Tenía que ser un rescate más. Un día más en El Hierro. Así se normaliza lo extraordinario. Porque los dispositivos de rescate que llegan hasta el sur de la isla, hasta el Puerto de La Restinga, deberían ser extraordinarios, pero ya son parte del paisaje cotidiano de este trozo de tierra.
Alrededor de El Hierro hay un océano sin puertos cercanos. Una circunstancia geográfica que ha sido la salvación para muchas personas; para otras, por desgracia, ha supuesto la muerte o la evaporación del mínimo rastro tras su salida en una embarcación precaria.
El todo o la nada.
La ruta canaria es una de las más peligrosas del planeta. Los cayucos y las pateras parten desde África Occidental para llegar a las costas del archipiélago; a varias islas. El Hierro es el territorio más alejado del continente y también el más occidental y meridional. Pese a ello, y superando todas las cábalas que se puedan imaginar, forma parte del intento desesperado por combatir las políticas migratorias y los pasos fronterizos que niegan visados, que niegan la movilidad, que niegan la seguridad y que niegan los derechos más básicos.
La mañana del 28 de mayo como símbolo. “Cayuco, tipo senegalés, unas ciento ochenta personas. Seis millas al sur de La Restinga”. Primeros datos telegráficos que ponen en marcha a todo el personal. También a los medios de comunicación de la isla en la rutinaria misión de informar. El pueblo comenzaba con los deberes de cada mañana: la actividad en el muelle pesquero, la lonja con sus quehaceres, los grupos de buceadores preparados para salir al Mar de Las Calmas y el sol pegando en la playa y en la avenida marítima.
En el puerto se repite la imagen que forma parte de la memoria colectiva: llegada de la embarcación de Salvamento Marítimo con su llamativo tono naranja y a su lado un cayuco de colores y muchas personas a bordo. Se distinguen algunas mujeres con niños de corta edad. Estas operaciones siempre entrañan complejidad en alta mar; en el muelle no va a ser menos.
Tenía que ser un rescate más, con la seguridad y el bienestar que todo esto conlleva. Con tripulaciones de salvamento conocedoras, con experiencia y con pericia. Con empatía, profesionalidad y tacto enormes.
Pero a unos metros de tocar tierra, con todos los recursos humanitarios, sanitarios y policiales desplegados, con el trasbordo de las personas del cayuco hasta el barco de Salvamento Marítimo a punto de efectuarse, todo se desvanece. Fruto del nerviosismo, del cansancio, de la visión de un oasis en el desierto, la gente se va apilando en un lateral y el cayuco vuelca como si de un barco de papel se tratase. Todos sus ocupantes caen al mar. Muchos de ellos no saben nadar. Otros tantos son niños y niñas, bebés también. Empieza la desesperación, los gritos, las voces entrecortadas. Los brazos tendidos para ayudar. Son las imágenes y los sonidos que captaban las cámaras de la prensa en directo y que han dado la vuelta al mundo.
Llegó el momento del socorro, de la solidaridad. Sin miramientos, sin cuestionar nada. Dando aliento, arrope y protección en un momento tremendo y difícil. Así es la gente que está en primera línea de fuego en cada dispositivo. Una cadena de trabajo donde cada persona da lo mejor de sí misma; en el agua y en tierra. Lo hacen cada día y ese miércoles fatídico no iba a ser menos. Y así es La Restinga. Sus vecinos y vecinas conocen lo que es el mar y lo que es arrimar el hombro desde los albores del pueblo. De generación en generación han pasado el testigo para actuar con la cabeza y con el corazón, para estar donde se les espera. Son el ejemplo de una población empática y comprometida.
Pero esta reacción humanitaria debería ser el último recurso, y no la norma. Hemos aceptado la muerte y el dolor. Parecen inevitables, pero no lo son. En los camposantos herreños se acumulan las tumbas de quienes perdieron la vida en la isla y de quienes llegaron muertos en las embarcaciones que tocaron tierra. Sus historias se cruzan con las de cada ciudadano que fue enterrado aquí. Hay tumbas de 2007 y 2008; de 2020 hasta la actualidad. A veces sólo con la letra y el número de los expedientes judiciales con la fecha de defunción, a veces, pocas, con sus nombres y apellidos.
Asistimos en directo a la cronificación de una emergencia humanitaria que se discute en los despachos de infinitas instituciones. Los rescates y las muertes se suceden. El naufragio moral, el naufragio del que todo el mundo forma parte, es aceptar que todo ese dolor sea cotidiano.
Una semana más, comenzamos el sábado repasando la actualidad internacional de los últimos días. Iniciamos el recorrido con el ataque ucraniano a la fuerza aérea rusa; seguimos con la prohibición de Trump a la entrada en Estados Unidos de ciudadanos de 12 países, y repasamos la terrible situación que se sigue viviendo en Gaza. La imagen de la semana muestra uno de los ataques israelíes en Gaza de esta semana. Y también hacemos parada en Corea del Sur, Países Bajos, Latinoamérica y Gabón.
Desde lo alto del malecón, el barrio de Al-Raml al-Janoubi se abre como un enjambre de tejados desiguales, construcciones improvisadas y callejones enredados. Aquí, en el sur de la provincia siria de Latakia, la vida se construye con los restos del abandono. Colgajos de cables negros serpentean entre postes herrumbrosos, los edificios lucen paredes sin revocar y muchas puertas son apenas sábanas viejas clavadas a marcos de madera. El salitre del mar se cuela entre las fisuras de las viviendas, donde conviven familias sirias y refugiados palestinos desde que este asentamiento, nunca reconocido oficialmente, fuera levantado junto a la costa en 1952. El aire huele a humedad rancia y pescado seco.
La guerra en Siria golpeó con particular crudeza este rincón olvidado. Latakia, bastión del difunto régimen de Bashar al Asad y de mayoría alauita, había resistido durante años los embates del conflicto. En febrero de 2023, un devastador terremoto terminó de resquebrajar lo poco que quedaba en pie de barrios como Al-Raml al-Janoubi, donde muchas viviendas ya estaban dañadas por los años de guerra. Pero su población pagó un precio aún más alto cuando el poder cambió de manos en diciembre de 2024. La región vivió un estallido de violencia sectaria que dejó más de un millar de muertos entre la comunidad alauita, también en zonas cercanas como Tartús. Aunque los frentes militares se han silenciado, la paz no ha llegado. La seguridad sigue siendo precaria y el peligro, latente, adopta formas insospechadas.
El 15 de marzo de 2025, cuando muchos celebraban el Aíd al-Fitr —fiesta que marca el fin del ramadán y que, en Siria, coincide dolorosamente con el aniversario del inicio del conflicto en 2011—, una explosión volvió a sacudir el barrio. Una munición de tanque sin detonar, oculta entre los escombros de un viejo almacén, estalló. El humo tiznó las paredes del edificio hasta el tercer piso, y los vidrios saltaron a la calle como metralla de cristal. Dieciséis personas murieron, entre ellas cinco niños. Entre los restos calcinados quedó el cuerpo de Rahaf al Halifa, de 12 años, hermana de Hassan, un niño que, tiempo después, aún carga el pan que ella había ido a comprar.
Aquel día, el sonido del estallido se oyó hasta el puerto, donde los pescadores corrieron a ayudar sin saber qué encontrarían. Uno de ellos, Samir, recuerda haber sacado del fuego a un niño con el rostro ennegrecido y los brazos colgando.
Pero no fue la única tragedia reciente. Apenas unas calles más allá, en ese mismo enjambre de pasajes sin nombre, Ahmad, de ocho años, jugaba con otros niños cuando hallaron un proyectil oxidado, medio enterrado en una calle sin asfaltar. “Parecía una piedra rara”, diría luego. Uno de los chicos propuso echarlo al fuego. El estallido fue inmediato. Ahmad voló por los aires y cayó al suelo con el cuerpo atravesado por metralla: un fragmento se alojó en su pulmón izquierdo, otro le fracturó el cráneo. También sufrió un corte profundo en el cuello y perdió la movilidad parcial de un pie por la rotura de tendones. En casa, su madre pensó que había muerto. “No respiraba y estaba todo rojo”, recuerda. Los vecinos improvisaron una camilla con una puerta arrancada y lo llevaron al hospital Al-Haffeh, donde los médicos pelearon por salvarle la vida durante horas sin electricidad estable.
La vivienda de Ahmad es poco más que un cuarto sin pintar, con colchones en el suelo y una cortina haciendo las veces de puerta. El edificio está a medio terminar: el hormigón desnudo deja pasar el frío del mar y, en la cocina, la hornilla comparte espacio con una pila de cubos vacíos. Hay humedad en las esquinas y una lámpara colgando de un solo cable. Su padre sobrevive vendiendo chatarra en la calle; su madre, desempleada, cuida a sus otros tres hijos. Sin el apoyo de organizaciones humanitarias como el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y Unicef, Ahmad no estaría recibiendo tratamiento médico.
Ante la amenaza creciente de municiones sin explotar en Al-Raml al-Janoubi, Unicef está organizando campañas de sensibilización a través de oenegés locales. “Cada día estamos recibiendo casos de víctimas y accidentes, la mayoría niños o jóvenes que no conocen el peligro o no tienen otra opción”, explica Nadin Qadoun, voluntaria en uno de los programas. “Aquí las familias están viviendo en un cuarto sin ventanas, sin electricidad ni agua corriente. No tienen otro sitio a donde ir”, dice, antes de advertir: “Mientras no podamos limpiar todo, el conocimiento sigue siendo el único escudo”.
Ahmad y Rahaf no son casos aislados, sino parte de un patrón silencioso y letal que sigue sembrando muerte años después de que los frentes de batalla se silenciaran. Estas bombas, que no estallaron en su momento bélico, se convierten en trampas mortales para la población civil, sobre todo para los niños que juegan en las ruinas de sus barrios.
Desde que estalló el conflicto en 2011, Siria se convirtió en uno de los países más afectados por la contaminación de explosivos sin detonar. Según estimaciones de organizaciones internacionales como Humanity & Inclusion, entre 100.000 y 300.000 municiones sin explotar permanecen esparcidas por un territorio devastado.
Esta amenaza invisible no solo pone en peligro a millones de civiles que intentan rehacer sus vidas, sino que también frena los esfuerzos de reconstrucción y dificulta el regreso seguro de millones de desplazados que buscan volver a sus hogares. Aproximadamente la mitad de la población siria vive en zonas marcadas por estas minas y restos explosivos de guerra, donde el riesgo de sufrir accidentes es constante.
Lo que hace que esta situación sea particularmente compleja es la naturaleza imprevisible de estos artefactos. A diferencia de las minas tradicionales, que suelen estar enterradas siguiendo patrones, los explosivos en Siria fueron lanzados desde aviones, disparados desde vehículos blindados y colocados a mano por diversos actores del conflicto: milicias islamistas, soldados gubernamentales, rebeldes y otros grupos que han transitado por estas tierras. Los grupos armados, especialmente Estado Islámico, colocaron los conocidos como artefactos explosivos improvisados dentro de viviendas, mezquitas, cocinas e incluso escuelas. Las bombas fueron parte de su estrategia para castigar el regreso de la población.
Esta dispersión caótica convierte la limpieza en una tarea titánica que podría tomar décadas en completarse. En medio de este escenario, las cifras recientes reflejan un drama humano. Según datos de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA), desde el 8 de diciembre de 2024, tras el cambio político en el país, cerca de 400 personas han perdido la vida y 500 han resultado heridas a causa de artefactos explosivos sin detonar. Un recordatorio trágico del impacto que la guerra continúa teniendo en la población civil y en particular en la infancia mucho después de que cesen los combates.
Ghada Kachachi, representante adjunta de Unicef en Siria, advierte que estas cifras apenas rozan la superficie del problema. “Pensamos que el número real es mucho más alto. No existe un sistema nacional de recopilación de datos y la situación humanitaria sigue siendo demasiado inestable como para tener registros fiables”, explica. Al menos 74 niños han muerto y otros 189 han resultado heridos: esos son tan solo los casos que ha logrado confirmar la organización. Pero más allá de los números, cada explosión representa una vida truncada, una comunidad atemorizada, una herida que no cierra.
Este legado mortal no solo subraya la urgente necesidad de atención internacional para acelerar la eliminación de estas armas, sino que también pone en evidencia el desafío al que se enfrenta Siria para reconstruir la infraestructura y la sensación de seguridad de su pueblo. Para Unicef, el desminado no es solo una cuestión técnica, sino una condición esencial para el futuro.
“Hay que redoblar los esfuerzos en desminado humanitario y ampliar la educación sobre el riesgo de minas, especialmente entre los niños, para que puedan reconocer estos objetos y evitar el peligro”, dice Kachachi.
Sin seguridad, no hay reconstrucción posible. Los hospitales, las escuelas y los mercados no pueden funcionar si el suelo mismo sigue siendo una amenaza. “El futuro se paraliza cuando caminar se convierte en un riesgo”, advierte Kachachi. “Solo desactivando ese miedo las comunidades podrán recuperar su dignidad y reconstruir sus vidas”.
El mapa del peligro en Siria también tiene nombres propios: Raqqa, Deir ezzor, Hasaka, Daraa, Alepo, Idlib, Homs, el este de Ghuta. Son los mismos lugares donde la guerra golpeó con más fuerza, y donde hoy —aunque ya no haya fuego cruzado— la vida sigue en vilo. En provincias como Idlib, Alepo, Deir ezzor y Hama, se han registrado los niveles más altos de contaminación por explosivos. Solo en los primeros meses de 2025, más de 130 campos minados fueron identificados en estas zonas.
Pero la presencia de municiones sin detonar es una amenaza extendida incluso en regiones donde no se registran combates desde hace años. En las zonas rurales, en localidades que nunca fueron epicentro de combates, también hay víctimas, como en Raas al-Ein, una aldea agrícola en la gobernación de Latakia. Allí vive Zain, un niño de 13 años. El sendero de tierra que recorre cada día para volver del colegio atraviesa un campo agrícola que huele a hinojo y tierra húmeda. En enero de 2025, algo semienterrado llamó su atención. Lo levantó. No supo identificarlo. El estallido sacudió el vecindario. Perdió tres dedos. La metralla alcanzó uno de sus ojos. Desde entonces, Zain ya no regresa solo.
“Era viernes”, recuerda. “Salí de clase, iba a llamar a mis amigos para jugar al balón. Vi algo raro en el suelo, lo recogí. Hizo un ruido. Intenté tirarlo, pero explotó”.
Su madre, Ghanya Yousef, aún repite como un mantra lo que pudo haber pasado. “Gracias a Dios no perdió toda la mano. Gracias a Dios no fue peor”. Pero sí fue grave. Durante meses, Zain no quiso comer ni hablar. Asegura que en ese momento recordó la regla del “no tocar” que le enseñaron en una sesión de educación sobre riesgos por artefactos explosivos. La recordó justo cuando era demasiado tarde.
Zain intenta reconstruirse. El niño recibe sesiones de terapia en su casa, que ahora funciona como refugio y sala de espera para una vida distinta. Ha sanado físicamente, pero todavía evita mirar su herida. También su madre lidia con una pérdida menos visible: la seguridad de antes, la ilusión de un futuro. En este proceso, el acompañamiento cercano es fundamental.
Giath Zaibook, facilitador psicosocial de Mosaic, lo explica: “En cada caso atendido buscamos aliviar la presión sobre las familias. El trauma no termina con la cirugía. Por eso visitamos a los niños en sus casas. En esta situación no pueden venir ellos a nosotros”.
Giath, que colabora con Unicef y otras organizaciones en tareas de educación sobre el riesgo que presentan los explosivos, insiste en que “mucha gente no sabe identificar estos artefactos, y los niños son los más vulnerables porque los confunden con juguetes”. Recorre aldeas remotas repartiendo folletos y dando charlas en aulas improvisadas. “Les mostramos fotos, les enseñamos a reconocer formas peligrosas: proyectiles, latas, cables, pelotas… Lo que sea. Pero no basta”.
Los niños en situación de pobreza extrema son más propensos a recolectar chatarra, madera o trabajar en el campo, exponiéndose a artefactos explosivos. “Muchos chicos han muerto recogiendo objetos metálicos para venderlos. A veces los artefactos explosivos parecen latas o linternas. A un niño de siete años no le parece una amenaza”, lamenta. Más allá de la tragedia individual, el impacto colectivo es devastador: “El miedo se transmite a las familias y al conjunto de la comunidad, generando una sensación de inseguridad permanente”, advierte el especialista psicosocial.
Las explosiones no matan solo cuerpos, sino también economías. Las rutas hacia los pozos de agua, los canales de riego y los centros de mercado están marcados con señales improvisadas. Una piedra pintada. Una tela roja. A veces, nada.
Las aldeas viven —o intentan vivir— de la tierra. Pero el campo también está sembrado de trampas. Los agricultores no saben dónde pisar. Si alguien pisa el lugar incorrecto, el campo se convierte en tumba. Hay zonas que han dejado de cultivarse por completo.
Según un informe de Humanity & Inclusion, más del 30% de las familias rurales vive con acceso limitado o nulo a sus tierras por temor a los explosivos. Y con frecuencia, las personas más vulnerables —niños, ancianos, mujeres solas— son quienes se exponen más.
Uno de los grandes desafíos es el abandono institucional. Aunque la eliminación de minas y artefactos sin detonar es una tarea prioritaria para la reconstrucción, las autoridades locales carecen de los recursos y la voluntad para emprender una campaña sistemática.
“El nuevo Gobierno ha prometido apoyo, pero en la práctica son las oenegés quienes están sosteniendo el trabajo sobre el terreno”, asegura Amal Doebes, que lidera las sesiones de sensibilización en un centro comunitario en Duma, al este de Damasco. La falta de recursos, el deterioro general de la infraestructura y la inseguridad dificultan enormemente las labores de desminado.
En Duma, la exposición al peligro es cotidiana. En esta zona rural de Damasco los escombros aún se mezclan con el polvo del día a día. Ain Tarma fue una de las zonas más castigadas por los enfrentamientos. “Aquí, los accidentes por restos explosivos son la principal causa de muerte. Incluso hoy, después de que cesaron los combates, seguimos oyendo explosiones”.
Hace apenas tres meses, un joven de 19 años murió por la explosión de una mina mientras trabajaba en un patio, en una zona que ya parecía segura. “Eso demuestra que estos peligros siguen muy presentes”, dice.
Doebes dirige un pequeño centro educativo apoyado por Unicef. No tiene grandes aulas ni mobiliario nuevo, pero ofrece lo esencial: un espacio seguro, educadores pacientes y la oportunidad de aprender cómo sobrevivir entre los restos de la guerra. Por eso, las sesiones no solo están dirigidas a los niños. Los padres también participan y aprenden a identificar señales de peligro, a enseñar a sus hijos a no tocar objetos extraños y a avisar de cualquier hallazgo.
Basima, una niña de 11 años, ha hecho de este centro su refugio. Tras perder a su padre durante los primeros años del conflicto, encontró en estas aulas no solo un lugar para aprender, sino también un punto de apoyo emocional. Vive con su madre y su tío, a quien llama cariñosamente “papá”, en un barrio donde los combates dejaron huellas profundas y donde cada calle puede esconder un peligro.
En casa, Basima se convierte en una transmisora de ese conocimiento. Una tarde, su hermano menor, Kassem, regresó emocionado con unos casquillos de bala que había encontrado en la calle. Basima lo detuvo de inmediato. “Le dije que eso era peligroso, que podía explotar. Le conté todo lo que nos enseñaron en clase”, recuerda. Kassem, impresionado, prometió no hacerlo nunca más. “Me sentí feliz de poder protegerlo”, dice con orgullo.
En un entorno cargado de incertidumbre, Basima, gracias al conocimiento recibido en el centro, protege y guía no solo a sus hermanos, sino también a otros niños de su comunidad que crecen entre los escombros de un país fragmentado.
Pese al fin del conflicto, el desminado no avanza con la rapidez que exige la situación.
Desde la caída del régimen de Asad en diciembre de 2024, el país atraviesa un periodo de transición política incierta. Aunque ya no hay enfrentamientos abiertos, Siria sigue dividida territorial y administrativamente. El mapa sirio está marcado por múltiples centros de poder: consejos locales, estructuras administrativas transitorias, milicias reconvertidas en autoridades civiles. No existe todavía un Gobierno central consolidado ni una estrategia unificada de seguridad. En este vacío, el acceso humanitario —incluido el desminado— depende de acuerdos puntuales con actores diversos, a veces enfrentados entre sí.
Cada zona tiene sus condiciones. Las organizaciones internacionales deben negociar el ingreso a pueblos, campos o rutas bloqueadas durante años. Algunas autoridades colaboran; otras imponen restricciones o priorizan intereses locales a la seguridad de la población. Esta lógica territorializada retrasa las operaciones más urgentes.
El proceso también arrastra los desequilibrios heredados de la guerra. Durante años, las iniciativas de desminado se concentraron en áreas bajo control del régimen y sus aliados. Tras su colapso, no hubo un traspaso sistemático de información ni de recursos. Rusia, que lideró operaciones en zonas leales a Damasco, se retiró sin compartir mapas ni coordinar acciones con actores humanitarios. Hoy esas regiones permanecen sin acceso fiable a los datos de contaminación.
“Nosotros vamos donde podemos, no donde deberíamos”, dice Omar, técnico de desminado de la oenegé internacional HALO Trust. “A veces nos dejan entrar, pero no volver. Otras veces nos llaman cuando ya ha explotado algo. Así no se puede desminar un país”, se queja, mientras él y su equipo local esperan —con chalecos puestos y detector en mano— el permiso de una autoridad improvisada para ingresar a Jobar, un barrio fantasma al este de Damasco.
Este suburbio, que alguna vez albergó a más de 300.000 personas, se desmorona. Entre 2012 y 2018 fue uno de los principales bastiones de la oposición armada. En esos años, Jobar soportó asedios, bombardeos, combates casa por casa. Cuando terminó el fuego, quedó el vacío: el 93% de sus edificios reducidos a polvo. “Saquearon los hierros de los muros, los que les daban fuerza. Lo arrancaron todo. Y prohibieron volver a los vecinos. El barrio se convirtió en un puesto militar”, explica Omar.
Ahora, aunque el silencio ha vuelto, el peligro persiste bajo los escombros. Jobar está plagado de artefactos explosivos sin detonar. Cada cráter, cada sótano, cada pasillo medio enterrado es una trampa. El barrio espera ser desminado, pero también espera recuperar su memoria.
En el norte y el noreste, territorios antes controlados por milicias kurdas o grupos opositores viven una situación aún más precaria. Muchas de estas zonas quedaron al margen del esfuerzo internacional durante el conflicto y continúan así incluso después de la guerra, atrapadas entre fronteras internas, intereses geopolíticos y la falta de reconocimiento institucional.
A medida que el país intenta respirar después de años de asfixia, muchos comienzan a regresar. No es tanto una decisión como una consecuencia: no tienen otra opción. Desde la caída del régimen, más de 1,2 millones de personas refugiadas han vuelto a Siria, y la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) calcula que otro millón podría hacerlo antes de que termine el año. Pero regresar no siempre significa volver. Muchos vuelven sin saber si el suelo que pisan está limpio. Porque, en Siria, incluso el hogar puede ser sinónimo de peligro.
Huda regresó con sus cuatro hijos a las afueras de Hama, después de una década en un campo de desplazados. La casa seguía en pie. Sucia, vacía, con polvo acumulado en las esquinas y marcas en las paredes. Pero era un comienzo.
Esa misma noche, su hijo de once años encendió una luz. Era una trampa olvidada, un explosivo oculto tras el interruptor. Sobrevivió, pero perdió la mano derecha.
Hasta que toda munición sin explotar haya sido eliminada y el silencio de la tierra deje de ocultar amenazas, Siria no podrá comenzar a reconstruirse en sus calles, en sus edificios ni en la vida misma que late en cada rincón de su herida geografía.
“Y el hombre no se halla completo, ni se revela a sí mismo,
ni ve lo invisible, sino en su íntima relación con la naturaleza”. (José Martí)
Toda la hondura del tiempo, en el canto de un mirlo.
El paradigma del ser humano de hoy es el de un hombre alejado del mundo que se piensa dueño y conocedor de él.
Corrompen, destruyen la vida, y a lo que queda lo llaman “realidad”. Y luego proclaman el realismo. “¡Hay que ser realista!”.
(el topógrafo)
“…y él no veía los ángeles yendo y viniendo, sino que se dedicaba a buscar el viejo hoyo de un poste en medio del paraíso”. (H.D.Thoreau)
Para escuchar el canto del pájaro, antes hay que oírlo.
El ser humano vive ajeno a sí mismo, no funda ni abre espacio en su andar. No deviene porque no está; apenas pasa, sin saberlo.
Repetirlo hasta asumirlo plenamente: “El realismo es una corrupción de la realidad”. (Wallace Stevens)
Todo en la naturaleza vive en sí, como tú mismo, nada es objeto de visión. Ella vive en un adentro que el ser humano hace tiempo dejó de percibir. En ese adentro calla y canta el pájaro, habla y calla el árbol.
El árbol es el hermano natural del hombre.
La naturaleza nos mira, nos toca, nos habla, en su vigilia atenta al ser. De noche, en el sueño, escucha nuestro rumor callado.
“Los árboles nos hablan una lengua que entendemos”. (José Martí)
Bajo tus pies desnudos, constelaciones de hierba.
La corteza del árbol siente y señala en sí cada roce, cambio de aire y luz, sonido, canto, agua; también la mirada del ser que comprende.
En lo invisible de la naturaleza, ver es también ser visto.
“Nosotros no tenemos nunca, ni siquiera un solo día, el espacio puro ante nosotros, al que las flores se abren infinitamente”. (R.M. Rilke)
El bosque solo ve —percibe con toda intensidad— lo invisible del ser humano que en él se adentra.
Nuestro espacio, el lugar de cada ser, oculta en lo más hondo de sí la esencia del tiempo.
“El camino más claro hacía el universo pasa por un bosque virgen”. (John Muir)
El asombro que nos produce la contemplación del universo en la noche no debería ser mayor que el que sentimos ante un árbol en el fulgor de su presencia.
Deja que todo te envuelva —porque todo te envuelve.
El árbol está, no espera, en su ahora late el tiempo entero; en su nada, la esperanza.
Al atardecer, la naturaleza percibe las voces amigas.
Matices de la luz en el tronco de un árbol.
Perdieron cuando estaban a punto de ganar. Y fue retransmitido en directo.
Eran las 9.30 de la mañana del 28 de mayo de 2025 en la isla de El Hierro. Todo estaba preparado en el puerto de la Restinga para desembarcar a las 152 personas de un cayuco que ya se avistaba en el horizonte. Su origen era la costa africana occidental, pero no estaba del todo claro: según fuentes policiales, había salido cinco días antes de Nouakchott, pero también había especulaciones sobre si era una embarcación que había salido diez días atrás, procedente de Guinea, y de cuya existencia ya había alertado la oenegé Caminando Fronteras.
En el muelle, aquella mañana, estaban los equipos de Cruz Roja, estaban los cuerpos de seguridad del Estado, médicas, enfermeras, trabajadoras sociales y la tripulación de la Salvamar Diphda. Toda la maquinaria estaba en marcha para acompañar el cayuco de unos 22 metros de eslora a amarrar en el muelle. Solo faltaba la recta final.
La televisión canaria retransmitía en directo la entrada aparentemente tranquila del cayuco en la isla, pero de repente, ante los ojos de todo el mundo, el cayuco volcó.
Los testigos, los que acostumbran a aparecer en este tipo de reportajes con nombres y apellidos —frente al anonimato de supervivientes y muertos—, describen lo sucedido como un deasastre. “De repente se oyeron gritos, me estaba tomando una cerveza y salí disparado, sin pagar ni nada, me quise tirar al agua, pero no me dejaron. Fue un horror”, cuenta un turista visiblemente emocionado. Los trabajadores de las escuelas de buceo del puerto también acudieron a socorrer la embarcación. “Los aros salvavidas que tanto costó meter en la Salvamar salvaron muchas vidas”, cuenta un miembro del Cabildo Insular de El Hierro.
Pero no las suficientes. La mañana del 28 de mayo quedará marcada para siempre en la historia de la isla. Fatoumatta Banaro, Mariama, Sarah Samoura, Mami Kamara, Adama Keita, Makia Binti Kamara y Aissatou Tabassa estuvieron solo a 5 metros de lograrlo, pero a ellas nadie las pudo salvar. Por eso, en su recuerdo, estos serán los únicos nombres propios que aparecerán en esta crónica. Nombres que se acostumbran a esconder y que son los que más importan en un naufragio, por encima de responsables políticos, portavoces y activistas.
Siete nombres, siete vidas, siete sueños que se ahogaron en la indiferencia.
“Si se muere la gente a medio metro del muelle, algo no hacemos bien”, decía el presidente del Cabildo de la isla de El Hierro horas después del naufragio.
Desde hace años, los trabajadores de Salvamento Marítimo insisten en que se necesitan más recursos, mejores condiciones de trabajo, mejor equipamiento y más tripulación en las embarcaciones. El naufragio de EL Hierro demuestra, una vez más, que no se les ha escuchado lo suficiente.
Esta crónica visual es un intento de preservar la memoria de las mujeres y niñas que vinieron persiguiendo ese sueño europeo, tan romantizado y cruel, y que hoy están enterradas en los cementerios de El Hierro. Una tierra poblada de demasiadas tumbas de personas a las que el mar quitó la vida. Aunque quien les quitó la vida, en realidad, no fue el mar, sino la política migratoria europea, que ha convertido las fronteras en un escenario de muerte.
En el puerto de la Restinga descansa el cayuco que cruzó el océano Atlántico con 152 personas a bordo. A bordo iban personas de Guinea, Mali, Senegal y Mauritania. Eran 78 hombres, 45 mujeres, 19 niñas y 10 niños. “No es frecuente ver tantos núcleos familiares en una misma embarcación”, comenta una de las activistas más implicadas en preservar la memoria de las víctimas de las fronteras en El Hierro.
Las siete muertas son mujeres: cuatro adultas y tres niñas. “En estos últimos años que he estado trabajando en El Hierro, he visto como mucho tres o cuatro mujeres. Es la primera vez que hay tantas mujeres y niñas entre las víctimas”, dice el forense de El Hierro, que ha estado toda la mañana tomando muestras de sangre y preparando la burocracia para que puedan ser enterradas lo antes posible.
En el Hierro solo hay dos neveras para preservar los cadáveres. Están en la sala de autopsias, en el municipio de La Frontera. Cuando se acumulan los cadáveres, tienen que utilizar también la sala de velatorio para mantenerlos fríos. “Esta vez tenemos el nombre de todas, porque aunque la documentación cayó al mar, pudieron ser identificadas por familiares o compañeros que quedaron vivos”, cuenta el forense.
De nuevo: Fatoumatta Banaro, Mariama, Sarah Samoura, Mami Kamara, Adama Keita, Makia Binti Kamara, Aissatou Tabassa.
Entre las personas fallecidas había tres niñas. La primera que se identificó fue Fatoumatta Banaro: viajaba con su madre, su hermana mayor y su hermano pequeño, y murió en el hospital de El Hierro. Todo estaba preparado para enterrarla al día siguiente del naufragio, la mañana del 29 de mayo, pero un error en la documentación hizo que se retrasara. Habían confundido su nombre con el de la hermana mayor que viajaba junto a ella. Los incansables voluntarios de la organización Corazón Naranja subsanaron el error y la pequeña fue enterrada la mañana del 30 de mayo, Día de Canarias. Un día festivo que en El Hierro se convirtió en un día de luto.
A las 12 del mediodía todo estaba listo en el cementerio de Valverde para enterrar a Fattoumata que murió a los 12 años. A la ceremonia asistieron la madre de Fattoumata y su hermana mayor: una escena nada habitual, porque en este tipo de entierros, si se producen, rara vez están los familiares, por motivos obvios.
Madre y hermana fueron rodeadas durante la despedida por las vecinas de El Hierro, que se abrazaban unas a otras sin esconder las lágrimas. “Es la primera vez que asisten a un entierro familiares que todavía están bajo custodia policial tras la llegada. No podía ser de otra manera”, dice una de las voluntarias de Corazón Naranja que estuvo acompañando a los supervivientes desde el primer momento.
Antes de dar sepultura a Fattoumata, otra de las voluntarias de Corazón Naranja leyó la primera sura del Corán, como es habitual en la liturgia islámica. En los cementerios de El Hierro hay muchas tumbas sin nombre, por eso que en esta ocasión se conozcan los nombres es un pequeño alivio dentro del desastre, porque es lo que permite hacer el duelo.
De nuevo: Fatoumatta Banaro, Mariama, Sarah Samoura, Mami Kamara, Adama Keita, Makia Binti Kamara y Aissatou Tabassa.
A las 5 de la tarde llegaron al cementerio de La Frontera los cadáveres de Adama Keita y su pequeña de 4 años, Mami Kamara, para ser sepultados. Madre e hija habían viajado en la misma embarcación. “Por suerte, murieron juntas”, decía el forense mientras preparaba los registros de defunción en su despacho el día anterior. También fueron enterradas juntas.
Esta voluntaria y periodista de El Hierro es la memoria de las personas migrantes que fallecieron camino a El Hierro. Sabe las historias de todas y las cuenta una y otra vez para que no sean olvidadas. Gracias a personas como ella, Fatoumatta Banaro, Mami Kamara, Adama Keita, Mariama, Sarah Samoura, Makia Binti Kamara y Aissatou Tabassa también serán contadas y recordadas.
El último entierro se hizo en el cementerio de El Pinar, el que más muertes a causa de naufragios acoge en El Hierro. Esta es la localidad a la que pertenece el puerto de la Restinga, y por lo tanto es donde corresponde enterrar a las personas que fallecen en ruta. Su alcalde, que es el primer y único alcalde que ha tenido El Pinar hasta ahora, no lo duda: “Son humanos, igual que nosotros, qué hay qué hacer. Mientras esté yo aquí, se enterrarán en el cementerio todos los que haga falta”.
Cuando hay tantas muertes en un mismo naufragio, otros municipios dan apoyo a El Pinar. Por eso Adama y Mami han sido enterradas en el cementerio de La Frontera. Este pequeño municipio de poco más de 2.000 habitantes tiene en su cementerio a más de 40 personas víctimas de las fronteras. Conviven tumbas sin nombre con otras que llevan inscritas en la lápida nombres españoles, de vecinos de El Hierro. Al funeral de Mariama, Sarah Samoura, Makia Binti Kamara y Aissatou Tabassa pudieron asistir familiares de la pequeña Aissatou: su madre, su hermana pequeña y su tío, que fueron arropados por las voluntarias de Cruz Roja y las vecinas de El Pinar.
Estos son algunos de los objetos que llevaban Mariama, Makia Binti y las pequeñas Mami Kamara y Aissatou Tabassa. “Normalmente estos objetos quedan en los juzgados hasta no se sabe cuándo”, dice el forense. Pero en este naufragio los objetos tienen nombre, tienen propietaria, y eso significa que seguramente no quedarán en un armario olvidados.
“Los cadáveres de las mujeres estaban llenos de moratones a causa de los golpes que se dieron seguramente al querer salir tras el vuelco”, decía el forense mientras miraba las fotografías.
La pequeña Aissatou, de 5 años, fue la última víctima que se encontró. Al principio se la dio por desaparecida. La hallaron cuando la embarcación ya estaba fuera del agua. Su pequeño cuerpo cayó de una manta que un policía levantó cuando inspeccionaba el cayuco, según el relato de una de las personas que más desembarcos ha fotografiado en esta pequeña isla canaria, el fotógrafo de la agencia EFE.
No es el único que vivió con dolor aquella mañana del 28 de mayo en El Hierro. Así lo recuerda un camarero de la Restinga que escribió este texto sobre lo ocurrido cuando por fin pudo parar y digerir lo vivido:
“Ahora que ya se fueron las cámaras y los micrófonos de este pequeño pueblo al sur de El Hierro, la vida vuelve aquí a la normalidad. Pero para muchos quedará la mañana del 28 de mayo como una de las más duras que le ha tocado vivir a La Restinga.
Después de oír los gritos desesperados de los inmigrantes desde mi casa al volcarse su cayuco, no dudé en correr y acercarme al lugar del accidente. Sí, fue un accidente.
Cuando llegué, todos los profesionales estaban dando el máximo. Pero no solo el miércoles, lo llevan haciendo años y merecen el máximo reconocimiento de las instituciones por su esfuerzo y valentía.
Moví alguna que otra camilla e hice de apoyo para que diesen los primeros pasos después de días en la mar, pero me marcó la desesperación de un hombre joven, delgado; era imposible calmarlo, no nos entendíamos con palabras, pero sí lo entendí. Me miraba y me hacía un gesto con la mano indicando la altura de lo que buscaba, estaba claro que buscaba a un niño, lo buscaba desesperado, gritaba sin fuerzas, agotado, pero no lo encontraba.
Recuerdo a una vecina del pueblo que también se fijó en este chico y me dijo: ‘¿Y a este pobre hombre quién lo consuela?’. No dudé en abrazarlo, fuerte, muy fuerte, con el desconsuelo de no poder hacer nada más por calmarlo.
Ayer, viernes, un compañero de trabajo que hace casi tres años llegó a La Restinga en un cayuco me pidió que lo acompañara al entierro de las víctimas en el cementerio de El Pinar. Lo acompañé, y allí estaba otra vez aquel chico que hacía dos días nadie podía consolar. Estaba de pie, con la mirada perdida, estaba enterrando a su sobrina de 5 años, me acerqué, le pregunté si se acordaba de mí, y el abrazo me lo dio él”.
Fatoumatta Banaro, Mariama, Sarah Samoura, Mami Kamara, Adama Keita, Makia Binti Kamara y Aissatou Tabassa.
Recuerda sus nombres.
El 2024 fue un año marcado por los incendios en diferentes partes del mundo. En Chile, el fuego arrasó más de 43.000 hectáreas, acabó con la vida de al menos 138 personas, hirió a más de 1.000 y desplazó a cerca de 40.000; en Bolivia, los incendios forestales arrasaron más de diez millones de hectáreas, el equivalente al tamaño de países como Estonia, Holanda y Bélgica juntos; en Portugal, más de 40 incendios simultáneos dejaron un saldo de nueve fallecidos y decenas de heridos, además de más de 100.000 hectáreas afectadas; en California, los fuegos provocaron más de 16.000 hectáreas calcinadas, 30 muertos, miles de personas evacuadas y daños valorados en más de 50.000 millones de dólares.
Estos son solo algunos de los incendios forestales más destructivos del último año, pero el camino está lleno de fuegos más pequeños que siguen carcomiendo kilómetros y kilómetros de puro bosque y zonas interurbanas. Según un estudio de la organización Global Forest Watch en 2024, las llamas se han convertido en la principal causa de deforestación en el mundo, por delante de la agricultura, y avanza a un ritmo de 18 campos de fútbol por minuto. ¿Por qué sucede esto? ¿Se puede revertir la situación? Y si es así, ¿qué estamos haciendo para enmendarlo?
En el podcast de este mes hablamos de gestión forestal, de éxodo rural, de los que sufren el fuego y los que luchan contra él. Lo hacemos con Héctor Alfaro, ingeniero forestal y experto nacional en el Centro de Coordinación de la Respuesta a Emergencias de la Unión Europea; Fernando Sedano, científico del Joint Research Centre de la Comisión Europea en la Unidad de Gestión de Riesgos y Crisis; Adra Pallón, fotoperiodista y autor del proyecto fotográfico sobre megaincendios en España, ‘Lumes’, y Xabier Bruña García, doctor, ingeniero de montes y técnico en el ámbito rural de la Administración de la Xunta de Galicia.
Un podcast de Javier Sánchez. El montaje musical es de ROAD AUDIO.
Recuerda que puedes escuchar todos nuestros monográficos en el espacio podcast mientras navegas por la web, o descargarlos a través de las principales plataformas como Spotify, Ivoox o Apple Podcast.
Este podcast nace de una colaboración con el Departamento de Protección Civil y Ayuda Humanitaria de la Comisión Europea.
Llega el último día del mes y, con él, nuestro rickshaw para repasar la actualidad internacional de la última semana. Comenzamos con el terrible ataque israelí a una escuela en Gaza; seguimos en El Hierro y el vuelco del cayuco que ha provocado la muerte de siete personas, y analizamos las decisiones judiciales sobre los aranceles de Donald Trump. La imagen de la semana muestra el caos que se ha vivido esta semana en el reparto de ayuda en Gaza. Y también hacemos parada en Ucrania, Sudán, Estados Unidos y Alemania.
El proyecto Jóvenes y mayores bien acompañados, del cual forma parte esta crónica, recibió el Premio Montserrat Roig a la promoción en la investigación en el ámbito de los derechos sociales y la acción social.
“Bienvenidos a nuestro mundo,
al mundo real,
el mundo de los fuertes
que se comen a los débiles.
Bienvenidos al mundo
en que la persona piensa solo en sí misma
y se olvida de los que sufren en silencio.
El mundo oculto. Sí.
Este es nuestro mundo.
Yo! Salam aleikum, brother,
vayamos en un viaje al otro mundo,
al mundo de la pobreza,
donde hay personas a las que vemos
como si no existieran.
Vayamos adonde los humanos
viven la crueldad de la vida.
Mientras tú duermes en una cama blanda
con una almohada suave bajo la cabeza,
hay una persona que pasa frío en la calle.
Su cama, un cartón; y su almohada,
una mochila con sus pocas pertenencias.
El pobre espera que salga el sol
pa que se vaya el dolor”.
(…)
Este es el arranque del rap Mientras tú, de Beny 5, que en realidad se llama Moha Benyamna. Moha vivió en un centro para menores en Cataluña hasta que cumplió la mayoría de edad. A través del programa Acull (“Acoge”), de la asociación Punt de Referència, conoció a Lali Escolà, que lo acogió en su casa durante nueve meses. Ahora Moha tiene 25 años y vive en Barcelona, aunque trabaja en la vecina Granollers.
El primer día que lo entrevisté, antes de irse a toda velocidad con el patinete eléctrico que usa para trabajar como repartidor, reprodujo en su móvil, con una sonrisa, este rap reivindicativo. Así que, como respuesta, no voy a escribir un reportaje sobre él, sino que voy a recoger el guante y le voy a dedicar otro poema narrativo, pero en la forma tradicional del romance.
Que empiece el combate:
Te pregunto por tu casa,
si descansaba entre pinos;
no es la mejor manera
de empezar a hablar contigo.
Tu madre vendió la casa
para pagarte el camino.
Adolescente, te fuiste
de Marruecos, clandestino,
obligado, ilusionado,
como tantos otros chicos.
Fue en dos mil diecinueve,
un enero no tan frío.
Con un cristal te cortaste
la mano, quedaste herido,
y recorriste la ruta
con un vendaje bien fino.
Desierto y hacia el norte,
—el desafío marino—
España, el sur de Europa;
no sabías tu destino.
Llegaste a Barcelona
y te sentías perdido
en un centro de menores
donde buscaste abrigo.
Siempre hablabas con mamá
y tus primeros amigos.
Hacías vídeos con bromas
desde el humor sin sentido;
nacía una estrella
de la risa sin testigos:
YouTube, cámara oculta,
placer para el algoritmo.
Te quedaste en la calle,
corrieron en tu auxilio
Lali y una asociación;
calor, piso compartido
te ofrecieron enseguida.
Empezaba tu destino.
Aprovechaste el momento,
no te quedaste dormido.
Lali tiene siete hermanos
y vivió con cuatro hijos,
pero ahora vivirá
con Moha y otros chicos;
Lali es muy solidaria,
a muchos tiene acogidos.
Este es el primer lugar
decente, no compartido,
me dices: que es difícil
vivir con cuarenta tíos.
Macarrones (mmm) con queso,
—te sientes un renacido—
también crema de verduras,
del Barça algún partido,
Lali y sus clases de yoga,
Moha, perfecto inquilino.
Ya quieres a la yaya, que
juega al dominó con tino.
“Estudia”, te dice Lali,
aunque eso no va contigo.
Té con menta. Macarrones.
Te ves series de corrido:
Berlín, La casa de papel,
Daddy Yankee al oído
—y Morad y Karol G—.
Se acabó el tiempo, amigo.
Te vas de casa de Lali:
adiós, tiempo compartido.
Aún no tienes papeles
y trabajas clandestino.
Ganas algo de dinero;
a la familia se ha ido.
Todo el mundo conoce
a Mohamed y su temido
patinete de reparto.
La cuenta te han vendido,
te quitan treinta por ciento
mejor que ser campesino
o estar en la construcción,
aunque parezca mezquino.
Te para la policía,
cantas tu rap repentino.
No robas pero te roban:
eres víctima del timo.
Moha, eres un currela,
vuelas si cae un pedido
de la mañana a la noche.
Sigues. Le sacas partido.
Con tu novia en Barcelona,
vida y piso compartido.
Tras muchos años lo logras,
ya tienes el NIE genuino,
echas de menos a Lali,
Lali acoge a otros chicos.
En Marruecos tu abuela
muere, estás confundido.
Con el patinete a cuestas
a Granollers te has ido,
adolescente youtuber,
pillín, que no engreído:
ya nadie te llama mena,
tu futuro es atrevido.
Siempre hablas con mamá,
hablas con raro sigilo,
tienes una nueva casa
pero no están tus amigos.
No te acuerdas de la ruta
del dolor o sus motivos,
solo recuerdas el miedo:
porque fuiste un prohibido.
Desde hace dos décadas, la asociación Punt de Referència pone en contacto a familias o personas que tienen espacio en casa, como Lali, con jóvenes que necesitan acogida, como Moha. El ámbito de actuación es Barcelona y su zona metropolitana. El proyecto Acull propone un pacto inicial de convivencia de nueve meses entre ambas partes. Un tiempo que permite al joven centrarse en sus estudios, tener un espacio donde desarrollar su autonomía y, sobre todo, trazar un nuevo horizonte.
“El proyecto nació para acompañar a jóvenes que salían del sistema de protección de menores, porque no tenían una red de apoyo que los acompañara en este momento de emancipación”, dice Bàrbara Bort, responsable del proyecto Acull.
La idea es sencilla, pero su aplicación está llena de detalles complejos que solo alguien que conoce por dentro el proceso, como Bàrbara, puede describir. Los emparejamientos los hace Punt de Referència: se tienen en cuenta las preferencias de los jóvenes, pero las partes implicadas en ningún caso pueden escoger un perfil (edad, género, orígen…). Las asignaciones las hace Punt de Referència teniendo en cuenta los intereses y necesidades de todo el mundo. Se hace una formación a las familias o personas que acogen: deben acompañar al joven en el tránsito a la emancipación, a través de un vínculo afectivo, pero sin ir más allá, aunque a veces sea difícil. La familia recibe una dotación de 300 euros mensuales para cubrir los gastos de manutención, pero no debe haber transacciones económicas entre ambas partes, porque eso podría generar una relación de dependencia, que pondría en riesgo el vínculo entre joven y familia de acogida. Esta iniciativa tapa alguno de los agujeros generados por el sistema.
Pero no todo son buenas noticias.
“Hemos notado, sobre todo a raíz de la pandemia, que ha habido un bajón en la demanda de familias para acoger, algo que no hemos notado tanto en otros programas de voluntariado”, dice Bort. “Es verdad que este programa requiere más compromiso, pero atribuimos ese bajón a la incertidumbre social, económica y política, y a la discusión pública sobre personas migrantes”.
En concreto, la imagen de estos jóvenes que proyectan algunos medios de comunicación, dice Bort, en particular los que usan de forma mayoritaria el deshumanizador acrónimo de “menas”, está llena de “demagogia” y ha tenido un impacto negativo en este proyecto.
Cada vez es más difícil encontrar a Lalis.
O a Joanas.
***
A sus 76 años, acoger a un adolescente en su casa significa para Joana Vives Salvadó abrir la mente. “A medida que nos vamos haciendo grandes, solemos cerrarnos”, reconoce. Aunque parece una aseveración genérica, enseguida la matiza con su habitual prudencia: “Lo digo por mí, ¿eh?”. La agenda de Joana es intensa, y ahora tendrá que ver si baja un poco el ritmo o si lo intenta mantener.
—Mi marido murió en 2009 —dice sentada en la mesa de su comedor, en el barrio del Eixample de Barcelona—. Al poco tiempo mi hijo se fue de Erasmus a París. Al cabo de dos meses ya fui a verlo.
Su hijo volvió a Barcelona y se independizó en 2014.
—Estoy segura de que tardó más por el reparo a dejarme sola. Lo sé. Hasta que al final le dije: tienes que hacer tu vida. Y cuando se fue… entonces sí que fue como un segundo duelo. A ver, evidentemente el golpe emocional es incomparable, lo digo más en el sentido de sentirse acompañada… porque fue el momento en que ya no había nadie más en casa. Fue otro duelo. No sé si se lo he dicho alguna vez. No sé si lo puedes publicar.
Si están leyendo esto es porque Joana ha aceptado que se publique. Dice que su hijo la visita con asiduidad. Que se siente incluso “egoísta” por pensar eso. No se lamenta; solo expresa, con una lógica aplastante, la realidad de un momento que debía llegar tarde o temprano.
—Tienes la sensación de que realmente estás sola cuando cierras la puerta, porque no hay nadie más.
Nadie gira ya la llave de la puerta sin que lo espere. Hasta finales de marzo de 2024. El momento en que Musa entra en su vida.
***
Musa Jadama ya conoce uno de los aspectos esenciales de la vida cotidiana en su nuevo país. No importa lo temprano que se levante: cada mañana corre el riesgo de llegar tarde a su destino por culpa de los trenes de cercanías de Renfe. Está haciendo un curso de soldadura en Vilafranca del Penedès, a las afueras de Barcelona, que espera que le sirva para entrar en el mercado laboral. Pero su vida pronto va a cambiar. Y ese cambio, obviamente, no pasa por una mejora en la puntualidad de la Renfe.
Pasa por Joana.
Está concentrado, casi obsesionado con el presente: atrás quedan su Gambia natal, el viaje por tierra y mar hasta las islas Canarias, el traslado a la península, el paso frustrante por varios centros para menores; ahora se está mudando, porque va a ser acogido en un piso de Barcelona por una mujer a la cual aún no conoce —y eso es lo único que importa.
A sus 19 años, después de meses oyendo mena mena mena no acompañado los titulares de prensa Vox gritando avalancha delincuentes por qué no se van a su país, vivir en casa de Joana se presenta como una forma de empezar a sentirse adulto y acompañado.
***
“Benvingut a casa, Musa!”
Joana recibió a Musa en su piso con este mensaje escrito en una cartulina. Se abrió entonces el periodo de tanteo. Cómo respiras. De qué pie cojeas. Cuáles son tus manías.
—Yo me levanto temprano —le dijo Musa a Joana poco después de empezar a convivir con ella.
—¡Yo no!
Un mes después del inicio de la aventura, Musa seguía levantándose temprano, pero ya no se pegaba madrugones, porque dejó de ir a Vilafranca del Penedès para acudir a un curso de electricista en la misma Barcelona. Ya iba conociendo mejor la ciudad, por la cual podía moverse, además, sin necesidad de usar la Renfe.
—Yo te enseñaré catalán… —le dijo Joana.
—Y yo te enseñaré mandinga.
Una de las primeras cosas que Musa entendió rápido es que para Joana es muy importante el catalán. Su supervivencia como lengua, su importancia cultural —y también que él la hable. Empezaron —Joana es filóloga— con clases más o menos formales, pero pronto las pasaron, como dice Musa, “al día a día”. Joana le habló en catalán desde el primer día, y Musa le respondió al principio en castellano y luego siempre que pudo en catalán. Así no solo adquiría Musa herramientas para desenvolverse mejor en su día a día, sino que se creaba una conexión.
—Me ha dado tranquilidad conocerlo, ponerle cara… —dice Joana, que se fijó desde el principio en la sonrisa franca de Musa, aunque en eso no es nada original, porque todo el mundo se fija en su sonrisa franca—. Valoro mucho que casi sin conocernos, sin forzarlo, empezara a contarme ya cómo había llegado, en patera…
***
Durante casi dos décadas he cubierto como periodista movimientos de población. He pecado, como tantos otros, de subrayar demasiado el dolor en la guerra, el trauma en la huida y la acción trepidante en las rutas. Pero he constatado en todos estos años que, demasiado a menudo, el presente es el principal motivo de sufrimiento de la gente que se mueve.
(Las personas refugiadas de Afganistán varadas en la isla griega de Lesbos durante años están más angustiadas por su estatus legal —el asilo que no llega— que por el dolor que experimentaron cruzando Asia Central y Turquía).
Lo mismo le pasa a Musa. Cuenta de forma abierta cómo salió de Gambia sin que su madre lo supiera, cómo se subió a un cayuco, cómo llegó a las islas Canarias y después a Cataluña. Pero esta vez no nos vamos a detener aquí, sino en lo que castiga su tranquilidad cada día: su situación irregular, la burocracia. El laberinto —ahora sí hay que usar el cliché— kafkiano que empezó con la acogida en un centro para menores, más de un año antes de entrar en casa de Joana.
—En el centro muy mal —dice Musa, que se expresa con alegría y claridad cuando habla de otras cosas, pero que frunce el ceño y se aturulla cuando recuerda aquella fase—. No puedo decir que todos los trabajadores [del centro] son malos, pero algunos son muy malos.
Musa asegura que algunos chicos del centro no lo trataron bien, y tampoco uno de los educadores, al que tacha de racista. Aunque la convivencia en estos centros es mejor de lo que su proyección pública sugiere, arrastran problemas graves: la tendencia a habilitar macrocentros en lugar de espacios más reducidos donde atender mejor a los jóvenes, los debates tóxicos alrededor de los centros, un personal con condiciones laborales desiguales —la mayoría de centros está en manos de entidades subcontratadas por las administraciones públicas, tan diversas como los mismos adolescentes—… Se pone el acento, precisamente, sobre el origen diverso de los jóvenes, pero hay algo más decisivo que comparten y que explica las dificultades para gestionar este momento: son adolescentes angustiados, porque saben que en cualquier momento pueden ser expulsados del sistema.
—Cuando no estaba estudiando, estaba en la cama. No quería tener problemas. Me decían: vamos a jugar a fútbol. Y decía que no.
Un día, de regreso de su curso de fontanería, llovía a cántaros y Musa llamó al centro para que vinieran a recogerlo en coche (tienen vehículos preparados para momentos de emergencia). Dice que no lo recogieron y después tuvo un enfrentamiento con aquel educador.
—Pues que sepas que desde el centro me hablaron muy bien de ti —lo interrumpe Bàrbara Bort, de Punt de Referència, que ha estado acompañando a Musa en todo este proceso.
Estamos en el comedor de la casa de Joana, unas semanas después del inicio de la acogida. Mientras charlamos de otras cosas, Musa está relajado, se le ve feliz en su nuevo espacio cotidiano, pero se lo llevan los demonios cuando recuerda aquella época.
—Hablaste con otra educadora que me trataba muy bien —responde Musa.
Bàrbara asiente.
—Un día, mientras dormía en el centro, me dijeron que tenía una cita con la Fiscalía [de menores] —retoma el relato Musa—. Les dije que por qué no me habían avisado antes. “No voy”.
Se había puesto en marcha un procedimiento de determinación de la edad, algo temido por jóvenes como Musa. Estas pruebas, en concreto las que miden el grado de maduración ósea o dental, han sido tachadas de imprecisas por organizaciones de derechos humanos. Pero hay algo más duro en el caso de Musa: él tenía pasaporte, y en él decía que le faltaba medio año para cumplir la mayoría de edad. No era demasiado, pero sí suficiente como para empezar a planear su futuro. Si se demostraba su mayoría de edad, pasaría automáticamente a estar en situación irregular. Algo que incluso ha llevado a algunos chicos a suicidarse.
—Dije que quería un abogado. Me dieron el número de una mujer y me dijeron que era mi abogada [de oficio].
Punt de Referència dio apoyo a Musa en este proceso. La abogada de oficio al principio no parecía estar informada de que llevaría el caso de Musa, pero acabaron aclarando que sí. Fue justo una semana antes de la cita judicial: sin el apoyo de Bàrbara, Musa lo habría tenido más difícil. Se dieron cuenta entonces de que el nombre que constaba en el expediente era el mismo, el de Musa, pero no el apellido. ¿Pero es él?, preguntaron antes del día. Sí, es él, les respondieron.
El día D, cuando Musa y Bàrbara estaban en la estación de Sants preparados para ir a la Ciutat de la Justícia, recibieron una llamada del centro: no vayáis, se han equivocado de nombre. Bàrbara llamó a un abogado de confianza, experto en extranjería, y quedaron en que irían igualmente y que él les echaría una mano. Una vez allí, se vieron con este abogado y con el de oficio —del mismo bufete de la abogada, que finalmente le había pasado el caso—, y se dieron cuenta de que no había un error: había dos personas.
—El otro nombre existía, pero nadie sabía dónde estaba el joven —dice Bàrbara—. ¡Y era un chaval ciego de un ojo! Lo habían expulsado de un centro y nadie lo acompañaba. No se presentó a juicio.
Ambos eran de Gambia y se llamaban Musa, pero el parecido era imposible, sobre todo a causa de ese ojo. Ello no evitó la confusión, una dolorosa muestra de racismo institucional.
—Cuando vas a mirar dónde está el origen del error… es que físicamente no tienen ninguna semejanza, es evidente que no son la misma persona. Daba la sensación de que miraban el expediente tres minutos antes de entrar.
Musa y su abogado se pusieron manos a la obra para denunciar la situación. Pero se decretó su mayoría de edad, y tuvo que salir del centro. Entonces entraron en juego el programa de Punt de Referència y la familia de acogida, Joana, que lanzaron un flotador salvavidas a Musa en el momento que más lo necesitaba.
Después podrá caminar solo.
***
Ha pasado medio año desde que Musa llegó a la casa de Joana. O visto al revés: le quedan tres meses para marcharse. El programa es de nueve meses, aunque es prorrogable. El tiempo pasa volando, dice el cliché.
—¿Estará ya? —pregunta Joana.
—Sí.
Hablan en la cocina. Musa prepara su plato estrella, el mafe, un guiso versátil que hoy tendrá arroz y cordero. Joana le pregunta y le repregunta: quiere que Musa le conteste directamente en catalán. No aspira a convertirse en su tutora, o en una figura matriarcal, o en alguien que guíe su rumbo. Ni lo pretende ni se espera eso de ella, porque supondría una mala interpretación del proceso de acogida —por parte de ambos. Pero sí le gustaría sembrar una semilla.
La lengua.
—Agaf…
—Vuelve a intentarlo —le pide Joana.
—No puedo.
—Sí que puedes, esfuérzate.
—Me esfuerzo pero no puedo.
—Agafo… (Cojo…).
—Agafo —repite Musa.
—Es que, si no, dices “no puedo” y te quedas tan ancho. Sí que puedes.
—Mica en mica… (poco a poco).
—S’omple la pica! —sonríe Joana cuando oye el inicio del refrán que llama a la paciencia para llenar el pilón poco a poco—. Esa sí que la aprendiste… Nadie nace enseñado.
—Me cuesta mucho.
—Pero si te frenas y dices “no puedo”… ¿Verdad que has podido decir esto? Tú ya entiendes el catalán. Poco a poco irás entendiendo más palabras… Lo que interesa es que la gente te entienda. Y que tú los entiendas.
—Yo entiendo, pero hablar bien me cuesta mucho.
—Esta es mi batalla, chato, ya sabes que me haría mucha ilusión que acabaras entendiéndolo y hablándolo, porque será la única manera de que cuando muera te acuerdes de mí. ¡Joana, que es una pesadilla y que no me deja vivir!
—Nunca diré eso, ya lo sabes… pero son muchas lenguas.
—¿Tú sabes que cuantas más lenguas se saben, más fácil es aprender otra?
—Bueno…
—Tu cerebro se va abriendo, aún es joven; el mío ya no, se va cerrando.
—Sí, es verdad.
—Vaya sermones, chato.
***
Después de nueve meses de mafe y macarrones, de hacer la limpieza los fines de semana, de alguna excursión, de insomnio y descanso, de clases de catalán que no son clases de catalán, de TikTok y ver la serie Resurrección en el móvil (Musa), de enterarse de quién es Murad (Joana), Musa se ha ido.
Joana ha recuperado el juego de llaves del invitado. Está satisfecha: todo ha ido sobre ruedas. Pero también está cansada.
—La convivencia ha sido intensa. Pero no debido a un choque de culturas, sino porque él es adolescente y yo podría ser su abuela —dice Joana en la mesa de su comedor, escenario de tantas y tantas conversaciones con Musa.
—Es una experiencia que hay que tener —dice Joana sobre la acogida—. Pero tienes que estar bien informada antes de hacerla. Te preparan, pero a mí me ha costado más de lo que creía.
Dice Joana que su caso no es el mismo que el de parejas o familias con algún miembro adolescente en el que la persona acogida se pueda reflejar.
—Me costó al principio porque llevaba muchos años viviendo sola —dice Joana—. Me ha costado, también, no ser demasiado protectora…
No siempre sucede, pero Joana sigue en contacto con Musa. Se van contando cómo avanza todo. Ahora Musa vuela hacia una nueva vida. Y Joana se prepara para retomar su intensa agenda —clases de catalán como voluntaria, compromisos familiares, encuentros con amigas, presentaciones de libros—, aunque con otra perspectiva.
—No es por ponerme medallas, pero creo que al final lo he conseguido.
Musa se ha ido a Mataró, a unos treinta kilómetros de Barcelona. Allí convive con otros chicos en un piso de acogida, la solución temporal que ha encontrado.
—He aprendido mucho, he disfrutado mucho, Joana me ha enseñado mucho —dice Musa en el sofá del piso de Mataró, pulcro y casi carente de decoración—. Estoy buscando un equipo de fútbol para jugar aquí.
Es el mes de febrero, pero Musa ya va en camiseta de manga corta. Su habitual risa franca tiene otro matiz: una alegría despreocupada.
—Estaba muy preocupado por los papeles. Ahora ya no.
Ha conseguido regularizar su situación, y ya está buscando curro.
Al día siguiente va a una entrevista de trabajo con una empresa de mudanzas. Lo contratan.
Pero hay cosas que no cambian: tendrá que levantarse temprano, porque trabaja en Barcelona y eso significa, desgraciadamente, que deberá viajar en la Renfe.
Los fríos acrónimos para designar comunidades. Menas: menores extranjeros no acompañados. Menores: un término legal, despojado de la ternura de la adolescencia. No acompañados: la negación para definir. Acrónimos deshumanizadores que se calientan, que se convierten en un arma arrojadiza: en el caso de España, para que la extrema derecha agite el racismo y la islamofobia, hasta que la palabra, el acrónimo, ya ni siquiera se refiera a lo que en un principio se refería, porque todo el mundo sabe que esto va mucho más allá de los “menores”.
Según el Ministerio del Interior, a finales de 2024 había “un total de 17.452 personas
de 16 a 23 años menores tuteladas o jóvenes extuteladas”. Más de 10.000 son de Marruecos, como Moha; más de 2.000 son de Gambia, como Musa. Otras nacionalidades importantes: Argelia, Senegal, Mali, Guinea, Pakistán. Una realidad diversa que va más allá del estereotipo racista que se ha fabricado, que responde a chaval marroquí que se dedica a robar (los datos oficiales desmienten que exista una relación directa entre el aumento de niños y adolescentes migrantes y el índice de delincuencia).
Adolescentes víctimas del racismo y de la demagogia política.
Una de las vergüenzas de nuestro tiempo es que el poder instrumentalice a personas en una situación vulnerable para sacar rédito político. O para tapar sus vergüenzas. Pasó en 2015 con la mal llamada crisis de los refugiados, cuando un millón de personas, la mayoría de Siria y Afganistán, llegaron a Europa de forma irregular. Se puso en marcha entonces el llamado sistema de cuotas, en virtud del cual los Estados miembros de la UE debían acoger de forma obligatoria a un número concreto de personas refugiadas, y enseguida empezaron las disputas para acoger a unos miles más o menos. Se usaron esas cifras como arma política contra los vecinos e incluso como una forma de reivindicar los intereses propios. La crisis de la que se hablaba en los medios en 2015 no era la de las personas que atravesaban Europa, sino de la propia Europa, incapaz de gestionar la situación.
Algo parecido sucedió este año en España, aunque a una escala más ridícula. El hacinamiento de casi 6.000 jóvenes llegados a las islas Canarias —de los cuales, por cierto, tan solo unos 800 estaban regularizados— hizo que el Gobierno activara un mecanismo para repartirlos en diferentes comunidades autónomas. Si en el caso de la UE se recurrió a las cuotas —como si las personas refugiadas fueran un producto lácteo—, en España se tuvo que diseñar una fórmula a partir de criterios como la población, renta per cápita, tasa de paro, el esfuerzo previo… Casi un algoritmo para repartir a unos miles de adolescentes. Las comunidades gobernadas por el Partido Popular se negaron a aceptar su distribución. Junts pactó con el Gobierno un reparto que se reduciría a 20 o 30 jóvenes en Cataluña. Peones de una partida de ajedrez en la que el mensaje para la población general, para satisfacción de la ultraderecha, era claro: son un problema, no los queremos.
Y entonces no se vuelve a hablar de ellos y ellas y hasta la próxima trifulca política.
¿Pero qué pensarán ellos y ellas?
¿Qué pasará por sus cabezas?
Kayla no se llama Kayla: escoge este seudónimo escrito así, con i griega. Tiene 20 años y es de Guinea. Llegó a la provincia de Lleida con su familia.
Este es el torbellino que hay en su cabeza:
“Yo llegué aquí a España cuando tenía… ¿Sabes que no tengo 20 años? En mi NIE dice que tengo 20 años, pero tengo 18. Eso me jodió la vida, porque a la hora de estudiar estaba sentada con gente mayor, pero ellos no sabían que eran mayores que yo. En mi país estaba como en primero de la ESO, y aquí me mandaron directamente a cuarto. Bueno, llegué aquí en noviembre de 2019. Y en 2021 mi padre me obligó a casarme con mi primo lejano. Me quedé dos meses con él. No quería casarme, pero mi padre me dijo que si no quería casarme solo tenía dos opciones. O te mato o te devuelvo a Guinea. Pero yo no quería volver a Guinea en ese momento. Porque mi padre me habría castigado. No me habría dado dinero ni nada. Yo nací en la capital. No sé cómo está la vida de los pueblos. No quiero vivir en el pueblo. Yo no quería irme. Y no quería morirme tampoco. Así que tuve que casarme. Llamé al chico para explicárselo. Por favor, explícale a mi padre que no quiero casarme. Que soy joven, tengo 15 años. Que quiero seguir estudiando. Yo quiero casarme cuando me dé la gana. No sé qué le contó ese chico a mi padre. Mi padre vino a matarme. Me estranguló. Durante un mes dormí muy inquieta. Y acepté casarme con mi primo lejano ese. Me quedé como dos o tres meses con él. No pude quejarme. Porque si me quejaba, iría a hablar con mi padre. Y mi padre me iba a matar. Literalmente, me iba a pegar. No podía más. Hasta que un día salí de casa, como si fuera al instituto, con la mochila, y ya no volví. Mi profesora de catalán, Carme, me ayudó a salir del matrimonio forzado. Me ayudaron los servicios sociales. Me ayudaron muchísimo. Estuve dos meses en Girona. Después, de Girona a Barcelona, en 2022. Y… ya, ahora estoy viviendo bien.
No hablo con mi familia como en un año y medio. No. Ellos no saben si estoy viva o muerta, no saben nada. Me fui y ese día le dije a mi marido que para mí no es mi marido. Aquí tengo las llaves. Son como un trofeo, porque son del sitio de donde quería salir.
Cuando llegué a Barcelona empecé a estudiar y a trabajar. A vivir bien. A vivir como me da la gana. Antes tenía también el hiyab. Mi padre me pegaba por quitármelo. Yo no quería llevarlo. Ni rezar cinco veces al día. No me sentía reflejada en el islam. Porque para mí las mujeres no tienen ningún derecho. Son como cabras que siguen a los hombres, que son los pastores.
Vivía en un centro para jóvenes, en Barcelona, aquí en el centro. Yo quería salir porque no me sentía bien ahí, no comía bien. Pesaba 43 kilos, algo así. La comida era… yo creo que estaba caducada. En plan, yo creo que es una comida que regalan desde tiendas o comercios. Ahora peso 56 kilos. En un año. Y me robaban la ropa. Había algunas personas que, por ejemplo, a la hora de dormir, estaban gritando, poniendo música, no respetaban la convivencia. Me dijeron que me ayudarían a salir de ahí. Yo dije que si no me largaría. Hasta que entré en un piso [de acogida, a través de Punt de Referència].
Desde mi punto de vista, la acogida es como algo temporal. Sí, estarás en una familia, sí, te apoyarán, sí, pero no serán tu familia, no son tu familia, en plan, siempre habrá algo que falta, ¿sabes? Que no encaja tampoco.
[Después de la acogida] me he mudado al barrio de la Florida [en las afueras de Barcelona], me ha ayudado la persona con la que estaba viviendo. Me ha ayudado mucho, estoy agradecida. Ha ido muy bien la mudanza, aunque no teníamos ascensor, había tres plantas. Hemos hecho mucha ida y vuelta, madre mía, me he quedado con los pies que me duelen hasta ahora. No me imagino cómo estará él. Ahora estoy viviendo con un guineano y un marroquí. Pero antes me timaron. Encontré una habitación, pagué la fianza y el tío me sacaba cada semana una ¿cómo se llama? una excusa. En plan, su primera excusa era que está fuera de Barcelona, no me puede dar las llaves. Yo le dije, no te preocupes, cuando vuelvas me darás las llaves.Y la segunda semana me dijo, estoy en el hospital, no sé qué, me van a operar. Yo le dije, no te preocupes, recupérate. Y la segunda semana, ¿tú sabes cuándo vas a salir? En plan que yo necesito salir ya, yo necesito que me des el dinero o la llave. Es que no sé cuándo voy a salir. Mándame la ubicación de tu hospital, como sea, yo me voy a buscar la llave hasta allí. O mándame mi dinero, que no tengo dinero suficiente en mi cuenta. Cuando me fui a denunciarlo, la policía me dijo que el chico es muy limpio, que no ha hecho nada en su vida. Un día estaba tan cabreada que le dije: eres un hijo de puta, encontrás tu karma. Pero hasta ahora no tengo nada de mi dinero y por eso me quedé una semana más en la casa [de acogida]. Punt de Referència me ayudó a encontrar la nueva habitación, el sitio donde al final me he mudado.
Ahora estoy trabajando [en la zona metropolitana de Barcelona] como monitora escolar. Y me encantan los niños, a decir la verdad. Bueno, antes no me gustaban los pequeños. De pequeña siempre me veía como diseñadora de moda. Siempre estaba obsesionada con la ropa. La ropa de mi hermana, sus tacones. Dibujaba, pero me di cuenta de que no lo hacía bien. Tampoco me gusta coser. He intentado trabajar como costurera, pero no me ha gustado. No me ha gustado. Así que mis sueños se fueron, chau. Una vez trabajé como canguro y descubrí que me gustan los niños. Entonces decidí intentarlo, ver si se me daba bien. He estado dos meses y son unos amores. Quiero estudiar el grado superior de Educación Infantil. Porque… bueno, estoy formándome. Con los de infantil me entiendo bien. Pero los de primaria me toman el pelo. No me hacen caso. La semana pasada estaba con los de quinto de primaria. Había una niña que siempre está conmigo a la que un niño le dijo que no me tocara, porque soy negra. En la escuela hay solo mestizos, son negros a decir la verdad, pero soy la más negra para ellas, no tengo mi sitio para mí. La pequeña viene a decirme eso y yo: eso sí que es grande, tengo que hablar con la coordinadora. Me dijo que yo estaba enseñando insultos en francés, que yo le hablaba mal a los pequeños… Le dije que era un malentendido. Había un chico que tenía autismo, sus compañeros lo trataban fatal. Y les dije que no se trata a un amigo como a un tonto. Es una persona como vosotros. Eso no se hace. Y fueron diciendo que yo lo había tratado como un tonto. También vinieron a decirme fu. Yo les dije que fu significa tonto en francés. Entonces me dijeron [del centro] que no dijera eso. Que intentara controlar mis palabras, porque los niños siempre lo toman en sentido literal. Y yo bueno, vale, me disculpé. No volverá a pasar. Pero cuando le comenté [a la coordinadora] en plan sobre el racismo, me mandó callar. Me dijo no vayas por ahí, ¿eh? No vayas por ahí. Me ha dicho que no vaya por ahí porque nosotros los negros siempre nos estamos quejando. Si nos estamos quejando es por algo. Bueno, ¿tú me puedes regañar pero yo no puedo decir cómo me siento? Y me… ¿sabes con lo que me sale? Me sale con una comparación entre la homofobia y el racismo. ¿Tú crees que vosotros siempre sois los que estáis sufriendo? Yo también he sufrido por ser lesbiana, que no nos dejaban jugar a fútbol, me sale diciendo que no me queje, porque ella también ha sufrido rechazos sociales. Pero ¿qué me estás diciendo? Y bueno yo le dije si tú me estás saliendo con este comentario, los niños no me sorprenden, de verdad, y sabes qué, quédate tu bata y vete, y yo también le dije, mejor, no quiero estar en una escuela llena de racistas pesadas, y me fui llorando. He hablado con mi tutor de la formación, me están buscando otra escuela porque yo no quiero volver allí.
Yo, literalmente, siento decir esto, pero cada vez me dan más ganas de volver a mi país. Cada vez me dan más ganas. No estoy diciendo que en mi país todo esté guau, de color de rosa, pero al menos nadie me mirará como una rara. Al menos te sientes parte de una comunidad.
Te critican por ser negra y por ser blanca también. Mi madre siempre me dice que los blancos me han lavado el cerebro, vuelve a casa, vuelve. Me siento como la gente mestiza, me critican porque dicen que eres menos negra, o que eres menos blanca. Yo no soy blanca, no me identifico como blanca, pero por maneras de pensar, los negros siempre me identifican como blanca, me dicen que soy así, en plan, que el hecho de llegar a Europa me ha quitado todo. Hay chicos negros que al saber que me gustan también las chicas me han dicho qué asco, estás pensando como una blanca. Siempre me han gustado las chicas, desde los diez años. Cuando llegué a Europa me di cuenta, guau, de que es lo normal, no era una loca, no era rara, es lo normal, mis sentimientos eran válidos, no tenía que ocultarlos. También siento que vivir en Europa me da un poco de privilegio. En mi país, si estás depresivo, te llaman tonto o loco, te dicen que algo no va bien en tu cabeza, al menos aquí me puedo sentir depresiva, con ansiedad, sin que nadie me juzgue, y que se me acompañe a lidiar con eso, a trabajar en eso, y puedo salir con quien me da la gana, no me pueden decir que me da asco, bueno, aquí también hay homofobia, pero no se puede comparar con mi país. Me siento agradecida de vivir también en Europa, porque esto me da un poco de privilegio y derecho, y antes estaba quejándome de que quiero irme a mi país, porque estoy sufriendo racismo, pero comparar el racismo que puedo aguantar aquí, o ir a mi país, que me miran como tonta, loca… si me voy a mi país tendré que fingir que no soy esa persona, soy una persona heterosexual, normal, y ya.
Siempre tengo los pensamientos de suicidio, pero nunca lo hago. Antes sí que me hacía daño, pero no para morirme, sino daño para calmar la cabeza, pero ahora no lo hago porque mi piel es tan bonita, no merece eso. Y bueno, nunca me atrevo a matarme, porque tengo miedo, normal. Quiero irme este año a Guinea para renovar rapidísimo mi pasaporte, para que no me pase lo que me ha pasado.
Estoy muy feliz porque ahora mismo estoy muy bien, literalmente, mentalmente y físicamente. No me estoy agobiando porque el año pasado estaba siempre, siempre buscando un trabajo. Tenía los ánimos muy bajos porque necesitaba un trabajo, necesitaba pasta. No tenía pasta, no tenía trabajo.
Cuando estoy angustiada me voy a la playa, siempre me voy a la playa de la Barceloneta, porque me encanta el viento que viene hacia mí, el sonido del agua, me calma, es como… me encanta, me gusta. También me gusta hacer meditación, y el yoga, pero lo que me cuesta son los estiramientos. Siempre los hago en mi cama, así, con la música india. Me encanta la India, me encanta Bollywood. En un futuro me veo viviendo allí. Crecí en Guinea viendo películas de Bollywood. Películas traducidas al francés”.
Personajes:
Fernando
Beatriz
Ashi
Acto único:
Fernando, de 77 años, y su mujer Beatriz, de 75, en el salón de su piso en Barcelona. Comida con Ashi, el joven de pocas palabras que estuvo acogido aquí durante nueve meses. Es una comida de reencuentro: Ashi se emancipó y ahora trabaja en una peluquería.
Fernando y Beatriz se enamoraron hace medio siglo en la India y aún guardan un libro antiguo de recetas indias en la cocina. Ashi es de la India, de la provincia de Punjab: una bonita casualidad. Toca menú indio, claro: garbanzos y pollo al curry. Cocina Fernando. Se conocen los tres, pero no se conocen. Hay nostalgia del tiempo vivido. Hay silencios en la mesa. Hay misterios en la mesa.
Beatriz: El tema de comer indio, al menos para mí es un problema la rinitis, no sé si le pasa a todo el mundo…
Fernando: A mí siempre me faltan vitaminas. He puesto muy poco picante.
Ashi: Bueno, sí…
Beatriz: No hemos puesto pan. Porque contrarresta el picante, eh. Pero Ashi el otro día nos dijo que comía menos picante que cuando llegó…
Ashi: Ahora tampoco como mucho picante… Antes cuando estaba aquí en casa sí que comía picante.
Beatriz: [Hace un gesto con la mano] Cogías guindillas y te las partías así.
Fernando: Hacíamos la pasta con ajo y peperoncino.
Beatriz: ¿Qué has hecho con la peluquería hoy?
Ashi: He cortado el pelo.
Beatriz: ¿Pero has cerrado ahora para venir a comer?
[Ashi asiente sin decir nada].
Beatriz: El jefe de la peluquería es indio.
Ashi: Sí, es indio.
Beatriz: Pues es raro, ¿no? Porque normalmente son pakistaníes.
[Silencio].
Beatriz: Tú cuándo ibas al peluquero, cuando vivías aquí, que venías con looks diferentes… ¿eran pakistaníes o indios?
Ashi: Eran pakistaníes.
Beatriz: Por el Raval, ¿no?
Ashi: Sí, por el Raval.
Fernando: En Barcelona hay diez pakistaníes por cada indio, ¿no? Como mínimo.
Beatriz: ¿Queréis más garbanzos? ¿Ashi?
Ashi: No, ya está bien.
Beatriz: Luego hay pollo.
[Silencio].
Fernando: Hacíamos dos horas de clase de lengua. Le costaba bastante ¡Era un gandul!
Beatriz: Habéis puesto pollo al curry, pues yo encuentro que con el curry… y mira que allí no son de alcohol pero… apetece el vino.
Ashi: [Sin ánimo de corregir, animado por aportar algo a la conversación] Ahí toman yogur, Bea, yogur.
Beatriz: Es verdad, que tú tomabas yogur. Para compensar el picante.
Fernando: Pollo, ¿eh? Con el arroz, hombre.
Beatriz: Bueno, nos ponemos arroz, ¿no? Para comer el pollo. ¿Queréis o no?
Fernando: Todo el mundo quiere.
[Mastican].
Beatriz: Hoy estás comiendo más, ¿eh? El último día comiste poquito.
Fernando: ¿Está bueno? Le he puesto poca sal.
Beatriz: Para mí está perfecto.
[Silencio. Recuerdan los primeros días de convivencia].
Ashi: El primer día aquí, cuando entré con Bàrbara, no sabía nada de nada. Es que cuando estaba en el centro no hablaba muy bien español.
Fernando: No hablabas nada.
Ashi: En el centro hacíamos clases. En aquella época no hablaba con las personas de fuera.
Fernando: ¿Eran marroquíes?
Ashi: La mayoría, y cuando vine aquí con Bárbara yo no hablaba nada.
Fernando: Ni palabra.
[Ashi y Fernando ríen].
Ashi: Y después de ahí bien.
Beatriz: ¿Cómo nos viste? ¿Qué impresión te causamos? Porque esto nunca lo hemos hablado.
Fernando: Yo era un poco viejo, ¿no?
[Repiqueteo de cubiertos].
Ashi: Es que yo echaba de menos a mi familia. Necesitaba salir del centro. Había muchos chicos, había dos plantas, primera y segunda. En cada planta yo creo que había 20 chicos. Cuando entraba en el centro tampoco… Si alguien entra de Marruecos tiene sus paisanos y todo eso. Yo hablaba inglés y ahí tampoco… ellos no hablaban. Fue un poco duro. Punt de Referència contactó con el centro, y el centro quería que participara en el proyecto.
Beatriz: ¿Qué expectativas tenías? ¿Te habías hecho una idea de cómo seríamos?
Ashi: No, yo imaginaba qué cosas hacía con mi familia…
Fernando: [Juguetón] Esperabas una familia parecida a la tuya, ¿no? Pues no, mira…
Beatriz: [Ríe] Somos de la edad de tus abuelos.
Ashi: [No quiere responder a eso] Me acuerdo de las clases sobre todo.
[Todos ríen porque antes Fernando le dijo que era vago].
Ashi: Las clases, la cocina, los viajes…
Beatriz: El último día que nos vimos recordabas el viaje que hicimos al delta del Ebro.
Ashi: Sí, a mí me gustó mucho. Es como zona de agricultura, como en nuestra tierra, el Punjab, todo plano, mucho arroz…
Beatriz: Allí vas rodeado de campos.
Ashi: Aprendí a nadar también.
Beatriz: Al principio el mar te daba un poco de miedo.
[Ashi murmura, reniega: sí que le da miedo el mar, aunque ya lo había visto en Bombay, ciudad india costera]
Fernando: Y fuimos a la nieve.
Ashi: [Esta vez con entusiasmo] Nieve, nieve, sí.
Fernando: Bajando con el trineo…
[Ashi ríe].
Beatriz: Te tengo que encontrar el vídeo.
Ashi: Yo creo que seguramente lo tengo. Claro, para nosotros la nieve es algo…
Beatriz: Bueno, tampoco en Cataluña es que tengamos mucha, fue un año que había nieve en el Pallars…
[Ashi busca fotos en el móvil, se encuentra con otras]
Ashi: Esta es de cuando fuimos a Francia. Esta es de cuando fuimos al delta del Ebro.
Beatriz: A ver.
Fernando: Mira, mira, el vídeo de cuando ya nadaba bien.
[Pausa, los platos siguen en la mesa, parece que han acabado de comer].
Beatriz: ¿Te gustaba lo que estudiabas cuando estabas aquí? ¿Qué expectativas tenías?
Ashi: Hacía informática, luego un módulo de chapa y pintura. Pero con el tema del NIE tenía que dejar de estudiar. Porque para renovar el NIE necesitaba contrato de trabajo. Tengo el NIE de dos años. Este año creo que puedo pedir de cinco años.
[Suena el móvil de Fernando. Lo coge y se aleja].
Ashi: De momento trabajo. Ahora es difícil estudiar y…
Beatriz: Ahora te estás sacando el carnet de conducir.
Ashi: Esta mañana he hecho clase. Y mañana también voy. Es difícil.
Beatriz: La teórica te la sacaste. La teórica es la más difícil. Bueno, de cuando nos examinamos nosotros a ahora ha cambiado mucho. Ahora te preguntan muchas más cosas, es más complicado.
Ashi: [Sin ánimo de contradecir aunque lo haga] Es más difícil la parte práctica, aquí hay muchas rotondas, líneas continuas, discontinuas…
Beatriz: Y en la India…
Ashi: En la India… [se ríe, no dice nada más, como si no supiera por dónde empezar].
Beatriz: ¿Queréis un poco más de curry o no?
Fernando: [Vuelve con el móvil en la oreja, se despide] Perfecto, que vaya bien, buen fin de semana. [Cuelga]
Beatriz: No cambiamos platos para el postre, lo siento.
[Hablan de cuando Ashi se fue de casa].
Ashi: Al principio me fui a un piso compartido, éramos tres chicos. Con Moha… [Moha el youtuber, Moha el rapero, Moha el repartidor].
Fernando: No durante mucho tiempo…
Ashi: Moha tenía una novia y… ahora no tengo ni idea de lo que hace. Ahora vivo con una familia y tengo contrato fijo.
Beatriz: ¿Vives con una pareja india?
Ashi: Sí.
Fernando: ¿Y estás contento con el trabajo?
Ashi: [Convencido] Sí.
Fernando: Además ahora conoces gente.
Beatriz: Al principio no salías, los domingos te quedabas todo el día en casa.
Ashi: Durmiendo…
[Todos ríen].
Fernando: Dormías como una marmota.
Ashi: Venía de la escuela, comía y dormía. A veces hasta la noche, hasta la hora de cenar.
Beatriz: Te levantabas muy pronto, también hay que decirlo.
Fernando: Durante las semanas se levantaba pronto. Aprovechaba el domingo para pegarse diez horas… o doce.
[Hablan de fútbol, del Barça, de las capitales del mundo que Fernando enseñaba a Ashi… hasta que vuelven al principio. Al momento en que Ashi llegó a España].
Ashi: Fue muy duro. Hay una historia de eso.
Beatriz: [Llega de la cocina al salón] No sé si os gustan los nísperos, los yogures…
Fernando: Estábamos aquí con una historia de Ashi.
Ashi: Es una historia larga… La explicaré otro día… No conocía a nadie. Fue duro. Mi padre tenía amigos que me trajeron… Tenía 17 años…
[Lo dejaron solo en Barcelona].
Fernando: No tenías ni un mapa, ni un plano ni nada.
Ashi: Mis paisanos me llevaron a la Policía.
Fernando: Te dejaron en el Raval, ¿no?
Ashi: [Silencio, luego habla] Pregunté en una tienda y me llevaron a la comisaría en Plaza España. Y de ahí al centro. Tenía tutor. El centro estaba bien, pero no me podía comunicar…
[Ashi no quiere hablar más del tema].
Beatriz: Te quiero hacer una pregunta. Si no quieres, no contestes. A ver. Ahora, con el tiempo que ha pasado, ¿en qué piensas que te sirvió estar aquí para la vida que estás haciendo ahora? ¿Me has entendido?
Ashi: [No lo ha entendido] Sí, un poco, sí.
Beatriz: Si tu estancia aquí con nosotros…
Fernando: …el tiempo que estuviste aquí…
Beatriz: … te ha servido para afrontar la nueva situación, para trabajar, relacionarte con la gente…
Ashi: [Con aplomo ahora que lo entiende bien] Sí, sí, sí. Es lo que decía antes, que en el centro ni hablaba con nadie, solo con el tutor. Y además, el idioma. Aquí aprendí muchas cosas.
[Silencio].
Fernando: Nos reíamos mucho con First Dates.
Ashi: [Ríe, se mea de risa, Fernando tiene razón] Sí, sí.
Beatriz: Lo mirabais vosotros, porque yo paso.
Fernando: Oye, yo también paso. Pero nos reíamos. Es todo tan preparado… Pero mucha tele tampoco veíamos. Él con sus maquinitas. Con sus móviles. Porque tenías más de uno. Tenías dos, ¿no?
Ashi: [Sin ánimo de contradecir aunque lo haga] Solo usaba un móvil. Otro número sí, puede ser.
[Es el móvil que usaba para hablar con su madre, y hablan de su madre, de si estaba preocupada por él…]
Ashi: Al principio un poco sí. Pero cuando le enviaba fotos y hacíamos videollamadas, desde ahí ya…
Fernando: Ya vieron que no éramos el demonio.
Beatriz: Porque además, por lo que tú has contado, quizá tus padres tenían una expectativa distinta de cuando tú llegaras aquí, pensaban que tendrías otra situación. Quizá se encontraron con esa situación que les preocupó, los dejó preocupados.
Fernando: Por lo que sabemos… Es una zona oscura que nunca ha llegado a explicar bien, y es su derecho total. Los padres tenían la expectativa de que él llegara aquí e iba a tener trabajo. Os habían prometido que teníais las cosas muy fáciles. Fáciles, sí. O sea, que para la familia pues fue un palo.
Beatriz: Cuando llegaste al centro y después tuviste que hablar con tus padres, o alguien tuvo que hablar con tus padres, tú pediste que les explicaran lo que te había pasado. Al principio no lo explicaste tú a tus padres…
Ashi: No, no, yo no… Por eso digo que…
Beatriz: Para no preocuparles o para no…
[Silencio].
Las vidas de Moha, Musa, Kayla y Ashi se pueden contar de tantas maneras. Desde el rap o la poesía; desde el periodismo narrativo, con un reportaje que describa su día a día; desde el ensayo o la crítica contra el sistema —incluso contra ellos mismos—; desde dentro de sus cabezas a través la escritura automática; desde el teatro, con una dosis de humor, absurdo o nostalgia.
Hay que preguntarse, entonces, por qué alguien ha decidido que esas vidas adolescentes deben contarse desde el odio.
El miércoles 23 de marzo de 2016, en plena Semana Santa, el padre Richard Estrada, pastor de la Iglesia Episcopal, fue arrestado frente al Centro de Detención Metropolitano de la ciudad de Los Ángeles por protestar contra las deportaciones de familias inmigrantes centroamericanas en busca de asilo en Estados Unidos. La detención de Estrada, junto con otros 20 líderes religiosos y activistas, ocurrió justo afuera de la sala del tribunal donde niños y niñas centroamericanos eran obligados a representarse a sí mismos ante los jueces de inmigración, sin tutor ni abogado, para explicar las razones por las que se encontraban solos en el país y por las cuales solicitaban asilo; uno de los episodios más irracionales ocurridos durante el Gobierno de Barack Obama.
Los sacerdotes, diáconos, reverendos y reverendas, y otros activistas que participaron en el acto de desobediencia civil para llamar la atención de la sociedad y los medios, formaban parte de Clero y Laicos Unidos por la Justicia Económica (CLUE), una organización que colabora con más de 600 líderes religiosos y 1.200 laicos que representan a una amplia gama de grupos étnicos y denominacionales en el condado de Los Ángeles. CLUE es parte del movimiento interfaith, interreligioso, que surge en los años 1980 en apoyo al Movimiento Santuario, una iniciativa para dar alojamiento y proteger de la deportación a los inmigrantes centroamericanos que huían de la guerra civil en sus países. Tras la reforma migratoria de 1986, la mayoría de estas agrupaciones han ampliado su alcance y continúan desarrollando actividades en apoyo a sus comunidades de base.
Este fue el caso del padre Estrada. Nacido en el Este de Los Ángeles de padre mexicano y madre texana, en 1978 se ordenó como sacerdote católico y por muchos años ofició en la Iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles, en el corazón de la ciudad, misma que convertiría en Santuario, primero en los años 80, y nuevamente en 2006, cuando aumentaron las redadas durante la administración de George W. Bush. Entre esos dos momentos, Estrada fundó Jóvenes Inc., una organización para atender a jóvenes sin hogar y con problemas familiares o de integración; se solidarizó con las víctimas de VIH y sida; se sumó a las organizaciones que dejaban agua en la rutas migratorias del desierto, y organizó marchas en defensa de los inmigrantes en la primera década de los años 2000, echando mano de nuevo de los grupos interfaith —y siendo arrestado en cuatro ocasiones—.
En 2014, después de una serie de desacuerdos con el liderazgo de la Iglesia Católica en torno al rol de las mujeres y la comunidad LGBTIQ+, Estrada, en un acto de profunda congruencia, renunció a la orden de los Claretianos y se unió a la Iglesia Episcopal, continuando su actividad en un templo del barrio angelino de Lincoln Heights hasta su muerte el pasado 31 de marzo, a los 83 años de edad.
Es imposible hacer oídos sordos a los ecos de la muerte del padre Estrada, que resonaron con fuerza en el mundo de la defensa de los derechos civiles en Estados Unidos en unos meses marcados por el retorno de Trump a la Casa Blanca y la elección de León XIV como nuevo Papa; porque si bien es cierto que en ese país las corrientes antiinmigrantes, antidiversidad y racistas siempre han existido, también lo es que históricamente han encontrado su contrapeso en el trabajo activista de las organizaciones ecuménicas. Desde las desobediencias civiles de la Southern Christian Leadership Conference, la coalición de iglesias afroamericanas de los años 1960, hasta la más reciente, encabezada por los clérigos interfaith que apenas hace un par de semanas fueron arrestados frente al Centro de Detención de inmigrantes de Delaney Hall de Nueva Jersey, estas coaliciones diversas suelen reactivarse cuando hay un avance de las políticas que amenazan los derechos civiles. Si Trump es un síntoma del avance de esta ideología, la reactivación de las resistencias también lo es. Cuando el odio sale a la calle, la parte más humanista de la sociedad se organiza y actúa.
Está claro desde hace muchos años que para volver a jugar un rol en la defensa de estos derechos en Estados Unidos y en el resto del mundo, la Iglesia Católica tendría que acelerar el proceso muy lentamente iniciado bajo el pontificado de Francisco. Por eso es que la elección de León XIV, en aparente continuidad con la línea reformista de su antecesor —por ejemplo, con su reciente primer nombramiento de una mujer a un dicasterio—, posiblemente busca enviar un mensaje no solo a quienes están en el poder, sino al resto de la sociedad que hace mucho dejó de ver en el catolicismo a un aliado para lograr un mundo más igualitario: en un país en el que 62% de los adultos se identifican como cristianos, solo 19% lo hacen como católicos.
En la medida en que las demandas y reivindicaciones de los diversos miembros de la sociedad estadounidense se han ampliado y transformado, muchas de las organizaciones que creen en la justicia social, o al menos muchos de sus integrantes, han tenido la capacidad —la humildad— de escucharlos, entenderlos, y cambiar para trabajar con ellos y por ellos. Esa es la imagen que muchos guardamos del padre Estrada: un septuagenario de piel morena, pelo blanco, sotana y estola latinoamericana al cuello, esposado y custodiado por agentes, viviendo en congruencia mientras abraza su fe. Mientras tanto, las cosas de Palacio (Apostólico) van despacio.
Un sábado más, arranca nuestro rickshaw para repasar la actualidad internacional de los últimos días. Comenzamos con la presión internacional sobre Israel por los brutales ataques en Gaza y los disparos a diplomáticos en Cisjordania; analizamos las intenciones de Donald Trump para acceder a minerales estratégicos en República Democrática del Congo, y repasamos cómo avanzan las negociaciones entre Rusia y Ucrania. La imagen de la semana muestra la terrible crisis humanitaria que se vive en la Franja de Gaza. Y también nos detenemos en Estados Unidos, Rumanía, Portugal y Kenia.
Apenas les asoma el vello por encima del bigote, entre todos los deportes prefieren el fútbol y parecen tener hambre siempre. Curiosos, ágiles y voraces, llegan del recreo con la cabeza aún en el partido, en el regate, en un gol fallido.
—¿Cómo se llamaba el que tiró la falta, Pancho? —dice uno de los alumnos.
—El Matías —le responde otro.
—¡Ese! ¿A qué hora vamos a quedar esta tarde para el gimnasio?
—Lucas, a las cinco te recojo en tu casa. Toca piernas, qué paliza.
—¡No me toques los cojones, cabrón!
—Eso es imposible, bro.
Ambos ríen.
El verdadero nombre de Pancho es Cristian, pero lo llaman así desde segundo de la ESO por el origen colombiano de su madre, aunque en su documentación la única nacionalidad que aparece es la española. Lucas es su amigo y compañero de clase, el del gimnasio. Ahora están en cuarto, pero hace dos cursos se podía sentir cómo contenían la respiración cada vez que entraban en clase. Cristian, recién incorporado al instituto, escuchaba el eco del mote “Pancho”, seguido a menudo del de “negro”. En ese entonces, Lucas se llamaba Lucía, y el eco que recibía era el de “transformer”.
Hoy Cristian sigue siendo Pancho, pero ya nadie le dice “negro”, y Lucas es simplemente Lucas.
Cuando se les confronta con apelativos como “pancho”, “negro” y “transformer” no los reconocen como insultos. “Son bromas, una forma de llamarnos”, dicen. “Vienen de la clase de segundo. ¿Te acuerdas, profe, cuando…?”. Y claro que me acuerdo. Ese curso, el segundo tras la pandemia, fue cuando cambié de instituto. Llegaba a Sevilla después de cinco años en Algeciras, en uno de los barrios más complejos de Europa, con una presencia apabullante de alumnado de familias hispano-marroquíes, donde la tercera generación comenzaba a ser una realidad en las aulas.
A pesar de todo, me sorprendía una nueva imagen de la diversidad al cruzar la puerta de aquel aula sevillana, al escuchar aquellos calificativos que, entonces sí, llevaban una carga despectiva. Fue ahí cuando me surgió la idea de generar nuevos marcos para responder a la diversidad en mis clases. Desde entonces, durante los últimos dos años, he trabajado con mi alumnado en la creación de narrativas sobre la diversidad humana, con el objetivo de contrarrestar los discursos de odio que circulan con tanta facilidad en las redes sociales.
La percepción del racismo entre los jóvenes en España nos ofrece una imagen compleja pero esperanzadora: aunque existen discursos ambiguos e incluso de rechazo a lo diferente, la juventud española alberga una clara inclinación hacia la diversidad; una sociedad más igualitaria, donde los márgenes de tolerancia y respeto se ensanchan mientras se reducen los prejuicios y comportamientos racistas. Así lo demuestra el informe Jóvenes y racismo, de la Fundación Reina Sofía y la FAD. Entre numerosas variables, señala que “evitar tener actitudes racistas y comportamientos xenófobos” ha irrumpido con fuerza, tan solo por detrás de la situación laboral y económica, como una de las cuestiones más importantes a tener en cuenta en la vida para las personas más jóvenes. El informe también asegura que el 75% de los jóvenes en España no muestran actitudes o comportamientos racistas.
No obstante, hay algunas contradicciones. Mientras el informe de la Fundación Reina Sofía muestra que el autoposicionamiento en el eje izquierda-derecha entre las personas más jóvenes tiende levemente a la izquierda, la realidad expresada en el voto parece ser otra. Según el Barómetro del CIS de enero de 2025, VOX, de extrema derecha, es el partido preferido de los hombres más jóvenes (32,1% frente al 16,5% en ellas, cuyo partido mejor puntuado es el PSOE).
Mi hipótesis para resolver esta contradicción, como docente y en línea con los datos, es que aunque los jóvenes voten a opciones políticas excluyentes, no lo hacen por convicciones ideológicas profundas, sino por influencias externas. Se trata de un comportamiento de imitación y rechazo que reciben a través de campañas bien organizadas en las plataformas y redes sociales que utilizan para informarse, y en función de su situación socio-económica personal. No hay datos que afirmen que se trata de un convencimiento íntimo. De hecho, la identificación con partidos políticos se encuentra en su momento histórico más bajo de la serie histórica según el barómetro del CIS. Un meta-estudio reciente señala, junto a las redes sociales, a la desigualdad: aquellos jóvenes con carencias materiales severas presentan más posibilidades de desarrollar conductas racistas, y estas llegan de las redes sociales y los medios de comunicación, que no aplican reglas de responsabilidad social para limitar la expansión de esas ideas.
Por eso, nuestras aulas, especialmente en la educación pública, se han convertido en espacios privilegiados para observar cómo se expresa, se tensiona y se transforma la diversidad. En ellas se entrecruzan diferentes experiencias que generan un microcosmos de la sociedad de hoy. No están exentas de conflictos, ni de expresiones de odio que reflejan lo que también sucede fuera. Pero, a pesar de ello —y en muchos casos, gracias a ello—, se construyen formas de convivencia que logran superar las barreras impuestas por el miedo o el prejuicio.
Estos microcosmos son, en realidad, privilegiados laboratorios de gestión de la diversidad y de sus retos. Y aunque puedan parecer escenarios nuevos por la pluralidad que en ellos habita, lo cierto es que los conflictos de fondo no son tan distintos a los de generaciones anteriores. Lo que cambia es el marco desde el cual los jóvenes los abordan y las herramientas que tienen —o no tienen— para hacerlo. Esta realidad se materializa en cada aula concreta, en cada historia que transcurre entre pupitres.
Como docente, algunos de los ejes que me han movido en este tiempo han sido superar la dicotomía nosotros/ellos, la identificación de valores compartidos que fortalezcan identidades inclusivas o el valor de lo comunitario y las relaciones interpersonales saludables como claves para generar contextos más amables y satisfactorios para todas las personas.
En un intento por explorar qué valores y preocupaciones compartían más allá de sus diferencias, mis estudiantes realizaron 50 entrevistas cortas a sus compañeros y compañeras del instituto. Los resultados fueron reveladores: sus inquietudes eran comunes y giraban en torno a cuestiones inmediatas como el empleo, la educación y la salud mental, por encima de sus aparentes diferencias. Además, su percepción de la igualdad era clara: “Sabemos que es buena para nosotros”, afirmaban. Sin embargo, también admitían que no todos los jóvenes valoraban la igualdad de la misma manera. “Quizá quienes le dan menos importancia han tenido experiencias que los llevan a pensar así”, reflexionaban. Es común que, cuando la convivencia con sus iguales ha sido difícil o dolorosa, algunos adolescentes tengan más dificultades para pensar una realidad donde la igualdad y la diversidad sean valores reales y efectivos para una vida más satisfactoria. Quizá esa sea una de las claves: escuchar no tanto qué piensan, sino desde dónde lo piensan.
Hablar de juventud implica reconocer que no es solo una etapa biológica, sino una construcción social influida por múltiples factores que condicionan sus derechos, su capacidad para ejercerlos y sus expectativas de futuro. Los datos en nuestro país reflejan algunas sombras que refuerzan su incertidumbre: la precariedad laboral les afecta de manera significativa, el desempleo juvenil ronda el 25% y el acceso a la vivienda es más difícil para colectivos con menores recursos o redes de apoyo. En este contexto de incertidumbre, se enfatiza que la solución a nuestros problemas recae en la responsabilidad individual, y la diversidad se entiende más en términos de competitividad que como una riqueza social que requiera de respuestas colectivas.
Cuando trabajé con mi alumnado el contenido de las 50 entrevistas, compartimos el alto grado de acuerdo que existía en las respuestas de los entrevistados en relación a sus preocupaciones y su futuro, a pesar de la aparente diferencia con la que se les asocia. En un intento de conectar esas inquietudes personales con posibles medidas para una mejor convivencia en pluralidad, una alumna comentó: “Cuando te preguntan por qué te preocupas por el futuro, piensas solo en ti, respondes de manera individual. Pero está claro que nuestro futuro depende de cuestiones comunes: tener buenas becas, que baje el precio de los pisos, buenos trabajos… y que eso llegue a todas las personas para tener un futuro mejor”.
Esta afirmación condensa una realidad clave: la juventud no solo tiene claras sus prioridades, sino que también identifica con nitidez las causas de la discriminación y los valores que refuerzan la cohesión social. La igualdad, entendida como un principio que trasciende las diferencias de género, etnia o clase, se erige como un pilar en su visión del futuro. Si bien la incertidumbre marca sus preocupaciones, su apuesta por una sociedad más justa e inclusiva sugiere que el verdadero reto no es la diversidad en sí misma, sino la garantía de condiciones materiales que permitan una convivencia plural y equitativa.
La diversidad no es un fenómeno reciente. Como señala Hein de Haas en Los mitos de la inmigración, Europa ha sido históricamente un mosaico de grupos étnicos, lingüísticos y religiosos que desafían la idea de naciones homogéneas. Sin embargo, este proceso convive con un clima que refuerza preocupaciones identitarias y actitudes defensivas de rechazo hacia la otredad, frecuentemente marcada como ajena.
La principal amenaza a la cohesión social no es la diversidad. Son los discursos de odio, que separan. Las identidades cerradas y excluyentes, promovidas desde algunos espacios políticos y mediáticos, refuerzan barreras en lugar de tender puentes. Una de las claves para una convivencia realista y sostenible es superar los modelos de ciudadanía homogeneizadora y avanzar hacia un paradigma más flexible y dinámico. Para ello, es fundamental construir una ciudadanía inclusiva que reconozca la movilidad y la interseccionalidad de las identidades. Esto supone dejar atrás la visión tradicional de ciudadanía vinculada a un único territorio, idioma o cultura, y avanzar hacia un modelo que integre las múltiples experiencias y realidades de la juventud actual.
España es más diversa hoy que ayer. Lo que aún está por decidir es si esta diversidad se traducirá en una sociedad más inclusiva o si continuará reproduciendo desigualdades. La juventud parece tener clara su respuesta: apuesta por la igualdad, el respeto y la justicia social, el fortalecimiento de lo público —vivienda, salud y educación— y la construcción de experiencias compartidas por encima de identidades rígidas.
Cuando compartí con mis alumnos una de mis conclusiones —que, tras analizar los resultados de sus entrevistas, no me parecían tan diferentes entre sí como al inicio—, una alumna respondió con una naturalidad desarmante: “Hombre, profe, claro que somos diferentes, ¿quién no lo es? Pero las cosas importantes las tenemos claras”. Y tal vez ahí reside la clave: la juventud no niega la diferencia, la asume con naturalidad y, al mismo tiempo, reconoce lo que realmente importa para construir un futuro en común. Ese es el camino que defienden y que tenemos que recorrer juntos.
Todo lo relativo a Palestina tiene aires de déjà vu.
La responsable de Política Exterior de la Unión Europea, Kaja Kallas, anunció el día 20 que hay una mayoría clara de países a favor de la revisión del Artículo 2 del acuerdo de asociación con Israel, que exige respeto a la democracia y los derechos humanos. “La presión es necesaria para cambiar la situación”. El movimiento es firme: 17 de los 27 países miembros de la Unión Europea votaron a favor de la propuesta holandesa de revisar las relaciones con Israel, que envía a la Unión Europea el 32% de todas sus exportaciones.
Pocas horas después el Congreso de los Diputados español aprobó una ley que aplica un embargo de armas a Israel. Y este cambio de tendencia no sucede en el vacío. Pedro Sánchez ya había dejado claro su punto de vista cuando dijo: “Nadie se llevó las manos a la cabeza cuando hace tres años se inició la invasión de Rusia a Ucrania y se le exigió nada más y nada menos que la salida de competiciones internacionales y […] no participar en Eurovisión. Por tanto, tampoco debería hacerlo Israel”.
De hecho, la semana pasada decenas de grupos musicales, algunos de los mejores del punk-rock nacional, como La Raíz o Sons of Aguirre, entre otros, anunciaron que dejarían de participar en los macrofestivales que acaban de ser comprados por un fondo de inversiones vinculado a las prácticas coloniales de Israel.
El movimiento viene de largo. Al menos desde 2008, cuando, tras un largo proceso de reflexión, un grupo amplio y representativo de organizaciones españolas inició un diálogo con sus contrapartes palestinas e israelíes sobre cómo lograr mayor efectividad en su trabajo. La Plataforma Palestina de ONGs, Ittijah (Unión de comunidades árabes del Estado de Israel), el AIC (Alternative Information Center de Belén y Jerusalén) y la Red Estatal de Solidaridad con Palestina se convocaron a debatir una estrategia común. Oenegés españolas que trabajan en Palestina formaron parte de “La iniciativa de Bilbao”, que coordiné. La premisa del debate, que duró días, fue: ¿Podemos alcanzar alguna postura unitaria para una campaña de acción conjunta?
Aquel 2008 fue el principio de algo que hoy comienza a fructificar. La respuesta no pudo ser otra que sumarse a las peticiones de aquellos con quienes se mostraba solidaridad. En 2005, una amplia representación de la sociedad civil palestina había lanzado la campaña Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS) al Estado de Israel. Decía así: “Nosotros, representantes de la sociedad civil palestina, demandamos a las organizaciones de la sociedad civil internacional y a las personas conscientes de todo el mundo a imponer amplios boicots e implementar desinversiones contra Israel, de manera similar a aquellas aplicadas a Sudáfrica en la era del apartheid. Exigimos a ustedes que presionen a sus respectivos estados para que impongan embargos y sanciones contra Israel. Invitamos también a los israelíes conscientes a apoyar esta petición, por el bien de la justicia y una paz verdadera. Estas medidas punitivas no violentas deberían ser mantenidas hasta que Israel cumpla su obligación de reconocer el derecho inalienable del pueblo palestino a la autodeterminación y acate completamente los preceptos de la legislación internacional”.
Utilicé al principio de esta columna la expresión déjà vu —ya visto—. Porque lo que las administraciones y cada vez más personas comienzan a reconocer hoy no es más que lo que una parte de la sociedad civil española organizada lleva años pidiendo y tratando de poner en marcha. En una sociedad democrática, es la ley la que debe adaptarse a la sociedad y no a la inversa. Eso no sucede sin que cada uno de nosotros y nosotras actúe, empuje y presione desde el lugar que pueda hacerlo.