No es fácil reaccionar a algo desconocido. Pasó ayer a partir de las 12.33 hora peninsular. En cinco segundos desapareció el 60% de la generación eléctrica y el sistema se vino abajo. Fue un apagón histórico al que la ciudadanía respondió con madurez psicológica, sobre todo teniendo en cuenta el vacío informativo al que se enfrentó durante horas interminables.
Algunos de los clichés sobre la fragilidad de las sociedades occidentales se confirmaron. Se hizo evidente la dependencia española de la energía eléctrica. El caos, si puede describirse como tal dadas las circunstancias excepcionales, se concentró en los sistemas de transporte terrestres: en la movilidad. La población vulnerable quedó expuesta. Asistimos a la enésima invitación a repensar un modo de vida quizá insostenible. Todo el mundo ya quiere volver de inmediato a la cacareada normalidad, a la hiperconexión, a la vida a toda prisa.
Pero quedó claro que la reacción popular, llena de templanza y solidaridad en un momento extraordinario, estuvo por encima de la política. Porque hay algo más importante que las radios analógicas con pilas —esenciales para mantenerse informado—, las reservas de comida poco perecedera —una buena idea ante cualquier adversidad— o contar con baterías del tipo que sea en casa. Ese algo no es material, sino intangible: el equilibrio entre la serenidad y la tensión. (Algo, por cierto, especialmente loable entre las personas que quedaron atrapadas en los trenes de larga distancia o en ascensores).
La reacción al origen de las emergencias acostumbra a ser un problema en sí mismo. Uno de los peores. El abanico de escenarios caóticos que se abrió ayer es mucho más amplio de lo que se está aceptando socialmente. La posibilidad del abismo estuvo allí, pero se contuvo. Sobre todo teniendo en cuenta que el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, no descartó “ninguna hipótesis” en su primera comparecencia a las seis de la tarde, y no volvió a aparecer hasta las once de la noche. Un campo abonado para la frustración y la desinformación del que no nacieron frutos de histeria colectiva. La escasa presencia de las redes sociales, esta vez obligada, quizá sea, paradójicamente, una de las explicaciones. Corrió por WhatsApp una noticia falsa de la CNN que apuntaba a un ciberataque con origen en Rusia y que incluía unas supuestas declaraciones de Ursula von der Leyen. No era la CNN y no era cierto nada de lo que recogía. Fue el bulo más importante de la jornada. Un bulo peligrosísimo en un día como el de ayer.
Después de la pandemia, mucha gente, muchos libros, muchos medios de comunicación se preguntaron cuáles fueron las lecciones aprendidas. Ayer tuvimos, por fin, una respuesta. La reacción popular no habría sido la misma sin la experiencia de la pandemia. Mucha gente no tenía el kit de supervivencia que aconseja la Comisión Europea, pero sí atesoraba, en el campo y en la ciudad, un kit psicológico de experiencia de emergencias.
“Lo primero que pensé cuando entré por la puerta del bar y me dijeron que el apagón no era en casa ni en el pueblo, sino en toda España y Portugal, fue algo apocalíptico: ‘¿Qué habilidades tenemos cada uno? ¿Tengo en casa todo lo que necesito?’”. El de Beatriz Agulleiro, trabajadora social de 38 años que acaba de mudarse a Santolaya de Cabranes, fue un arco narrativo que partió de un leve nerviosismo para terminar descansando en tranquilidad acompañada.
A medida que pasaban el mediodía y la tarde, Agulleiro repetiría a todo aquel que quisiera escucharla que “fue cuestión de miradas” y de percibir que no dejaba de llegar más gente al bar, a la terraza —que acabaron repletos—, siempre preguntando si alguien necesitaba algo, mientras pedía una cerveza con el gesto, para leer lo que sucedía como un “Fuenteovejuna, todos a una”.
No regresó a casa, no hizo compra ni preparación alguna. Pasó la tarde en la plaza con sus vecinos y vecinas. Terminó el día llorando lágrimas bellas, emocionada. “Estoy convencida de que la cooperación es lo que nos mueve, de que en el fondo siempre hay algo bueno, de que no estamos solos en esta vida”.
Porque durante horas, bajo un cálido sol de primavera, el pueblo arrasó con las existencias de cerveza para evitar que se calentara. Corrió la bebida como en fiesta patronal. Con una excusa formal. Que la hubo y fue real, la planteada por la única persona que no bromeó y acabó por convertirse en responsable involuntario de la tarde de terraceo: Isaac tenía 35 vacas conectadas a ordeñadores automáticos que habían dejado de funcionar. Para evitar la inflamación de las mamas, muy dolorosa, se acercó y explicó que quizá necesitara voluntarios. Y esa fue la convocatoria que oyó cada persona que entraba al bar: “Hay que esperar para saber si Isaac necesita que vayamos todos a ordeñar”.
Se disfrutaron las cervezas y las hipótesis mientras un coche que venía de Villaviciosa, el pueblo más cercano, explicaba que en tal lugar había cobertura y se ofrecía a dar el viaje si alguien necesitaba bajar; otro ofrecía un puerto de recarga para teléfonos y uno más explicaba que tenía pilas de sobra. El alcalde, sentado al final de la barra, tranquilizaba a todos explicando que las averías siempre tienen arreglo y un voluntario de protección civil se sentó junto a él del mismo modo que lo haría a la hora de cualquier vermú de mediodía.
Los niños salieron del comedor, corriendo, y preguntaron: “¿Ha empezado la guerra? ¿Son los rusos?”, sin mostrar demasiada paciencia ante la respuesta. Cuando oyeron el rotundo “NO” emitido entre risas por sus padres, regresaron inmediatamente a sus actividades habituales, correr de una esquina a otra del pueblo. Su única protesta ante el calor fue que Patricia, la dueña del bar, decidió no abrir el congelador para mantener el frío y se quedaron sin helados.
Solo para quien prestara mucha atención fue perceptible que, sin gestos ni nerviosismo alguno, una empleada de la residencia de ancianos que traía a uno de los residentes con ella para tomar un café se acercó a preguntar si —en caso de que fuera necesario— había un generador a mano. “No te preocupes”, dijo un vecino. “Tengo uno, estoy pendiente”.
Sobre la barra del bar, una radio a pilas que un parroquiano se acercaba a la oreja de tanto en tanto. Las preguntas, por turnos, repetitivas: “¿Se sabe algo?” “¿Ya saben qué ha pasado?”. Acaso cierta impaciencia, mutada en decepción a media tarde, una vez Pedro Sánchez dijo que el Gobierno no tenía una explicación para ofrecer.
Cuando varias horas después Isaac pasó por delante de la terraza que había convocado con el gasoil y el generador, una veintena de personas se levantó y le hizo la ola. La fiesta se extendió hasta que cayó la noche, ya con la electricidad y la conexión recuperadas.
El metro cierra sus puertas. Una señora, pertinaz, insiste en la necesidad de llegar a otra parada de la misma línea. “El apagón es nacional”, le advierten los operarios del metro. Se va a buscar un autobús. Como ya se empieza a intuir que esto va para largo, se intenta buscar una solución para un señor con silla de ruedas que estaba dentro de la estación cuando se apagó la luz. Entre unos cuantos lo suben a pulso hasta la calle. Se oyen tímidos aplausos del gentío, reminiscencia lejana de la pandemia.
En una parada de autobús cercana, un hombre parece perder el conocimiento por segundos y se tumba en el banco. La gente se arremolina: no se puede llamar a la ambulancia, las líneas no funcionan. Hay que ir al centro de atención primaria más cercano para que un trabajador sanitario acuda al lugar. Para entonces ya ha llegado el autobús, y el señor, medio recuperado y con la cara blanca como el papel, se sube sin dudarlo. “Si no quiere que lo ayudemos, no podemos hacer nada”, dice el sanitario. La gente alrededor explica que el hombre se había caído y que ya se había mareado en varias ocasiones.
(Cuchichean los vecinos: qué pasa, un ataque a nivel europeo, un ciberataque, Portugal, ¿Alemania? Palabras que no se toman en serio, porque no se sabe nada, y hasta que no se sepa nada es mejor no aventurarse).
Aquí el tráfico no es un caos, sino un extraño trance místico. Todo el mundo quiere llegar, pero todo el mundo cede el paso. Los vehículos fluyen sin la luz de los semáforos. Algunos comercios cierran. “Cerrado por corte de luz. Disculpen las molestias”, se lee en la puerta de un supermercado. En otras tiendas que no pueden bajar las persianas, el personal sale a la luz del sol con aire contemplativo, casi resignado.
En un gran supermercado del barrio se puede pagar con tarjeta; es lo que tienen los generadores propios. En general, la gente busca botes de conservas, cosas para subsistir unos días. Por si acaso. No hay pánico, pero sí un silencio ansioso, solo roto por el hilo musical, que se mantiene intacto. “Ah, ¿hay música? Entonces quizá vuelva pronto la luz”, dice el dependiente con aire inocente. Un deseo que no se cumplirá hasta la noche.
En otro pequeño supermercado no se puede pagar con tarjeta y los vecinos se dejan efectivo. Como no hay luz, los consumidores fotografían el precio del artículo con el móvil y lo muestran en la caja registradora, donde hay que apuntarlos en una libreta y sumarlos.
La posibilidad de reunirse apaga la sensación pandémica. Las terrazas se llenan: hace un día maravilloso.
—¿Tienes luz? —le pregunta un vecino al propietario del bar de la esquina.
—¡Sí, claro! ¡Tengo generador! —responde con ironía.
Cuando acaba el horario lectivo, los parques se llenan. Es el mejor lugar para pasar la tarde. No se descarta ninguna hipótesis en los corrillos. Pero no cunde el pánico.
Cae el sol. La luz avanza como un ejército, calle a calle. A la nuestra aún no ha llegado. Brillan las estrellas y los aviones en el cielo. Algunos vecinos charlan. Otros cierran la puerta.
El rickshaw vuelve a arrancar sus motores para repasar la actualidad internacional de la última semana. Comenzamos poniendo el foco en la muerte del papa Francisco y el proceso de sucesión que se abre estos días; analizamos la caída del valor del dólar tras las medidas arancelarias tomadas por Trump en las últimas semanas, y contamos el terrible atentado contra turistas indios en Cachemira. La imagen de la semana muestra las consecuencias del ataque masivo ruso contra Ucrania. Y también nos detenemos en República Democrática del Congo, Gaza, Estados Unidos y la Unión Europea.
Es ligera cuando la levanta una tormenta, cuando gira en el aire, cuando cae. Pero pesa cuando está asentada, cuando todo está en calma, cuando se moja. La arena —de apariencia monolítica, de espíritu diverso— es uno de los centros simbólicos de la primera novela de Ebbaba Hameida, Flores de papel (Península, 2025). En sus tripas se entreveran tres historias, tres generaciones, tres mujeres que dan sentido a un universo narrativo que no se limita a la denuncia política del abandono del Sáhara —grito que encuentra en el español su mejor lengua, porque España le dio la espalda al Sáhara— ni a la exploración identitaria desde el territorio sociológico o de la autoficción, sino que explora entresijos morales, se atreve con la duda, se sacude la arena. Quiere ser literatura.
Nacida en los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf en 1992, Hameida trabaja en el portal digital de Radio Televisión Española (RTVE). Pasó también por Radio Nacional de España (RNE). Ha cubierto la guerra de Ucrania, las elecciones en Irán, los efectos de la crisis climática en Somalia, la gestión cruel de la llegada de miles de personas a las islas Canarias en 2020, la masacre de Melilla en 2022… Ha colaborado con medios como El País, eldiario.es, La Marea, FronteraD. Y con esta revista. Fue en 5W, de hecho, donde publicó su primer libro: Historias contadas al oído, una conversación con Nicolás Castellano.
Se lanzó a contar el mundo porque es lo que le apasiona; dudaba sobre si debía contar el Sáhara porque no quería encasillarse y porque no sabía si eso era lo correcto. Lo pensó durante mucho tiempo y su solución, plasmada en este libro, trasciende el planteamiento inicial.
Hameida salió de los campamentos saharauis para pasar unos años en Italia con una familia de acogida, volvió unos años a su tierra —a su arena—, luego aterrizó en Extremadura; leyó mucho, se hizo a sí misma, se fue a estudiar a Madrid, se graduó en Periodismo, se doctoró en Periodismo. Y se dijo que la palabra sería su guía a partir de entonces.
Flores de papel puede ser leída solo como un recorrido de esa travesía personal, de los orígenes de la autora, del abandono del Sáhara. Ese es, quizá, el punto de partida. El viaje, el trayecto final, llevará a quien lea esta novela mucho más lejos.
¿En qué sección de las librerías te gustaría que estuviera tu libro?
No lo sé. Creo que en narrativa. Es un libro particular, porque nació en el seno de una editorial que publica ensayo, pero que aceptó el reto de dejar que el texto fluyera, que creciera. Lo aceptó tal y como es; como un hijo. Lo que iba a ser un ensayo se convirtió en una novela. Hay un poco de lío con eso, pero yo creo que poco a poco se irá colocando por sí solo. Hace poco me dijeron que lo encontraron en la sección de narrativa extranjera. ¡Pero si soy española! Me siento española, tengo DNI español, y este libro también me ha ayudado mucho a abrazar el idioma, el castellano, a hacerlo mío y a integrarlo en mí al cien por cien.
¿Cómo fue esa metamorfosis de ensayo a novela? Publicaste un ensayo, la editorial Península te abordó, te propuso la idea de escribir un libro… ¿pero cómo pasó todo eso a ser una novela?
Fue un proceso orgánico, natural. Las palabras fluyeron, todo se iba armando con los textos que escribía. No decidí desde el principio que iba a escribir una novela. No me centré tanto en el tipo de libro que podía ser, sino en lo que yo quería contar. Me otorgué a mí misma mucha libertad. Fue maravilloso jugar con las palabras, jugar con cada personaje, construirlo, darle su propia identidad. En ese proceso me ayudó mucho el editor, Álvaro: en crear una identidad propia, un estilo propio, para cada personaje. Adaptarse a cada una de estas tres generaciones, a estas tres mujeres, me ha permitido navegar entre diferentes estilos. El resultado es una novela, es autoficción, pero ha sido sobre todo dejarme guiar por lo que exigía cada uno de los personajes. Leila, por ejemplo, que representa a mi abuela, es para mí la poesía. La miro así, la escucho así y me fascina cómo me habla del desierto, cómo me cuenta todas sus experiencias vitales, sus vivencias. Es una poesía que nace de mi admiración por su forma de vida, por su forma de estar en el mundo, por su forma de definirse, de querer existir y también por encontrar el sentido de la vida en un lugar donde aparentemente no hay nada, que es lo que a mí me decían de pequeña: en el desierto no hay nada. Y para ella lo es todo. Naima tiene un estilo coral, dialogado, porque es la esencia de las mujeres de la generación de mi madre. En mi madre el yo individual no existe, es todo colectivo. Yo buscaba un estilo y una narración que fuese coral, que la definiese: la forma de vivir de Naima está alejada de la poesía, de la romantización del espacio, de la aceptación de la naturaleza. Ella es el exilio, y el exilio lleva a la supervivencia, y la supervivencia solo se puede conseguir si hay una comunidad y si se hace de forma colectiva. Y Aisha es un estilo muy marcado por la segunda persona, por una acción-reflexión constante; esa segunda persona responde a su personaje, que emana de la necesidad de contarte, de contarse su propia historia, de mirarse al espejo y de reconstruir su propia identidad… Lo más difícil fue encajar las tres historias, pero lo hice de forma fluida.
Te empeñaste en eso. Es una idea que tenías clarísima.
Tenía claro que hilaría tres historias paralelas, quizá por justicia, por intentar contar el presente, pasado y futuro del Sáhara. Quería recorrer todo ese tiempo y poner en valor a esas tres generaciones. Hablo de mi vida, pero también de la de mi madre y mi abuela, y no me veía capaz de priorizar la mía. Pero esa decisión también nació de la necesidad de permitirme silencios con determinados personajes. Las historias eran paralelas desde el principio para hacer pausas que creía necesarias. Escribía a Aisha y luego la apartaba; para seguir y no detenerme con cosas tan dolorosas, me ayudaba mucho irme con Leila, que significaba conectar con mi abuela, empatizar con ella. De pronto me iba con la revolucionaria, con Naima. Que fueran historias paralelas me ayudó a no abandonar la escritura. Es el milagro de las palabras.
¿Quieres decir que centrarte exclusivamente en Aisha, que es el personaje con el que más te identificas, quizá te habría abrumado? ¿No te habría permitido ser justa con las tres generaciones? En el libro hay siempre esa tensión entre querer contarte y a la vez contar a todas las demás…
Sí, porque Aisha es el resultado de las demás, de las otras dos mujeres que protagonizan el libro. Creo que la de Aisha no es tanto una lucha identitaria como una búsqueda de identidad. El porqué de esa búsqueda lo responden Leila y Naima. Para Aisha ha sido fundamental la figura de su madre y de su abuela (Leila y Naima), que son figuras que nos marcan mucho a las mujeres en contextos árabes y musulmanes. Su realidad no habría sido completa sin contar también esos dos personajes, de dónde vienen. Nunca sabremos contestar a la pregunta de quiénes somos, pero creo que, en esa búsqueda de identidad, saber de dónde venimos es muy importante, y eso le pertenece a estas mujeres. En los últimos años he tenido momentos de confrontación con ellas. Quizás eso no se llega a contar en el libro, porque la historia de Aisha termina en un momento determinado [poco después de llegar a España], cuando Aisha descubre que es saharaui y quiere conocer la realidad política del Sáhara. Luego sabría todo lo que exige ser saharaui. En plena crisis identitaria, vería cómo esas mujeres le piden renunciar a muchas cosas de aquí. Eso crea choques: hay un choque cultural con Occidente, pero también hay un choque con esas mujeres saharauis que marcan su vida, que marcaron mi vida. El libro responde a la necesidad de entender qué han vivido ellas. Es un libro de reconciliación, de muchas conversaciones pendientes.
No hay un discurso idealizado sobre esas dos generaciones previas. Tampoco hay un discurso maniqueo en el caso de Aisha.
He huido mucho de eso. Hay muchos matices, muchas peculiaridades, incluso preguntas que no tienen respuesta. Quería ser honesta, no quería que fuese un panfleto prosaharaui ni una crítica con mi mirada de mujer saharaui criada en Occidente. Y quizá por eso me implico, recurro a contar mi vida para contar el Sáhara, o a contar mis vivencias más personales y de las mujeres de mi vida para contar el Sáhara. En la honestidad hay espacio para la crítica, pero también para elogiar y admirar, porque ¿cómo no voy a admirar todo lo que han hecho mi madre y mi abuela? La honestidad me ha ayudado a elogiar a estas mujeres, pero también a criticar a mi sociedad y mi pueblo. Y eso significa huir de la victimización.
En la construcción de todo ese universo literario hay algo central: el desierto. Incluso usas la expresión “tener los pies en la arena”. El lenguaje que usas trabaja la arena, las dunas… ¿Qué simbolismo hay ahí?
Para mí el desierto es sinónimo de muchas cosas. A medida que he vuelto a él, lo he descubierto a través de la curiosidad, porque el libro está escrito desde la curiosidad por la vida de estas tres mujeres. Buceo en todo lo que supone el desierto. Lo he vivido, he intentado dejar pasar el tiempo, he intentado conectar con él, y es increíble porque me encontré con un universo que era desconocido para mí: descubrí que en la nada había tanto. Se me abrió un mundo de oportunidades. Al principio del libro estaba obsesionada con un elemento que es clave, que es una metáfora de la vida: el espejismo. Para mí escribir es enfrentarme a ese ejercicio de imaginación, de ver. En cada viaje, cuando veía a mi abuela, había mucho espejismo, porque iba pasando todas las capas: el desierto más inhóspito de Argelia, el negro, el rojo, el más beis y más arenoso; pero también está el espejismo. Yo jugaba con mis padres a preguntarles qué veían en el espejismo, y lo que veía no tenía nada que ver con lo que veían ellos. Yo venía de Italia y en esos viajes al desierto me imaginaba otras cosas: edificios, fuentes, gente caminando… y mi madre se imaginaba otras cosas: camellos, una palmera… Todo eso me dio una enseñanza sobre el relativismo: somos lo que nos imaginamos. Me han inspirado mucho esos elementos del desierto para poder contar cada personaje. El desierto me ha permitido la escucha. Si yo hubiese nacido en París y hubiese migrado a Roma, te aseguro que no habría encontrado ese mismo silencio al volver. He disfrutado mucho al volver al Sáhara. Vuelves al desierto, vuelves a los campamentos, pero vuelves a un silencio, un silencio que te permite escuchar, que te permite observar, porque no puedes sobrevivir al desierto si no observas; en el desierto sobrevive quien tiene una mirada aguda, que es capaz de detectar el peligro; quien tiene la capacidad de escuchar, quien tiene la capacidad de estar informado, que es como una metáfora del periodismo, porque en el desierto se sobrevive si sabes por dónde ha avanzado la lluvia, dónde hay pozos… He encontrado mucha inspiración en el desierto.
El Sáhara siempre está de fondo. Esas tres pequeñas historias van avanzando y, de fondo, pasan cosas que tienen que ver con el contexto político. A medida que esas historias van avanzando, sobre todo a partir de la mitad del libro, cobra más relevancia. Aisha reflexiona incluso sobre el concepto de responsabilidad que recae sobre España como potencia colonial. Has dicho que no querías hacer un libro que se identificara como saharaui… ¿Cómo manejaste todo eso?
El reto era contar de otra forma el Sáhara. Hay libros escritos por hombres blancos, hay mucha poesía, hay poetisas saharauis grandiosas, pero no había un libro con ese estilo, con esa mirada, quizá también joven, que es el resultado de dos formas de ver el Sáhara. También hay una parte periodística. Siempre he evitado el Sáhara como periodista, pero el periodismo está presente, sobre todo en las enseñanzas que me ha dado esta profesión, y creo que una de las grandes cosas que estaba aprendiendo en los últimos años en la redacción es a humanizar, porque desgraciadamente cuando se da la deshumanización, es muy fácil que se produzca ese abandono, ese desplazamiento de los focos. Y ese desplazamiento tiene una serie de consecuencias: dejar de empatizar y dejar de exigir responsabilidades a quien provoca ese dolor. Necesitaba humanizar el Sáhara, pero también señalar a los responsables y explicar al lector qué está pasando. Hay gente que me dice que no sabía que el Sáhara era la provincia 53. Hay una nueva generación en España a la cual el Sáhara le suena solo a desierto. Lo más duro de escribir ha sido la parte emocional de cada personaje, pero también ha habido un esfuerzo de documentación, de bibliografía, de entrevistas a historiadores, a gente que ha estado allí. Y me empeñé en que fuese riguroso, porque creo que es tan importante humanizar como dar esa información.
¿Crees que ese olvido español del Sáhara es más político o popular?
No creo que sea popular, no creo que los españoles hayan decidido no saber más del Sáhara. La acogida de este libro [va por la tercera edición] lo demuestra. Hay un interés por saber qué es el Sáhara, pero es cierto que ha habido un intento de borrarnos de la memoria de este país, tanto por parte de los políticos como incluso de los medios. Muchos compañeros periodistas me dicen que ya se ha contado todo sobre el Sáhara. Ya, pero seguir contando que todo sigue estancado es importante. Quizás ese es el titular.
¿Cómo estás ahora? Han pasado ya unas semanas desde que publicaste el libro. Has explicado el trabajo intelectual y emocional que hay detrás. Ya sé que no te gusta hablar de eso, pero en el libro, aunque de forma indirecta, también lo cuentas. Te has tenido que enfrentar muchas veces al racismo. Antes has dicho que ser saharaui te exige cosas. Cosas que a mí, por ejemplo, no se me exigen aquí como periodista. Pero es que además tú te exiges mucho a ti misma. ¿Estás cansada de todo eso?
Ser saharaui te exige mucho, porque es un pueblo pequeño en comparación con otros, no somos tantos, no llegamos al millón. Mi padre, por ejemplo, dejó su formación, estaba haciendo Magisterio cuando llegó la Marcha Verde. Su sueño era seguir estudiando, habría sido el mejor maestro del mundo. Sin embargo, cuando llegó la Revolución, cuando llegó a los campamentos, se dedicó a otra cosa. Yo tuve que cumplir con ese sueño roto de mi padre. Él quería que yo fuese doctora, no lo fui en el campo de la medicina, pero…
Por eso te hiciste doctora en Periodismo.
Sí [ríe]. ¿Querías una doctora? Pues doctora en Periodismo. Y ahí hay otra exigencia como periodista. ¿Qué puedo hacer? Mi arma es la palabra. Lo descubrí hace tiempo e intento cumplir con ello, de la forma más honesta posible, sin hacerlo desde esa falsa neutralidad con la que a veces se identifica el periodismo. Soy saharaui y voy a contaros el Sáhara como yo lo he vivido. Este libro me ha servido para explicarme, para abordar conversaciones pendientes con muchas personas. Con mi padre, que no sabía cosas que cuento en el libro: hace poco me dijo que estaba leyendo la parte de Aisha y me abrazó. Con mi mamá italiana, que está leyendo el libro y que no entendía en aquel momento el dolor que se escondía en un cuerpo tan pequeño. También es una conversación con esa sociedad que me acoge, con las consecuencias de las guerras, con las generaciones anteriores, con las sociedades que son responsables de lo que está pasando. Me da la sensación de que lo he contado todo. Está ahí.
¿No te daba miedo contar algunas de las cosas que aparecen en el libro?
Al principio sí, porque, por ejemplo, el libro empieza con Aisha diciendo que no sabe cómo se dice “sexo” en su lengua… Una cosa bonita del libro es que a otras chicas saharauis e incluso migrantes les está ayudando. Hace poco en las islas Canarias una chica vino a darme un abrazo y me dijo llorando que no habla con su madre porque se quiso casar con un español y su madre no lo veía bien; el libro le había invitado a hablarlo con ella, a pensar también de dónde venía su rechazo. Era una conversación pendiente.
Eres un referente. En muchos sentidos.
No lo sé, pero sí sé que el libro está ayudando a mujeres saharauis que se han enfrentado a muchos tabúes.
Pero tú no has tenido esos referentes. Porque antes has dicho que no había un libro como el tuyo.
No…
Te has exigido mucho todo este tiempo.
Sí, pero intentando siempre ser yo. Rompí las normas cuando salí en la tele por primera vez con el pelo rizado. Mi hermano me dijo: yo voy y te mato. Nos toca también luchar con eso. Se puede ser saharaui y española. Es esa maldita identidad que nos intentan inculcar: nos obligan a elegir. Eso puede ser una trampa muy peligrosa, porque yo ahora mismo no renunciaría a todas las libertades que tengo como mujer aquí. Pero si hubiese querido ser solo de aquí, no habría sido capaz de mirar a mi madre y a mi abuela. Ser referente… ser la primera, mejor dicho, también es agotador.
Por eso te preguntaba si estabas cansada.
Es agotador querer pertenecer. Ser una más aquí y pelear contra los tuyos. Que una chica saharaui salga en una televisión sin velo, y encima con esos pelos rizados que no entran dentro del canon de belleza árabe y saharaui, es llamativo. En Ucrania me decían que era mejor que saliera con casco, porque me tapaba el pelo.
¡Y también te ha pasado al revés! Tú misma lo has criticado alguna vez: que te vean como la diferente, que te quieran usar como cuota en una charla o…
La cuota morita. Y eso te crea un complejo. Cuando se ha reconocido mi trabajo, yo misma me he dicho que soy la cuota dentro del gremio. Nos hacen ver que somos distintas desde el primer día, porque es muy llamativo que haya una voz diferente, que haya un acento diferente, que haya un aspecto físico distinto. Los que son progres nos utilizan como cuotas y los que son rancios directamente nos rechazan. Es agotador intentar ser una más. Te confieso que, en la novela, apoderarme de la palabra me ha ayudado a sentirme como una más. Sé escribir, sé hablar castellano, no importa mi acento.
Este libro es literatura española.
Es literatura española.
No está del todo claro que los lacrimatorios guardaran lágrimas. Se dice que estos pequeños recipientes, usualmente de vidrio o cerámica, servían en la antigüedad para guardar las lágrimas derramadas durante el luto por un ser querido. No obstante, entre los arqueólogos persiste el debate. Algunos sostienen que no se destinaban literalmente a conservar lágrimas, sino que eran frascos de perfumes o ungüentos colocados en las tumbas como parte del rito funerario. Sea cual fuere su verdadero uso, la idea sigue siendo conmovedora: intentar atrapar el dolor, quizá para evidenciar el sufrimiento, pero también para contenerlo y encerrarlo en una forma que permita sobrellevarlo.
El poeta y dramaturgo Jacques Prévert decía que reconoció “la felicidad por el ruido que hizo al marcharse” y tiene algo de injusticia que podamos detectar mejor su falta, su ausencia, que su contrario, esos momentos de plenitud que a menudo distinguimos mejor una vez ya han pasado. Una vez ya no podemos recuperarlos. En uno de mis momentos favoritos de la película Cosas que nunca te dije, de Isabel Coixet, la protagonista, Ann, le dice a Don, voluntario en el Teléfono de la Esperanza: “Cuando somos felices no nos damos cuenta, eso es también injusto. Deberíamos vivir la felicidad intensamente y tendríamos que poderla guardar para que en los momentos en que nos haga falta pudiéramos coger un poco, del mismo modo que guardamos cereales en la despensa o recambios de papel higiénico por si se acaba”.
A estas alturas, probablemente nos quedemos sin averiguar si efectivamente existieron o no lacrimatorios. Tampoco yo he dado con vasijas cuya forma permita contener la felicidad, aunque cada vez que se acerca el 23 de abril recuerdo que existe algo que se le asemeja. Lo más parecido a un recambio de felicidad es un libro amado, el milagro de unas páginas que nos regalan la posibilidad de vivir una y otra vez esa historia que nos hizo tan dichosos. Están ahí, al alcance de nuestra mano, en la estantería, en los cajones, en la mesita de noche, dentro del bolso, en la guantera del coche. Podemos volver a leer los últimos cuatro versos de ‘Poema tardío a mi padre’, de Sharon Olds, o Catedral, de Raymond Carver, o cualquiera de las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, en especial la que dice que “mueren también los lugares donde fuimos felices”. Son muchos los que creen que es mejor no regresar a esas historias que tan felices nos hicieron, pero no puedo estar más en desacuerdo. Releer no es solo encontrarse con el que fuimos, sino también abrir la despensa en busca de un recambio necesario para recordar que existen libros que son, en realidad, lugares. Lugares que nunca mueren. Que nos aguardan pacientemente para que siempre podamos volver.
Una lágrima de sangre se deslizaba lentamente por el cuerno tronchado que aún seguía unido a duras penas por uno de los extremos. El sonido del hueso quebrándose parecía haber transportado a la muchedumbre a un estado lejano de la histeria colectiva que reinaba en la plaza hasta ese instante y que ahora era sustituida por un silencio abrumador. Tan sólo algún que otro ‘pobrecito’ con aires paternales rompía la quietud. Un par de minutos antes, la plaza de toros de Segorbe (Castellón) era un hervidero de personas ansiosas por ver salir al toro de aquel contenedor metálico que habían varado en uno de los laterales de la arena.
Lesiones como estas no son extrañas, al contrario, son muy frecuentes, pero no por ello dejan de impresionar. En aquel caso, el toro chocó contra uno de los barrotes de hierro que protegen al público de las embestidas. “Aún recuerdo el chasquido”, dice la fotógrafa Ariadna Creus. “Estaba en una de las jaulas cercanas siguiendo al toro desde el visor de mi cámara. Disparé. Estaba nerviosa. Tenía miedo de delatarme. Entonces alguien me preguntó si a mí me gustaría que me hicieran fotos si yo estuviera en su lugar. No supe muy bien cómo reaccionar. A aquel hombre que estaba allí jaleando como uno más, disfrutando viendo capear a toros y vaquillas que más tarde serían ejecutados, le molestó que quisiera tomar una fotografía”.
Ciento veinte segundos después de haber irrumpido con fuerza en el recinto, el animal regresaba al contenedor para ser reemplazado inmediatamente por otro toro. Para entonces ya no quedaba nada de aquel silencio. “Tampoco importaba que siguiera haciendo fotos”. El espectáculo no se detiene.
España celebró 19.254 fiestas taurinas en 2024. Muchas de ellas financiadas con dinero público. “Es una locura”, dice Ariadna, que desde 2022 ha recorrido más de 60 localidades españolas para documentar la violencia que sufren estos animales. El proyecto arrancó en el municipio de Deltebre, en Tarragona. Allí no tardó en descubrir la cara más amarga de la fiesta. “La primera noche tenía el objetivo de fotografiar el toro embolado. Llegué media hora antes de que comenzara el espectáculo así que empecé a tomar fotos del cajón donde tenían encerrado al animal. De repente, alguien me empujó.”
—Vigilad, vigilad, aquí hay una chica con una cámara —un hombre comenzó a avisar al resto.
La tensión escaló rápidamente y todo el mundo comenzó a gritar. “Fue muy violento. Recuerdo sentir como temblaban mis manos”, dice. A pesar del temor, volvió a levantar la cámara para seguir fotografiando pero entonces un hombre se puso delante del objetivo. “Nunca había vivido una situación como aquella, me movía hacia un lado y él se movía conmigo, caminaba unos pasos más allá y él me seguía.”
La gente seguía gritando. Uno se acercó y me dijo:
—Ya quisiera ser el toro. ¿Tú sabes lo que es vivir en una dehesa? —me preguntó retóricamente.
Miré, confusa.
—Para estar una tarde en la plaza ha pasado cuatro años follando como un loco con las vacas.
“Todas las fotos que hice en el Deltebre son de hombres impidiéndome la visión”, explica. Poco después de aquel incidente dejó de visitar la zona. “Para alguien como yo que viaja sola era demasiado violento”, asegura. Marchó hacia el sur, a la Comunidad Valenciana, la región donde se celebran más festejos populares taurinos de todo el país. “En muchos lugares me siguen tachando de mentirosa, animalista, manipuladora, radical, pero he aprendido a camuflarme, a moverme entre ellos”, asegura. “Antes siempre iba con un teleobjetivo y no estaba cerca de la acción. A medida que me adentré en este mundo me fui acercando a la acción. Ahora utilizo un 28mm.”. Estas son algunas de las imágenes que capturó.
Las fiestas taurinas y, en general, todo lo que rodea a los toros es un mundo aún dominado por hombres. Son ellos quienes acuden en masa a los encierros, quienes capean los toros y quienes prenden fuego a sus cuernos. Pero la tendencia está cambiando. En el último año he visto a muchísimas mujeres participar activamente. Aunque aún su presencia es escasa comparada con los hombres, cada vez son más las que se atreven a saltar a la arena junto a ellos. La gran mayoría, sin embargo, siguen viendo los toros desde detrás de las barreras. Son mujeres que disfrutan de ver a los hombres apelando a los animales. Van a la plaza vestidas elegantemente, a veces incluso, con tacones y bolsos.
En la imagen, tres mujeres conversan tranquilamente en lo alto de una plataforma momentos después de haberse tomado una foto en grupo frente a un toro castrado y encadenado en el puerto de Benicarló (Castellón). Era el día dedicado a las mujeres toreras. Cada año, durante ese día, se intenta atraer la atención del público femenino con corridas y emboladas en las que se utilizan vaquillas más pequeñas que las que utilizan los hombres.
Resulta obvio pero los toros y las vacas son animales terrestres. Tanto es así que pueden llegar a morir si les entra una determinada cantidad de agua a través de sus esfínteres. Pese a esto, cada año, se celebra ‘els bous a la mar’, una fiesta tradicional del Levante español con casi un siglo de tradición.
Los animales son liberados en una plaza semicircular situada en los alrededores del puerto. A lo largo del recinto, el público y los participantes incitan a las vaquillas para que los embistan y caigan al mar. Para esta clase de celebraciones, a menudo se utilizan toros de alquiler, por lo que los animales están acostumbrados a este tipo de eventos. En algunos casos, los toros ni siquiera hacen el ademán de atacar. Como si supieran exactamente de que trata la fiesta, evitan ser capeados y simplemente se lanzan al mar. El proceso se repite una y otra vez hasta que se cumple el tiempo reglamentario. Por normativa, cada res tiene un límite de 15 minutos.
En otros casos se emplean a vaquillas primerizas, mucho más temerosas e inexpertas, algo que en algunas ocasiones les ha costado la vida. El 10 julio de 2023 un toro murió ahogado en el puerto de Denia, a pocos kilómetros de donde tomé esta imagen, en Jávea. Existe un vídeo difundido a través de redes sociales en el que se ve al animal luchando por mantenerse a flote, extenuado, mientras dos hombres le sujetan los cuernos. Momentos después, una barca remolca el cuerpo sin vida.
Un toro brama y se retuerce mientras varias personas lo atan a un mástil. Después le colocarán bolas de fuego en sus cuernos. Esta imagen la tomé en Benaguasil, un pueblo de Castellón, en agosto de 2024. Muchos aficionados a los festejos populares taurinos niegan el sufrimiento de los animales durante los festejos. Con esta fotografía intento poner en entredicho esa versión. La mirada, los movimientos, los sonidos. Todo son señales evidentes del estrés y el sufrimiento a los que son sometidos.
El tiempo y la experiencia me han ayudado a diferenciar dos tipos de toros: los que son alquilados y los que son adquiridos. Por sus gestos me atrevería a asegurar que el de la imagen es un toro comprado para la ocasión, lo cual quiere decir que nunca antes había estado en una plaza; nunca antes lo habían amarrado; nunca antes había estado rodeado de tantas personas; nunca antes lo había invadido el ruido ensordecedor de una multitud.
El ministro de Transportes y Movilidad Sostenible, Óscar Puente, dijo en mayo del año pasado que la fiesta de los toros, en general, iba “camino de la irrelevancia”. Después de haber recorrido decenas de pueblos y asistir a cientos de corridas, creo que aún sigue siendo una realidad muy vigente. Mientras la presión por eliminar a los toros de los festejos crece en las grandes ciudades, los pueblos se erigen como islas de resistencia. Según un estudio, más de 1.800 municipios en España organizan cada año algún tipo de fiesta popular con el toro como protagonista. O, dicho de otra manera, en dos de cada diez municipios.
Esta imagen la tomé en la localidad de Nules (Castellón), en agosto del 2024. En localidades pequeñas es relativamente normal encontrarse estampas como esta en la que un grupo de personas colocan el televisor en la calle o se reúnen en los bares para ver en directo los encierros de su pueblo. Mientras las fotografiaba las escuchaba reconocer a los vecinos a través de la pantalla. Había ovaciones. Estaban felices.
Un becerro de apenas dos años de edad cojea después de haber sufrido un golpe en su pata delantera durante una exhibición de ganaderías en Cariñena (Aragón). En el centro de la plaza, dos hombres observan al animal desde lo alto de una plataforma metálica, conocida como cono, por su forma geométrica. A diferencia de otros festejos populares el pueblo no participa activamente. Se trata de una prueba más profesional en la que un grupo de hombres tratan de atraer a los toros hacia una serie de tarimas y obstáculos metálicos repartidos por la arena. A veces, las vaquillas se suben y saltan desde los conos. En otras ocasiones son incapaces de esquivarlas y chocan contra ellas sufriendo graves lesiones. Como en toda exhibición, se premia a la ganadería que posea el animal más bravo.
Con esta imagen quiero representar la violencia del hombre sin necesidad de mostrarlo directamente. El sol de mediodía dibuja unas sombras duras, alargadas, imponentes, que se ciernen sobre el animal herido. El toro no tiene ninguna posibilidad.
A este toro lo llevo dentro. Forma parte de mí. Es el toro del cuerno partido. El toro que silenció la plaza de Segorbe por unos instantes. El toro del que ya nadie se acuerda.
Los festejos están llenos de toros olvidados. Una vez me enseñaron un vídeo de un toro que salía desbocado del cajón en una pequeña plaza de pueblo y chocaba de frente contra una pared y se desplomaba instantáneamente para no volver a levantarse. A veces son toros que llegan a experimentar niveles tan altos de ansiedad que sufren infartos y embolias y mueren de forma agónica. En otra ocasión, unos niños grabaron un vídeo de un toro con el asta fracturado en unos corrales. Aquella vez, unos adultos les obligaron a borrar el vídeo por las posibles consecuencias. Lo que no se ve no existe. Sin pruebas las fiestas no corren peligro. “Además, da mala imagen al pueblo”, me han dicho en más de una ocasión. Forma parte de la lucha que desde hace años mantienen contra los animalistas.
Esta es otra imagen tomada durante el día dedicado a las mujeres toreras en Benicarló (Castellón). Al pasar por delante de ellas todas quisieron posar sonrientes. En ese momento, una de las mujeres levantó el brazo y ondeó la bandera. Esta clase de fiestas están regadas de símbolos patrióticos, banderas, guirnaldas, e imágenes acompañadas del símbolo del toro. No obstante, lo que me llamó realmente la atención no fue la bandera sino la cantidad de jóvenes que había allí, algunas de ellas menores de edad.
Durante estos tres años he visto crecer la presencia de chicas. Como mujer no puedo evitar sentirme algo extrañada ante este tipo de imágenes. Es una forma de ejercer violencia diferente a la de los hombres, más pasiva, silenciosas y a la vez más inquietante.
Esta imagen está tomada en Benasal (Castellón). Era la hora del aperitivo cuando me encontré a un par de mujeres paseando por la calle una figurita de un toro que habían comprado momentos antes. Justo esa misma mañana se habían presentado en la plaza del pueblo los ejemplares que iban a ser embolados por la noche. Me pareció una fotografía muy representativa de esa violencia no implícita de la que hablaba en la anterior imagen. Una violencia sin sangre, rozando lo infantil.
Más allá de las fracturas, cortes y contusiones, una de las lesiones más habituales en este tipo de corridas son las quemaduras y las abrasiones en las pezuñas. La mayoría de encierros se suelen celebrar en los meses de verano. Durante el día, las temperaturas superan fácilmente los 30 y 35 grados. El asfalto se convierte entonces en un infierno.
Esta imagen está tomada en agosto de 2024, en La Cava (Tarragona). Es una de las pocas fotografías que pude tomar sin que nadie intentara obstaculizar mi visión. El toro estaba completamente desbocado. Dos grupos de hombres tiraban de las cuerdas atadas a la cornamenta para intentar calmar al animal. Una vez consiguieron controlarlo comenzó el recorrido por las calles. Son momentos de tensión donde los guías deben de estar sincronizados para dirigir al animal que corre entre el tumulto. Hay niños, familias, personas mayores, es fácil que algo salga mal.
Finalizado el festejo, muchos de los toros llevan implícito un contrato de servicio que termina con su traslado al matadero. “Se hace saber a la población que a partir de esta tarde ya podéis ir a comprar la carne de toro”, dijo una voz por megafonía. Esta foto la tomé en Les Alqueries (Valencia). Es el cierre de un círculo que empieza con la compra de un animal, sigue con el encierro, la humillación y el maltrato, y termina con la matanza y la comida popular.
Un toro inmovilizado frente a un poste mira a cámara. Este es el momento previo a los herrajes y las bolas que se encenderán para festejar el toro de fuego, en Villareal (Castellón). Todos los hombres de azul pertenecen a una peña. Suelen ser chicos que ponen a prueba su valentía. ¿Pero qué valor hay en hacerse una fotografía ante un animal que no puede moverse?
En enero de 2024, bajo el lema “No es mi cultura”, asociaciones en defensa de los animales pusieron en marcha una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) para derogar la ley que protege la tauromaquia como parte del patrimonio cultural español aprobada en 2013. Su objetivo era reunir 500.000 firmas para que pudiera empezar a tramitarse en el Congreso de los Diputados. El resultado fue mejor de lo esperado. En febrero de 2025 se entregaron más de 700.000 apoyos lo que obliga a los diputados a tomar una decisión en un plazo máximo de seis meses.
Un hombre agarra la cola de un toro embolado en Alcora (Valencia). Lo sujeta así para permitir que el cortador —la persona encargada de cortar la cuerda que mantenía al animal atado al mástil que hemos visto en la imagen anterior— huya de la zona y pueda refugiarse en una de las jaulas de protección que hay repartidas por toda la plaza. A pesar de ofrecer cobijo, estos armazones pueden llegar a ser muy peligrosos. Aunque esté prohibido, en esas jaulas suelen haber niños pequeños. También personas mayores o personas de movilidad reducida que no quieren perderse el espectáculo. Cuando el toro pasa cerca de estas zonas, la gente embiste hacia atrás asustada provocando pequeñas avalanchas.
Verano, familia, fuego, amigos, vacaciones, ¿juego? La afición por los toros se siembra en noches como esta de Cabanes (Valencia), en agosto de 2024. Es ya una tradición en estas localidades que un rato antes de comenzar los toros de fuego se organicen talleres en los que se enseña a los niños a embolar carretillas que simulan la cabeza de una res. Estas suelen ser de fibra de vidrio y son manejadas por adultos que corren por las calles con las astas encendidas persiguiendo a los niños en una especie de simulacro que asegura el futuro de estas fiestas.
“Este toro no sirve para nada”, gritaban. La gente comenzó a insultarlo, estaban enfadados porque no paraba de acudir a la fuente para beber agua. El encierro debió durar media hora. La mayor parte del tiempo lo pasó cerca del agua. El animal estaba exhausto. El camino que hacen hasta llegar a las plazas es largo y pesado. Muchos salen de las granjas de buena mañana donde son transportados en camión de metal a pleno sol. Luego son llevados a los corrales hasta que les llega el turno de salir a la plaza.
Esta imagen la tomé en Cariñena (Zaragoza). Fue una de las primeras veces que veía un toro lejos de la televisión. Recuerdo que quedé maravillada. Era precioso. Pero a la vez sentí algo romperse dentro de mí. Verlo tan decaído, tan anulado, tan indefenso. Tan poco toro ¿Es esto cultura?
Resucitar la Ley de los Enemigos Extranjeros, con 227 años de antigüedad, para cubrir de legalidad la expulsión de inmigrantes venezolanos y salvadoreños que supuestamente forman parte de pandillas es solo un ejemplo de lo que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, está dispuesto a hacer para concretar con sus planes de deportación masiva.
Esa ley del siglo XVIII, que nació cuando Estados Unidos estaba al borde de la guerra con Francia y buscaba prevenir el espionaje extranjero, permite ahora enviar a los nuevos “enemigos extranjeros” a prisiones en Guantánamo y en El Salvador. Y no importa el número o si tenían o no antecedentes, lo que realmente importa es la advertencia que lanza.
Los altavoces trumpistas sueltan un mensaje atronador a la comunidad latinoamericana que vive en Estados Unidos sin papeles de residencia (unos 11 millones de personas): Tienen que irse.
El último anuncio del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), que incluye al Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE), canceló los permisos con los que cerca de un millón de migrantes ingresaron a Estados Unidos gracias a CBP One, una app creada por la administración de Joe Biden que permitía solicitar asilo desde los límites norte y sur de México.
Ahora reciben mensajes como este: “Usted se encuentra aquí gracias a un permiso humanitario otorgado por el Departamento de Seguridad Nacional por un periodo limitado. Si no abandona Estados Unidos de forma inmediata, usted será sujeto de acciones legales que potencialmente resulten en su expulsión del país.No intente permanecer en Estados Unidos. El Gobierno federal lo encontrará”.
No es exagerado hablar de una cacería en Estados Unidos y de sus consecuencias: futuras presas que intentan ponerse a salvo. De esa espantada habló el comisionado de Inmigración de Nueva York, Manuel Castro, que afirmó que los inmigrantes están dejando los albergues en la ciudad. De los más de 200.000 que llegaron a albergar en los últimos dos años, hoy apenas quedan 40.000 personas.
Las personas que no se resignan a desandar sus pasos se están ocultando y silenciando. En el caso de los latinoamericanos, al ruido ensordecedor de las medidas anunciadas se suma el hecho de que hablen con acento en inglés o directamente español, una realidad lingüística que delata personas de origen extranjero en los tiempos que corren.
Una madre ecuatoriana que salió de Ecuador con su esposo e hijo huyendo del narco, es de esas personas aturdidas por el ruido, asustada ante el miedo de que la detecten por hablar su idioma. Pide que no se escriba su nombre en este artículo porque tiene pánico a ser localizada. Llegaron a Nueva York antes de que Trump asumiera el poder y tenían esperanza de que el tiempo ofreciera soluciones a su situación administrativa, pero ahora están en Chicago y mantienen perfil bajo ¿Qué significa eso? de momento saben que no pueden llamar la atención de la Policía bajo ningún concepto ni hablar español en sitios públicos.
La cacería se extiende
La cacería se extiende y no solo se busca a los inmigrantes en sus sitios de trabajo, sino también en los sitios donde están sus hijos. La semana pasada, cuatro agentes del DHS fueron a dos centros educativos en una zona hispana de Los Ángeles. Se les negó la entrada a los centros porque no se identificaron. Aun así, hicieron preguntas sobre estudiantes de varios cursos y buscaban a un estudiante de sexto grado en concreto.
Aunque no pasó nada, sonaron los cuernos de caza.
Los tambores de la detención o la deportación suenan también cuando se anuncia que las autoridades van a utilizar los datos de la Seguridad Social. Aunque los extranjeros no tengan papeles de residencia en Estados Unidos, es posible contar con un número de Seguridad Social para pagar impuestos. Ahora sus intentos por avanzar como ciudadanos observantes de la ley se convertirán también en una pista más para localizarlos y, eventualmente, expulsarlos.
Dulce Guzmán, directora ejecutiva de Alianza Américas, la principal red de defensa de los migrantes latinoamericanos en Estados Unidos, ya alertó de la persecusión justo después de que el DHS anunciara su plan de exigir a las personas inmigrantes, incluidos los niños desde los 14 años que viven en situación irregular en Estados Unidos, que se registren.
“Esta política es una peligrosa herramienta de vigilancia y criminalización que recuerda algunos de los capítulos más dañinos de la historia, incluyendo las tácticas utilizadas por Adolf Hitler para registrar, rastrear y, en última instancia, perseguir poblaciones enteras”.
Los funcionarios de su Administración incluso se permiten deshumanizar y mercantilizar las deportaciones. Todd Lyons, director del ICE, declaró recientemente que aspira que las deportaciones funcionen como un “Amazon Prime para seres humanos”. La racionalización del transporte como medida de expulsión de población no puede tener una referencia más oscura.
Estados Unidos comenzará en mayo a operar vuelos de deportación con Avelo, una compañía aérea con sede en Houston, que llevará a los inmigrantes deportados hasta las instalaciones de detención intermedias en Estados Unidos (Guantánamo o El Salvador), o a los destinos finales de expulsión. En este momento de la historia no solo pesa el castigo autoinfligido de marcharse de unos o el enmudecimiento de otros sino también una pasividad pasmosa en el interior del país. Apenas 30.000 personas se han unido a una campaña digital para boicotear a la aerolínea texana que ejecutará las deportaciones. No son muchas en un país de 340 millones de habitantes.
Y qué decir de los países de origen de los migrantes. Solo Colombia intentó negarse a recibir a sus ciudadanos expulsados, pero reculó apenas les amenazaron con subir los aranceles y Venezuela los utilizó para alimentar su retórica antiimperialista. Gobiernos como el de Perú han ido más allá y han abierto sus bases de datos para verificar la nacionalidad de los inmigrantes peruanos sin papeles y garantizar su “retorno rápido”. El Salvador ha abierto sus cárceles para todos los migrantes. Y Panamá recibe deportados a los que transporta a campos remotos en la selva.
Estados Unidos no podría actuar solo. Siempre ha contado con colaboradores también en el interior de los países que humilla.
Ya es sábado y el rickshaw comienza su recorrido para repasar la actualidad internacional de la semana. Comenzamos con las idas y venidas de Trump en su particular guerra arancelaria contra el mundo; seguimos con los datos de la pena de muerte, que supone la cifra más alta desde 2015, y repasamos la situación en Gaza. La imagen de la semana muestra las consecuencias de una horrible práctica de violencia sexual llevada a cabo en Tigray, Etiopía. Y también nos detenemos en Alemania, Ucrania, Estados Unidos y Panamá.
¿Qué puede ofrecer un pueblo de apenas 200 habitantes en el confín polaco de la frontera con Bielorrusia?
Para Dzenneta Bogdanowicz, una tártara de 60 años, cabello y ojos grises, todo.
Kruszyniany, en la región de Podlasia, es el corazón de los tártaros de Lipka, una de las comunidades musulmanas más antiguas de Europa. Cuando Bogdanowicz decidió mudarse aquí, nunca imaginó que acabaría atrapada por una política migratoria tan hostil que no solo afecta a las personas que transitan la planicie centroeuropea; también pone en peligro a quienes la habitan desde hace siglos.
“Es por el muro, está a solo dos kilómetros de aquí”, explica Bogdanowicz, justo cuando su mano derecha cobra vida apuntando hacia el este.
En el corazón de la conocida como “Amazonía polaca”, en un claro de la selva que habitan los últimos bisontes del continente, se alza Tatarska Jurta, un inmenso edificio de madera que funciona como restaurante con alojamiento, museo y centro cultural de la minoría tártara de Polonia. Bogdanowicz, que lo mantiene junto a su marido Miroslaw desde hace más de dos décadas, avanza entre vidrieras que protegen ediciones seculares del Corán, vestidos tradicionales cosidos por tatarabuelas, sables y hasta esos feses —gorros de fieltro con forma de cubilete— bordados con una estrella y una media luna de la caballería tártara polaca.
Para ellos, todo funcionaba razonablemente bien; el turismo, tanto el polaco como el internacional, fluía y dotaba de una intensa actividad económica a un pueblo instalado en la región desde hace siglos.
Hasta que en agosto de 2021 este rincón de Polonia se detuvo.
Los bosques y pantanos que lo rodean se convirtieron en zona restringida y se prohibió el acceso a los no residentes. La actividad turística quedó paralizada, la mayoría de los habitantes de la región no pudieron trabajar durante diez meses, los rumores y el control policial, la tensión y los miedos tomaron la región. Era como si las arenas movedizas se tragaran la selva de los tártaros.
¿Por qué?
Bielorrusia lanzó una “guerra híbrida” contra la Unión Europea, que había impuesto sanciones al país tras la sexta y controvertida victoria electoral consecutiva de Alexander Lukashenko en 2020. Y esa guerra se peleaba en tierra tártara.
Las autoridades de Minsk comenzaron a dirigir migrantes —predominantemente de Oriente Medio y el norte de África— hacia las fronteras de Polonia, Letonia y Lituania. Durante la segunda mitad de 2021 decenas de miles de personas intentaron cruzar sin permiso de las autoridades desde Bielorrusia a Polonia. Al menos veinte de ellas murieron ese invierno, la mayoría por hipotermia.
El flujo solo disminuyó significativamente al año siguiente, en 2022, cuando Polonia comenzó la construcción de un muro fortificado a lo largo de sus 400 kilómetros de frontera con Bielorrusia: seis metros de altura coronados por concertina y miles de cámaras de visión nocturna. Como toda barrera, sirvió para complicar y endurecer el proceso migratorio.
Los problemas regresaron a principios de 2024. Un guardia polaco murió apuñalado durante un intento de salto del muro. El propio contingente fronterizo no tardó en distribuir la fotografía de una lanza hecha con un palo al que se había fijado una navaja de bolsillo con cinta adhesiva. Decían que esa era el arma con la que un migrante acabó con la vida de aquel guardia. Polonia reaccionó entonces con medidas aún más estrictas. En junio de 2024 estableció una zona de exclusión: 200 metros de territorio polaco a partir del muro se han convertido en zona de acceso restringido. Varsovia defiende todavía esa política, alegando que ha reducido los cruces irregulares en un 64% en tan solo tres meses.
Pero el muro está pasando una factura letal a la comunidad tártara y su actividad económica. Tras seis siglos de historia, este pueblo parece desplomarse hacia el interior de la falla abierta por un nuevo Telón de Acero. Aislados del exterior, con la libre circulación muy limitada y cada vez más dependientes del cada vez más exiguo flujo del turismo local, la crisis arrecia. Muchos deciden bajar las persianas y apagar los fogones. El censo muestra que son más quienes se van que quienes llegan.
“No hace mucho había alrededor de 5.000 tártaros en Polonia, pero en el último censo, que es de 2011, no llegábamos a 2.000… La tensión, los incidentes, las cuarentenas, las restricciones… todo esto nos está saliendo muy caro”, lamenta Bogdanowicz. Dice que sumar los poco más de 2.000 en Lituania y los cerca de 8.000 en Bielorrusia —censos de 2021 y 2019 respectivamente— aporta más tristeza que consuelo.
La mezquita de Kruszyniany, una estructura de madera construida por arquitectos judíos hace 200 años, es uno de los iconos visuales de los tártaros de Lipka, como se los conoce en Polonia. Cuando llegaron por primera vez, en el siglo XIV, muchos aún practicaban su religión chamánica, pero las posteriores oleadas de tártaros invitados por el Gran Duque de Lituania eran ya musulmanas. Precisamente, “Lipka” deriva del antiguo nombre para Lituania en la lengua de los tártaros de Crimea, con quienes comparten un origen común.
En Polonia, su destreza militar les valió tierras y títulos al luchar junto al Ejército polaco. Al llegar el siglo XVII ya se habían asentado en Podlasia, donde establecieron su centro cultural y religioso. Hoy son una de las comunidades musulmanas activas más antiguas de Europa. Aunque los lipka perdieron su lengua túrquica original hace siglos, han conservado su religión y un rico patrimonio cultural. Dicen los etnólogos que los matrimonios dentro de la comunidad han sido una de las claves de esa supervivencia, algo que explica por qué son aún dominantes esos ojos rasgados y pómulos prominentes. Basta buscar una foto de Charles Bronson, aquel conocido actor de Hollywood, para hacerse una idea. Bronson —Buchinsky en su partida de nacimiento— era hijo de lituanos y descendiente directo de aquellos nómadas esteparios.
Todos en la comunidad saben lo del actor tártaro de Hollywood, y más aún Halina Szahidewicz. A sus 89 años, es una de las fundadoras de la llamada Comuna Tártara de Bialystok, la capital de Podlasia, donde aún se investigan la cultura y la religión tártaras.
“Recitamos poemas de tártaros polacos, recopilamos danzas y tradiciones de cada hogar, publicamos libros… Se trata de preservar un legado que no solo es nuestro patrimonio, sino también el de todos los polacos”, explica esta mujer de cabello blanco y rasgos inequívocamente tártaros desde su pequeño apartamento en el centro de Bialystok, capital de Podlasia.
Tras la anexión de Polonia oriental por parte de la Unión Soviética en 1939 y el inmediato inicio de la Segunda Guerra Mundial, solo quedaron dos aldeas tártaras en todo el país: Kruszyniany y Bohoniki. Durante el comunismo, apunta Szahidewicz, “se cuidaba a las nacionalidades más pequeñas, lo que también facilitaba su control. Incluso había fondos para renovar nuestras mezquitas. Pero cuando nuestros jóvenes pudieron estudiar y trabajar en las ciudades, eso los distanció de sus aldeas. Así fue como empezaron a vaciarse”.
La anciana habla de Polonia como un país “católico”, pero destaca su diversidad nacional y religiosa. “Puede que a veces se produzcan malentendidos, pero existe una convivencia armoniosa entre todos nosotros. Somos una parte integral de Polonia y nos sentimos seguros aquí”, insiste la que fue presidenta de la Comunidad Religiosa Musulmana en Bialystok durante 25 años.
“La crisis migratoria nos afecta a todos aquí, cristianos o musulmanes. Por supuesto que nos preocupa, pero solo podemos afrontarla con serenidad”, asegura Szahidewicz.
Un informe de Human Rights Watch de diciembre de 2024 denunció un “patrón constante de abusos” por parte de las autoridades fronterizas y policiales polacas que incluye “expulsiones ilegales, palizas con porras, uso de gas pimienta y destrucción o confiscación de teléfonos móviles”. Según dicho informe, los guardias fronterizos polacos capturaron a algunos migrantes varios kilómetros dentro del territorio polaco y los obligaron a regresar a Bielorrusia sin pasar por el debido proceso.
Desde el Comisionado de Derechos Humanos de Polonia y el Comisionado de Derechos Humanos de Europa también argumentan que las restricciones en Podlasia dificultan el acceso de periodistas y organizaciones humanitarias. Pero hay más. Ante la incertidumbre y los continuos vetos, los turistas cancelan sus viajes a la región, empujando hacia el abismo a los negocios de los que dependen muchos tártaros. Los ambientalistas también han hecho sonar las alarmas: el muro atraviesa áreas como el bosque de Bialowieza, Patrimonio Mundial de la UNESCO, alterando la vida silvestre y los ecosistemas frágiles.
“Lo que está ocurriendo en Podlasia obedece a métodos muy ineficaces y poco éticos de abordar el tema de la migración. Es aterrador para toda la gente de la zona, incluidos, por supuesto, los tártaros”, explica por teléfono Anna Alboth, periodista e investigadora polaca del Minority Rights Group, una organización de derechos humanos con sede en el Reino Unido que trabaja con minorías étnicas, religiosas y lingüísticas, así como con pueblos indígenas de todo el mundo. En palabras de Alboth, los tártaros de Lipka son “una minoría única, no solo en Polonia sino en Europa”.
“Sus mezquitas y su presencia desde hace 600 años en el país hablan de la tolerancia religiosa y cultural en Polonia, donde han desarrollado y preservado sus propias tradiciones culturales y religiosas. Sirvieron como una casta militar durante siglos, un legado que aún es evidente hoy en día. De hecho, muchos continúan sirviendo en el ejército o como guardias fronterizos”, explica Alboth.
Sin embargo, la investigadora destaca que se trata de una comunidad “particularmente vulnerable debido a su escaso número”. Es importante que sigan viviendo cohesionados y en su territorio histórico para garantizar su supervivencia. Pero cada vez es más difícil. Dice la experta que la escasez de oportunidades laborales se ve agravada por el declive del turismo en la zona fronteriza militarizada. “Su situación solo puede empeorar”, sentencia.
En respuesta a preguntas enviadas por este periodista, el Ministerio del Interior y Administración de Polonia subrayó el “uso instrumental de la migración por parte de los regímenes ruso y bielorruso”. Según Varsovia, el objetivo es “desestabilizar la situación interna en los países vecinos y en la Unión Europea en su conjunto”.
Varsovia habla de un guardia muerto y 13 heridos, supuestamente por migrantes, entre agosto de 2021 y enero de 2025. “Son a menudo agresivos, atacando a las patrullas polacas con hondas, piedras, botellas, ramas humeantes, bengalas, bombas de humo, ladrillos y palos incrustados con cuchillas y clavos”, matizan.
Sobre el demoledor informe de Human Rights Watch, los funcionarios reiteran que los investigadores de la ONG “no pudieron verificar de forma independiente” los casos descritos. “Cualquiera, incluidos periodistas o miembros de ONG que tengan pruebas de abusos o acciones ilegales por parte de los oficiales de la Guardia Fronteriza, están invitados a denunciarlos a la policía”.
No hay respuesta a las preguntas relacionadas con la crisis y el riesgo que esta implica para el futuro de la comunidad.
Cuenta la leyenda que Juan III Sobieski, el último gran rey polaco, quedó tan encantado con los servicios de un capitán de caballería tártaro que le entregó toda la tierra que pudiera recorrer a caballo en un solo día entre los bosques y pantanos de Podlasia. La historia real es otra: El terreno fue cedido a los nietos de la estepa, pero solo a cambio de que envainaran los sables tras una rebelión contra la monarquía a finales del siglo XVII.
Hoy, el tránsito de Bohoniki a Kruszyniany se abre paso por entre los mismos bosques y pantanos que han sido escenario de la historia de los últimos tártaros de Lipka pero es una actividad marcada por la incertidumbre. Entre carreteras secundarias y marismas cuesta esquivar el muro, no siempre visible pero sí presente. Es imposible saber si se circula o no por la zona de exclusión. Muchas de las rutas secundarias y pistas de tierra se adentran hacia la frontera y se estrellan irremisiblemente contra una pared metálica.
Una de ellas lleva hasta una granja. La sombra del muro roza la huerta cuando el sol se levanta al amanecer. Tras asegurarse de que no somos una amenaza, un agricultor rubicundo y quemado por el sol se acerca para decirnos que es mejor que nos vayamos, que ha llamado a la Policía nada más vernos llegar. Dice que lo siente.
Una bandada de grullas levanta el vuelo sobre las copas de los árboles. ¿Desde qué lado del muro han despegado? ¿Las ha espantado un bisonte? ¿Un coche patrulla bielorruso? ¿Un grupo de sirios a la carrera? La señal de internet es débil y a menudo se engancha al servicio bielorruso. Al igual que las grullas, las ondas también sobrevuelan el muro sin problemas. Cuesta imaginar lo frustrante que será recibir un Welcome to Poland para las personas que ven su camino interrumpido por un muro.
Aceleramos hasta la estación de tren de Swisloczany, que hoy languidece como recordatorio silencioso de una época en la que los trenes cruzaban esta región en ambas direcciones. Aún se puede leer “paz” en ruso sobre una estructura metálica que alguien levantó alguna vez. Transmite la sensación de lugar donde se congela el tiempo y se desdibujan los mapas; que persiste hasta penetrar en Krynki a través de una sobredimensionada rotonda de diez salidas. Una señal presume de semejante proyecto urbano a la entrada del pueblo. Sin embargo, no hay mención alguna al hecho de que el 80% de sus residentes fueran judíos antes del Holocausto.
Como todo en Bohoniki, la mezquita también es fácil de localizar: una estructura de madera rojiza sobre la que se eleva una única cúpula negra. “Fuera de la temporada de verano ya no viene casi nadie”, lamenta Miroslava Lisoszuka, una agricultora local que complementa sus ingresos guiando a los escasos turistas dentro del templo. Culpa de la caída de visitantes a la confusión por las restricciones relacionadas con los migrantes y los temores provocados por el ataque mortal al guardia fronterizo el año anterior. Lo corroboran una mujer de Bialystok y su hija adolescente. “Hemos cancelado la visita varias veces por culpa de todas esas noticias, pero me alegro de haber venido finalmente”, dice la madre. Su marido las espera dentro del coche.
La crisis se deja notar hasta en el camposanto de Bohoniki. Amurallado desde hace más de 200 años, sus dos hectáreas a las afueras del pueblo lo convierten en el mayor cementerio musulmán de Polonia. Coronas de flores y guirnaldas, inscripciones en polaco y árabe y medias lunas de metal se reparten entre muchas de sus tumbas.
Las más humildes pertenecen a diez migrantes, incluidos un bebé y una persona a la que no se pudo identificar. Yacen en la parcela más alejada de la entrada. Dicen que la pista de cientos de personas se pierde en esta selva que hoy parte en dos un muro. De cuando en cuando, alguien, casi siempre un lugareño o un guardia, encuentra algún resto humano entre la maleza y el barro.
En Mar-a-Lago, el retiro vacacional de Trump en Florida, los peticionarios acuden cada fin de semana a mostrar su pleitesía y ganarse el favor del todopoderoso. Unos por devoción y otros por temor, los súbditos del rey esperan a ser atendidos entre partidas de golf, tuits incendiarios y anuncios disparatados. Hacen cola políticos, abogados, celebridades o empresarios, a menudo tras pagar grandes cantidades de dinero por ser recibidos en audiencia.
Bienvenidos a la Corte de Trump.
El presidente estadounidense se comporta cada vez más como un monarca con aspiraciones absolutistas. La pregunta es si Estados Unidos seguirá siendo una democracia, defectos aparte, cuando Trump termine su segundo mandato. Porque más allá de la improvisación y el histrionismo, el líder republicano está siendo consistente en al menos un aspecto: la demolición desde dentro de todas las instituciones que pueden frenar sus ambiciones.
Las señales del rumbo por el que Trump quiere llevar al país incluyen la imposición de límites a la libertad de expresión y protesta en las universidades, el asedio a los despachos de abogados que podrían contestar sus decisiones en los tribunales, la rebelión contra las decisiones judiciales que no le gustan o su pretensión de continuar en el poder más allá del límite de dos mandatos que establece la Constitución.
Trump ya ha indicado que existen “maneras” de prolongar su permanencia en el poder. Y es cierto, existen. Solo que no son democráticas.
La estrategia del presidente estadounidense combina la intimidación de los oponentes, la usurpación institucional y la reinterpretación de la Constitución para ponerla a su servicio, en lo que no deja de ser el viejo manual del populismo autoritario. Lo podría haber tomado prestado de Nicolás Maduro en Venezuela. O de Viktor Orbán en Hungría.
El elemento más preocupante del plan trumpista consiste en usurpar y poner bajo la batuta del movimiento MAGA las agencias que, en caso de protestas masivas o conflicto civil, tendrían que proteger los derechos de los ciudadanos. El FBI, el Departamento de Justicia o los servicios de Inteligencia han sido purgados para someterlo al control absoluto del presidente. El único mérito para ocupar un puesto de relevancia en su administración consiste en mostrar una lealtad ciega al líder, incluso por encima de las leyes. Entre la Constitución y Trump, ¿alguien piensa que los elegidos pondrán por delante la primera?
Las manifestaciones de este pasado fin de semana contra Trump y sus políticas muestran que la sociedad civil estadounidense, aunque herida, sigue viva. Es difícil imaginar un escenario que no lleve a un creciente choque entre las intenciones autoritarias de Trump y la contestación de quienes quieren salvar lo que queda de democracia en el país. Uno quiere creer que las fuerzas democráticas ganarán el pulso, pero hoy estaría dispuesto a apostar menos a ese desenlace que hace dos meses.
Pese a los esfuerzos de organizaciones y ciudadanos por reducir la dependencia de las tierras raras, los datos muestran una realidad distinta. Según la Agencia Internacional de la Energía, la extracción de tierras raras no para de crecer. Entre 2017 y 2020, arrastrada por la demanda de las renovables, la producción aumentó un 85%, y las estimaciones sugieren que en los próximos años la tendencia siga al alza. Sus cifras crecen de modo exponencial. En 2022 se estimó que el mercado de los minerales para la transición energética alcanzó los 300.000 millones de dólares, el doble de lo que valían sólo cinco años antes. ¿Cuál será su valor en 2030?
De Ucrania a Congo, de China a Madagascar. Los minerales configuran el nuevo tablero geopolítico. Por eso, el podcast de hoy lo dedicamos a entender por qué las tierras raras se han convertido en uno de los activos más codiciados. Lo hacemos con Claudia Custodio, investigadora en energía y clima del Observatorio de la Deuda en la Globalización; Xavier Aldekoa, periodista en África y cofundador de 5W; Víctor Burguete, investigador senior en el Área de Geopolítica Global y Seguridad de CIDOB, y Chiara Scalabrino, gerente de apoyo de compras sostenibles para Italia, España y Latinoamérica de TCO certified.
Un podcast de Javier Sánchez. El montaje musical es de ROAD AUDIO.
Recuerda que puedes escuchar todos nuestros monográficos en el espacio podcast mientras navegas por la web, o descargarlos a través de las principales plataformas como Spotify, Ivoox o Apple Podcast.
Un sábado más, arrancamos los motores de nuestro rickshaw para repasar lo que ha ocurrido en el mundo durante los últimos días. Comenzamos con el golpe arancelario anunciado por Trump y las consecuencias económicas que está generando; seguimos con la ofensiva de Israel en Gaza y Siria, y repasamos la condena anunciada a la ultraderechista Marine Le Pen en Francia. La imagen de la semana viaja a Corea del Sur para contar la destitución definitiva del presidente Yoon Suk-yeol. Y también nos detenemos en Birmania, Rusia, la Unión Europea y Haití.
Entre el momento en que comienza a clasificarse la basura en Europa y el de la caída revuelta de toneladas de desechos en un vertedero de Indonesia, las oportunidades de separar el plástico que se haya colado entre el papel y el cartón son varias y no siempre se aprovechan, generando espacios para el fraude. Según la ley, el papel y cartón mezclado con plástico es, legalmente, basura. Basura made in the EU.
Y pese a que está prohibido exportar basura, en el vertedero de Gedangrowo, siguen recibiéndola e, incluso, usándola como combustible.
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Para Bukhori Bukhori, el vertedero de Gedangrowo es una mina. Una copada por montañas de desechos tan altas que ocultan los bosques de palmeras propios de esta parte de Java Oriental. “A menudo encuentro dólares estadounidenses, euros, dólares de Singapur o de Malasia”, dice con alegría.
Pero no es el dinero extranjero lo que le interesa. Bukhori está aquí por el plástico.
A uno de los costados de esta mina pasa una carretera de tierra por la que, en octubre de 2024, hasta doce camiones provenientes de diferentes plantas de reciclaje de papel y cartón descargaban cada día su basura menos pura, aquella que ni las máquinas más modernas son capaces de procesar y separar correctamente. Allí aparecen virutas mezcladas de cartón y papel con algo de plástico.
No es difícil encontrar también embalajes completos de plástico escritos en italiano, español, holandés o alemán.
Los activistas indonesios llevan encontrando envases plásticos de origen europeo en los vertederos desde 2019. En Gedangrowo y otros municipios cercanos hay envases de plástico de agua San Benedetto, vendida en Italia y España, botellas de detergente Svelto de Italia, toallitas húmedas Dutsch comercializadas en Países Bajos y Bélgica, un bote de leche solar española Delial, un envoltorio de verduras secas Minestrone Tradizione Findus etiquetado en italiano, y paquetes de comida para perros Pedigree, fabricados en Polonia para el mercado de la Unión Europea.
En Gedangrowo, como en toda Java Oriental, la basura plástica es tan común y tan útil que se ha convertido en uno de los combustibles más usados. Muchos pequeños negocios, desde fábricas de tofu a productores de cal, mantienen calientes sus hornos y calderas quemando plástico. Es una fuente de energía eficaz, barata y muy accesible en esta parte del mundo. Pero tiene un problema: su combustión libera gases y metales pesados altamente contaminantes y tóxicos, con potencial para causar cáncer y graves daños al sistema inmunológico de los seres humanos.
Además, ese plástico no debería estar allí.
Apenas despunta una sofocante mañana de octubre en la aldea de Sumberejo y Muyah, una mujer de 77 años, ya suma horas separando meticulosamente papel y plástico. Está sentada en el suelo de su patio, rodeada de un mar de basura que su familia le ha comprado a una empresa local. Estos residuos se conocen aquí como skraps, una mezcla húmeda de pequeños fragmentos de plástico blando, papel y cartón. Son restos demasiado pequeños y heterogéneos para que las máquinas de reciclaje puedan procesarlas.
La gigantesca factoría Pt. Ekamas Fortuna, una gran fábrica situada a pocos metros de la casa de Muyah, vende (mediante un intermediario) estos skraps a todas aquellas familias dispuestas a trabajarlas. La carga completa de un camión pequeño (5 metros cúbicos aproximadamente) le costó 100.000 rupias indonesias a la familia de Muyah (unos 6 euros). Les llevará dos meses procesarlo.
La anciana trabaja con método preciso y repetitivo, como en una cadena de montaje. Sostiene con su mano derecha un puñado de virutas que ha sacado del gran cúmulo de basura que tiene enfrente y utiliza su mano izquierda para ir seleccionando los pequeños y amorfos pedazos de cartón que atesora a su lado en un montículo menor. El objetivo del proceso es agrandar este último montículo y mantenerlo lo más puro posible. Muyah lo revenderá al mismo intermediario que reparte los skraps. Si todo va bien recibirá unas 760.000 rupias por ello, unos 47 euros. Luego entregará el plástico restante a los productores artesanales de cal de su comunidad y recibirá otros 3 euros más. “Mi hija también ayuda. Todos los días son así, hasta la noche”, cuenta Muyah entre los gritos de su nieto, que juega a dar grandes saltos entre los montículos de basura sin procesar.
Muyah gana alrededor de 22 euros al mes por separar la basura que el mundo envió a su país. Más o menos lo mismo que reciben las cerca de 1.500 familias que en este municipio se dedican a separar papel, cartón y plástico.
El problema lleva años identificado y las leyes han seguido permitiendo que existan vías para sacar la basura de Europa.
El sudeste asiático, especialmente Indonesia, lidia con una avalancha de plástico sin clasificar desde que China prohibió la importación de basura en 2018. En menos de una década, millones de toneladas de residuos plásticos de países ricos como Estados Unidos, Reino Unido, Japón y la Unión Europea buscaron y encontraron nuevos destinos como Gedangrowo, en Java Oriental.
Ya en 2019, con la intención de eliminar esta avalancha de basura dañina de los países más ricos a los menos, delegados de 187 países hicieron historia en Ginebra al aprobar las primeras reglas globales sobre el envío transfronterizo de residuos plásticos. Bajo las nuevas reglas, promulgadas como enmiendas al Convenio de Basilea (un tratado internacional que regula el envío de residuos peligrosos), los países exportadores no pueden enviar plástico contaminado, no reciclable o mezclado entre el papel y el cartón para reciclar sin el consentimiento del país de destino.
Lo que sí está permitido enviar son los conocidos como “residuos verdes”, papel y cartón para reciclar, sometidos a reglas acordadas entre Europa y el país receptor. En el caso indonesio, ese acuerdo estipula que las balas de papel para reciclar que llegan desde la UE no pueden contener más de un 2% de residuos plásticos. El 98% tiene que ser papel o cartón. Si se supera ese 2%, el papel y cartón para reciclar se convierte en basura plástica y queda, por tanto, prohibida su exportación.
Pero la realidad es que el plástico sigue saliendo de Europa. Lo hace mezclado en los cargamentos de papel y cartón para reciclar.
La Basel Action Network, una organización independiente dedicada a promover el cumplimiento del tratado, estima que las exportaciones de papel para reciclar de la UE a países no pertenecientes a la OCDE incluyen entre un 5% y un 30% de basura plástica.
Porque la inspección del contenido de esas exportaciones tiene grietas.
Hay quienes las niegan y creen que el sistema funciona. Fred Penning es el extrovertido CEO de CWM International, la empresa contratada por Indonesia para inspeccionar todos los envíos de papel para reciclar que llegan de Europa. Penning pone la mano en el fuego por el sistema de revisión, que según él no acepta el plástico mezclado. “Las fábricas indonesias solo quieren materia prima. No quieren nuestra basura. Por eso estamos aquí”. Asegura que la cantidad de plástico de los envíos que ellos revisan es incluso menor al 2%. Que nada escapa a su ejército de 60 inspectores, aunque reconoce que su supervisión se limita a los envíos legales y correctamente clasificados.
Pero ni la propia Unión Europea, que reconoce su incapacidad para controlar la exportación, es tan optimista. Y señala el contrabando como causa del problema. Un informe de la Comisión Europea admite que “entre el 15 % y el 30 % de los traslados de residuos [al exterior] podrían ser ilegales” y califica el tráfico de desechos como “uno de los crímenes ambientales más graves de la actualidad”. En respuesta a una pregunta directa sobre la cantidad de basura plástica que sale de Europa mezclada en cargamentos de papel, la oficina de prensa de la Comisión dijo no disponer “de datos sobre tales niveles promedio de contaminación”.
Yuyun Ismawati, ingeniera ambiental indonesia y fundadora de la ONG ambiental Nexus, completa la explicación de Penning y de la Comisión Europea y añade que los dos grandes agujeros por los que se cuela el papel reciclable altamente contaminado en el sudeste asiático son los errores en la clasificación de la basura y el fraude; declaraciones falsas y ocultaciones de contenido. Mentir y esconder. Ismawati también cree que el problema es tan grave que se debería cambiar el marco de referencia: “Enviar tu basura a otros países no es reciclaje”, dice.
Es tráfico internacional de basura.
Atrapar a los infractores en el acto es casi un milagro, en parte debido a la falta de transparencia en la cadena de suministro desde que sale de Europa. “El problema está en el proceso invisible, en los pasos que comienzan en el puerto desde donde se exporta la carga”, señala. “Esas empresas ofrecen el servicio de transporte y rellenan todos los formularios. Todo empieza con ellas y con algunas pequeñas agencias acreditadas para hacerlo, que son las que potencialmente contribuyen a este desastre falsificando los documentos”. Un informe de la Global Initiative Against Transnational Crime asegura que “existen pruebas de que, en Indonesia, empresas recicladoras de papel utilizan sus operaciones regulares para importar residuos plásticos encubiertos”.
Son las 7 de una ventosa mañana de noviembre en Roosendaal, una ciudad en el sur de los Países Bajos, y el señor Penning está a punto de supervisar una inspección de papel para reciclar que partirá hacia Indonesia. Lo acompaña su empleado desde hace diez años, Isik Bink.
A la entrada de la enorme planta de clasificación de residuos —cuyo nombre nos pidieron no revelar—, cientos de pacas de papel y cartón se apilan sobre los camiones que descargan desechos de hogares y empresas. Aquí los residuos llegan a una línea de clasificación donde la tecnología de infrarrojos separa el papel en diferentes categorías y elimina contaminantes como plásticos o residuos domésticos que no deberían estar allí. Los residuos clasificados se compactan en enormes cubos de una tonelada, pero antes de ser introducidos en un contenedor de transporte, un inspector de CWM revisa visualmente todo el cargamento, paca por paca.
También se desarma una pequeña muestra para verificar su contenido. Existe consenso en que no todos los residuos pueden ser eliminados mediante clasificación manual o mecánica; de ahí el límite de contaminación del 2%. “Bueno, no puedes romperlo todo”, dice Isik Bink. “Cuando tienes muchos contenedores entrando al país y abren las pacas, obviamente no es un proceso perfecto, ¿verdad? Siempre queda algo de plástico o residuos dentro del límite permitido. Por eso las autoridades indonesias permiten un 2% de contaminación”. Al mostrarle pruebas del plástico europeo en los vertederos de Indonesia, Penning admite que “probablemente haya algo de contrabando”. Asegura que no bajo su vigilancia. En un buen año, CWM International inspecciona hasta 40.000 contenedores de residuos provenientes de Europa continental con destino a diversos países. “Y no recibimos devoluciones”.
Pero reconoce que una vez allí tienen que clasificarlo en la fábrica que lo recibe. “La pila de residuos plásticos sigue creciendo. Y entonces, ¿qué hacen con eso?”. Según Penning, el volumen de exportación es tan grande que incluso el 2% legal podría ser la causa del problema de contaminación por plástico en Java Oriental.
“La mala gestión en terceros países de los residuos exportados desde la UE es un fenómeno bien conocido. Aproximadamente la mitad de los residuos exportados tienen como destino países no pertenecientes a la OCDE, los cuales suelen contar con normativas ambientales y de salud pública menos estrictas y, por lo tanto, no toman completamente en cuenta los impactos ambientales y sanitarios del tratamiento de residuos. El tráfico ilegal de residuos también agrava el problema”. Son palabras de la Oficina de Prensa de la Comisión Europea al ser preguntada sobre la situación en Indonesia.
Según la Comisión, estos desafíos se abordan en la nueva normativa de la UE sobre el traslado de residuos que, a partir de 2026, prohibirá todas las exportaciones de desechos plásticos a Indonesia, entre otros países. A partir de 2027, también se prohibirá la exportación de residuos “de la lista verde”, lo que incluye el papel para reciclaje, a países no pertenecientes a la OCDE. Eso significaría el fin de los envíos a las grandes empresas papeleras de Indonesia y un durísimo golpe para la industria de reciclaje de Java Oriental. Sin embargo, la UE señala que podrían otorgarse excepciones a países que “cumplan con condiciones ambientales específicas”.
Grupos ambientalistas de todo el mundo han celebrado esta prohibición considerándola un paso importante en la larga lucha contra el “colonialismo de residuos”. “Esta regulación implica que la UE finalmente está comenzando a asumir la responsabilidad por su papel en la emergencia global de contaminación plástica”, afirmó Break Free From Plastic en un comunicado de 2024.
Pero Indonesia no está de acuerdo con detener ese flujo.
Ya ha presentado quejas ante la Organización Mundial del Comercio, argumentando que sus fábricas de papel podrían verse “significativamente afectadas por esta regulación”. El agregado comercial indonesio en Bruselas, Antonius Budiman, ya trabaja para garantizar que los residuos de papel de la UE sigan llegando después de la fecha límite de 2027. La normativa contempla excepciones siempre que el país receptor pueda “demostrar su capacidad para tratar estos residuos de manera ambientalmente responsable”.
Al preguntarle directamente por la llegada de basura plástica escondida en los cargamentos de papel para reciclar, Budiman responde que ninguna empresa papelera indonesia le ha informado nunca de esa situación. Pero si estas acusaciones son ciertas, dice, hay una pregunta que debe responderse: “¿Quién tiene la culpa aquí? ¿Es el importador indonesio que compra los cargamentos o los operadores de la UE que envían ese papel contaminado a Indonesia?”.
La responsabilidad parece compartida, útil y económica para quien envía y para quien recibe. Relajar las normas de revisión de los envíos implica ahorro durante su procesamiento y en Indonesia existe toda una industria de reciclaje a la que resulta funcional que nada cambie.
Sea cual sea el mecanismo para sortear fronteras, la realidad es que la basura plástica europea sigue llegando a Indonesia a través del circuito del papel para reciclar. Y una de las pruebas más evidentes de ello está en la sede de ECOTON (Ecology and Wetland Conservation Study Foundation) en la aldea de Gresik, no muy lejos de los vertederos de Java Oriental.
El edificio está decorado con miles de envases plásticos de origen extranjero recopilados por los miembros de la organización en los últimos cinco años. Empapelan las paredes de la sala de actos, se amontonan en un gran contenedor en el patio y constituyen la materia prima de grandes esculturas que se utilizan para sensibilizar a los escolares que visitan la sede de la ONG con regularidad.
Desde este edificio habla Nina Azzahra Aqilani, que con 18 años ya es una de las activistas medioambientales más conocidas de Indonesia. “Nuestro país necesita papel, pero nos contrabandean residuos plásticos”. Hija de un ecologista y toxicólogo, Nina ha sido testigo del impacto de la contaminación por plástico desde que era una niña. Ha liderado protestas frente a edificios gubernamentales y embajadas de países exportadores de papel. Ha asistido a reuniones de alto nivel y suplicado a casi cualquiera, incluidos el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y a la delegación de la Unión Europea, que detengan las exportaciones de papel contaminado a Indonesia. “Lo que más me preocupa es que sigamos recibiendo residuos, que nuestros ríos se contaminen, que nuestra agua esté sucia, que ya no podamos respirar aire limpio ni beber agua potable. Indonesia será inhabitable para los jóvenes en el futuro”.
Uno de los principales compradores de basura plástica como la que recolecta Bukhori es Dua Bersaudara, una pequeña fábrica de tofu en Tropodo, una aldea vecina. Desde las chimeneas de una destartalada construcción de una planta fácilmente reconocible desde la carretera, ascienden densas nubes de humo negro y espeso. “Al principio quemaba madera, pero hace años que empecé a usar plástico”, admite Gufron Gufron, dueño de este negocio familiar. Actualmente produce tres toneladas de tofu diarias que se venden en Surabaya, la cercana capital de la provincia de Java Oriental. Gufron es un hombre amable que se enorgullece de dar trabajo a decenas de personas. Sin embargo, mantiene una relación tensa con la comunidad local. Quienes viven cerca de su planta se quejan de problemas respiratorios y han expresado su preocupación por los efectos a largo plazo en la salud.
No están solos.
En 2019 un informe conjunto de tres organizaciones ambientalistas entre las que se incluye ECOTON confirmó que las dioxinas procedentes de la quema de plástico habían entrado en la cadena alimentaria local. El estudio comprobó que los huevos de gallina recolectados cerca de una de las fábricas de tofu en Tropodo contenían el segundo nivel más alto de dioxinas jamás medido en el continente asiático. El único nivel superior se detectó en huevos recolectados cerca de Bien Hoa, en Vietnam, una de las zonas más contaminadas en el pasado con agente naranja (un herbicida usado como arma química durante la guerra de Vietnam). Los estudios epidemiológicos han vinculado la exposición a dioxinas cloradas —como las encontradas en los huevos de Tropodo— con enfermedades cardiovasculares, diabetes, cáncer, porfiria, endometriosis, menopausia prematura, alteraciones en los niveles de testosterona y hormonas tiroideas, y un sistema inmunológico debilitado.
Las revelaciones del informe impulsaron la actuación del gobierno local. La gobernadora de Java Oriental, Khofifah Indar Parawansa, visitó en persona las aldeas que habían estado reciclando y clasificando residuos plásticos provenientes de fábricas de papel. La visita coincidió con un decomiso por parte de las aduanas del puerto de Java Oriental. Se detuvo un envío de 210 toneladas de papel importado para reciclaje mezclado con residuos peligrosos y tóxicos de un país europeo que las autoridades indonesias no quisieron revelar.
Pero muy poco ha cambiado desde 2019 y Bukhori lo sabe bien. En los últimos cinco años ha combinado su trabajo como recolector y vendedor de basura plástica con empleos esporádicos en Pabrik Kertas Indonesia, conocida como Pakerin, una de las principales plantas de reciclaje de papel del país. Así ha sido testigo de la llegada de contenedores procedentes de España, Irlanda, Alemania, Reino Unido, Canadá, Malasia, Hong Kong y Singapur. Todos contenían plástico y otros desechos que superan ampliamente el límite de contaminación del 2% que establece la ley. De hecho, durante años la contaminación de los cargamentos era tan alta que la fábrica permitía a los habitantes de las aldeas cercanas acceder directamente a los contenedores para recoger todo lo que pudieran vender o reciclar.
El río Porong es una fuente de vida en Java Oriental. Sus aguas son esenciales para que agricultores y pescadores provean de comida a la región. El Porong también es una de las principales razones por las que Java Oriental acoge la mayor concentración de industrias de reciclaje de papel de toda Indonesia. Las fábricas se sitúan cerca del río o de alguno de sus afluentes para poder usar su agua como materia prima o refrigerante. Después vierten en el río los residuos que producen. Estas empresas están obligadas a filtrar el agua para evitar que contaminantes como los metales pesados lleguen al río. No existe una legislación que limite la contaminación por microplásticos.
El 25 de septiembre de 2024 encargamos el análisis de una muestra de 250 mililitros de agua del río Porong, recogida en las cercanías del punto de desagüe de la empresa papelera PT Megasurya Eratama. El laboratorio identificó 1.449 piezas de microplástico en la muestra: fibras, filamentos y fragmentos. En el apartado de conclusiones del informe, Rafika Aprilianti, investigador a cargo, explicó que la muestra multiplica por 15 la concentración habitual que se puede encontrar en un río en esta zona. El principal riesgo radica en que el plástico transporta bacterias y productos químicos de alta toxicidad que pueden afectar el sistema hormonal de humanos y animales y, a largo plazo, provocar cáncer.
Puji tiene 41 años y el rostro ennegrecido por el humo. Trabaja en un agujero en el suelo, a unos tres metros de profundidad. Su tarea es mantener ardiendo un horno subterráneo sobre el que se amontona un castillo cilíndrico de piedra caliza que, al alcanzar los 900 grados centígrados, se convertirá en polvo de cal, una sustancia que se utiliza habitualmente en la construcción para blanquear materiales. Es un proceso artesanal que ha sido usado en todo el mundo desde hace siglos. En Europa existen construcciones casi iguales a esta, que datan del siglo I antes de Cristo. Pero hay algo que distingue los hornos de esta parte del mundo de todos los demás: el combustible.
Cada par de minutos Puji llena sus puños de virutas de plástico y las lanza con todas sus fuerzas al interior del horno. Casi inmediatamente una espesa nube negra surge entre el castillo de rocas y se proyecta hacia el cielo de Java. Algunos ancianos se reúnen a observar la humareda y los niños juegan alrededor. Cae la tarde en la aldea de Sumberejo. Muchos más hornos se encenderán hoy y arderán durante tres noches y tres días, hasta que el polvo de cal esté listo para usar.
El largo viaje del plástico europeo, iniciado a más de 10.000 kilómetros de distancia, terminará hoy aquí. O muy cerca de aquí. En vertederos como el de Gedangrowo, en las aguas del cercano río Porong, en los pulmones de Puji y sus paisanos.
*This investigation was developed with the support of
Journalismfund Europe.