Son dos potencias nucleares, y por eso el mundo no quiere una guerra entre ellas. Pero el mundo, enfrascado en la narrativa sobre su rivalidad histórica, no acaba de entender que la India y Pakistán también son perfectamente conscientes de lo que supondría una guerra. Nadie —o casi nadie— quiere esta guerra. Es una guerra muy improbable, pero no imposible. Y esa pequeña rendija abierta tiene una explicación más compleja de lo que parece. 

El problema va mucho más allá del odio atávico, de la caricatura de rivalidad en la que insisten una y otra vez los medios de comunicación: hay unas dinámicas políticas y sociales, enraizadas en la partición del subcontinente —en una descolonización nefasta— y alimentadas hasta hoy por el chovinismo, que empujan a ambos países al enfrentamiento, incluso cuando no lo quieren. 

En medio está Cachemira, una región himaláyica, de mayoría islámica, dividida entre la India, que posee algo más de la mitad del territorio, Pakistán, que administra aproximadamente un tercio, y China, aliado de Pakistán, que controla un 10%. 

Vamos a tomar como caso de estudio lo que ha sucedido en las últimas semanas en el Sur de Asia. Nos servirá, también, para deconstruir algunas ideas preconcebidas sobre Cachemira, la India y Pakistán. 

El atentado

El 22 de abril hubo un atentado terrorista contra turistas en la Cachemira bajo control indio. Hombres armados con fusiles de asalto dispararon contra un grupo que visitaba el valle de Baisaran, cerca de la localidad de Pahalgam. Entre los fallecidos había 25 personas de nacionalidad india y una nepalí. 

El simbolismo de este terrible ataque fue obvio, por varios motivos. Iba dirigido contra la población del resto de la India que visita la zona, contra la idea de indianizar Cachemira que ha puesto en marcha el primer ministro indio, Narendra Modi. Un Modi que también había insuflado vida al turismo en esta zona privilegiada del mundo, con la esperanza de que todo eso tapara un conflicto latente cuyas raíces siguen ahí. De una tacada, el atentado golpeaba estos dos pilares de la estrategia india en Cachemira. 

El ataque fue reivindicado por un grupo prácticamente desconocido, Resistencia cachemir, que unos días después negó su autoría. La India, convencida en todo caso de que el responsable del ataque, se ponga el disfraz que se ponga, es Laskhar-e-Toiba —el grupo terrorista que protagonizó los atentados de Bombay en 2008—, señaló enseguida a Pakistán. La India siempre acusa al país vecino de dar apoyo, de forma directa o velada, a los ataques de grupos islamistas en su territorio. Unos grupos que, en efecto, Pakistán —tan a menudo controlado por el Ejército— ha alimentado hasta que han supuesto una amenaza no ya para su archienemigo, sino para el propio Estado pakistaní.

El cuerpo del jornalero Adil Hussain Shah, asesinado por terroristas en Pahalgam, es llevado a hombros en su localidad natal, dentro de la Cachemira controlada por India. Dar Yasin / AP

¿Pero son comunes estos atentados en Cachemira? En absoluto. Pese a su fama de conflictiva, los atentados no se suceden una y otra vez en Cachemira, y menos aún contra civiles: son mucho más habituales, por ejemplo, en el noroeste de Pakistán, aunque allí el contexto político sea otro. El último gran ataque en Cachemira tuvo lugar en 2019 y acabó con la vida de 40 soldados. Fue reivindicado por Jaish-e-Mohamed, otro grupo con base en Pakistán. La India respondió entonces con ataques aéreos en la provincia de Khyber Pakthunkhwa (frontera con Afganistán), y Pakistán hizo lo propio en la Cachemira administrada por la India. Ahora estamos en una situación similar. 

La respuesta india

Mapa del Sur de Asia. Javier Sánchez.

Como represalia por el ataque de Pahalgam —y aunque Pakistán niega cualquier tipo de implicación—, la India, de forma similar a 2019, lanzó ataques aéreos en al menos nueve puntos del territorio pakistaní. Su Ministerio de Defensa aseguró que iban dirigidos contra bases terroristas. El Ejército pakistaní dijo que más de 20 personas murieron y decenas resultaron heridas; también aseguró haber derribado varios aviones de combate indios. 

El ataque indio no fue una sorpresa: todo el mundo lo esperaba.

¿Pero ha sido una respuesta como la de 2019? No exactamente. La India atacó puntos de la Cachemira bajo control pakistaní, pero también de Punjab, el corazón de Pakistán y su provincia más poblada. Ha ido un paso más allá que en 2019. Pakistán ya ha prometido una respuesta: la habrá. Las declaraciones públicas de ambos lados son altisonantes. En la India tenemos a Modi, un nacionalista hindú del que se espera más agresividad contra Pakistán que sus antecesores. Del otro tenemos a un Gobierno débil bajo un férreo control militar y un líder de la oposición encarcelado, la exestrella de cricket Imran Khan. Parece un escenario idóneo para que todo salte por los aires. Ambas partes saben que enfrentarse al enemigo les da rédito político ante su electorado, ante su país. Pero también saben que no pueden permitirse una guerra abierta. Para Pakistán, el país más débil, es un riesgo casi existencial. Para la India, que tiene aspiraciones globales, es una distracción. Eso dice la lógica. Aunque sabemos que la lógica no siempre se impone. 

La historia

No estaba previsto que la partición del subcontinente, en 1947, fuera así. Pero la descolonización británica —como pasó en Palestina— sirvió para dibujar líneas religiosas donde no las había. Fue uno de los mayores movimientos de población del siglo XX, preñado de muerte y de historia. Se creó un Estado de mayoría abrumadoramente islámica, Pakistán, con un ala occidental y un ala oriental —que años después pasaría a ser Bangladesh— separadas por más de 2.000 kilómetros. En la India habría mayoría hindú, pero también una vocación “secular” que se consagraría en la Constitución. Secular, en la tradición política del Sur de Asia, no se refiere a la laicidad de las instituciones, sino casi a lo contrario: a la profusión de religiones, que deben convivir entre ellas. Pero el sueño de un territorio unido —el sueño de Gandhi, el sueño de tantos otros— se esfumó. Hoy es casi un tabú en el subcontinente, pero en aquel momento era una posibilidad real. 

Y ahí entra Cachemira, un territorio predominantemente musulmán pero dirigido en aquel entonces por un marajá (hindú, claro). Para Pakistán, tenía sentido que este territorio perteneciera a su Estado, porque era de mayoría islámica. Para la India, tenía sentido que este territorio perteneciera a su Estado, porque su proyecto era el de un país diverso, y había conexiones culturales históricas con la región. El marajá decidió que Cachemira cayera del lado indio, y hordas pastunes invadieron la región desde Pakistán. Fue la primera guerra entre la India y Pakistán, dos países que nada más conocerse llegaron a las manos. 

Después hubo más guerras. Una en 1965, otra vez por Cachemira. Otra en 1971, en la que Pakistán perdió su ala oriental y nació Bangladesh, en buena parte gracias a —o por culpa de, según el punto de vista— la India, que se implicó a fondo para dejar herido a su rival. Cachemira cayó en el olvido, hasta que unas elecciones fraudulentas en la Cachemira india dieron paso a una década de insurgencia —apoyada por Pakistán— y de represión de las fuerzas de seguridad indias, que ocupan el territorio de forma ostentosa. La Cachemira india no es hoy una zona extremadamente violenta comparada con otras de la región, pero sí es una región militarizada y donde la población civil sufre las consecuencias de una rivalidad entre dos potencias nucleares. 

¿Y desde cuándo son potencias nucleares? La India consiguió la bomba en 1974 y Pakistán en 1998, año en que la India llevó a cabo otros dos ensayos nucleares. Pese a que la conocida teoría de la disuasión está sirviendo estos días para descartar un conflicto entre ambos países, hay que recordar que en 1999 tuvo lugar la guerra de Kargil. Aunque tuvo menos envergadura que las anteriores, se produjo en un momento en el que ambos países ya podían pulsar el botón rojo.

Artillería india en Dras, al norte de Srinagar, durante combates contra tropas pakistaníes en Cachemira en 1999. (AP Photo/Aijaz Rahi)


Es otro escenario posible para 2025: que haya ataques, choques, que incluso empiece una guerra —aunque… ¿qué es una guerra? Ahora ya hay muertos y ataques, de un lado y del otro—, pero que la temperatura no suba tanto como para que se plantee la opción nuclear. 

Pero la dimensión de esta violencia es importante. 

El futuro

Es una de las grandes cicatrices del mundo. En su ánimo de dividir comunidades, el colonialismo británico operó en esta parte del mundo como en Palestina o lo que hoy son Sudán y Sudán del Sur. La cicatriz en el Sur de Asia no es Cachemira en sí misma, sino la rivalidad entre la India y Pakistán, dos países empeñados en la diferencia pero con un sustrato cultural común. ¿En qué momento están? Es un contexto importante para hacer cálculos sobre el futuro.

La India —el país más poblado del mundo, con más de 1.400 millones de personas— ya no es la del histórico Partido del Congreso, la formación de la dinastía Gandhi. El arquitecto de la India independiente fue Jawaharlal Nehru, su primer jefe de Gobierno, que está casi en las antípodas de Modi. Pese a sus problemas endémicos —pobreza, violencia política…—, la India funcionó durante décadas desde el punto de vista democrático, o al menos electoral, con la diversidad como guía, un proceso relatado con todo lujo de detalles en India after Gandhi, de Ramachandra Guha, un libro de historia imponente. La India de Modi es otra: es un país en el que se afirma sin ambages la hegemonía hindú, es un país con más orgullo nacional(ista), es un país que se siente fuerte aunque sea, en el fondo, tan débil. Es un país que ya se dice capaz, incluso, de competir con China. Modi, que sobre el papel cuenta con el apoyo de Occidente y singularmente de Estados Unidos, se enfrenta en las próximas semanas a un dilema que marcará su legado. ¿Sucumbirá a la tentación bélica y se convertirá en un fanático hinduista, dando la razón a sus críticos? ¿O tendrá el suficiente temple y moderación para ahorrar a su país y a su Gobierno una guerra innecesaria? Quizá haya caminos intermedios.

Pakistán sigue en caída libre, y eso es lo más peligroso. La democracia ha fracasado en un país donde el Ejército, que antes necesitaba suspender las garantías constitucionales con sucesivos golpes militares, ahora manda con un Gobierno civil más debilitado que nunca. Su apoyo a grupos armados a un lado y otro de la frontera ha demostrado ser una política nefasta. La salida de las tropas internacionales de Afganistán y la vuelta al poder de los talibanes —un grupo pastún, comunidad con gran implantación en el oeste pakistaní— parecían ser un balón de oxígeno, pero la política pakistaní sigue demasiado dominada por un miedo existencial que corre por la espina dorsal de la nación prácticamente desde su nacimiento. En 1971 perdió la mitad de su territorio. Al oeste tiene Afganistán. Al este tiene la India, con la que se disputa Cachemira y de la que depende en aspectos esenciales como el agua y el comercio. Su gran aliado es China. Pese a sus declaraciones públicas, el Gobierno civil tiene claro que debe evitar un enfrentamiento directo con la India. Pero la línea dura —anti-india— del jefe del Ejército y hombre fuerte del país, Asim Munir, hace aún más imprevisible el comportamiento de Pakistán.

La de estos días es una situación recurrente. Se oyen tambores de guerra en el Sur de Asia y la comunidad internacional, eso que llamamos la comunidad internacional —la ONU, las grandes potencias— llama a la calma, como si la India y Pakistán fueran dos niños traviesos. Deberíamos superar esa caricatura para entender lo que está pasando. Los agravios históricos son imborrables, la rivalidad es inevitable. Pero también son innegables su interdependencia y la constatación de que, al contrario que en el pasado, no tienen nada que ganar con otra guerra. 

Aunque Occidente y Rusia solo miren de soslayo a Cachemira, la rueda de la historia sigue girando. Dice el cliché que el futuro del mundo —político, económico— está en Asia, sobre todo en China. Pero China ya es presente. La India y Pakistán también lo son. Los tres son imprescindibles para entender el mundo de hoy. 

No es fácil reaccionar a algo desconocido. Pasó ayer a partir de las 12.33 hora peninsular. En cinco segundos desapareció el 60% de la generación eléctrica y el sistema se vino abajo. Fue un apagón histórico al que la ciudadanía respondió con madurez psicológica, sobre todo teniendo en cuenta el vacío informativo al que se enfrentó durante horas interminables. 

Algunos de los clichés sobre la fragilidad de las sociedades occidentales se confirmaron. Se hizo evidente la dependencia española de la energía eléctrica. El caos, si puede describirse como tal dadas las circunstancias excepcionales, se concentró en los sistemas de transporte terrestres: en la movilidad. La población vulnerable quedó expuesta. Asistimos a la enésima invitación a repensar un modo de vida quizá insostenible. Todo el mundo ya quiere volver de inmediato a la cacareada normalidad, a la hiperconexión, a la vida a toda prisa. 

Pero quedó claro que la reacción popular, llena de templanza y solidaridad en un momento extraordinario, estuvo por encima de la política. Porque hay algo más importante que las radios analógicas con pilas —esenciales para mantenerse informado—, las reservas de comida poco perecedera —una buena idea ante cualquier adversidad— o contar con baterías del tipo que sea en casa. Ese algo no es material, sino intangible: el equilibrio entre la serenidad y la tensión. (Algo, por cierto, especialmente loable entre las personas que quedaron atrapadas en los trenes de larga distancia o en ascensores). 

La reacción al origen de las emergencias acostumbra a ser un problema en sí mismo. Uno de los peores. El abanico de escenarios caóticos que se abrió ayer es mucho más amplio de lo que se está aceptando socialmente. La posibilidad del abismo estuvo allí, pero se contuvo. Sobre todo teniendo en cuenta que el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, no descartó “ninguna hipótesis” en su primera comparecencia a las seis de la tarde, y no volvió a aparecer hasta las once de la noche. Un campo abonado para la frustración y la desinformación del que no nacieron frutos de histeria colectiva. La escasa presencia de las redes sociales, esta vez obligada, quizá sea, paradójicamente, una de las explicaciones. Corrió por WhatsApp una noticia falsa de la CNN que apuntaba a un ciberataque con origen en Rusia y que incluía unas supuestas declaraciones de Ursula von der Leyen. No era la CNN y no era cierto nada de lo que recogía. Fue el bulo más importante de la jornada. Un bulo peligrosísimo en un día como el de ayer. 

Después de la pandemia, mucha gente, muchos libros, muchos medios de comunicación se preguntaron cuáles fueron las lecciones aprendidas. Ayer tuvimos, por fin, una respuesta. La reacción popular no habría sido la misma sin la experiencia de la pandemia. Mucha gente no tenía el kit de supervivencia que aconseja la Comisión Europea, pero sí atesoraba, en el campo y en la ciudad, un kit psicológico de experiencia de emergencias.

El apagón en un pueblo asturiano

“Lo primero que pensé cuando entré por la puerta del bar y me dijeron que el apagón no era en casa ni en el pueblo, sino en toda España y Portugal, fue algo apocalíptico: ‘¿Qué habilidades tenemos cada uno? ¿Tengo en casa todo lo que necesito?’”. El de Beatriz Agulleiro, trabajadora social de 38 años que acaba de mudarse a Santolaya de Cabranes, fue un arco narrativo que partió de un leve nerviosismo para terminar descansando en tranquilidad acompañada. 

A medida que pasaban el mediodía y la tarde, Agulleiro repetiría a todo aquel que quisiera escucharla que “fue cuestión de miradas” y de percibir que no dejaba de llegar más gente al bar, a la terraza —que acabaron repletos—, siempre preguntando si alguien necesitaba algo, mientras pedía una cerveza con el gesto, para leer lo que sucedía como un “Fuenteovejuna, todos a una”. 

No regresó a casa, no hizo compra ni preparación alguna. Pasó la tarde en la plaza con sus vecinos y vecinas. Terminó el día llorando lágrimas bellas, emocionada. “Estoy convencida de que la cooperación es lo que nos mueve, de que en el fondo siempre hay algo bueno, de que no estamos solos en esta vida”.

Porque durante horas, bajo un cálido sol de primavera, el pueblo arrasó con las existencias de cerveza para evitar que se calentara. Corrió la bebida como en fiesta patronal. Con una excusa formal. Que la hubo y fue real, la planteada por la única persona que no bromeó y acabó por convertirse en responsable involuntario de la tarde de terraceo: Isaac tenía 35 vacas conectadas a ordeñadores automáticos que habían dejado de funcionar. Para evitar la inflamación de las mamas, muy dolorosa, se acercó y explicó que quizá necesitara voluntarios. Y esa fue la convocatoria que oyó cada persona que entraba al bar: “Hay que esperar para saber si Isaac necesita que vayamos todos a ordeñar”. 

Se disfrutaron las cervezas y las hipótesis mientras un coche que venía de Villaviciosa, el pueblo más cercano, explicaba que en tal lugar había cobertura y se ofrecía a dar el viaje si alguien necesitaba bajar; otro ofrecía un puerto de recarga para teléfonos y uno más explicaba que tenía pilas de sobra. El alcalde, sentado al final de la barra, tranquilizaba a todos explicando que las averías siempre tienen arreglo y un voluntario de protección civil se sentó junto a él del mismo modo que lo haría a la hora de cualquier vermú de mediodía. 

Los niños salieron del comedor, corriendo, y preguntaron: “¿Ha empezado la guerra? ¿Son los rusos?”, sin mostrar demasiada paciencia ante la respuesta. Cuando oyeron el rotundo “NO” emitido entre risas por sus padres, regresaron inmediatamente a sus actividades habituales, correr de una esquina a otra del pueblo. Su única protesta ante el calor fue que Patricia, la dueña del bar, decidió no abrir el congelador para mantener el frío y se quedaron sin helados. 

Solo para quien prestara mucha atención fue perceptible que, sin gestos ni nerviosismo alguno, una empleada de la residencia de ancianos que traía a uno de los residentes con ella para tomar un café se acercó a preguntar si —en caso de que fuera necesario— había un generador a mano. “No te preocupes”, dijo un vecino. “Tengo uno, estoy pendiente”.

Sobre la barra del bar, una radio a pilas que un parroquiano se acercaba a la oreja de tanto en tanto. Las preguntas, por turnos, repetitivas: “¿Se sabe algo?” “¿Ya saben qué ha pasado?”. Acaso cierta impaciencia, mutada en decepción a media tarde, una vez Pedro Sánchez dijo que el Gobierno no tenía una explicación para ofrecer.

Cuando varias horas después Isaac pasó por delante de la terraza que había convocado con el gasoil y el generador, una veintena de personas se levantó y le hizo la ola. La fiesta se extendió hasta que cayó la noche, ya con la electricidad y la conexión recuperadas. 

El apagón en un barrio de Barcelona

El metro cierra sus puertas. Una señora, pertinaz, insiste en la necesidad de llegar a otra parada de la misma línea. “El apagón es nacional”, le advierten los operarios del metro. Se va a buscar un autobús. Como ya se empieza a intuir que esto va para largo, se intenta buscar una solución para un señor con silla de ruedas que estaba dentro de la estación cuando se apagó la luz. Entre unos cuantos lo suben a pulso hasta la calle. Se oyen tímidos aplausos del gentío, reminiscencia lejana de la pandemia. 

En una parada de autobús cercana, un hombre parece perder el conocimiento por segundos y se tumba en el banco. La gente se arremolina: no se puede llamar a la ambulancia, las líneas no funcionan. Hay que ir al centro de atención primaria más cercano para que un trabajador sanitario acuda al lugar. Para entonces ya ha llegado el autobús, y el señor, medio recuperado y con la cara blanca como el papel, se sube sin dudarlo. “Si no quiere que lo ayudemos, no podemos hacer nada”, dice el sanitario. La gente alrededor explica que el hombre se había caído y que ya se había mareado en varias ocasiones. 

(Cuchichean los vecinos: qué pasa, un ataque a nivel europeo, un ciberataque, Portugal, ¿Alemania? Palabras que no se toman en serio, porque no se sabe nada, y hasta que no se sepa nada es mejor no aventurarse). 

Aquí el tráfico no es un caos, sino un extraño trance místico. Todo el mundo quiere llegar, pero todo el mundo cede el paso. Los vehículos fluyen sin la luz de los semáforos. Algunos comercios cierran. “Cerrado por corte de luz. Disculpen las molestias”, se lee en la puerta de un supermercado. En otras tiendas que no pueden bajar las persianas, el personal sale a la luz del sol con aire contemplativo, casi resignado. 

En un gran supermercado del barrio se puede pagar con tarjeta; es lo que tienen los generadores propios. En general, la gente busca botes de conservas, cosas para subsistir unos días. Por si acaso. No hay pánico, pero sí un silencio ansioso, solo roto por el hilo musical, que se mantiene intacto. “Ah, ¿hay música? Entonces quizá vuelva pronto la luz”, dice el dependiente con aire inocente. Un deseo que no se cumplirá hasta la noche. 

En otro pequeño supermercado no se puede pagar con tarjeta y los vecinos se dejan efectivo. Como no hay luz, los consumidores fotografían el precio del artículo con el móvil y lo muestran en la caja registradora, donde hay que apuntarlos en una libreta y sumarlos. 

La posibilidad de reunirse apaga la sensación pandémica. Las terrazas se llenan: hace un día maravilloso. 

—¿Tienes luz? —le pregunta un vecino al propietario del bar de la esquina. 

—¡Sí, claro! ¡Tengo generador! —responde con ironía.

Cuando acaba el horario lectivo, los parques se llenan. Es el mejor lugar para pasar la tarde. No se descarta ninguna hipótesis en los corrillos. Pero no cunde el pánico. 

Cae el sol. La luz avanza como un ejército, calle a calle. A la nuestra aún no ha llegado. Brillan las estrellas y los aviones en el cielo. Algunos vecinos charlan. Otros cierran la puerta.

¿Por qué unas personas merecen compasión y otras indiferencia? ¿Por qué unas reciben ayuda y otras desprecio? ¿Por qué unas se ven amparadas por la ley y otras perjudicadas? Las guerras son una manifestación cruel del doble rasero. La reacción desigual ante el dolor ajeno forma parte de un sistema en el que el asilo, ese instrumento legal que debe proteger a las personas refugiadas, ya no es un derecho, sino un privilegio.

La guerra de Ucrania demostró que es posible dar refugio y asistir a millones de personas sin que los servicios públicos se derrumben y sin que se desaten las alarmas. ¿Por qué no se hizo lo mismo con otros conflictos como Afganistán, donde los países de la OTAN tuvieron tropas desplegadas? ¿Por qué unas víctimas importan menos que otras? El reportero Agus Morales se hizo esas preguntas cubriendo ambos países y se propuso buscar respuestas a través de la reflexión y la crónica periodística. El resultado es este libro que no solo sirve para pensar en el racismo, el supremacismo cultural, la islamofobia, la geopolítica o el clasismo, sino también para tocarlos y sentirlos.

Ocho años después del lanzamiento de No somos refugiados, radiografía global en forma de crónica de las personas sin refugio, llega La hipocresía solidaria, con el mismo espíritu pero señalando al sistema de protección internacional.

Te presentamos el arranque del nuevo libro de Morales, publicado en castellano y catalán por la editorial Folch & Folch. Puedes comprarlo en librerías o, si quieres hacerlo a través de 5W, en nuestra tienda online.

Antes de empezar: El mercado del dolor

La ayuda humanitaria que va a Ucrania no va a Afganistán. La que va a Afganistán no va a Yemen. La que va a Yemen no va a Sudán del Sur. La que va a Sudán del Sur no va a Nicaragua. La que va a Nicaragua no va a República Centroafricana. La que va a República Centroafricana no va a Sudán. La que va a Sudán no va a Etiopía. La que va a Etiopía no va a Bangladesh. La que va a Bangladesh no va a Mozambique. La que va a Mozambique no va a Somalia. La que va a Somalia no va a Pakistán, La que va a Pakistán no va a Timor Oriental. La que va a Timor Oriental no va a Irak. La que va a Irak no va a Haití.

Siempre hay una crisis desatendida, un escalón por debajo, una discriminación invisible. El sistema de ayuda humanitaria corre el peligro de convertirse en un mercado de la muerte, una plaza donde se decide qué poblaciones deben sostenerse y cuáles deben caer. La atención mediática a los conflictos, que está imbricada en este sistema, funciona de forma similar.

La historia de una joven asesinada por Hamás llena más páginas en los diarios norteamericanos que la destrucción total de un hospital —o incluso un pueblo entero— por parte del Ejército israelí en Gaza. Pero hay desequilibrios incluso más sutiles que plantean preguntas difíciles —y connaturales— al sistema económico y al juego geopolítico. Las miles de personas que abandonaron el enclave de Nagorno Karabaj ante la ofensiva total de Azerbaiyán no tuvieron el mismo eco que los primeros asesinatos en Gaza. La ocupación israelí de los territorios palestinos importa más —incluso en España— que la ocupación marroquí del Sáhara Occidental. La causa palestina es más capaz de generar indignación que la causa rohinyá, una comunidad que para evitar su exterminio huyó de Birmania para refugiarse en Bangladesh. Tanto Birmania como Israel fueron denunciadas por Estados africanos ante la Corte Internacional de Justicia por genocidio, pero solo conocemos el caso israelí. 

La cadena es infinita, pero ese no debe ser un argumento para abonarse a la desidia. Es lo que me digo cada día para seguir haciendo lo que hago: para intentar iluminar, aunque sea con una pequeña linterna, esa escalera de innumerables peldaños —desigualdades, discriminaciones— que es el mundo de hoy. Para subirme a los lomos de la trampa relativista del whataboutism —¿y qué pasa con esto otro?— y aplastarla con una descripción exhaustiva de las condiciones materiales que permiten la reproducción del mal. Hay que hacerlo sin miedo a las contradicciones, porque la mirada a otras guerras, a otros colectivos o a otras opresiones no solo no resta fuerza a las denuncias concretas, sino que contribuye a relacionarlas, a ordenar las emociones y las ideas, a representar mejor este mundo fragmentado.

Solo si se describen bien los problemas se pueden buscar soluciones.

*

Este libro expone el agravio comparativo para superarlo. Se fija en la guerra de Ucrania y la vuelta de los talibanes al poder en Afganistán, territorios invadidos por Rusia y por Estados Unidos en los que millones necesitaron y necesitan auxilio. Ya tenemos la suficiente perspectiva para constatar que Occidente ha salido al rescate de la población ucraniana y ha abandonado a la afgana. El reto era explicar ese doble rasero de forma clínica, desmenuzándolo paso a paso, pero sobre todo narrándolo. Que la solidaridad se palpe, se huela, incluso se saboree. Que la indignación se sienta, se trague y luego se escupa. Para equilibrar razón y pasión he experimentado con una nueva forma: a cada crónica —de las fronteras, de hospitales, de medios de transporte— le sigue, a modo de coda, un ensayo con título en cursiva que profundiza en los temas que la acción sugiere: que juega a mostrar, literalmente, lo que hay detrás de las palabras de la crónica. Es la cara B de mis coberturas periodísticas: lo que pienso cuando vuelvo, en este caso, de Ucrania o de Afganistán, y pocas veces comparto, al menos con ese nivel de elaboración.

Ha llegado el momento de llegar hasta el fondo.

*

—Soy del este de Ucrania. Tengo experiencia de la primera guerra, de 2014. Mi hijo se vio afectado, tenía problemas de salud mental, no recibía toda la ayuda que necesitaba… Ojalá estuviera aquí para hablar contigo.

Larissa Chernyshora, de 65 años, ha huido de la guerra y se ha refugiado en una guardería de Kropivinitski, en el centro de Ucrania, que acoge a decenas de personas. Es septiembre de 2022. Enfundada en una sudadera y con un pañuelo al cuello y el pelo corto, Larissa tiene ganas de hablar y contarme su historia y la de su hijo, pero en ese momento él no está en la guardería. Ambos son de Severodonetsk, en la provincia de Lugansk (parte del Donbás), y han llegado hace poco. Le digo lo que se suele decir: que me gustaría volver a verla algún día y conocer a su hijo.

Más de un año después, cumplo con mi palabra. Llego a Kropivinitski y pregunto por ella. Sigue en la misma guardería. La misma Larissa con su mismo pelo corto, pero rejuvenecida: luce con elegancia un vestido verde a cuadros, lleva zapatitos, maquillaje, un anillo. La confianza se ha dibujado en su rostro. Tupidas alfombras con hojas estampadas cubren el suelo de la sala de juegos en la que charlamos. La habitación, amplia, está repleta de macetas con flores, una televisión, muñecas en las estanterías, cortinas, sillas, mariposas de papel colgando del techo. Como el ambiente es relajado y ya nos conocemos, me atrevo a preguntarle para romper el hielo si no soy un poco pesado pidiéndole una entrevista otra vez.

—Es importante que compartamos nuestra historia —dice sin dejar de sonreír—. Con esta conversación, comparto con el mundo mis sentimientos, por eso es importante para mí. 

Ahora que está relajada, lo puede contar todo mucho mejor. Su hijo, un ingeniero que hasta aquel momento no había tenido ningún problema de salud mental, se vio muy afectado psicológicamente con la guerra del Donbás en 2014, y había recibido tratamiento y medicación. Poco a poco había ido mejorando, pero la invasión rusa de 2022 era algo para lo que nadie estaba preparado. Y menos aún él. 

—Recuerdo que fui a trabajar y nada más llegar mi jefe me dijo: “Kiev ha sido atacada”. Luego oímos explosiones en la ciudad. Todo retumbaba. Y me preocupé enseguida por mi hijo, sabía que sufriría con eso. ¿Cómo va a reaccionar? Me dijeron que podía irme, cogí mis cosas, no había electricidad, al principio no había mucha información, no nos lo podíamos creer, los móviles dejaron de funcionar porque no teníamos batería, y nos quedamos desconectados del mundo. 

Se refugiaron en el pasillo de su piso, estuvieron dos semanas sin salir. Lograron huir y llegar a Dnipro, más al oeste. Y al final se asentaron en Kropivinitski. Pero el trayecto fue duro para su hijo Nikita, de 36 años. 

—Reaccionó mal a las explosiones. Veía rifles, tenía miedo a ser asesinado, tenía miedo a las armas. Para ir a Dnipro pasamos por muchos puestos de seguridad. Cuando nos parábamos en uno y veía al Ejército, se echaba a temblar, no se podía mover, no podía ni contestar a los soldados, y yo les tenía que explicar la situación. Ahora está mucho mejor. Antes no comía ni quería salir. Por la noche gritaba y tenía que reconfortarlo. 

Cayó otra vez al abismo Nikita. El estrés postraumático se sumaba a sus problemas de salud mental. Pero recibió de nuevo ayuda y ahora se siente mejor. 

—Habla más, se comunica mejor, socializa más… Ya no tiene tanto miedo, incluso maneja mejor la situación cuando hay alarmas antiaéreas. Su reacción a las explosiones es más adecuada que antes. A veces hay drones que nos sobrevuelan, que suenan como motos, y cuando los oye, reacciona mejor. 

Larissa recita el nombre de diferentes organizaciones que pasan o han pasado por este refugio: Acted, el Comité Internacional de la Cruz Roja, la ucraniana Right to Protection, Médicos Sin Fronteras, otras organizaciones locales y nacionales… Se siente arropada y se acuerda, sobre todo, de una psicóloga que en Dnipro le dio consejos para que, en pleno desplazamiento, en plena huida, la salud de Nikita mejorara. 

—Estamos en el foco de atención humanitaria. Hay muchos psicólogos. El apoyo de las organizaciones humanitarias nos ayuda a gestionar el estrés, cada día hay cosas que hacer. Hacemos hasta arte terapéutico. Llegamos aquí con ganas de gritar a todo el mundo nuestro dolor: hemos perdido nuestro destino, nuestro futuro, nuestra casa, nuestra ciudad. Ahora intentamos seguir viviendo, mirar adelante, mirar lo que pasa alrededor. Estamos agradecidos por el apoyo de las organizaciones internacionales. Gracias a esa ayuda, siento que no estoy sola en el mundo. 

Me gustaría que ninguna de las víctimas de la violencia en el mundo se sintiera sola. Por eso escribo este libro.

El autor

Agus Morales (El Prat de Llobregat, 1983) es escritor y director de 5W. Ganó el Premio Ortega y Gasset en 2019 y el Premio de Periodismo en español sobre África Saliou Traoré en 2022. Es autor de No somos refugiados, libro recomendado por el Festival Gabo 2017 que se tradujo al inglés, catalán, italiano y polaco. También ha publicado una crónica sobre la pandemia, Cuando todo se derrumba (2021), y la novela Ya no somos amigos (2022). Fue corresponsal para la Agencia Efe en la India y en Pakistán y trabajó tres años para Médicos Sin Fronteras dando vueltas por África y Oriente Medio. Es licenciado en Periodismo y doctor en Lengua y Literatura —con una tesis sobre Rabindranath Tagore— por la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), donde actualmente colabora como profesor asociado. En 2015 fundó 5W. Siempre navegando entre la literatura y el periodismo, ha escrito sobre la vuelta de los talibanes al poder en Afganistán, el éxodo ucraniano, la cultura india y la experiencia refugiada. Ha colaborado con medios como The New York Times, The Washington Post y la revista Gatopardo, así como con TV3, RNE, Catalunya Ràdio, Rac-1, La Sexta y la Cadena SER. Formó parte de los equipos que ganaron el Premio Montserrat Roig de Periodismo Social en 2020 y el Premio Montserrat Roig en 2023 a la promoción de la investigación en el ámbito de los derechos sociales y la acción social.

Son retratos duros, pero que no se recrean en el dolor. Muestran el universo interior de personas que fueron despojadas de la libertad, pero no las victimizan. Samuel Nacar (Barcelona, 1982) fotografió, entre la esperanza y la melancolía, a quienes salían de las prisiones: sombras condenadas al olvido que regresaban a la luz. Su trabajo fotográfico acaba de recibir el World Press Photo en la categoría de Historias de la región geográfica Asia Occidental, Central y del Sur.

Las imágenes premiadas forman parte de una cobertura tras la caída del régimen de Bashar al Asad que Nacar hizo junto al periodista Agus Morales, y que se publicó en 5W con la colaboración y el apoyo en las traducciones de Alaa al Khatib. Las sombras ya tienen nombre es el título de la crónica de larga distancia en la que contaron la vieja y la nueva vida de los presos sirios.

Nacar y Morales se embarcaron en una detallada investigación que incluyó entrevistas con nueve supervivientes a las cárceles —todos ellos pasaron por los centros de detención de los servicios de inteligencia y seis de ellos estuvieron en la cárcel militar de Sednaya; dos de ellos lucharon con la oposición armada, dos desertaron del Ejército del régimen, el resto se declararon civiles—; entrevistas con expertos de Amnistía Internacional (AI) que llevan años investigando el tema e informes de organizaciones internacionales como la misma AI o Naciones Unidas; datos y fuentes de entidades sirias empeñadas en saber la verdad de lo que ocurría en las cárceles; y visitas tras la caída del régimen a Sednaya y a una de las cárceles de la inteligencia militar, la Sección Palestina, cuyo nombre suena de forma repetida en el relato de los entrevistados como uno de los lugares clave de la represión.

El resultado fue un trabajo, a golpe de imagen y letra, que quiere cincelar un episodio histórico en la memoria colectiva.

“La visión clara del fotógrafo se refleja en los poderosos encuadres y la excepcional secuencia, que transita sin esfuerzo por diferentes escalas: desde primeros planos íntimos de una persona a la vista amplia de una cárcel entera”, destacó el jurado sobre el trabajo de Nacar.

Uno de los encuentros que más recuerda Nacar fue el de Mohamed Khaled Krayem. Mohamed había sobrevivido a las cárceles de Asad de milagro. “Me tocó el hecho de que tuviera una edad tan cercana a la mía y que dijera que ya no tenía futuro, me dolió profundamente. Yo aún siento que me queda toda la vida por delante. Que dijera que ahora no podría trabajar, ni casarse… El daño que le habían hecho las torturas lo había dejado sin energía”.

La morgue del hospital de Al Mujtahid fue uno de los lugares más delicados en los que Nacar puso su cámara. Allí llegaron decenas de cadáveres procedentes de Sednaya y otras cárceles tras la caída del régimen. “Llamé a Anna Surinyach, la editora gráfica de 5W, y le dije que no sabía cómo hacer esa foto, que no sabía si quería hacerla… Pero era necesaria para contar aquel momento. Intenté subir la cámara para no sacar las caras de los fallecidos. Por la tarde volvimos y entré de nuevo, ya más consciente de lo que significaba esa foto si se tomaba bien”.

El trabajo fotográfico de Nacar se centró en fotografiar a las personas que acababan de ganar la libertad, pero también los lugares en los que sufrieron el cautiverio. Puso su ojo en el caos documental que había en la Sección Palestina, donde los funcionarios del régimen dejaron atrás un edificio lleno de documentos. Fotografió los pasillos de la infame prisión de Sednaya pero también utilizó un dron para conseguir una vista aérea de su arquitectura en forma de aspa. Hizo un trabajo completo para contar la historia.

“Hace diez años empecé mi carrera periodística cubriendo el éxodo sirio en la isla de Lesbos. Por eso quería cubrir la caída del régimen. Fue una forma de cerrar el círculo”, dice Nacar. “No ha sido fácil trabajar como periodista freelance todos estos años, pero ahora me alegro de haber seguido luchando, de haber aguantado, a menudo de forma precaria, o combinando colaboraciones periodísticas con el pluriempleo”.

“Me sorprendió lo próximo y natural, casi tierno, que era Samu en aquellas circunstancias”, dice Morales, que también es director de 5W. “Me parece que eso se refleja en las imágenes, donde muchos de los presos recién liberados se relajan y permiten que la visión de Nacar vaya más allá de lo obvio”.

Un mensaje desde 5W

El especial La libreta siria reúne este trabajo de larga distancia y otras crónicas y tras la caída de Asad. Esta cobertura fue posible gracias al apoyo de las más de 3.800 personas suscritas a 5W. Aunque no disponemos de grandes recursos económicos, los empleamos en cubrir aquellos procesos en los que creemos que podemos ofrecer un trabajo de calidad que marque la diferencia. En algunas ocasiones, a nuestro equipo se suman profesionales freelance, como Nacar, porque creemos que su visión contribuye a presentar un trabajo más valioso.

En muchas ocasiones renunciamos a una cobertura pegada a la velocidad del ciclo informativo para centrarnos en historias que permiten comprender mejor la realidad del país al que viajamos. En el caso del cambio de régimen en Siria, decidimos que los supervivientes de las cárceles aportaban testimonios muy representativos sobre la época que tocaba a su fin. Trabajamos de forma muy intensa en la historia de las cárceles sirias, pero no pudimos publicarla hasta más de un mes después de la caída del régimen, cuando ya no había tanta atención informativa.

El World Press Photo premia así un trabajo fotográfico, el de Nacar, que cumple con algunas de las funciones clásicas del fotoperiodismo: la construcción de la memoria colectiva a partir de la experiencia de quienes se convierten en protagonistas, muchas veces involuntarios, de la historia.

Samuel Nacar por Anna Surinyach/ 5W
Samuel Nacar

Samuel Nacar (1992, Barcelona) es un fotógrafo y cineasta documental centrado en migraciones, conflicto social y despoblación. Sus proyectos exploran dos aspectos clave del proceso migratorio: el impacto en las comunidades que quedan atrás tras la emigración y las rutas del desplazamiento como espacios de resistencia, con énfasis en la falta de vías seguras y las dificultades que enfrentan quienes están en tránsito. Su trabajo está profundamente arraigado en la región mediterránea, explorando sus transformaciones sociales, económicas y medioambientales.

Ha trabajado como colaborador freelance para Ruido Photo y la revista 5W, entre otros. Comenzó su carrera como periodista independiente en 2015 en Lesbos. Desde entonces, ha pasado más de una década documentando el sistema fronterizo europeo y las violaciones de derechos humanos en todo el continente.

Su trabajo ha sido reconocido con varios premios, entre ellos la Beca Joana Biarnés por Cartas a Mariví, un proyecto sobre la desindustrialización en España y el declive de las ciudades periféricas. Actualmente trabaja en el documental Taranta, centrado en la desindustrialización y la despoblación de la ciudad de Linares, en Jaén, y en Avant la pluie, sobre la ruta migratoria atlántica y que no se centra en las personas migrantes, sino en las que dejan atrás.

Cuando se desataron las primeras protestas contra Bashar al Asad, justo hace catorce años, cruzó la frontera sin el permiso del régimen para fotografiarlas. Cuando cayó la dictadura, en diciembre de 2024, estaba en el noreste de Siria, en las zonas dominadas por las fuerzas kurdas, para contar la actualidad desde otro ángulo. Entre una y otra fecha, pisó hospitales bombardeados por el régimen, acompañó a las fuerzas rebeldes en su lucha contra Asad, fue secuestrado por Estado Islámico y se tomó como un reto personal cubrir cómo el grupo yihadista iba perdiendo territorio. 

Es el fotoperiodista Ricard G. Vilanova (Barcelona, 1973). Su archivo cuenta un pedazo de la historia reciente de la región. Como los grandes pintores, sus fotografías son inconfundibles: su sello es la inmersión absoluta, la proximidad como dogma. Colaborador de medios como The New York Times, Die Welt, The Wall Street Journal, The New Yorker, CNN o Al Jazeera, G. Vilanova ha sido uno de los fotógrafos más presentes en 5W. Tiene una visión privilegiada de este y otros conflictos, la que menos engaña: cerca de su corazón. 

La web de esta revista se estrenó el 22 de septiembre de 2015 con una entrevista con Ricard G. Vilanova poco después de haber sido secuestrado durante siete meses por Estado Islámico. Entonces ya lamentaba la visión que daba la prensa sobre Siria: “Cada día están muriendo mueren un mínimo de treinta o cuarenta civiles y no hay referencias a ello en ningún medio”. Hoy, pese a todo lo ocurrido, sigue en la misma línea. “La estabilidad que debía llegar con la caída de Asad no se está dando, y sinceramente creo que no se dará”. La última prueba son los centenares de civiles asesinados en las zonas costeras de Siria, donde predomina la minoría alauí, a la que pertenece Asad. Pero los problemas van mucho más allá. “Cuando cayó el régimen, mientras había celebraciones en Damasco, las zonas controladas por las fuerzas kurdas seguían inmersas en una guerra olvidada”. 

¿Cuál es la herencia de la guerra civil y de la represión del régimen que explica la situación actual?

Repasamos, a través de fotografías de Ricard G. Vilanova comentadas en primera persona, esa historia convulsa que tantos volantazos ha dado: el último de ellos, la caída de Asad, en diciembre de 2024.

Ricard G. Vilanova

En las primeras manifestaciones contra el régimen solo era posible tomar fotografías de niños, porque los adultos tenían miedo de los servicios de inteligencia de Asad. Esta protesta tuvo lugar en 2011 en la ciudad de Jawal Zawiya, en el norte de Siria. Prácticamente no había periodistas occidentales en el país. Entré junto a Javier Espinosa y Antonio Pampliega. Era muy peligroso. Justo media hora después de aquella manifestación, empezaron a disparar los francotiradores del régimen y todo el mundo salió corriendo. Nos llevaron a una casa y nos dijeron que nos teníamos que ir porque estaban llegando las tropas de Asad. Fui consciente de inmediato de que esa primavera árabe no iba a tener nada que ver con las demás. Era evidente que aquello se encaminaba a una guerra civil. En Libia el proceso fue rápido. En Siria, no.

Ricard G. Vilanova

El punto de inflexión se produjo cuando el régimen empezó a matar a civiles. Tomé esta fotografía en la ciudad de Alepo, en agosto de 2012, después de un bombardeo del régimen contra varias casas y tres panaderías ante las que la gente hacía cola de madrugada para comprar el pan. Murieron 50 personas y unas 200 resultaron heridas. En la imagen se ve a  dos hermanos que reciben tratamiento por heridas de metralla en el hospital Dar al-Shifa de Alepo. Los ataques aéreos eran muy temidos en Alepo y otras zonas. Recuerdo que teníamos que ir con las luces del coche apagadas, porque bombardeaban si veían una luz en la oscuridad. Había aviones que bajaban en picado, lanzaban la bomba de cerca y luego remontaban el vuelo. Recuerdo el ataque que viví en casa de un amigo —al que mataron después—: el sonido aumentaba hasta que el avión estaba encima de casa, al cabo de unos segundos se oía la explosión y el avión se iba.

Ricard G. Vilanova

A diferencia de lo que sucede hoy, o de coberturas en otros lugares, en aquel momento podías hacer lo que querías como reportero de guerra en Libia y Siria. Nadie te marcaba límites. Una vez conseguido el permiso de la unidad de turno, nadie te decía nada. Esta fotografía es de una cobertura que hice con el Ejército Libre Sirio (ELS) en el casco antiguo de Alepo. Eran combates muy duros y asimétricos. Cuando los soldados del régimen se hallaban rodeados, coordinaban ataques de helicópteros o artillería contra los rebeldes, que solo contaban con algún lanzacohetes y armas cortas junto. Pero sí tenían un propósito: liberar el país de la dictadura. 

Ricard G. Vilanova

Llegué a estas cuevas junto con Javier Espinosa en 2013. Estaban en la provincia norteña de Idlib. Allí se habían refugiado 400 personas, más de la mitad niños. Era invierno y vivían en condiciones infrahumanas; no tenían ni comida, ni agua, ni medicamentos. No tenían nada. Fue otro punto de inflexión: las personas desplazadas por la guerra no solo se iban a Turquía o a campamentos, también se quedaban atrapadas en Siria. No tenían recursos para huir del país.

Un padre, con el brazo izquierdo en alto, carga con el cadáver de su hijo y encabeza la comitiva fúnebre en el distrito de Karm al-Jabad. Se aprecia claramente el disparo que la víctima recibió en la cabeza. Estamos todavía en 2012 y continuaban los asesinatos de civiles. La oposición armada aún no había llegado a controlar la frontera con Turquía por la que luego accedería la prensa. La cruzábamos de forma irregular y era peligroso. Recuerdo que el mismo día de la muerte de aquel chico un francotirador disparó contra una niña en la cabeza y la mató.

Ricard G. Vilanova

Ahora es al revés: una niña da el último adiós a su padre, Khaled Kasem Aleiter. Sus otros dos hijos y su mujer lloran la pérdida. El padre había muerto debido al impacto de un mortero. Tomé esta fotografía en Al-Qasir, en la provincia de Homs, en 2012. Los entierros eran muy rápidos para evitar más ataques. Por eso a veces se usaban las casas como cámaras mortuorias: cuando los bombardeos cesaban de forma temporal, enterraban los cadáveres y luego la vida continuaba. 

Ricard G. Vilanova

Otra protesta de 2012 con los niños como protagonistas. Esta es en Binnish, en la provincia de Idlib, después de un ataque contra la población civil el día anterior. Hubo algo que me llamó la atención: las pancartas estaban en árabe. No usaban el inglés porque aún no había periodistas extranjeros y los manifestantes tampoco entendían el poder de la transmisión de su mensaje al mundo. No organizaban protestas pensando en los medios. Recuerdo que los animábamos a escribir las pancartas en inglés. No pasó hasta mucho después. 

Ricard G. Vilanova

Me dejaron hacer una fotografía a través de la mirilla de un fusil Dragunov durante los combates que terminaron con Estado Islámico. Para lograr que mi fotografía transmita algo siempre intento estar cerca de lo que fotografío. El angular no es solo un instrumento técnico sino moral: te absorbe hacia el interior de la escena y te permite compartir la misma experiencia de aquellos que luchan. Así, la posición del observador externo queda diluida. La imagen debe contener emoción, información y composición; que se gane un espacio en el flujo incesante de imágenes que recibimos.

Ricard G. Vilanova

Saqué esta fotografía de un hospital destruido unos días antes de que nos secuestraran en septiembre de 2013. Estaba con Javier Espinosa. Deir ez-Zor estaba partida: una zona la controlaba el régimen de Asad y la otra el ELS, que es con quien íbamos empotrados. Pero también había puestos de control de Jabat al Nusra (la rama siria de Al Qaeda) y Estado Islámico. En cuestión de quince días cambió el equilibrio de poderes. Nos secuestraron, en parte, por estar en medio de ese proceso de desestabilización. Cuando nos cogieron pensé que estaríamos solo unos días en manos de Estado Islámico y luego nos liberarían, como me pasó en otra ocasión en Alepo. Pero no fue así. Estado Islámico empezaba a tener cada vez más influencia y poder. 

Ricard G. Vilanova

Esta fotografía muestra una situación caótica. Mohamed (al volante del vehículo), un farmacéutico de Hajin (provincia de Deir ez-Zor) con su mujer y sus tres hijos (Majed, Asma y Esra) son algunos de los miles de civiles que tratan de huir de los combates entre los yihadistas y las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS, alianza militar de mayoría  kurda). La familia estaba abandonando la ciudad en la que vivieron bajo el control de Estado Islámico. Fue la batalla que marcó la desaparición del califato que Estado Islámico estaba construyendo en la región. Cubrí este éxodo con el periodista Lluís Miquel Hurtado. Todos los civiles que podían huían. Esta familia era solo una de muchas. 

Cuando me liberaron, me dediqué a cubrir de inmediato todas las batallas en las que Estado Islámico, la fuerza que secuestró aquella revolución, iba perdiendo territorio. Kobane, Baguz, Mosul (Irak), Sirte (Libia), la propia Deir ez-Zor… Uno adquiere un compromiso personal con las personas que conoce en el camino. Muchas, amigos incluidos, han muerto.  Todo ese trabajo lo recogí en el libro Fade To Black

Por descontado, para mí aquello era algo personal. No es que de forma explícita o consciente decidiera hacer esas coberturas con un propósito concreto. Fue algo más bien natural. Adquieres un compromiso con las personas que conoces en las coberturas. Muchos amigos de aquellos años están muertos. Fui siguiendo así el cambio en el conflicto sirio, a través de la derrota de un actor, Estado Islámico, que secuestró aquella revolución y que poco a poco iba perdiendo control territorial. Alterné Irak, Siria y Libia. Ahora me estoy centrando en África, es una nueva fase del proyecto. 

Ricard G. Vilanova

Este campo para personas desplazadas ya no existe. Estaba en Ayn Assa, en la provincia de Raqqa, Médicos Sin Fronteras gestionaba aquí un hospital y organizó una campaña de vacunación. Debido a la guerra, muchos niños se quedaron sin seguir su programa de vacunas, y eso tuvo un terrible impacto en su salud. La fotografía fue tomada en 2018. 

Cuando Estado Islámico abandonaba territorio, colocaba bombas trampa. Recuerdo cosas muy rebuscadas, como una puerta tirada a la que habían puesto una bomba debajo. Si pisabas la puerta,  explotaba, así que para llegar a la ventana tenías que saltar. 

Ricard G. Vilanova

Este es el campo de Ayn Assa. Aquí hay mujeres europeas de yihadistas de Estado Islámico, como la de la izquierda con gorra, que es alemana. Pero hay una cosa que nunca he explicado. ¿Veis a la mujer vestida de negro, al fondo, justo encima de la niña que va de verde? Era la mujer de uno de los Beatles. Es el apodo que recibió una célula de cuatro británicos de Estado Islámico que llevó a cabo ejecuciones de periodistas, la misma que nos mantuvo secuestrados. A uno de ellos, de hecho, lo vi después del secuestro, encarcelado, cuando fui con la BBC a Siria para grabar un documental… Aquella mujer me preguntó si sabía algo de su marido. Yo no le dije quién era o qué me había pasado. ¿Qué podía decirle? Nada. 

En esta guerra, como en todas las demás, tanta destrucción y tanto dolor no sirvieron para nada. 

Familiares lloran la pérdida de nueve soldados de las Fuerzas Democráticas Sirias (alianza militar de mayoría kurda) en diciembre de 2024. Ricard G. Vilanova

Aunque no lo parezca, esta fotografía la tomé después de la caída del régimen de Asad, en diciembre de 2024. Son familiares llorando la muerte de nueve soldados de las FDS en Raqqa. Para mí es el símbolo de que, mientras en Damasco se celebraba la victoria, el norte y el noreste, las zonas kurdas, seguían inmersas en una guerra olvidada. Daba la sensación de que el conflicto se había acabado, pero los combates continuaron en algunas partes del país. Ahora también hemos visto choques en el este, aunque de otro signo. La estabilidad que debía llegar con el fin de Asad no ha llegado.  

Martín Caparrós escribió el prólogo del número 1 de 5W hace diez años, y escribe ahora el editorial del número 10, Comida, que acaba de salir del horno. Es el editorial, escrito desde las entrañas de nuestro proyecto, porque para nuestra revista él es referente y guía, maestro y compañero. Somos porque es. Ahí va el editorial de nuestro intruso favorito en la redacción: es la puerta de entrada a un viaje, a través de la comida, de más de 250 páginas.

Por Martín Caparrós

Ayer se me cruzó, prófuga, pizpireta, una especie de idea: que la comida es todo lo que está bien y todo lo que está mal en este mundo. Porque, para empezar, recordé mi sorpresa cuando, hace más de medio siglo, Serge Bianchi, nuestro profesor de historia de la Revolución Francesa, nos dijo que una de las causas principales de los levantamientos de julio de 1789 fue un aumento del precio del pan. Alguien le preguntó, modo María Antonieta, que si el pan estaba tan caro por qué no comían otra cosa; Bianchi lo miró con un poco de pena y le preguntó si sabía en qué consistía la dieta de un trabajador parisino a fines del siglo XVIII. Alguien le dijo que no y él nos dijo que lo habitual eran dos o tres libras —alrededor de un kilo— de pan más o menos negro cada día. Le preguntamos que qué más y nos dijo que pocas veces algo más: algún domingo, alguna fiesta señalada.

La alimentación ha sido una de las grandes conquistas de nuestras sociedades. Ahora, dos siglos después, es difícil imaginar que un trabajador occidental viva a base de pan. Creo que no solemos registrarlo, pero comemos tan distinto que nuestros bisabuelos. La comida se nos ha vuelto un festival de variaciones infinitas, manjares traídos desde todo el planeta para competir en los mercados ricos del Primer Mundo. En cualquier tienda de nuestras ciudades podemos comprar uvas en mayo, espárragos en enero, diez versiones de tomates todo el año, mejillones en lata y gambones helados, carne de las antípodas del animal que sea. En estas décadas hemos invertido la lógica de nuestros platos: antes la enorme mayoría eran hidratos de carbono y verduras de estación, si acaso una legumbre, y en los días muy especiales un trocito de alguna proteína. Ahora nuestras comidas habituales consisten en un gran trozo de esa proteína –vaca, gallina, puerco, pez, vicuña virgen viracocha– acompañada de algún hidrato, un vegetal. Comemos cada vez más y mejor, dominamos sabores y saludes, somos capaces de una variedad y una comprensión como nunca antes hubo. Y comer se nos ha vuelto más placer que necesidad y, a veces, el espacio para tanta palabra rimbombante, para tan satisfecha exhibición. La forma en que comemos es espléndida y es una de esas prácticas que participan de la condición decisiva de estos tiempos: solo podemos hacerlo porque lo hacemos pocos. Si todo el mundo quisiera comer así no habría mundo capaz de sostenerlo.

Por eso el Hecho Histórico Más Importante que la Historia No Registró sigue siendo inútil. Hace más o menos medio siglo la humanidad consiguió, por primera vez, la capacidad técnica de alimentar a todos sus miembros. Era el resultado de décadas de avances en los métodos agrícolas y era un logro extraordinario, solo que no nos importó ni quisimos llevarlo a la práctica: podemos producir alimentos para 12.000 millones de personas, somos 8.000 millones y, aún así, una de cada diez personas en el mundo no come suficiente.

Alguien dijo que el hambre es la mayor vergüenza de estos tiempos: la plaga más mortal, la más fácil de acabar. Alcanza con decidir que queremos hacerlo y que, para eso, la prioridad en la producción de comida ya no serán las fortunas de sus productores sino la alimentación de las personas: no producir lo que premian los mercados ricos sino lo que todos necesitan. Sería, como siempre, una decisión política que requiere que muchos lo pensemos, que muchos lo queramos, y que decidamos actuar para lograrlo. Pero, por ahora, en nuestros países tiramos a la basura un tercio de los alimentos que generamos o compramos: el desdén por los que los necesitan no podría ser más gráfico. El hambre es, sabemos, algo que siempre les sucede a otros: gente rara, lejana. Por eso seguimos viviendo pese a él, seguimos sin morirnos de vergüenza.

Hace diez años aparecía la primera revista de papel de 5W y hablaba, sobre todo, de las guerras —y yo escribí, desvergonzado yo, algo así como una introducción. Ahora, aquí mismo y tanto después, quizá debería hablar de la alegría de que un medio así siga existiendo. 5W cumple, creo, con esa rara premisa que dice que el periodismo actual ya no consiste en contar lo que alguien no quiere que se sepa sino lo que muchos no quieren saber. Periodismo de larga distancia, con perdón: historias de lugares lejanos, lugares desdeñados, lugares donde viven los otros. Que a usted, hipócrita lector, mon semblable, mon frère, le importe enterarse de estas cosas me hace creer que quizá, alguna vez, queramos acabar con el hambre. Alcanzaría con decidirlo muchos; parece fácil —y sin embargo no lo hacemos. Pero leer estas historias —mientras comemos una carne con patatas, algún pescado con arroz— es una forma de acercarse.

¿El poder político está en los votos o en la capacidad de influencia?

La ultraderecha ha logrado el 20,8% de los votos en las elecciones alemanas, el doble que en las anteriores. Es la segunda fuerza parlamentaria del país, pero no podrá gobernar: los conservadores de la CDU/CSU, la formación más votada, buscará alianzas a su izquierda. 

Alternativa por Alemania (AfD) ha marcado el ritmo de la campaña.

Banalización del nazismo

Magdeburgo, estado federal de Sajonia-Anhalt, este de Alemania. Faltan tres días para la celebración de las elecciones que se convocaron tras el colapso de la coalición de gobierno tripartita, liderada por el canciller socialdemócrata Olaf Scholz. Delante de la catedral de la ciudad, de estilo gótico, se encuentran aún flores, velas y mensajes de condolencias. El 20 de diciembre de 2024, un refugiado saudí atacó con un vehículo a los visitantes del mercado navideño de la ciudad. Mató a 6 personas e hirió a otras 299.

El terrorista defendía tesis islamófobas y apoyaba a la extrema derecha de AfD. Sin embargo, fue precisamente ese partido el que organizó un acto al lado de la catedral de Magdeburgo después del atentado. El encuentro, anunciado como una conmemoración de las víctimas, mutó en un acto electoral en el que los seguidores de AfD gritaban “deportar, deportar, deportar” o “Alice für Deutschland” (Alice por Alemania), en referencia a Alice Weidel, colíder del partido y candidata a canciller.

Esta última frase no es solo una muestra de apoyo a Weidel, sino también una forma de acercarse a otro lema fonéticamente parecido, “Alles für Deutschland” (Todo por Alemania), el eslogan de las SA, la fuerza paramilitar nazi. El líder de AfD en Turingia, Björn Höcke, fue condenado por haber utilizado el eslogan en dos ocasiones durante campañas electorales anteriores. No fue obstáculo para que AfD ganara por primera vez unas elecciones regionales cuando Turingia acudió  a las urnas en septiembre de 2024.

Höcke, quien criticó en el pasado el monumento en el centro de Berlín a los judíos de Europa asesinados al describirlo como un “monumento de la vergüenza”, es solo el ejemplo más prominente de la relativización del nazismo en las filas de AfD. El antiguo líder del partido y actual presidente honorífico, Alexander Gauland, habló de Hitler y los nazis como “solo una cagada de pájaro en más de mil años de exitosa historia alemana”.

La campaña electoral con la que AfD soñaba

Si bien la inmigración y el derecho al asilo ya habían sido temas relevantes en el debate público al principio de la campaña electoral, el atentado en Magdeburgo los catapultó a una nueva dimensión. 

Friedrich Merz, líder de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y futuro canciller de Alemania después de ganar las elecciones con un 28,6% de los votos, había planeado inicialmente una campaña basada en la economía, que encadena dos años de recesión. Pero después del atentado de Magdeburgo, la campaña se alejó durante unas semanas de temas como la situación económica o la guerra en Ucrania. Merz, arrastrado por la ultraderecha, tuvo mucho que ver con esto. A principios de año, el político conservador propuso que los ciudadanos alemanes con doble nacionalidad puedan perder su pasaporte alemán si acumulan dos infracciones tan banales como viajar en transporte público sin haber pagado el billete correspondiente. AfD había hecho una propuesta parecida en 2017. Es un ejemplo que ilustra el movimiento hacia la derecha en las placas tectónicas de la política alemana durante los últimos años.

Un policía en el mercado de navidad de Magdeburgo, atacado en Diciembre (AP Photo/Ebrahim Noroozi)

El atentado de Magdeburgo no fue el último caso de violencia que sacudió la campaña electoral. En enero de 2025 un afgano con problemas de salud mental asesinó con un cuchillo a dos personas en Aschaffenburg. El debate se polarizó aún más y la extrema derecha dictó la agenda: la mayoría de los partidos discutieron sobre la seguridad y las restricciones a la inmigración como cuestiones intercambiables, sin distinguirlas. Un triunfo de su marco mental.

En este contexto, la CDU llevó al Parlamento a finales de enero una resolución no vinculante pidiendo el rechazo en las fronteras alemanas de todos aquellos que intenten cruzarlas sin los documentos en regla, solicitantes de asilo incluidos. La CDU argumentó que esto no contraviene el derecho al asilo consagrado en la Constitución alemana, porque el país está rodeado de vecinos donde se puede pedir asilo de forma segura.

La resolución, aprobada con los votos de AfD, marcó la primera ocasión desde la Segunda Guerra Mundial en que se llegaba a una mayoría en el Bundestag gracias al apoyo de la ultraderecha. Merz había prometido en sede parlamentaria el pasado noviembre que no buscaría mayorías con AfD después de que el Gobierno perdiera su propia mayoría cuando los liberales del Partido Demócratico Libre (FDP) salieron del ejecutivo. La CDU justificó el cambio de postura aduciendo que la situación en el país había cambiado después de los ataques de Magdeburgo y Aschaffenburg, mientras acusaba a socialdemócratas y verdes de bloquear cualquier cambio en política migratoria. Los datos, no obstante, apuntan a que el volumen de solicitudes de asilo en Alemania cayó un 30% el 2024, mientras que las deportaciones crecieron un 20%. La percepción frente a la realidad. 

Los diputados de AfD, que habían acusado a la CDU de copiar sus propuestas en política migratoria, celebraron en sus escaños el resultado de la votación, que entendieron como un paso más hacia su normalización política. Bernd Baumann, quien tomó la palabra por AfD, anunció: “Ahora comienza algo nuevo. Y eso lo lideramos nosotros”. Dos días después, otra resolución sobre inmigración, esta vez vinculante, fue apoyada por la mayoría de los diputados de la CDU y todos los de AfD antes de ser derrotada por un estrecho margen de votos. Si AfD hubiera podido escoger el tema estrella de la campaña, habría elegido sin duda la inmigración. Empezó con un 17% en las encuestas cuando el gobierno de Scholz se quedó en minoría, y subió hasta el 20,8% el día de las elecciones. 

Protestas contra la CDU y AfD

Centenares de miles de alemanes protestaron en las calles de todo el país contra el acercamiento entre la CDU y AfD. Una de las manifestaciones, en Múnich, reunió a 250.000 personas a principios de febrero. Fueron las protestas más multitudinarias en Alemania desde que a principios de 2024 se revelara que cargos medios de AfD habían participado en un encuentro en Potsdam donde se discutieron ideas para la deportación forzada de millones de migrantes, refugiados y ciudadanos alemanes de origen migrante.

Una manifestación multitudinaria contra la ultraderecha en Munich. (Sven Hoppe / dpa Picture Alliance / ContactoPhoto)

Los actos contra el “Rechtsruck” o movimiento hacia la derecha en la política alemana se extendieron hasta la jornada previa a las elecciones. El 22 de febrero, en la explanada entre la Cancillería Federal y el Bundestag, la organización de ayuda a los refugiados Wir packen’s an convocó a alrededor de 400 personas en un acto con discursos y canciones. Un programador informático berlinés de 28 años que prefiere no dar su nombre explica que ve la esfera política y sociedad alemanas moviéndose hacia la derecha, hacia el autoritarismo, con menos tolerancia y pluralismo, y este es el momento de “evitar que esta tendencia se convierta en mainstream y sea totalmente aceptada.” Añade que en algunas partes del país esto ya ha pasado, pero no en la ciudad de Berlín o en la política nacional. Este joven alemán, como también un maestro que acude a la manifestación con sus hijos, tienen dudas de que Merz cumpla su promesa electoral de no trabajar conjuntamente en el Bundestag con AfD después de las elecciones. 

A juzgar por el desarrollo de las encuestas, el voto conjunto de la CDU y AfD en el Parlamento dejó a ambos partidos en valores parecidos a los que tenían previamente. Aunque la esperanza de la CDU probablemente era recuperar parte de los votantes de AfD menos radicales al mostrar aún mayor dureza contra la inmigración, los conservadores no consiguieron volver al 34% en las encuestas del que disfrutaban poco después que el Gobierno Scholz colapsara. En contra de las esperanzas de socialdemócratas y verdes, estos dos partidos no fueron capaces de captar votos entre los votantes más centristas de la CDU después de la votación de los conservadores con la ultraderecha.

Cuando Merz se presentó sin éxito para liderar la CDU en 2018, anunció que quería reducir los votos de AfD a la mitad. Ya como líder del partido desde 2022, el líder conservador ha descubierto que la ultraderecha cuenta con una base de votantes muy fiel. El abandono de la política migratoria comparativamente liberal de Merkel no ha dado los frutos que Merz esperaba. En uno de sus momentos más bajos en la última década, AfD consiguió el 10,4% de los votos en las elecciones nacionales de 2021. Esta vez, el partido ha logrado el doble de apoyo.

¿Quién vota a AfD?

Las encuestas a pie de urna de la televisión pública alemana el pasado domingo ofrecen una radiografía muy útil de los votantes de AfD. Mientras que el 55% de los alemanes dicen estar preocupados porque “demasiados extranjeros” llegan a Alemania, el porcentaje llega al 89% entre los votantes de AfD. La paradoja es que quienes optan por este partido no necesariamente viven en zonas del país con alto porcentaje de población refugiada o migrante. Un estudio sobre las elecciones europeas de 2019 en Berlín ya mostraba que las zonas de la ciudad con más contacto con los refugiados que llegaron al país desde 2015 fueron también aquellas donde AfD consiguió peores resultados. A falta de datos definitivos en las elecciones del pasado domingo, AfD recibió en 2021 cerca del 12% de los votos en las zonas rurales de Alemania, donde hay mucha menos población migrante, mientras que en las zonas urbanas se tuvo que contentar con un 8%. Otro factor común entre los votantes de AfD es su mayor preocupación por la situación económica actual, muchas veces en combinación con una preocupación por la degradación de su estatus socioeconómico. En las elecciones recién celebradas, un 48% de los votantes expresaron estar preocupados por mantener sus estándares de vida. El porcentaje subía al 74% entre quienes votaron por la extrema derecha. Sociólogos como Andreas Reckwitz y Steffan Mau coinciden en la importancia de los “Verlungängste” o miedos a la pérdida, que son fáciles de entender en un país donde los salarios reales (ajustados a la inflación) cayeron significativamente en 2022 y 2023, antes de recuperar un poco de terreno en 2024. Mientras, el precio del alquiler ha subido un 8% desde 2020 y el de los alimentos básicos, un 15% (llegando al 29% en los supermercados más baratos como Aldi). La derrota de los socialdemócratas, que han pasado de ganar las elecciones con el 25% de los votos en 2021 a quedar terceros con el 16,5% (el peor resultado de su historia) tiene muchos motivos, pero uno de ellos es la incapacidad del Gobierno de proteger a los ciudadanos de la inflación. El Partido Demócrata en Estados Unidos sufrió un problema parecido en las elecciones de noviembre, y facilitó así el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca. 

El programa económico de AfD, que propone recortes en prestaciones sociales, difícilmente daría respuestas a los problemas de las clases populares alemanas. Según el Centro para la Investigación Económica Europea en Mannheim, la bajada de impuestos general propuesta por la extrema derecha incrementaría un 8% los ingresos disponibles de quienes ganan más de 150.000 euros al año, mientras que quienes perciben menos de 30.000 euros anuales ganarían como mucho un 1% más. En este grupo, sin embargo, muchos dan prioridad a otros temas o culpan a los inmigrantes de su situación económica. Otros ven con buenos ojos medidas de los partidos de izquierda o centroizquierda (como la subida del salario mínimo o la reintroducción de un impuesto al patrimonio, que fue eliminado en 1997), pero no consideran realista que puedan aplicarlas. Finalmente, una parte significativa de la población migrante percibe salarios bajos y sufre los mensajes racistas de AfD, pero no tiene derecho a voto. El 37% de los trabajadores manuales que votaron el domingo lo hicieron por AfD, pero no todos estos trabajadores pueden votar. 

Tampoco hay que subestimar el potencial de AfD para movilizar votantes con sus propuestas en política exterior. La ultraderecha pide detener el envío de armas a Ucrania y retomar relaciones diplomáticas y comerciales con Rusia para abastecerse de gas barato. Mientras que Alemania sorteó la crisis económica ligada a la pandemia de covid-19 con mayor facilidad que España por su menor dependencia del sector servicios, el país ha sufrido mucho más las consecuencias de la guerra en Ucrania al encarecerse el precio de la energía, un elemento clave para las industrias automovilísticas, químicas o del acero. Durante mucho tiempo, AfD ha tenido la etiqueta de “partido del este” porque tradicionalmente ha obtenido sus mejores resultados en las zonas del país antiguamente pertenecientes a la antigua República Democrática Alemana (RDA). Esta vez, la ultraderecha ganó las elecciones en los cinco estados federales del este del país. El éxito de AfD muchas veces se ha explicado desde un estereotipo: los ciudadanos del este, debido al pasado comunista, no están tan familiarizados con la democracia como el resto del país. Sin embargo, si tenemos en cuenta que el este del país es más rural, más pobre y tiene menor participación electoral (factores que incrementan el porcentaje de voto por AfD en toda Alemania), el desequilibrio este-oeste no es tan llamativo. En ciudades del oeste del país como Gelsenkirchen, con una tasa de desempleo muy por encima de la media y una participación electoral baja, AfD estuvo en estas elecciones cinco puntos por encima de su resultado en el conjunto de Alemania. 

El género es otro eje crucial para entender el éxito de AfD. Aunque la extrema derecha es el único gran partido que ha nombrado a una mujer como candidata (para sorpresa de muchos, casada con otra mujer proveniente de Sri Lanka), AfD tiene mensajes claramente misóginos. Esto ayuda a explicar por qué un 23% de los hombres (comparado con un 17% de las mujeres) marcaron una cruz en la papeleta electoral al lado del nombre de AfD. En abril de 2024, cuando Höcke tuvo que acudir a un juicio en la ciudad de Halle por utilizar el eslogan de las SA, fueron mayoritariamente hombres los que se quedaron a la puerta del juzgado para apoyarlo una vez la manifestación inicial contra el político ultra se dispersó. 

Más votos que nunca, ¿oposición como siempre?

La coalición más sencilla, la que uniría a la CDU y los socialdemócratas, no tuvo hasta el final la mayoría asegurada. La Alianza Sahra Wagenknecht (BSW), un partido fundado el año pasado que pide retomar relaciones diplomáticas con Rusia, reducir la immigración y políticas económicas de centroizquierda, podría haber cambiado las posibles coaliciones de gobierno si hubiera superado el 5% de los votos necesarios para la entrada en el parlamento. En este caso, los verdes habrían sido necesarios junto a los conservadores y los socialdemócratas para llegar a una mayoría de gobierno. A altas horas de la madrugada se despejó la incógnita: el BSW cayó finalmente al 4,972% de los votos. Aunque aún pueden haber reclamaciones, el 45% de votos que suman conservadores y socialdemócratas es suficiente para formar un gobierno, al quedarse el FDP y el BSW fuera del Parlamento. El escenario preferido por AfD habría sido una coalición entre conservadores, socialdemócratas y verdes, ya que les habría ofrecido explotar desde la oposición un pacto de la CDU con dos partidos a su izquierda para evitar a la ultraderecha.  

A pesar de la votación de la CDU con AfD a finales de enero, el partido de ultraderecha continúa siendo demasiado abiertamente radical, y sobre todo demasiado próximo a las posiciones de Rusia, como para que los conservadores den ese paso. Después de remarcar que Merz quería reducir a la mitad a AfD pero que su partido ha doblado los resultados de las anteriores elecciones, Weidel dijo en la noche electoral que su mano estaba “extendida” para entrar en un posible gobierno. 

La CDU, al menos por ahora, mira hacia otro lado.

Los odiaba con toda la fuerza que puede odiar un tipo que ha crecido rodeado de odio. El general Mbura, líder de un pequeño grupo rebelde, una de las más de cien milicias en activo en el este de la República Democrática del Congo, escupía de rabia cuando hablaba de ellos. “Nos atacan y matan a nuestros padres y hermanos, violan a nuestras mujeres y secuestran a nuestros hijos. Por eso nos tenemos que defender”. El general Mbura vivía escondido en la selva congoleña al frente de una tropa patética y desesperada, un puñado de hombres armados sin formación, con armas oxidadas y en sandalias, y se pasaba los días tan borracho que solo tenía claro quién era el enemigo: “Los hutus de FDLR; son el diablo”. Su rival, el grupo rebelde Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda (FDLR), fundado e integrado por los hutus responsables del genocidio ruandés que escaparon al este del Congo, protagonizaba por su crueldad las pesadillas de muchos vecinos de la región.

Días después, apelotonado en una furgoneta-taxi de camino a Bukavu, mi vecino de asiento, un carpintero de Goma llamado Robert, ni siquiera bajó la voz para cerrar su análisis de las desgracias de Congo con un puñal al aire. “Los tutsis no son de fiar, se creen mejores y son unos traidores, nunca le des la espalda a un tutsi”. Para mi sorpresa, el resto de los pasajeros se tomó a chanza aquella perorata racista y el vehículo siguió su camino envuelto en una carcajada ligera.

Aquel odio bidireccional clavado en el corazón de la población es uno de los mil requiebros de la espiral de violencia que sufre el este de Congo. 

El pasado domingo 26 de enero el grupo rebelde M23 invadió por primera vez desde 2012 la ciudad de Goma, de casi dos millones de habitantes y cercana a la frontera con Ruanda. Los combates dejaron 2.900 muertos y más de 3.000 heridos, según la Cruz Roja local. El M23, formado mayoritariamente por tutsis congoleños, no es un grupo rebelde de tipos desharrapados como el del general Mbura y sus esbirros; es un ejército.

Hay un porqué. Según las Naciones Unidas, Estados Unidos, la Unión Europea y varios países africanos, la vecina Ruanda, que lo niega en redondo y donde también gobiernan tutsis, apoya con armamento, estrategia militar y miles de soldados al M23.

Es imposible comprender lo que ocurre en el este congoleño sin remontarse al genocidio de 1994 en Ruanda, cuando alrededor de un millón de tutsis y hutus moderados fueron asesinados, muchos a machetazos, en poco más de cien días de desenfreno sanguinario y sexual: se cometieron decenas de miles de violaciones.

Es imposible e incompleto también. El desgobierno en el este del Congo no es producto del odio étnico que tan bien empaqueta los conflictos africanos para la fácil lectura occidental. Aunque todos los actores implicados en la guerra en Congo hablan de defender a la población o responder a las afrentas externas, en el corazón de la violencia está la codicia. Las dos provincias de los Kivus, fronterizas con Ruanda, se sostienen sobre uno de los suelos más ricos en minerales del planeta, con decenas de minas de oro, coltán, diamantes o casiterita, entre otros.

La actual guerra en Congo es un repunte de un conflicto latente desde hace más de dos décadas, de intensidad variable, que hace posible una economía militarizada, casi de rapiña, donde los bandos no luchan por ideales sino por un trozo del pastel. Donde quienes se matan son el eslabón más bajo de una cadena de expolio internacional —el oro o el coltán que pasa de contrabando las fronteras de Ruanda o Uganda hacia Asia o Medio Oriente acaba en los mercados occidentales— que provoca muertes de inocentes y usa el terror para controlar territorios y saquear las mejores minas. Una guerra que se ceba con la población: en el este de Congo, 7 millones de personas han huido de sus casas por la violencia.

La historia avisa de que ese sufrimiento tampoco es nuevo. Desde hace siglos, quienes se han aproximado a la región congoleña lo han hecho para exprimirla y someterla. Desde los tratantes de esclavos árabes al rey belga Leopoldo II, que convirtió Congo en su jardín particular, los congoleños han sufrido la condena de vivir en un vergel en la tierra. Si primero el negocio estuvo en los esclavos enviados a las grandes plantaciones de América o el comercio del caucho y el marfil, pronto la economía viró al cobre, el uranio, los diamantes o minerales indispensables para los dispositivos electrónicos como el coltán o el cobalto. La eliminación de los líderes locales que intentaban cambiar el orden de las cosas extendió una red de gobernantes congoleños corruptos, dóciles e ineptos con quienes era fácil hacer negocios en las sombras, que también querían su migajas, y a quienes les importaba poco el dolor de la ciudadanía.

¿Por qué repunta el conflicto ahora?

Mineros en la mina de Cobalto de Shabara, al este de la República de Congo.Pascal Maitre / Panos Pictures / ContactoPhoto

El conflicto ha estallado de nuevo de forma abierta porque el mundo ha cambiado. En 2012, el M23 nació por un acuerdo de paz mal cerrado con un grupo rebelde de tutsis y el compromiso gubernamental incumplido de integrar a aquellos milicianos en el Ejército congoleño. Aquella rebelión acabó también con la invasión de Goma, pero entonces la presión internacional obligó al M23 a retirarse de la ciudad once días después y a firmar una paz temporal.

El grupo regresó de su letargo en 2021, cuando empezó a conquistar zonas mineras del este de Congo y a avanzar poco a poco hacia zonas cada vez más cercanas a Goma. La máquina de billetes volvió a funcionar a pleno rendimiento: el beneficio de aquellas minas, cuyas riquezas cruzaban la frontera ruandesa clandestinamente, llenó aún más los bolsillos de Kigali, capital de Ruanda.

De nuevo, es imposible comprender el conflicto en Congo sin un nombre propio: Paul Kagame. El presidente de Ruanda, un tipo inteligente y líder de la contraofensiva que terminó con el genocidio de 1994, acusa desde hace años al Gobierno congoleño de esconder en su territorio y colaborar con los hutus autores del genocidio y, aunque no reconoce abiertamente su apoyo al M23, varios informes han probado que ayuda con armamento y hasta 7.500 soldados a un grupo rebelde que le permite crear un perímetro de seguridad contra sus enemigos y, de paso, le acerca a su sueño de integrar las ricas regiones de los Kivus bajo el abrigo del Estado ruandés.

Kagame, además, aprendió la lección de la invasión interrumpida de Goma de hace más de una década y ha esperado a que la fuerza diplomática internacional perdiera músculo. El mundo ya no es el de 2012. Con Donald Trump al mando en Estados Unidos, una Unión Europea debilitada, preocupada por el crecimiento de la extrema derecha, y el foco internacional en Gaza o Ucrania, el M23 ha tenido vía libre para asestar su golpe. Kagame, que supo convertir en complicidad la culpabilidad occidental por su inacción durante el genocidio, ha tejido en los últimos años una red robusta de influencias internacionales. A los esfuerzos de diplomacia suave —patrocinio de equipos de fútbol, iniciativas con la NBA o la organización del mundial de ciclismo este año— se suma un viraje de zorro viejo: Ruanda se ha hecho útil. El pequeño país africano, de una superficie menor a la de Galicia, es el segundo mayor contribuyente de las misiones de paz de las Naciones Unidas en el mundo y ha desplegado a sus soldados en misiones de paz en República Centroafricana o en el incendiado norte de Mozambique, donde operan multinacionales del gas europeas. Su acuerdo con el Reino Unido para acoger a los demandantes de asilo que llegaban a suelo británico es solo una página más del libro diplomático desplegado por el Gobierno ruandés y que ahora influye en el inmovilismo mundial para impedir que Kigali siga apoyando descaradamente al M23.

¿Qué ocurrirá ahora?

Hay varios escenarios posibles. Que el conflicto se resuelva en despachos con corbatas y obligue a la retirada del M23 y ponga fin al apoyo ruandés a la milicia es la posibilidad que probablemente menos muertes provocaría. También la más improbable.

Tras conquistar Goma, el grupo rebelde tutsi avanzó hacia el sur y conquistó la ciudad de Bukavu, capital de Kivu Sur, lo cual, sobre el papel, le permite el control de las dos regiones más ricas en minerales del noreste. El Ejército de Congo, con la ayuda de soldados de Burundi y los Wazalendo, milicias locales afines al gobierno congoleño, frenó al principio la toma de Bukavu, pero acabaron dejando vía libre al M23.

El próximo paso de la milicia decidirá si el Congo se prepara para entrar en una tercera gran guerra tras la de 1996 y la de 1998-2003. Puede que el M23 quiera afianzar su control de las provincias de Kivu y su aliado ruandés se contente con el perímetro de seguridad y minerales en su frontera. La alternativa es una guerra total: la lucha por el poder. Corneille Nangaa, el jefe de la Alianza Fleuve Congo (AFC), el brazo político del M23, aseguró que su objetivo es llegar a Kinshasa y derrocar al Gobierno, en un movimiento similar al que llevó al entonces rebelde Laurent Désiré Kabila, con la ayuda de Ruanda y Uganda, a cruzar el país en 1996 y deponer al dictador Sese Seko Mobutu.

Hay una última posibilidad: que el ruido de un levantamiento interno precipite las cosas desde la capital, Kinshasa, en forma de golpe de Estado.

Las dudas sobre qué ocurrirá con la guerra de Congo contrastan con una sola certeza: ninguno de los escenarios previsibles evitará más muertes congoleñas. Y seguirá creciendo el odio.  

La nueva carretera segura que conduce al paso de Rafah —única entrada a la Franja de Gaza desde Egipto— discurre encajonada entre muros de hormigón. Hasta llegar a ella, cada puesto de control puede demorar la marcha hasta una hora. Sin excepciones. Desde la última población egipcia hasta la frontera se pierde el sentido de la orientación. Estamos en el norte del Sinaí, a orillas del Mediterráneo, pero no se ven el mar ni el desierto. Hay camiones en ruta y algunos aparcados en el arcén. Tanquetas y coches de policía. Estos últimos, escolta ineludible hasta que se avista el paso fronterizo. Prohibido grabarlos. A unos metros, Gaza. Es difícil llegar. Pero imposible salir.

La primera vez que crucé ese paso, hace años, temblaba bajo las bombas la pared en la que me apoyaba. Hoy la puerta enrejada es lo más cerca que nos dejan acercarnos a los periodistas. Deseando atisbar la barbarie; contarla. Hasta mayo los desplazados se hacinaban al otro lado. Luego Israel volvió forzarlos a irse. Fue la primera vez que se habló abiertamente de expulsar a los palestinos al Sinaí egipcio. Me asalta ese pensamiento mirando el muro que se abre, norte y sur, a lo largo del corredor Filadelfia.

El ruido y la polvareda no cesan hasta que empieza a ponerse el sol. Es cuando camiones y retroexcavadoras apagan los motores. Ziad y Mohamed Ateya, que trabajan para empresas egipcias de construcción, acaban de volver en ellas de Khan Younis. Allí retiran escombros y refuerzan las estructuras de los edificios que quedan en pie. Dice Mohamed que los palestinos “están bien”, que “tienen esperanza. Su hermano menor, Ziad, tiene 19 años, aunque se lo pregunto dos veces para asegurarme, porque me parece paradójico que diga que es la segunda vez que ayuda “a reconstruir” Gaza. “La primera fue hace dos años. Pero no estaba tan mal como ahora”, lamenta afilando una mirada verde enmarcada en un rostro cubierto de polvo. Llevará “dos o quizá tres años” que el barrio en el que trabajan vuelva a ser habitable, dicen. La estimación de los expertos augura, sin embargo, que serán décadas. Buena parte de la Franja es una escombrera: el 69% de sus edificios e infraestructuras han sufrido daños o han sido destruidos. “Esperanza”. Me agarro a esa idea para no sonar desdeñosa, sumida como estoy en la incredulidad de que los gazatíes “están bien”, como dice Ziad.

Porque mientras los hermanos Ateya empiezan a reconstruir Gaza para los palestinos, al otro lado del mundo, en Washington D.C., el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, tiene un plan mejor: su país “ocupará” la Franja y “tomará el control” para convertirla en la “Riviera de Oriente Medio”. Una idea que le parece “extraordinaria” al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu. “¿Qué hay de malo en permitir a los gazatíes que quieran irse que se vayan?”, se pregunta, 47.000 palestinos muertos después, el hombre contra el que pesa una orden de detención por presuntos crímenes de guerra y lesa humanidad emitida por el Tribunal Penal internacional. 

No es novedad. Los dictadores lanzan su soflama y aguardan para ver cómo aterriza. Como vivimos en la era de la irresponsabilidad política, si se revuelve el gallinero, donde dije digo, digo Diego. Que no, pues adelante. El problema con Trump, es que acostumbra a materializar sus amenazas más delirantes encontrando poca o ninguna oposición. Gobierna con el miedo (a la imposición de aranceles, a la deportación de personas migrantes), como Netanyahu (el terrorismo en Gaza). Y el resto del mundo siente que solo puede defenderse y presenciar la debacle, perplejo desde un rincón. Pero en Gaza escasean los rincones en los que cobijarse por culpa de Netanyahu. El 92% de las viviendas han resultado afectadas o han sido reducidas a escombros. A muchos les puede parecer una cuestión de humanidad que se realoje a los palestinos. Y así nos acorralan.

Pero no pierdan la perspectiva: el desplazamiento forzoso, que es lo que propone Trump, vulnera el derecho internacional humanitario. Y esta semana llega a Oriente Medio su secretario de Estado, Marco Rubio, con esa “generosa” propuesta bajo el brazo ¿Generosa para quién? ¿Para los gazatíes a los que Netanyahu quiere permitir “irse voluntariamente”; “sacarlos de lo que algunos llaman una prisión al aire libre” y regresar “si desautorizan el terrorismo”? El régimen neoliberal es un régimen del miedo. El nuestro hacia ellos. Apostar por las posibilidades que nos sacarían de lo que no debería existir (una limpieza étnica) requiere otra mirada, que no es la del capital y el odio al otro que impone Trump, sino la de la esperanza. La de los que han regresado a la nada y ya buscan donde sembrar, donde abrazarse y llorar a sus muertos. Quizá esa esperanza sea lo que nos permita, a los gazatíes y a nosotros, escapar de esa cárcel de miedo que pretenden imponernos.

*Este artículo forma parte del Anuario Internacional CIDOB 2025. Accede a todos los contenidos en: Anuario Internacional CIDOB 2025

Las referencias al Sur Global se están poniendo cada vez más de moda. A diferencia de Rusia y de China, que nunca lo abandonaron, Occidente parece estar redescubriendo justamente ahora el Sur. Sin embargo, resulta pertinente empezar por el principio, preguntándonos cuál es la naturaleza del Sur Global, a qué nos referimos exactamente. Y lo cierto es que es un término vago e impreciso que, dicho sea de paso, ha ido variando de significado con el tiempo. Basta señalar que cuando en 1980 se estableció la línea Brandt, los países en desarrollo estaban geográficamente al sur —del Norte desarrollado— y entre norte y sur existía una distinción bastante clara. Sin embargo, tan solo una década después, en tiempos de la Comisión del Sur, el milagro de las economías asiáticas ya había empezado a desdibujar la distinción entre economías en desarrollo y emergentes, ambas entendidas, por lo general, como parte del Sur.

Es difícil, por tanto, ser preciso y utilizar el concepto del Sur Global como una categoría rigurosa de análisis académico, sino que más bien debemos considerarla una suerte de indicador general de las tendencias y preferencias de ciertos países. 

Si buscamos un elemento común a todos los países del Sur, este es su vivencia del colonialismo y de la opresión imperial durante los siglos XIX y XX. Es esta experiencia colectiva la que hoy en día los lleva a adoptar enfoques comunes sobre cuestiones de desarrollo y orden internacional ante las que se sienten interpelados. También están en sintonía en su exigencia de una mayor participación en el sistema internacional y en la búsqueda de cambios, más o menos ambiciosos, en dicho orden. Esta experiencia compartida de colonialismo explica en parte por qué los líderes del Sur Global ponen tanto empeño en cuestiones de estatus. Se ha visto, por ejemplo, en el caso de los BRICS, entre cuyos logros principales destaca su contribución a elevar el estatus de sus miembros en la sociedad internacional. 

El pasado colonial también les ha otorgado otro rasgo en común: la renuencia frente a las ambiciones de liderazgo o de superioridad por parte de quienes pretenden hablar en su nombre, como en ocasiones han hecho China, la India o Brasil. Destaca el caso de la India, que hizo de la incorporación de la Unión Africana (UA) al G20 y de la inclusión de las cuestiones del Sur Global en su agenda la pieza central de su presidencia en 2023, presentándose a sí misma como la voz del Sur Global. No obstante, la realidad es que el Sur Global sigue siendo un conjunto de países indefinido y sin líderes, con niveles de desarrollo muy diferentes.

Tras décadas de crecimiento globalizado, las diferencias entre los países del Sur se han acentuado y la pertenencia a este conjunto es más difícil de definir. Por ejemplo, ¿es China parte del Sur Global o debemos dejarla al margen si hacemos caso de su pulsión hacia el excepcionalismo —que plasma perfectamente la fórmula del G77+China—, y a los muchos criterios objetivos —como su nivel de desarrollo— que la alejan de esa etiqueta? El posicionamiento oficial de Beijing es claro; sostiene que, por ser el país en desarrollo más grande del mundo, es “un miembro natural del Sur Global”. No obstante, si nos basamos en las cifras, es difícil clasificar a China como una economía en desarrollo y sometida a los mismos problemas que la mayoría de los miembros del Sur Global. Es más, gracias a su actual tasa de crecimiento y a una población que decrece, China será un país de renta alta en pocos años, según los criterios del Banco Mundial. 

Y el caso de China no es el único. La disparidad que existe dentro del Sur Global en términos de tamaño, nivel de desarrollo, perspectivas o incluso intereses de sus miembros refuerza la idea que estamos ante una categoría controvertida y de utilidad limitada. Que Sur Global signifique algo más que no occidental dependerá, sobre todo, de la cuestión en la que nos centremos en cada momento. No obstante, no por ser un término con limitaciones palmarias debemos pensar que es baladí; al contrario, estamos ante un término que puede ser de utilidad para políticos, diplomáticos y otros profesionales del sector como fórmula para englobar a ciertos países en desarrollo y de características compartidas. A ello se suma que muchos de sus integrantes están ganando agenda e importancia dentro del sistema internacional, y que ganarán más con el tiempo, no solo por el impulso de su propio crecimiento, sino también gracias a los cambios en el equilibrio internacional de poder y a las oportunidades que les brinda la rivalidad entre las grandes potencias, que hace que los países de Sur sean más atractivos como aliados o socios. 

A diferencia de épocas pasadas, hoy el Sur no es un mero objeto de la tensión entre las grandes potencias: es también sujeto, lo que otorga una cierta acción política a sus integrantes. Esto se debe en buena medida a que, desde el punto de vista económico, el Sur Global tiene una relevancia sin precedentes en los últimos tres siglos. En 2022, y como conjunto, el Sur Global contribuyó a más de la mitad del crecimiento de la economía mundial; paralelamente, el peso en el PIB mundial del G7 —el club de los países más desarrollados— ha disminuido hasta el 30% del total en términos de poder adquisitivo, lo que lo sitúa ligeramente por debajo del de los BRICS. También en 2022 más de la mitad del comercio mundial implicaba al menos la participación de un país de los considerados como no alineados, lo que los ha convertido en un nexo importante para salvar la distancia entre rivales geopolíticos. Algunos países del Sur también están sacando réditos en términos de inversión y comercio extranjeros como consecuencia del distanciamiento entre Estados Unidos y China. Por supuesto, estos beneficios están distribuidos de manera desigual y no se dan en todos los países del Sur. Los más beneficiados son los países más grandes; para los países más pequeños y frágiles del Sur, el mundo sigue siendo un lugar inhóspito en el que sus opciones políticas y militares están limitadas. 

El Sur, en busca de la seguridad

El redescubrimiento occidental de la noción Sur Global ha ido de la mano del auge económico del resto y de una rivalidad cada vez más evidente entre las grandes potencias, de Estados Unidos y Europa Occidental, por una parte, y Rusia y China, por otra. Sin embargo, a pesar de los muchos resquicios que abre la rivalidad entre potencias, la relevancia económica del Sur Global no se ha correspondido hasta ahora con un aumento similar de la influencia de este grupo en materia de seguridad internacional. En esta dimensión de las relaciones internacionales, pocos países del Sur Global pueden permitirse desarrollar una gran estrategia. No obstante, los más poderosos, aquellos que disponen de mayor relevancia en el sistema internacional, como Brasil, la India, Emiratos Árabes Unidos, Indonesia (y China, si la incluimos en el Sur Global), se han convertido en proveedores netos de seguridad en sus subregiones o periferias.

No obstante, el éxito de sus estrategias ha sido, por lo menos, ambiguo. China, por ejemplo, ha combinado estrategias políticas que le han resultado contraproducentes con maniobras económicas exitosas. Si analizamos las dos últimas décadas, Beijing ha pasado de ser el mayor beneficiario de las decisiones de Estados Unidos desde principios de los años setenta en adelante, a adoptar una estrategia que la ha distanciado de muchos de sus vecinos y que ha despertado la ira de Estados Unidos, llegando incluso a inquietar a países que le eran afines y que admiraban a la República Popular China (RPC). Dicha estrategia ha hecho menos probable la integración de Taiwán en la RPC y ha incentivado la formación de coaliciones compensatorias del ascenso de China en el Asia marítima. Sin embargo, en el mismo periodo, China ha sido capaz de eliminar efectivamente la pobreza extrema y convertirse en la segunda economía más grande del mundo. Es un recorrido ambivalente, de luces económicas y de sombras políticas, que vemos repetido en otros miembros de los BRICS.

Si hablamos del conjunto, veremos que la mayoría de los países del Sur no pueden permitirse estrategias de seguridad en las que la coerción desempeñe un papel importante. Al carecer del poder necesario, no les queda otra opción que recurrir a estrategias de atracción y evitación. Actualmente, las estrategias de los países del Sur Global frente a las grandes potencias son diversas, ya que según los casos, optan por plegarse (bandwagon), dualizar (hedging) o contrapesar (balance) la influencia de las grandes potencias, intentando no atarse en exclusiva a ninguna de las partes y combinando múltiples alineaciones. Un buen ejemplo de ello es la ASEAN, cuyos miembros dependen en su mayoría de Estados Unidos para las cuestiones relativas a su seguridad, y de China y Japón para su prosperidad, sin alinearse políticamente.

Los países del Sur Global han buscado tradicionalmente la previsibilidad y el confort proporcionados por las Naciones Unidas y los diversos foros multilaterales en los que la acción colectiva y la toma de decisiones regida por el principio de “un Estado, un voto” aumentan sus posibilidades de incidir en los resultados. Es por ello que la mayoría daría su apoyo a un genuino orden liberal basado en reglas, si estas también se aplicasen a la conducta de las grandes potencias. No obstante, ahora que el sistema multilateral está encallando por la rivalidad de las grandes potencias, el Sur Global se siente desposeído y desorientado, a falta de foros e instituciones internacionales en las que poder anclar sus políticas. Incluso en sus momentos más boyantes, las instituciones internacionales dedicadas a las cuestiones de seguridad apenas se han desarrollado, en comparación con la infraestructura económica institucional alzada tras la Segunda Guerra Mundial. En el contexto actual de distanciamiento entre los Estados miembros, dichas instituciones, de las que el Sur depende más que las grandes potencias y que el mundo industrializado, están deviniendo menos efectivas y más incapaces de hacer cumplir el derecho internacional, como evidencian algunas disputas y conflictos desde el Mar del Sur de China hasta Palestina, Sudán, Yemen o Ucrania —la lista es larga y no deja de crecer—.

El limitado poder duro en manos del Sur Global explica también la devoción de sus integrantes por el internacionalismo, en particular por el internacionalismo revolucionario del siglo XX, en sus diversas formas: panasiático, solidaridad Sur-Sur, internacionalismo anticolonial y panafricano, internacionalismo islámico y budista, e internacionalismo proletario. Con la descolonización y la formación de Estados soberanos en todo el Sur, estas estrategias revolucionarias encaminadas a transformar el mundo tuvieron su expresión en las instituciones multilaterales que, como la ONU, se basan en el principio de igual soberanía y un voto por Estado. Sin embargo, debido a la rivalidad entre potencias, esto es cada vez más problemático, ya que las instituciones difícilmente pueden alcanzar sus objetivos si sus miembros están enfrentados. En la última década y media no encontraremos ningún tratado internacional vinculante sobre un tema de gran calado que haya contado con una amplia aceptación. Tampoco se han cumplido los compromisos internacionales en materia de cambio climático y de reducción de la pobreza. 

No es de extrañar que la efectividad del movimiento no alineado haya disminuido proporcionalmente —a pesar de seguir manteniendo sus reuniones— a medida que su escenario principal, la ONU y el sistema multilateral, se ha vuelto menos determinante. Es una muestra más de que la acción efectiva frente a las amenazas transnacionales que afectan profundamente al Sur, como el cambio climático, es cada vez más difícil en el escenario internacional.

En medio de este escenario de seguridad internacional cada vez más incierto y de un sistema multilateral crecientemente disfuncional —tanto si hablamos de la OMC, para el sistema de comercio internacional, o del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en asuntos de guerra y paz—, el Sur Global busca alternativas. Más de cuarenta países han expresado su interés en unirse a los BRICS, a pesar de que este grupo aún tiene que demostrar su capacidad como organización de generar seguridad o resultados económicos reales. Ahora bien, la tónica general es que la insatisfacción de estos países se expresa no institucionalmente, sino de manera mucho más espontánea, cuando surge la ocasión. Un ejemplo reciente fue la negativa de la mayor parte del Sur a dar su apoyo a las sanciones occidentales contra Rusia a raíz de la invasión de Ucrania. Otra estrategia seguida es la de emplear precisamente las instituciones del sistema con fines subversivos o que resalten las contradicciones del sistema, como por ejemplo la iniciativa de Sudáfrica de llevar a Israel ante la Corte Internacional de Justicia por sus ataques contra civiles en Gaza tras el ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023.

Todo ello conduce a pensar que nos dirigimos hacia una era de coaliciones ad hoc sobre temas específicos, de acuerdos plurilaterales y de coaliciones de compensación. No es una vuelta a la no alineación, ya que no hay dos bloques con los que alinearse o no alinearse, sino una era de no alineamiento en virtud de una agenda propia de seguridad. Si bien la seguridad económica se persigue mediante la negociación de los términos de su participación en una economía capitalista unificada y globalizada y regida por las reglas occidentales, la seguridad física, militar y política es más fragmentaria y se divisa difícil de obtener. Los BRICS han comenzado a trabajar juntos en la lucha contra el terrorismo y la ASEAN y la Unión Africana (UA) han tratado también de responder a las amenazas tradicionales a la seguridad en su región. La primera, mediante la diplomacia y sus primeros ejercicios navales en 2023, y la UA empleándose en el mantenimiento y restablecimiento de la paz, en África. Es solo un inicio, pero constituye una promesa para el futuro.

Las diferentes demandas de seguridad económica y física en el mundo actual requieren de un gran consenso entre los miembros del Sur Global en los asuntos económicos a los que se enfrentan, a pesar de las diferencias obvias en sus etapas de desarrollo. Esta confluencia abarca cuestiones como la crisis de la deuda, el desarrollo y la equidad y la financiación ante el cambio climático, pero también otras cuestiones no tan evidentes, como la transición energética o la reforma del sistema multilateral y las Naciones Unidas. No están unidos institucionalmente ni tampoco por normas y valores, ya que sus sociedades y su política están experimentando una rápida agitación interna. El Sur es dolorosamente consciente de que, desde la Segunda Guerra Mundial, solo un puñado de países del Sur Global han logrado convertirse en sociedades industrializadas desarrolladas, y que lo hicieron trabajando con la economía global y el orden económico y de seguridad internacional vigentes. Debido a ello, apoya firmemente la defensa de la soberanía y de la integridad territorial como dos elementos esenciales de su seguridad y de la supervivencia de los Estados. 

A modo de conclusión, podemos afirmar que el Sur Global es un concepto políticamente vivo, pero que es mucho más relevante en términos económicos que políticos. Si bien los países que integran este grupo necesitan vivir en paz para centrarse en su desarrollo económico, esto no los hace necesariamente más pacíficos a nivel internacional, o que renuncien a la violencia en el plano doméstico. La cuestión de la seguridad no es solo una asignatura pendiente para el Sur Global, sino que genera una preocupación creciente, como atestigua la serie de conflictos y disputas que plagan la región y de los que la comunidad internacional parece desentenderse, como atestigua el hecho que desde 2022 han muerto más personas en Sudán que en Ucrania, Israel y Palestina juntos. Lo mismo ocurre con el conflicto y la lucha civil en África central, en parte del Sahel, el Congo, Yemen y otras áreas del Sur Global, donde la seguridad ha colapsado. No resulta por tanto sorprendente que el Sur considere hipócritas los llamamientos a los principios universales o las declaraciones de imparcialidad y las demandas de apoyo a las posiciones occidentales en Palestina y Ucrania, cuando no se aplican los mismos principios a los conflictos que tienen lugar en sus territorios. La contradicción entre la oposición de Occidente a la ocupación rusa del territorio ucraniano y el apoyo a la ocupación israelí del territorio palestino es demasiado flagrante para ignorarla.

La experiencia reciente muestra, por consiguiente, una menor voluntad por parte del Sur Global de trabajar políticamente con Occidente y una mengua de su fe en un llamado orden liberal basado en reglas, a pesar de seguir existiendo una dependencia económica de Occidente, incluso más profunda. Dado que las instituciones y normas del orden occidental se consideran cada vez más ineficaces o egoístas, la relación del Sur Global con las instituciones internacionales y Occidente se ha vuelto casi puramente transaccional.

Las estrategias de seguridad que el Sur ha elegido han sido en su mayoría pragmáticas y realistas. De hecho, en el Sur han surgido teorías que acomodan este viraje hacia el realismo a los condicionantes particulares de cada país. El “realismo subalterno” de Mohammed Ayoob, el “realismo periférico” de Carlos Escudé y el “realismo moral” de Yan Xuetong son intentos de globalizar la teoría de las relaciones internacionales y hacerla relevante para la experiencia del Sur. Queda por ver si lograrán hacerlo. Solo cuando el Sur tenga una teoría de las relaciones internacionales y de la seguridad que se ajuste a su caso y reúna la capacidad y el poder para dar forma a su entorno, podrá el Sur ofrecer respuestas para el futuro en materia de seguridad. A largo plazo, esa parece ser la dirección del viaje, aunque el camino hacia ese objetivo parece lleno de cambios de dirección y curvas.

Najy Al-Saadi tuvo que esperar a que mejorara el tiempo para desenterrar el cadáver de su hijo Suleiman.

Cuando salió el sol, empezó a excavar junto a un muro de su pueblo, Alteja, en una zona rural del sur de Siria. Tras la caída del régimen de Asad el pasado 8 de diciembre, un sobrino dijo a Najy que Suleiman estaba enterrado al lado del puesto de control militar que perteneció a la Brigada 121 de la Séptima División del Ejército Sirio, la misma que detuvo a su hijo diez años atrás.

El 5 de enero, aprovechando que el cielo estaba despejado, el hombre, de 63 años, contrató a varios trabajadores y, sin informar a nadie en el pueblo, alquiló una pequeña excavadora para empezar a buscar los restos de Suleiman. 

—Vimos una pierna y les pedí que detuvieran la excavación. Luego seguimos desenterrando con las manos hasta que apareció una manta militar —relata Najy. Él recordaba claramente la ropa que llevaba su hijo Suleiman el día de su detención, e incluso la última comida que compartieron: arroz con alubias. Continuaron cavando usando las manos y azadas con delicadeza. 

—La tumba no era profunda —dice. Najy pensaba que encontraría solo los huesos de su hijo, pero cuando hallaron el cuerpo, pese a los años transcurridos, aún no estaba totalmente descompuesto.

Se calcula que cientos de miles de ciudadanos sirios fueron asesinados desde 2011 en medio de la brutal represión del régimen de Asad. Muchos de ellos, como Suleiman, acabaron en alguna de las decenas de fosas comunes repartidas por Siria. No se sabe el número exacto, las cifras varían: según la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas, con sede en La Haya, existen al menos 56 fosas comunes en Siria, aunque fuentes locales elevan la cifra a unas 200. La caída del régimen en diciembre ha hecho que muchas de ellas salieran a la luz.

Nacido en 1987, Suleiman Al-Saadi era profesor de inglés y daba clases en un pueblo cercano antes de que estallara la revolución en 2011, el mismo año en que se casó. Fue una de las voces más destacadas en las protestas que pedían libertad en diferentes aldeas de Daraa, en el sur del país. Suleiman se movía clandestinamente para participar en las manifestaciones a fin de evitar ser capturado por los controles del régimen de Asad. También formaba parte de los Comités de Coordinación Local (una red de grupos activistas creados durante el levantamiento popular) y se dedicaba a asistir a los desplazados internos. “En esas circunstancias, vendió los anillos de su esposa y de su madre para ayudar a los desplazados”, recuerda su padre.

Retrato de Suleiman Al Saad, cuyos restos fueron hallados por su padre en Alteja, en el sur de Siria, tras la caída de Asad.
Anillo perteneciente a Suleiman, fallecido en enero de 2014 tras ser detenido por varios militares.

El 13 de enero de 2014 había quedado para tomar algo con unos amigos en una tienda de su pueblo. 

—Los colaboradores locales del régimen y los informantes lo odiaban, estaban planeando algo contra él —cuenta Najy por teléfono desde Daraa 

Mientras estaban en la tienda, varios soldados vestidos de civil se acercaron en un coche y comenzaron a disparar contra los jóvenes. Uno de los amigos de Suleiman murió de inmediato alcanzado por las balas, y él y su otro amigo fueron arrestados. Durante el trayecto hacia el puesto de control, el amigo se enfrentó a los soldados y logró saltar del coche. En esos momentos de tensión, uno de los soldados disparó y alcanzó a Suleiman en la pierna. 

— El ataque fue premeditado. Suleiman y sus acompañantes no tenían armas para defenderse —dice el padre. Él se enteró de lo ocurrido al día siguiente, cuando desde  Damasco compró un ejemplar del periódico oficial Al-Baath, órgano del partido gobernante en ese momento. Al leerlo, encontró la noticia: “Una unidad del ejército elimina a miembros de un grupo terrorista armado en la localidad de Alteja, entre ellos Suleiman Najy Al-Saadi”.

El padre decidió no informar en aquel momento ni a la madre ni a la esposa de su hijo “para no herirlos”. Mantuvo la esperanza de que la noticia fuera falsa y de que Suleiman estuviera detenido en alguna prisión. Durante los años siguientes, Najy investigó en diversas secciones de seguridad, como la inteligencia aérea y el tribunal militar, además de preguntar a contactos, pero no encontró ninguna información.

Solo supo lo que había ocurrido después de que cayera Asad el pasado diciembre, gracias al relato de un primo de Suleiman —que a su vez fue informado por un soldado que había estado en la Brigada 121—: le contó que el joven había muerto la misma noche de su detención debido a una hemorragia, ya que no lo llevaron al hospital. También relató que lo habían torturado, incluso “quemándole la barba”, y que lo enterraron a pocos metros del puesto.

La familia no pudo acercarse a ese lugar hasta la caída del régimen.

“Tenía las manos atadas a la espalda”, relata Najy con serenidad. Cuando los vecinos del pueblo se enteraron de que estaban excavando cerca del puesto, muchos acudieron allí.En un vídeo publicado por el medio local Daraa 24 se ve cómo Najy, su esposa y varias personas del pueblo rodean la fosa en la que encontraron los restos del joven, y el padre dice: “Este es Suleiman. Hemos encontrado su cuerpo después de que lo mataran las bandas de Assad y sus colaboradores”. La madre, mientras, grita: “Allahu akbar. La revolución ha triunfado, Suleiman”.

La familia amortajó a Suleimán y colocó sobre él una chaqueta que al joven le gustaba usar. Dejaron la cuerda con la que ataron sus manos como prueba del crimen y lo enterraron en el cementerio junto a su abuelo. 

—Hemos superado la etapa de la tristeza y ahora es la etapa de la victoria y celebraciones. No queremos que la tristeza afecte a los jóvenes que van a construir una nueva Siria —nos decía Najy por teléfono desde el velatorio de su hijo.

La historia no ha terminado. Aún queda una tarea pendiente para Najy, igual que para miles de sirios: la rendición de cuentas. El padre de Suleiman dice tener información sobre el comandante del puesto de control responsable de la muerte de su hijo: asegura que se encuentra en una zona costera de Siria y se está preparando para emprender una batalla legal contra él.

Najy Al-Saadi regresó al lugar donde encontró el cuerpo de su hijo para buscar más restos. Emad Al Basiri / 5W

Restos humanos en Homs y Damasco

El 18 de diciembre los equipos de búsqueda de la Defensa Civil Siria (Cascos Blancos) recuperaron una veintena de restos humanos en la ciudad de Sayyida Zaynab, a unos diez kilómetros de Damasco. La operación se llevó a cabo tras un aviso recibido sobre la presencia de cuerpos en ese lugar. 

Tan solo un día antes, los equipos habían recuperado los restos de otras siete víctimas tras un aviso sobre la presencia de una fosa común cerca de la ciudad de Adra, en el este de la capital. El 16 de diciembre, los Cascos Blancos recuperaron en esa misma zona los restos de otros 21 cadáveres en las proximidades de la carretera del Aeropuerto Internacional de Damasco.

En menos de un mes, se hallaron en total restos de 71 personas en la capital y sus alrededores. Tras la caída de Asad, los hallazgos de fosas comunes se sucedían uno tras otro, y no solo en Damasco. Entre las colinas volcánicas de Al-Qabo, en Homs, en el corazón de Siria, los equipos de Defensa Civil también descubrieron el 30 de diciembre restos humanos que podrían corresponder a entre 20 y 25 cuerpos, según informó la organización: estaban dispersos en varios puntos distintos a lo largo de tres kilómetros, algunos cubiertos por rocas, otros completamente expuestos. Entre ellos, restos de mujeres y niños, fragmentos de vidas truncadas. Los cuerpos fueron entregados a los forenses en la ciudad de Homs para llevar a cabo los procedimientos correspondientes.

—Tenemos la capacidad para trabajar, pero nuestro salario no supera los 30 dólares, y trabajar así es complicado —dice el forense Abrad Ibrahim en una llamada desde Damasco. Ibrahim estaba en el hospital Al Mujtahid de la capital cuando, tras la caída del régimen, llegaron decenas de muertos de las prisiones que fueron depositados en una cámara frigorífica, a la espera de ser identificados por familiares.

A diferencia de otros países, como España, en los que un cadáver encontrado en ese tipo de circunstancias solo se entrega a sus familiares tras una identificación científica (ADN o huellas dactilares), en Siria basta con que un familiar lo reconozca o coincidan las huellas dentales o rasgos físicos. Desde la caída del régimen, según Ibrahim, no se ha identificado ningún cadáver mediante pruebas de ADN: faltan kits de extracción y medios para hacer análisis.

Con más de 25 años de experiencia y graduado en Rusia, el forense demuestra una gran voluntad de gestionar los restos hallados en las fosas comunes, a pesar del reducido número de médicos de esta especialidad en Siria: calcula que son cerca de medio centenar.

—Durante la guerra hubo momentos en los que llegué a examinar 40 cadáveres al día. Podemos manejar 50 cadáveres cada cuatro o cinco días, pero no me puedes traer mil cadáveres en una semana —dice. Ibrahim señala que es necesario crear un equipo de emergencia (que aún no ha sido formado) para afrontar este tema y una mayor coordinación entre las instituciones responsables.

La exhumación aleatoria de las fosas comunes ha causado una ola de indignación entre especialistas, abogados y organizaciones de derechos humanos. 

—Tras la rápida caída del régimen, la entrada de medios de comunicación y la búsqueda de los familiares de sus seres queridos desaparecidos, hubo cierto grado de invasión de las fosas comunes, ya fuera por parte de la población local o de periodistas —dice el abogado sirio Anwar Al Bunni. Él ha luchado durante más de tres décadas desde los tribunales contra el régimen sirio, un trabajo por el que pasó varios años en prisión. Ahora dirige desde el exilio el Centro Sirio de Estudios e Investigaciones Jurídicas, que desempeña un papel trascendental en el proceso de rendición de cuentas.

También los Cascos Blancos advierten de los riesgos de excavar fosas comunes sin que haya una organización detrás: “La excavación aleatoria y las intervenciones no profesionales conducen a la destrucción de las pruebas forenses en la escena del crimen, con lo que se pierde una oportunidad importante para descubrir detalles que podrían ayudar a identificar a las víctimas y a los involucrados en los crímenes relacionados con su desaparición”, dicen en un comunicado.

El laberinto de las identificaciones

Para entender mejor cuáles deben ser los pasos para intentar identificar a las víctimas del régimen sirio entrevistamos a Luis Fondebrider, especialista en Antropología Forense y fundador del Equipo Argentino de Antropología Forense, que ha participado en misiones por todo el mundo. Abrir las fosas es, según este especialista, el último paso en un proceso de identificación. 

—La exhumación se debe hacer con una preparación previa. Si yo no tengo una hipótesis sobre la identidad de quién está en esa sepultura, no sirve recoger una muestra y esperar que una máquina proporcione un resultado. Lamentablemente no funciona así.

Fondebrider explica los puntos clave de un proceso riguroso de análisis forense. 

—Lo primero es proteger los lugares, no tocarlos —dice, para preservar pruebas. 

El forense argentino concuerda con su colega sirio en la necesidad de coordinar los esfuerzos y crear un organismo que podría ser apoyado, sugiere, por Naciones Unidas.

 —Se necesita una lista centralizada de personas desaparecidas. Muchas organizaciones trabajan con datos parciales, pero hay que unificar la información. Sin saber cuándo, dónde y por qué alguien desapareció, no se puede identificar. 

Tras el fin de la era Asad, la incertidumbre sobre el destino de los suyos ha llevado a decenas de familias a colgar fotos de sus hijos desaparecidos en la Plaza Al-Marja, en Damasco. Cada fotografía incluye información y datos sobre sus seres queridos, con la esperanza de obtener cualquier pista que los ayude a descubrir su paradero. No pasa una semana sin que estas familias realicen una protesta para dar visibilidad a su causa.

Familias sirias, acompañadas por la actriz Yara Sabri y su marido, el actor Maher Slebi, sostienen fotos de desaparecidos durante una manifestación en Damasco para reclamar responsabilidades por la detención, tortura o desaparición forzosa de sus seres queridos. Diciembre de 2024.Ghaith Alsayed / AP

—Es crucial explicar a las familias, con calma y claridad, que no basta con recoger un hueso y analizarlo. Hacerlo así solo acumulará cuerpos sin identificar —subraya Fondebrider. 

Ante la pregunta de quién podría encargarse de establecer los procedimientos y estándares forenses, afirma que organismos como Cruz Roja, que lleva más de 20 años trabajando en Siria, pueden ser una vía para recopilar información. 

En Siria, una de las labores del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) es traer respuestas a las familias de los desaparecidos. Stephen Ryan, coordinador de despliegue rápido de Cruz Roja, confirma que en 13 años han registrado unos 35.000 casos de desaparecidos, pero cree que el número total es mucho mayor. Aunque la responsabilidad de proteger las fosas y recoger restos humanos no identificados es de las autoridades, CICR ha proporcionado durante los últimos años experiencia y apoyo para fortalecer sus capacidades en el ámbito forense y en la correcta gestión de registros y archivos.

“Uno de los pasos más importantes es registrar la desaparición”, dice Ryan. Advierte de que debe realizarse lo antes posible: a veces, “algo tan simple como el lugar donde se vio por última vez a alguien y la ropa que llevaba puesta en ese momento puede convertirse en detalles sumamente importantes que ayudarán en la identificación”. Ante el elevadísimo número de personas desaparecidas en Siria, la coordinación entre organismos y la colaboración con las autoridades durante los próximos años será esencial, sostiene Cruz Roja.

Los casos de desapariciones masivas forzosas en Siria se remontan a 1982, con la masacre de la ciudad de Hama. Entonces, las fuerzas gubernamentales arrasaron la ciudad para aplastar una revuelta. Sus residentes sufrieron la matanza más mortífera en la historia moderna del país, en la que tanto civiles —incluyendo mujeres y niños—  como combatientes fueron asesinados de manera indiscriminada. Se calcula que murieron entre 30.000 y 40.000 civiles. Según la Red Siria de Derechos Humanos, el destino de aproximadamente 17.000 personas de Hama sigue siendo un interrogante desde que fueron detenidas por las fuerzas del régimen de Hafez Al Asad —el padre del derrocado Bashar al Asad— y trasladadas a centros secretos de detención. 

El depuesto régimen se negó a proporcionar cualquier información sobre la detención o el destino de estas personas. Informes de organizaciones de derechos humanos y testimonios de decenas de supervivientes y testigos apuntan a la existencia de fosas comunes aún no localizadas, lo que requiere la formación de equipos de investigación especializados para encontrar también estos lugares de entierro, según la Red Siria de Derechos Humanos. Luis Fondebrider advierte que lo que se van a encontrar no son solo víctimas de los últimos 14 años. E insiste en la necesidad de crear una lista centralizada de personas desaparecidas.

—Se debe tener presente que será un archivo de desaparecidos de décadas atrás.

El éxito del procedimiento de identificación dependerá, según el forense, de un enfoque interdisciplinar que combine medicina, odontología y genética. 

—Hay que asumir que no se van a encontrar todos los desaparecidos. Quien coordine tiene que ser una institución de largo alcance, permanente —dice. Lo más importante, resume, es centralizar la información, informar a las familias y capacitar a forenses locales. —Esto es crítico. Siria es un país de científicos. Hay que formarlos, entrenarlos y capacitarlos para que hagan el trabajo.

Noura Ghazi, abogada, activista siria y representante de Familias Sirias por la Libertad —una organización formada por familiares de desaparecidos forzosos que demanda justicia y respuestas—, insta a las nuevas autoridades, como recomienda Fondebrider, a “establecer un organismo independiente dedicado a descubrir la verdad, garantizar la rendición de cuentas de los responsables de las desapariciones y proporcionar reparaciones por los daños causados. Que preserve las pruebas y documentos relevantes, así como asegurar los sitios que puedan contener posibles fosas comunes”. Espera que con estos esfuerzos las familias obtengan respuestas sobre el destino de sus seres queridos.

“Zanjas rectangulares”

De 135.000 detenidos y desaparecidos que se calcula hubo en los últimos 14 años, unos 20.000 han sido liberados de las prisiones y centros de seguridad desde el pasado diciembre, según la Red Siria de Derechos Humanos. Pero el resto —más de 114.000 personas, según esos cálculos—, siguen desaparecidas. “Esta es la primera vez que lo anunciamos. La mayoría de los desaparecidos forzosos en Siria bajo el régimen han sido asesinados”, dijo Fadel Abdel Ghani, director de la Red Siria, durante una intervención en Syria TV en la que no pudo contener el llanto. Hablaba solo un día después de la caída del régimen, mientras muchas personas excavaban en la prisión de Sednaya después de que se propagaran rumores sobre la existencia de celdas secretas subterráneas.

Muy poco después de la caída del régimen, aquellas personas que habían presenciado el entierro de cuerpos por parte de las fuerzas de Asad empezaron a informar de sus localizaciones. Habían perdido el miedo a hablar. Las fuerzas del régimen obligaban a determinados ciudadanos que vivían alrededor de los cuarteles a colaborar en la sepultura de cuerpos que llegaban en camiones frigoríficos. 

El abogado sirio Anwar Bunni, uno de los primeros en perseguir judicialmente a los responsables de varias fosas comunes, cree que la cifra puede ser incluso más alta. 

—Los números relacionados con las personas enterradas en estas fosas no son solo de detenidos que fueron asesinados bajo tortura. Incluyen a personas asesinadas en las calles, entre ellas soldados del régimen que intentaron desertar y que fueron ejecutados sin notificarlo a sus familias ni entregarles los cuerpos. 

También cree que puede haber víctimas de bombardeos o por disparos en manifestaciones. Bunni trabaja para llevar a los responsables ante los tribunales internacionales. 

—En colaboración con otras organizaciones, nos esforzamos por asegurarnos de que no encuentren un refugio seguro en Europa.

El abogado calcula que hay cerca de un millar de sospechosos de crímenes de guerra residiendo solo en Europa, y se están recopilando pruebas para acusarlos y llevarlos a juicio. Espera que, con la llegada de nuevos sospechosos tras la caída de Asad, el número aumente.

*** 

—Algunos cuerpos estaban quemados. Otros tenían heridas de bala. Uno tenía señales de ahorcamiento.

Musa Al Hariri es el médico encargado de extraer 31 cadáveres de una fosa común descubierta cerca de la carretera internacional en la ciudad de Izraa, en Daraa. Un agricultor del oeste de esta localidad, al regresar para rehabilitar su propiedad —que estuvo ocupada desde 2013 por miembros de la seguridad militar del régimen de Asad—, descubrió “zanjas rectangulares” que le parecieron sospechosas. Inmediatamente, alertó a las autoridades.

El doctor Al Hariri, responsable de la administración de la ciudad en ese momento, coordinó un operativo con la fiscalía general, un médico forense, representantes del hospital nacional y notables del pueblo. Tras asegurar la zona, comenzó el proceso de exhumación. Se encontraron 31 cuerpos, incluidos los de cuatro mujeres jóvenes, un joven menor de 20 años y varias víctimas con señales de violencia extrema. Al Hariri explicó que los cuerpos se mantuvieron en el hospital durante varios días y se tomaron muestras de ADN. 

Una fosa común hallada en Izra, en la provincia de Daraa, con decenas de cadáveres el 16 de diciembre de 2024. Samuel Nacar

Una llamada que no llega 

Desde hace 12 años, Fadwa Mahmoud espera a que su hijo Maher Tahan le devuelva la llamada. En 2012 su marido, Abdulaziz Al Khair, miembro de un partido ilegalizado en Siria, volvía de una conferencia política en China. Su hijo Maher había ido a recogerlo al aeropuerto de Damasco. 

—A las 17:05 mi hijo llamó para decirme que estaba esperando a Abdulaziz, pero sentí en mi corazón que algo iba mal. Había algo diferente en su voz. Una inquietud.

Llamó diez minutos más tarde pero la llamada nunca entró: el teléfono estaba fuera de cobertura. 

—Me mantuve ocupada, cocinando, dejando la mesa preparada. Pero por dentro lo sabía. Salí al balcón por si los veía aproximarse a la casa. Pero a las 20:00 seguían sin llegar y entonces supe que habían sido detenidos.

Aquel día todo cambió. 

—Llevo doce años esperando. Es como si una parte de mí estuviera perdida. Es muy duro esperar así, con este peso en mi corazón todo el tiempo —dice. 
Pero Fadwa Mahmoud no se quedó de brazos cruzados. Fundó Familias Sirias por la Libertad, de la que Noura Gazi también forma parte. Durante estos años, han viajado por el mundo en un autobús empapelado con fotografías de los desaparecidos, para que la opacidad que reinaba en Siria no se trasladara también al ámbito internacional. Sabían que sus voces eran el único altavoz de miles de familias que, dentro del país, no se atrevían a hablar.

Ahora Fadwa es una reconocida activista que, desde Berlín, siempre está dispuesta a hablar con los medios de comunicación, a pesar del peso de las ausencias. Cuando el 8 de diciembre las puertas de las cárceles se abrieron, ella seguía esperando que su hijo le devolviera la llamada. 

—Llevábamos muchos años esperando este momento para ver a nuestros seres queridos. Teníamos la esperanza de que estuvieran dentro, pero las cárceles se abrieron y ellos no salieron, ni supimos nada.

Fadwa comienza ahora un nueva etapa para descubrir dónde están Maher y AbdulAziz. 

—Durante todos estos años me he mantenido fuerte por mi fe en la causa y la creencia de que Siria merecía sacrificios para que cayera ese régimen dictatorial. Pero hemos pagado un precio muy alto, más de lo que esperábamos —dice Fadwa, que expresa el dolor que comparte con el resto de las familias de los desaparecidos. 

Fadwa, que aún no ha vuelto a Siria, denuncia que las nuevas autoridades aún no se han comunicado con las familias de los desaparecidos. En sus redes sociales ha dejado un mensaje claro: “Continuaremos nuestra lucha para conocer el paradero de nuestros seres queridos y nada nos detendrá, incluso si todos los demás se cansan o se aburren. Seguiremos exigiendo la verdad hasta nuestro último aliento”.

Buscar a Zakaria 

Unos días después de la caída de Asad, el sirio Yahia Koddo viajó de España a Siria, tras una ausencia de 13 años, para buscar el rastro de su hermano Zakaria, desaparecido desde 2013 en las cárceles del derrocado régimen. El padre de Yahia y Zakaria recibió una llamada en abril de 2014 del servicio de seguridad Militar de Asad en Damasco: le decían que Zakaria había fallecido de un infarto en prisión. Pero en todo momento la familia mantuvo la esperanza de que hubiera algún error. Por eso, tras el derrocamiento de Asad, Yahia viajó a Damasco para buscar pistas sobre su paradero.

—Alguien decía que Fulano fue dado por muerto hace 10 años, pero luego resultaba que había un error. Esto siempre dejaba un hilo de esperanza en las familias, les hacía creer que sus hijos podrían estar vivos en las cárceles. Como no hubo ningún cadáver ni prueba de la muerte [de Zakaria], mantuvimos la esperanza —cuenta Yahia.

Un día antes de su arresto, Zakaria, que en aquel momento tenía solo 17 años, estaba preocupado porque habían detenido a sus compañeros de escuela. Se lo contó a su familia y les propuso esconderse en zonas rurales fuera del control del régimen de Asad y unirse a sus hermanos allí. Pero sus familiares, poco convencidos, pensaron que era una excusa para escapar de la escuela.

Alrededor de la una de la madrugada, una patrulla del Departamento de Seguridad del Estado irrumpió en la casa familiar y comenzó a buscarlo.

—Nos despertamos por el ruido. Zakaria, como era joven, no oyó nada porque estaba durmiendo —cuenta Ruba, esposa de Yahia, quien fue testigo directo del arresto aquella noche—. Nos dijeron que no tuviéramos miedo, que no nos iban a detener, solo querían a Zakaria porque un informe lo acusaba de actividades ilícitas.

Cuando entraron a la habitación para arrestar a Zakaria, su madre les dijo: “Con cuidado, déjenlo vestirse para que no pase frío”. El oficial le respondió: “¿Quieres enseñarme cómo hacer mi trabajo?”, según el relato de Ruba.

—Nos dijeron: ‘No se preocupen, lo liberaremos en dos horas’. Pero nos quedamos despiertos, estábamos seguros de que no nos lo devolverían —detalla Ruba. 

Esa noche, los soldados también arrestaron a un hermano de Zakaria y al esposo de su hermana, quienes estaban en el mismo edificio. Pero ellos fueron liberados después de alrededor de un mes y contaron que Zakaria estaba siendo torturado.

Retrato de Zakaria, desaparecido desde 2013 en las cárceles del régimen de Asad.
El papel que la Policía Militar dio a la hermana de Zakaria con la supuesta fecha de fallecimiento del joven.

La tarea de búsqueda recayó en Yahia y su hermana después de que sus padres y cuatro hermanos murieran durante la guerra. Su madre murió en un bombardeo en diciembre de 2013. Uno de los hermanos estaba con el Ejército Libre y perdió la vida en combate; el tercero es Zakaria, y otros dos hermanos mayores que él murieron en otro bombardeo en 2016 que también acabó con la vida de su cuñada. Su padre resultó herido y falleció en 2020.

En el tribunal militar de Damasco le dijeron a Yahia que no tenían información y le instaron a revisar los registros civiles, pero allí tampoco encontró nada. A Yahia y su hermana, únicos supervivientes de la familia, solo les queda la llamada de abril de 2014 que les informó de una muerte que no quisieron creer, y un trozo de papel que le dieron a ella cuando fue a preguntar por Zakaria después de aquello. 

En el papel está escrito: “Ingresó el 24 de abril de 2014 y falleció el 26 de abril de 2018. Policía Militar”.

—No hemos podido celebrarlo.

Abrigado con una chaqueta deportiva verde, Khalil Hussein, de 51 años, comparte un té con sus vecinos. Están reunidos en el patio interior de una casa que da la espalda a las tropas israelíes, apostadas a menos de un kilómetro. Aunque estén cerca, no verlas da algo más de seguridad. Es un buen refugio para la conversación. O eso parece.

La aviación de Israel sobrevuela la zona.

—Cayó el dictador, pero llegaron las tropas israelíes —se queja también Abdallah Hussein, de 47 años, su jersey beis bajo la chaqueta, su pantalón de chándal, sus chanclas.

En el corro del té todos asienten. Este es el sentimiento que transpira Al Hamidaya, un pueblo sirio de algo más de 2.000 habitantes en la llamada zona de desmilitarización entre Israel y Siria, situada en un valle de los altos del Golán. Un sentimiento más amargo que furioso: los vecinos solo quieren que las tropas israelíes que han ocupado su zona se retiren, que los dejen en paz. Están cansados de la guerra civil siria, que duró casi 14 años, y ahora no quieren más problemas.

Israel redibuja las fronteras

El fulminante avance rebelde contra el régimen de Bashar al Asad, que culminó el domingo 8 de diciembre con la toma de Damasco, vino acompañado de la evaporación de las fuerzas de seguridad sirias. Los puntos de control —temidos por la población civil, que era chantajeada y extorsionada en muchos de ellos— desaparecieron. También la custodia de los edificios oficiales y el control de las fronteras.

Israel, que tiene fronteras lábiles con sus vecinos —fronteras que se mueven con cada escaramuza, con cada conflicto, con cada anexión—, aprovechó la ocasión de inmediato para, una vez más, redibujar el mapa de la región. Avanzó más allá del generoso territorio de los altos del Golán que ya ocupa desde la guerra de 1967 —donde tiene previsto duplicar la población de colonos, según un reciente anuncio del Gobierno israelí—. Y penetró en la zona desmilitarizada entre ambos países. Esto supuso la ocupación parcial o total de varias localidades —como la pequeña Al Hamidaya, en la gobernación siria de Quneitra— y de la cima del estratégico Monte Hermón, más al norte.

Línea roja de delimitación entre Siria y la zona desmilitarizada establecida tras la guerra de 1973. Samuel Nacar

—Las tropas israelíes entraron aquí a las 6 de la mañana del domingo, en cuanto cayó el régimen —dice el propietario de la casa donde los vecinos toman el té, Atallah Hamud, de 60 años—. La gente estaba aterrorizada, sobre todo los niños. ¡No sabíamos qué estaba pasando! Se oían disparos al cielo.

Los soldados obligaron a los vecinos de Al Hamidaya a salir de sus casas, los concentraron en la plaza del pueblo, exigieron la entrega de las armas que tuvieran almacenadas y registraron sus viviendas.

Esta fue una de las casas ocupadas.

—Estuvimos dos días durmiendo en otras casas. Nos permitieron volver, pero comprobamos que la habían convertido en un cuartel militar —dice Atallah, que además de vecino es vicealcalde de Al Hamidaya—. ¿Le puedes enseñar las fotos?

La mujer de Atallah muestra entonces en su móvil imágenes recientes de la vivienda: mantas en las habitaciones revueltas, la cocina patas arriba, comida esturreada. Ahora el interior de la casa presenta mejor aspecto, porque lo han recogido casi todo, pero aún quedan señales de la ocupación. Dejar señales era la intención, porque en la pared hay un texto que incluye nombres en hebreo.

—Impusieron un toque de queda a las 5 —dice Atallah—. Estuvimos sin luz ni agua casi una semana, porque cortaron ambos suministros, pero luego dejaron que se restablecieran. Ahora todo está mejor, más estable… Pero nos sentimos ahogados. Han cortado la principal carretera que nos une con Khan Arnabeh [la ciudad más importante de la zona, fuera de la zona desmilitarizada]. Tenemos que ir por caminos secundarios y tardamos mucho. Aquí hay muchos estudiantes, en concreto 93. Y es muy caro moverse por el precio de la gasolina.

La mayoría accede a que se publiquen sus palabras, a que se les identifique con el nombre, pero prefiere que no les hagan fotografías. No tienen nada que esconder, pero no saben cuánto tiempo se quedarán las tropas israelíes, si avanzarán, si harán más incursiones caprichosas, si se retirarán. 

Puerta de una casa con el paño agujereado a balazos en el pueblo de Al Hamidaya.
Las tropas israelíes registraron las casas de este pueblo y ocuparon temporalmente algunas de ellas. Samuel Nacar

Mencionan una y otra vez al alcalde de una localidad vecina que se ha atrevido a hablar con las tropas de Israel. El mensaje que ha recibido es que los soldados se irán a final del mes de diciembre, que quieren que una delegación de Hayat Tahrir al Sham (HTS) —la amalgama de grupos rebeldes que lideró la ofensiva que derrocó el régimen— acuda para negociar con ellos. De momento ocupan varias casas de este pueblo —siete, según los vecinos—, que ha quedado partido.

El Gobierno israelí no ha aclarado cuánto tiempo permanecerán sus tropas en la zona desmilitarizada establecida por el acuerdo de desarme alcanzado en 1974. En una visita a ese territorio estratégico apenas diez días después de la caída de Asad, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, dijo que sus fuerzas estarán allí hasta que se encuentre otro acuerdo “que garantice la seguridad de Israel”. De forma paralela a la ocupación, las fuerzas israelíes han bombardeado cientos de objetivos clave en toda Siria, desde bases militares hasta arsenales y flotas navales para acabar, según el Gobierno de Israel, con capacidades estratégicas que puedan suponer una amenaza. 

El líder de HTS, Ahmed al Shara (conocido antes de la toma de Damasco por su nombre de guerra, Abu Mohamed al Golani), ha dicho que la prioridad actual es la reconstrucción y la estabilidad de una Siria que no puede permitirse verse arrastrada a nuevos enfrentamientos.  Pero también ha advertido de que, ahora que Irán y Hezbolá —estrechos aliados del régimen de Asad— han abandonado el país, Israel no tiene excusa para invadir ni bombardear territorio sirio.

“De aquí no nos iremos”

El vicealcalde Atallah, que actúa como portavoz de los vecinos, muestra en el porche de su casa, ante el té, una cicatriz en su pierna. Dice que un ataque del régimen sirio mató a su exmujer y le dejó heridas. Toma mi bolígrafo y escribe en mi libreta: 23-11-2016. Es una fecha que no olvida.

El pueblo ya no tiene ganas de luchar. O al menos los que están en este patio. Ya han tenido suficiente.

—No queremos guerra con nadie —dice el vicealcalde—. Me ha sorprendido todo esto. Si tenemos un acuerdo con Israel, ¿por qué no esperan un poco? ¿Por qué entrar así directamente y empezar a echar a la gente de sus casas? No tiene sentido. La gente necesita comida, pan.

No hay ánimo de revancha en sus palabras. Pero tienen claro que no cederán.

—Aunque vengan los tanques, de aquí no nos iremos —dice Khalil, y todos los demás asienten.

La aviación de Israel sobrevuela la zona.

Un vehículo todoterreno del Ejército de Israel, que ha aprovechado la caída de Asad para ocupar más territorio. Samuel Nacar
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