos, nos devuelve a la naturaleza plena y a nosotros mismos: somos la noche y la soledad de la noche. Escuchamos la inmensidad del universo, oímos el canto breve de un mirlo, y el ruido de nuestros pasos en la hierba es también parte de lo breve y de lo inmenso que nos envuelve. Los árboles nos ven pasar y nuestro silencio habla con ellos palabras que nadie sabe. ¿Cómo no defender ahora tanta belleza?

La escritora Marguerite Yourcenar pidió al final de su vida que en su funeral se leyera un breve poema de Ryo Nan, monja budista del siglo XIX. Prestad atención. Con él termino ahora:

Sesenta y seis veces han contemplado mis ojos

las cambiantes escenas del otoño,

ya he hablado bastante de la luz de la luna,

no me pidáis nada más,

pero prestad atención a las voces

de los pinos y de los cedros,

cuando calla el viento.

Durante meses, cada día, la familia Hammad compartió en Instagram imágenes de los platos que cocinaba en su casa de Gaza. Mientras las bombas caían e Israel utilizaba el hambre como arma de guerra, ellos abrieron la puerta de su cocina al mundo. Lo hicieron con la complicidad del periodista Mikel Ayestaran, que transformaba los mensajes de voz, las fotos y las recetas que le enviaba la familia Hammad en una especie de diario íntimo de la guerra en Instagram.

Ahora, ese proyecto se convierte en libro. Y para que sea posible, necesitamos tu apoyo.

Menú de Gaza es un testimonio de la vida que resiste en medio del asedio. Un libro que recoge recetas y cientos de fotografías de platos elaborados por la familia Hammad durante los meses más duros de la ofensiva israelí en Gaza. Un proyecto que denuncia el uso del hambre como arma de guerra y reivindica el poder de lo cotidiano como forma de resistencia.

Publicaremos una edición especial, bilingüe (castellano e inglés), diseñada con mimo por el estudio Underbau y editada por 5W. Será un libro íntimo y potente, con el aspecto de un recetario litúrgico: papel biblia, formato pequeño, encuadernación en lino con máculas que evocan la devastación del territorio. Todo en él —desde los materiales hasta los silencios— está pensado para contar esta historia.

El 15 % de los ingresos de esta campaña irá directamente a la familia Hammad, que ha logrado salir de Gaza y empezar una nueva vida en España. El resto se destinará a la producción, impresión y distribución de la primera edición del libro.

Este no es solo un recetario. Es una crónica de guerra, un gesto de memoria, un acto político. Es, también, una respuesta a todas las personas que durante meses han preguntado cómo ayudar a la familia Hammad. La respuesta está aquí:

Apoya el proyecto en Verkami

Gracias por hacerlo posible.

Esto es Cisjordania, pero Dalal Zaben habla en el spanglish que aprendió durante los doce años que vivió en Puerto Rico.

—Todos los viernes, hay unos settlers que están poniendo tends porque quieren coger los terrenos del pueblo. 

En 1973, Zaben migró a Estados Unidos, donde vivió primero en Nueva York, después en el archipiélago caribeño y, a partir de la década de 2000, en Florida, donde nació su nieto Sayfoolah Mussalet. Siempre que tiene la oportunidad, la familia vuelve de visita a la Palestina ocupada. 

—Entonces, mi nieto fue con un grupo de muchachos, no buscando problemas, solo para decirles que se vayan, pero los otros vinieron con armas, tienen palos, toda la maquinaria para lastimarlos. Le dieron duro a su cabeza y nadie puede ayudarlo. Empezaron a disparar, él estaba sangrando, pero ellos no dejaban que nadie se acercase para ayudarlo. Su hermano consiguió cruzar por el monte y cuando llegó a él, no podía hablar, respiraba duro y vomitaba sangre. Con otro amigo, trataron de cargarlo por el monte para llegar a una ambulancia, pero no le dejaron pasar. Cogieron por otro lado hasta que llegaron a otra ambulancia. Habían pasado más de dos horas. El muchacho ya estaba muerto. 

Saif, como le llamaban sus seres queridos y grita ahora una multitud en su funeral, era el estadounidense de 22 años que fue asesinado el 11 de julio a golpes y pedradas cerca de Ramala, en la Cisjordania ocupada. En concreto, en al-Mazra’a ash-Sharqiya, un pueblo en el que buena parte de sus cientos de viviendas son colosales chalets levantados con los bloques de piedra blanca característica de la región. De ella procede, en gran medida, la riqueza que permitió a casi la mitad de sus habitantes migrar a Estados Unidos y Latinoamérica en las pasadas décadas. Cada verano, muchos de ellos vuelven al municipio a pasar las vacaciones con su familia. 

Uno de ellos fue Saif Mussalet, que acababa de abrir una heladería con su primo en Tampa (Florida) y que pocos horas antes de ser asesinado bromeaba con su abuela diciéndole que no volvería a su país hasta que no encontrase novia en Cisjordania. Ahora su rostro nos observa desde los grandes carteles colocados en el camino que da entrada a la vivienda familiar, en el que decenas de vecinas van acomodándose a lo largo del día para arropar a los Mussalet durante el velatorio, protegidas por un gran toldo del inclemente sol de julio. La fotografía del sonriente Saif cuelga también de las fachadas de los comercios, de las viviendas, de los edificios públicos, de las mezquitas. 

Los palestinos se han visto forzados a adaptar el arte de la fotorreproducción a las demandas de un mercado cada vez más tétrico y necrolológico. En cualquier pueblo de Cisjordania, siempre hay alguien con la impresora necesaria para producir, en pocas horas, los roll ups, las fotografías de gran formato y los pósters dedicados a los nuevos mártires.  Especialmente después de los atentados de Hamás del 7 de octubre. Casi 1.000 palestinos han sido asesinados en Cisjordania desde entonces por las fuerzas de ocupación israelíes y por quienes el ala fundamentalista judía del Ejecutivo de Netanyahu considera “los hijos” del Ejército: los colonos, que están arrebatando tierras palestinas a un ritmo acelerado con el objetivo declarado de facilitar su anexión. Durante el primer semestre de 2025, estos fundamentalistas protagonizaron 757 ataques que provocaron víctimas o daños materiales, según datos de la ONU. Un 13% más respecto al periodo anterior.

Hoy, en las calles de este municipio de unos 4.000 habitantes, junto al rostro de Mussalet aparece el de Mohamed al-Shalabi, cuya familia sintió que moría y resucitaba varias veces a lo largo de la tarde del 11 de julio, como cuenta uno de sus primos, que prefiere preservar el anonimato por miedo a represalias de las fuerzas ocupantes: “Tras enterarnos de que los tiros de los colonos y los soldados habían acabado con la vida de Saif, sus padres intentaron localizar a Mohamed hasta que alguien les dijo que estaba en el hospital acompañando a un herido. Dos horas después, le contaron que lo habían confundido con otra persona y que su hijo estaba desaparecido”. 

Durante las siguientes cinco horas —continúa explicando en el patio de la escuela donde se celebra una ceremonia multitudinaria antes del entierro—, sus padres intentaron averiguar su paradero. Primero a través de la Policía de la Autoridad Nacional Palestina, encargada de comunicarse con el Ejército israelí, que les garantizó que se encontraba detenido. Al atardecer, desesperados, insistieron y un oficial israelí les informó de que no sabían nada de él. Ya conmocionados por la muerte de Mussalet, más de 300 vecinos emprendieron la búsqueda de al-Shalabi, quien había sido secuestrado por un grupo de colonos radicales mientras los soldados israelíes —según la decena de testigos que entrevisté— impedían que nadie se acercara para liberarlo. El joven era conocido por todos en el pueblo y trabajaba con su padre en la construcción. Detrás de unos matorrales encontraron su cuerpo hinchado y magullado por los golpes, su boca llena de tierra, y el torso atravesado por el orificio de un disparo. 

Dos días después, los cadáveres de ambos fueron trasladados a hombros por sus seres queridos, por conocidos y por desconocidos que se acercaron desde poblaciones cercanas, envueltos en un río de miles de hombres y niños que, a menudo, se comunicaban entre sí alternando el árabe y el inglés, mientras grababan las escenas con su móvil. Algunos eran tan pequeños que lo hacían a hombros de sus progenitores. Más de uno se dirigía con un “Hello” a las decenas de periodistas internacionales presentes. 

La periodista palestina Mariam Barghouti, que también asistió al sepelio, reflexionó en un vídeo en su cuenta de Instagram sobre la mirada colonialista que observó en la cobertura de la prensa internacional: “Se centran en el Gobierno de Estados Unidos, en los ocupantes, en los colonos y no en los que son colonizados, o en que Estados Unidos financia todo esto. El hecho de que el palestino que tenía ciudadanía estadounidense tenga mayor cobertura mediática, cuando se sabe que no hay transparencia ni rendición de cuentas por parte de la Administración estadounidense, como ocurrió con la periodista Shireen Abu Akleh, es un gran problema sobre cómo valoramos la vida humana y cómo vemos el mundo. (…) Los mártires palestinos merecen que el foco se ponga en lo que les ocurrió a ellos, que su testimonio sea contado. No importa qué nacionalidad tuviesen. Fueron asesinados por ser palestinos”.

Dos semanas antes, otro niño palestino con nacionalidad estadounidense fue asesinado por el Ejército israelí. En total, desde el comienzo del genocidio en Gaza, cinco ciudadanos del gran aliado de Israel han sido asesinados por su Ejército sin que la Casa Blanca, a través de su embajada en Tel Aviv, haya ido más allá de pedir una investigación al respecto. Mientras, el presidente Donald Trump ha reiterado públicamente su apoyo cerrado a los planes de Benjamin Netanyahu.

—Siempre supimos que no nos consideraban verdaderos estadounidenses. Pero ahora sabemos también que nuestro pasaporte estadounidense vale menos, incluso, que la impunidad de un israelí, de un extranjero, que nos mata. 

Un treintañero se ha abierto paso entre la comitiva fúnebre para expresar este lamento. Dice que prefiere preservar el anonimato por temor a ser interrogado en el aeropuerto de su ciudad natal a su vuelta. 

Entierro de Saif Mussalet, asesinado a golpes por colonos en al-Mazra'a ash-Sharqiya, un pueblo cercano a Ramala. Ricardo García Vilanova

***

—¿Te imaginas criar a tu hijo lo mejor que puedes para que, de repente, te lo maten así? Mi hermana y yo mandamos a nuestros hijos a vivir aquí un tiempo para que no les pasase como a nosotras, que no pudimos aprender bien el árabe ni la cultura palestina. Los israelíes han matado a su hijo, y al mío lo han encarcelado, dicen que por tirar una piedra. Yo no creo que la haya tirado, pero aunque lo hubiese hecho, no hay derecho a que decenas de soldados vengan a detenerlo en medio de la noche como si fuese un criminal, ni a que haya cumplido los 15 años en prisión. 

Cuando Muna Muhammad Ibrahim se levanta de la silla en la que lleva horas sentada junto a su hermana —la madre de Saif—, una vecina comienza una oración dirigida a dar consuelo a la huérfila, un neologismo empleado para denominar a quienes pierden a sus hijos e hijas. 

—Lleva más de cinco meses encarcelado. Como todos los niños palestinos desde el 7 de octubre, solo puede ser visitado por su abogado. Fue él quien me dijo que el muchacho tenía una enfermedad de la piel que no le deja dormir. Se lo trasladamos a la embajada y nos respondieron que pedirían que recibiese tratamiento, pero nada. Está enfermo, no le dan apenas comida, han vuelto a retrasar el juicio y cuando se celebre, solo podremos verlo a través de un televisor. No sabemos qué hacer. 

Muhammad expone todo esto con angustia, mientras su sobrina y su hija le piden que no hable más. Las dos son quinceañeras nacidas y criadas en Estados Unidos. Como muchas de las adolescentes en al-Mazra’a ash-Sharqiya, suelen vestir zapatillas y camisetas de manga corta de grupos de música, pero hoy van cubiertas con el thobe, la túnica larga y oscura que llevan las mujeres musulmanas en los entierros. No saben cómo explicarán cuando vuelvan a casa que sus hermanos fueron asesinado y encarcelado, respectivamente, por el Ejército del mayor aliado de su país durante sus vacaciones.

La abuela, una matriarca con apariencia juvenil y enérgica, interviene:

—Los palestinos somos human beings como el resto de la gente. ¿Por qué no le importamos a nadie? Nosotros seguimos volviendo cada año porque para el pueblo palestino la tierra donde nacimos, la casa en la que crecimos, lo es todo. Nos fuimos para buscar trabajo pero no queremos perder lo que somos. Israel solo quiere matarnos, quemarnos, destruirnos. Todo el mundo está mirando lo que nos hacen y nadie dice nada. Estamos solos.

Cada vez más mujeres de la familia rodean la conversación. Una vecina que se acerca para ofrecer algo de comer y de beber también quiere hablar, pero pide que no se publique su identidad: 

—Yo que vivo aquí les digo: los niños crecen rodeados de injusticia, de muerte, viendo cómo nos quitan todo, cómo no nos permiten ir a ningún sitio si ellos no nos dan permiso. Ahora, con Gaza, el resto del mundo se ha dado cuenta de la verdadera cara de Israel y cada día miles de personas quieren aprender el islam para hacerse musulmanes. Es un regalo de Dios.

En las calles del pueblo, una decena de voluntarios ataviados con chalecos reflectantes ayudan a encontrar aparcamiento a quienes se han acercado a dar el pésame desde localidades vecinas, así como a encontrar el colegio en el que se celebra el sepelio y la comida posterior que, como marca la tradición, ofrecen las familias de las víctimas. La inhumación se ha retrasado un día para que el padre de Mussalet tuviera tiempo para llegar desde Estados Unidos. Ahora camina junto al padre de al-Shalabi. Ambos se arrodillan frente a los túmulos que han abierto, a paladas desesperadas y rabiosas, los amigos y allegados de los muchachos, y que ahora acogen sus cuerpos. Uno de los imanes intercala su oración fúnebre con continuas referencias a Gaza, a los colonos y a la violencia de la ocupación.

En el horizonte asoman cerros blanquecinos que discurren suavemente por Cisjordania hasta cubrirse de olivos y plantaciones en el norte, y de desierto y el Mar Muerto en el sur. Recorrer a lo largo de la última década los 130 kilómetros de longitud de esta otra lengua de tierra en la que el Estado de Israel ha dividido Palestina arroja una amarga y distópica constatación: cada vez resulta más difícil no atisbar, desde cualquier punto de su territorio, al menos una colonia —o asentamiento, como los llama Israel para ocultar su significado vinculado a lo colonial—. Viviendas ilegales que abarcan desde enormes urbanizaciones como Beitar Illit, al suroeste de Jerusalén, con una población de 63.000 habitantes, hasta los llamados outspots o puestos de avanzada: apenas una bandera con la estrella de David, una caravana o un puñado de casetillas metálicas instaladas por violentos extremistas sionistas y protegidos por su Ejército, que se irán ampliando con la llegada de nuevos pobladores. Un proyecto colonial que comenzó en 1948, que se aceleró tras los Acuerdos de Oslo —en los que Israel se comprometía a no edificar nuevas colonias— y que el Gobierno de Netanyahu ha desbocado tras el 7 de octubre y el inicio del genocidio de Gaza, cuando instó a los colonos a levantar todos los outspots que pudiesen con la promesa de que serían legalizados (“Corred hacia las colinas para establecer nuevos asentamientos”, llegó a decir Ben-Gvir, ministro de Seguridad Nacional). Según Peace Now, una ONG israelí, los colonos han instaurado casi un centenar de estos incipientes asentamientos en este periodo, unas cifras sin precedentes.

Un saqueo masivo en virtud del cual, en los últimos dos años, Tel Aviv ha expropiado 23,3 kilómetros cuadrados, declarado “tierra estatal” el 26% de Cisjordania para acelerar la construcción de asentamientos ilegales, aprobado la construcción de miles de nuevas viviendas en los ya existentes, multiplicado las carreteras construidas sobre propiedades palestinas privadas para el uso exclusivo de israelíes, y anunciado sendos planes estatales dirigidos a restringir el tránsito de los palestinos a vías secundarias y ampliar las autovías exclusivas para los israelíes. Un programa al que Israel está destinando un presupuesto multimillonario con el declarado objetivo por parte del sector más fundamentalista del Ejecutivo de anexionarse Cisjordania. Solo en dotar de infraestructura a los puestos de avanzada, según la cadena estadounidense PBS, Israel se gastó más de 20 millones de dólares en 2024. Generadores, rejas eléctricas, drones, vehículos y canalizaciones de agua son algunos de los elementos que entregan a los colonos más radicales para que se instalen en tierras palestinas mientras las autoridades israelíes cercan el territorio, establecen nuevos check points y construyen un nuevo poblado. El muy lucrativo negocio de la ocupación del que participan, entre otras multinacionales, Airbnb o Booking, ofertando pisos turísticos en los asentamientos, normalizando lo que prohíbe el derecho internacional y condena buena parte de la comunidad internacional. 

Fui testigo de cómo un grupo de familias de colonos, unas veinticinco personas incluyendo los niños, llegaron en sus todoterrenos escoltados por jeeps blindados de la Policía israelí a un outspot —una bandera israelí clavada en la cima de un montículo— establecido al sur de Hebrón para planificar la construcción del asentamiento. Sus pobladores desde 1948, familias beduinas que fueron expulsadas de sus tierras por los fundadores de Israel, observaban cómo quienes les insultan, acosan y amenazan a diario conversaban sobre todo lo que se podría hacer en aquellas colinas de arena casi blanca en las que ellos no tienen lugar. Según la ONG Al-Baidar, dedicada a la defensa de los derechos de los beduinos —el colectivo más pobre y discriminado del pueblo palestino—, al menos 69 comunidades, de las 150 existentes, han sido expulsadas por los colonos, con el apoyo de las tropas ocupantes, de sus tierras desde finales de 2023. 

Catorce ministros firmaron en julio una carta instando a Netanyahu a imponer su soberanía sobre Cisjordania de inmediato aprovechando que “la asociación estratégica y el respaldo y apoyo de Estados Unidos y el presidente Donald Trump crean un momento favorable para avanzar en esta medida”. 

***

—Todo lo que está ocurriendo en Cisjordania es parte de un plan. No son unos colonos desorganizados actuando por su cuenta. Especialmente desde 1990, están ejerciendo presión económica, social y política para que nos vayamos, así como para construir más y más asentamientos, con el objetivo de hacer imposible la solución de los dos Estados. Ahora están aprovechando la guerra contra Gaza para anexionarse nuestro territorio, pero sin nosotros. Dicen que es suyo, de los israelíes, y nos convierten así en extranjeros en nuestra propia tierra —explica Hamdalla Bearat, profesor de Ingeniería jubilado, mientras muestra el rastro del pogromo que sufrió su municipio, Karf Malik, el 25 de junio. 

Al caer la tarde, una turba de más de 50 extremistas israelíes armados con pistolas, palos y explosivos accedió a este pueblo, de unos 3.000 habitantes, a través de la carretera, de uso exclusivo israelí, que lo comunica con una base militar construida sobre una loma para facilitar la vigilancia de la zona. Tras el 7 de octubre, el ministro Ben-Gvir ordenó la distribución masiva de armas a civiles israelíes, especialmente a colonos, a los que encargó además crear unidades paramilitares —él las llamó policiales— que patrullan libremente por Cisjordania. Ben-Gvir es un colono kahanista, una ideología que defiende la deportación de los palestinos a países árabes y cuyo extremismo le impidió realizar el servicio militar obligatorio en su juventud. 

Ha sido denunciado hasta en 53 ocasiones —y ha sido condenado hasta en 8— por su racismo y por su apoyo público a Kah, una organización considerada terrorista incluso dentro de Israel. Reside en la colonia de Kiryat Arba, un epicentro del extremismo colonial en el que también vivía Baruch Goldstein, un estadounidense-israelí que en 1994 entró con uniforme militar en la mezquita de Ibrahim —un lugar santo para el islam y el judaísmo situado en Hebrón— y abrió fuego contra la multitud que rezaba: asesinó a 25 personas y dejó heridas a 125. 

—En 1967 éramos 600.000 palestinos en Cisjordania, ahora somos 3,4 millones. En Gaza, han pasado de 400.000 a dos millones. Como el proceso demográfico no está de su lado, intentan hacernos la vida imposible (impidiéndonos trabajar, haciéndonos sentir inseguros) para que nos vayamos. Y si no nos vamos, emplean la violencia a través de los colonos ayudados por el Ejército israelí

Colonos fundamentalistas israelíes lanzan piedras contra civiles palestinos durante un ataque en la localidad cisjordana de Turmusaya. Ilia Yefimovich / dpa Picture Alliance / ContactoPhoto

Bearat, que ha trabajado buena parte de su vida entre Estados Unidos y Europa como profesor universitario, hace este análisis en un lugar que refuerza su tesis: los restos de los cinco coches calcinados y las fachadas de las viviendas parcialmente quemadas por los colonos. Allí yacen las fotografías de los tres palestinos que fueron asesinados —según los testigos consultados, por los soldados que protegieron a los colonos— cuando acudieron al lugar del pogromo para auxiliar a las familias atrapadas entre las llamas. 

En Cisjordania, los zarpazos de la ocupación se enlazan unos con otros. Aquellos tres palestinos se habían enterado del ataque de la turba mientras asistían al velatorio de Ammar Hayamel, un niño de 13 años asesinado por soldados israelíes dos días antes. Ammar había salido a pasear con un amigo por un monte cercano que había ardido días atrás. 

Eso explican, sentados en el salón de su casa, sus padres, un matrimonio joven sobre el que parece haberse desplomado la antigüedad del mundo. El niño que sobrevivió, y que prefiere guardar el anonimato, sostiene que los atacantes estaban resguardados tras unos pinares y que les dispararon por la espalda cuando los críos repararon en su presencia. Durante dos horas, el Ejército impidió que nadie se acercase a Ammar, incluidos los paramédicos palestinos, que cuando por fin lo asistieron y trasladaron en ambulancia a Ramala, solo pudieron testificar su muerte. La autopsia, publicada por el Ministerio de Sanidad de la Autoridad Nacional Palestina, reveló que una bala le entró por la espalda, lo que demuestra que huía y que no representaba ninguna amenaza. 

Ammar había ganado premios nacionales e internacionales con su equipo de boxeo muay thai y soñaba con ser campeón del mundo. En las fotos que muestra su madre, se le ve vistiendo orgulloso una equipación que fusionaba el estampado de la kufiya con un “Palestine Will Be Free”, así, escrito en inglés, para que se entendiese bien cuando competía en el extranjero. Desde el 7 de octubre de 2023, el Ejército israelí y los colonos han asesinado a más de 960 personas en Cisjordania. De estas, al menos doscientas eran niños.

—Aquí ya nunca estamos seguros. Entran a diario en el pueblo y sabes que, en cualquier momento, pueden dispararnos y matarnos. Lo hacen porque quieren quedarse con todo. 

Fida Hamayel está sentada en el impoluto salón de su recién estrenado hogar, ese que construyeron para criar “lo mejor posible a sus hijos” y que Ammar apenas pudo disfrutar. En la mesa, junto a los dulces y la caja de pañuelos, hay una fuente llena de anillos coloridos con un pulsador como regalo de cortesía para quienes las visitan para darles el pésame. Al igual que el tasbih, el collar de piedras que algunos musulmanes portan para pasar de cuenta cuando hacen referencia a Alá, estos utensilios electrónicos producidos en China permiten contabilizar las alusiones religiosas presionando un botón. Cuanta más desesperación y desesperanza asfixian la existencia, más consuelo se busca en la religión. El pueblo palestino no es ajeno a esta regla universal. 

Como es habitual, el Ejército israelí limitó su respuesta oficial a acusar al niño de tirar piedras contra los coches de los colonos. En los últimos dos años, estos han ocupado parte de las tierras productivas de Kafr Malik y las han invadido con su ganado para, paradójicamente, poder acusar a sus dueños palestinos de atentar contra la propiedad privada si intentan acceder a ellas, a la vez que arruinan las plantaciones. Mientras, numerosos medios occidentales, especialmente los estadounidenses, siguen describiendo la escena de niños palestinos arrojando piedras contra uno de los Ejércitos más poderosos, tecnológicamente avanzados e impunes del mundo, como “enfrentamientos” en los que “resultan muertos” varios palestinos. No es solo un enfoque tendencioso: es una narrativa criminal que lleva décadas justificando el infanticidio de un pueblo para arrebatarle no solo la tierra, sino también la posibilidad de un futuro. 

***

—Los hombres estaban en el funeral de Ammar. Nosotras estábamos en casa con los niños cuando oímos gritos y una explosión. Me asomé a la ventana y vi el coche ardiendo y un montón de hombres prendiendo fuego a mi casa. Eran muy jóvenes, no tenían más de 18 o 19 años. Nos encerramos en la habitación de la segunda planta, cuando nuestro vecino Murshid, al que mataron, llegó y comenzó a sacar a los críos uno por uno. 

Abir Yuda cuenta todo esto sentada frente a la misma ventana desde la que vemos la base militar israelí de la que bajaron los soldados que protegieron a los colonos.

—Desde entonces, ni los niños ni nosotros somos capaces de dormir. Nos pasamos la noche vigilando, porque nos da miedo que lleguen y nos quemen vivos. Hemos tenido que enviar a tres niños a Ramala con sus abuelos porque tenían demasiado miedo. También para poder cuidar bien de los más pequeños, que cada vez que oyen los coches de los militares o de los colonos se ponen a temblar.

En la habitación contigua aún siguen rotos los cristales de la ventana contra la que los colonos lanzaron piedras. Dentro se encontraba la hermana de Abir dando el pecho a su bebé de doce días. En total, en la casa había once niños y niñas, el mayor de once años.

—Los vecinos estamos más unidos que nunca. Esto no es nada comparado con lo que están haciendo en Gaza —se apresura a añadir mientras nos despedimos. 

Aún no han conseguido limpiar del muro de piedra caliza que rodea su casa la pintada en hebreo que dejaron los fundamentalistas, “revancha”, y los nombres de dos colonos que fueron asesinados por palestinos dos años atrás en una población lejana a esta.

A apenas un centenar de metros, en una casa vecina, Basura Hamayel y sus dos hijas guardan luto por la muerte del padre de la familia. Tras evacuar a los hijos y sobrinos de Abir Yuda, Murshid Hamayel, un hombre de 34 años, vio cómo los colonos rodeaban su propia vivienda. 

—Creía que nosotras seguíamos dentro, así que vino a rescatarnos —explica la viuda, Basura Hamayel. 

Según varios testigos entrevistados, varios soldados dispararon contra él y lo mataron, así como a Mohammed Alnajji, de 21 años, cuando se acercó para ayudarlo. También acabaron con la vida de Lotfi Baerat, que acababa de cumplir la mayoría de edad, y siete personas resultaron heridas, incluido un soldado israelí. Desde la ventana, Basura, vestida de azul oscuro, señala el lugar en el que cayó el cuerpo de su marido.

—Murió de un disparo en la boca que le salió por la cabeza. El mismo soldado mató también a Lofti cuando acudió en su ayuda. Disparan a matar —denuncia mientras suenan las alarmas antiaéreas.

Sin apenas inmutarse, Basura dice que son “los yemeníes”, en referencia a los misiles lanzados por los rebeldes hutíes contra Israel, un sonido que ya forma parte de la cotidianeidad. 

—El día del entierro, los soldados volvieron a entrar al pueblo junto a algunos colonos. Rompieron las fotografías de los mártires que colgamos en las calles. Son malvados, solo quieren que nos vayamos. Antes del ataque, el Ejército ya había entrado varias veces en nuestras casas y había tomado fotografías de las habitaciones. Los colonos también han asaltado varias viviendas y han robado dinero y oro. 

Basura pide a sus hijas, de cinco y siete años, que cuenten lo que ocurrió a su padre. Mientras la mayor prefiere no contestar, la pequeña describe cómo fue asesinado para terminar diciendo que les espera en el más allá. Sobre sus cabezas, pegadas en la pared, dos suras del Corán que encargó e imprimió su padre: “Me refugio en Alá, el señor del amanecer del mal de lo que ha creado y del mal de la noche cuando viene con su oscuridad”.

Una multitud traslada los cuerpos sin vida de tres palestinos asesinados durante una incursión de colonos judíos en la localidad de Kafr Malik. 26 de junio de 2025. Leo Correa / AP

Según medios israelíes y palestinos, el pogromo fue ejecutado por Youth Hill, un grupo de jóvenes ultraortodoxos especialmente agresivos, racistas y llenos de odio que suelen vivir en los puestos de avanzada, sin recibir una educación reglada y adoctrinados en el deber mesiánico de instaurar el Gran Israel. Esta concepción religiosa y ultranacionalista incluye dentro de las fronteras israelíes, además de la Palestina histórica, parte de Líbano, Siria, Jordania, Egipto, Irak y Arabia Saudí. Una especie de secta a la que se les atribuye el ataque que horas más tarde sufrió también la cercana población cristiana de Taybeh, a la que ya ha arrebatado un cuarto de sus tierras. Tres días después incendiaron la base militar de la Brigada Regional Binyamin y agredieron a sus soldados, los mismos que les protegieron durante su incursión en Kafr Malik, en venganza por el disparo que supuestamente habría recibido uno de ellos. 

Entre otros pensadores israelíes, el historiador Illan Pappé ha advertido en numerosas ocasiones que la ultraderechización de la sociedad israelí y el creciente poder de los sectores fundamentalistas religiosos están hundiéndola en una “guerra civil fría” cuya violencia no acabará con el fin del genocidio de Gaza, sino que amenaza la seguridad y el futuro del propio Estado israelí.

***

Hay otras víctimas que suelen pasar desapercibidas ante el estruendo de las cifras mortales: los heridos en los pogromos. Según datos de la ONU, este junio ha sido el mes en el que la violencia de los colonos ha dejado el mayor número de heridos de los últimos veinte años: más de cien. 

Uno de ellos es Muthamma Hamayel, un adolescente de 13 años que también abandonó precipitadamente el velatorio de su amigo Ammar Hayamel cuando supo que los colonos habían comenzado a incendiar casas en Fakr Malik. Pocos minutos después, una bala le entraba por la espalda y le salía por las costillas. Desconoce cuántos días le quedan aún de convalecencia en la cama articulada que sus padres han colocado en el salón de su casa. El adolescente intenta mantenerse entero cuando rememora cómo antes de sentir que le ardía el cuerpo, dejó de ver lo que ocurría por los gases de las bombas lacrimógenas lanzadas por los soldados israelíes. El esfuerzo por contener el llanto cuando recuerda a su amigo muerto, Ammar, incendia en sus rostro los rasgos aniñados que empiezan a difuminarse en los de un adulto que ya acumula mártires y velatorios. 

—No sé cómo quiero que sea mi vida en el futuro. Solo quiero que podamos vivir en paz en una Palestina libre —dice con timidez, tras reconocer que le cuesta imaginar una vida distinta, mejor, deseable.

Los niños repiten lo que escuchan en casa. En las casas de Cisjordania, especialmente a raíz del asedio en Gaza y del aumento de los asesinatos, de los encarcelamientos, de las invasiones de las tierras, de los allanamientos de las casas, de la aprobación de nuevos asentamientos ilegales, lo que dice la mayoría es que pese a vivir  los peores tiempos desde la fundación de Israel en 1948, la destrucción de la Franja es un espejo de lo que está por venir. Si algo les ha dejado claro estos casi dos años de genocidio en Gaza es que el pueblo palestino está solo frente a las innumerables violencias empleadas por la ocupación israelí. 

—El Gobierno palestino, independientemente de nuestra opinión o ideología política, no puede hacer nada, no tiene medios para intervenir aunque quisiera. ¿Cómo te vas a enfrentar a todo lo que estamos viviendo sin emplear la fuerza, sin un ejército o una policía con recursos? Y si me preguntas mi opinión, tampoco querría que lo hicieran porque, como estamos viendo con Gaza, sería un suicidio: daría un pretexto a Israel para masacrarnos y arrasar con nuestros pueblos y ciudades. 

El profesor Hamdalla Bearat se expresa con lucidez y claridad. Desde que se jubiló, se dedica a trabajar por su comunidad, escribiendo lo que vive a sus amigos occidentales, atendiendo a los periodistas interancionales, llamando la atención de la clase política palestina. 

—Por ahora, lo único que podemos hacer es estar vigilantes, organizarnos por las noches para no dormir por si llegan y prenden fuego a nuestras casas con nosotros dentro. Y esperar a que, algún día, la comunidad internacional deje de apoyar a Israel. Por ahora no guardo ninguna esperanza.

Esta no es la perspectiva habitual de nuestros reportajes. Pero cuando nos llegó esta propuesta de publicación, valoramos que podía dar una visión diferente, y desde dentro, sobre lo que está ocurriendo en la frontera entre México y Estados Unidos. Hemos tratado el texto con el mismo rigor de siempre —comprobación de datos, etc.—, pero manteniendo en lo esencial el punto vista del autor, que es un soldado estadounidense de origen colombiano. Su opinión no representa la del Ejército de Estados Unidos ni la de ninguna otra institución.

La primera vez que vi a alguien cruzar el río fue una tarde calurosa de 2024. La unidad del Ejército de Tierra de Estados Unidos en la que sirvo acababa de llegar para ejecutar un relevo entre el maíz, los manglares y las lagunas del sector de Brownsville, Texas, justo frente a Matamoros, México, separados ambos por un río; Grande para los gringos, Bravo para los mexicanos.

Fue en el lugar que nosotros llamamos Washout y del otro lado conocen como “La Playita”. Los mexicanos van allí los fines de semana a bañarse o pescar. En algunos lugares es tan poco profundo que atravesarlo es como cruzar la calle un día de lluvia. Es, también,  un paso hacia Estados Unidos controlado por traficantes. 

Era mi primer día de trabajo. La sargento que me estaba haciendo la inducción me dijo, señalando al otro lado:

—¿Ves esos que se tapan la cara con la camiseta? Esos son los coyotes. Graban con el celular para probar que han hecho su parte y cobrar.

Uno de ellos, flaco y sin cubrirse, sacó un neumático de camión y empezó a preparar el viaje del día: un niño de unos siete años y quien parecía su abuela.

Del lado estadounidense estábamos cuatro soldados y varios agentes de la patrulla fronteriza. Me sorprendió la normalidad del saludo. Uno de ellos, con un español medio gringo, preguntó:

—¿Cuántos más? ¿Y a qué horas?

—Tres más a las ocho —respondió el coyote, como quien agenda una cita más.

La situación era absurda. El agente notó mi desconcierto y, casi con resignación, me dijo:

—Sí, igual los tengo que detener. Ellos se quieren entregar. ¿Qué es peor? Si ya me están diciendo a qué hora regresan con más gente, mejor; me facilitan el trabajo.

Yo seguía sin entender cómo se había normalizado esa situación.
—Mire, las decisiones políticas están muy por encima de mi rango de pago. Yo solo soy un patrullero. Si hay un puerto aquí y otro allá, y alguien cruza por el medio, ilegalmente, mi trabajo es detenerlos. Eso es todo. 

El coyote cruzó al niño y a la abuela con dos bolsas negras de basura que les servían de maleta. Cuando llegaron, se cambiaron la ropa mojada ahí mismo, sin pena. La sargento y yo éramos los únicos que hablábamos español fluido. Cuando el niño y la señora se dieron cuenta, fue como si les hubieran devuelto el aire. Con acento venezolano, nos empezaron a contar su historia. Una historia dura que he escuchado ya tantas veces que siempre es la misma: pobreza, violencia, miedo, esperanza… el norte como única salida. La historia de media Latinoamérica en el siglo XXI.

Mientras los escuchaba, con el fusil colgado, chaleco y casco a prueba de balas y una pistola 9mm, armado como si patrullara Bagdad en lugar de un río a pocos kilómetros de mi casa, sentí que la escena —el cruce, el saludo informal entre el coyote y el agente, el proceso casi automático de recepción— no era una excepción. En esa época, era la norma. Los civiles no son una amenaza y el cártel no busca invadir Estados Unidos, sino ganar dinero pasando personas. Eran los últimos meses del Gobierno de Joseph Biden y la frontera funcionaba bajo una lógica no escrita pero clara: apenas tocaban suelo estadounidense, lo importante era entregarse. No importaba si cruzaban por un puerto legal o entre los matorrales. Apenas pisaban tierra estadounidense, se activaba el sistema. Ese acto —el de “rendirse”— ponía en marcha toda una cadena de procedimientos. Los migrantes entregaban su identificación, sus pertenencias, y eran llevados a estaciones de procesamiento. Ahí les tomaban huellas, fotos y si declaraban que su vida corría peligro en su país, se abría una solicitud de asilo. En pocos días, eran enviados a un refugio y luego liberados con un papel que decía que tenían un proceso migratorio pendiente.

Ese papel, aunque temporal, era prácticamente un salvoconducto. Con él, muchos podían pedir un número de seguro social. Un permiso de trabajo. Una licencia de conducir. Las tres claves básicas para moverse, integrarse y empezar de cero. En teoría, el sistema era humanitario. En la práctica, era muy fácil de usar —o de manipular. Había historias reales, sí. Pero también muchas armadas, ensayadas, repetidas. Sabían qué decir. Y Estados Unidos había tomado la decisión política de cubrir el costo de los refugios, el transporte, los sueldos de los agentes, los programas sociales. Todo. 

La llegada de Trump

Ilustración de Cinta Fosch

Con la llegada de Trump, el sistema cambió de un día para otro. El flujo se detuvo casi por completo. Rendirse ya no era suficiente. Solicitar asilo tampoco. Las órdenes eran otras: no escuchar. Detener con la intención de expulsar. La actitud también. El nuevo discurso es que durante la era Biden se fue demasiado blando. Que se abrió la puerta a todo el que dijera “tengo miedo”. Que eso colapsó el sistema y alentó la llegada de millones. Con Trump volvió la línea dura. Ya no se creen sus historias. Ya no hay garantía de ser liberado. Ni de quedarse. Y eso se siente. En el terreno, en el ambiente, en la cara de los que cruzan, con miedo, muchos menos. 

En ciudades como McAllen, Brownsville o Laredo, donde antes se veían migrantes por todas partes —en supermercados, estaciones de autobuses, restaurantes— ahora se siente el silencio. Los que cruzaron antes de que cambiara el Gobierno han adoptado un perfil bajo. No quieren salir, no quieren llamar la atención. Temen una redada, una revisión, una deportación. Se esconden. Y esa tensión se respira. No es solo un cambio político. Es un ánimo congelado. La frontera sigue estando ahí, sí. Pero el río ya no se cruza igual. La puerta —por ahora— se cerró.

Yo nací en Colombia. Vine a Estados Unidos como tantos otros: buscando algo más. Navegué el sistema migratorio paso a paso, con papeles, con paciencia, y también con miedo. Me hice ciudadano a través del Ejército, y hoy sirvo en uniforme como soldado del U.S. Army, asignado a una frontera que antes solo conocía por noticias o películas. 

Ya llevo casi quince años viviendo en este país. Y aunque visito Colombia de vez en cuando, lo cierto es que hoy ya soy más turista que local. Pero no por eso he perdido la empatía. Al contrario: entiendo perfectamente por qué alguien tomaría el riesgo de cruzar ese río. Yo tuve la suerte de llegar por medios legales, pero el deseo es el mismo: buscar una mejor vida, dejar de sobrevivir. Eso no cambia.

Todavía tengo amigos y familia allá. Algunos me hacen bromas. Me dicen cosas como: “Pasaste de ser inmigrante a ser la migra ahora, ¿no?” o: “Mi tío va a cruzar… y me debe plata… haceme el favor y arrestalo”. Me río, pero por dentro sé que no están tan lejos de la realidad. Porque esa línea entre el que cruza y el que patrulla a veces es más delgada de lo que parece. Un poco más acostumbrado a mi posición de trabajo, navegando con más soltura entre las carreteras destapadas, los manglares y las plantaciones de maíz que rodean la parte del muro que me toca vigilar, siempre tenía que estar pendiente del mismo sector: el Washout, que cada día ofrece un escenario distinto. 

Una mañana, mientras hacía una inspección de rutina, vi de nuevo a los coyotes del otro lado del río. Esta vez no venían a negociar ni a cruzar a nadie. Me estaban gritando, agitados:

—¡Hay un niño! ¡Hay un niño! ¡Está perdido!

Señalaban hacia una parte más densa de la manigua, donde los arbustos crecen espesos y la visibilidad se pierde a los pocos metros. Yo no entendía bien si me estaban diciendo la verdad, si era una trampa, o si simplemente no querían cargar con la responsabilidad de lo que pudiera suceder. Pero los gritos eran insistentes, y la dirección que señalaban tenía sentido. Así que activamos el protocolo de búsqueda. Asumí que el niño hablaba español, así que empecé a gritar hacia la parte baja del terreno. Yo estaba en algo parecido a una colina, y él debía estar en la zona densa, más abajo. Alcancé a escuchar una voz. Era aguda, delgadita. Me respondió desde abajo, sin miedo.

Le grité a mi compañero —que no hablaba español— que se quedara quieto y estuviera atento, que yo iba a bajar solo hacia el terreno más boscoso. No pasaron más de tres minutos y encontré al niño, que tenía ocho años. Tenía puesta ropa buena, como de salir a visitar a la abuela, pero ya estaba sucia, de muchos días. Tenía ojeras. Estaba despeinado. Y, sin embargo, no se le notaba el susto típico de un niño perdido, sino tranquilidad mezclada con resignación. Como si conociera las reglas del juego. Me sorprendió que no llorara, que no temblara, que no hiciera preguntas. 

—¿Dónde están tus papás?

Y me respondió, sin dudar:

—En Honduras.

Inmediatamente seguí los protocolos humanitarios. Mientras lo ayudaba a subir por la escarpada pequeña que nos separaba de la patrulla, mi compañero —que ya había avisado por radio a la Patrulla Fronteriza— me hizo una seña. ¿Agua? El niño me dijo que sí, que tenía mucha sed. Me explicó que los coyotes lo habían retenido durante cuatro días, que su papá no había pagado completo para que lo soltaran. Y aunque se supone que yo no debo hacer muchas preguntas —son nuestras reglas—, no me aguanté. Le pregunté quién lo esperaba en Estados Unidos. Él solo se encogió de hombros.

—De pronto un tío —dijo. Como si eso bastara.

Ilustración de Cinta Fosch

Yo tengo un hijo pequeño. Desde que nació, para mí es inevitable ponerme en los zapatos de los demás padres. Poner a todos los niños en el lugar del mío. Es un reflejo automático que se activa sin pedir permiso. Y esa mañana, mientras ayudaba a ese niño a subir la colina, me hice una pregunta que me sigue persiguiendo: ¿sería capaz de entregarle mi hijo a unos coyotes para que lo crucen, para que lo atrapen las autoridades de un país donde ni siquiera hablan nuestro idioma? La respuesta es: probablemente no, pero prefiero no tener que enfrentarla nunca. 

Detrás de ese niño hay necesidad. Pero también hay una organización de tráfico de personas. Los cárteles del tráfico de drogas y personas han obtenido grandes beneficios económicos en la frontera sur de Estados Unidos. Su control de rutas, puntos de paso, vidas y sueños ha sido muy amplio. Casi total. Operaron la frontera como si fuera una franquicia de lujo, cobrando entre 4.000 y 6.000 dólares por paso y persona, en función de edad, nacionalidad, tamaño del grupo y organización responsable del tránsito. Algunos incluían entrenamiento personalizado: cómo entregarse, qué decir, cuándo llorar, a quién llamar “señor agente”. Y lo más absurdo de todo es que nosotros —los soldados— terminábamos siendo parte del “servicio al cliente”. Al menos así es como yo lo he sentido. Ellos los pasaban, y nosotros, en perfecta coordinación involuntaria, completábamos el proceso: agua, primeros auxilios, y entrega a patrulla fronteriza a minutos de distancia. Era como si trabajáramos para ellos. Sin contrato, con uniforme.

Recuerdo las caras de algunos al vernos: felices, aliviados, como quien encuentra la puerta VIP al sueño americano. Y uno ahí parado, en el matorral, con el equipamiento militar, preguntándose en qué momento el sistema se invirtió, y nosotros empezamos a ser los recepcionistas de una maquinaria controlada por los cárteles. Por eso siento que desde que Trump llegó a la presidencia, la historia cambió por completo. Se cerró la puerta. Punto. Ya no se recibe a nadie. Las órdenes que tenemos son claras y las comparto.

Pero la frontera sigue sin estar totalmente cerrada, la situación dista mucho de ser perfecta. Lo único que realmente sigue cruzando es la droga. Los que se atreven a intentarlo ya no vienen buscando asilo ni pidiendo compasión: vienen cargados. Especialmente con cocaína infusionada con fentanilo, el cóctel perfecto para rendirla y generar ganancias rápidas. Cruzan con mochilas repletas de bloques comprimidos de polvo. Los escogen bien: adolescentes de 14 a 17 años, delgados, fuertes, con el cuerpo entrenado por la calle y la mente programada para no temerle a nada. Llegan desarmados, empericados, con el coraje que les aporta la droga.

A veces nadan. Otras veces cruzan en lanchas inflables como de juguete, como si el río fuera parte de un parque temático criminal. Llevan su propia escalera para brincar el muro, como si fueran técnicos del cable. Suben de tres en tres, o en pequeños grupos, como si el mismísimo diablo los persiguiera. Y nosotros, desde nuestras cámaras infrarrojas, los vemos aparecer como fantasmas en la pantalla, figuras rojas con mochilas negras en medio de la noche. Todo ese riesgo tiene sentido cuando lo pones en cifras: un solo kilo de esa mezcla mortal puede valer entre 80.000 y 100.000 dólares en la calle. Por eso suben, por eso corren, por eso no les importa nada. Porque, al otro lado, hay alguien esperando para vender eso en polvo a precio de oro… y en dosis de muerte. Y claro, como son menores de edad, mexicanos, sin fierros encima ni ganas de meterse en pelea, pues el sistema los trata suave. A nosotros nos toca hacer lo de siempre: quitarles la merca, tenerlos 24 horitas y tratar de que suelten algo de información. Pero qué va… ya vienen entrenados para hacerse los bobos. No dicen nada. Ni un nombre, ni un dato, ni una dirección. Nada que sirva para agarrar a los de arriba.

Después, en aplicación de la ley, el consulado mexicano les hace el paseo hasta el puente internacional. Son menores. Lo único que necesitan es que llegue un adulto a reclamarlos, como si estuvieran sacando a un niño de una pijamada. Y listo, caso cerrado. ¿Lo peor? Que a los tres días los volvés a ver. Mismo “escuincle”, dirían los mexicanos, misma cara, misma mochila llena de perico con fentanilo, listo para volver a probar. No es raro agarrarlos una, dos, tres veces. Ya ni se esconden. Y lo peor de todo es que no les da miedo. Les da risa. Como si estuviéramos jugando al gato y al ratón.

Vivimos en un mundo dividido, polarizado. Hay quienes defienden al presidente Donald Trump y quienes están contra él. O estás con todo o estás contra todo. Cualquier matiz ha desaparecido. Pretenden convencernos de que no podemos pensar de manera independiente. El debate político es brutal, la crisis humanitaria continúa —de otros modos— y el narcotráfico sigue campando a sus anchas a través de la frontera. Trump asegura que estas crisis no son nuestras. Que no deben afectarnos. No quiere que se vean, que salgan en cámara. Pero quienes trabajamos en el terreno las vemos. Nos impactan, nos afectan. Los vemos llegar, los cargamos en brazos, escuchamos sus historias, nos sentimos impotentes cuando no podemos hacer nuestro trabajo correctamente y no podemos evitar la acción criminal. 

Pero sobre todo, cada día, me preguntan: “¿Cómo podés trabajar para un tipo como ese, bajo su mando?” Y aquí es donde respiro hondo y pienso. Y contesto: “No trabajo para él. Como tampoco trabajaba para Biden. Se cometen errores ahora y se cometieron errores antes. Juré la Constitución y acepté un empleo que funciona según una cadena de mando. No estoy de acuerdo con todo, pero llevo un uniforme. Y eso, hermano, no todos lo entienden”. 

A veces uno olvida que detrás del uniforme todavía somos personas, no robots programados para seguir órdenes sin sentir nada. Por eso, aunque cumplo mi misión en la frontera, mi cabeza y mi corazón también están lejos de este río. Pienso en Los Ángeles, donde tengo a alguien que quiero como de la familia, y donde todo este conflicto también pesa y duele.

Tengo una amiga colombiana, madre de dos niñas, que vive en Los Ángeles. Obtuvo su permiso de trabajo y su licencia de conducir gracias a las políticas más flexibles de la Administración anterior y del gobernador de California. Es alguien que quiero mucho, una de esas personas que uno lleva en el corazón, con quien hablo casi todos los días. Me parte el alma verla ahora muerta de miedo, atrapada en un limbo: no es totalmente ilegal, pero sí es blanco fácil para las redadas que están ocurriendo en su barrio. Para colmo, da igual qué canal veas o de dónde venga la información: hoy en día los medios y las redes funcionan como una lupa que concentra la luz del miedo hasta quemarte la cabeza. Ella pasa horas revisando Facebook e Instagram para enterarse de dónde están los agentes federales y quién avisa qué barrio están barriendo, tragándose rumores que la dejan sin dormir. Yo escucho, trato de calmarla, pero por dentro cargo la contradicción: sirvo a la Constitución, patrullo la frontera… y sé que, si un día le toca a ella, no puedo protegerla. Esa es la frontera que de verdad más me cuesta vigilar, la interior, la que tiene que ver con mi conciencia. 

Hoy más que nunca, siento que este país está dividido, independientemente de si la Administración actual tiene o no la razón. Vivimos un momento histórico de polarización brutal: aquí no hay matices, todo se compra en combo. Si apoyas a tu político favorito, también tienes que defender lo que no te gusta, porque viene en todo incluido en el paquete. En mi unidad nos recomiendan no entrar a restaurantes mostrando nada que diga que somos Army, para que nadie nos identifique. Temen que algún empleado —quizá sin papeles— se sienta con derecho a vengarse usando un plato de comida. Es triste ver lo que pasa en Los Ángeles: me duele por mi amiga y por tantos como ella, pero también me duele por los oficiales que solo cumplen órdenes. Yo más que nadie lo he sentido en carne propia: sé que entre agentes y soldados, hay quien tiene un hermano, un tío o un amigo en situación migratoria incierta. Es jodido estar en medio. Pero como reza el Warrior Ethos: I will always place the mission first. [La misión siempre es lo primero]. Órdenes son órdenes.

El mundo también se escucha. Hoy traemos recomendaciones sonoras que abarcan todo tipo de historias, y en varios idiomas. Nuestra lista de podcast para el verano incluye desde cotilleos históricos a viajes introspectivos, entrevistas en profundidad y narraciones que hacen pensar. También, como siempre, una mirada crítica al mundo. Por eso hemos incluido algunas recomendaciones sonoras originales de 5W: para que, estés en la oficina, la playa o la montaña, sigas atento a las historias que mueven el planeta.

La Casa Grande

​En sus ocho episodios este podcast nos lleva al corazón de la Casa Grande, un centro pionero dedicado a la recuperación de mujeres maltratadas y sus hijos. Los relatos de varias mujeres en distintos momentos de su proceso de recuperación nos permiten entender los mecanismos profundos y destructivos del maltrato, cómo impacta en la infancia y cómo es posible encontrar la fuerza para salir de una relación de abuso. Creado y dirigido por la periodista Isabel Coello, este podcast ha recibido premios como el Ortega y Gasset de periodismo o el Ondas Globales del Podcast ex aequo al mejor guion. Por cierto: la Casa Grande, ubicada en Madrid, tuvo que cerrar sus puertas este año, después de más de tres décadas de apoyo a casi 900 mujeres maltratadas y sus hijos, 1.000 menores, debido a la falta de financiación.

El mar, el mur

A través de ocho capítulos y un epílogo, este viaje sonoro de larga distancia reconstruye tres naufragios y denuncia las muertes invisibilizadas de personas migrantes en las rutas por mar hacia la Unión Europea. Codirigido por Mercè Folch, periodista de 3Cat, y Anna Surinyach, nuestra editora gráfica, el podcast fue realizado por el programa Solidaris de Catalunya Ràdio y ganó ex aequo el Premio Ondas en la categoría de mejor programación especial. Un dibujo sonoro del mapa de la injusticia en nuestras fronteras.

Hechos reales

En este podcast dirigido por Álvaro de Cózar, ganador de tres premios Ondas, cada historia podría ser una película. Sus episodios narran hechos que parecen sacados de la ficción pero que ocurrieron de verdad a sus protagonistas. En 5W ha gustado especialmente el episodio 7, Nuestra guerra, que cuenta la historia de varios hombres que quieren ir al conflicto de Ucrania y deciden hacer un curso de cinco días para prepararse para la batalla. Un lugar sonoro para historias increíbles con protagonistas fascinantes.

Las hijas de Felipe

“Recuerda que, todo lo que te pasa a ti, ya le pasó a una monja en los siglos XVI y XVII”. Partiendo de ese planteamiento bizarro, las voces de Carmen Urbita y Ana Garriga revisan cotilleos históricos, dramas barrocos o vidas olvidadas. Ambas manejan el vocabulario con tanta precisión y soltura como locutan. Sus historias mecen, ayudan a evadirse, sorprenden y enseñan a partes iguales. Escucharlas sirve para olvidar el caos que nos rodea, para relativizar y descubrir que hay poco nuevo bajo el sol.

Lex Fridman Podcast 

Para caminantes. En este podcast en inglés, Lex Fridman, profesor e investigador del Massachusetts Institute of Technology, nos ofrece el paradigma de una entrevista en profundidad a una persona experta. Pausada, detallada, sin prisa alguna. Con temas que van desde los últimos avances en la física o el significado de la Segunda Guerra Mundial pasando por el capitalismo tecnológico y la geoestrategia de Estados Unidos. Ha entrevistado a Donald Trump, Elon Musk y gran parte de los teóricos del neofascismo estadounidense actual. La mejor fuente para comprender cuales son los fundamentos de esa visión tan incómoda, quizás peligrosa, del mundo. 

Podcasts 5W:

La vieja y la nueva Siria

El 8 de diciembre de 2024 cayó la dinastía de los Asad. A su llegada triunfal por las calles de Damasco, una de las primeras decisiones que tomaron los rebeldes fue abrir las puertas de las infames cárceles del régimen. Hosni Diab, uno de los protagonistas de este podcast, terminó en la que probablemente haya sido la más dura del régimen: Sednaya. Una cárcel que Amnistía Internacional definió en 2017 como un matadero humano. Su testimonio ayuda a entender el pasado más reciente de un país destruido. Sin tiempo para lamerse las heridas, Siria afronta una nueva etapa cargada de incertidumbre. ¿Serán capaces los rebeldes de establecerse en el poder? ¿Qué tipo de país dibujarán? ¿Se lograrán apaciguar las luchas sectarias?

La geopolítica de las tierras raras

Durante la campaña electoral en la que salió reelegido por segunda vez, Donald Trump prometió acabar con la guerra en Ucrania en solo veinticuatro horas. No solo no lo consiguió sino que puso al país y a su presidente, Volodímir Zelenski, en el punto de mira. Acusó a éste de ser un dictador y alzó sus quejas por considerar injusto el trato recibido por el apoyo militar prestado. Fue entonces cuando quedaron al descubierto sus verdaderas intenciones: hacerse con parte de las reservas minerales ucranianas, ricas en tierras raras, un recurso indispensable en la fabricación de cualquier componente tecnológico hoy en día. Pero no solo Trump está detrás de ellas: también Rusia, China o la Unión Europea están inmensas en la carrera por su control. De Ucrania a Congo, de China a Madagascar. Los minerales configuran el nuevo tablero geopolítico. 

Ante el fuego 

Las llamas se han convertido en la principal causa de deforestación en el mundo, por delante de la agricultura, y avanza a un ritmo de 18 campos de fútbol por minuto, según un estudio de la organización Global Forest Watch. El último año ha estado marcado por los incendios en todo el mundo: Chile, Bolivia, Portugal o California registraron algunos de los fuegos más destructivos de su historia. El camino está lleno de fuegos más pequeños que siguen carcomiendo kilómetros y kilómetros de puro bosque y zonas interurbanas. La localidad catalana de Paüls (Tarragona) es uno de los ejemplos recientes. En solo dos días, el fuego quemó más de 3.100 hectáreas y obligó a confinar a más de 18.000 personas. ¿Por qué sucede esto? ¿Se puede revertir la situación? Y si es así, ¿qué estamos haciendo para enmendarlo?

En menos de tres meses, Atham ha pasado de tener 1.000 a 24.000 habitantes. Este pueblo sursudanés a solo cinco kilómetros de la frontera con Sudán, plagado de casas de paja y adobe, se ha convertido en refugio de dos colectivos que cuentan la historia reciente de la región. Unos son los sudaneses que, desde abril de 2023, sufren una guerra civil que les ha empujado a huir hacia el sur. El otro grupo son los sursudaneses que sufrieron su propia guerra civil años atrás, en Sudán del Sur, y ahora vuelven a casa. 

Sudán del Sur, el país más joven del mundo, ha pasado de ser país en guerra —aunque siga habiendo combates esporádicos— a país de acogida. Pero la vida no es fácil para los recién llegados. 

Como Stevo Martin, un joven de 22 años que se siente deprimido en Atham, donde no hay letrinas, ni agua potable, ni fruta, ni un lugar donde aprender idiomas, ir a llorar o hacer el amor. Stevo está cansado de este lugar donde el tiempo se precipita por el abismo. Está cansado de ir y volver, de buscar una vida mejor. Teme que los fantasmas de la guerra recorran de nuevo su país, que se independizó en 2011 de su vecino del norte, Sudán. Aunque por el momento se mantenga en una relativa calma. 

“Incluso mi padre hizo la guerra para que Sudán del Sur lograra la independencia”, dice Stevo. “La vida en Sudán y en Sudán del Sur parece un juego. Es solo un juego. Un día la gente está jugando a fútbol y de repente sube la tensión… Un día deciden vivir en paz y otro luchan entre ellos. ¿Cuál es el beneficio de todo esto?”

Una vida de ida y vuelta

Stevo nació en 2003, cuando Sudán era el país más grande de África. Por lo tanto, nació sudanés. En 2011 se convirtió en sursudanés cuando su país se independizó. En 2013 huyó de la guerra y se convirtió en refugiado sursudanés en Sudán. Luego volvió a Atham, en Sudán del Sur. Luego decidió irse a estudiar a Jartum, algo habitual entre la población del norte de Sudán del Sur: podríamos decir que se convirtió en un migrante en el país vecino. En 2023 volvió de nuevo a Atham, pero más allá de la ausencia de conflicto se halló con la nada. Porque en Atham no hay números, ni listados, ni estadísticas, ni cuestionarios, ni repartos por nacionalidad, ni información, ni cámaras, ni papeles para firmar. 

Pero sí hay un punto de ayuda humanitaria. El glucómetro, el termómetro y el esfigmomanómetro —un aparato para medir la presión— han dejado de funcionar en Atham: hace demasiado calor para estos instrumentos médicos básicos de la clínica móvil que Médicos Sin Fronteras ha instalado aquí. 

Medio centenar de mujeres esperan su turno, sentadas en el suelo de la carpa de primeras consultas. Este es el único punto de atención sanitaria en un radio de cientos de kilómetros, y está abierto solo por las mañanas, antes de que los cooperantes vuelvan a Renk, la ciudad donde MSF tiene su base de operaciones.

Un grupo de mujeres junto a sus hijos en el hospital de campaña de MSF en Atham, un pueblo sursudanés a tan solo 5 kilómetros de Sudán. Diego Menjíbar

Allí está Stevo —que precisamente nació en Renk—, sentado en un banco de madera junto a su inseparable amigo Steve. Ante ellos, una septuagenaria delgada y temperamental da gritos mientras se coloca bien una falda confeccionada con un trozo de tela colorida. “No me han dado nada de nada”, maldice. Un señor le explica que esto es un centro médico, que las medicinas no son comida, que este servicio es solo para quien está enfermo y lo necesita. La mujer se va refunfuñando. Es refugiada sudanesa y ha venido con otras mujeres. Una de ellas lleva un pañuelo naranja con tulipanes estampados de color violeta: es la madre de Ahmed, un chaval que ronda los diez años a quien, al contrario que a los otros niños, no le gusta ni el fútbol ni el baloncesto.

“A mí me gusta la leche de Bieich”, dice Ahmed.

Bieich es el nombre de la vaca de su rebaño que da la leche más deliciosa. Ahmed era pastor en su país, Sudán. Ahora se ha refugiado en Sudán del Sur. 

“Es un niño, tú lo ves así de pequeño, ¡pero es rico, eh!”, interviene Stevo. “Tiene unas 400 vacas y además es un experto, porque te puede explicar cómo ayudar a parir a una vaca”.

Al pequeño le brillan los ojos como si fueran de cristal. Pese a su corta edad, derrocha experiencia y sabiduría. Ahmed vive junto a su madre y su abuela refunfuñona bajo unos árboles cerca de Atham. El rebaño de vacas es su sustento. 

La guerra de Sudán

“La diferencia entre Sudán y Gaza es que a la comunidad internacional Sudán le es indiferente”, dijo en una entrevista el exjefe de ayuda humanitaria de la ONU Martin Griffiths.

En diciembre de 2024, las Fuerzas Armadas Sudanesas, lideradas por el general Abdelfatah al Burhan, lanzaron una ofensiva en el sur de Sudán, en las regiones del Nilo Azul y Sennar, para expulsar a milicianos de las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), liderados por el general Hemedti. Son las dos facciones que luchan en Sudán desde abril de 2023 y que han hecho que esta sea una de las peores crisis humanitarias del mundo. El movimiento militar en Nilo Azul y Sennar provocó un desplazamiento masivo de personas en la zona. Según datos de Médicos Sin Fronteras, solo en una semana de diciembre 80.000 personas cruzaron la frontera desde Sudán hacia la región sursudanesa del Alto Nilo.

Este movimiento de población desbordó los centros de acogida gestionados por la ONU en la ciudad de Renk: estaban preparados para unas 7.000 personas, pero tuvieron que acoger a más de 16.000. Los pueblos fronterizos con Sudán están haciendo un esfuerzo adicional: los propios vecinos, con escasos recursos, están abriendo sus puertas a los recién llegados. 

Las organizaciones humanitarias se esfuerzan en publicar informes, datos, infografías, fotos, vídeos de Instagram, stories, newsletters y vídeos cortos para que la crisis humanitaria que sufre Sudán no caiga en el olvido. Pero no lo consiguen.

Un camión de la OIM llega al Centro de Tránsito de Renk desde Joda, la frontera con Sudán, con varias docenas de personas y sus pertenencias. Diego Menjíbar
Una familia sudanesa momentos después de cruzar la frontera en Jerbana, a apenas 20 kilómetros de Sudán. Las familias cargan todas sus pertenencias en carros y huyen de la guerra que azota Sudán. Diego Menjíbar

Según Oxfam, es la primera vez en la historia que en un solo país al menos 30 millones de personas necesitan ayuda humanitaria. Es una de las crisis humanitarias recientes con menos atención y recursos: Naciones Unidas solo ha recibido un 10% de la financiación necesaria. La desnutrición ha alcanzado niveles históricos, la hambruna ha golpeado varias partes del país y millones de personas corren el riesgo de morir a causa de la desnutrición. 

Una crisis que nació después de un momento de esperanza: las protestas que acabaron con el régimen del longevo dictador Omar al Bashir. 

Ahmed, el niño de ojos cristalinos, es una de los 12,4 millones de personas que han huido de sus casas en Sudán. Stevo mira a Ahmed como si fuera su reflejo. Como si el mundo fuera un juego de espejos. Como si las vidas se repitieran. Como si hubiera enclaves del mundo donde las vidas se duplicaran. Stevo también tenía diez años cuando se refugió junto con su madre y sus dos hermanos en Sudán, en el campo de Kashafa, en la ciudad de Jabalan, a unos pocos kilómetros de Sudán del Sur.

Pero la última vez que le tocó a Stevo moverse fue una de las más duras. Estudiaba en Jartum con su amigo Steve. Huyeron de allí cuando los milicianos de las FAR tomaron la capital del país. Cuando recuerdan su travesía hasta Atham, ríen. 

“Casi nos quedamos sin pantalones, tuvimos que ir vendiendo nuestras cosas por el camino para superar los puestos de control”, dicen, como si explicaran una aventura. 

“Yo creía en el futuro, en elegir un buen camino para aprender, juntarme con buena gente, y pensaba que mi país podría aprovecharse de mi conocimiento algún día… Por eso me había ido a estudiar a Jartum”, se justifica Stevo.

Atham queda lejos de todo menos de la frontera con Sudán. Es un rincón del mundo donde no hay electricidad, el agua proviene de un lago artificial que a la vez depende de las lluvias e internet ha llegado de la mano de Starlink, empresa del millonario estadounidense Elon Musk. El paisaje es plano, pero hay una colina donde los hombres, vestidos con túnicas blancas, levantan el brazo hacia el cielo intentando conectarse a la red sudanesa.

En el mercado de Atham se pueden buscar recursos para cargar el móvil en una tienda hecha de paja y que dispone de una placa solar. El comerciante tiene un enchufe largo con al menos doce tomas, cada una con un cargador distinto, e hilos de todos los colores que caen hacia todos lados. En Atham no hay que preocuparse por el formato de la clavija del cargador del móvil. Pero conseguir carne fresca sí es un problema, porque prácticamente no existe. Tan solo a unos pasos de la tienda de móviles cuelga un hilo de pescado seco que vende otro hombre: la escasa proteína que se consume en este enclave olvidado.

La guerra no resuelta de Sudán del Sur

“No habrá paz en Sudán si no hay paz en Sudán del Sur, y no habrá paz en Sudán del Sur mientras no haya paz en Sudán”, dice el académico sursudanés Edmund Yakani, líder de la organización Community Empowerment for Progress Organization (CEPO) en Juba, la capital de Sudán del Sur. 

Una rueda gira en toda la región. Hay un movimiento de población lleno de contradicciones, pero también de solidaridad. Los que un día fueron refugiados ahora acogen a sus vecinos, y quienes fueron población de acogida ahora son refugiados. 

Lo confirma un trabajador humanitario sursudanés en el puesto fronterizo de Joda, situado a unas tres horas de Atham en coche, que prefiere no dar su nombre. “Antes Sudán se quedaba parte de nuestro pan”, dice con desdén. Se refiere a las disputas entre ambos países, y a la histórica situación de inferioridad económica y social de su país. Protegido por la gorra con las iniciales de su oenegé, el trabajador humanitario dice que ahora la historia ha cambiado: son los sudaneses los que “piden ayuda” a sus vecinos del sur. En total, más de un millón de sudaneses han cruzado a Sudán del Sur. 

Sudán del Sur puede haberse convertido en país de acogida, pero no es un remanso de paz. La incertidumbre política se adueñó del país más joven del mundo después de que el presidente, Salva Kiir, acusara al vicepresidente, Riek Machar, de un intento de desestabilización y ordenara su arresto domiciliario en marzo de 2025. 

Ellos fueron, precisamente, los protagonistas de la guerra civil que arrancó a finales de 2013, cuando el mismo Machar se alzó contra Kiir. La guerra terminó, al menos sobre el papel, en 2018, con la firma de un acuerdo en el marco del cual se hizo famoso el beso en los pies que el papa Francisco dio a ambos líderes para implorarles la paz. Kiir —de la etnia dinka— y Machar —nuer— acordaron gobernar juntos hasta unas elecciones que Kiir ha pospuesto ya tres veces, en una pugna política y económica que trasciende los odios entre sus respectivas comunidades. Sudán del Sur es un país que depende casi al completo del petróleo de su subsuelo y es uno de los mayores exportadores de crudo de África.

A causa de esa guerra que se cerró, aunque siga reverberando, en 2018, 2,32 millones de personas huyeron de Sudán del Sur y 2,22 millones se vieron desplazadas dentro del país. Miles de sursudandeses están volviendo ahora a casa, porque se toparon con la guerra en el país vecino. Y miles de sudaneses están huyendo hacia el sur, hacia el país con el que tenían tanta rivalidad en el pasado. Según la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), el 70% de las personas que están cruzando actualmente a Sudán del Sur son del primer grupo, mientras que el 30% pertenecen al segundo. Un palimpsesto repleto de paradojas.

En la frontera de Joda está una de esas personas que han vuelto a su país. La joven sursudanesa Marjwok Oriak Pupit lleva unas botas negras de piel, unas medias granates, un vestido beis hasta las rodillas y un bolso pequeño color caqui. Luce una peluca larga que le llega hasta los riñones. En medio del caos fronterizo —maletas, catres y bultos de ropa— ella se mantiene serena, esperando, y sujeta el bolso con decisión. 

“Mi padre está muerto. Lo mataron en Jartum. Yo quiero seguir mis estudios”, dice.

Marjwok Oriak Pupit, una joven sursudanesa que ha regresado a su país después de que la guerra irrumpiera en la capital de Sudán, Jartum. En la foto, Pupit espera a ser trasladada al Centro de Tránsito de Renk. Diego Menjíbar

Un hombre alto se acerca y la interrumpe. Solo con su presencia dispersa el grupo de mujeres alrededor de Pupit. La joven clava su mirada en mis ojos para cerrar la conversación. El hombre se va y Pupit insiste: “Voy a ir a la escuela. Hasta la próxima”. Pupit sigue abrazando su bolso y se coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. Le espera un camión de la OIM que la va a llevar hasta la ciudad de Renk, a unos 60 kilómetros, para seguir su ruta hacia un lugar donde pueda ir a la escuela.

La diferencia entre “retornados” y “refugiados” se hace en la frontera, ese umbral que fija dónde empieza y dónde acaba un país, una guerra e incluso un idioma. La frontera de Joda es una carretera a medio asfaltar dividida por unos neumáticos viejos, unos troncos y una bandera sursudanesa a media asta custodiada por un perro callejero. Antes esta carretera conectaba un mismo país; ahora separa dos países y categoriza a las personas.   

Al activar desde aquí Google Maps, a veces el punto azul de geolocalización se queda en Sudán del Sur, otras se pierde y se va a Sudán. Antes de la separación, esta localidad se llamaba Joda. El país recién nacido la rebautizó como Wanthou, pero la población nunca se acostumbró, así que la sigue llamando Joda. Pero no a secas: en realidad la llama Joda Sur, porque Joda Norte es lo que ha quedado al otro lado, en la parte sudanesa. 

Desde Joda Sur o Wunthou se ven tres banderas sudanesas y un minarete blanco: la puerta a Sudán. 

La frontera que Stevo atravesó una y otra vez.

El punto de entrada para los refugiados de Sudán hacia Sudán del Sur; al fondo, la frontera. En diciembre, más de 5.000 personas cruzaban por este punto cada día. Diego Menjíbar

Stevo se va a Egipto

Steve es nuer, como el actual vicepresidente Riek Machar. Stevo es shilluk, una comunidad que habita las orillas del Nilo Blanco y que es la tercera más importante del país. Estas dos etnias se unieron durante la segunda guerra civil de Sudán (1983-2005) para ganar la independencia del Sur bajo el paraguas del Movimiento de Liberación del Pueblo de Sudán (SPLM, en sus siglas en inglés).

Pero la unión duró poco.

En 2013, un grupo liderado por el actual vicepresidente, Machar, se escindió del SPLM y creó el Movimiento de Liberación del Pueblo de Sudán en la Oposición (SPLM-IO en sus siglas en inglés). Machar también organizó y armó a las milicias conocidas con el nombre de Ejército Blanco. Miles de combatientes que habían luchado por la independencia de su país empezaron a luchar entre ellos.

La mayoría de los shilluk a lo largo de la historia se han alineado a un bando u otro (dinka o nuer), siempre en contra de quien intente controlar lo que ellos conocen como el Reino Shilluk, del cual consideran su capital Kodok, antes conocida como El Fashoda. Este enclave no solo ha sido epicentro de disputa en la actualidad, sino que marcó uno de los acontecimientos históricos de la época colonial. Fue aquí donde británicos y franceses se disputaron la continuidad de sus imperios entre 1897 y 1898, lo que terminó con la victoria del Reino Unido, empeñado en unir por vía terrestre la ciudad de El Cairo con el extremo meridional del continente. 

Stevo tiene claro que este es uno de los problemas de Sudán del Sur. 

“Hay demasiados problemas de tribalismo aquí. Incluso cuando vas a buscar trabajo te preguntan de qué tribu eres. Muchos jóvenes se van del país y otros se quedan y se convierten en borrachos, abandonan su futuro y sus sueños, pero el país no puede avanzar mientras seguimos luchando entre nosotros. Son muchas cosas. Ya lo sabes, viste nuestra vida”. 

Al pertenecer a la comunidad nuer, los parientes mayores de Steve formaron parte del SPLM-IO, el grupo que mató al padre de Stevo, miembro del SPLM, cuando empezó la guerra civil en Sudán del Sur. Los dos amigos lo saben. 

“¡No somos hermanos de sangre, pero como si lo fuéramos!”, dicen, y destacan que, aunque no pertenezcan a la misma comunidad, se llaman casi igual. 

Pero hay otra cosa que sí los enfrenta. 

“¡Visca el Barça!”, dice Steve. 

“¡Hala Madrid!”, le responde Stevo entre risas. 

Pero pronto Steve y Stevo se separarán. Cansado de la falta de perspectivas, Stevo tomó poco después una decisión definitiva: emprender un viaje de más de 2.500 kilómetros a pie hasta El Cairo, cruzando Sudán. Desde allí me escribe muchas de las reflexiones que aparecen en este reportaje. 

“Naciones Unidas me dio unos papeles para protegerme de los egipcios”, ironiza en uno de los mensajes que me escribe desde El Cairo. No lo hace a través de la pantalla, sino escribiéndolos con bolígrafo azul en una libreta pautada, y haciendo una foto de la página. 

“No es que no quiera vivir en mi país; de hecho, quiero a mi país, pero allí la gente está muriendo, la gente está sufriendo, no hay hospitales, no hay medicamentos, no hay escuelas, por eso me fui. Mi padre era un soldado del SPLM y lo mataron durante la guerra en 2013, al final no pudo hacer nada por nosotros, yo sí quiero hacer algo por mi familia y mantener la cabeza alta, quiero hacer algo bueno”, escribe Stevo desde El Cairo.

Allí trabaja cargando cajas por 12 euros a la semana. Pero dice que es mejor que estar en Sudán o en Sudán del Sur. 

Varias telas cuelgan en el patio del Hospital Civil de Renk, donde MSF ha instalado un area pediátrica y otra de heridos de guerra. La ropa pertenece a las personas refugiadas sudanesas que cruzaron a Sudán del Sur. Diego Menjíbar

¿Para qué limitarnos a diez libros? Ahí va una lista amplia, sin jerarquías, con el único criterio de que, te vayas o no de vacaciones este verano, puedas recorrer el mundo leyendo sus páginas. La mayoría son libros que hemos leído hace poco y que nos han gustado. También hay algunos publicados por 5W o por autores y autoras en la órbita de la revista. 

Buena lectura. 

Antes que nada, de Martín Caparrós

Las memorias de Martín Caparrós son tan inconmensurables como su propia vida. Este es uno de esos libros que se echan tanto de menos no solo para viajar en el espacio, sino en el tiempo, e intentar así darle sentido al pasado, tanto individual como colectivo. No son las memorias —o no solo— del cronista argentino Martín Caparrós, sino más bien —o sobre todo— las memorias del escritor hispanoargentino Martín Caparrós: si lo lees sabrás por qué. Aunque, ya que estamos en 5W, cuyo equipo tanto admira y copia a Caparrós, quizá lo más apropiado sea decir que estas son las memorias del Maestro Caparrós.

Flores de papel, de Ebbaba Hameida

Una novela emocionante. Flores de papel puede ser leída solo como un recorrido de la travesía personal de Ebbaba Hameida, de sus orígenes, del abandono del Sáhara. Ese es, quizá, el punto de partida. El viaje, el trayecto final, llevará a quien lea esta novela mucho más lejos: es un libro que explora entresijos morales, que se atreve con la duda, que se sacude la arena. Quiere ser literatura. En esta entrevista, Hameida nos cuenta por qué. El libro, publicado este 2025, está teniendo mucho éxito, y merece llegar aún más lejos. Hameida también publicó en 2023, aquella vez de la mano de 5W, un diálogo-libro con Nicolás Castellano: Historias contadas al oído.

La llamada, de Leila Guerriero, y ‘Calle Londres 38, de Philippe Sands. 

Dos obras complementarias. Las dictaduras militares de finales del siglo pasado en Argentina y Chile entendidas como procesos que llegaron desde algún lugar y tuvieron consecuencias alargadas. Sobre la psicología individual y colectiva y sobre la justicia internacional. La prosa de Leila Guerriero y su obsesión por el detalle, por acercarnos lo más posible a la realidad más íntima de una mujer, se complementan con el plano amplio y más contextual que nos ofrece Sands. Víctimas y victimarios. Injusticia y búsqueda de justicia. Historia en perspectiva. 

Como un latido en un micrófono, de Clara Queraltó. 

Un “amor” inesperado de verano y el regreso a la ciudad, donde esa relación, de tintes turbios, estallará en mil pedazos. La manipulación de un hombre mayor sobre una mujer más joven contada con gran credibilidad, sin aprioris y con afán comprensivo pero nunca neutral. Dos puntos de vista. Tóxicos ambos. 

Podrías hacer de esto algo bonito, de Maggie Smith. 

De lectura obligada para hombres casados. Un divorcio contado desde un solo punto de vista, el de ella, con una prosa veloz, corta, hiriente muchas veces y a ratos —pocos— divertida. Sin afán educativo ni de autoayuda alguna pero de gran utilidad para la reflexión sobre cómo nos relatamos los sucesivos capítulos de nuestra vida y cómo cambia todo aquello que alguna vez dimos por hecho.   

Mejor que muerto, de Fidel Moreno. 

Es probable que muchos hombres podamos sentirnos identificados con un personaje que se complica la vida confundido por el aburrimiento, la crisis de los 40 y la necesidad de sentir algún tipo de excitación en medio de la cotidianeidad. Una divertida trama que no tardará en convertirse en guión de cine y excusa para mostrar a alguien que la lía sin sentido por Lavapiés. 

Un ensayo: A la mierda la autoestima, dadme lucha de clases, de Jean Philippe Kindler

No llega a las cien páginas y su autor es un monologuista cómico que grita: Abajo el individualismo. Es importante reconocer que no, no lo hemos hecho todo mal, no todo es nuestra culpa ni nuestra responsabilidad exclusiva ni nos hemos hecho a nosotros mismos en soledad e independencia. Demos un golpe encima de la mesa y paremos de una vez por todas con el discurso de la meritocracia —una de las mentiras más graves y dolorosas de nuestra época— que seguimos escuchando, convertido ya en mandamiento religioso. Este libro nos ayuda a liberarnos del dañino discurso de la psicología de la superación, la autoestima y el esfuerzo recompensado. Nos permite romper ese marco culposo y aceptarnos mejor desde posiciones consideradas profesional o comercialmente fracasadas desde las que dotarse de sentido y motivos para implicarse, de nuevo, en luchas colectivas.

Aliadas, de Txell Feixas

Cuando era corresponsal de TV3 y Catalunya Ràdio en Beirut, Txell Feixas conoció la historia de un equipo de baloncesto femenino en el campo de refugiados palestinos de Shatila. Majdi, un pintor, quería contribuir a que un grupo de niñas tuviera un futuro mejor. Una década después, Feixas —que siempre vuelve— volvió para contarlo. La autora de otro libro fundamental, Mujeres valientes, está ampliando cada vez más sus horizontes y este mismo año ha estrenado el documental Dones en lluita. Feixas da sentido al periodismo internacional y es una de las voces más reconocidas del momento. 

La Amazonía, de Eliane Brum

Las guerras tienen frente de batalla. El colapso climático también: la Amazonía. Desde allí escribe la periodista brasileña Eliane Brum, que con una prosa humanista recorre las contradicciones de la mayor selva tropical del planeta. Brum fue asesora de la extraordinaria exposición Amazonias. El futuro ancestral, que el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) mantuvo durante meses en Barcelona y que ayudó a que muchas personas acostumbradas a la ciudad entraran, por fin, en la selva. 

Rincón 5W

Historias de Gaza, de Mikel Ayestaran

Uno de los libros del año. Con esta recomendación no somos imparciales, porque es el libro de uno de nuestros fundadores. Crónica de crónicas, Historias de Gaza recorre una y otra vez la Franja: desde la historia, desde el periodismo, desde la experiencia. Para Mikel Ayestaran, que ha cubierto todas las ofensivas de Israel desde 2008 en la Franja —salvo la última, porque Israel no permite la entrada de prensa extranjera—, no hay un lugar como Gaza. En este libro explica por qué. Directo a la mente y al corazón.

La hipocresía solidaria, de Agus Morales

Uno de los libros con sello 5W, porque lo firma su director, Agus Morales. ¿Por qué unas víctimas importan menos que otras? La guerra de Ucrania demostró que es posible dar refugio y asistir a millones de personas sin que los servicios públicos se derrumben y sin que se desaten las alarmas. ¿Por qué no se hizo lo mismo con otros conflictos como Afganistán, donde los países de la OTAN tuvieron tropas desplegadas? Ocho años después del lanzamiento de No somos refugiados, radiografía global en forma de crónica de las personas sin refugio, llega La hipocresía solidaria, con el mismo espíritu pero señalando al sistema de (des)protección internacional.

África redonda, de Xavier Aldekoa

El fútbol —y en general el deporte— aparece una y otra vez en la obra de Xavier Aldekoa, otro de los cofundadores de 5W que este año ha sacado libro. La escritura de Aldekoa se desliza por el río Congo, nos cuenta qué pasa en Sudáfrica o recorre miles de kilómetros en el Sahel, pero siempre hay alguna rendija por la cual se cuela el fútbol y, en general, el deporte. Son momentos de pillería, de alegría, de sabiduría popular. Pocos como Aldekoa saben unir razón y emoción. El fútbol es uno de los elementos que ayudan a que esa argamasa cuaje. África redonda reúne crónicas, reportajes y artículos que ha publicado a lo largo de su carrera con el fútbol como centro. Una delicia para todos los públicos.

No es casualidad que el estado de desorden, impunidad e inestabilidad que vivimos venga precedido de cerca de dos décadas de poder de Vladímir Putin y Benjamín “Bibi”​ Netanyahu. Ambos han tenido tiempo suficiente para avanzar en sus agendas expansionistas y sus sueños de un nuevo orden mundial. Aunque las visiones de ambos son discrepantes, coinciden en un elemento fundamental: la aniquilación de cualquier concepto de justicia o ley internacional.  

Los líderes rusos e israelí tienen más cosas en común. Un desprecio absoluto por cualquier interés más allá del personal y la ausencia de escrúpulos para mantenerse en el poder. Su gran golpe de suerte ha llegado con el regreso al poder de Donald Trump. Con un presidente en Estados Unidos que, al igual que ellos, carece de un ápice de catadura moral, pero acumula similares dosis de narcisismo patológico, las condiciones se han vuelto idóneas para los sátrapas del mundo.  

Aunque Trump tiene oficialmente un secretario de Estado en el dócil Marco Rubio, la realidad es que ese papel se lo han repartido en los últimos meses Putin y Netanyahu. Son ellos los que marcan qué se hace y qué no en Ucrania o Palestina. Ellos quienes deciden los tiempos y acciones. Y ellos quienes dirigen la política exterior estadounidense, mientras Europa contempla impotente y sin capacidad de reacción el desmantelamiento del orden internacional.

La química entre Trump y sus dos grandes socios no debería sorprender. Los tres son blancos supremacistas, ultranacionalistas y autoritarios. No creen en organismos internacionales ni instituciones que puedan limitar la arbitrariedad de su poder y persiguen a sus enemigos de forma implacable. Trump y Netanyahu tienen algunos límites, porque en sus países sobreviven a duras penas sociedades civiles que tratan de resistir. Putin, en cambio, hace tiempo que completó el desmantelamiento de cualquier contrapoder.  

Pero lo que más une a Trump, Bibi y Putin es la visión nostálgica del poder absoluto, una donde el colonialismo, la dominación y la ley del más fuerte se imponen a la diplomacia o el civismo.

Trump sueña con hacerse con Canadá, el canal de Panamá o Groenlandia. Putin quiere restituir el imperio soviético, convencido de que pasará a la historia como uno de los grandes zares rusos. Netanyahu está envuelto en una expansión mesiánica de los dominios de Israel, empleando la guerra, la expulsión y la hambruna contra los palestinos. En su objetivo de buscar un nuevo orden anárquico, los tres líderes se sienten estorbados por el Estado de Derecho, la democracia liberal o los derechos humanos; emplean la propaganda sin pudor; y cuentan con la indispensable colaboración de una parte de la ciudadanía entregada a la causa.

Trump fue reelegido para un segundo mandato, a pesar de no haber escondido sus peores intenciones. De Putin se podrá decir que ha creado un sistema amañado, pero lo cierto es que sigue siendo enormemente popular. Y Netanyahu, a pesar de la corrupción y los crímenes en Palestina, sube en las encuestas.  

En un momento de incertidumbre, cuando mucha gente siente que la democracia liberal ha fracasado en la resolución de sus problemas, la tentación de volver a la era de los reyes absolutos ha regresado. La consecuencia no es El final de la historia que vaticinó Fukuyama, sino su frustrante y desmoralizante repetición.

Todo tiene un final. No hay alto el fuego en Gaza, pero la familia Hammad, protagonista de la serie de Instagram “Menú de Gaza”, ha logrado salir de la Franja. Eso significa que la sucesión de platos que nos mostraban a través de las redes sociales, en medio de la guerra y la escasez, llega a su fin. El texto que acompaña al último plato lo dicta en persona la propia Amal, cocinera de platos imposibles de esta serie que arrancó en febrero de 2024 para denunciar el uso del hambre como arma de guerra. Una serie que nació con la idea de morir lo antes posible y que se ha alargado durante más de 500 días.

Así elige terminar Amal:

Menú de Gaza: Arroz con arroz

“El arroz representa la hambruna. Casi todos los días lo he preparado, y ahora mi familia lo odia. Le ponía un poco de caldo de pollo para darle algo de gusto. No teníamos nada, ni carne, ni verdura. Nada”.

Amal Hammad es la cocinera del "Menú de Gaza". Jordania, junio de 2025. Guillem Trius

Nuestra cocinera dicta en inglés, yo traduzco al español y Kayed, su esposo y fíxer —guía o traductor— al que conozco desde hace dos décadas, ayuda cuando alguna palabra en árabe no le sale a su esposa en inglés. Dalia, la autora de las fotografías, celebra su salida de Gaza con su 20 cumpleaños. Sentada junto a su madre, asiente cuando voy hilando las frases y las leo en voz alta en inglés. Cada día Dalia se tomaba el trabajo de coger el plato, ponerlo en una mesa, hacer la foto y enviármela cuando la conexión a internet lo permitía. Letra a letra siento que estoy cerrando una etapa de las vidas de Kayed, Amal y Dalia. Veo rostros cansados, entre tono amarillento y gris ceniza. Sudorosos. Voces débiles y ojos apagados, sobre todo en Dalia, que se ha mareado en el largo y tenso viaje de salida, ya en territorio jordano, y ha necesitado atención médica. Todos la van a necesitar con el paso de los días. También psicológica.

Tengo una sensación extraña, una mezcla de pena egoísta por cerrar el proyecto multimedia más interesante que nunca se me ha ocurrido y de inmensa felicidad por estar sentado junto al equipo cocina del “Menú de Gaza”, un equipo que completan Monjed, de 22 años, responsable de cortar la leña, y Mohamed, 17, el rey a la hora de hacer fuego y buscar agua. Conozco a Kayed desde hace 20 años y he visto crecer a sus hijos. Conozco la desesperación que tenía Kayed en su interior por haber traído hijos a un mundo cerrado como el de Gaza, donde cada día su vida estaba en peligro. Conozco que la decisión final de pedir a todos sus amigos que lo ayudaran a salir de Gaza es para que sus hijos puedan tener un presente y un futuro.

Sigue Amal y le ayuda Dalia:

Dalia es la fotógrafa de la serie "Menú de Gaza". Jordania, junio de 2025. Guillem Trius

“No sabía que iba a ser el último plato antes de la nueva esperanza de vida”. 

Apenas 150 kilómetros separan la Franja de la capital jordana, donde vive la hermana mayor de Kayed, Rasmieh, quien les ha recibido con un abrazo y unas lágrimas que han inundado el portal de la casa familiar en Al Basha, a las afueras de la capital. Llevaban cuatro años sin verse, ya que en 2021 la hermana tuvo la oportunidad de visitar a los suyos en la Franja, con la mala suerte de que le sorprendió una guerra entre Israel y Yihad Islámica que duró 12 días, y tuvo que adelantar su regreso. Esos 150 kilómetros es la distancia imposible para 2 millones de gazatíes. La distancia que separa la muerte de la vida.

Desde el lado israelí de la frontera hasta el jordano han llegado a bordo de uno de esos autobuses blancos y azules de la compañía nacional de Jordania, un autobús urbano en el que han concluido un viaje sideral a un planeta desconocido para ellos. Aquí no caen bombas, aquí no hay bloqueo. 

“Lo que buscamos es una vida normal, sin drones, sin explosiones, sin destrucción, una vida como la de cualquier otro ser humano, algo imposible en Gaza”, lamenta Kayed.

En la evacuación, coordinada por el Ministerio de Exteriores de España y con el trabajo sobre el terreno del consulado de Jerusalén y la embajada de Amán, les han permitido salir con lo puesto. Cada uno se ha vestido la mejor ropa que le quedaba después de haberlo perdido casi todo en el bombardeo de su apartamento en octubre de 2023 y haber cambiado luego 16 veces de casa. La ropa que visten es todo lo que traen de su vida anterior a la evacuación. Les han robado los recuerdos materiales, pero nunca la memoria. Kayed viste una camiseta interior que algún día fue blanca, camisa de manga corta azul y unos pantalones negros que eran de su hijo Omar, muerto en un ataque aéreo. Tenía mejores pantalones, pero estos que lleva puestos son todo lo que le queda de su hijo mayor.

Están aquí, los siento cerca, pero están lejos. Sus cabezas siguen encerradas en la Franja y sus corazones rotos por la cantidad de gente que dejan atrás. Kayed salió en varias ocasiones en el pasado y llegó a España o China, pero su esposa e hijos nunca habían abandonado esa gran prisión hasta hace unas horas. El último viaje de Kayed a España fue en 2010 y su brújula apunta de nuevo a Málaga, donde vive su hermano Sadi. Hoy, por primera vez, los hijos de la familia han visto a un israelí cara a cara en el cruce fronterizo del Puente de Allenby, y se han puesto muy nerviosos. Israelíes y gazatíes son vecinos, pero solo se ven a través de pantallas. Esta distancia es clave para entender la deshumanización total del otro: no les ves la cara, no les miras a los ojos. No existen.

Se cierra un círculo. Ellos veían hasta ahora una parte de la película, la que filmaban a diario en Gaza con la cocina y la foto del plato. No sabían cómo era la otra parte, el momento en el que yo escribía el texto de acompañamiento y lo lanzaba al mundo. Ahora están fuera, lo ven y lo protagonizan.

El fotógrafo Guillem Trius, mi querido Abu Habib —apodo en homenaje al conductor que tuvimos en una cobertura en Siria—, graba este momento único y lo hace con el cariño con el que un padre consuela a su pequeño cuando no puede dormirse en mitad de la noche. Guillem se hace invisible, su cámara es un susurro que envuelve una escena que solo él sabe convertir en un lienzo que quedará mucho tiempo en las mentes y corazones de las decenas de miles de seguidores del “Menú de Gaza”. Las imágenes de Abu Habib huelen a bebé recién bañado, pura ternura.

Los hermanos Mohamed Hammad, de 17 años, y Monjed, de 22, en Jordania tras salir de Gaza. Guillem Trius

Sigue Amal:

“Nos hubiera gustado terminar la serie con el alto el fuego, pero lo hacemos con una nueva vida”. 

Han pasado apenas cinco horas desde que la familia Hammad ha llegado a Amán y una de las primeras cosas que ha querido hacer es cerrar el “Menú de Gaza”, que llegó, incluso a través de un plato vacío, a la portada de la última revista en papel de 5W. Están desconcertados, fatigados, excitados, están de todas las formas que pueden estar unas personas que han convivido cada día con la muerte y el hambre durante 20 meses.

“Mira Mikel, al comienzo pensé que sería como la guerra de 2014, que cubrimos juntos. Unos 51 días y poco más, pensaba de verdad que sería algo así. Cuando me propusiste la idea de publicar los platos que comíamos cada día no me pareció bien. Siempre he estado en contra de publicar cosas relacionadas con comida, sobre todo si son platos ricos, porque hay mucha gente que no tiene nada. Pero me di cuenta de que lo que teníamos era básico, muy pobre y servía para enviar un mensaje, por eso aceptamos. El problema es que ha durado demasiado y ya estábamos hartos de repetir los mismos platos de judías, arroz, lentejas, lentejas, arroz y alubias. Cada día de menú era un día más de matanza”, explica Kayed entre calada y calada a su cigarrillo electrónico. Fuma en estas primeras horas fuera de Gaza más que habla, y mira que eso es difícil. Trata de compensar la falta de nicotina que ha tenido por la ausencia de tabaco, y la de café, té, azúcar…

Kayed Hammad, alma de la serie "Menú de Gaza". Jordania, junio de 2025. Guillem Trius

La historia de Kayed es la de miles de gazatíes que nacieron bajo la ocupación, durante la juventud soñaron con liberar Palestina con su lucha en la Intifada, emigraron en busca de un futuro mejor, regresaron y quedaron atrapados; rehicieron sus vidas en medio de una situación de permanente incertidumbre para, finalmente, verse presos de un ciclo de violencia, sobreviviendo entre la miseria y las ruinas. Lo han perdido todo. Menos la vida.

Mientras Amal se lo piensa, me permito añadir:

“Esta serie del Menú de Gaza es la historia del uso del hambre como arma de guerra en la Franja”.

Con el texto casi acabado y el visto bueno de todos, pido a Amal que presione el botón azul de “Compartir” en la parte inferior de la pantalla. Acepta con la dignidad con la que cada día ha entrado en nuestras casas con un plato de judías blancas, arroz con arroz, guisantes, crema de lentejas, falafel o una simple lata de atún emplatada. Siempre dignidad. Antes, cada uno de ellos me dice el plato que más ha odiado en estos meses. Responden rápido, sin dudar un segundo. Mohamed, las judías blancas; Amal, lentejas en cualquiera de sus formas; Dalia, guisantes, y Monjed y Kayed, arroz en cualquiera de sus variedades.

La serie empezó con un arroz con zanahorias y termina con un plato de arroz con arroz.  Kayed devora a mordiscos su primera manzana y se come hasta el hueso. 

Últimas seis palabras dedicadas a nuestra cocinera, alma de un verdadero menú de resistencia:

“Me llamo Amal, que significa ‘esperanza'”.

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Termina el mes de junio y con él esta temporada de nuestro rickshaw, que volverá a rodar después de una parada veraniega. La última semana del mes ha estado marcada por el bombardeo de Estados Unidos a Irán y el posterior anuncio de la tregua entre Teherán y Tel Aviv; mientras el foco estaba puesto en ese conflicto, el Ejército israelí mataba a cerca de 800 personas en Gaza. Y en La Haya, la cumbre de la OTAN concluyó con el compromiso de duplicar el gasto militar para 2035. La imagen de la semana está tomada en Cisjordania, donde continúa el asedio de los colonos y el Ejército israelí a la población palestina. Y también nos detenemos en Kenia, Haití y Ecuador.

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