A vista de satélite, una masacre tiene el aspecto de bultos, sombras oscuras y manchas rojas. Una imagen más digerible que la de hombres tratando de huir y siendo perseguidos y ametrallados a sangre fría. O que la de los cuerpos desmadejados y ensangrentados, en el suelo o en sus camas, de los pacientes del Hospital Saudí, cuyos cadáveres se ven en los vídeos que las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF, por sus siglas en inglés) han difundido, autoincriminándose. O que la imagen de mujeres y niñas violadas… 

Quizá la del satélite es la distancia también a la que hay que mirar el horror en Sudán para que las emociones no nublen el juicio al analizar los “crímenes de guerra” y potencialmente de “lesa humanidad”, que Naciones Unidas advierte que se han cometido (y se siguen cometiendo) en Darfur, una región clave del oeste sudanés. Dos años y medio después de empezar la guerra civil en Sudán, las RSF han tomado El Fasher, la última capital de la región que quedaba en poder del Ejército sudanés, al mando de Abdel Fatah al Burhan, que sigue controlando la capital, Jartum, y buena parte del este sudanés. Son los dos bandos en una guerra en la que han muerto al menos 150.000 personas.

Esta imágen satelital tomada por Airbus DS muestra parte del barrio de Daraja Oula, de El Fasher, capital de Darfur del Norte. 17 de octubre de 2025. Airbus DS / AP

El Fasher ha caído como cayeron antes Geneina (donde, entre abril y junio de 2023, las RSF y milicias aliadas mataron a entre 10.000 y 15.000 personas) o Nyala: bajo fuego, saqueos y persecuciones selectivas. Las víctimas, en su mayoría de comunidades masalit, fur y zaghawa (no árabes), fueron atacadas por su origen étnico, según la ONU y organizaciones de derechos humanos que hablan ya de “patrones que evocan los del genocidio de 2003”. En grabaciones verificadas por grupos de derechos humanos, se ve a combatientes de las RSF disparando a prisioneros, rematando supervivientes, arrastrando cuerpos por las calles y grabándose a sí mismos humillando a los muertos, como relatan algunos de los que han escapado, a los que no se les permitió enterrarlos. 

Solo en el Hospital Saudí 460 pacientes y sus acompañantes fueron asesinados, según la Organización Mundial de la Salud. “Una atrocidad que desafía la comprensión”, según el máximo responsable del organismo, Tedros Adhanom Ghebreyesus. Desde que tomaron el control de la ciudad, las RSF han matado al menos a 1.500 personas, según la Red de Médicos Sudaneses. Otras organizaciones hablan ya de miles, en la que consideran una de las peores masacres de estos dos años y medio de guerra.

Una guerra en la que se ha derramado tanta sangre, que se puede ver desde el espacio.

Con la captura de El Fasher, las RSF de Mohamed Hamdan Dagalo, conocido como Hemedti, se hacen con algo más que un símbolo. Entre 2003 y 2005, Darfur fue escenario de uno de los primeros genocidios del siglo XXI. El conflicto comenzó como una lucha por el acceso a la tierra entre pastores africanos y nómadas árabes propietarios de ganado. El entonces presidente, Omar al Bashir, depuesto en 2019 tras más de 30 años en el poder, se apoyó en las milicias árabes Janjaweed para sofocar una rebelión de grupos no árabes que denunciaban la marginación de su región por parte de Jartum. Los Janjaweed arrasaron pueblos, violaron mujeres, envenenaron pozos y asesinaron a unas 300.000 personas. La Corte Penal Internacional (CPI) emitió órdenes de arresto contra Bashir y varios comandantes por genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. Pero la justicia nunca llegó. Tampoco acabó el conflicto.

En los años siguientes se firmaron acuerdos de paz que no acabaron con los enfrentamientos. En 2013 el régimen de Al Bashir reorganizó estas milicias en un cuerpo paramilitar formal: las Fuerzas de Acción Rápida (RSF). Esto otorgó a los Janjaweed un nuevo nombre, uniformes y reconocimiento legal, y dio a sus líderes cobertura política para mantener sus intereses económicos y preservar su estructura paramilitar y su impunidad. Muchos de los hombres que ahora comandan las brigadas de las RSF en Darfur se curtieron en aquellas campañas de limpieza étnica. Y las prácticas que han usado en El Fasher en los últimos días —humillación pública de las víctimas, arrasar vecindarios enteros y atacar objetivos guiados por razones étnicas— recuerdan a las usadas en la década de 2000.  

Dos décadas después, la historia se repite. Las RSF, herederas directas de aquellos escuadrones de la muerte, actúan ahora con mayor impunidad y mejor armamento. El Fasher es la prueba de que el conflicto de Darfur nunca terminó; solo cambió de uniforme, coinciden los analistas. La memoria del horror.

Oro, armas y mercenarios rusos

La guerra que comenzó en abril de 2023, en su lectura más simple, es una lucha por el poder entre el Ejército regular, dirigido por Burhan, y las RSF de Hemedti, cuando el país trataba de transitar hacia una democracia y topó con los intereses opuestos de dos generales, amigos de conveniencia hasta ese momento. Pero la realidad tiene ramificaciones que llegan hasta el Golfo y Rusia y raíces más profundas, que la conectan con el genocidio cometido en Darfur a principios de la década de 2000. Los actores externos desempeñan un papel fundamental que explica por qué la caída de El Fasher y el control de Darfur son fundamentales en este conflicto, no solo como victoria militar.

Controlar esta zona es esencial desde el punto de vista estratégico y económico. Consolida el control del grupo sobre las minas de oro y las redes comerciales informales que se han convertido en fuentes de financiación de la guerra. Darfur proporciona a las RSF una puerta de entrada estratégica a las fronteras con Chad y Libia, asegurando así el mantenimiento de rutas de contrabando para esos recursos, y especialmente del oro, pero también para recibir armas y combustible. Quien controle Darfur domina el tráfico ilegal y puede mantener el comercio con sus aliados extranjeros.

En los últimos diez años las RSF han construido una red financiera gracias al oro que extraen, trafican y venden en mercados del Golfo. Las exportaciones de oro ya se habían convertido en el sustento económico de Sudán tras la separación e independencia en 2011 de Sudán del Sur, donde se hallan los recursos petrolíferos. Antes de empezar la guerra, el oro aportaba al Gobierno 2.080 millones de euros anuales y representaba más del 60 por ciento de todas sus exportaciones. Ya entonces el Ejército y las RSF competían por los recursos. La lucha por el control de los yacimientos de oro fue uno de los detonantes del conflicto.

Ese mercado negro paga mercenarios y armas, y sirve para comprar apoyos. El metal precioso extraído de esa tierra quemada y ensangrentada de El Fasher que se ve desde el espacio viaja hasta Dubai, donde se refina y revende legalmente. Analistas e investigaciones de distintos medios en los últimos años han vinculado a intermediarios en Emiratos Árabes Unidos (EAU) con el comercio de oro sudanés, aunque Abu Dhabi niega financiar a las milicias. Sin embargo, el control de los canales comerciales y la necesidad de oro en el Golfo convierten a Emiratos en actor clave, aunque no el único. Perder el control de Darfur supondría para las RSF la pérdida no solo de su motor económico y de financiación, sino también de su capacidad de negociación en un eventual proceso de paz.

Un trabajador de la mina de oro de Wad Bushara, en el estado sudanés de Gadarif. Mohamed Nureldin Abdallah / Reuters / ContactoPhoto

Tras la caída de El Fasher, los motores diplomáticos se han acelerado en El Cairo, donde en los últimos días se han producido conversaciones para intentar lograr una tregua de tres meses. Las RSF han intentado desligarse de las acusaciones de crímenes arrestando a Abu Lulu, también conocido como brigadier general Al Fateh Abdullah Idrisuna, al que se vincula (en parte gracias a las imágenes que él mismo ha compartido en redes sociales asegurando haber matado al menos a 2.000 personas y haber perdido la cuenta) a ejecuciones de civiles en masa, entre otros crímenes.

“El problema no es solo el enfrentamiento entre el Ejército y las RSF, sino la creciente injerencia externa que sabotea las posibilidades de alcanzar un alto el fuego y una solución política”, señaló durante una visita a Malasia el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, que instó a las potencias extranjeras a no interferir.

Informes de inteligencia occidentales señalan vínculos entre contratistas rusos y redes de abastecimiento de armas en Sudán, aunque Moscú niega tener tropas operativas en el país. Rusia negocia desde hace años una base naval en el mar Rojo y mantiene vínculos con empresas mineras en Sudán. El Kremlin habría facilitado suministros y asesoramiento tanto al Ejército como a las RSF, según convenga a sus intereses, a través de redes asociadas a antiguos contratistas militares.

Mientras, el Ejército resiste en el este, con el apoyo de Egipto, que busca la estabilidad y contrarrestar la amenaza que, según Burhan, supondrían los Hermanos Musulmanes si pierde el control del país. Otros, como Arabia Saudí o China, buscan la riqueza agrícola que garantice su seguridad alimentaria y, si bien el último se muestra más neutral, el primero ha respaldado a Burhan.

Ikram Abdelhameed junto a su familia en el campo para personas desplazadas de Tawila, en Darfur del Norte. 27 de octubre de 2025. Mohammed Jamal / Reuters / ContactoPhoto

Sobre el terreno, la geopolítica se ensaña con las vidas de los sudaneses. Más de 10 millones de desplazados internos en dos años y medio de guerra, según la Agencia de la ONU para los Refugiados, la mitad de ellos de Darfur, donde durante meses las organizaciones humanitarias advirtieron de que el asedio podría desencadenar una catástrofe. Hoy, las carreteras que conducen a los campamentos están bloqueadas; los convoyes de ayuda son saqueados o distribuidos según las divisiones tribales; los hospitales están en ruinas, y se acaba de declarar la hambruna.

El Fasher simboliza el fracaso colectivo, donde convergen las raíces del genocidio, la codicia por el oro, la impunidad internacional y el derrumbe del sueño democrático que nació en 2019. 

En una estación meteorológica de un desierto que antes era mar, Amankeldi Allashov tiene un manual con 65 tipos de nubes, sus nombres y lo que significa su aparición.

—Ahora mismo la temperatura terrestre es de 1 grado centígrado. La temperatura del aire es de -3. Las nubes están a una altura de entre 600 y 800 metros y no son de las que causan lluvias. Así que no va a llover, tranquilos.

El atlas de las nubes que sujeta Amankeldi está plagado de símbolos. Estas son las nubes que están asociadas a los relámpagos, dice entusiasmado. Estas a la lluvia, se encuentran a más de mil metros de altura, detalla. Estas a las pequeñas precipitaciones —y deja el manual sobre la mesa.

Estamos en un antiguo puesto militar soviético reconvertido en la estación meteorológica de Aktumsik. La torre de comunicaciones, oxidada, tiene cien metros de altura. Los equipos modernos de medición, conectados a placas solares, se mezclan con los artilugios antiguos, que siguen allí por si los más sofisticados fallan. La humedad, en caso de emergencia o avería, se cifra en una caja con pequeños listones de madera colocada en el patio: la tecnología en su interior consiste en un termómetro y un vasito. Un poste con aspas se encarga de registrar la velocidad del viento.

En este puesto de avanzada apartado del mundanal ruido vive Amankeldi, porque es importante que reporte a las autoridades de Uzbekistán cuáles son las condiciones climatológicas —más allá de las nubes, su auténtica obsesión— en el mar de Aral, que ya no es mar debido a una de las grandes catástrofes medioambientales del último siglo. Su desaparición tiene causas bien identificadas —la construcción de canales de irrigación para el algodón y el arroz durante la era soviética—, pero el relato que hacen científicas, meteorólogos, vecinas, agricultores y pescadores está impregnado de magia. Una magia que parece contagiosa, porque ante la hecatombe ecológica, como rosas en el desierto, florecen personas, instituciones y colectivos que intentan revertir lo irreversible, o al menos camuflarlo. 

Alquimia verde: ya casi no hay mar, ahora hay que salvar lo que queda… y crear lo que se pueda. 

Amankeldi Allashov es uno de los encargado de informar sobre las condiciones climatológicas en el ecosistema de Aral. Si la tecnología punta falla, hay otros métodos más antiguos y eficaces. Bruna Cases

Flanqueado aún por el manual de nubes, Amankeldi coge la radio, pulsa el botón lateral del transistor —made in USA, dice el dorso, aunque la mayoría de cachivaches en la mesa son de la era soviética— y da a la central los datos del clima en las últimas tres horas.

—OK, copiado.

Amankeldi y su compañero Sharapat Abdikemalov no tienen otra forma de comunicación con el mundo. Aquí no hay señal telefónica; mucho menos cobertura de internet. Su única forma de saber lo que pasa fuera —entre la estación meteorológica y la civilización hay kilómetros y kilómetros y kilómetros de tierra yerma— es un televisor desvencijado en el que no pueden ver la Premier o la Liga, se queja Amankeldi, pero al menos sí la Bundesliga.

—Empecé a trabajar en 2019 en esta estación meteorológica. Hacemos cambio de turno cada tres meses.

La casa tiene su cocina, sus habitaciones, su calefacción que trabaja a pleno rendimiento. En el salón-dormitorio hay catres con edredones, una mesa baja con restos de comida —pan, ensalada, paté de salmón—, otra mesa cerca de la cama con un reproductor de DVD. Fiel a un gorro azul que no se quita en el interior de la casa, Amankeldi —labios carnosos, grandullón, soñador de nubes— conserva una extraña inocencia en el rostro.

—Trabajo con mi compañero, uno por la noche y el otro por el día, medimos el viento, la humedad, la temperatura…

—¿Y cómo está el tiempo? — La pregunta es obligada en una estación meteorológica. 

—El tiempo está cambiando. Antes era todo más verde, había más humedad, más hierba, más lluvia, más plantas.

Habla del pasado más inmediato: hace unos años. Pero todo empezó hace más de medio siglo. El mar de Aral ya prácticamente no existe; lo ha reemplazado en buena parte el desierto de Aralkum. Él nunca pudo ver el mar en su esplendor. 

—El mar de Aral tiene una profundidad media de 25 metros. Y cada año pierde un metro de profundidad.

—O sea, que puede que no le queden más de 25 años.

—Sí, claro. Y puede que le queden menos.

Junto a su manual hay un teclado blanco roído, una calculadora, un reloj, un móvil que no sirve para enviar mensajes, porque aquí no hay cobertura. Una regla, manuales de humedades, de presiones atmosféricas. Cuelga de la pared un póster con aves que supuestamente siguen por aquí, aunque no se ve ni una en varios kilómetros a la redonda. Y por todos lados: papeles y papeles y papeles con números y números y números que, como un conjuro, luchan por detener la desaparición del agua, o al menos por comprender sus mecanismos y hacer que aparezca otra forma de vida. 

Estación metereológica de Aktumsik. Desde este antiguo puesto militar soviético se informa sobre el clima en el ecosistema de Aral. Bruna Cases

La desaparición del agua

Tierra yerma que se llena de chamanes. Gente extraña que intenta resucitar un mar sin agua. Kilómetros de tierra cubiertos de conchas que recuerdan que aquí hubo vida acuática: kilómetros de chocolate crujiente con almendras. Más kilómetros de suelo cuarteado, con o sin capas de hielo, según la estación; hierbajos casi rojos, amarillos, con la punta de las hojas mirando al cielo. Enormes puzles de roca, altiplanos que antes eran alfombras verdes con antílopes y donde ahora reina el silencio más absoluto, sin animales ni interrupciones; casi el espacio exterior, Marte, la nada. 

En la década de 1960, el mar de Aral era el cuarto lago más grande del mundo. Ubicado en pleno desierto de Asia Central, entre las llanuras de Uzbekistán, Kazajistán y Turkmenistán, su caudal se alimentaba gracias a dos poderosos ríos, los más importantes de la región: el Amu Daria y el Sir Daria. Tenía una extensión de algo más de 68.000 kilómetros cuadrados, aproximadamente la superficie sumada de la Comunidad Valenciana y Aragón. Pero las repúblicas soviéticas centroasiáticas, pese a formar parte de la URSS, eran la periferia, el patio trasero de Moscú, que emprendió bajo Nikita Kruschev y desarrolló bajo Leonid Bréznev una mastodóntica política de irrigación del campo para conseguir sobre todo algodón, en menor medida arroz y de forma indirecta energía. 

Los cambios físicos en el mar de Aral no se dejaron ver hasta la década de 1960, pero fueron tan bruscos que sorprendieron a todo el mundo. La proliferación de canales de irrigación alrededor de ambos ríos secó el mar. Era como si el ecosistema se hubiera roto de repente. A finales de la década de 1980, el mar ya se había partido en dos: el norte, que se quedó en Kazajistán; y el sur, limitado a la región uzbeka de Karakalpakistán. En la década de 2000, otra vez, se dividió en este y oeste. El mar del este ya no existe, y el del oeste está cerca de la desaparición. En total, los pequeños mares de Aral no pasan ahora de 5.000 kilómetros cuadrados: una superficie menor a la de Castellón. El mar de Aral ha perdido el 90% de su extensión. En el norte kazajo, con la construcción de presas, aún se puede incluso pescar. Pero el sur uzbeko parece difícil de recuperar.

Evolución de la superficie del mar de Aral desde la década de 1960. Visualización propia a partir de imágenes de la NASA

Todo este proceso tuvo lugar en un espacio geopolítico sensible. Tras el derrumbamiento de la URSS, en Uzbekistán se instaló en el poder Islom Karímov, cuyo régimen duró hasta su muerte, en 2016. Tomó el testigo el actual presidente, Shavkat Mirziyoyev, que intentó hacer algunos equilibrios. Inició una tímida serie de reformas, pero no desmanteló del todo el régimen autocrático de Karímov. Tampoco instauró un nuevo sistema político. Sigue habiendo poco pluralismo político y dependencia de Rusia, pero hay más libertades que antes. El Gobierno de Mirziyoyev sabe que uno de los pocos motivos por los que el mundo mira a Uzbekistán, además del gas y la influencia rusa, es la evolución del ecosistema de Aral. Tiene planes para pintar de verde con arbustos este desierto. La pregunta es hasta qué punto eso sirve para algo.

Nostalgia de lo no vivido

Para la gente joven que vive cerca de este desierto, las historias de puertos y pescadores parecen ciencia ficción, cuando no un invento de los mayores. Pero mucha gente que aguanta en esta tierra recuerda los días de abundancia. 

—Aquí había agua —dice Asein Qulpybaev señalando la carretera.

Lleva una chaqueta marrón. Mira a todo el mundo con respeto y cautela. Tiene ganas de hablar, pero lo hace como pidiendo permiso. Asein tiene 73 años y ojos de niño que aún quieren sorprenderse. Vivía antes en un puerto y ahora en un desierto. Lo conocemos a la altura de Tokmak, en lo que antes era la ribera occidental del mar, y viajamos en coche con él unos kilómetros más hacia el norte, hasta Uchsay, su pueblo natal. Por el camino entra en una especie de trance, de viaje al pasado, a través del cual intenta reconstruir con gestos el puerto y el mar. La desesperación anida en sus palabras. Como si intentara convencernos de que no está loco. 

—Para hacer el trayecto que estamos haciendo ahora, para ir de un pueblo a otro… ¡antes se tenía que ir en barca! 

Llegamos a Uchsay, una tierra polvorienta y mustia plagada de columnas de diminutos árboles del desierto. Son los aquí famosos saxaules: arbustos sin sed ni mayor belleza plantados para “reverdecer” el desierto. 

—Mira, esto era el puerto. Los barcos llegaban desde Kazajistán, eran muy grandes. Algunos se llamaban “Kiev”, tenían ese tipo de nombres. Era un puerto real.

Latas, bolsas de plástico, un tendido eléctrico, nada. 

 —Había 30 metros de profundidad aquí. Lo sé porque la gente se veía pequeña ahí abajo. Había una bahía para transportar mercancías. Había almacenes. 

Con 15 años, Asein trabajaba en este terreno hoy conquistado por excrementos, cañas, botellas de plástico, saxaules, un bidón azul. Con la desaparición del agua, tuvo que buscarse la vida y logró un empleo como conductor para una fábrica de conservas. 

Asein Qulpybaev vivía aquí en la década de 1960, cuando esto era un puerto del mar de Aral cercano a la ciudad de Moynaq. Bruna Cases

—Aquí los barcos traían harina, agua, azúcar… —dice Asein con nostalgia. 

—¿En qué momento te diste cuenta de que el mar se secaba?

—En 1962 me fui a cumplir el servicio militar a las afueras de Moscú. Cuando volví, en 1964, ¡ya no había agua! O sea, se veía el agua pero más alejada, los barcos ya no podían navegar ni atracar aquí —dice Asein, y se da la vuelta—. Mira, yo estudiaba ahí arriba, en la colina. Había una escuela. Pues cuando volví, la habían bajado ya aquí. 

Porque iban buscando el agua, porque pensaban que el agua no podía correr tanto. Pero el agua se fue y nunca volvió. Tampoco los barcos ni los pescadores. 

—Me acuerdo de que aquí salaban el pescado para luego venderlo… ¡Mis hijos no se creen que aquí hubiera agua! Que aquí había un mar. Me dicen que es mentira. Nadie se cree que desapareciera tan rápido. 

Asein se queda pensativo. La línea naranja del atardecer se va desdibujando y fundiendo con el negro de la noche. 

—Perdón por cómo voy vestido. Vengo de trabajar.

***

A unos pocos kilómetros se halla la emblemática ciudad de Moynaq, donde estaba el principal puerto de la zona, más grande que el de Uchsay, donde Asein nació. Es el lugar de las fotografías que ha visto medio mundo. El símbolo de la tragedia. Barcos encallados en la arena. Luz difusa que sale de los adentros del desierto. Un pesquero pintado de azul, negro y rojo. Otros barcos oxidados, sin nada que ofrecer. Pintadas y grafitis, arena y arbustos. 

Barcos varados en Moynaq, ciudad antaño portuaria del noroeste uzbeko que, con el retroceso del mar de Aral, ahora está rodeada de desierto. Bruna Cases

Unas escaleras llevan desde allí al Museo de Historia Regional y del Mar de Aral, que ofrece una explicación histórica y científica sobre lo inexplicable. Tiene una exposición permanente que incluye una máquina de escribir soviética roja y blanca, y pinturas de artistas uzbekos que dan su visión sobre el mar de Aral: algunos usan el azul en los cuadros recordando el mar o imaginándose que vuelve.

***

En Moynaq vive Almaz Tobashev, que sabe más de historia que el museo, o al menos tiene más gracia a la hora de explicarlo. Hay que respetar sus 85 años, porque ha tenido tiempo para ver todo el proceso. Con su gorro azul bordado y su camisa azul a cuadros, su perilla tan perfilada que parece postiza y pegada al mentón, sus ojos pequeños casi desapareciendo como el mar de Aral, no da espacio para el diálogo: lo quiere contar todo. Se presenta y empieza a largar. Sentado en el salón de su casa, saca carnets de la URSS, de comités varios, certificados, documentación antigua, fotos, una entrevista que le hicieron en una revista uzbeka. 

—He pasado toda mi vida en el mar de Aral. Mi padre era pescador y yo también lo fui durante cuatro décadas. Fui mecánico, luego jefe de máquinas, hasta que me convertí en capitán. Los rusos no sabían cómo iba el motor del barco, yo tenía 16 años y me dijeron que lo hiciera funcionar. Así fue como me quedé. Hablo un poco de ruso. 

Recuerda una competición de tiro de la URSS a la que le invitaron en Ucrania, pero se queja de que la ganó y nunca le dieron la medalla. Le puede la nostalgia. Le puede el humor.

—Cuando pescaba, en un mes pasábamos por casa solo una vez. Estábamos siempre sucios, eso sí. Cuando iba a pescar me llevaba muchos libros y durante el mes me los leía todos: ficción rusa, karakalpaka, kazaja, lo que fuera. A veces leía solo fragmentos y decía: “Vale, ya sé de qué va el libro”, y lo dejaba y no leía más.

Siguió pescando durante décadas. Más allá de lo razonable. 

Almaz Tobashev, de 85 años, dice que fue el último pescador del mar de Aral en dejar de intentar pescar. Bruna Cases

—Antes en el mar de Aral había más de 300 pesqueros, varias fábricas de procesamiento de pescado y 12 cooperativas que trabajaban en el sector. El género salía en tren desde Kazajistán. Seguí pescando durante mucho tiempo, cada vez menos; había tanta sal que los peces ya no podían sobrevivir. 

—¿Cuándo te diste cuenta de que ya no era posible pescar absolutamente nada? 

—En 1998 aún pensábamos que era posible pescar, porque había lenguados, pero empezaron a salirle gusanos al pescado. Ahí ya nos dimos cuenta. Yo quizá fui el último pescador del mar de Aral en abandonar. 

Es algo tan difícil de comprobar como de refutar, porque ¿quién fue el último que pescó algo, por ridículo que fuera, y lo vendió? Lo que está claro es que Almaz, terco, aguantó hasta que pudo. Cuando se acabó el negocio del mar, él se pasó a la ganadería, y otros compañeros a la agricultura. Pero rehúye del catastrofismo. No le gusta que publiquen reportajes cataclísmicos sobre su tierra. 

—Me enfado cuando me preguntan por qué no me he ido. Si fuera tan terrible, no nos habríamos desarrollado. Tenemos muchas oportunidades. Yo tengo salud. ¿Cómo es posible? —Y gasta una broma en el momento más inesperado—. Porque antes había muy buen pescado. ¡Creo que mi cuerpo aún lo está usando! 

Un torrente de palabras. El optimismo de Almaz es irracional. Como todo lo que envuelve a este mar cuya desaparición se ha explicado una y otra vez científicamente, pero que resulta tan difícil de asimilar por su brusquedad.

—Estoy seguro de que el mar de Aral volverá. Es imposible que todo ese agua se evaporara, creo que sigue debajo. En 30-40 años volverá el mar… Ahora tenemos agua potable, tenemos los saxaules, tenemos buenas condiciones…

Se quita el gorro. Dice que en sus mejores tiempos podía estar tres minutos bajo el agua aguantando la respiración. Dice que su primer barco se llamaba “22ª reunión del Partido Comunista” y el siguiente se llamó “Volga”. Vendió el barco como chatarra. 

Le pregunto por los responsables. No se explaya. Pero hay algo que le duele. 

—La URSS nombraba aquí a los productores de algodón como héroes del trabajo. Nunca eran pescadores. 

Le gusta ganar, pero demasiadas veces le tocó perder.  

El último negocio marino

No quedan lenguados en el mar de Aral, pero sí quistes de artemia (un género de pequeños crustáceos). En la parte uzbeka es una de las pocas actividades económicas ligadas al mar que quedan. Estos huevos latentes resisten condiciones extremas de calor y sequía. Acostumbran a habitar aguas salinas. Donde otros mueren ellos viven: así evitan ser devorados por otras especies. Pero el ser humano siempre está ahí, atento, para aprovechar su oportunidad. Los huevos de artemia de Uzbekistán tienen una gran demanda en países en la órbita centroasiática, como China, donde se usan para la acuicultura de gambas y otras especies. 

—Por un saco de 35 kilos te pueden dar hasta 95 dólares, dependiendo de la calidad —dice Alí Dawletov, pescador de huevos de artemia de 20 años—. Aunque también hay que limpiarlo, separarlo de la suciedad y la arena… Eso se hace en la fábrica de procesamiento, lo hace otra gente.

Alí y su compañero Arislanbay Komekbaev, de 30 años, se ponen chaquetas de un chillón naranja en una tienda de campaña clavada en medio de la playa. Se preparan para meterse en el agua y atrapar casi el último negocio, además del gas, que se puede sacar del vientre de esta parte del mundo. A unos centenares de metros está la menguante orilla del mar de Aral. 

—Antes el mar alimentaba a la gente. Pero incluso ahora, cuando la gente dice que está muriendo, nos sigue alimentando con la artemia —dice Arislanbay.

Ya no queda pescado en el mar de Aral. Solo se pueden recoger los pequeños huevos de artemia, que se usan para la acuicultura. Arislanbay Komekbaev forma parte de uno de estos equipos de pesca. Bruna Cases

Ahora es la temporada. Entre septiembre y marzo es el momento óptimo para pescar quistes de artemia; el resto del año, Alí y Arislanbay se buscan la vida en otros lugares. Ahora viven en estas tiendas de campaña, donde duermen hacinados y se hacen un té antes de salir a cazar artemia. Tienen aparcadas al lado dos motos cuatro por cuatro para conducir por la playa desértica y arrastrar carretas donde apilar el género. 

—Es una historia triste para todo el mundo —dice Alí, que se pone un mono de pesca con un estampado que parece imitar al bosque—. El mar se está secando. Estoy pisando el fondo seco del mar. No pasó en la antigüedad, pasó hace muy poco tiempo. 

—Es triste, pero no podemos hacer nada —responde su compañero—. Si tuviéramos más pescado cerca de casa, no tendríamos que venir hasta aquí. Mi familia es de pescadores. Mi padre y mi abuelo me hablaban del mar, no de los barquitos de madera que se ven ahora, sino de grandes barcos de acero. Ahora todo eso parece un cuento de hadas. Solo veo el mar encogido. 

Arislanbay lo repite varias veces: “cuento de hadas”. No lo dice, obviamente, en un sentido positivo. Se refiere a ese halo de misterio que detiene la tierra y el agua. Es una catástrofe medioambiental sin paliativos, pero hay en el paisaje una belleza intrigante, un silencio extraño que todo lo invade. 

—El nivel del mar sigue bajando. Cada año que venimos a pescar artemia hay que colocar la tienda más adentro. Hace poco el mar estaba donde estamos ahora. Cada año se retira unos 500 metros. 

Alí, Arislanbay y el resto de compañeros se acaban de vestir, meten sacos y salabardos en el remolque de las motos, oxidadas por la sal y el frío. El sol pelea con las nubes en esta mañana helada en el mar de Aral. Arrancan los vehículos todoterrenos ligeros y se dirigen hacia el mar. Las condiciones son óptimas para la pesca, porque el mar está plácido. Se meten en el agua con un salabardo y atrapan en sus mallas los ansiados quistes de artemia mezclados en la arena. Hay que mirar atentamente para darse cuenta de que el oro está ahí. El único oro que queda. 

Tras la pesca, de vuelta a las tiendas de campaña, una de las motos se avería.

El plan verde

Afueras de Nukuz, la capital de la región uzbeka de Karakalpakistán. Bajo el puente discurre el río Amu Daria, secado por los canales de irrigación. Bruna Cases

En su despacho ocre y casi vacío, Aimbetov Nagmet da la vuelta a un reloj de arena que lleva una inscripción en madera de “Salvemos Aral”. Pero no es arena lo que marca el paso del tiempo, dice. Son huevos secos de artemia. 

—¡Pueden durar más de un siglo!

El exdirector del Instituto de Investigación de Ciencias Naturales de Karakalpakistán —que tiene su sede en la capital regional, Nukus— lo tiene claro: hay muchas cosas que aún valen la pena en el mar de Aral. Dice que el comercio de huevos de artemia, que también se encuentran en otros lugares como Utah, reportaría “miles de millones” si se explotara adecuadamente. También en el barro hay negocio, porque los turistas le han encontrado efectos beneficiosos para su piel. (“Mira lo que ha hecho Israel con el mar Muerto”). 

Ahora que ya no ostenta el cargo, aunque siga en la institución, Nagmet se permite hablar con soltura. Tras hacer algunos comentarios sobre fútbol y fumarse un cigarrillo, expone su frustración por la cobertura mediática del mar de Aral. O lo que queda de él. 

—Nos hemos hecho famosos con el mar de Aral. Es una crisis muy sonora, muy llamativa. Yo dividiría la historia reciente del mar de Aral en tres partes. La primera en la década de 1960, cuando las autoridades soviéticas no hicieron caso a los científicos, que alertaban de que el mar estaba desapareciendo. Por aquel entonces se enviaban hasta cuatro millones de toneladas de algodón al año a la URSS… Eso duró hasta la década de 1980, cuando en plena perestroika Gorbachov dijo que había que arreglar la situación y el mar llegó a ganar unas decenas de kilómetros, pero no fue suficiente. El último intento de salvar algo fue en 2017. Plantamos saxaules en el desierto. Ya hay algunas consecuencias positivas. Hay más verde. Es más probable que llueva. 

Los saxaules están en boca de todo el mundo. Son la piedra filosofal de lo que luego se dio a conocer como Plan Espacio Verde (Yashil Makon), lanzado en noviembre de 2021 por el Gobierno de Uzbekistán y que reúne a varias agencias de Naciones Unidas y otros actores internacionales como el Banco Mundial o el Banco Asiático de Desarrollo. 

Aimbetov Nagmet, exdirector del Instituto de Investigación de Ciencias Naturales de Karakalpakistán, es optimista pese a todo: cree que el ecosistema de Aral tiene futuro. Bruna Cases

Es raro intentar salvar un mar que ya no existe. ¿Maquillaje o preservación del medioambiente? ¿Greenwashing o ecologismo? 

—¿Está perdido el mar? 

—El 10% no está perdido. Esperamos que el mar siga vivo, pero sin agua. Ahora se creará un ecosistema e intentaremos proteger su biodiversidad. En vez de mar de Aral, tendremos el ecosistema de Aral. 

En el mismo gran edificio, anodino, sin adornos, con aroma soviético, trabaja la actual directora del instituto, la profesora Mambetullaeva Svetlana Mirzamuratovna, que dispone de menos tiempo para preguntas porque tiene más labores que atender. Dirige un equipo de 140 personas, 40 de ellas científicas. En su despacho muestra varios libros, entre ellos uno suyo, que explican de forma obsesiva cómo se dio esa desaparición del mar de Aral. 

—Tenemos siete laboratorios científicos. Estamos intentando salvar la biodiversidad. Esperemos que la situación mejore poco a poco. Hemos perdido este mar, pero ganaremos otras cosas. 

Más escueta que su predecesor, la actual directora pone el acento en los “recursos biológicos naturales”, pero también en los económicos. Dibuja, eso sí, el mismo marco mental que su colega: hemos perdido el mar, ahora se trata de salvar lo que queda. 

—Aquí tenemos cuatro tipos de ecosistemas: el altiplano de Ustyurt, el desierto de Aralkum, el bosque y el nuevo lecho marino, que está seco. 

No es un bosque tropical, claro. Habría que pensar si merece el nombre de bosque. Pero sin ese ecosistema no se entiende un proyecto gubernamental que tiene como clave de bóveda los saxaules. Ya se han plantado más de medio millón, y el presidente Mirziyoyev se ha marcado el objetivo a corto plazo de llegar a un millón. 

¿Vale la pena?

Los árboles del desierto

Imágenes de Bruna Cases

Saparov Altbai cree que sí vale la pena. Y es tal su devoción por los saxaules que dan ganas de darle la razón. 

A las afueras de la ciudad de Moynaq, con sus barcos anclados en la arena, está el pequeño pueblo de Aral Awili, donde Altbai alberga su pequeño experimento: un jardín-laboratorio de 104 hectáreas donde se planta lo que se puede plantar en tierra yerma; sobre todo saxaules, pero también otras especies. 

—Al principio teníamos 20 hectáreas. Esto era la nada. Como lo que ves al otro lado de la valla. 

Al otro lado de la alambrada que rodea esta parcela solo hay tierra yerma. En este lado casi todo también es tierra yerma, pero surcada por hileras de las que nacen plantas y arbustos de forma desigual. Sucesión de carteles y sus aún débiles representantes: la en estos momentos pelirroja Ziziphus jujuba; la rosácea y casi verde, más alta, Helianthus tuberosus; Lycium barbarum; más tierra surcada.

—En los cinco años que llevamos trabajando esta tierra hemos plantado más de 30 especies de plantas —dice con orgullo.

Altbai se las conoce todas, porque es director del Centro Internacional de Innovación para la Cuenca del Mar de Aral, que depende del Ministerio de Ecología, y sabe de lo que habla. Es difícil compartir su entusiasmo con un vistazo genérico al paisaje, que es más bien feo. Pero si uno se acerca a los detalles puede entender mejor esa pasión. Conmueve observar cómo plantas y arbustos se alzan con majestuosa fragilidad, pese a hundir sus raíces en una tierra cuarteada. Alquimia verde. 

—Yo soy irrigador, especialista en agua. Hay plantas que solo conocí al llegar aquí. Cada temporada se usa un tipo de semillas. Probamos muchos tipos. La idea es que la gente las plante también en su casa cuando comprobemos qué especies aguantan mejor. 

Un grupo de trabajadores labra la tierra con azadas. El objetivo es plantar el bendito saxaul. Para Altbai, esto es una especie de “guardería”, porque ven cómo los arbustos crecen. Aquí también, como en la estación meteorológica del fin del mundo, cuentan con tecnología para medir la temperatura y la velocidad del tiempo. Plantar algo, lo que sea, sirve para fijar la tierra y que las tormentas de arena no sean devastadoras. También, en la línea del proyecto gubernamental, los saxaules y el resto de especies sirven como el decorado de este nuevo ecosistema. Pero la mayoría de estos pequeños árboles no dan nada. 

Pasamos por una zona con unos albaricoqueros que apenas levantan unos palmos del suelo. 

—Antes no había nada. 

Demiurgia. Chamanismo. Magia. Le digo a Altbai que al principio no lo entendía mucho, que no veía tan claros los resultados, pero que su trabajo, al fin y al cabo, tiene algo de mágico, porque lo tiene todo en contra para intentar que crezca algo. 

—Espero que el esfuerzo que estamos haciendo sea bueno para la naturaleza. Siempre intentamos darle vida. Este sitio estaba vacío, solo había basura, y con los años hemos logrado hacer este jardín. Incluso han aparecido animales que antes no estaban, como zorros o pájaros.

Miro alrededor, pero no veo ni rastro de vida animal.

Contra el victimismo

Hay gente cansada del discurso catastrofista. Gente que ha vivido aquí toda la vida, gente a la que obviamente no le gusta lo que ha pasado, pero que prefiere pasar página. Gente como Bibigul Iliasova, una costurera que rechaza con todas sus fuerzas la nostalgia. 

Bibigul Iliasova vive en un pueblo vecino de Moynaq. Huye del catastrofismo y dice que en los últimos años han crecido las oportunidades laborales. Bruna Cases

Vive en Shege Awili, un pueblo cercano a Moynaq. Afuera hace frío, pero su casa es una caldera: Bibigul tiene la calefacción a tope en casi todas las salas. Gas es de las pocas cosas que pasan por aquí, y el Gobierno es generoso con él. También con otras cosas. 

—La situación es mejor ahora que hace cinco años —dice Bibigul, que a sus 46 años ha encontrado una nueva vida—. El Gobierno nos ayuda con muchas cosas, sobre todo a las mujeres, que somos más vulnerables. Tengo una máquina de coser gracias a un programa de empleo del Gobierno. También le han dado máquinas de coser a muchas otras mujeres. 

El Gobierno ha invertido en mejorar las condiciones de vida de una población que antaño dependía de la pesca. Bibigul insiste en esa idea. Responde suavemente, sin acritud ni euforia, pero defendiendo el presente con uñas y dientes. 

—Antes había más tormentas de arena. Ahora no. Tenemos gas, leña y el medioambiente está mejor. Se han plantado muchos árboles. 

Vive aquí con su familia. Su marido llega cuando la conversación ya está a punto de acabar. Su nieta escucha canciones de Frozen mientras hablamos en el salón entre tazas de té y buñuelos.

—Mucha gente se va en la temporada de verano y ahora viene para ver a su familia. La población es incluso mayor que antes. Cuando me casé había 231 familias en el pueblo. Ahora hay cincuenta más. 

“Cuando me casé había 231 familias en el pueblo. Ahora hay cincuenta más”, dice Bibigul Iliasova, de 46 años, que vive en un pueblo cercano al ecosistema de Aral. Bruna Cases

La extracción de sangre del mar de Aral

—En estos campos plantamos algodón, pero también sésamo, calabaza, pasto…

Sudadera con cremallera. Gorro oscuro. Dientes de oro. Vaqueros con un parche en la rodilla. Iniyat Maximbetov, de 46 años, llega en bicicleta a su campo. No se saca las manos de los bolsillos mientras muestra las parcelas y explica qué hace con sus cultivos. Especialmente con la estrella: el algodón.

—Empezamos plantando algodón en abril, después hay que regarlo con agua dos veces, se surca la tierra y luego se plantan las semillas. En julio limpiamos las plantas y las que han crecido demasiado las cortamos por arriba. La cosecha es entre mediados de septiembre y noviembre. 

El algodón —aún— y los cereales son los principales cultivos del país. Como república soviética, Uzbekistán tenía un modelo de agricultura planificado y colectivizado. Tras su independencia, bajo el régimen de Karímov, el Estado uzbeko siguió controlando este sector. El Gobierno de Mirziyoyev ha adoptado medidas de liberalización en los últimos años, pero el papel del Estado sigue siendo primordial en la agricultura, que supone un 26% del PIB nacional y emplea a un porcentaje similar de la fuerza de trabajo. 

—Tenemos un acuerdo con el Gobierno —confirma Maximbetov—. Cada año tenemos que plantar una cantidad concreta de algodón y dársela al Gobierno, que nos la paga. Lo que te dan de más lo puedes usar para modernizar la maquinaria, comprar fertilizantes…  

En las afueras de Nukus, la capital provincial, se halla esta zona rural de Shortanbay, donde Maximbetov tiene una parcela con 14 hectáreas de algodón, 10 de pasto para los animales y 50 de otros cultivos. El Estado “paga mejor” que los actores privados y se lo lleva casi todo. 

Los canales de drenaje y riego en estos campos de cultivo están conectados al sistema del río Amu Darya. Un río al que el ser humano extrajo casi toda su sangre, hasta que se creó un paisaje desértico.

Como demuestra la historia y bien sabe el mar de Aral, el algodón es un cultivo de gran consumo hídrico. Maximbetov lo admite y dice que cada hectárea de algodón necesita entre 7.000 y 8.000 metros cúbicos de agua durante cada cosecha. Ese sería, en realidad, el consumo más eficiente en cualquier parte del mundo. La parte baja de la horquilla. El pequeño agricultor aclara, eso sí, que por orden del Gobierno desde hace años no planta arroz, porque necesita mucha agua: una cantidad incluso mayor al algodón. Una de sus parcelas, dice, antes era de arroz. 

El pequeño agricultor cruza unos tubos que dan vértigo y que sobrevuelan lo que parece un canal. Está seco.

—Traemos el agua con esta bomba —dice mientras señala una máquina oxidada—. El canal principal está a dos kilómetros. 

Imágenes de Bruna Cases

Este reportaje forma parte del proyecto Primary Arid de RUIDO Photo

Han escrito y hablado sobre los conflictos y sus consecuencias. Defienden con pasión el periodismo y los derechos humanos. Jon Lee Anderson y Patricia Simón protagonizan el número 10 de la colección Voces 5W: Guerra, paz y periodismo.  

En este diálogo de larga distancia, Simón y Anderson reflexionan sobre los rostros del poder, la ola reaccionaria que sacude al mundo y las propuestas para construir sociedades más democráticas. 

El libro, con ilustraciones de Cinta Fosch, está incluido en nuestra suscripción anual en papel y muy pronto empezará a llegar a los buzones de los socios y socias de 5W. Si no lo eres, suscríbete aquí. También puedes comprarlo por separado en nuestra tienda online o en librerías. 

“Ir a una guerra no implica solo una historia, una experiencia o una cobertura. Implica que adquieres una responsabilidad moral”, dice Anderson en la conversación, que da la vuelta al mundo y se sitúa en lugares como Afganistán y Colombia. 

“Tenemos que reivindicar el idealismo como una postura ética”, dice Simón, empeñada en denunciar las violaciones de los derechos humanos pero, también, en iluminar las iniciativas de paz y diálogo. 

Este libro nace de una colaboración con La Coordinadora de Organizaciones para el Desarrollo, con la que compartimos, desde nuestros respectivos ámbitos, la defensa de la vida y de valores como la solidaridad y la paz. La obra forma parte de la colección Voces 5W, que conecta múltiples perspectivas a través de la escritura, la fotografía, el pensamiento, la geografía y el periodismo. 

Y se trata de una conversación especial, también, porque es la que coincide con nuestro décimo aniversario. Diez años de guerra, paz y periodismo que solo podían coronarse con un libro que llevara ese título casi tolstoiano. 

Por eso hemos elegido a dos periodistas que admiramos. 

¿Qué decir de Jon Lee Anderson (California, 1957)? El adjetivo “mítico”, tan manoseado, debe ser reservado para las personas que lo merecen, que no son tantas. Anderson es exactamente eso: un mito de la profesión. Tras cincuenta años dedicados a recorrer el mundo y dejarlo por escrito, en esta conversación vuelca sus reflexiones sobre este mundo en permanente ebullición. Autor de libros como Che Guevara, una vida revolucionaria o La caída de Bagdad, Anderson es inspiración y referente para todo el equipo de 5W

También lo es Patricia Simón (Estepona, 1983), que lleva más de veinte años cubriendo migraciones, movimientos sociales, conflictos y crisis humanitarias en más de una treintena de países. Columnista regular de 5W, Simón es autora de libros como Miedo: Viaje por un mundo que se resiste a ser gobernado por el odio y Narrar el abismo. Especializada en derechos humanos y enfoque feminista, Simón ha destacado desde el inicio de su carrera por un incansable esfuerzo por contar los temas que definen nuestra era huyendo del catastrofismo y con un profundo humanismo.

El formato de diálogo de Voces 5W ya se ha consolidado. En el primer número, Guerras de ayer y de hoy (2016), Ramón Lobo y Mikel Ayestaran charlaban sobre reporterismo y la evolución de los conflictos. El segundo, Contarlo para no olvidar (2017), recogió una conversación entre Maruja Torres y Mónica G. Prieto sobre el mundo árabe, feminismo y periodismo. En el tercero, África adentro (2018), Xavier Aldekoa y Alfonso Armada reflexionaban sobre las maneras de narrar el continente. En el cuarto, Europa soy yo (2019), Anna Bosch y Pablo R. Suanzes charlaban sobre el papel de la Unión Europea. En el quinto, El viejo periodismo (2020), Martín Caparrós y Agus Morales dialogaban sobre el reporteo, la escritura y la literatura. En el sexto, El compromiso de la fotografía (2021), Anna Surinyach y Juan Carlos Tomasi compartían su experiencia en crisis nutricionales, desastres naturales y conflictos: una obra que puede leerse en paralelo a la que presentamos hoy. En el séptimo, En el fondo la forma (2022), Leila Guerriero y Ander Izagirre discuten sobre el oficio de escribir. Dedicamos el octavo a las migraciones y los derechos humanos de la mano de Ebbaba Hameida y Nicolás Castellano, autores de Historias contadas al oído. En el número 9, volvimos a poner el foco en la fotografía con Leer las imágenes, de Santi Palacios y Laia Abril. 

Y este número 10, que no te puedes perder. 

—Este edificio se ha convertido en el símbolo de cómo el sionismo nos intentó destruir y de cómo no lo consiguió. Después de que lo bombardearan y de que matasen a nuestros compañeros, seguimos informando repartidos por todo el país. 

La periodista Sahar Emami gesticula y se expresa con gravedad, la misma con la que la observa y se dirige a ella el grupo de compañeros y curiosos que la rodean. De pie, a unos metros de donde solía presentar los informativos nacionales, Emami explica lo que ocurrió el 16 de junio, cuando Israel lanzó varios misiles contra la sede de la radiotelevisión pública iraní (IRIB, por sus siglas en inglés). Mientras se sucedían las explosiones, dos de sus compañeros morían en el acto y uno resultaba mortalmente herido, la presentadora continuó con la retransmisión, haciendo continuas referencias a la fortaleza de Irán y a la protección que les brindaba Alá. Emami no abandonó su puesto hasta que el humo entró en escena y trozos del plató empezaron a caer sobre ella. 

Desde entonces, la presentadora se ha convertido en una celebridad para los partidarios del régimen iraní. O, al menos, así actúan ante ella. Porque los dirigentes de la república islámica, inmersa en una crisis política y económica desde hace años, saben que no hay poder político, económico ni militar que sobreviva sin la capacidad de proyectarlos. Por eso, Irán es también una potencia en el arte de la escenificación, así como en evidenciar el doble rasero de Europa y Estados Unidos para ocultar e, incluso, justificar su autoritarismo y represión.

—Los medios occidentales nunca nos han apoyado, siempre siguen sus líneas editoriales. No tienen sentido, mienten a su gente. Los medios occidentales manipulan la información para justificar los ataques a nuestro país —responde Emami cuando le pregunto si recibió mensajes de solidaridad o de condena por parte de la prensa europea o estadounidense tras el bombardeo de su medio de comunicación, un crimen de guerra según el derecho internacional.

La sede de IRIB, un edificio acristalado de tres plantas con un patio interior, era un símbolo de la política comunicativa de la república islámica. Ahora, su esqueleto de hierros atiznados yace sobre un manto de toneladas de cristal que cruje bajo nuestros pasos. Una lona de diez metros de ancho y seis de alto muestra a Emami en el momento de la transmisión, con el dedo apuntando al cielo, el signo del islam que representa la unicidad de Dios.

La sede de la radiotelevisión pública iraní quedó destruida tras los ataques de Israel. Ricard Garcia Vilanova

En un lateral, una de las orquestas más respetadas de Teherán empieza a tocar los primeros acordes del himno de Irán. Pero la mayoría de la decena de camarógrafos que registran el evento dan la espalda a los músicos y enfocan a la quincena de extranjeros que asistimos al acto organizado en memoria de los tres periodistas fallecidos. Hemos sido invitados a visitar Irán por el Sobh Media Festival, un evento organizado por IRIB. En algunos casos, como el nuestro, fuimos seleccionados tras presentarnos a la convocatoria. Otros, como algunos comunicadores con cientos de miles de seguidores en sus canales de YouTube o Instagram, fueron contactados directamente por la organización. El objetivo: mostrar las consecuencias contra los civiles de la llamada guerra de los doce días.

La madrugada del 13 de junio de 2025, mientras sobre el papel los representantes de Washington y de Teherán preparaban la sexta ronda de negociaciones sobre su programa nuclear —que debía tener lugar un día después en Mascate (Omán)—, decenas de cazas israelíes acabaron con la posibilidad de un acuerdo y comenzaron la guerra más mortífera para Irán desde la que mantuvo con Irak en la década de 1980. El conflicto se cobró la vida de más de 1.060 personas, según datos oficiales del régimen iraní, de las cuales al menos la mitad eran civiles, como suscribe Hrana, una oenegé independiente con sede en Estados Unidos. La respuesta iraní mató a 28 israelíes, en su mayoría civiles, según el Gobierno de Tel Aviv. 

El 23 de junio Donald Trump anunció un alto el fuego después de que Estados Unidos bombardease instalaciones nucleares y militares. Pero esta tregua podría romperse en cualquier momento, según apunta la mayoría de las fuentes expertas en la región.

—Nosotros también seguimos los medios occidentales y en esos días veíamos cómo, mientras bombardeaban decenas de edificios civiles, muchos medios, a través de sus corresponsales en Tel Aviv, hablaban de las víctimas civiles israelíes y de nosotros solo decían que Israel estaba bombardeando instalaciones militares y nucleares. Es como si nuestras vidas valiesen menos —explica de manera confidencial uno de los periodistas encargados de acompañar a la heterodoxa comitiva de periodistas y comunicadores por los escenarios más afectados.

En el cementerio de Behest Zahra, en las afueras de Teherán, hay enterradas miles de víctimas de la guerra entre Irán e Iran de la década de 1980. Ahora hay centenares más enterradas tras el reciente ataque de Israel. Ricard Garcia Vilanova

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Entre los asistentes al concierto organizado por la radiotelevisión pública se encuentran las parejas y los hijos de los tres trabajadores muertos a consecuencia del ataque. Detrás de la orquesta, los organizadores han colgado lonas con sus rostros que ocupan varias alturas del edificio. En un tablón, hay retratos de los 38 niños y niñas muertos por las bombas israelíes, con rosas pegadas en el envés, dispuestos para que todo el mundo se lleve uno como recuerdo. Tras la función, en un anfiteatro de sillones de terciopelo rojo, familiares de las víctimas relatan sus historias mientras proyectan sus fotografías. 

El objetivo de esta escenografía es evidenciar lo que la mayoría de los medios occidentales no hicieron. En parte, por ese sesgo informativo que sigue primando la identificación de Occidente con Israel. Pero también, como explican de manera confidencial periodistas residentes en Irán, porque el régimen tardó en reconocer la dimensión del daño causado y porque sigue limitando el acceso de los corresponsales extranjeros a la información. Unos recelos hacia la prensa internacional que se han exacerbado tras la ofensiva militar, que dejó al descubierto el alto grado de infiltración del Mossad en el régimen. Tanto como para ser capaz de identificar las ubicaciones de los altos mandos y de infraestructuras estratégicas que fueron bombardeadas sistemáticamente. 

Desde el lado oficialista, como nos confesaron en varias conversaciones, atribuyen su desconfianza hacia los periodistas internacionales a que muchos espías utilizan esa coartada para obtener información en el terreno. De hecho, Irán concede muy pocos visados periodísticos y, cuando lo hace, suele cobrar más de mil euros diarios de tasas por informar desde su territorio, lo que limita el acceso a las grandes cabeceras que pueden asumir ese coste. Por todo ello, este tipo de tour organizado es una de las pocas vías factibles para acceder al país como periodista freelance.

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—Mis hijos se marcharon al norte del país, pero yo me quedé porque… mira a tu alrededor, ¿para qué iban a bombardear aquí? De repente, oímos los aviones, las bombas, cómo nuestra casa se desmoronaba. ¿Quién nos va a ayudar a reconstruirla? —pregunta Zareen, una mujer de unos sesenta años, al alcalde del barrio, que se esmera por recoger sus datos mientras las cámaras le enfocan; le promete que el Ayuntamiento se hará cargo de los gastos.

Detrás de él, un montículo de escombros ocupa el lugar en el que antes se alzaba un edificio residencial. A los laterales y en frente, decenas de apartamentos con algunas de sus estancias a la vista después de que la onda expansiva las dejase sin paredes. Sillones de estilo Luis XVI, grandes espejos y largas mesas de madera permanecen cubiertas del mismo polvo que se derrama por las calles de este barrio pudiente de Teherán.

Antes de que el edil haya podido dar su versión de los hechos —que en el lugar atacado solo había un gimnasio en la planta baja y viviendas en las superiores—, una de las comunicadoras estadounidenses invitadas por el régimen ya se está grabando con el móvil, compartiendo reflexiones con el rostro compungido mientras pisa los restos del bombardeo. A unos metros de ella, un veinteañero británico dedicado a hacer análisis con una perspectiva antiimperialista recoloca juntos el peluche y el libro de texto que ha rescatado de entre los escombros. Los mira con pesadumbre mientras el camarógrafo que viaja con él le graba primeros planos. El régimen los ha invitado porque quiere llegar a sus seguidores, jóvenes occidentales que se informan a través de sus canales y que desconfían de los medios tradicionales.

—Nosotros no sabemos quién vive alrededor de nosotros, si trabajan en el Gobierno o son científicos. Pero ¿eso es excusa para bombardear y provocar todo este horror? 

Fatemah es una de las vecinas cuya casa ha quedado gravemente dañada. Tiene unos cincuenta años, va vestida con camisola y pantalones blancos y apenas cubre una mínima parte de la cabeza con un velo transparente. Una aparente mezcla de rabia y precaución la empujan a hablar atropelladamente y a callarse, como un motor que gripa cuando intentan arrancarlo. A su lado, Shirin, una allegada, termina sus frases, tomando el relevo cuando a Fatemah le puede la prudencia:

—Si fuese legítimo asesinar a científicos nucleares, tendrían que haber asesinado a Oppenheimer. Aquí vivía gente trabajadora, no tenemos nada que ver con la guerra. ¿Por qué nos atacan?

Varios testigos y vecinos nos confirman que el bombardeo acabó con trece miembros de una misma familia, incluidos cinco niños.

Según la información publicada por las autoridades iraníes, más de 8.000 edificios residenciales resultaron dañados por los aviones de guerra y los drones, y 400 fueron totalmente destruidos. Uno de los ataques, que acabó con el general Mohammad Bagheri, el jefe del Estado Mayor, se llevó por delante la vida de 60 civiles. Veinte eran niñas y niños.

La llamada guerra de los doce días dejó cientos de edificios residenciales, como este, en ruinas. Ricard Garcia Vilanova

—¿Por qué el mundo acepta con normalidad que si los científicos son iraníes los puedan matar? Pero voy más allá: tampoco es legítimo matar a un comandante mientras duerme, junto a su esposa y sus hijos. No lo están matando combatiendo, o durante una operación militar. Estaba durmiendo, ¿qué honra tiene eso? —pregunta con rabia otra mujer que prefiere preservar su anonimato.

El derecho internacional humanitario prohíbe matar a militares cuando no están combatiendo, un argumento que expone también Esmail Baqaei Hamane, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, en la reunión informal que mantiene con la delegación extranjera.

—El derecho internacional humanitario también prohíbe atacar edificios civiles, cárceles, medios de comunicación. Y ni aun así Occidente cuenta los hechos como son. La mayoría de los países no alineados condenaron esta agresión porque no se trata solo de una amenaza a Irán, sino para toda la región. Y por eso, el apoyo explícito a Israel por parte del Reino Unido, Alemania y Francia es una invitación para que sea aún más agresivo —explica en un perfecto inglés este diplomático con décadas de experiencia en foros internacionales.

Uno de los periodistas asistentes, un libanés que lleva años documentando los crímenes cometidos por Israel en Siria, Líbano, Irán y Palestina, le pregunta y repregunta sobre por qué Irán sigue dispuesto a negociar con Estados Unidos cuando ha participado en la agresión; a colaborar con el Organismo Internacional de Energía Atómica cuando, según había denunciado su propio Gobierno, este compartió información confidencial con los atacantes; o, incluso, a seguir participando en la ONU cuando no había sido capaz de frenar el ataque.

—Sabemos que no podemos confiar en Estados Unidos, pero que aun así vamos a seguir trabajando por la vía diplomática para solucionar esta situación por todos los medios pacíficos posibles. Si haciéndolo nos atacan, imagínate qué no harían si no estuviésemos dispuestos a negociar —responde el representante político, algo molesto por la insistencia del periodista.

Pero, sin lugar a dudas, la pregunta que más se hacen los expertos en la región y que más repite el sector ultraconservador del Gobierno iraní es si este ataque no ha dejado claro que la única forma de evitar nuevos bombardeos es teniendo la bomba atómica. “Como Corea del Norte”, repiten como un mantra los partidarios de esta hipótesis. Hamane expone la posición oficial de su Gobierno:

—Estados Unidos hizo algo sin precedentes: atacó una central nuclear en funcionamiento. Pudo haber provocado daños irreparables. Y claro que si tuviéramos armas nucleares nadie atacaría Irán. Pero no la tenemos por buenas razones, porque somos un país serio. Nos han sancionado, han asesinado a nuestra gente y ahora han atacado nuestras instalaciones. Si no la desarrollamos es porque no queremos favorecer que otros países también lo hagan. 

El portavoz confirma también que Irán retomará su programa de enriquecimiento de uranio que, insiste, solo tiene fines energéticos y médicos. El Organismo Internacional de Energía Atómica no ha podido contrastar en sus inspecciones que Irán esté intentando producir armas nucleares con el uranio enriquecido, aunque ha denunciado falta de transparencia por parte de sus instituciones y ha identificado material nuclear en áreas no declaradas.

—Los europeos se están desacreditando a sí mismos con su apoyo a Israel durante el genocidio de Gaza —concluye el portavoz, tras más de dos horas de un encuentro en el que algunos de los presentes expusimos que si su Ejecutivo realmente quiere contribuir a que la prensa occidental traslade una imagen más rigurosa, independiente y compleja de Irán, la mejor forma de hacerlo es facilitar la concesión de permisos de prensa y las coberturas libres, sin acompañantes del régimen. Hamane pide a su equipo, alguno de cuyos miembros se muestran molestos por estas intervenciones, que lo apunten para valorarlo.

Las familias de las víctimas de la guerra han llenado las calles de Teherán de pancartas con sus rostros. Ricard Garcia Vilanova

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—¡Cuenta la verdad! Han matado a gente normal, a gente inocente, a trabajadores. No a gente vinculada a la guerra. ¡Cuenta la verdad! Han quemado a los iraníes. Ella era mi hija, la mataron trabajando, tenía solo 28 años. Su hijo tiene diez años. Era inocente. Todo su cuerpo estaba quemado.

Shirin Esmaili se ha levantado como un rayo cuando me ha visto andar entre los túmulos en los que cientos de personas velan a sus familiares. Un mes después de que cesaran las explosiones, en Irán siguen enterrando los restos de quienes más ha costado identificar por el estado en el que quedaron sus cuerpos. Su hija era una de las 17 trabajadoras que murieron en el ataque contra la prisión de Evin, donde en total perdieron la vida 71 personas, según las cifras oficiales. Entre ellas, un niño de cinco años que se encontraba visitando a su padre preso, también muerto. Esta cárcel, situada en una de las faldas de los montes que rodean Teherán, era uno de los símbolos de la represión de la teocracia. Allí eran encarcelados muchos de los políticos, activistas y periodistas críticos con el régimen iraní, el mismo al que Israel y Estados Unidos esperaban derrocar, alentando mediante las bombas una insurreción popular. Pero por ahora prevalece un estado de shock, de humillación y de duelo por sus víctimas, como los que asolan a la mujer que grita de desesperación en la tumba contigua.

Alrededor, familias enteras velan a sus familiares, sentadas en sillas plegables junto a los enterramientos. Niños y niñas juegan bajo las sombras de los árboles que flanquean la avenida central que separa esta zona del cementerio —dedicada exclusivamente a las víctimas de esta última guerra— de la que se construyó para dar sepultura a 31.000 de las más de 200.000 que, según registros oficiales, causó el conflicto que mantuvo con Irak entre 1980 y 1988. Y ese es el paralelismo que el Gobierno ha instaurado en todos sus ámbitos de influencia: el sionismo representa en la actualidad, para Irán y para todo Oriente Medio, la amenaza que antes supuso el Baaz, el partido de Sadam Husein.

Así lo subraya el guía encargado de mostrarnos el Museo de la Defensa Sagrada, que recrea con detalle el conflicto con Irak desde sus orígenes hasta la invasión ilegal en 2003, con una réplica fidedigna de la detención de Husein a manos de un soldado estadounidense. El centro cuenta con impresionantes recreaciones de escenas bélicas basadas en fotografías tomadas durante el conflicto. Aulas y viviendas arrasadas por el fuego de las bombas, calles de comercios destruidas por los morteros, búnkeres con las temperaturas extremas en las que tuvieron que sobrevivir los soldados durante semanas, hologramas de decenas de víctimas en los pasillos por los que avanzamos los visitantes, una cápsula en la que, a la vez que vemos una explosión en un barrio cualquiera, sentimos temblar el suelo y el aturdimiento provocado por el sonido de las detonaciones, los gritos, los llantos. En medio de todo ello, el guía describe a los líderes del Baaz como representantes del Mal en la Tierra y los asimila, continuamente, con los de Israel y Estados Unidos.

Un discurso similar al que recibimos en el Museo de la Fuerza Aeroespacial del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica, destinado a exhibir los logros de la industria armamentística iraní, en especial de los misiles y drones. “Ese misil es de tecnología rusa, y ese de Corea del Norte. El último modelo que hemos desarrollado tiene 16.000 kilómetros de alcance”, expone con satisfacción el general Ali Balali, quien lleva años dedicado a guiar estas peculiares visitas turísticas. “El primer dron que creamos volaba solo 20 minutos y estaba destinado a tomar fotos de reconocimiento. Ahora alcanza los 300 kilómetros de distancia”, añade, flanqueado por varios hombres vestidos de negro que vigilan que la comitiva no se desperdigue por las instalaciones.

Entre las reproducciones de los prototipos de drones iraníes más conocidos, como los Shahid 136 que tantas miles de bajas han provocado en Ucrania, el general se enorgullece de la capacidad que ha tenido su país para convertirse en un referente del sector bélico pese a las sanciones aplicadas por Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá, el Reino Unido y Australia durante la última década. Medidas aprobadas para debilitar al régimen teocrático, presuntamente, por sus políticas represivas, por su apoyo a Hezbolá, Hamás y a los hutíes de Yemen, y por su envío de drones a Rusia, entre otras cuestiones. Y, sin embargo, como ocurre a menudo con la política de sanciones, es la población con menos recursos la que está sufriendo sus peores consecuencias, como la subida de la inflación, la devaluación de la moneda, el encarecimiento de productos básicos o la escasez de medicamentos.

—Nosotros somos gente de paz. No hemos iniciado ninguna guerra en el último siglo. Igual que no atacamos Irak en los años 80, no hemos atacado Israel ni Estados Unidos hasta que lo han hecho ellos. No quieren que seamos un país autónomo, que decidamos nuestras propias políticas, ni que tengamos armas con la misma capacidad o mayor de las que ellos producen para amenazarnos —sostiene el general Balali.

Tras los ataques de Israel y Estados Unidos, bienes básicos como el pan han subido de precio un 80% y la moneda local se ha devaluado. La mayoría de los comercios reabrieron rápidamente tras el alto el fuego para amortiguar el impacto. Ricard Garcia Vilanova

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Desde que Trump declarase unilateralmente el alto el fuego el 23 de junio, numerosas explosiones se han sucedido en diversas regiones de Irán. Miembros del Gobierno de Netanyahu se han jactado de que los agentes del Mossad siguen operando. De las palabras de algunos miembros del Ejecutivo iraní se desliza que también se las atribuyen a Israel. A su vez, diversos medios internacionales han publicado que Estados Unidos aceptó la petición que Netanyahu le hizo nada más comenzar la tregua de que le suministrase misiles de defensa y munición avanzada. Asimismo, Irán habría comprado a China misiles tierra-aire y encargado sistemas de defensa aérea y cazas J-10C. Ambos países parecen estar rearmándose para una posible reanudación del conflicto.

A la vez, el portavoz de la policía iraní Saeed Mon ha declarado que durante la llamada guerra de los doce días fueron detenidas unas 21.000 personas por “violaciones de seguridad”. De estas, puntualizó, 260 fueron acusadas de espionaje y 172 de grabaciones ilegales. Organizaciones como Amnistía Internacional, Derechos Humanos Irán y el Centro para los Derechos Humanos en Irán han denunciado el aumento de la represión, de las detenciones arbitrarias y masivas, así como de las ejecuciones.

Mientras, el régimen iraní apuesta su supervivencia al nacionalismo. Tras los ataques de la alianza israelí-estadounidense, numerosos iraníes exiliados expresaron que su deseo de una transición democrática no significa que apoyen una agresión militar de estas características. Una opinión que, parece, también es mayoritaria dentro del país según todas las fuentes consultadas: esta guerra ha unido a la sociedad iraní en la defensa de su país, no del régimen. Un sentimiento que los dirigentes están intentando canalizar a través de un giro del discurso político en el que, como bien ha explicado Catalina Gómez, corresponsal en Irán, están trasladando el peso de la revolución islámica al patriotismo.

Pero si hay una poderosa razón para la esperanza, es la que constatamos en las calles de Teherán. Tres años después de que Mahsa Amini, de 22 años, muriese tras ser apalizada y detenida por la llamada policía de la moral por llevar mal colocado el velo, una parte significativa de las mujeres —en su mayoría jóvenes, pero también de mediana edad— camina con la cabeza descubierta. Y no solo. Muchas adolescentes y veinteañeras llevan el pelo teñido de colores chillones, y visten camisetas o camisas de manga corta que dejan al descubierto las caderas. Algo absolutamente impensable hasta ahora. Y aunque sigue siendo obligatorio cubrirse el cabello en los espacios públicos, la mayoría desoye a los vigilantes cuando se lo ordenan. Son tantas que el régimen ha dejado de reprimirlas. Especialmente ahora, cuando sus dirigentes intentan restablecer la idea del ayatolá Jomeiní, líder de la revolución islámica que derrocó al Sha, de que frente al “gran Satán” —como se refieren sus seguidores a Estados Unidos e Israel—, la unión del pueblo representa la mejor defensa de Irán. Incluidas estas mujeres que, semanas después de que dejasen de caer las bombas, caminan alegres con sus melenas al viento por los centros comerciales, las librerías y los parques. Y aunque con ellas no pudimos hablar —para no comprometerlas ni exponerlas a posibles represalias—, son las que mejor representan ese otro lado del espejo, que no aparece en los medios oficialistas del régimen ni en las imágenes estereotipadas que tenemos en Occidente de su país, pero que alumbran la posibilidad de un futuro próximo en el que las dos narrativas sobre Irán dejen de estar enfrentadas.

Mujeres conversando en una mezquita junto a fotografías de los líderes de la República Islámica de Irán y de los generales asesinados por los ataques de Israel y Estados Unidos. Ricard Garcia Vilanova

Esta no es la perspectiva habitual de nuestros reportajes. Pero cuando nos llegó esta propuesta de publicación, valoramos que podía dar una visión diferente, y desde dentro, sobre lo que está ocurriendo en la frontera entre México y Estados Unidos. Hemos tratado el texto con el mismo rigor de siempre —comprobación de datos, etc.—, pero manteniendo en lo esencial el punto vista del autor, que es un soldado estadounidense de origen colombiano. Su opinión no representa la del Ejército de Estados Unidos ni la de ninguna otra institución.

La primera vez que vi a alguien cruzar el río fue una tarde calurosa de 2024. La unidad del Ejército de Tierra de Estados Unidos en la que sirvo acababa de llegar para ejecutar un relevo entre el maíz, los manglares y las lagunas del sector de Brownsville, Texas, justo frente a Matamoros, México, separados ambos por un río; Grande para los gringos, Bravo para los mexicanos.

Fue en el lugar que nosotros llamamos Washout y del otro lado conocen como “La Playita”. Los mexicanos van allí los fines de semana a bañarse o pescar. En algunos lugares es tan poco profundo que atravesarlo es como cruzar la calle un día de lluvia. Es, también,  un paso hacia Estados Unidos controlado por traficantes. 

Era mi primer día de trabajo. La sargento que me estaba haciendo la inducción me dijo, señalando al otro lado:

—¿Ves esos que se tapan la cara con la camiseta? Esos son los coyotes. Graban con el celular para probar que han hecho su parte y cobrar.

Uno de ellos, flaco y sin cubrirse, sacó un neumático de camión y empezó a preparar el viaje del día: un niño de unos siete años y quien parecía su abuela.

Del lado estadounidense estábamos cuatro soldados y varios agentes de la patrulla fronteriza. Me sorprendió la normalidad del saludo. Uno de ellos, con un español medio gringo, preguntó:

—¿Cuántos más? ¿Y a qué horas?

—Tres más a las ocho —respondió el coyote, como quien agenda una cita más.

La situación era absurda. El agente notó mi desconcierto y, casi con resignación, me dijo:

—Sí, igual los tengo que detener. Ellos se quieren entregar. ¿Qué es peor? Si ya me están diciendo a qué hora regresan con más gente, mejor; me facilitan el trabajo.

Yo seguía sin entender cómo se había normalizado esa situación.
—Mire, las decisiones políticas están muy por encima de mi rango de pago. Yo solo soy un patrullero. Si hay un puerto aquí y otro allá, y alguien cruza por el medio, ilegalmente, mi trabajo es detenerlos. Eso es todo. 

El coyote cruzó al niño y a la abuela con dos bolsas negras de basura que les servían de maleta. Cuando llegaron, se cambiaron la ropa mojada ahí mismo, sin pena. La sargento y yo éramos los únicos que hablábamos español fluido. Cuando el niño y la señora se dieron cuenta, fue como si les hubieran devuelto el aire. Con acento venezolano, nos empezaron a contar su historia. Una historia dura que he escuchado ya tantas veces que siempre es la misma: pobreza, violencia, miedo, esperanza… el norte como única salida. La historia de media Latinoamérica en el siglo XXI.

Mientras los escuchaba, con el fusil colgado, chaleco y casco a prueba de balas y una pistola 9mm, armado como si patrullara Bagdad en lugar de un río a pocos kilómetros de mi casa, sentí que la escena —el cruce, el saludo informal entre el coyote y el agente, el proceso casi automático de recepción— no era una excepción. En esa época, era la norma. Los civiles no son una amenaza y el cártel no busca invadir Estados Unidos, sino ganar dinero pasando personas. Eran los últimos meses del Gobierno de Joseph Biden y la frontera funcionaba bajo una lógica no escrita pero clara: apenas tocaban suelo estadounidense, lo importante era entregarse. No importaba si cruzaban por un puerto legal o entre los matorrales. Apenas pisaban tierra estadounidense, se activaba el sistema. Ese acto —el de “rendirse”— ponía en marcha toda una cadena de procedimientos. Los migrantes entregaban su identificación, sus pertenencias, y eran llevados a estaciones de procesamiento. Ahí les tomaban huellas, fotos y si declaraban que su vida corría peligro en su país, se abría una solicitud de asilo. En pocos días, eran enviados a un refugio y luego liberados con un papel que decía que tenían un proceso migratorio pendiente.

Ese papel, aunque temporal, era prácticamente un salvoconducto. Con él, muchos podían pedir un número de seguro social. Un permiso de trabajo. Una licencia de conducir. Las tres claves básicas para moverse, integrarse y empezar de cero. En teoría, el sistema era humanitario. En la práctica, era muy fácil de usar —o de manipular. Había historias reales, sí. Pero también muchas armadas, ensayadas, repetidas. Sabían qué decir. Y Estados Unidos había tomado la decisión política de cubrir el costo de los refugios, el transporte, los sueldos de los agentes, los programas sociales. Todo. 

La llegada de Trump

Ilustración de Cinta Fosch

Con la llegada de Trump, el sistema cambió de un día para otro. El flujo se detuvo casi por completo. Rendirse ya no era suficiente. Solicitar asilo tampoco. Las órdenes eran otras: no escuchar. Detener con la intención de expulsar. La actitud también. El nuevo discurso es que durante la era Biden se fue demasiado blando. Que se abrió la puerta a todo el que dijera “tengo miedo”. Que eso colapsó el sistema y alentó la llegada de millones. Con Trump volvió la línea dura. Ya no se creen sus historias. Ya no hay garantía de ser liberado. Ni de quedarse. Y eso se siente. En el terreno, en el ambiente, en la cara de los que cruzan, con miedo, muchos menos. 

En ciudades como McAllen, Brownsville o Laredo, donde antes se veían migrantes por todas partes —en supermercados, estaciones de autobuses, restaurantes— ahora se siente el silencio. Los que cruzaron antes de que cambiara el Gobierno han adoptado un perfil bajo. No quieren salir, no quieren llamar la atención. Temen una redada, una revisión, una deportación. Se esconden. Y esa tensión se respira. No es solo un cambio político. Es un ánimo congelado. La frontera sigue estando ahí, sí. Pero el río ya no se cruza igual. La puerta —por ahora— se cerró.

Yo nací en Colombia. Vine a Estados Unidos como tantos otros: buscando algo más. Navegué el sistema migratorio paso a paso, con papeles, con paciencia, y también con miedo. Me hice ciudadano a través del Ejército, y hoy sirvo en uniforme como soldado del U.S. Army, asignado a una frontera que antes solo conocía por noticias o películas. 

Ya llevo casi quince años viviendo en este país. Y aunque visito Colombia de vez en cuando, lo cierto es que hoy ya soy más turista que local. Pero no por eso he perdido la empatía. Al contrario: entiendo perfectamente por qué alguien tomaría el riesgo de cruzar ese río. Yo tuve la suerte de llegar por medios legales, pero el deseo es el mismo: buscar una mejor vida, dejar de sobrevivir. Eso no cambia.

Todavía tengo amigos y familia allá. Algunos me hacen bromas. Me dicen cosas como: “Pasaste de ser inmigrante a ser la migra ahora, ¿no?” o: “Mi tío va a cruzar… y me debe plata… haceme el favor y arrestalo”. Me río, pero por dentro sé que no están tan lejos de la realidad. Porque esa línea entre el que cruza y el que patrulla a veces es más delgada de lo que parece. Un poco más acostumbrado a mi posición de trabajo, navegando con más soltura entre las carreteras destapadas, los manglares y las plantaciones de maíz que rodean la parte del muro que me toca vigilar, siempre tenía que estar pendiente del mismo sector: el Washout, que cada día ofrece un escenario distinto. 

Una mañana, mientras hacía una inspección de rutina, vi de nuevo a los coyotes del otro lado del río. Esta vez no venían a negociar ni a cruzar a nadie. Me estaban gritando, agitados:

—¡Hay un niño! ¡Hay un niño! ¡Está perdido!

Señalaban hacia una parte más densa de la manigua, donde los arbustos crecen espesos y la visibilidad se pierde a los pocos metros. Yo no entendía bien si me estaban diciendo la verdad, si era una trampa, o si simplemente no querían cargar con la responsabilidad de lo que pudiera suceder. Pero los gritos eran insistentes, y la dirección que señalaban tenía sentido. Así que activamos el protocolo de búsqueda. Asumí que el niño hablaba español, así que empecé a gritar hacia la parte baja del terreno. Yo estaba en algo parecido a una colina, y él debía estar en la zona densa, más abajo. Alcancé a escuchar una voz. Era aguda, delgadita. Me respondió desde abajo, sin miedo.

Le grité a mi compañero —que no hablaba español— que se quedara quieto y estuviera atento, que yo iba a bajar solo hacia el terreno más boscoso. No pasaron más de tres minutos y encontré al niño, que tenía ocho años. Tenía puesta ropa buena, como de salir a visitar a la abuela, pero ya estaba sucia, de muchos días. Tenía ojeras. Estaba despeinado. Y, sin embargo, no se le notaba el susto típico de un niño perdido, sino tranquilidad mezclada con resignación. Como si conociera las reglas del juego. Me sorprendió que no llorara, que no temblara, que no hiciera preguntas. 

—¿Dónde están tus papás?

Y me respondió, sin dudar:

—En Honduras.

Inmediatamente seguí los protocolos humanitarios. Mientras lo ayudaba a subir por la escarpada pequeña que nos separaba de la patrulla, mi compañero —que ya había avisado por radio a la Patrulla Fronteriza— me hizo una seña. ¿Agua? El niño me dijo que sí, que tenía mucha sed. Me explicó que los coyotes lo habían retenido durante cuatro días, que su papá no había pagado completo para que lo soltaran. Y aunque se supone que yo no debo hacer muchas preguntas —son nuestras reglas—, no me aguanté. Le pregunté quién lo esperaba en Estados Unidos. Él solo se encogió de hombros.

—De pronto un tío —dijo. Como si eso bastara.

Ilustración de Cinta Fosch

Yo tengo un hijo pequeño. Desde que nació, para mí es inevitable ponerme en los zapatos de los demás padres. Poner a todos los niños en el lugar del mío. Es un reflejo automático que se activa sin pedir permiso. Y esa mañana, mientras ayudaba a ese niño a subir la colina, me hice una pregunta que me sigue persiguiendo: ¿sería capaz de entregarle mi hijo a unos coyotes para que lo crucen, para que lo atrapen las autoridades de un país donde ni siquiera hablan nuestro idioma? La respuesta es: probablemente no, pero prefiero no tener que enfrentarla nunca. 

Detrás de ese niño hay necesidad. Pero también hay una organización de tráfico de personas. Los cárteles del tráfico de drogas y personas han obtenido grandes beneficios económicos en la frontera sur de Estados Unidos. Su control de rutas, puntos de paso, vidas y sueños ha sido muy amplio. Casi total. Operaron la frontera como si fuera una franquicia de lujo, cobrando entre 4.000 y 6.000 dólares por paso y persona, en función de edad, nacionalidad, tamaño del grupo y organización responsable del tránsito. Algunos incluían entrenamiento personalizado: cómo entregarse, qué decir, cuándo llorar, a quién llamar “señor agente”. Y lo más absurdo de todo es que nosotros —los soldados— terminábamos siendo parte del “servicio al cliente”. Al menos así es como yo lo he sentido. Ellos los pasaban, y nosotros, en perfecta coordinación involuntaria, completábamos el proceso: agua, primeros auxilios, y entrega a patrulla fronteriza a minutos de distancia. Era como si trabajáramos para ellos. Sin contrato, con uniforme.

Recuerdo las caras de algunos al vernos: felices, aliviados, como quien encuentra la puerta VIP al sueño americano. Y uno ahí parado, en el matorral, con el equipamiento militar, preguntándose en qué momento el sistema se invirtió, y nosotros empezamos a ser los recepcionistas de una maquinaria controlada por los cárteles. Por eso siento que desde que Trump llegó a la presidencia, la historia cambió por completo. Se cerró la puerta. Punto. Ya no se recibe a nadie. Las órdenes que tenemos son claras y las comparto.

Pero la frontera sigue sin estar totalmente cerrada, la situación dista mucho de ser perfecta. Lo único que realmente sigue cruzando es la droga. Los que se atreven a intentarlo ya no vienen buscando asilo ni pidiendo compasión: vienen cargados. Especialmente con cocaína infusionada con fentanilo, el cóctel perfecto para rendirla y generar ganancias rápidas. Cruzan con mochilas repletas de bloques comprimidos de polvo. Los escogen bien: adolescentes de 14 a 17 años, delgados, fuertes, con el cuerpo entrenado por la calle y la mente programada para no temerle a nada. Llegan desarmados, empericados, con el coraje que les aporta la droga.

A veces nadan. Otras veces cruzan en lanchas inflables como de juguete, como si el río fuera parte de un parque temático criminal. Llevan su propia escalera para brincar el muro, como si fueran técnicos del cable. Suben de tres en tres, o en pequeños grupos, como si el mismísimo diablo los persiguiera. Y nosotros, desde nuestras cámaras infrarrojas, los vemos aparecer como fantasmas en la pantalla, figuras rojas con mochilas negras en medio de la noche. Todo ese riesgo tiene sentido cuando lo pones en cifras: un solo kilo de esa mezcla mortal puede valer entre 80.000 y 100.000 dólares en la calle. Por eso suben, por eso corren, por eso no les importa nada. Porque, al otro lado, hay alguien esperando para vender eso en polvo a precio de oro… y en dosis de muerte. Y claro, como son menores de edad, mexicanos, sin fierros encima ni ganas de meterse en pelea, pues el sistema los trata suave. A nosotros nos toca hacer lo de siempre: quitarles la merca, tenerlos 24 horitas y tratar de que suelten algo de información. Pero qué va… ya vienen entrenados para hacerse los bobos. No dicen nada. Ni un nombre, ni un dato, ni una dirección. Nada que sirva para agarrar a los de arriba.

Después, en aplicación de la ley, el consulado mexicano les hace el paseo hasta el puente internacional. Son menores. Lo único que necesitan es que llegue un adulto a reclamarlos, como si estuvieran sacando a un niño de una pijamada. Y listo, caso cerrado. ¿Lo peor? Que a los tres días los volvés a ver. Mismo “escuincle”, dirían los mexicanos, misma cara, misma mochila llena de perico con fentanilo, listo para volver a probar. No es raro agarrarlos una, dos, tres veces. Ya ni se esconden. Y lo peor de todo es que no les da miedo. Les da risa. Como si estuviéramos jugando al gato y al ratón.

Vivimos en un mundo dividido, polarizado. Hay quienes defienden al presidente Donald Trump y quienes están contra él. O estás con todo o estás contra todo. Cualquier matiz ha desaparecido. Pretenden convencernos de que no podemos pensar de manera independiente. El debate político es brutal, la crisis humanitaria continúa —de otros modos— y el narcotráfico sigue campando a sus anchas a través de la frontera. Trump asegura que estas crisis no son nuestras. Que no deben afectarnos. No quiere que se vean, que salgan en cámara. Pero quienes trabajamos en el terreno las vemos. Nos impactan, nos afectan. Los vemos llegar, los cargamos en brazos, escuchamos sus historias, nos sentimos impotentes cuando no podemos hacer nuestro trabajo correctamente y no podemos evitar la acción criminal. 

Pero sobre todo, cada día, me preguntan: “¿Cómo podés trabajar para un tipo como ese, bajo su mando?” Y aquí es donde respiro hondo y pienso. Y contesto: “No trabajo para él. Como tampoco trabajaba para Biden. Se cometen errores ahora y se cometieron errores antes. Juré la Constitución y acepté un empleo que funciona según una cadena de mando. No estoy de acuerdo con todo, pero llevo un uniforme. Y eso, hermano, no todos lo entienden”. 

A veces uno olvida que detrás del uniforme todavía somos personas, no robots programados para seguir órdenes sin sentir nada. Por eso, aunque cumplo mi misión en la frontera, mi cabeza y mi corazón también están lejos de este río. Pienso en Los Ángeles, donde tengo a alguien que quiero como de la familia, y donde todo este conflicto también pesa y duele.

Tengo una amiga colombiana, madre de dos niñas, que vive en Los Ángeles. Obtuvo su permiso de trabajo y su licencia de conducir gracias a las políticas más flexibles de la Administración anterior y del gobernador de California. Es alguien que quiero mucho, una de esas personas que uno lleva en el corazón, con quien hablo casi todos los días. Me parte el alma verla ahora muerta de miedo, atrapada en un limbo: no es totalmente ilegal, pero sí es blanco fácil para las redadas que están ocurriendo en su barrio. Para colmo, da igual qué canal veas o de dónde venga la información: hoy en día los medios y las redes funcionan como una lupa que concentra la luz del miedo hasta quemarte la cabeza. Ella pasa horas revisando Facebook e Instagram para enterarse de dónde están los agentes federales y quién avisa qué barrio están barriendo, tragándose rumores que la dejan sin dormir. Yo escucho, trato de calmarla, pero por dentro cargo la contradicción: sirvo a la Constitución, patrullo la frontera… y sé que, si un día le toca a ella, no puedo protegerla. Esa es la frontera que de verdad más me cuesta vigilar, la interior, la que tiene que ver con mi conciencia. 

Hoy más que nunca, siento que este país está dividido, independientemente de si la Administración actual tiene o no la razón. Vivimos un momento histórico de polarización brutal: aquí no hay matices, todo se compra en combo. Si apoyas a tu político favorito, también tienes que defender lo que no te gusta, porque viene en todo incluido en el paquete. En mi unidad nos recomiendan no entrar a restaurantes mostrando nada que diga que somos Army, para que nadie nos identifique. Temen que algún empleado —quizá sin papeles— se sienta con derecho a vengarse usando un plato de comida. Es triste ver lo que pasa en Los Ángeles: me duele por mi amiga y por tantos como ella, pero también me duele por los oficiales que solo cumplen órdenes. Yo más que nadie lo he sentido en carne propia: sé que entre agentes y soldados, hay quien tiene un hermano, un tío o un amigo en situación migratoria incierta. Es jodido estar en medio. Pero como reza el Warrior Ethos: I will always place the mission first. [La misión siempre es lo primero]. Órdenes son órdenes.


No acabamos de saber si se ha acabado el colonialismo o si reverdece bajo otros nombres. Pero su huella permanece, y la irradiación de su sufrimiento alcanza todos y cada uno de los continentes y océanos de este hermoso mundo.

También en las islas Mauricio, al oeste de Madagascar —frente a las costas de Mozambique—, un país que se percibe como la exacta idea del paraíso televisivo, de playas de aguas turquesas, con puestas de sol de color naranja caramelo. Un lugar para perderse y soñar con nenúfares blancos que al llegar la noche transmutan en rojo sangre.

Allí viven muchos chaguianos. Se llaman así porque proceden de Chagos, un archipiélago de islitas varadas en el vasto océano Índico que pertenecía a las islas Mauricio, colonizadas por portugueses, holandeses, franceses y británicos.

Y allí vivieron durante más de medio siglo, porque fueron expulsados de su archipiélago a finales de la década de 1960. Sucedió por un intercambio de favores geopolíticos, algo parecido al juego de cromos pero en versión siniestra. El Gobierno británico de Harold Wilson le “cedió” al Gobierno estadounidense de Lyndon B. Johnson la isla Diego García, perteneciente a dicho archipiélago de Chagos, para construir una base militar, a cambio de aceptar su negativa y no sumarse como aliado en la guerra de Vietnam.

Para ello, los británicos optaron por expulsar a los habitantes de todas las islas del archipiélago, y no solo los de Diego García.

Sucedió en aquellos años de sueños de libertad, cuando tantos países colonizados alcanzaron su independencia. El Gobierno británico llevó a cabo su “donación” ejecutando una intrincada maniobra: con una mano concedió la independencia a Mauricio y con la otra desmembró a Chagos de su condición mauriciana; así la erigió, de golpe, en una nueva colonia. La bautizó con el nombre de ‘Territorio Británico del Océano Índico’, y la malévola pirueta geopolítica tenía una razón de peso: en virtud de la “concesión”, los norteamericanos exigieron a los ingleses que lo “vaciaran” de personas.

Tarzanes y Viernes


Dicho y hecho. “La isla se cierra”, comunicaron a las más de 1.500 personas para las que Chagos era su hogar, su casa, la tierra donde está enterrada su gente, la mayoría descendientes de esclavos traídos —también por la fuerza— desde el continente africano para trabajar en las plantaciones de azúcar y cocoteros.

Les obligaron a marcharse solo con una maleta y dejar atrás su casa, sus recuerdos, sus antepasados, sus plantas, sus flores y sus perros.

La extraña contorsión territorial no debió resultar fácil. Recordemos que en una de sus primeras sesiones, en diciembre de 1946, la Asamblea General de la ONU resolvió que la deportación era un crimen contra la humanidad.

Pero cuando el poder quiere ser omnipresente abre inéditos caminos de perversión. En este caso, un ejército de tecnócratas y asesores británicos y estadounidenses trabajaron duro para forzar la “cesión” y, a su vez, erigirse en garantes de los sueños de justicia y libertad. “Debemos evitar que se nos acuse de estar ‘traficando con territorio colonial’”, advertía un documento interno del Gobierno británico que encontró el experto en derecho internacional Philippe Sands, contratado por un grupo de chagosianos para litigar contra Gran Bretaña y Estados Unidos.

En su maniobra, los británicos mintieron a la ONU diciendo que en el archipiélago de Chagos no había personas viviendo de modo “permanente”. Y para demostrarlo es probable que en algún despacho de Londres se brindara por una excelente idea: la metrópolis crearía un documento en el que, de un solo golpe burocrático, “transformaría” a los habitantes de esas islas en “trabajadores contratados” por el Gobierno británico.

Así se forzó la ficción de que allí no vivía nadie. De ese modo, se armó el relato de que a las suntuosas aves del archipiélago apenas “les acompañan unos cuantos Tarzanes o Viernes [en alusión a uno de los protagonistas de la novela Robinson Crusoe, del escritor Daniel Dafoe], cuyos orígenes son oscuros”, leyeron asombrados Sands y su equipo legal en un cable diplomático británico fechado en 1966.

Años antes, a finales de la década de 1990, con ayuda de otros abogados, la población chaguiana casi consigue volver a sus casas gracias a diversas presiones y denuncias ante la ONU.

Pero la cartografía geopolítica es brutalmente tenaz. En marzo de 2003 se inició la guerra de Irak, liderada por Estados Unidos y el Reino Unido. De golpe, la isla de Diego García se transformó en un espacio de importancia vital, al convertirse en la base militar desde donde despegaron los primeros bombarderos B1, B2 y B52 que iniciaron el conflicto. Todo el trabajo, todas las ilusiones, todas las reuniones, debates y juicios se transformaron en una ilusión legal, y los chaguianos se quedaron sin poder volver a su tierra.

En el libro La última colonia, Sands da cuenta de todo el proceso judicial por aquella flagrante expulsión. Hay un capítulo en el que detalla que, en una visita “conmemorativa” en la que se permitió a un puñado de chagosianos visitar sus islas por unas horas, vieron que en Diego García el cementerio de perros de los soldados estadounidenses era hermoso, limpio y estaba muy cuidado, mientras que el cementerio de sus antepasados estaba lleno de maleza y sucio. Fue una imagen que les dejó sin aliento. Algunos tiraron la toalla y se rindieron. Pero la mayoría no lo hicieron. Tras un nuevo litigio, en 2019 la Asamblea General de Naciones Unidas votó de manera abrumadoramente mayoritaria a favor de la devolución del archipiélago de Chagos a Mauricio. Según esa sentencia, los chagosianos podían regresar a sus islas. Pero el Gobierno británico se negó a acatar la recomendación de la ONU. Tras nuevas presiones, a finales de 2022 el Reino Unido anunció su disposición a negociar, y el pasado otoño finalmente cedió a las demandas de los habitantes de Chagos.

Hay una frase que Sands repite una y otra vez en conversaciones, entrevistas y conferencias: “Las ideas importan, las palabras importan, la escritura importa”.

“Y el hombre no se halla completo, ni se revela a sí mismo,

ni ve lo invisible, sino en su íntima relación con la naturaleza”. (José Martí)

Toda la hondura del tiempo, en el canto de un mirlo.

El paradigma del ser humano de hoy es el de un hombre alejado del mundo que se piensa dueño y conocedor de él.

Corrompen, destruyen la vida, y a lo que queda lo llaman “realidad”. Y luego proclaman el realismo. “¡Hay que ser realista!”.

(el topógrafo)

“…y él no veía los ángeles yendo y viniendo, sino que se dedicaba a buscar el viejo hoyo de un poste en medio del paraíso”. (H.D.Thoreau)

Para escuchar el canto del pájaro, antes hay que oírlo.

El ser humano vive ajeno a sí mismo, no funda ni abre espacio en su andar. No deviene porque no está; apenas pasa, sin saberlo.

Repetirlo hasta asumirlo plenamente: “El realismo es una corrupción de la realidad”. (Wallace Stevens)

Todo en la naturaleza vive en sí, como tú mismo, nada es objeto de visión. Ella vive en un adentro que el ser humano hace tiempo dejó de percibir. En ese adentro calla y canta el pájaro, habla y calla el árbol.

El árbol es el hermano natural del hombre.

La naturaleza nos mira, nos toca, nos habla, en su vigilia atenta al ser. De noche, en el sueño, escucha nuestro rumor callado.

“Los árboles nos hablan una lengua que entendemos”. (José Martí)

 Bajo tus pies desnudos, constelaciones de hierba.

La corteza del árbol siente y señala en sí cada roce, cambio de aire y luz, sonido, canto, agua; también la mirada del ser que comprende.

 En lo invisible de la naturaleza, ver es también ser visto.

“Nosotros no tenemos nunca, ni siquiera un solo día, el espacio puro ante nosotros, al que las flores se abren infinitamente”. (R.M. Rilke)

El bosque solo ve —percibe con toda intensidad— lo invisible del ser humano que en él se adentra.

Nuestro espacio, el lugar de cada ser, oculta en lo más hondo de sí la esencia del tiempo.

“El camino más claro hacía el universo pasa por un bosque virgen”. (John Muir)


El asombro que nos produce la contemplación del universo en la noche no debería ser mayor que el que sentimos ante un árbol en el fulgor de su presencia.

Deja que todo te envuelva —porque todo te envuelve. 

El árbol está, no espera, en su ahora late el tiempo entero; en su nada, la esperanza.

Al atardecer, la naturaleza percibe las voces amigas.

Matices de la luz en el tronco de un árbol.

Son dos potencias nucleares, y por eso el mundo no quiere una guerra entre ellas. Pero el mundo, enfrascado en la narrativa sobre su rivalidad histórica, no acaba de entender que la India y Pakistán también son perfectamente conscientes de lo que supondría una guerra. Nadie —o casi nadie— quiere esta guerra. Es una guerra muy improbable, pero no imposible. Y esa pequeña rendija abierta tiene una explicación más compleja de lo que parece. 

El problema va mucho más allá del odio atávico, de la caricatura de rivalidad en la que insisten una y otra vez los medios de comunicación: hay unas dinámicas políticas y sociales, enraizadas en la partición del subcontinente —en una descolonización nefasta— y alimentadas hasta hoy por el chovinismo, que empujan a ambos países al enfrentamiento, incluso cuando no lo quieren. 

En medio está Cachemira, una región himaláyica, de mayoría islámica, dividida entre la India, que posee algo más de la mitad del territorio, Pakistán, que administra aproximadamente un tercio, y China, aliado de Pakistán, que controla un 10%. 

Vamos a tomar como caso de estudio lo que ha sucedido en las últimas semanas en el Sur de Asia. Nos servirá, también, para deconstruir algunas ideas preconcebidas sobre Cachemira, la India y Pakistán. 

El atentado

El 22 de abril hubo un atentado terrorista contra turistas en la Cachemira bajo control indio. Hombres armados con fusiles de asalto dispararon contra un grupo que visitaba el valle de Baisaran, cerca de la localidad de Pahalgam. Entre los fallecidos había 25 personas de nacionalidad india y una nepalí. 

El simbolismo de este terrible ataque fue obvio, por varios motivos. Iba dirigido contra la población del resto de la India que visita la zona, contra la idea de indianizar Cachemira que ha puesto en marcha el primer ministro indio, Narendra Modi. Un Modi que también había insuflado vida al turismo en esta zona privilegiada del mundo, con la esperanza de que todo eso tapara un conflicto latente cuyas raíces siguen ahí. De una tacada, el atentado golpeaba estos dos pilares de la estrategia india en Cachemira. 

El ataque fue reivindicado por un grupo prácticamente desconocido, Resistencia cachemir, que unos días después negó su autoría. La India, convencida en todo caso de que el responsable del ataque, se ponga el disfraz que se ponga, es Laskhar-e-Toiba —el grupo terrorista que protagonizó los atentados de Bombay en 2008—, señaló enseguida a Pakistán. La India siempre acusa al país vecino de dar apoyo, de forma directa o velada, a los ataques de grupos islamistas en su territorio. Unos grupos que, en efecto, Pakistán —tan a menudo controlado por el Ejército— ha alimentado hasta que han supuesto una amenaza no ya para su archienemigo, sino para el propio Estado pakistaní.

El cuerpo del jornalero Adil Hussain Shah, asesinado por terroristas en Pahalgam, es llevado a hombros en su localidad natal, dentro de la Cachemira controlada por India. Dar Yasin / AP

¿Pero son comunes estos atentados en Cachemira? En absoluto. Pese a su fama de conflictiva, los atentados no se suceden una y otra vez en Cachemira, y menos aún contra civiles: son mucho más habituales, por ejemplo, en el noroeste de Pakistán, aunque allí el contexto político sea otro. El último gran ataque en Cachemira tuvo lugar en 2019 y acabó con la vida de 40 soldados. Fue reivindicado por Jaish-e-Mohamed, otro grupo con base en Pakistán. La India respondió entonces con ataques aéreos en la provincia de Khyber Pakthunkhwa (frontera con Afganistán), y Pakistán hizo lo propio en la Cachemira administrada por la India. Ahora estamos en una situación similar. 

La respuesta india

Mapa del Sur de Asia. Javier Sánchez.

Como represalia por el ataque de Pahalgam —y aunque Pakistán niega cualquier tipo de implicación—, la India, de forma similar a 2019, lanzó ataques aéreos en al menos nueve puntos del territorio pakistaní. Su Ministerio de Defensa aseguró que iban dirigidos contra bases terroristas. El Ejército pakistaní dijo que más de 20 personas murieron y decenas resultaron heridas; también aseguró haber derribado varios aviones de combate indios. 

El ataque indio no fue una sorpresa: todo el mundo lo esperaba.

¿Pero ha sido una respuesta como la de 2019? No exactamente. La India atacó puntos de la Cachemira bajo control pakistaní, pero también de Punjab, el corazón de Pakistán y su provincia más poblada. Ha ido un paso más allá que en 2019. Pakistán ya ha prometido una respuesta: la habrá. Las declaraciones públicas de ambos lados son altisonantes. En la India tenemos a Modi, un nacionalista hindú del que se espera más agresividad contra Pakistán que sus antecesores. Del otro tenemos a un Gobierno débil bajo un férreo control militar y un líder de la oposición encarcelado, la exestrella de cricket Imran Khan. Parece un escenario idóneo para que todo salte por los aires. Ambas partes saben que enfrentarse al enemigo les da rédito político ante su electorado, ante su país. Pero también saben que no pueden permitirse una guerra abierta. Para Pakistán, el país más débil, es un riesgo casi existencial. Para la India, que tiene aspiraciones globales, es una distracción. Eso dice la lógica. Aunque sabemos que la lógica no siempre se impone. 

La historia

No estaba previsto que la partición del subcontinente, en 1947, fuera así. Pero la descolonización británica —como pasó en Palestina— sirvió para dibujar líneas religiosas donde no las había. Fue uno de los mayores movimientos de población del siglo XX, preñado de muerte y de historia. Se creó un Estado de mayoría abrumadoramente islámica, Pakistán, con un ala occidental y un ala oriental —que años después pasaría a ser Bangladesh— separadas por más de 2.000 kilómetros. En la India habría mayoría hindú, pero también una vocación “secular” que se consagraría en la Constitución. Secular, en la tradición política del Sur de Asia, no se refiere a la laicidad de las instituciones, sino casi a lo contrario: a la profusión de religiones, que deben convivir entre ellas. Pero el sueño de un territorio unido —el sueño de Gandhi, el sueño de tantos otros— se esfumó. Hoy es casi un tabú en el subcontinente, pero en aquel momento era una posibilidad real. 

Y ahí entra Cachemira, un territorio predominantemente musulmán pero dirigido en aquel entonces por un marajá (hindú, claro). Para Pakistán, tenía sentido que este territorio perteneciera a su Estado, porque era de mayoría islámica. Para la India, tenía sentido que este territorio perteneciera a su Estado, porque su proyecto era el de un país diverso, y había conexiones culturales históricas con la región. El marajá decidió que Cachemira cayera del lado indio, y hordas pastunes invadieron la región desde Pakistán. Fue la primera guerra entre la India y Pakistán, dos países que nada más conocerse llegaron a las manos. 

Después hubo más guerras. Una en 1965, otra vez por Cachemira. Otra en 1971, en la que Pakistán perdió su ala oriental y nació Bangladesh, en buena parte gracias a —o por culpa de, según el punto de vista— la India, que se implicó a fondo para dejar herido a su rival. Cachemira cayó en el olvido, hasta que unas elecciones fraudulentas en la Cachemira india dieron paso a una década de insurgencia —apoyada por Pakistán— y de represión de las fuerzas de seguridad indias, que ocupan el territorio de forma ostentosa. La Cachemira india no es hoy una zona extremadamente violenta comparada con otras de la región, pero sí es una región militarizada y donde la población civil sufre las consecuencias de una rivalidad entre dos potencias nucleares. 

¿Y desde cuándo son potencias nucleares? La India consiguió la bomba en 1974 y Pakistán en 1998, año en que la India llevó a cabo otros dos ensayos nucleares. Pese a que la conocida teoría de la disuasión está sirviendo estos días para descartar un conflicto entre ambos países, hay que recordar que en 1999 tuvo lugar la guerra de Kargil. Aunque tuvo menos envergadura que las anteriores, se produjo en un momento en el que ambos países ya podían pulsar el botón rojo.

Artillería india en Dras, al norte de Srinagar, durante combates contra tropas pakistaníes en Cachemira en 1999. (AP Photo/Aijaz Rahi)


Es otro escenario posible para 2025: que haya ataques, choques, que incluso empiece una guerra —aunque… ¿qué es una guerra? Ahora ya hay muertos y ataques, de un lado y del otro—, pero que la temperatura no suba tanto como para que se plantee la opción nuclear. 

Pero la dimensión de esta violencia es importante. 

El futuro

Es una de las grandes cicatrices del mundo. En su ánimo de dividir comunidades, el colonialismo británico operó en esta parte del mundo como en Palestina o lo que hoy son Sudán y Sudán del Sur. La cicatriz en el Sur de Asia no es Cachemira en sí misma, sino la rivalidad entre la India y Pakistán, dos países empeñados en la diferencia pero con un sustrato cultural común. ¿En qué momento están? Es un contexto importante para hacer cálculos sobre el futuro.

La India —el país más poblado del mundo, con más de 1.400 millones de personas— ya no es la del histórico Partido del Congreso, la formación de la dinastía Gandhi. El arquitecto de la India independiente fue Jawaharlal Nehru, su primer jefe de Gobierno, que está casi en las antípodas de Modi. Pese a sus problemas endémicos —pobreza, violencia política…—, la India funcionó durante décadas desde el punto de vista democrático, o al menos electoral, con la diversidad como guía, un proceso relatado con todo lujo de detalles en India after Gandhi, de Ramachandra Guha, un libro de historia imponente. La India de Modi es otra: es un país en el que se afirma sin ambages la hegemonía hindú, es un país con más orgullo nacional(ista), es un país que se siente fuerte aunque sea, en el fondo, tan débil. Es un país que ya se dice capaz, incluso, de competir con China. Modi, que sobre el papel cuenta con el apoyo de Occidente y singularmente de Estados Unidos, se enfrenta en las próximas semanas a un dilema que marcará su legado. ¿Sucumbirá a la tentación bélica y se convertirá en un fanático hinduista, dando la razón a sus críticos? ¿O tendrá el suficiente temple y moderación para ahorrar a su país y a su Gobierno una guerra innecesaria? Quizá haya caminos intermedios.

Pakistán sigue en caída libre, y eso es lo más peligroso. La democracia ha fracasado en un país donde el Ejército, que antes necesitaba suspender las garantías constitucionales con sucesivos golpes militares, ahora manda con un Gobierno civil más debilitado que nunca. Su apoyo a grupos armados a un lado y otro de la frontera ha demostrado ser una política nefasta. La salida de las tropas internacionales de Afganistán y la vuelta al poder de los talibanes —un grupo pastún, comunidad con gran implantación en el oeste pakistaní— parecían ser un balón de oxígeno, pero la política pakistaní sigue demasiado dominada por un miedo existencial que corre por la espina dorsal de la nación prácticamente desde su nacimiento. En 1971 perdió la mitad de su territorio. Al oeste tiene Afganistán. Al este tiene la India, con la que se disputa Cachemira y de la que depende en aspectos esenciales como el agua y el comercio. Su gran aliado es China. Pese a sus declaraciones públicas, el Gobierno civil tiene claro que debe evitar un enfrentamiento directo con la India. Pero la línea dura —anti-india— del jefe del Ejército y hombre fuerte del país, Asim Munir, hace aún más imprevisible el comportamiento de Pakistán.

La de estos días es una situación recurrente. Se oyen tambores de guerra en el Sur de Asia y la comunidad internacional, eso que llamamos la comunidad internacional —la ONU, las grandes potencias— llama a la calma, como si la India y Pakistán fueran dos niños traviesos. Deberíamos superar esa caricatura para entender lo que está pasando. Los agravios históricos son imborrables, la rivalidad es inevitable. Pero también son innegables su interdependencia y la constatación de que, al contrario que en el pasado, no tienen nada que ganar con otra guerra. 

Aunque Occidente y Rusia solo miren de soslayo a Cachemira, la rueda de la historia sigue girando. Dice el cliché que el futuro del mundo —político, económico— está en Asia, sobre todo en China. Pero China ya es presente. La India y Pakistán también lo son. Los tres son imprescindibles para entender el mundo de hoy. 

No es fácil reaccionar a algo desconocido. Pasó ayer a partir de las 12.33 hora peninsular. En cinco segundos desapareció el 60% de la generación eléctrica y el sistema se vino abajo. Fue un apagón histórico al que la ciudadanía respondió con madurez psicológica, sobre todo teniendo en cuenta el vacío informativo al que se enfrentó durante horas interminables. 

Algunos de los clichés sobre la fragilidad de las sociedades occidentales se confirmaron. Se hizo evidente la dependencia española de la energía eléctrica. El caos, si puede describirse como tal dadas las circunstancias excepcionales, se concentró en los sistemas de transporte terrestres: en la movilidad. La población vulnerable quedó expuesta. Asistimos a la enésima invitación a repensar un modo de vida quizá insostenible. Todo el mundo ya quiere volver de inmediato a la cacareada normalidad, a la hiperconexión, a la vida a toda prisa. 

Pero quedó claro que la reacción popular, llena de templanza y solidaridad en un momento extraordinario, estuvo por encima de la política. Porque hay algo más importante que las radios analógicas con pilas —esenciales para mantenerse informado—, las reservas de comida poco perecedera —una buena idea ante cualquier adversidad— o contar con baterías del tipo que sea en casa. Ese algo no es material, sino intangible: el equilibrio entre la serenidad y la tensión. (Algo, por cierto, especialmente loable entre las personas que quedaron atrapadas en los trenes de larga distancia o en ascensores). 

La reacción al origen de las emergencias acostumbra a ser un problema en sí mismo. Uno de los peores. El abanico de escenarios caóticos que se abrió ayer es mucho más amplio de lo que se está aceptando socialmente. La posibilidad del abismo estuvo allí, pero se contuvo. Sobre todo teniendo en cuenta que el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, no descartó “ninguna hipótesis” en su primera comparecencia a las seis de la tarde, y no volvió a aparecer hasta las once de la noche. Un campo abonado para la frustración y la desinformación del que no nacieron frutos de histeria colectiva. La escasa presencia de las redes sociales, esta vez obligada, quizá sea, paradójicamente, una de las explicaciones. Corrió por WhatsApp una noticia falsa de la CNN que apuntaba a un ciberataque con origen en Rusia y que incluía unas supuestas declaraciones de Ursula von der Leyen. No era la CNN y no era cierto nada de lo que recogía. Fue el bulo más importante de la jornada. Un bulo peligrosísimo en un día como el de ayer. 

Después de la pandemia, mucha gente, muchos libros, muchos medios de comunicación se preguntaron cuáles fueron las lecciones aprendidas. Ayer tuvimos, por fin, una respuesta. La reacción popular no habría sido la misma sin la experiencia de la pandemia. Mucha gente no tenía el kit de supervivencia que aconseja la Comisión Europea, pero sí atesoraba, en el campo y en la ciudad, un kit psicológico de experiencia de emergencias.

El apagón en un pueblo asturiano

“Lo primero que pensé cuando entré por la puerta del bar y me dijeron que el apagón no era en casa ni en el pueblo, sino en toda España y Portugal, fue algo apocalíptico: ‘¿Qué habilidades tenemos cada uno? ¿Tengo en casa todo lo que necesito?’”. El de Beatriz Agulleiro, trabajadora social de 38 años que acaba de mudarse a Santolaya de Cabranes, fue un arco narrativo que partió de un leve nerviosismo para terminar descansando en tranquilidad acompañada. 

A medida que pasaban el mediodía y la tarde, Agulleiro repetiría a todo aquel que quisiera escucharla que “fue cuestión de miradas” y de percibir que no dejaba de llegar más gente al bar, a la terraza —que acabaron repletos—, siempre preguntando si alguien necesitaba algo, mientras pedía una cerveza con el gesto, para leer lo que sucedía como un “Fuenteovejuna, todos a una”. 

No regresó a casa, no hizo compra ni preparación alguna. Pasó la tarde en la plaza con sus vecinos y vecinas. Terminó el día llorando lágrimas bellas, emocionada. “Estoy convencida de que la cooperación es lo que nos mueve, de que en el fondo siempre hay algo bueno, de que no estamos solos en esta vida”.

Porque durante horas, bajo un cálido sol de primavera, el pueblo arrasó con las existencias de cerveza para evitar que se calentara. Corrió la bebida como en fiesta patronal. Con una excusa formal. Que la hubo y fue real, la planteada por la única persona que no bromeó y acabó por convertirse en responsable involuntario de la tarde de terraceo: Isaac tenía 35 vacas conectadas a ordeñadores automáticos que habían dejado de funcionar. Para evitar la inflamación de las mamas, muy dolorosa, se acercó y explicó que quizá necesitara voluntarios. Y esa fue la convocatoria que oyó cada persona que entraba al bar: “Hay que esperar para saber si Isaac necesita que vayamos todos a ordeñar”. 

Se disfrutaron las cervezas y las hipótesis mientras un coche que venía de Villaviciosa, el pueblo más cercano, explicaba que en tal lugar había cobertura y se ofrecía a dar el viaje si alguien necesitaba bajar; otro ofrecía un puerto de recarga para teléfonos y uno más explicaba que tenía pilas de sobra. El alcalde, sentado al final de la barra, tranquilizaba a todos explicando que las averías siempre tienen arreglo y un voluntario de protección civil se sentó junto a él del mismo modo que lo haría a la hora de cualquier vermú de mediodía. 

Los niños salieron del comedor, corriendo, y preguntaron: “¿Ha empezado la guerra? ¿Son los rusos?”, sin mostrar demasiada paciencia ante la respuesta. Cuando oyeron el rotundo “NO” emitido entre risas por sus padres, regresaron inmediatamente a sus actividades habituales, correr de una esquina a otra del pueblo. Su única protesta ante el calor fue que Patricia, la dueña del bar, decidió no abrir el congelador para mantener el frío y se quedaron sin helados. 

Solo para quien prestara mucha atención fue perceptible que, sin gestos ni nerviosismo alguno, una empleada de la residencia de ancianos que traía a uno de los residentes con ella para tomar un café se acercó a preguntar si —en caso de que fuera necesario— había un generador a mano. “No te preocupes”, dijo un vecino. “Tengo uno, estoy pendiente”.

Sobre la barra del bar, una radio a pilas que un parroquiano se acercaba a la oreja de tanto en tanto. Las preguntas, por turnos, repetitivas: “¿Se sabe algo?” “¿Ya saben qué ha pasado?”. Acaso cierta impaciencia, mutada en decepción a media tarde, una vez Pedro Sánchez dijo que el Gobierno no tenía una explicación para ofrecer.

Cuando varias horas después Isaac pasó por delante de la terraza que había convocado con el gasoil y el generador, una veintena de personas se levantó y le hizo la ola. La fiesta se extendió hasta que cayó la noche, ya con la electricidad y la conexión recuperadas. 

El apagón en un barrio de Barcelona

El metro cierra sus puertas. Una señora, pertinaz, insiste en la necesidad de llegar a otra parada de la misma línea. “El apagón es nacional”, le advierten los operarios del metro. Se va a buscar un autobús. Como ya se empieza a intuir que esto va para largo, se intenta buscar una solución para un señor con silla de ruedas que estaba dentro de la estación cuando se apagó la luz. Entre unos cuantos lo suben a pulso hasta la calle. Se oyen tímidos aplausos del gentío, reminiscencia lejana de la pandemia. 

En una parada de autobús cercana, un hombre parece perder el conocimiento por segundos y se tumba en el banco. La gente se arremolina: no se puede llamar a la ambulancia, las líneas no funcionan. Hay que ir al centro de atención primaria más cercano para que un trabajador sanitario acuda al lugar. Para entonces ya ha llegado el autobús, y el señor, medio recuperado y con la cara blanca como el papel, se sube sin dudarlo. “Si no quiere que lo ayudemos, no podemos hacer nada”, dice el sanitario. La gente alrededor explica que el hombre se había caído y que ya se había mareado en varias ocasiones. 

(Cuchichean los vecinos: qué pasa, un ataque a nivel europeo, un ciberataque, Portugal, ¿Alemania? Palabras que no se toman en serio, porque no se sabe nada, y hasta que no se sepa nada es mejor no aventurarse). 

Aquí el tráfico no es un caos, sino un extraño trance místico. Todo el mundo quiere llegar, pero todo el mundo cede el paso. Los vehículos fluyen sin la luz de los semáforos. Algunos comercios cierran. “Cerrado por corte de luz. Disculpen las molestias”, se lee en la puerta de un supermercado. En otras tiendas que no pueden bajar las persianas, el personal sale a la luz del sol con aire contemplativo, casi resignado. 

En un gran supermercado del barrio se puede pagar con tarjeta; es lo que tienen los generadores propios. En general, la gente busca botes de conservas, cosas para subsistir unos días. Por si acaso. No hay pánico, pero sí un silencio ansioso, solo roto por el hilo musical, que se mantiene intacto. “Ah, ¿hay música? Entonces quizá vuelva pronto la luz”, dice el dependiente con aire inocente. Un deseo que no se cumplirá hasta la noche. 

En otro pequeño supermercado no se puede pagar con tarjeta y los vecinos se dejan efectivo. Como no hay luz, los consumidores fotografían el precio del artículo con el móvil y lo muestran en la caja registradora, donde hay que apuntarlos en una libreta y sumarlos. 

La posibilidad de reunirse apaga la sensación pandémica. Las terrazas se llenan: hace un día maravilloso. 

—¿Tienes luz? —le pregunta un vecino al propietario del bar de la esquina. 

—¡Sí, claro! ¡Tengo generador! —responde con ironía.

Cuando acaba el horario lectivo, los parques se llenan. Es el mejor lugar para pasar la tarde. No se descarta ninguna hipótesis en los corrillos. Pero no cunde el pánico. 

Cae el sol. La luz avanza como un ejército, calle a calle. A la nuestra aún no ha llegado. Brillan las estrellas y los aviones en el cielo. Algunos vecinos charlan. Otros cierran la puerta.

Varias semanas después del encuentro entre Trump y Zelenski en Washington, aún retumba en las paredes del Despacho Oval una misteriosa frase del presidente de Estados Unidos: “Putin pasó por un infierno conmigo”.

¿Qué significa eso?

Algo sí sabemos: lo que más interesa a Trump es el dinero. En los últimos cuarenta años ese objetivo —simple, hosco, pueril— ha ido dejando su rastro entreverado, pero no invisible. Un reguero de pistas que llevan a la URSS primero, y a Rusia después. Un camino que conduce a un pensamiento que produce temblores.

Los primeros indicios llegan en 1984, en plena Guerra Fría, cuando David Bogatin, un miembro muy importante de la mafia rusa, le compró al neoyorquino cinco lujosísimos apartamentos en la Torre Trump, en su ciudad. Dos años después, Yuri Dubinin, el embajador soviético en Estados Unidos, visitó a Trump allí mismo, le agasajó diciéndole que su edificio era “fabuloso” y le propuso construir uno igualito en Moscú.

El 4 de julio de 1987 —Día de la Independencia de Estados Unidos— viajó por primera vez a la capital soviética con su esposa Ivana, con la que se había casado diez años atrás, procedente de la todavía entonces República Socialista de Checoslovaquia. En Moscú conocen a gente muy poderosa, con muchísimo dinero, según palabras del propio Trump.

De vuelta a Estados Unidos, llega una extraña sorpresa: el empresario publica una carta abierta el 2 de septiembre a toda página en The Washington Post, The New York Times y The Boston Globe criticando a Ronald Reagan y reclamando una política exterior contraria a Europa y a la OTAN. Un posicionamiento que debieron celebrar en el Kremlin por todo lo alto.

¿Qué significa eso?

En aquellos años, Trump fue un atento testigo del poder duradero de las redes de dinero negro creadas en los años finales del régimen comunista.

A su vez, en los años 80 el KGB estaba muy interesado en reclutar a activos —colaboradores o informantes— estadounidenses, y Trump —un tipo narcisista, bastante descontrolado, solo interesado en hacer caja y en las mujeres— encajaba muy bien en el perfil que buscaban.

De hecho, un miembro del KGB definió al neoyorquino como un tipo cuyas características más importantes eran su “bajo intelecto unido a una vanidad hiperinflada”. Una combinación que “lo convertía en un sueño para un reclutador experimentado”. Así lo afirma el periodista Craig Unger, autor de House of Trump, House of Putin: The Untold Story of Donald Trump and the Russian Mafia (Transworld, 2018).

Después está el ancestral chantaje, el kompromat, una práctica habitual del KGB, los servicios secretos soviéticos. Se trata de acumular información comprometedora sobre una persona para utilizarla en función de tus intereses.

Y están las blancas noches moscovitas, las fiestas salvajes. El general Kalugin, antiguo jefe de contraespionaje del KGB y jefe de Vladimir Putin cuando era joven, le contó a Unger que no le sorprendería que los rusos tuvieran material comprometedor sobre las actividades de Trump en Moscú. Y en palabras de James Nixey, máximo experto en Rusia y Eurasia en el Centro de Estudios Chatham House de Londres: “Toda persona con relevancia comercial o política que haya estado en Rusia tiene un dosier”.

¿Qué significa eso?

A principios de los 90, los amigos rusos de Trump le hicieron un servicio impagable, de esos que te salvan el pellejo. Fue cuando Trump acumuló una deuda de 4.000 millones de dólares tras la quiebra de sus negocios del juego en Atlantic City. Fueron casinos como el Taj Mahal, entonces el más grande del mundo —inaugurado el 2 de abril de 1990 con Michael Jackson como estrella invitada—, que le llevaron a la bancarrota. El agujero era tan grande que no pudo conseguir un préstamo bancario en Occidente. Hasta que entró a su rescate Bayrock, una empresa inmobiliaria encabezada por Felix Sater, vinculado a grupos de delincuencia organizada rusos y estadounidenses.

Con el tiempo, Trump volvió a ser multimillonario. Vendió más de un millar de pisos, apartamentos y hoteles por todo el mundo. No lo tuvo especialmente difícil. Según explica el periodista David Cay Johnston en su libro Cómo se hizo Trump (Capitán Swing, 2018), ganador de un Premio Pulitzer, Trump fue uno de los pocos empresarios inmobiliarios que se las ingenió para vender pisos de lujo a compradores anónimos: una formidable lavadora planetaria de dinero negro que vale su peso en oro.

Sumergidos en ese tipo de negocios, los Trump empezaron a bañarse en una fuente infinita de dólares y rublos. Lo reconoció el propio hijo de Trump en una conferencia del sector inmobiliario en 2008: los rusos representaban una parte desproporcionada de sus ventas. “Vemos que entra mucho dinero de Rusia”, confesó.

Quizá por ese motivo no sea tan extraño que durante la campaña que llevó a Trump a la presidencia, en 2016, estallara el escándalo conocido como Russiagate, una filtración de correos internos del Partido Demócrata impulsada por Rusia que perjudicó las posibilidades de la rival de Trump, Hillary Clinton. 

Incluso James Clapper, director de Inteligencia Nacional durante la Administración Obama, sugirió en 2017 que Trump era un presidente que prácticamente estaba “en guerra” con sus agencias de inteligencia y seguridad, con sus propios servicios secretos.

Cuando se desataron las primeras protestas contra Bashar al Asad, justo hace catorce años, cruzó la frontera sin el permiso del régimen para fotografiarlas. Cuando cayó la dictadura, en diciembre de 2024, estaba en el noreste de Siria, en las zonas dominadas por las fuerzas kurdas, para contar la actualidad desde otro ángulo. Entre una y otra fecha, pisó hospitales bombardeados por el régimen, acompañó a las fuerzas rebeldes en su lucha contra Asad, fue secuestrado por Estado Islámico y se tomó como un reto personal cubrir cómo el grupo yihadista iba perdiendo territorio. 

Es el fotoperiodista Ricard G. Vilanova (Barcelona, 1973). Su archivo cuenta un pedazo de la historia reciente de la región. Como los grandes pintores, sus fotografías son inconfundibles: su sello es la inmersión absoluta, la proximidad como dogma. Colaborador de medios como The New York Times, Die Welt, The Wall Street Journal, The New Yorker, CNN o Al Jazeera, G. Vilanova ha sido uno de los fotógrafos más presentes en 5W. Tiene una visión privilegiada de este y otros conflictos, la que menos engaña: cerca de su corazón. 

La web de esta revista se estrenó el 22 de septiembre de 2015 con una entrevista con Ricard G. Vilanova poco después de haber sido secuestrado durante siete meses por Estado Islámico. Entonces ya lamentaba la visión que daba la prensa sobre Siria: “Cada día están muriendo mueren un mínimo de treinta o cuarenta civiles y no hay referencias a ello en ningún medio”. Hoy, pese a todo lo ocurrido, sigue en la misma línea. “La estabilidad que debía llegar con la caída de Asad no se está dando, y sinceramente creo que no se dará”. La última prueba son los centenares de civiles asesinados en las zonas costeras de Siria, donde predomina la minoría alauí, a la que pertenece Asad. Pero los problemas van mucho más allá. “Cuando cayó el régimen, mientras había celebraciones en Damasco, las zonas controladas por las fuerzas kurdas seguían inmersas en una guerra olvidada”. 

¿Cuál es la herencia de la guerra civil y de la represión del régimen que explica la situación actual?

Repasamos, a través de fotografías de Ricard G. Vilanova comentadas en primera persona, esa historia convulsa que tantos volantazos ha dado: el último de ellos, la caída de Asad, en diciembre de 2024.

Ricard G. Vilanova

En las primeras manifestaciones contra el régimen solo era posible tomar fotografías de niños, porque los adultos tenían miedo de los servicios de inteligencia de Asad. Esta protesta tuvo lugar en 2011 en la ciudad de Jawal Zawiya, en el norte de Siria. Prácticamente no había periodistas occidentales en el país. Entré junto a Javier Espinosa y Antonio Pampliega. Era muy peligroso. Justo media hora después de aquella manifestación, empezaron a disparar los francotiradores del régimen y todo el mundo salió corriendo. Nos llevaron a una casa y nos dijeron que nos teníamos que ir porque estaban llegando las tropas de Asad. Fui consciente de inmediato de que esa primavera árabe no iba a tener nada que ver con las demás. Era evidente que aquello se encaminaba a una guerra civil. En Libia el proceso fue rápido. En Siria, no.

Ricard G. Vilanova

El punto de inflexión se produjo cuando el régimen empezó a matar a civiles. Tomé esta fotografía en la ciudad de Alepo, en agosto de 2012, después de un bombardeo del régimen contra varias casas y tres panaderías ante las que la gente hacía cola de madrugada para comprar el pan. Murieron 50 personas y unas 200 resultaron heridas. En la imagen se ve a  dos hermanos que reciben tratamiento por heridas de metralla en el hospital Dar al-Shifa de Alepo. Los ataques aéreos eran muy temidos en Alepo y otras zonas. Recuerdo que teníamos que ir con las luces del coche apagadas, porque bombardeaban si veían una luz en la oscuridad. Había aviones que bajaban en picado, lanzaban la bomba de cerca y luego remontaban el vuelo. Recuerdo el ataque que viví en casa de un amigo —al que mataron después—: el sonido aumentaba hasta que el avión estaba encima de casa, al cabo de unos segundos se oía la explosión y el avión se iba.

Ricard G. Vilanova

A diferencia de lo que sucede hoy, o de coberturas en otros lugares, en aquel momento podías hacer lo que querías como reportero de guerra en Libia y Siria. Nadie te marcaba límites. Una vez conseguido el permiso de la unidad de turno, nadie te decía nada. Esta fotografía es de una cobertura que hice con el Ejército Libre Sirio (ELS) en el casco antiguo de Alepo. Eran combates muy duros y asimétricos. Cuando los soldados del régimen se hallaban rodeados, coordinaban ataques de helicópteros o artillería contra los rebeldes, que solo contaban con algún lanzacohetes y armas cortas junto. Pero sí tenían un propósito: liberar el país de la dictadura. 

Ricard G. Vilanova

Llegué a estas cuevas junto con Javier Espinosa en 2013. Estaban en la provincia norteña de Idlib. Allí se habían refugiado 400 personas, más de la mitad niños. Era invierno y vivían en condiciones infrahumanas; no tenían ni comida, ni agua, ni medicamentos. No tenían nada. Fue otro punto de inflexión: las personas desplazadas por la guerra no solo se iban a Turquía o a campamentos, también se quedaban atrapadas en Siria. No tenían recursos para huir del país.

Un padre, con el brazo izquierdo en alto, carga con el cadáver de su hijo y encabeza la comitiva fúnebre en el distrito de Karm al-Jabad. Se aprecia claramente el disparo que la víctima recibió en la cabeza. Estamos todavía en 2012 y continuaban los asesinatos de civiles. La oposición armada aún no había llegado a controlar la frontera con Turquía por la que luego accedería la prensa. La cruzábamos de forma irregular y era peligroso. Recuerdo que el mismo día de la muerte de aquel chico un francotirador disparó contra una niña en la cabeza y la mató.

Ricard G. Vilanova

Ahora es al revés: una niña da el último adiós a su padre, Khaled Kasem Aleiter. Sus otros dos hijos y su mujer lloran la pérdida. El padre había muerto debido al impacto de un mortero. Tomé esta fotografía en Al-Qasir, en la provincia de Homs, en 2012. Los entierros eran muy rápidos para evitar más ataques. Por eso a veces se usaban las casas como cámaras mortuorias: cuando los bombardeos cesaban de forma temporal, enterraban los cadáveres y luego la vida continuaba. 

Ricard G. Vilanova

Otra protesta de 2012 con los niños como protagonistas. Esta es en Binnish, en la provincia de Idlib, después de un ataque contra la población civil el día anterior. Hubo algo que me llamó la atención: las pancartas estaban en árabe. No usaban el inglés porque aún no había periodistas extranjeros y los manifestantes tampoco entendían el poder de la transmisión de su mensaje al mundo. No organizaban protestas pensando en los medios. Recuerdo que los animábamos a escribir las pancartas en inglés. No pasó hasta mucho después. 

Ricard G. Vilanova

Me dejaron hacer una fotografía a través de la mirilla de un fusil Dragunov durante los combates que terminaron con Estado Islámico. Para lograr que mi fotografía transmita algo siempre intento estar cerca de lo que fotografío. El angular no es solo un instrumento técnico sino moral: te absorbe hacia el interior de la escena y te permite compartir la misma experiencia de aquellos que luchan. Así, la posición del observador externo queda diluida. La imagen debe contener emoción, información y composición; que se gane un espacio en el flujo incesante de imágenes que recibimos.

Ricard G. Vilanova

Saqué esta fotografía de un hospital destruido unos días antes de que nos secuestraran en septiembre de 2013. Estaba con Javier Espinosa. Deir ez-Zor estaba partida: una zona la controlaba el régimen de Asad y la otra el ELS, que es con quien íbamos empotrados. Pero también había puestos de control de Jabat al Nusra (la rama siria de Al Qaeda) y Estado Islámico. En cuestión de quince días cambió el equilibrio de poderes. Nos secuestraron, en parte, por estar en medio de ese proceso de desestabilización. Cuando nos cogieron pensé que estaríamos solo unos días en manos de Estado Islámico y luego nos liberarían, como me pasó en otra ocasión en Alepo. Pero no fue así. Estado Islámico empezaba a tener cada vez más influencia y poder. 

Ricard G. Vilanova

Esta fotografía muestra una situación caótica. Mohamed (al volante del vehículo), un farmacéutico de Hajin (provincia de Deir ez-Zor) con su mujer y sus tres hijos (Majed, Asma y Esra) son algunos de los miles de civiles que tratan de huir de los combates entre los yihadistas y las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS, alianza militar de mayoría  kurda). La familia estaba abandonando la ciudad en la que vivieron bajo el control de Estado Islámico. Fue la batalla que marcó la desaparición del califato que Estado Islámico estaba construyendo en la región. Cubrí este éxodo con el periodista Lluís Miquel Hurtado. Todos los civiles que podían huían. Esta familia era solo una de muchas. 

Cuando me liberaron, me dediqué a cubrir de inmediato todas las batallas en las que Estado Islámico, la fuerza que secuestró aquella revolución, iba perdiendo territorio. Kobane, Baguz, Mosul (Irak), Sirte (Libia), la propia Deir ez-Zor… Uno adquiere un compromiso personal con las personas que conoce en el camino. Muchas, amigos incluidos, han muerto.  Todo ese trabajo lo recogí en el libro Fade To Black

Por descontado, para mí aquello era algo personal. No es que de forma explícita o consciente decidiera hacer esas coberturas con un propósito concreto. Fue algo más bien natural. Adquieres un compromiso con las personas que conoces en las coberturas. Muchos amigos de aquellos años están muertos. Fui siguiendo así el cambio en el conflicto sirio, a través de la derrota de un actor, Estado Islámico, que secuestró aquella revolución y que poco a poco iba perdiendo control territorial. Alterné Irak, Siria y Libia. Ahora me estoy centrando en África, es una nueva fase del proyecto. 

Ricard G. Vilanova

Este campo para personas desplazadas ya no existe. Estaba en Ayn Assa, en la provincia de Raqqa, Médicos Sin Fronteras gestionaba aquí un hospital y organizó una campaña de vacunación. Debido a la guerra, muchos niños se quedaron sin seguir su programa de vacunas, y eso tuvo un terrible impacto en su salud. La fotografía fue tomada en 2018. 

Cuando Estado Islámico abandonaba territorio, colocaba bombas trampa. Recuerdo cosas muy rebuscadas, como una puerta tirada a la que habían puesto una bomba debajo. Si pisabas la puerta,  explotaba, así que para llegar a la ventana tenías que saltar. 

Ricard G. Vilanova

Este es el campo de Ayn Assa. Aquí hay mujeres europeas de yihadistas de Estado Islámico, como la de la izquierda con gorra, que es alemana. Pero hay una cosa que nunca he explicado. ¿Veis a la mujer vestida de negro, al fondo, justo encima de la niña que va de verde? Era la mujer de uno de los Beatles. Es el apodo que recibió una célula de cuatro británicos de Estado Islámico que llevó a cabo ejecuciones de periodistas, la misma que nos mantuvo secuestrados. A uno de ellos, de hecho, lo vi después del secuestro, encarcelado, cuando fui con la BBC a Siria para grabar un documental… Aquella mujer me preguntó si sabía algo de su marido. Yo no le dije quién era o qué me había pasado. ¿Qué podía decirle? Nada. 

En esta guerra, como en todas las demás, tanta destrucción y tanto dolor no sirvieron para nada. 

Familiares lloran la pérdida de nueve soldados de las Fuerzas Democráticas Sirias (alianza militar de mayoría kurda) en diciembre de 2024. Ricard G. Vilanova

Aunque no lo parezca, esta fotografía la tomé después de la caída del régimen de Asad, en diciembre de 2024. Son familiares llorando la muerte de nueve soldados de las FDS en Raqqa. Para mí es el símbolo de que, mientras en Damasco se celebraba la victoria, el norte y el noreste, las zonas kurdas, seguían inmersas en una guerra olvidada. Daba la sensación de que el conflicto se había acabado, pero los combates continuaron en algunas partes del país. Ahora también hemos visto choques en el este, aunque de otro signo. La estabilidad que debía llegar con el fin de Asad no ha llegado.  

Martín Caparrós escribió el prólogo del número 1 de 5W hace diez años, y escribe ahora el editorial del número 10, Comida, que acaba de salir del horno. Es el editorial, escrito desde las entrañas de nuestro proyecto, porque para nuestra revista él es referente y guía, maestro y compañero. Somos porque es. Ahí va el editorial de nuestro intruso favorito en la redacción: es la puerta de entrada a un viaje, a través de la comida, de más de 250 páginas.

Por Martín Caparrós

Ayer se me cruzó, prófuga, pizpireta, una especie de idea: que la comida es todo lo que está bien y todo lo que está mal en este mundo. Porque, para empezar, recordé mi sorpresa cuando, hace más de medio siglo, Serge Bianchi, nuestro profesor de historia de la Revolución Francesa, nos dijo que una de las causas principales de los levantamientos de julio de 1789 fue un aumento del precio del pan. Alguien le preguntó, modo María Antonieta, que si el pan estaba tan caro por qué no comían otra cosa; Bianchi lo miró con un poco de pena y le preguntó si sabía en qué consistía la dieta de un trabajador parisino a fines del siglo XVIII. Alguien le dijo que no y él nos dijo que lo habitual eran dos o tres libras —alrededor de un kilo— de pan más o menos negro cada día. Le preguntamos que qué más y nos dijo que pocas veces algo más: algún domingo, alguna fiesta señalada.

La alimentación ha sido una de las grandes conquistas de nuestras sociedades. Ahora, dos siglos después, es difícil imaginar que un trabajador occidental viva a base de pan. Creo que no solemos registrarlo, pero comemos tan distinto que nuestros bisabuelos. La comida se nos ha vuelto un festival de variaciones infinitas, manjares traídos desde todo el planeta para competir en los mercados ricos del Primer Mundo. En cualquier tienda de nuestras ciudades podemos comprar uvas en mayo, espárragos en enero, diez versiones de tomates todo el año, mejillones en lata y gambones helados, carne de las antípodas del animal que sea. En estas décadas hemos invertido la lógica de nuestros platos: antes la enorme mayoría eran hidratos de carbono y verduras de estación, si acaso una legumbre, y en los días muy especiales un trocito de alguna proteína. Ahora nuestras comidas habituales consisten en un gran trozo de esa proteína –vaca, gallina, puerco, pez, vicuña virgen viracocha– acompañada de algún hidrato, un vegetal. Comemos cada vez más y mejor, dominamos sabores y saludes, somos capaces de una variedad y una comprensión como nunca antes hubo. Y comer se nos ha vuelto más placer que necesidad y, a veces, el espacio para tanta palabra rimbombante, para tan satisfecha exhibición. La forma en que comemos es espléndida y es una de esas prácticas que participan de la condición decisiva de estos tiempos: solo podemos hacerlo porque lo hacemos pocos. Si todo el mundo quisiera comer así no habría mundo capaz de sostenerlo.

Por eso el Hecho Histórico Más Importante que la Historia No Registró sigue siendo inútil. Hace más o menos medio siglo la humanidad consiguió, por primera vez, la capacidad técnica de alimentar a todos sus miembros. Era el resultado de décadas de avances en los métodos agrícolas y era un logro extraordinario, solo que no nos importó ni quisimos llevarlo a la práctica: podemos producir alimentos para 12.000 millones de personas, somos 8.000 millones y, aún así, una de cada diez personas en el mundo no come suficiente.

Alguien dijo que el hambre es la mayor vergüenza de estos tiempos: la plaga más mortal, la más fácil de acabar. Alcanza con decidir que queremos hacerlo y que, para eso, la prioridad en la producción de comida ya no serán las fortunas de sus productores sino la alimentación de las personas: no producir lo que premian los mercados ricos sino lo que todos necesitan. Sería, como siempre, una decisión política que requiere que muchos lo pensemos, que muchos lo queramos, y que decidamos actuar para lograrlo. Pero, por ahora, en nuestros países tiramos a la basura un tercio de los alimentos que generamos o compramos: el desdén por los que los necesitan no podría ser más gráfico. El hambre es, sabemos, algo que siempre les sucede a otros: gente rara, lejana. Por eso seguimos viviendo pese a él, seguimos sin morirnos de vergüenza.

Hace diez años aparecía la primera revista de papel de 5W y hablaba, sobre todo, de las guerras —y yo escribí, desvergonzado yo, algo así como una introducción. Ahora, aquí mismo y tanto después, quizá debería hablar de la alegría de que un medio así siga existiendo. 5W cumple, creo, con esa rara premisa que dice que el periodismo actual ya no consiste en contar lo que alguien no quiere que se sepa sino lo que muchos no quieren saber. Periodismo de larga distancia, con perdón: historias de lugares lejanos, lugares desdeñados, lugares donde viven los otros. Que a usted, hipócrita lector, mon semblable, mon frère, le importe enterarse de estas cosas me hace creer que quizá, alguna vez, queramos acabar con el hambre. Alcanzaría con decidirlo muchos; parece fácil —y sin embargo no lo hacemos. Pero leer estas historias —mientras comemos una carne con patatas, algún pescado con arroz— es una forma de acercarse.

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