No acabamos de saber si se ha acabado el colonialismo o si reverdece bajo otros nombres. Pero su huella permanece, y la irradiación de su sufrimiento alcanza todos y cada uno de los continentes y océanos de este hermoso mundo.

También en las islas Mauricio, al oeste de Madagascar —frente a las costas de Mozambique—, un país que se percibe como la exacta idea del paraíso televisivo, de playas de aguas turquesas, con puestas de sol de color naranja caramelo. Un lugar para perderse y soñar con nenúfares blancos que al llegar la noche transmutan en rojo sangre.

Allí viven muchos chaguianos. Se llaman así porque proceden de Chagos, un archipiélago de islitas varadas en el vasto océano Índico que pertenecía a las islas Mauricio, colonizadas por portugueses, holandeses, franceses y británicos.

Y allí vivieron durante más de medio siglo, porque fueron expulsados de su archipiélago a finales de la década de 1960. Sucedió por un intercambio de favores geopolíticos, algo parecido al juego de cromos pero en versión siniestra. El Gobierno británico de Harold Wilson le “cedió” al Gobierno estadounidense de Lyndon B. Johnson la isla Diego García, perteneciente a dicho archipiélago de Chagos, para construir una base militar, a cambio de aceptar su negativa y no sumarse como aliado en la guerra de Vietnam.

Para ello, los británicos optaron por expulsar a los habitantes de todas las islas del archipiélago, y no solo los de Diego García.

Sucedió en aquellos años de sueños de libertad, cuando tantos países colonizados alcanzaron su independencia. El Gobierno británico llevó a cabo su “donación” ejecutando una intrincada maniobra: con una mano concedió la independencia a Mauricio y con la otra desmembró a Chagos de su condición mauriciana; así la erigió, de golpe, en una nueva colonia. La bautizó con el nombre de ‘Territorio Británico del Océano Índico’, y la malévola pirueta geopolítica tenía una razón de peso: en virtud de la “concesión”, los norteamericanos exigieron a los ingleses que lo “vaciaran” de personas.

Tarzanes y Viernes


Dicho y hecho. “La isla se cierra”, comunicaron a las más de 1.500 personas para las que Chagos era su hogar, su casa, la tierra donde está enterrada su gente, la mayoría descendientes de esclavos traídos —también por la fuerza— desde el continente africano para trabajar en las plantaciones de azúcar y cocoteros.

Les obligaron a marcharse solo con una maleta y dejar atrás su casa, sus recuerdos, sus antepasados, sus plantas, sus flores y sus perros.

La extraña contorsión territorial no debió resultar fácil. Recordemos que en una de sus primeras sesiones, en diciembre de 1946, la Asamblea General de la ONU resolvió que la deportación era un crimen contra la humanidad.

Pero cuando el poder quiere ser omnipresente abre inéditos caminos de perversión. En este caso, un ejército de tecnócratas y asesores británicos y estadounidenses trabajaron duro para forzar la “cesión” y, a su vez, erigirse en garantes de los sueños de justicia y libertad. “Debemos evitar que se nos acuse de estar ‘traficando con territorio colonial’”, advertía un documento interno del Gobierno británico que encontró el experto en derecho internacional Philippe Sands, contratado por un grupo de chagosianos para litigar contra Gran Bretaña y Estados Unidos.

En su maniobra, los británicos mintieron a la ONU diciendo que en el archipiélago de Chagos no había personas viviendo de modo “permanente”. Y para demostrarlo es probable que en algún despacho de Londres se brindara por una excelente idea: la metrópolis crearía un documento en el que, de un solo golpe burocrático, “transformaría” a los habitantes de esas islas en “trabajadores contratados” por el Gobierno británico.

Así se forzó la ficción de que allí no vivía nadie. De ese modo, se armó el relato de que a las suntuosas aves del archipiélago apenas “les acompañan unos cuantos Tarzanes o Viernes [en alusión a uno de los protagonistas de la novela Robinson Crusoe, del escritor Daniel Dafoe], cuyos orígenes son oscuros”, leyeron asombrados Sands y su equipo legal en un cable diplomático británico fechado en 1966.

Años antes, a finales de la década de 1990, con ayuda de otros abogados, la población chaguiana casi consigue volver a sus casas gracias a diversas presiones y denuncias ante la ONU.

Pero la cartografía geopolítica es brutalmente tenaz. En marzo de 2003 se inició la guerra de Irak, liderada por Estados Unidos y el Reino Unido. De golpe, la isla de Diego García se transformó en un espacio de importancia vital, al convertirse en la base militar desde donde despegaron los primeros bombarderos B1, B2 y B52 que iniciaron el conflicto. Todo el trabajo, todas las ilusiones, todas las reuniones, debates y juicios se transformaron en una ilusión legal, y los chaguianos se quedaron sin poder volver a su tierra.

En el libro La última colonia, Sands da cuenta de todo el proceso judicial por aquella flagrante expulsión. Hay un capítulo en el que detalla que, en una visita “conmemorativa” en la que se permitió a un puñado de chagosianos visitar sus islas por unas horas, vieron que en Diego García el cementerio de perros de los soldados estadounidenses era hermoso, limpio y estaba muy cuidado, mientras que el cementerio de sus antepasados estaba lleno de maleza y sucio. Fue una imagen que les dejó sin aliento. Algunos tiraron la toalla y se rindieron. Pero la mayoría no lo hicieron. Tras un nuevo litigio, en 2019 la Asamblea General de Naciones Unidas votó de manera abrumadoramente mayoritaria a favor de la devolución del archipiélago de Chagos a Mauricio. Según esa sentencia, los chagosianos podían regresar a sus islas. Pero el Gobierno británico se negó a acatar la recomendación de la ONU. Tras nuevas presiones, a finales de 2022 el Reino Unido anunció su disposición a negociar, y el pasado otoño finalmente cedió a las demandas de los habitantes de Chagos.

Hay una frase que Sands repite una y otra vez en conversaciones, entrevistas y conferencias: “Las ideas importan, las palabras importan, la escritura importa”.

“Y el hombre no se halla completo, ni se revela a sí mismo,

ni ve lo invisible, sino en su íntima relación con la naturaleza”. (José Martí)

Toda la hondura del tiempo, en el canto de un mirlo.

El paradigma del ser humano de hoy es el de un hombre alejado del mundo que se piensa dueño y conocedor de él.

Corrompen, destruyen la vida, y a lo que queda lo llaman “realidad”. Y luego proclaman el realismo. “¡Hay que ser realista!”.

(el topógrafo)

“…y él no veía los ángeles yendo y viniendo, sino que se dedicaba a buscar el viejo hoyo de un poste en medio del paraíso”. (H.D.Thoreau)

Para escuchar el canto del pájaro, antes hay que oírlo.

El ser humano vive ajeno a sí mismo, no funda ni abre espacio en su andar. No deviene porque no está; apenas pasa, sin saberlo.

Repetirlo hasta asumirlo plenamente: “El realismo es una corrupción de la realidad”. (Wallace Stevens)

Todo en la naturaleza vive en sí, como tú mismo, nada es objeto de visión. Ella vive en un adentro que el ser humano hace tiempo dejó de percibir. En ese adentro calla y canta el pájaro, habla y calla el árbol.

El árbol es el hermano natural del hombre.

La naturaleza nos mira, nos toca, nos habla, en su vigilia atenta al ser. De noche, en el sueño, escucha nuestro rumor callado.

“Los árboles nos hablan una lengua que entendemos”. (José Martí)

 Bajo tus pies desnudos, constelaciones de hierba.

La corteza del árbol siente y señala en sí cada roce, cambio de aire y luz, sonido, canto, agua; también la mirada del ser que comprende.

 En lo invisible de la naturaleza, ver es también ser visto.

“Nosotros no tenemos nunca, ni siquiera un solo día, el espacio puro ante nosotros, al que las flores se abren infinitamente”. (R.M. Rilke)

El bosque solo ve —percibe con toda intensidad— lo invisible del ser humano que en él se adentra.

Nuestro espacio, el lugar de cada ser, oculta en lo más hondo de sí la esencia del tiempo.

“El camino más claro hacía el universo pasa por un bosque virgen”. (John Muir)


El asombro que nos produce la contemplación del universo en la noche no debería ser mayor que el que sentimos ante un árbol en el fulgor de su presencia.

Deja que todo te envuelva —porque todo te envuelve. 

El árbol está, no espera, en su ahora late el tiempo entero; en su nada, la esperanza.

Al atardecer, la naturaleza percibe las voces amigas.

Matices de la luz en el tronco de un árbol.

El proyecto Jóvenes y mayores bien acompañados, del cual forma parte esta crónica, recibió el Premio Montserrat Roig a la promoción en la investigación en el ámbito de los derechos sociales y la acción social. 

“Bienvenidos a nuestro mundo,

al mundo real,

el mundo de los fuertes

que se comen a los débiles.

Bienvenidos al mundo

en que la persona piensa solo en sí misma

y se olvida de los que sufren en silencio.

El mundo oculto. Sí.

Este es nuestro mundo.

Yo! Salam aleikum, brother,

vayamos en un viaje al otro mundo,

al mundo de la pobreza,

donde hay personas a las que vemos 

como si no existieran. 

Vayamos adonde los humanos 

viven la crueldad de la vida. 

Mientras tú duermes en una cama blanda

con una almohada suave bajo la cabeza,

hay una persona que pasa frío en la calle.

Su cama, un cartón; y su almohada, 

una mochila con sus pocas pertenencias.

El pobre espera que salga el sol

pa que se vaya el dolor”. 

(…)

Este es el arranque del rap Mientras tú, de Beny 5, que en realidad se llama Moha Benyamna. Moha vivió en un centro para menores en Cataluña hasta que cumplió la mayoría de edad. A través del programa Acull (“Acoge”), de la asociación Punt de Referència, conoció a Lali Escolà, que lo acogió en su casa durante nueve meses. Ahora Moha tiene 25 años y vive en Barcelona, aunque trabaja en la vecina Granollers.

El primer día que lo entrevisté, antes de irse a toda velocidad con el patinete eléctrico que usa para trabajar como repartidor, reprodujo en su móvil, con una sonrisa, este rap reivindicativo. Así que, como respuesta, no voy a escribir un reportaje sobre él, sino que voy a recoger el guante y le voy a dedicar otro poema narrativo, pero en la forma tradicional del romance.

Moha en el balcón del piso de Lali en Barcelona, donde estuvo acogido durante nueve meses. Anna Surinyach

Que empiece el combate:

Te pregunto por tu casa,

si descansaba entre pinos;

no es la mejor manera

de empezar a hablar contigo.

Tu madre vendió la casa

para pagarte el camino.

Adolescente, te fuiste

de Marruecos, clandestino,

obligado, ilusionado,

como tantos otros chicos.

Fue en dos mil diecinueve,

un enero no tan frío.

Con un cristal te cortaste

la mano, quedaste herido,

y recorriste la ruta

con un vendaje bien fino.

Desierto y hacia el norte,

—el desafío marino—

España, el sur de Europa;

no sabías tu destino.

Llegaste a Barcelona

y te sentías perdido

en un centro de menores

donde buscaste abrigo.

Siempre hablabas con mamá

y tus primeros amigos.

Hacías vídeos con bromas

desde el humor sin sentido;

nacía una estrella

de la risa sin testigos:

YouTube, cámara oculta,

placer para el algoritmo.

Te quedaste en la calle,

corrieron en tu auxilio

Lali y una asociación; 

calor, piso compartido

te ofrecieron enseguida.

Empezaba tu destino.

Aprovechaste el momento,

no te quedaste dormido.

Lali tiene siete hermanos

y vivió con cuatro hijos,

pero ahora vivirá

con Moha y otros chicos;

Lali es muy solidaria,

a muchos tiene acogidos.

Este es el primer lugar

decente, no compartido,

me dices: que es difícil

vivir con cuarenta tíos.

Macarrones (mmm) con queso,

—te sientes un renacido—

también crema de verduras,

del Barça algún partido,

Lali y sus clases de yoga,

Moha, perfecto inquilino.

Ya quieres a la yaya, que

juega al dominó con tino.

“Estudia”, te dice Lali,

aunque eso no va contigo.

Té con menta. Macarrones.

Te ves series de corrido:

Berlín, La casa de papel,

Daddy Yankee al oído

—y Morad y Karol G—.

Se acabó el tiempo, amigo.

En esta mesa, punto de encuentro del piso, Lali y Moha compartieron cariño y respeto. Anna Surinyach

Te vas de casa de Lali:

adiós, tiempo compartido.

Aún no tienes papeles

y trabajas clandestino.

Ganas algo de dinero;

a la familia se ha ido.

Todo el mundo conoce

a Mohamed y su temido

patinete de reparto.

La cuenta te han vendido,

te quitan treinta por ciento

mejor que ser campesino

o estar en la construcción,

aunque parezca mezquino.

Te para la policía,

cantas tu rap repentino.

No robas pero te roban:

eres víctima del timo.

Moha, eres un currela,

vuelas si cae un pedido

de la mañana a la noche.

Sigues. Le sacas partido.

Con tu novia en Barcelona,

vida y piso compartido.

Tras muchos años lo logras,

ya tienes el NIE genuino,

echas de menos a Lali,

Lali acoge a otros chicos.

En Marruecos tu abuela

muere, estás confundido.

Con el patinete a cuestas

a Granollers te has ido,

adolescente youtuber,

pillín, que no engreído:

ya nadie te llama mena,

tu futuro es atrevido.

Siempre hablas con mamá,

hablas con raro sigilo,

tienes una nueva casa

pero no están tus amigos.

No te acuerdas de la ruta

del dolor o sus motivos,

solo recuerdas el miedo:

porque fuiste un prohibido.

Durante la acogida, Moha y la madre de Lali entablaron una relación especial.
Imágenes cedidas por Lali Escolà

El pasaporte de Musa

Desde hace dos décadas, la asociación Punt de Referència pone en contacto a familias o personas que tienen espacio en casa, como Lali, con jóvenes que necesitan acogida, como Moha. El ámbito de actuación es Barcelona y su zona metropolitana. El proyecto Acull propone un pacto inicial de convivencia de nueve meses entre ambas partes. Un tiempo que permite al joven centrarse en sus estudios, tener un espacio donde desarrollar su autonomía y, sobre todo, trazar un nuevo horizonte.

“El proyecto nació para acompañar a jóvenes que salían del sistema de protección de menores, porque no tenían una red de apoyo que los acompañara en este momento de emancipación”, dice Bàrbara Bort, responsable del proyecto Acull.

La idea es sencilla, pero su aplicación está llena de detalles complejos que solo alguien que conoce por dentro el proceso, como Bàrbara, puede describir. Los emparejamientos los hace Punt de Referència: se tienen en cuenta las preferencias de los jóvenes, pero las partes implicadas en ningún caso pueden escoger un perfil (edad, género, orígen…). Las asignaciones las hace Punt de Referència teniendo en cuenta los intereses y necesidades de todo el mundo. Se hace una formación a las familias o personas que acogen: deben acompañar al joven en el tránsito a la emancipación, a través de un vínculo afectivo, pero sin ir más allá, aunque a veces sea difícil. La familia recibe una dotación de 300 euros mensuales para cubrir los gastos de manutención, pero no debe haber transacciones económicas entre ambas partes, porque eso podría generar una relación de dependencia, que pondría en riesgo el vínculo entre joven y familia de acogida. Esta iniciativa tapa alguno de los agujeros generados por el sistema.

Pero no todo son buenas noticias.

“Hemos notado, sobre todo a raíz de la pandemia, que ha habido un bajón en la demanda de familias para acoger, algo que no hemos notado tanto en otros programas de voluntariado”, dice Bort. “Es verdad que este programa requiere más compromiso, pero atribuimos ese bajón a la incertidumbre social, económica y política, y a la discusión pública sobre personas migrantes”.

En concreto, la imagen de estos jóvenes que proyectan algunos medios de comunicación, dice Bort, en particular los que usan de forma mayoritaria el deshumanizador acrónimo de “menas”, está llena de “demagogia” y ha tenido un impacto negativo en este proyecto.

Cada vez es más difícil encontrar a Lalis. 

O a Joanas.

***

A sus 76 años, acoger a un adolescente en su casa significa para Joana Vives Salvadó abrir la mente. “A medida que nos vamos haciendo grandes, solemos cerrarnos”, reconoce. Aunque parece una aseveración genérica, enseguida la matiza con su habitual prudencia: “Lo digo por mí, ¿eh?”. La agenda de Joana es intensa, y ahora tendrá que ver si baja un poco el ritmo o si lo intenta mantener.

—Mi marido murió en 2009 —dice sentada en la mesa de su comedor, en el barrio del Eixample de Barcelona—. Al poco tiempo mi hijo se fue de Erasmus a París. Al cabo de dos meses ya fui a verlo.

Su hijo volvió a Barcelona y se independizó en 2014.

—Estoy segura de que tardó más por el reparo a dejarme sola. Lo sé. Hasta que al final le dije: tienes que hacer tu vida. Y cuando se fue… entonces sí que fue como un segundo duelo. A ver, evidentemente el golpe emocional es incomparable, lo digo más en el sentido de sentirse acompañada… porque fue el momento en que ya no había nadie más en casa. Fue otro duelo. No sé si se lo he dicho alguna vez. No sé si lo puedes publicar.

Si están leyendo esto es porque Joana ha aceptado que se publique. Dice que su hijo la visita con asiduidad. Que se siente incluso “egoísta” por pensar eso. No se lamenta; solo expresa, con una lógica aplastante, la realidad de un momento que debía llegar tarde o temprano.

—Tienes la sensación de que realmente estás sola cuando cierras la puerta, porque no hay nadie más.

Nadie gira ya la llave de la puerta sin que lo espere. Hasta finales de marzo de 2024. El momento en que Musa entra en su vida.

***

Musa, en su habitación del piso de Joana. Aquí ganó autonomía y tomó impulso para una nueva etapa de su vida. Anna Surinyach

Musa Jadama ya conoce uno de los aspectos esenciales de la vida cotidiana en su nuevo país. No importa lo temprano que se levante: cada mañana corre el riesgo de llegar tarde a su destino por culpa de los trenes de cercanías de Renfe. Está haciendo un curso de soldadura en Vilafranca del Penedès, a las afueras de Barcelona, que espera que le sirva para entrar en el mercado laboral. Pero su vida pronto va a cambiar. Y ese cambio, obviamente, no pasa por una mejora en la puntualidad de la Renfe. 

Pasa por Joana.

Está concentrado, casi obsesionado con el presente: atrás quedan su Gambia natal, el viaje por tierra y mar hasta las islas Canarias, el traslado a la península, el paso frustrante por varios centros para menores; ahora se está mudando, porque va a ser acogido en un piso de Barcelona por una mujer a la cual aún no conoce —y eso es lo único que importa.

A sus 19 años, después de meses oyendo mena mena mena no acompañado los titulares de prensa Vox gritando avalancha delincuentes por qué no se van a su país, vivir en casa de Joana se presenta como una forma de empezar a sentirse adulto y acompañado.

***

“Benvingut a casa, Musa!”

Joana recibió a Musa en su piso con este mensaje escrito en una cartulina. Se abrió entonces el periodo de tanteo. Cómo respiras. De qué pie cojeas. Cuáles son tus manías.

El inicio de la acogida es un momento lleno de incertidumbre. Pero también de esperanza. Anna Surinyach

—Yo me levanto temprano —le dijo Musa a Joana poco después de empezar a convivir con ella.

—¡Yo no!

Un mes después del inicio de la aventura, Musa seguía levantándose temprano, pero ya no se pegaba madrugones, porque dejó de ir a Vilafranca del Penedès para acudir a un curso de electricista en la misma Barcelona. Ya iba conociendo mejor la ciudad, por la cual podía moverse, además, sin necesidad de usar la Renfe.

—Yo te enseñaré catalán… —le dijo Joana.

—Y yo te enseñaré mandinga.

Una de las primeras cosas que Musa entendió rápido es que para Joana es muy importante el catalán. Su supervivencia como lengua, su importancia cultural —y también que él la hable. Empezaron —Joana es filóloga— con clases más o menos formales, pero pronto las pasaron, como dice Musa, “al día a día”. Joana le habló en catalán desde el primer día, y Musa le respondió al principio en castellano y luego siempre que pudo en catalán. Así no solo adquiría Musa herramientas para desenvolverse mejor en su día a día, sino que se creaba una conexión. 

—Me ha dado tranquilidad conocerlo, ponerle cara… —dice Joana, que se fijó desde el principio en la sonrisa franca de Musa, aunque en eso no es nada original, porque todo el mundo se fija en su sonrisa franca—. Valoro mucho que casi sin conocernos, sin forzarlo, empezara a contarme ya cómo había llegado, en patera…

***

Durante casi dos décadas he cubierto como periodista movimientos de población. He pecado, como tantos otros, de subrayar demasiado el dolor en la guerra, el trauma en la huida y la acción trepidante en las rutas. Pero he constatado en todos estos años que, demasiado a menudo, el presente es el principal motivo de sufrimiento de la gente que se mueve. 

(Las personas refugiadas de Afganistán varadas en la isla griega de Lesbos durante años están más angustiadas por su estatus legal —el asilo que no llega— que por el dolor que experimentaron cruzando Asia Central y Turquía).

Lo mismo le pasa a Musa. Cuenta de forma abierta cómo salió de Gambia sin que su madre lo supiera, cómo se subió a un cayuco, cómo llegó a las islas Canarias y después a Cataluña. Pero esta vez no nos vamos a detener aquí, sino en lo que castiga su tranquilidad cada día: su situación irregular, la burocracia. El laberinto —ahora sí hay que usar el cliché— kafkiano que empezó con la acogida en un centro para menores, más de un año antes de entrar en casa de Joana.  

—En el centro muy mal —dice Musa, que se expresa con alegría y claridad cuando habla de otras cosas, pero que frunce el ceño y se aturulla cuando recuerda aquella fase—. No puedo decir que todos los trabajadores [del centro] son malos, pero algunos son muy malos.

Musa asegura que algunos chicos del centro no lo trataron bien, y tampoco uno de los educadores, al que tacha de racista. Aunque la convivencia en estos centros es mejor de lo que su proyección pública sugiere, arrastran problemas graves: la tendencia a habilitar macrocentros en lugar de espacios más reducidos donde atender mejor a los jóvenes, los debates tóxicos alrededor de los centros, un personal con condiciones laborales desiguales —la mayoría de centros está en manos de entidades subcontratadas por las administraciones públicas, tan diversas como los mismos adolescentes—… Se pone el acento, precisamente, sobre el origen diverso de los jóvenes, pero hay algo más decisivo que comparten y que explica las dificultades para gestionar este momento: son adolescentes angustiados, porque saben que en cualquier momento pueden ser expulsados del sistema.

—Cuando no estaba estudiando, estaba en la cama. No quería tener problemas. Me decían: vamos a jugar a fútbol. Y decía que no.

Un día, de regreso de su curso de fontanería, llovía a cántaros y Musa llamó al centro para que vinieran a recogerlo en coche (tienen vehículos preparados para momentos de emergencia). Dice que no lo recogieron y después tuvo un enfrentamiento con aquel educador.

—Pues que sepas que desde el centro me hablaron muy bien de ti —lo interrumpe Bàrbara Bort, de Punt de Referència, que ha estado acompañando a Musa en todo este proceso.

Estamos en el comedor de la casa de Joana, unas semanas después del inicio de la acogida. Mientras charlamos de otras cosas, Musa está relajado, se le ve feliz en su nuevo espacio cotidiano, pero se lo llevan los demonios cuando recuerda aquella época.

—Hablaste con otra educadora que me trataba muy bien —responde Musa.

Bàrbara asiente.

—Un día, mientras dormía en el centro, me dijeron que tenía una cita con la Fiscalía [de menores] —retoma el relato Musa—. Les dije que por qué no me habían avisado antes. “No voy”.

Se había puesto en marcha un procedimiento de determinación de la edad, algo temido por jóvenes como Musa. Estas pruebas, en concreto las que miden el grado de maduración ósea o dental, han sido tachadas de imprecisas por organizaciones de derechos humanos. Pero hay algo más duro en el caso de Musa: él tenía pasaporte, y en él decía que le faltaba medio año para cumplir la mayoría de edad. No era demasiado, pero sí suficiente como para empezar a planear su futuro. Si se demostraba su mayoría de edad, pasaría automáticamente a estar en situación irregular. Algo que incluso ha llevado a algunos chicos a suicidarse.

—Dije que quería un abogado. Me dieron el número de una mujer y me dijeron que era mi abogada [de oficio].

Punt de Referència dio apoyo a Musa en este proceso. La abogada de oficio al principio no parecía estar informada de que llevaría el caso de Musa, pero acabaron aclarando que sí. Fue justo una semana antes de la cita judicial: sin el apoyo de Bàrbara, Musa lo habría tenido más difícil. Se dieron cuenta entonces de que el nombre que constaba en el expediente era el mismo, el de Musa, pero no el apellido. ¿Pero es él?, preguntaron antes del día. Sí, es él, les respondieron.

El día D, cuando Musa y Bàrbara estaban en la estación de Sants preparados para ir a la Ciutat de la Justícia, recibieron una llamada del centro: no vayáis, se han equivocado de nombre. Bàrbara llamó a un abogado de confianza, experto en extranjería, y quedaron en que irían igualmente y que él les echaría una mano. Una vez allí, se vieron con este abogado y con el de oficio —del mismo bufete de la abogada, que finalmente le había pasado el caso—, y se dieron cuenta de que no había un error: había dos personas.

—El otro nombre existía, pero nadie sabía dónde estaba el joven —dice Bàrbara—. ¡Y era un chaval ciego de un ojo! Lo habían expulsado de un centro y nadie lo acompañaba. No se presentó a juicio.

Ambos eran de Gambia y se llamaban Musa, pero el parecido era imposible, sobre todo a causa de ese ojo. Ello no evitó la confusión, una dolorosa muestra de racismo institucional.

—Cuando vas a mirar dónde está el origen del error… es que físicamente no tienen ninguna semejanza, es evidente que no son la misma persona. Daba la sensación de que miraban el expediente tres minutos antes de entrar.

Musa y su abogado se pusieron manos a la obra para denunciar la situación. Pero se decretó su mayoría de edad, y tuvo que salir del centro. Entonces entraron en juego el programa de Punt de Referència y la familia de acogida, Joana, que lanzaron un flotador salvavidas a Musa en el momento que más lo necesitaba.

Después podrá caminar solo.

Musa en su habitación. En el piso de Joana se sentía mucho mejor que en un centro para menores. Anna Surinyach

***

Ha pasado medio año desde que Musa llegó a la casa de Joana. O visto al revés: le quedan tres meses para marcharse. El programa es de nueve meses, aunque es prorrogable. El tiempo pasa volando, dice el cliché.

—¿Estará ya? —pregunta Joana.

—Sí.

Hablan en la cocina. Musa prepara su plato estrella, el mafe, un guiso versátil que hoy tendrá arroz y cordero. Joana le pregunta y le repregunta: quiere que Musa le conteste directamente en catalán. No aspira a convertirse en su tutora, o en una figura matriarcal, o en alguien que guíe su rumbo. Ni lo pretende ni se espera eso de ella, porque supondría una mala interpretación del proceso de acogida —por parte de ambos. Pero sí le gustaría sembrar una semilla. 

La lengua.

Agaf…

—Vuelve a intentarlo —le pide Joana. 

—No puedo.

—Sí que puedes, esfuérzate.

—Me esfuerzo pero no puedo.

Agafo… (Cojo…). 

Agafo —repite Musa. 

Es que, si no, dices “no puedo” y te quedas tan ancho. Sí que puedes.

Mica en mica… (poco a poco).

S’omple la pica! —sonríe Joana cuando oye el inicio del refrán que llama a la paciencia para llenar el pilón poco a poco—. Esa sí que la aprendiste… Nadie nace enseñado.

—Me cuesta mucho.

—Pero si te frenas y dices “no puedo”… ¿Verdad que has podido decir esto? Tú ya entiendes el catalán. Poco a poco irás entendiendo más palabras… Lo que interesa es que la gente te entienda. Y que tú los entiendas.

—Yo entiendo, pero hablar bien me cuesta mucho.

—Esta es mi batalla, chato, ya sabes que me haría mucha ilusión que acabaras entendiéndolo y hablándolo, porque será la única manera de que cuando muera te acuerdes de mí. ¡Joana, que es una pesadilla y que no me deja vivir!

—Nunca diré eso, ya lo sabes… pero son muchas lenguas.

—¿Tú sabes que cuantas más lenguas se saben, más fácil es aprender otra?

—Bueno…

—Tu cerebro se va abriendo, aún es joven; el mío ya no, se va cerrando.

—Sí, es verdad.

—Vaya sermones, chato.

Joana y Musa se entienden bien. Siempre recordarán los nueve meses que pasaron juntos. Anna Surinyach

***

Después de nueve meses de mafe y macarrones, de hacer la limpieza los fines de semana, de alguna excursión, de insomnio y descanso, de clases de catalán que no son clases de catalán, de TikTok y ver la serie Resurrección en el móvil (Musa), de enterarse de quién es Murad (Joana), Musa se ha ido.

Joana ha recuperado el juego de llaves del invitado. Está satisfecha: todo ha ido sobre ruedas. Pero también está cansada.

—La convivencia ha sido intensa. Pero no debido a un choque de culturas, sino porque él es adolescente y yo podría ser su abuela —dice Joana en la mesa de su comedor, escenario de tantas y tantas conversaciones con Musa.

—Es una experiencia que hay que tener —dice Joana sobre la acogida—. Pero tienes que estar bien informada antes de hacerla. Te preparan, pero a mí me ha costado más de lo que creía.

Dice Joana que su caso no es el mismo que el de parejas o familias con algún miembro adolescente en el que la persona acogida se pueda reflejar.

—Me costó al principio porque llevaba muchos años viviendo sola —dice Joana—. Me ha costado, también, no ser demasiado protectora… 

No siempre sucede, pero Joana sigue en contacto con Musa. Se van contando cómo avanza todo. Ahora Musa vuela hacia una nueva vida. Y Joana se prepara para retomar su intensa agenda —clases de catalán como voluntaria, compromisos familiares, encuentros con amigas, presentaciones de libros—, aunque con otra perspectiva.

—No es por ponerme medallas, pero creo que al final lo he conseguido.

Musa se ha ido a Mataró, a unos treinta kilómetros de Barcelona. Allí convive con otros chicos en un piso de acogida, la solución temporal que ha encontrado.

—He aprendido mucho, he disfrutado mucho, Joana me ha enseñado mucho —dice Musa en el sofá del piso de Mataró, pulcro y casi carente de decoración—. Estoy buscando un equipo de fútbol para jugar aquí.

Es el mes de febrero, pero Musa ya va en camiseta de manga corta. Su habitual risa franca tiene otro matiz: una alegría despreocupada. 

—Estaba muy preocupado por los papeles. Ahora ya no.

Ha conseguido regularizar su situación, y ya está buscando curro.

Al día siguiente va a una entrevista de trabajo con una empresa de mudanzas. Lo contratan. 

Pero hay cosas que no cambian: tendrá que levantarse temprano, porque trabaja en Barcelona y eso significa, desgraciadamente, que deberá viajar en la Renfe.

Contra el acrónimo “menas”

Los fríos acrónimos para designar comunidades. Menas: menores extranjeros no acompañados. Menores: un término legal, despojado de la ternura de la adolescencia. No acompañados: la negación para definir. Acrónimos deshumanizadores que se calientan, que se convierten en un arma arrojadiza: en el caso de España, para que la extrema derecha agite el racismo y la islamofobia, hasta que la palabra, el acrónimo, ya ni siquiera se refiera a lo que en un principio se refería, porque todo el mundo sabe que esto va mucho más allá de los “menores”.

Según el Ministerio del Interior, a finales de 2024 había “un total de 17.452 personas

de 16 a 23 años menores tuteladas o jóvenes extuteladas”. Más de 10.000 son de Marruecos, como Moha; más de 2.000 son de Gambia, como Musa. Otras nacionalidades importantes: Argelia, Senegal, Mali, Guinea, Pakistán. Una realidad diversa que va más allá del estereotipo racista que se ha fabricado, que responde a chaval marroquí que se dedica a robar (los datos oficiales desmienten que exista una relación directa entre el aumento de niños y adolescentes migrantes y el índice de delincuencia). 

Adolescentes víctimas del racismo y de la demagogia política.

Una de las vergüenzas de nuestro tiempo es que el poder instrumentalice a personas en una situación vulnerable para sacar rédito político. O para tapar sus vergüenzas. Pasó en 2015 con la mal llamada crisis de los refugiados, cuando un millón de personas, la mayoría de Siria y Afganistán, llegaron a Europa de forma irregular. Se puso en marcha entonces el llamado sistema de cuotas, en virtud del cual los Estados miembros de la UE debían acoger de forma obligatoria a un número concreto de personas refugiadas, y enseguida empezaron las disputas para acoger a unos miles más o menos. Se usaron esas cifras como arma política contra los vecinos e incluso como una forma de reivindicar los intereses propios. La crisis de la que se hablaba en los medios en 2015 no era la de las personas que atravesaban Europa, sino de la propia Europa, incapaz de gestionar la situación.

Algo parecido sucedió este año en España, aunque a una escala más ridícula. El hacinamiento de casi 6.000 jóvenes llegados a las islas Canarias —de los cuales, por cierto, tan solo unos 800 estaban regularizados— hizo que el Gobierno activara un mecanismo para repartirlos en diferentes comunidades autónomas. Si en el caso de la UE se recurrió a las cuotas —como si las personas refugiadas fueran un producto lácteo—, en España se tuvo que diseñar una fórmula a partir de criterios como la población, renta per cápita, tasa de paro, el esfuerzo previo… Casi un algoritmo para repartir a unos miles de adolescentes. Las comunidades gobernadas por el Partido Popular se negaron a aceptar su distribución. Junts pactó con el Gobierno un reparto que se reduciría a 20 o 30 jóvenes en Cataluña. Peones de una partida de ajedrez en la que el mensaje para la población general, para satisfacción de la ultraderecha, era claro: son un problema, no los queremos.

Y entonces no se vuelve a hablar de ellos y ellas y hasta la próxima trifulca política.

¿Pero qué pensarán ellos y ellas?

¿Qué pasará por sus cabezas?

Kayla sin filtros

Kayla no se llama Kayla: escoge este seudónimo escrito así, con i griega. Tiene 20 años y es de Guinea. Llegó a la provincia de Lleida con su familia. 

Este es el torbellino que hay en su cabeza:

“Yo llegué aquí a España cuando tenía… ¿Sabes que no tengo 20 años? En mi NIE dice que tengo 20 años, pero tengo 18. Eso me jodió la vida, porque a la hora de estudiar estaba sentada con gente mayor, pero ellos no sabían que eran mayores que yo. En mi país estaba como en primero de la ESO, y aquí me mandaron directamente a cuarto. Bueno, llegué aquí en noviembre de 2019. Y en 2021 mi padre me obligó a casarme con mi primo lejano. Me quedé dos meses con él. No quería casarme, pero mi padre me dijo que si no quería casarme solo tenía dos opciones. O te mato o te devuelvo a Guinea. Pero yo no quería volver a Guinea en ese momento. Porque mi padre me habría castigado. No me habría dado dinero ni nada. Yo nací en la capital. No sé cómo está la vida de los pueblos. No quiero vivir en el pueblo. Yo no quería irme. Y no quería morirme tampoco. Así que tuve que casarme. Llamé al chico para explicárselo. Por favor, explícale a mi padre que no quiero casarme. Que soy joven, tengo 15 años. Que quiero seguir estudiando. Yo quiero casarme cuando me dé la gana. No sé qué le contó ese chico a mi padre. Mi padre vino a matarme. Me estranguló. Durante un mes dormí muy inquieta. Y acepté casarme con mi primo lejano ese. Me quedé como dos o tres meses con él. No pude quejarme. Porque si me quejaba, iría a hablar con mi padre. Y mi padre me iba a matar. Literalmente, me iba a pegar. No podía más. Hasta que un día salí de casa, como si fuera al instituto, con la mochila, y ya no volví. Mi profesora de catalán, Carme, me ayudó a salir del matrimonio forzado. Me ayudaron los servicios sociales. Me ayudaron muchísimo. Estuve dos meses en Girona. Después, de Girona a Barcelona, en 2022. Y… ya, ahora estoy viviendo bien. 

No hablo con mi familia como en un año y medio. No. Ellos no saben si estoy viva o muerta, no saben nada. Me fui y ese día le dije a mi marido que para mí no es mi marido. Aquí tengo las llaves. Son como un trofeo, porque son del sitio de donde quería salir. 

Cuando llegué a Barcelona empecé a estudiar y a trabajar. A vivir bien. A vivir como me da la gana. Antes tenía también el hiyab. Mi padre me pegaba por quitármelo. Yo no quería llevarlo. Ni rezar cinco veces al día. No me sentía reflejada en el islam. Porque para mí las mujeres no tienen ningún derecho. Son como cabras que siguen a los hombres, que son los pastores. 

Vivía en un centro para jóvenes, en Barcelona, aquí en el centro. Yo quería salir porque no me sentía bien ahí, no comía bien. Pesaba 43 kilos, algo así. La comida era… yo creo que estaba caducada. En plan, yo creo que es una comida que regalan desde tiendas o comercios. Ahora peso 56 kilos. En un año. Y me robaban la ropa. Había algunas personas que, por ejemplo, a la hora de dormir, estaban gritando, poniendo música, no respetaban la convivencia. Me dijeron que me ayudarían a salir de ahí. Yo dije que si no me largaría. Hasta que entré en un piso [de acogida, a través de Punt de Referència].

Desde mi punto de vista, la acogida es como algo temporal. Sí, estarás en una familia, sí, te apoyarán, sí, pero no serán tu familia, no son tu familia, en plan, siempre habrá algo que falta, ¿sabes? Que no encaja tampoco. 

[Después de la acogida] me he mudado al barrio de la Florida [en las afueras de Barcelona], me ha ayudado la persona con la que estaba viviendo. Me ha ayudado mucho, estoy agradecida. Ha ido muy bien la mudanza, aunque no teníamos ascensor, había tres plantas. Hemos hecho mucha ida y vuelta, madre mía, me he quedado con los pies que me duelen hasta ahora. No me imagino cómo estará él. Ahora estoy viviendo con un guineano y un marroquí. Pero antes me timaron. Encontré una habitación, pagué la fianza y el tío me sacaba cada semana una ¿cómo se llama? una excusa. En plan, su primera excusa era que está fuera de Barcelona, no me puede dar las llaves. Yo le dije, no te preocupes, cuando vuelvas me darás las llaves.Y la segunda semana me dijo, estoy en el hospital, no sé qué, me van a operar. Yo le dije, no te preocupes, recupérate. Y la segunda semana, ¿tú sabes cuándo vas a salir? En plan que yo necesito salir ya, yo necesito que me des el dinero o la llave. Es que no sé cuándo voy a salir. Mándame la ubicación de tu hospital, como sea, yo me voy a buscar la llave hasta allí. O mándame mi dinero, que no tengo dinero suficiente en mi cuenta. Cuando me fui a denunciarlo, la policía me dijo que el chico es muy limpio, que no ha hecho nada en su vida. Un día estaba tan cabreada que le dije: eres un hijo de puta, encontrás tu karma. Pero hasta ahora no tengo nada de mi dinero y por eso me quedé una semana más en la casa [de acogida]. Punt de Referència me ayudó a encontrar la nueva habitación, el sitio donde al final me he mudado.

Ahora estoy trabajando [en la zona metropolitana de Barcelona] como monitora escolar. Y me encantan los niños, a decir la verdad. Bueno, antes no me gustaban los pequeños. De pequeña siempre me veía como diseñadora de moda. Siempre estaba obsesionada con la ropa. La ropa de mi hermana, sus tacones. Dibujaba, pero me di cuenta de que no lo hacía bien. Tampoco me gusta coser. He intentado trabajar como costurera, pero no me ha gustado. No me ha gustado. Así que mis sueños se fueron, chau. Una vez trabajé como canguro y descubrí que me gustan los niños. Entonces decidí intentarlo, ver si se me daba bien. He estado dos meses y son unos amores. Quiero estudiar el grado superior de Educación Infantil. Porque… bueno, estoy formándome. Con los de infantil me entiendo bien. Pero los de primaria me toman el pelo. No me hacen caso. La semana pasada estaba con los de quinto de primaria. Había una niña que siempre está conmigo a la que un niño le dijo que no me tocara, porque soy negra. En la escuela hay solo mestizos, son negros a decir la verdad, pero soy la más negra para ellas, no tengo mi sitio para mí. La pequeña viene a decirme eso y yo: eso sí que es grande, tengo que hablar con la coordinadora. Me dijo que yo estaba enseñando insultos en francés, que yo le hablaba mal a los pequeños… Le dije que era un malentendido. Había un chico que tenía autismo, sus compañeros lo trataban fatal. Y les dije que no se trata a un amigo como a un tonto. Es una persona como vosotros. Eso no se hace. Y fueron diciendo que yo lo había tratado como un tonto. También vinieron a decirme fu. Yo les dije que fu significa tonto en francés. Entonces me dijeron [del centro] que no dijera eso. Que intentara controlar mis palabras, porque los niños siempre lo toman en sentido literal. Y yo bueno, vale, me disculpé. No volverá a pasar. Pero cuando le comenté [a la coordinadora] en plan sobre el racismo, me mandó callar. Me dijo no vayas por ahí, ¿eh? No vayas por ahí. Me ha dicho que no vaya por ahí porque nosotros los negros siempre nos estamos quejando. Si nos estamos quejando es por algo. Bueno, ¿tú me puedes regañar pero yo no puedo decir cómo me siento? Y me… ¿sabes con lo que me sale? Me sale con una comparación entre la homofobia y el racismo. ¿Tú crees que vosotros siempre sois los que estáis sufriendo? Yo también he sufrido por ser lesbiana, que no nos dejaban jugar a fútbol, me sale diciendo que no me queje, porque ella también ha sufrido rechazos sociales. Pero ¿qué me estás diciendo? Y bueno yo le dije si tú me estás saliendo con este comentario, los niños no me sorprenden, de verdad, y sabes qué, quédate tu bata y vete, y yo también le dije, mejor, no quiero estar en una escuela llena de racistas pesadas, y me fui llorando. He hablado con mi tutor de la formación, me están buscando otra escuela porque yo no quiero volver allí.

Yo, literalmente, siento decir esto, pero cada vez me dan más ganas de volver a mi país. Cada vez me dan más ganas. No estoy diciendo que en mi país todo esté guau, de color de rosa, pero al menos nadie me mirará como una rara. Al menos te sientes parte de una comunidad. 

Te critican por ser negra y por ser blanca también. Mi madre siempre me dice que los blancos me han lavado el cerebro, vuelve a casa, vuelve. Me siento como la gente mestiza, me critican porque dicen que eres menos negra, o que eres menos blanca. Yo no soy blanca, no me identifico como blanca, pero por maneras de pensar, los negros siempre me identifican como blanca, me dicen que soy así, en plan, que el hecho de llegar a Europa me ha quitado todo. Hay chicos negros que al saber que me gustan también las chicas me han dicho qué asco, estás pensando como una blanca. Siempre me han gustado las chicas, desde los diez años. Cuando llegué a Europa me di cuenta, guau, de que es lo normal, no era una loca, no era rara, es lo normal, mis sentimientos eran válidos, no tenía que ocultarlos. También siento que vivir en Europa me da un poco de privilegio. En mi país, si estás depresivo, te llaman tonto o loco, te dicen que algo no va bien en tu cabeza, al menos aquí me puedo sentir depresiva, con ansiedad, sin que nadie me juzgue, y que se me acompañe a lidiar con eso, a trabajar en eso, y puedo salir con quien me da la gana, no me pueden decir que me da asco, bueno, aquí también hay homofobia, pero no se puede comparar con mi país. Me siento agradecida de vivir también en Europa, porque esto me da un poco de privilegio y derecho, y antes estaba quejándome de que quiero irme a mi país, porque estoy sufriendo racismo, pero comparar el racismo que puedo aguantar aquí, o ir a mi país, que me miran como tonta, loca… si me voy a mi país tendré que fingir que no soy esa persona, soy una persona heterosexual, normal, y ya.

Siempre tengo los pensamientos de suicidio, pero nunca lo hago. Antes sí que me hacía daño, pero no para morirme, sino daño para calmar la cabeza, pero ahora no lo hago porque mi piel es tan bonita, no merece eso. Y bueno, nunca me atrevo a matarme, porque tengo miedo, normal. Quiero irme este año a Guinea para renovar rapidísimo mi pasaporte, para que no me pase lo que me ha pasado. 

Estoy muy feliz porque ahora mismo estoy muy bien, literalmente, mentalmente y físicamente. No me estoy agobiando porque el año pasado estaba siempre, siempre buscando un trabajo. Tenía los ánimos muy bajos porque necesitaba un trabajo, necesitaba pasta. No tenía pasta, no tenía trabajo. 

Cuando estoy angustiada me voy a la playa, siempre me voy a la playa de la Barceloneta, porque me encanta el viento que viene hacia mí, el sonido del agua, me calma, es como… me encanta, me gusta. También me gusta hacer meditación, y el yoga, pero lo que me cuesta son los estiramientos. Siempre los hago en mi cama, así, con la música india. Me encanta la India, me encanta Bollywood. En un futuro me veo viviendo allí. Crecí en Guinea viendo películas de Bollywood. Películas traducidas al francés”. 

El silencio de Ashi

El balcón de la habitación donde Ashi fue acogido, en el piso de Beatriz y Fernando. Anna Surinyach

Personajes:

Fernando

Beatriz

Ashi

Acto único:

Fernando, de 77 años, y su mujer Beatriz, de 75, en el salón de su piso en Barcelona. Comida con Ashi, el joven de pocas palabras que estuvo acogido aquí durante nueve meses. Es una comida de reencuentro: Ashi se emancipó y ahora trabaja en una peluquería.  

Fernando y Beatriz se enamoraron hace medio siglo en la India y aún guardan un libro antiguo de recetas indias en la cocina. Ashi es de la India, de la provincia de Punjab: una bonita casualidad. Toca menú indio, claro: garbanzos y pollo al curry. Cocina Fernando. Se conocen los tres, pero no se conocen. Hay nostalgia del tiempo vivido. Hay silencios en la mesa. Hay misterios en la mesa.

La cocina de Fernando y Beatriz tiene sabores indios. Anna Surinyach

Beatriz: El tema de comer indio, al menos para mí es un problema la rinitis, no sé si le pasa a todo el mundo…

Fernando: A mí siempre me faltan vitaminas. He puesto muy poco picante.

Ashi: Bueno, sí…

Beatriz: No hemos puesto pan. Porque contrarresta el picante, eh. Pero Ashi el otro día nos dijo que comía menos picante que cuando llegó…

Ashi: Ahora tampoco como mucho picante… Antes cuando estaba aquí en casa sí que comía picante.

Beatriz: [Hace un gesto con la mano] Cogías guindillas y te las partías así.

Fernando: Hacíamos la pasta con ajo y peperoncino.

Beatriz: ¿Qué has hecho con la peluquería hoy? 

Ashi: He cortado el pelo.

Beatriz: ¿Pero has cerrado ahora para venir a comer? 

[Ashi asiente sin decir nada].

Beatriz: El jefe de la peluquería es indio.

Ashi: Sí, es indio.

Beatriz: Pues es raro, ¿no? Porque normalmente son pakistaníes.

[Silencio].

Beatriz: Tú cuándo ibas al peluquero, cuando vivías aquí, que venías con looks diferentes… ¿eran pakistaníes o indios? 

Ashi: Eran pakistaníes.

Beatriz: Por el Raval, ¿no?

Ashi: Sí, por el Raval. 

Fernando: En Barcelona hay diez pakistaníes por cada indio, ¿no? Como mínimo. 

Beatriz: ¿Queréis más garbanzos? ¿Ashi?

Ashi: No, ya está bien. 

Beatriz: Luego hay pollo. 

[Silencio].

Fernando: Hacíamos dos horas de clase de lengua. Le costaba bastante ¡Era un gandul! 

Beatriz: Habéis puesto pollo al curry, pues yo encuentro que con el curry… y mira que allí no son de alcohol pero… apetece el vino.

Ashi: [Sin ánimo de corregir, animado por aportar algo a la conversación] Ahí toman yogur, Bea, yogur.

Beatriz: Es verdad, que tú tomabas yogur. Para compensar el picante. 

Fernando: Pollo, ¿eh? Con el arroz, hombre. 

Beatriz: Bueno, nos ponemos arroz, ¿no? Para comer el pollo. ¿Queréis o no? 

Fernando: Todo el mundo quiere.

[Mastican].

Beatriz: Hoy estás comiendo más, ¿eh? El último día comiste poquito. 

Fernando: ¿Está bueno? Le he puesto poca sal.

Beatriz: Para mí está perfecto.

[Silencio. Recuerdan los primeros días de convivencia]. 

Ashi: El primer día aquí, cuando entré con Bàrbara, no sabía nada de nada. Es que cuando estaba en el centro no hablaba muy bien español.

Fernando: No hablabas nada.

Ashi: En el centro hacíamos clases. En aquella época no hablaba con las personas de fuera.

Fernando: ¿Eran marroquíes?

Ashi: La mayoría, y cuando vine aquí con Bárbara yo no hablaba nada. 

Fernando: Ni palabra. 

[Ashi y Fernando ríen]. 

Ashi: Y después de ahí bien.

Beatriz: ¿Cómo nos viste? ¿Qué impresión te causamos? Porque esto nunca lo hemos hablado. 

Fernando: Yo era un poco viejo, ¿no? 

[Repiqueteo de cubiertos].

Ashi: Es que yo echaba de menos a mi familia. Necesitaba salir del centro. Había muchos chicos, había dos plantas, primera y segunda. En cada planta yo creo que había 20 chicos. Cuando entraba en el centro tampoco… Si alguien entra de Marruecos tiene sus paisanos y todo eso. Yo hablaba inglés y ahí tampoco… ellos no hablaban. Fue un poco duro. Punt de Referència contactó con el centro, y el centro quería que participara en el proyecto. 

Beatriz: ¿Qué expectativas tenías? ¿Te habías hecho una idea de cómo seríamos? 

Ashi: No, yo imaginaba qué cosas hacía con mi familia…

Fernando: [Juguetón] Esperabas una familia parecida a la tuya, ¿no? Pues no, mira…

Beatriz: [Ríe] Somos de la edad de tus abuelos.

Ashi: [No quiere responder a eso] Me acuerdo de las clases sobre todo.

[Todos ríen porque antes Fernando le dijo que era vago].

Ashi: Las clases, la cocina, los viajes…

Beatriz: El último día que nos vimos recordabas el viaje que hicimos al delta del Ebro. 

Ashi: Sí, a mí me gustó mucho. Es como zona de agricultura, como en nuestra tierra, el Punjab, todo plano, mucho arroz…

Beatriz: Allí vas rodeado de campos.

Ashi: Aprendí a nadar también. 

Beatriz: Al principio el mar te daba un poco de miedo. 

[Ashi murmura, reniega: sí que le da miedo el mar, aunque ya lo había visto en Bombay, ciudad india costera]

Fernando: Y fuimos a la nieve. 

Ashi: [Esta vez con entusiasmo] Nieve, nieve, sí. 

Fernando: Bajando con el trineo…

[Ashi ríe].

Beatriz: Te tengo que encontrar el vídeo. 

Ashi: Yo creo que seguramente lo tengo. Claro, para nosotros la nieve es algo… 

Beatriz: Bueno, tampoco en Cataluña es que tengamos mucha, fue un año que había nieve en el Pallars…

[Ashi busca fotos en el móvil, se encuentra con otras]

Ashi: Esta es de cuando fuimos a Francia. Esta es de cuando fuimos al delta del Ebro.

Beatriz: A ver.

Fernando: Mira, mira, el vídeo de cuando ya nadaba bien.

El tiempo de acogida. Ashi con Beatriz en Terres de l’Ebre, Ashi nadando.
Imágenes personales cedidas.

[Pausa, los platos siguen en la mesa, parece que han acabado de comer].

Beatriz: ¿Te gustaba lo que estudiabas cuando estabas aquí? ¿Qué expectativas tenías? 

Ashi: Hacía informática, luego un módulo de chapa y pintura. Pero con el tema del NIE tenía que dejar de estudiar. Porque para renovar el NIE necesitaba contrato de trabajo. Tengo el NIE de dos años. Este año creo que puedo pedir de cinco años. 

[Suena el móvil de Fernando. Lo coge y se aleja]. 

Ashi: De momento trabajo. Ahora es difícil estudiar y… 

Beatriz: Ahora te estás sacando el carnet de conducir.

Ashi: Esta mañana he hecho clase. Y mañana también voy. Es difícil.

Beatriz: La teórica te la sacaste. La teórica es la más difícil. Bueno, de cuando nos examinamos nosotros a ahora ha cambiado mucho. Ahora te preguntan muchas más cosas, es más complicado.

Ashi: [Sin ánimo de contradecir aunque lo haga] Es más difícil la parte práctica, aquí hay muchas rotondas, líneas continuas, discontinuas…

Beatriz: Y en la India… 

Ashi: En la India… [se ríe, no dice nada más, como si no supiera por dónde empezar]. 

Beatriz: ¿Queréis un poco más de curry o no?

Fernando: [Vuelve con el móvil en la oreja, se despide] Perfecto, que vaya bien, buen fin de semana. [Cuelga]

Beatriz: No cambiamos platos para el postre, lo siento. 

[Hablan de cuando Ashi se fue de casa].

Ashi: Al principio me fui a un piso compartido, éramos tres chicos. Con Moha… [Moha el youtuber, Moha el rapero, Moha el repartidor].

Fernando: No durante mucho tiempo…

Ashi: Moha tenía una novia y… ahora no tengo ni idea de lo que hace. Ahora vivo con una familia y tengo contrato fijo. 

Beatriz: ¿Vives con una pareja india?

Ashi: Sí.

Fernando: ¿Y estás contento con el trabajo?

Ashi: [Convencido] Sí.

Fernando: Además ahora conoces gente.

Beatriz: Al principio no salías, los domingos te quedabas todo el día en casa.

Ashi: Durmiendo… 

[Todos ríen].

Fernando: Dormías como una marmota. 

Ashi: Venía de la escuela, comía y dormía. A veces hasta la noche, hasta la hora de cenar.

Beatriz: Te levantabas muy pronto, también hay que decirlo.

Fernando: Durante las semanas se levantaba pronto. Aprovechaba el domingo para pegarse diez horas… o doce. 

Beatriz, Ashi y Fernando en el salón de casa, recordando viejos tiempos, cuando convivían aquí. Anna Surinyach

[Hablan de fútbol, del Barça, de las capitales del mundo que Fernando enseñaba a Ashi… hasta que vuelven al principio. Al momento en que Ashi llegó a España].

Ashi: Fue muy duro. Hay una historia de eso. 

Beatriz: [Llega de la cocina al salón] No sé si os gustan los nísperos, los yogures…

Fernando: Estábamos aquí con una historia de Ashi. 

Ashi: Es una historia larga… La explicaré otro día… No conocía a nadie. Fue duro. Mi padre tenía amigos que me trajeron… Tenía 17 años…

[Lo dejaron solo en Barcelona].

Fernando: No tenías ni un mapa, ni un plano ni nada. 

Ashi: Mis paisanos me llevaron a la Policía. 

Fernando: Te dejaron en el Raval, ¿no? 

Ashi: [Silencio, luego habla] Pregunté en una tienda y me llevaron a la comisaría en Plaza España. Y de ahí al centro. Tenía tutor.  El centro estaba bien, pero no me podía comunicar…

[Ashi no quiere hablar más del tema].

Beatriz: Te quiero hacer una pregunta. Si no quieres, no contestes. A ver. Ahora, con el tiempo que ha pasado, ¿en qué piensas que te sirvió estar aquí para la vida que estás haciendo ahora? ¿Me has entendido?

Ashi: [No lo ha entendido] Sí, un poco, sí. 

Beatriz: Si tu estancia aquí con nosotros…

Fernando: …el tiempo que estuviste aquí…

Beatriz: … te ha servido para afrontar la nueva situación, para trabajar, relacionarte con la gente…

Ashi: [Con aplomo ahora que lo entiende bien] Sí, sí, sí. Es lo que decía antes, que en el centro ni hablaba con nadie, solo con el tutor. Y además, el idioma. Aquí aprendí muchas cosas. 

[Silencio].

Fernando: Nos reíamos mucho con First Dates.

Ashi: [Ríe, se mea de risa, Fernando tiene razón] Sí, sí. 

Beatriz: Lo mirabais vosotros, porque yo paso. 

Fernando: Oye, yo también paso. Pero nos reíamos. Es todo tan preparado… Pero mucha tele tampoco veíamos. Él con sus maquinitas. Con sus móviles. Porque tenías más de uno. Tenías dos, ¿no? 

Ashi: [Sin ánimo de contradecir aunque lo haga] Solo usaba un móvil. Otro número sí, puede ser. 

[Es el móvil que usaba para hablar con su madre, y hablan de su madre, de si estaba preocupada por él…]

Ashi: Al principio un poco sí. Pero cuando le enviaba fotos y hacíamos videollamadas, desde ahí ya… 

Fernando: Ya vieron que no éramos el demonio. 

Beatriz: Porque además, por lo que tú has contado, quizá tus padres tenían una expectativa distinta de cuando tú llegaras aquí, pensaban que tendrías otra situación. Quizá se encontraron con esa situación que les preocupó, los dejó preocupados. 

Fernando: Por lo que sabemos… Es una zona oscura que nunca ha llegado a explicar bien, y es su derecho total. Los padres tenían la expectativa de que él llegara aquí e iba a tener trabajo. Os habían prometido que teníais las cosas muy fáciles. Fáciles, sí. O sea, que para la familia pues fue un palo. 

Beatriz: Cuando llegaste al centro y después tuviste que hablar con tus padres, o alguien tuvo que hablar con tus padres, tú pediste que les explicaran lo que te había pasado. Al principio no lo explicaste tú a tus padres…

Ashi: No, no, yo no… Por eso digo que… 

Beatriz: Para no preocuparles o para no… 

[Silencio].

Aunque Ashi y Fernando ya no hablan demasiado a menudo, hicieron buenas migas. Anna Surinyach

Historias de adolescentes

Las vidas de Moha, Musa, Kayla y Ashi se pueden contar de tantas maneras. Desde el rap o la poesía; desde el periodismo narrativo, con un reportaje que describa su día a día; desde el ensayo o la crítica contra el sistema —incluso contra ellos mismos—; desde dentro de sus cabezas a través la escritura automática; desde el teatro, con una dosis de humor, absurdo o nostalgia.

Hay que preguntarse, entonces, por qué alguien ha decidido que esas vidas adolescentes deben contarse desde el odio.

Son dos potencias nucleares, y por eso el mundo no quiere una guerra entre ellas. Pero el mundo, enfrascado en la narrativa sobre su rivalidad histórica, no acaba de entender que la India y Pakistán también son perfectamente conscientes de lo que supondría una guerra. Nadie —o casi nadie— quiere esta guerra. Es una guerra muy improbable, pero no imposible. Y esa pequeña rendija abierta tiene una explicación más compleja de lo que parece. 

El problema va mucho más allá del odio atávico, de la caricatura de rivalidad en la que insisten una y otra vez los medios de comunicación: hay unas dinámicas políticas y sociales, enraizadas en la partición del subcontinente —en una descolonización nefasta— y alimentadas hasta hoy por el chovinismo, que empujan a ambos países al enfrentamiento, incluso cuando no lo quieren. 

En medio está Cachemira, una región himaláyica, de mayoría islámica, dividida entre la India, que posee algo más de la mitad del territorio, Pakistán, que administra aproximadamente un tercio, y China, aliado de Pakistán, que controla un 10%. 

Vamos a tomar como caso de estudio lo que ha sucedido en las últimas semanas en el Sur de Asia. Nos servirá, también, para deconstruir algunas ideas preconcebidas sobre Cachemira, la India y Pakistán. 

El atentado

El 22 de abril hubo un atentado terrorista contra turistas en la Cachemira bajo control indio. Hombres armados con fusiles de asalto dispararon contra un grupo que visitaba el valle de Baisaran, cerca de la localidad de Pahalgam. Entre los fallecidos había 25 personas de nacionalidad india y una nepalí. 

El simbolismo de este terrible ataque fue obvio, por varios motivos. Iba dirigido contra la población del resto de la India que visita la zona, contra la idea de indianizar Cachemira que ha puesto en marcha el primer ministro indio, Narendra Modi. Un Modi que también había insuflado vida al turismo en esta zona privilegiada del mundo, con la esperanza de que todo eso tapara un conflicto latente cuyas raíces siguen ahí. De una tacada, el atentado golpeaba estos dos pilares de la estrategia india en Cachemira. 

El ataque fue reivindicado por un grupo prácticamente desconocido, Resistencia cachemir, que unos días después negó su autoría. La India, convencida en todo caso de que el responsable del ataque, se ponga el disfraz que se ponga, es Laskhar-e-Toiba —el grupo terrorista que protagonizó los atentados de Bombay en 2008—, señaló enseguida a Pakistán. La India siempre acusa al país vecino de dar apoyo, de forma directa o velada, a los ataques de grupos islamistas en su territorio. Unos grupos que, en efecto, Pakistán —tan a menudo controlado por el Ejército— ha alimentado hasta que han supuesto una amenaza no ya para su archienemigo, sino para el propio Estado pakistaní.

El cuerpo del jornalero Adil Hussain Shah, asesinado por terroristas en Pahalgam, es llevado a hombros en su localidad natal, dentro de la Cachemira controlada por India. Dar Yasin / AP

¿Pero son comunes estos atentados en Cachemira? En absoluto. Pese a su fama de conflictiva, los atentados no se suceden una y otra vez en Cachemira, y menos aún contra civiles: son mucho más habituales, por ejemplo, en el noroeste de Pakistán, aunque allí el contexto político sea otro. El último gran ataque en Cachemira tuvo lugar en 2019 y acabó con la vida de 40 soldados. Fue reivindicado por Jaish-e-Mohamed, otro grupo con base en Pakistán. La India respondió entonces con ataques aéreos en la provincia de Khyber Pakthunkhwa (frontera con Afganistán), y Pakistán hizo lo propio en la Cachemira administrada por la India. Ahora estamos en una situación similar. 

La respuesta india

Mapa del Sur de Asia. Javier Sánchez.

Como represalia por el ataque de Pahalgam —y aunque Pakistán niega cualquier tipo de implicación—, la India, de forma similar a 2019, lanzó ataques aéreos en al menos nueve puntos del territorio pakistaní. Su Ministerio de Defensa aseguró que iban dirigidos contra bases terroristas. El Ejército pakistaní dijo que más de 20 personas murieron y decenas resultaron heridas; también aseguró haber derribado varios aviones de combate indios. 

El ataque indio no fue una sorpresa: todo el mundo lo esperaba.

¿Pero ha sido una respuesta como la de 2019? No exactamente. La India atacó puntos de la Cachemira bajo control pakistaní, pero también de Punjab, el corazón de Pakistán y su provincia más poblada. Ha ido un paso más allá que en 2019. Pakistán ya ha prometido una respuesta: la habrá. Las declaraciones públicas de ambos lados son altisonantes. En la India tenemos a Modi, un nacionalista hindú del que se espera más agresividad contra Pakistán que sus antecesores. Del otro tenemos a un Gobierno débil bajo un férreo control militar y un líder de la oposición encarcelado, la exestrella de cricket Imran Khan. Parece un escenario idóneo para que todo salte por los aires. Ambas partes saben que enfrentarse al enemigo les da rédito político ante su electorado, ante su país. Pero también saben que no pueden permitirse una guerra abierta. Para Pakistán, el país más débil, es un riesgo casi existencial. Para la India, que tiene aspiraciones globales, es una distracción. Eso dice la lógica. Aunque sabemos que la lógica no siempre se impone. 

La historia

No estaba previsto que la partición del subcontinente, en 1947, fuera así. Pero la descolonización británica —como pasó en Palestina— sirvió para dibujar líneas religiosas donde no las había. Fue uno de los mayores movimientos de población del siglo XX, preñado de muerte y de historia. Se creó un Estado de mayoría abrumadoramente islámica, Pakistán, con un ala occidental y un ala oriental —que años después pasaría a ser Bangladesh— separadas por más de 2.000 kilómetros. En la India habría mayoría hindú, pero también una vocación “secular” que se consagraría en la Constitución. Secular, en la tradición política del Sur de Asia, no se refiere a la laicidad de las instituciones, sino casi a lo contrario: a la profusión de religiones, que deben convivir entre ellas. Pero el sueño de un territorio unido —el sueño de Gandhi, el sueño de tantos otros— se esfumó. Hoy es casi un tabú en el subcontinente, pero en aquel momento era una posibilidad real. 

Y ahí entra Cachemira, un territorio predominantemente musulmán pero dirigido en aquel entonces por un marajá (hindú, claro). Para Pakistán, tenía sentido que este territorio perteneciera a su Estado, porque era de mayoría islámica. Para la India, tenía sentido que este territorio perteneciera a su Estado, porque su proyecto era el de un país diverso, y había conexiones culturales históricas con la región. El marajá decidió que Cachemira cayera del lado indio, y hordas pastunes invadieron la región desde Pakistán. Fue la primera guerra entre la India y Pakistán, dos países que nada más conocerse llegaron a las manos. 

Después hubo más guerras. Una en 1965, otra vez por Cachemira. Otra en 1971, en la que Pakistán perdió su ala oriental y nació Bangladesh, en buena parte gracias a —o por culpa de, según el punto de vista— la India, que se implicó a fondo para dejar herido a su rival. Cachemira cayó en el olvido, hasta que unas elecciones fraudulentas en la Cachemira india dieron paso a una década de insurgencia —apoyada por Pakistán— y de represión de las fuerzas de seguridad indias, que ocupan el territorio de forma ostentosa. La Cachemira india no es hoy una zona extremadamente violenta comparada con otras de la región, pero sí es una región militarizada y donde la población civil sufre las consecuencias de una rivalidad entre dos potencias nucleares. 

¿Y desde cuándo son potencias nucleares? La India consiguió la bomba en 1974 y Pakistán en 1998, año en que la India llevó a cabo otros dos ensayos nucleares. Pese a que la conocida teoría de la disuasión está sirviendo estos días para descartar un conflicto entre ambos países, hay que recordar que en 1999 tuvo lugar la guerra de Kargil. Aunque tuvo menos envergadura que las anteriores, se produjo en un momento en el que ambos países ya podían pulsar el botón rojo.

Artillería india en Dras, al norte de Srinagar, durante combates contra tropas pakistaníes en Cachemira en 1999. (AP Photo/Aijaz Rahi)


Es otro escenario posible para 2025: que haya ataques, choques, que incluso empiece una guerra —aunque… ¿qué es una guerra? Ahora ya hay muertos y ataques, de un lado y del otro—, pero que la temperatura no suba tanto como para que se plantee la opción nuclear. 

Pero la dimensión de esta violencia es importante. 

El futuro

Es una de las grandes cicatrices del mundo. En su ánimo de dividir comunidades, el colonialismo británico operó en esta parte del mundo como en Palestina o lo que hoy son Sudán y Sudán del Sur. La cicatriz en el Sur de Asia no es Cachemira en sí misma, sino la rivalidad entre la India y Pakistán, dos países empeñados en la diferencia pero con un sustrato cultural común. ¿En qué momento están? Es un contexto importante para hacer cálculos sobre el futuro.

La India —el país más poblado del mundo, con más de 1.400 millones de personas— ya no es la del histórico Partido del Congreso, la formación de la dinastía Gandhi. El arquitecto de la India independiente fue Jawaharlal Nehru, su primer jefe de Gobierno, que está casi en las antípodas de Modi. Pese a sus problemas endémicos —pobreza, violencia política…—, la India funcionó durante décadas desde el punto de vista democrático, o al menos electoral, con la diversidad como guía, un proceso relatado con todo lujo de detalles en India after Gandhi, de Ramachandra Guha, un libro de historia imponente. La India de Modi es otra: es un país en el que se afirma sin ambages la hegemonía hindú, es un país con más orgullo nacional(ista), es un país que se siente fuerte aunque sea, en el fondo, tan débil. Es un país que ya se dice capaz, incluso, de competir con China. Modi, que sobre el papel cuenta con el apoyo de Occidente y singularmente de Estados Unidos, se enfrenta en las próximas semanas a un dilema que marcará su legado. ¿Sucumbirá a la tentación bélica y se convertirá en un fanático hinduista, dando la razón a sus críticos? ¿O tendrá el suficiente temple y moderación para ahorrar a su país y a su Gobierno una guerra innecesaria? Quizá haya caminos intermedios.

Pakistán sigue en caída libre, y eso es lo más peligroso. La democracia ha fracasado en un país donde el Ejército, que antes necesitaba suspender las garantías constitucionales con sucesivos golpes militares, ahora manda con un Gobierno civil más debilitado que nunca. Su apoyo a grupos armados a un lado y otro de la frontera ha demostrado ser una política nefasta. La salida de las tropas internacionales de Afganistán y la vuelta al poder de los talibanes —un grupo pastún, comunidad con gran implantación en el oeste pakistaní— parecían ser un balón de oxígeno, pero la política pakistaní sigue demasiado dominada por un miedo existencial que corre por la espina dorsal de la nación prácticamente desde su nacimiento. En 1971 perdió la mitad de su territorio. Al oeste tiene Afganistán. Al este tiene la India, con la que se disputa Cachemira y de la que depende en aspectos esenciales como el agua y el comercio. Su gran aliado es China. Pese a sus declaraciones públicas, el Gobierno civil tiene claro que debe evitar un enfrentamiento directo con la India. Pero la línea dura —anti-india— del jefe del Ejército y hombre fuerte del país, Asim Munir, hace aún más imprevisible el comportamiento de Pakistán.

La de estos días es una situación recurrente. Se oyen tambores de guerra en el Sur de Asia y la comunidad internacional, eso que llamamos la comunidad internacional —la ONU, las grandes potencias— llama a la calma, como si la India y Pakistán fueran dos niños traviesos. Deberíamos superar esa caricatura para entender lo que está pasando. Los agravios históricos son imborrables, la rivalidad es inevitable. Pero también son innegables su interdependencia y la constatación de que, al contrario que en el pasado, no tienen nada que ganar con otra guerra. 

Aunque Occidente y Rusia solo miren de soslayo a Cachemira, la rueda de la historia sigue girando. Dice el cliché que el futuro del mundo —político, económico— está en Asia, sobre todo en China. Pero China ya es presente. La India y Pakistán también lo son. Los tres son imprescindibles para entender el mundo de hoy. 

No es fácil reaccionar a algo desconocido. Pasó ayer a partir de las 12.33 hora peninsular. En cinco segundos desapareció el 60% de la generación eléctrica y el sistema se vino abajo. Fue un apagón histórico al que la ciudadanía respondió con madurez psicológica, sobre todo teniendo en cuenta el vacío informativo al que se enfrentó durante horas interminables. 

Algunos de los clichés sobre la fragilidad de las sociedades occidentales se confirmaron. Se hizo evidente la dependencia española de la energía eléctrica. El caos, si puede describirse como tal dadas las circunstancias excepcionales, se concentró en los sistemas de transporte terrestres: en la movilidad. La población vulnerable quedó expuesta. Asistimos a la enésima invitación a repensar un modo de vida quizá insostenible. Todo el mundo ya quiere volver de inmediato a la cacareada normalidad, a la hiperconexión, a la vida a toda prisa. 

Pero quedó claro que la reacción popular, llena de templanza y solidaridad en un momento extraordinario, estuvo por encima de la política. Porque hay algo más importante que las radios analógicas con pilas —esenciales para mantenerse informado—, las reservas de comida poco perecedera —una buena idea ante cualquier adversidad— o contar con baterías del tipo que sea en casa. Ese algo no es material, sino intangible: el equilibrio entre la serenidad y la tensión. (Algo, por cierto, especialmente loable entre las personas que quedaron atrapadas en los trenes de larga distancia o en ascensores). 

La reacción al origen de las emergencias acostumbra a ser un problema en sí mismo. Uno de los peores. El abanico de escenarios caóticos que se abrió ayer es mucho más amplio de lo que se está aceptando socialmente. La posibilidad del abismo estuvo allí, pero se contuvo. Sobre todo teniendo en cuenta que el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, no descartó “ninguna hipótesis” en su primera comparecencia a las seis de la tarde, y no volvió a aparecer hasta las once de la noche. Un campo abonado para la frustración y la desinformación del que no nacieron frutos de histeria colectiva. La escasa presencia de las redes sociales, esta vez obligada, quizá sea, paradójicamente, una de las explicaciones. Corrió por WhatsApp una noticia falsa de la CNN que apuntaba a un ciberataque con origen en Rusia y que incluía unas supuestas declaraciones de Ursula von der Leyen. No era la CNN y no era cierto nada de lo que recogía. Fue el bulo más importante de la jornada. Un bulo peligrosísimo en un día como el de ayer. 

Después de la pandemia, mucha gente, muchos libros, muchos medios de comunicación se preguntaron cuáles fueron las lecciones aprendidas. Ayer tuvimos, por fin, una respuesta. La reacción popular no habría sido la misma sin la experiencia de la pandemia. Mucha gente no tenía el kit de supervivencia que aconseja la Comisión Europea, pero sí atesoraba, en el campo y en la ciudad, un kit psicológico de experiencia de emergencias.

El apagón en un pueblo asturiano

“Lo primero que pensé cuando entré por la puerta del bar y me dijeron que el apagón no era en casa ni en el pueblo, sino en toda España y Portugal, fue algo apocalíptico: ‘¿Qué habilidades tenemos cada uno? ¿Tengo en casa todo lo que necesito?’”. El de Beatriz Agulleiro, trabajadora social de 38 años que acaba de mudarse a Santolaya de Cabranes, fue un arco narrativo que partió de un leve nerviosismo para terminar descansando en tranquilidad acompañada. 

A medida que pasaban el mediodía y la tarde, Agulleiro repetiría a todo aquel que quisiera escucharla que “fue cuestión de miradas” y de percibir que no dejaba de llegar más gente al bar, a la terraza —que acabaron repletos—, siempre preguntando si alguien necesitaba algo, mientras pedía una cerveza con el gesto, para leer lo que sucedía como un “Fuenteovejuna, todos a una”. 

No regresó a casa, no hizo compra ni preparación alguna. Pasó la tarde en la plaza con sus vecinos y vecinas. Terminó el día llorando lágrimas bellas, emocionada. “Estoy convencida de que la cooperación es lo que nos mueve, de que en el fondo siempre hay algo bueno, de que no estamos solos en esta vida”.

Porque durante horas, bajo un cálido sol de primavera, el pueblo arrasó con las existencias de cerveza para evitar que se calentara. Corrió la bebida como en fiesta patronal. Con una excusa formal. Que la hubo y fue real, la planteada por la única persona que no bromeó y acabó por convertirse en responsable involuntario de la tarde de terraceo: Isaac tenía 35 vacas conectadas a ordeñadores automáticos que habían dejado de funcionar. Para evitar la inflamación de las mamas, muy dolorosa, se acercó y explicó que quizá necesitara voluntarios. Y esa fue la convocatoria que oyó cada persona que entraba al bar: “Hay que esperar para saber si Isaac necesita que vayamos todos a ordeñar”. 

Se disfrutaron las cervezas y las hipótesis mientras un coche que venía de Villaviciosa, el pueblo más cercano, explicaba que en tal lugar había cobertura y se ofrecía a dar el viaje si alguien necesitaba bajar; otro ofrecía un puerto de recarga para teléfonos y uno más explicaba que tenía pilas de sobra. El alcalde, sentado al final de la barra, tranquilizaba a todos explicando que las averías siempre tienen arreglo y un voluntario de protección civil se sentó junto a él del mismo modo que lo haría a la hora de cualquier vermú de mediodía. 

Los niños salieron del comedor, corriendo, y preguntaron: “¿Ha empezado la guerra? ¿Son los rusos?”, sin mostrar demasiada paciencia ante la respuesta. Cuando oyeron el rotundo “NO” emitido entre risas por sus padres, regresaron inmediatamente a sus actividades habituales, correr de una esquina a otra del pueblo. Su única protesta ante el calor fue que Patricia, la dueña del bar, decidió no abrir el congelador para mantener el frío y se quedaron sin helados. 

Solo para quien prestara mucha atención fue perceptible que, sin gestos ni nerviosismo alguno, una empleada de la residencia de ancianos que traía a uno de los residentes con ella para tomar un café se acercó a preguntar si —en caso de que fuera necesario— había un generador a mano. “No te preocupes”, dijo un vecino. “Tengo uno, estoy pendiente”.

Sobre la barra del bar, una radio a pilas que un parroquiano se acercaba a la oreja de tanto en tanto. Las preguntas, por turnos, repetitivas: “¿Se sabe algo?” “¿Ya saben qué ha pasado?”. Acaso cierta impaciencia, mutada en decepción a media tarde, una vez Pedro Sánchez dijo que el Gobierno no tenía una explicación para ofrecer.

Cuando varias horas después Isaac pasó por delante de la terraza que había convocado con el gasoil y el generador, una veintena de personas se levantó y le hizo la ola. La fiesta se extendió hasta que cayó la noche, ya con la electricidad y la conexión recuperadas. 

El apagón en un barrio de Barcelona

El metro cierra sus puertas. Una señora, pertinaz, insiste en la necesidad de llegar a otra parada de la misma línea. “El apagón es nacional”, le advierten los operarios del metro. Se va a buscar un autobús. Como ya se empieza a intuir que esto va para largo, se intenta buscar una solución para un señor con silla de ruedas que estaba dentro de la estación cuando se apagó la luz. Entre unos cuantos lo suben a pulso hasta la calle. Se oyen tímidos aplausos del gentío, reminiscencia lejana de la pandemia. 

En una parada de autobús cercana, un hombre parece perder el conocimiento por segundos y se tumba en el banco. La gente se arremolina: no se puede llamar a la ambulancia, las líneas no funcionan. Hay que ir al centro de atención primaria más cercano para que un trabajador sanitario acuda al lugar. Para entonces ya ha llegado el autobús, y el señor, medio recuperado y con la cara blanca como el papel, se sube sin dudarlo. “Si no quiere que lo ayudemos, no podemos hacer nada”, dice el sanitario. La gente alrededor explica que el hombre se había caído y que ya se había mareado en varias ocasiones. 

(Cuchichean los vecinos: qué pasa, un ataque a nivel europeo, un ciberataque, Portugal, ¿Alemania? Palabras que no se toman en serio, porque no se sabe nada, y hasta que no se sepa nada es mejor no aventurarse). 

Aquí el tráfico no es un caos, sino un extraño trance místico. Todo el mundo quiere llegar, pero todo el mundo cede el paso. Los vehículos fluyen sin la luz de los semáforos. Algunos comercios cierran. “Cerrado por corte de luz. Disculpen las molestias”, se lee en la puerta de un supermercado. En otras tiendas que no pueden bajar las persianas, el personal sale a la luz del sol con aire contemplativo, casi resignado. 

En un gran supermercado del barrio se puede pagar con tarjeta; es lo que tienen los generadores propios. En general, la gente busca botes de conservas, cosas para subsistir unos días. Por si acaso. No hay pánico, pero sí un silencio ansioso, solo roto por el hilo musical, que se mantiene intacto. “Ah, ¿hay música? Entonces quizá vuelva pronto la luz”, dice el dependiente con aire inocente. Un deseo que no se cumplirá hasta la noche. 

En otro pequeño supermercado no se puede pagar con tarjeta y los vecinos se dejan efectivo. Como no hay luz, los consumidores fotografían el precio del artículo con el móvil y lo muestran en la caja registradora, donde hay que apuntarlos en una libreta y sumarlos. 

La posibilidad de reunirse apaga la sensación pandémica. Las terrazas se llenan: hace un día maravilloso. 

—¿Tienes luz? —le pregunta un vecino al propietario del bar de la esquina. 

—¡Sí, claro! ¡Tengo generador! —responde con ironía.

Cuando acaba el horario lectivo, los parques se llenan. Es el mejor lugar para pasar la tarde. No se descarta ninguna hipótesis en los corrillos. Pero no cunde el pánico. 

Cae el sol. La luz avanza como un ejército, calle a calle. A la nuestra aún no ha llegado. Brillan las estrellas y los aviones en el cielo. Algunos vecinos charlan. Otros cierran la puerta.

¿Por qué unas personas merecen compasión y otras indiferencia? ¿Por qué unas reciben ayuda y otras desprecio? ¿Por qué unas se ven amparadas por la ley y otras perjudicadas? Las guerras son una manifestación cruel del doble rasero. La reacción desigual ante el dolor ajeno forma parte de un sistema en el que el asilo, ese instrumento legal que debe proteger a las personas refugiadas, ya no es un derecho, sino un privilegio.

La guerra de Ucrania demostró que es posible dar refugio y asistir a millones de personas sin que los servicios públicos se derrumben y sin que se desaten las alarmas. ¿Por qué no se hizo lo mismo con otros conflictos como Afganistán, donde los países de la OTAN tuvieron tropas desplegadas? ¿Por qué unas víctimas importan menos que otras? El reportero Agus Morales se hizo esas preguntas cubriendo ambos países y se propuso buscar respuestas a través de la reflexión y la crónica periodística. El resultado es este libro que no solo sirve para pensar en el racismo, el supremacismo cultural, la islamofobia, la geopolítica o el clasismo, sino también para tocarlos y sentirlos.

Ocho años después del lanzamiento de No somos refugiados, radiografía global en forma de crónica de las personas sin refugio, llega La hipocresía solidaria, con el mismo espíritu pero señalando al sistema de protección internacional.

Te presentamos el arranque del nuevo libro de Morales, publicado en castellano y catalán por la editorial Folch & Folch. Puedes comprarlo en librerías o, si quieres hacerlo a través de 5W, en nuestra tienda online.

Antes de empezar: El mercado del dolor

La ayuda humanitaria que va a Ucrania no va a Afganistán. La que va a Afganistán no va a Yemen. La que va a Yemen no va a Sudán del Sur. La que va a Sudán del Sur no va a Nicaragua. La que va a Nicaragua no va a República Centroafricana. La que va a República Centroafricana no va a Sudán. La que va a Sudán no va a Etiopía. La que va a Etiopía no va a Bangladesh. La que va a Bangladesh no va a Mozambique. La que va a Mozambique no va a Somalia. La que va a Somalia no va a Pakistán, La que va a Pakistán no va a Timor Oriental. La que va a Timor Oriental no va a Irak. La que va a Irak no va a Haití.

Siempre hay una crisis desatendida, un escalón por debajo, una discriminación invisible. El sistema de ayuda humanitaria corre el peligro de convertirse en un mercado de la muerte, una plaza donde se decide qué poblaciones deben sostenerse y cuáles deben caer. La atención mediática a los conflictos, que está imbricada en este sistema, funciona de forma similar.

La historia de una joven asesinada por Hamás llena más páginas en los diarios norteamericanos que la destrucción total de un hospital —o incluso un pueblo entero— por parte del Ejército israelí en Gaza. Pero hay desequilibrios incluso más sutiles que plantean preguntas difíciles —y connaturales— al sistema económico y al juego geopolítico. Las miles de personas que abandonaron el enclave de Nagorno Karabaj ante la ofensiva total de Azerbaiyán no tuvieron el mismo eco que los primeros asesinatos en Gaza. La ocupación israelí de los territorios palestinos importa más —incluso en España— que la ocupación marroquí del Sáhara Occidental. La causa palestina es más capaz de generar indignación que la causa rohinyá, una comunidad que para evitar su exterminio huyó de Birmania para refugiarse en Bangladesh. Tanto Birmania como Israel fueron denunciadas por Estados africanos ante la Corte Internacional de Justicia por genocidio, pero solo conocemos el caso israelí. 

La cadena es infinita, pero ese no debe ser un argumento para abonarse a la desidia. Es lo que me digo cada día para seguir haciendo lo que hago: para intentar iluminar, aunque sea con una pequeña linterna, esa escalera de innumerables peldaños —desigualdades, discriminaciones— que es el mundo de hoy. Para subirme a los lomos de la trampa relativista del whataboutism —¿y qué pasa con esto otro?— y aplastarla con una descripción exhaustiva de las condiciones materiales que permiten la reproducción del mal. Hay que hacerlo sin miedo a las contradicciones, porque la mirada a otras guerras, a otros colectivos o a otras opresiones no solo no resta fuerza a las denuncias concretas, sino que contribuye a relacionarlas, a ordenar las emociones y las ideas, a representar mejor este mundo fragmentado.

Solo si se describen bien los problemas se pueden buscar soluciones.

*

Este libro expone el agravio comparativo para superarlo. Se fija en la guerra de Ucrania y la vuelta de los talibanes al poder en Afganistán, territorios invadidos por Rusia y por Estados Unidos en los que millones necesitaron y necesitan auxilio. Ya tenemos la suficiente perspectiva para constatar que Occidente ha salido al rescate de la población ucraniana y ha abandonado a la afgana. El reto era explicar ese doble rasero de forma clínica, desmenuzándolo paso a paso, pero sobre todo narrándolo. Que la solidaridad se palpe, se huela, incluso se saboree. Que la indignación se sienta, se trague y luego se escupa. Para equilibrar razón y pasión he experimentado con una nueva forma: a cada crónica —de las fronteras, de hospitales, de medios de transporte— le sigue, a modo de coda, un ensayo con título en cursiva que profundiza en los temas que la acción sugiere: que juega a mostrar, literalmente, lo que hay detrás de las palabras de la crónica. Es la cara B de mis coberturas periodísticas: lo que pienso cuando vuelvo, en este caso, de Ucrania o de Afganistán, y pocas veces comparto, al menos con ese nivel de elaboración.

Ha llegado el momento de llegar hasta el fondo.

*

—Soy del este de Ucrania. Tengo experiencia de la primera guerra, de 2014. Mi hijo se vio afectado, tenía problemas de salud mental, no recibía toda la ayuda que necesitaba… Ojalá estuviera aquí para hablar contigo.

Larissa Chernyshora, de 65 años, ha huido de la guerra y se ha refugiado en una guardería de Kropivinitski, en el centro de Ucrania, que acoge a decenas de personas. Es septiembre de 2022. Enfundada en una sudadera y con un pañuelo al cuello y el pelo corto, Larissa tiene ganas de hablar y contarme su historia y la de su hijo, pero en ese momento él no está en la guardería. Ambos son de Severodonetsk, en la provincia de Lugansk (parte del Donbás), y han llegado hace poco. Le digo lo que se suele decir: que me gustaría volver a verla algún día y conocer a su hijo.

Más de un año después, cumplo con mi palabra. Llego a Kropivinitski y pregunto por ella. Sigue en la misma guardería. La misma Larissa con su mismo pelo corto, pero rejuvenecida: luce con elegancia un vestido verde a cuadros, lleva zapatitos, maquillaje, un anillo. La confianza se ha dibujado en su rostro. Tupidas alfombras con hojas estampadas cubren el suelo de la sala de juegos en la que charlamos. La habitación, amplia, está repleta de macetas con flores, una televisión, muñecas en las estanterías, cortinas, sillas, mariposas de papel colgando del techo. Como el ambiente es relajado y ya nos conocemos, me atrevo a preguntarle para romper el hielo si no soy un poco pesado pidiéndole una entrevista otra vez.

—Es importante que compartamos nuestra historia —dice sin dejar de sonreír—. Con esta conversación, comparto con el mundo mis sentimientos, por eso es importante para mí. 

Ahora que está relajada, lo puede contar todo mucho mejor. Su hijo, un ingeniero que hasta aquel momento no había tenido ningún problema de salud mental, se vio muy afectado psicológicamente con la guerra del Donbás en 2014, y había recibido tratamiento y medicación. Poco a poco había ido mejorando, pero la invasión rusa de 2022 era algo para lo que nadie estaba preparado. Y menos aún él. 

—Recuerdo que fui a trabajar y nada más llegar mi jefe me dijo: “Kiev ha sido atacada”. Luego oímos explosiones en la ciudad. Todo retumbaba. Y me preocupé enseguida por mi hijo, sabía que sufriría con eso. ¿Cómo va a reaccionar? Me dijeron que podía irme, cogí mis cosas, no había electricidad, al principio no había mucha información, no nos lo podíamos creer, los móviles dejaron de funcionar porque no teníamos batería, y nos quedamos desconectados del mundo. 

Se refugiaron en el pasillo de su piso, estuvieron dos semanas sin salir. Lograron huir y llegar a Dnipro, más al oeste. Y al final se asentaron en Kropivinitski. Pero el trayecto fue duro para su hijo Nikita, de 36 años. 

—Reaccionó mal a las explosiones. Veía rifles, tenía miedo a ser asesinado, tenía miedo a las armas. Para ir a Dnipro pasamos por muchos puestos de seguridad. Cuando nos parábamos en uno y veía al Ejército, se echaba a temblar, no se podía mover, no podía ni contestar a los soldados, y yo les tenía que explicar la situación. Ahora está mucho mejor. Antes no comía ni quería salir. Por la noche gritaba y tenía que reconfortarlo. 

Cayó otra vez al abismo Nikita. El estrés postraumático se sumaba a sus problemas de salud mental. Pero recibió de nuevo ayuda y ahora se siente mejor. 

—Habla más, se comunica mejor, socializa más… Ya no tiene tanto miedo, incluso maneja mejor la situación cuando hay alarmas antiaéreas. Su reacción a las explosiones es más adecuada que antes. A veces hay drones que nos sobrevuelan, que suenan como motos, y cuando los oye, reacciona mejor. 

Larissa recita el nombre de diferentes organizaciones que pasan o han pasado por este refugio: Acted, el Comité Internacional de la Cruz Roja, la ucraniana Right to Protection, Médicos Sin Fronteras, otras organizaciones locales y nacionales… Se siente arropada y se acuerda, sobre todo, de una psicóloga que en Dnipro le dio consejos para que, en pleno desplazamiento, en plena huida, la salud de Nikita mejorara. 

—Estamos en el foco de atención humanitaria. Hay muchos psicólogos. El apoyo de las organizaciones humanitarias nos ayuda a gestionar el estrés, cada día hay cosas que hacer. Hacemos hasta arte terapéutico. Llegamos aquí con ganas de gritar a todo el mundo nuestro dolor: hemos perdido nuestro destino, nuestro futuro, nuestra casa, nuestra ciudad. Ahora intentamos seguir viviendo, mirar adelante, mirar lo que pasa alrededor. Estamos agradecidos por el apoyo de las organizaciones internacionales. Gracias a esa ayuda, siento que no estoy sola en el mundo. 

Me gustaría que ninguna de las víctimas de la violencia en el mundo se sintiera sola. Por eso escribo este libro.

El autor

Agus Morales (El Prat de Llobregat, 1983) es escritor y director de 5W. Ganó el Premio Ortega y Gasset en 2019 y el Premio de Periodismo en español sobre África Saliou Traoré en 2022. Es autor de No somos refugiados, libro recomendado por el Festival Gabo 2017 que se tradujo al inglés, catalán, italiano y polaco. También ha publicado una crónica sobre la pandemia, Cuando todo se derrumba (2021), y la novela Ya no somos amigos (2022). Fue corresponsal para la Agencia Efe en la India y en Pakistán y trabajó tres años para Médicos Sin Fronteras dando vueltas por África y Oriente Medio. Es licenciado en Periodismo y doctor en Lengua y Literatura —con una tesis sobre Rabindranath Tagore— por la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), donde actualmente colabora como profesor asociado. En 2015 fundó 5W. Siempre navegando entre la literatura y el periodismo, ha escrito sobre la vuelta de los talibanes al poder en Afganistán, el éxodo ucraniano, la cultura india y la experiencia refugiada. Ha colaborado con medios como The New York Times, The Washington Post y la revista Gatopardo, así como con TV3, RNE, Catalunya Ràdio, Rac-1, La Sexta y la Cadena SER. Formó parte de los equipos que ganaron el Premio Montserrat Roig de Periodismo Social en 2020 y el Premio Montserrat Roig en 2023 a la promoción de la investigación en el ámbito de los derechos sociales y la acción social.

Son retratos duros, pero que no se recrean en el dolor. Muestran el universo interior de personas que fueron despojadas de la libertad, pero no las victimizan. Samuel Nacar (Barcelona, 1982) fotografió, entre la esperanza y la melancolía, a quienes salían de las prisiones: sombras condenadas al olvido que regresaban a la luz. Su trabajo fotográfico acaba de recibir el World Press Photo en la categoría de Historias de la región geográfica Asia Occidental, Central y del Sur.

Las imágenes premiadas forman parte de una cobertura tras la caída del régimen de Bashar al Asad que Nacar hizo junto al periodista Agus Morales, y que se publicó en 5W con la colaboración y el apoyo en las traducciones de Alaa al Khatib. Las sombras ya tienen nombre es el título de la crónica de larga distancia en la que contaron la vieja y la nueva vida de los presos sirios.

Nacar y Morales se embarcaron en una detallada investigación que incluyó entrevistas con nueve supervivientes a las cárceles —todos ellos pasaron por los centros de detención de los servicios de inteligencia y seis de ellos estuvieron en la cárcel militar de Sednaya; dos de ellos lucharon con la oposición armada, dos desertaron del Ejército del régimen, el resto se declararon civiles—; entrevistas con expertos de Amnistía Internacional (AI) que llevan años investigando el tema e informes de organizaciones internacionales como la misma AI o Naciones Unidas; datos y fuentes de entidades sirias empeñadas en saber la verdad de lo que ocurría en las cárceles; y visitas tras la caída del régimen a Sednaya y a una de las cárceles de la inteligencia militar, la Sección Palestina, cuyo nombre suena de forma repetida en el relato de los entrevistados como uno de los lugares clave de la represión.

El resultado fue un trabajo, a golpe de imagen y letra, que quiere cincelar un episodio histórico en la memoria colectiva.

“La visión clara del fotógrafo se refleja en los poderosos encuadres y la excepcional secuencia, que transita sin esfuerzo por diferentes escalas: desde primeros planos íntimos de una persona a la vista amplia de una cárcel entera”, destacó el jurado sobre el trabajo de Nacar.

Uno de los encuentros que más recuerda Nacar fue el de Mohamed Khaled Krayem. Mohamed había sobrevivido a las cárceles de Asad de milagro. “Me tocó el hecho de que tuviera una edad tan cercana a la mía y que dijera que ya no tenía futuro, me dolió profundamente. Yo aún siento que me queda toda la vida por delante. Que dijera que ahora no podría trabajar, ni casarse… El daño que le habían hecho las torturas lo había dejado sin energía”.

La morgue del hospital de Al Mujtahid fue uno de los lugares más delicados en los que Nacar puso su cámara. Allí llegaron decenas de cadáveres procedentes de Sednaya y otras cárceles tras la caída del régimen. “Llamé a Anna Surinyach, la editora gráfica de 5W, y le dije que no sabía cómo hacer esa foto, que no sabía si quería hacerla… Pero era necesaria para contar aquel momento. Intenté subir la cámara para no sacar las caras de los fallecidos. Por la tarde volvimos y entré de nuevo, ya más consciente de lo que significaba esa foto si se tomaba bien”.

El trabajo fotográfico de Nacar se centró en fotografiar a las personas que acababan de ganar la libertad, pero también los lugares en los que sufrieron el cautiverio. Puso su ojo en el caos documental que había en la Sección Palestina, donde los funcionarios del régimen dejaron atrás un edificio lleno de documentos. Fotografió los pasillos de la infame prisión de Sednaya pero también utilizó un dron para conseguir una vista aérea de su arquitectura en forma de aspa. Hizo un trabajo completo para contar la historia.

“Hace diez años empecé mi carrera periodística cubriendo el éxodo sirio en la isla de Lesbos. Por eso quería cubrir la caída del régimen. Fue una forma de cerrar el círculo”, dice Nacar. “No ha sido fácil trabajar como periodista freelance todos estos años, pero ahora me alegro de haber seguido luchando, de haber aguantado, a menudo de forma precaria, o combinando colaboraciones periodísticas con el pluriempleo”.

“Me sorprendió lo próximo y natural, casi tierno, que era Samu en aquellas circunstancias”, dice Morales, que también es director de 5W. “Me parece que eso se refleja en las imágenes, donde muchos de los presos recién liberados se relajan y permiten que la visión de Nacar vaya más allá de lo obvio”.

Un mensaje desde 5W

El especial La libreta siria reúne este trabajo de larga distancia y otras crónicas y tras la caída de Asad. Esta cobertura fue posible gracias al apoyo de las más de 3.800 personas suscritas a 5W. Aunque no disponemos de grandes recursos económicos, los empleamos en cubrir aquellos procesos en los que creemos que podemos ofrecer un trabajo de calidad que marque la diferencia. En algunas ocasiones, a nuestro equipo se suman profesionales freelance, como Nacar, porque creemos que su visión contribuye a presentar un trabajo más valioso.

En muchas ocasiones renunciamos a una cobertura pegada a la velocidad del ciclo informativo para centrarnos en historias que permiten comprender mejor la realidad del país al que viajamos. En el caso del cambio de régimen en Siria, decidimos que los supervivientes de las cárceles aportaban testimonios muy representativos sobre la época que tocaba a su fin. Trabajamos de forma muy intensa en la historia de las cárceles sirias, pero no pudimos publicarla hasta más de un mes después de la caída del régimen, cuando ya no había tanta atención informativa.

El World Press Photo premia así un trabajo fotográfico, el de Nacar, que cumple con algunas de las funciones clásicas del fotoperiodismo: la construcción de la memoria colectiva a partir de la experiencia de quienes se convierten en protagonistas, muchas veces involuntarios, de la historia.

Samuel Nacar por Anna Surinyach/ 5W
Samuel Nacar

Samuel Nacar (1992, Barcelona) es un fotógrafo y cineasta documental centrado en migraciones, conflicto social y despoblación. Sus proyectos exploran dos aspectos clave del proceso migratorio: el impacto en las comunidades que quedan atrás tras la emigración y las rutas del desplazamiento como espacios de resistencia, con énfasis en la falta de vías seguras y las dificultades que enfrentan quienes están en tránsito. Su trabajo está profundamente arraigado en la región mediterránea, explorando sus transformaciones sociales, económicas y medioambientales.

Ha trabajado como colaborador freelance para Ruido Photo y la revista 5W, entre otros. Comenzó su carrera como periodista independiente en 2015 en Lesbos. Desde entonces, ha pasado más de una década documentando el sistema fronterizo europeo y las violaciones de derechos humanos en todo el continente.

Su trabajo ha sido reconocido con varios premios, entre ellos la Beca Joana Biarnés por Cartas a Mariví, un proyecto sobre la desindustrialización en España y el declive de las ciudades periféricas. Actualmente trabaja en el documental Taranta, centrado en la desindustrialización y la despoblación de la ciudad de Linares, en Jaén, y en Avant la pluie, sobre la ruta migratoria atlántica y que no se centra en las personas migrantes, sino en las que dejan atrás.

Varias semanas después del encuentro entre Trump y Zelenski en Washington, aún retumba en las paredes del Despacho Oval una misteriosa frase del presidente de Estados Unidos: “Putin pasó por un infierno conmigo”.

¿Qué significa eso?

Algo sí sabemos: lo que más interesa a Trump es el dinero. En los últimos cuarenta años ese objetivo —simple, hosco, pueril— ha ido dejando su rastro entreverado, pero no invisible. Un reguero de pistas que llevan a la URSS primero, y a Rusia después. Un camino que conduce a un pensamiento que produce temblores.

Los primeros indicios llegan en 1984, en plena Guerra Fría, cuando David Bogatin, un miembro muy importante de la mafia rusa, le compró al neoyorquino cinco lujosísimos apartamentos en la Torre Trump, en su ciudad. Dos años después, Yuri Dubinin, el embajador soviético en Estados Unidos, visitó a Trump allí mismo, le agasajó diciéndole que su edificio era “fabuloso” y le propuso construir uno igualito en Moscú.

El 4 de julio de 1987 —Día de la Independencia de Estados Unidos— viajó por primera vez a la capital soviética con su esposa Ivana, con la que se había casado diez años atrás, procedente de la todavía entonces República Socialista de Checoslovaquia. En Moscú conocen a gente muy poderosa, con muchísimo dinero, según palabras del propio Trump.

De vuelta a Estados Unidos, llega una extraña sorpresa: el empresario publica una carta abierta el 2 de septiembre a toda página en The Washington Post, The New York Times y The Boston Globe criticando a Ronald Reagan y reclamando una política exterior contraria a Europa y a la OTAN. Un posicionamiento que debieron celebrar en el Kremlin por todo lo alto.

¿Qué significa eso?

En aquellos años, Trump fue un atento testigo del poder duradero de las redes de dinero negro creadas en los años finales del régimen comunista.

A su vez, en los años 80 el KGB estaba muy interesado en reclutar a activos —colaboradores o informantes— estadounidenses, y Trump —un tipo narcisista, bastante descontrolado, solo interesado en hacer caja y en las mujeres— encajaba muy bien en el perfil que buscaban.

De hecho, un miembro del KGB definió al neoyorquino como un tipo cuyas características más importantes eran su “bajo intelecto unido a una vanidad hiperinflada”. Una combinación que “lo convertía en un sueño para un reclutador experimentado”. Así lo afirma el periodista Craig Unger, autor de House of Trump, House of Putin: The Untold Story of Donald Trump and the Russian Mafia (Transworld, 2018).

Después está el ancestral chantaje, el kompromat, una práctica habitual del KGB, los servicios secretos soviéticos. Se trata de acumular información comprometedora sobre una persona para utilizarla en función de tus intereses.

Y están las blancas noches moscovitas, las fiestas salvajes. El general Kalugin, antiguo jefe de contraespionaje del KGB y jefe de Vladimir Putin cuando era joven, le contó a Unger que no le sorprendería que los rusos tuvieran material comprometedor sobre las actividades de Trump en Moscú. Y en palabras de James Nixey, máximo experto en Rusia y Eurasia en el Centro de Estudios Chatham House de Londres: “Toda persona con relevancia comercial o política que haya estado en Rusia tiene un dosier”.

¿Qué significa eso?

A principios de los 90, los amigos rusos de Trump le hicieron un servicio impagable, de esos que te salvan el pellejo. Fue cuando Trump acumuló una deuda de 4.000 millones de dólares tras la quiebra de sus negocios del juego en Atlantic City. Fueron casinos como el Taj Mahal, entonces el más grande del mundo —inaugurado el 2 de abril de 1990 con Michael Jackson como estrella invitada—, que le llevaron a la bancarrota. El agujero era tan grande que no pudo conseguir un préstamo bancario en Occidente. Hasta que entró a su rescate Bayrock, una empresa inmobiliaria encabezada por Felix Sater, vinculado a grupos de delincuencia organizada rusos y estadounidenses.

Con el tiempo, Trump volvió a ser multimillonario. Vendió más de un millar de pisos, apartamentos y hoteles por todo el mundo. No lo tuvo especialmente difícil. Según explica el periodista David Cay Johnston en su libro Cómo se hizo Trump (Capitán Swing, 2018), ganador de un Premio Pulitzer, Trump fue uno de los pocos empresarios inmobiliarios que se las ingenió para vender pisos de lujo a compradores anónimos: una formidable lavadora planetaria de dinero negro que vale su peso en oro.

Sumergidos en ese tipo de negocios, los Trump empezaron a bañarse en una fuente infinita de dólares y rublos. Lo reconoció el propio hijo de Trump en una conferencia del sector inmobiliario en 2008: los rusos representaban una parte desproporcionada de sus ventas. “Vemos que entra mucho dinero de Rusia”, confesó.

Quizá por ese motivo no sea tan extraño que durante la campaña que llevó a Trump a la presidencia, en 2016, estallara el escándalo conocido como Russiagate, una filtración de correos internos del Partido Demócrata impulsada por Rusia que perjudicó las posibilidades de la rival de Trump, Hillary Clinton. 

Incluso James Clapper, director de Inteligencia Nacional durante la Administración Obama, sugirió en 2017 que Trump era un presidente que prácticamente estaba “en guerra” con sus agencias de inteligencia y seguridad, con sus propios servicios secretos.

Cuando se desataron las primeras protestas contra Bashar al Asad, justo hace catorce años, cruzó la frontera sin el permiso del régimen para fotografiarlas. Cuando cayó la dictadura, en diciembre de 2024, estaba en el noreste de Siria, en las zonas dominadas por las fuerzas kurdas, para contar la actualidad desde otro ángulo. Entre una y otra fecha, pisó hospitales bombardeados por el régimen, acompañó a las fuerzas rebeldes en su lucha contra Asad, fue secuestrado por Estado Islámico y se tomó como un reto personal cubrir cómo el grupo yihadista iba perdiendo territorio. 

Es el fotoperiodista Ricard G. Vilanova (Barcelona, 1973). Su archivo cuenta un pedazo de la historia reciente de la región. Como los grandes pintores, sus fotografías son inconfundibles: su sello es la inmersión absoluta, la proximidad como dogma. Colaborador de medios como The New York Times, Die Welt, The Wall Street Journal, The New Yorker, CNN o Al Jazeera, G. Vilanova ha sido uno de los fotógrafos más presentes en 5W. Tiene una visión privilegiada de este y otros conflictos, la que menos engaña: cerca de su corazón. 

La web de esta revista se estrenó el 22 de septiembre de 2015 con una entrevista con Ricard G. Vilanova poco después de haber sido secuestrado durante siete meses por Estado Islámico. Entonces ya lamentaba la visión que daba la prensa sobre Siria: “Cada día están muriendo mueren un mínimo de treinta o cuarenta civiles y no hay referencias a ello en ningún medio”. Hoy, pese a todo lo ocurrido, sigue en la misma línea. “La estabilidad que debía llegar con la caída de Asad no se está dando, y sinceramente creo que no se dará”. La última prueba son los centenares de civiles asesinados en las zonas costeras de Siria, donde predomina la minoría alauí, a la que pertenece Asad. Pero los problemas van mucho más allá. “Cuando cayó el régimen, mientras había celebraciones en Damasco, las zonas controladas por las fuerzas kurdas seguían inmersas en una guerra olvidada”. 

¿Cuál es la herencia de la guerra civil y de la represión del régimen que explica la situación actual?

Repasamos, a través de fotografías de Ricard G. Vilanova comentadas en primera persona, esa historia convulsa que tantos volantazos ha dado: el último de ellos, la caída de Asad, en diciembre de 2024.

Ricard G. Vilanova

En las primeras manifestaciones contra el régimen solo era posible tomar fotografías de niños, porque los adultos tenían miedo de los servicios de inteligencia de Asad. Esta protesta tuvo lugar en 2011 en la ciudad de Jawal Zawiya, en el norte de Siria. Prácticamente no había periodistas occidentales en el país. Entré junto a Javier Espinosa y Antonio Pampliega. Era muy peligroso. Justo media hora después de aquella manifestación, empezaron a disparar los francotiradores del régimen y todo el mundo salió corriendo. Nos llevaron a una casa y nos dijeron que nos teníamos que ir porque estaban llegando las tropas de Asad. Fui consciente de inmediato de que esa primavera árabe no iba a tener nada que ver con las demás. Era evidente que aquello se encaminaba a una guerra civil. En Libia el proceso fue rápido. En Siria, no.

Ricard G. Vilanova

El punto de inflexión se produjo cuando el régimen empezó a matar a civiles. Tomé esta fotografía en la ciudad de Alepo, en agosto de 2012, después de un bombardeo del régimen contra varias casas y tres panaderías ante las que la gente hacía cola de madrugada para comprar el pan. Murieron 50 personas y unas 200 resultaron heridas. En la imagen se ve a  dos hermanos que reciben tratamiento por heridas de metralla en el hospital Dar al-Shifa de Alepo. Los ataques aéreos eran muy temidos en Alepo y otras zonas. Recuerdo que teníamos que ir con las luces del coche apagadas, porque bombardeaban si veían una luz en la oscuridad. Había aviones que bajaban en picado, lanzaban la bomba de cerca y luego remontaban el vuelo. Recuerdo el ataque que viví en casa de un amigo —al que mataron después—: el sonido aumentaba hasta que el avión estaba encima de casa, al cabo de unos segundos se oía la explosión y el avión se iba.

Ricard G. Vilanova

A diferencia de lo que sucede hoy, o de coberturas en otros lugares, en aquel momento podías hacer lo que querías como reportero de guerra en Libia y Siria. Nadie te marcaba límites. Una vez conseguido el permiso de la unidad de turno, nadie te decía nada. Esta fotografía es de una cobertura que hice con el Ejército Libre Sirio (ELS) en el casco antiguo de Alepo. Eran combates muy duros y asimétricos. Cuando los soldados del régimen se hallaban rodeados, coordinaban ataques de helicópteros o artillería contra los rebeldes, que solo contaban con algún lanzacohetes y armas cortas junto. Pero sí tenían un propósito: liberar el país de la dictadura. 

Ricard G. Vilanova

Llegué a estas cuevas junto con Javier Espinosa en 2013. Estaban en la provincia norteña de Idlib. Allí se habían refugiado 400 personas, más de la mitad niños. Era invierno y vivían en condiciones infrahumanas; no tenían ni comida, ni agua, ni medicamentos. No tenían nada. Fue otro punto de inflexión: las personas desplazadas por la guerra no solo se iban a Turquía o a campamentos, también se quedaban atrapadas en Siria. No tenían recursos para huir del país.

Un padre, con el brazo izquierdo en alto, carga con el cadáver de su hijo y encabeza la comitiva fúnebre en el distrito de Karm al-Jabad. Se aprecia claramente el disparo que la víctima recibió en la cabeza. Estamos todavía en 2012 y continuaban los asesinatos de civiles. La oposición armada aún no había llegado a controlar la frontera con Turquía por la que luego accedería la prensa. La cruzábamos de forma irregular y era peligroso. Recuerdo que el mismo día de la muerte de aquel chico un francotirador disparó contra una niña en la cabeza y la mató.

Ricard G. Vilanova

Ahora es al revés: una niña da el último adiós a su padre, Khaled Kasem Aleiter. Sus otros dos hijos y su mujer lloran la pérdida. El padre había muerto debido al impacto de un mortero. Tomé esta fotografía en Al-Qasir, en la provincia de Homs, en 2012. Los entierros eran muy rápidos para evitar más ataques. Por eso a veces se usaban las casas como cámaras mortuorias: cuando los bombardeos cesaban de forma temporal, enterraban los cadáveres y luego la vida continuaba. 

Ricard G. Vilanova

Otra protesta de 2012 con los niños como protagonistas. Esta es en Binnish, en la provincia de Idlib, después de un ataque contra la población civil el día anterior. Hubo algo que me llamó la atención: las pancartas estaban en árabe. No usaban el inglés porque aún no había periodistas extranjeros y los manifestantes tampoco entendían el poder de la transmisión de su mensaje al mundo. No organizaban protestas pensando en los medios. Recuerdo que los animábamos a escribir las pancartas en inglés. No pasó hasta mucho después. 

Ricard G. Vilanova

Me dejaron hacer una fotografía a través de la mirilla de un fusil Dragunov durante los combates que terminaron con Estado Islámico. Para lograr que mi fotografía transmita algo siempre intento estar cerca de lo que fotografío. El angular no es solo un instrumento técnico sino moral: te absorbe hacia el interior de la escena y te permite compartir la misma experiencia de aquellos que luchan. Así, la posición del observador externo queda diluida. La imagen debe contener emoción, información y composición; que se gane un espacio en el flujo incesante de imágenes que recibimos.

Ricard G. Vilanova

Saqué esta fotografía de un hospital destruido unos días antes de que nos secuestraran en septiembre de 2013. Estaba con Javier Espinosa. Deir ez-Zor estaba partida: una zona la controlaba el régimen de Asad y la otra el ELS, que es con quien íbamos empotrados. Pero también había puestos de control de Jabat al Nusra (la rama siria de Al Qaeda) y Estado Islámico. En cuestión de quince días cambió el equilibrio de poderes. Nos secuestraron, en parte, por estar en medio de ese proceso de desestabilización. Cuando nos cogieron pensé que estaríamos solo unos días en manos de Estado Islámico y luego nos liberarían, como me pasó en otra ocasión en Alepo. Pero no fue así. Estado Islámico empezaba a tener cada vez más influencia y poder. 

Ricard G. Vilanova

Esta fotografía muestra una situación caótica. Mohamed (al volante del vehículo), un farmacéutico de Hajin (provincia de Deir ez-Zor) con su mujer y sus tres hijos (Majed, Asma y Esra) son algunos de los miles de civiles que tratan de huir de los combates entre los yihadistas y las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS, alianza militar de mayoría  kurda). La familia estaba abandonando la ciudad en la que vivieron bajo el control de Estado Islámico. Fue la batalla que marcó la desaparición del califato que Estado Islámico estaba construyendo en la región. Cubrí este éxodo con el periodista Lluís Miquel Hurtado. Todos los civiles que podían huían. Esta familia era solo una de muchas. 

Cuando me liberaron, me dediqué a cubrir de inmediato todas las batallas en las que Estado Islámico, la fuerza que secuestró aquella revolución, iba perdiendo territorio. Kobane, Baguz, Mosul (Irak), Sirte (Libia), la propia Deir ez-Zor… Uno adquiere un compromiso personal con las personas que conoce en el camino. Muchas, amigos incluidos, han muerto.  Todo ese trabajo lo recogí en el libro Fade To Black

Por descontado, para mí aquello era algo personal. No es que de forma explícita o consciente decidiera hacer esas coberturas con un propósito concreto. Fue algo más bien natural. Adquieres un compromiso con las personas que conoces en las coberturas. Muchos amigos de aquellos años están muertos. Fui siguiendo así el cambio en el conflicto sirio, a través de la derrota de un actor, Estado Islámico, que secuestró aquella revolución y que poco a poco iba perdiendo control territorial. Alterné Irak, Siria y Libia. Ahora me estoy centrando en África, es una nueva fase del proyecto. 

Ricard G. Vilanova

Este campo para personas desplazadas ya no existe. Estaba en Ayn Assa, en la provincia de Raqqa, Médicos Sin Fronteras gestionaba aquí un hospital y organizó una campaña de vacunación. Debido a la guerra, muchos niños se quedaron sin seguir su programa de vacunas, y eso tuvo un terrible impacto en su salud. La fotografía fue tomada en 2018. 

Cuando Estado Islámico abandonaba territorio, colocaba bombas trampa. Recuerdo cosas muy rebuscadas, como una puerta tirada a la que habían puesto una bomba debajo. Si pisabas la puerta,  explotaba, así que para llegar a la ventana tenías que saltar. 

Ricard G. Vilanova

Este es el campo de Ayn Assa. Aquí hay mujeres europeas de yihadistas de Estado Islámico, como la de la izquierda con gorra, que es alemana. Pero hay una cosa que nunca he explicado. ¿Veis a la mujer vestida de negro, al fondo, justo encima de la niña que va de verde? Era la mujer de uno de los Beatles. Es el apodo que recibió una célula de cuatro británicos de Estado Islámico que llevó a cabo ejecuciones de periodistas, la misma que nos mantuvo secuestrados. A uno de ellos, de hecho, lo vi después del secuestro, encarcelado, cuando fui con la BBC a Siria para grabar un documental… Aquella mujer me preguntó si sabía algo de su marido. Yo no le dije quién era o qué me había pasado. ¿Qué podía decirle? Nada. 

En esta guerra, como en todas las demás, tanta destrucción y tanto dolor no sirvieron para nada. 

Familiares lloran la pérdida de nueve soldados de las Fuerzas Democráticas Sirias (alianza militar de mayoría kurda) en diciembre de 2024. Ricard G. Vilanova

Aunque no lo parezca, esta fotografía la tomé después de la caída del régimen de Asad, en diciembre de 2024. Son familiares llorando la muerte de nueve soldados de las FDS en Raqqa. Para mí es el símbolo de que, mientras en Damasco se celebraba la victoria, el norte y el noreste, las zonas kurdas, seguían inmersas en una guerra olvidada. Daba la sensación de que el conflicto se había acabado, pero los combates continuaron en algunas partes del país. Ahora también hemos visto choques en el este, aunque de otro signo. La estabilidad que debía llegar con el fin de Asad no ha llegado.  

Martín Caparrós escribió el prólogo del número 1 de 5W hace diez años, y escribe ahora el editorial del número 10, Comida, que acaba de salir del horno. Es el editorial, escrito desde las entrañas de nuestro proyecto, porque para nuestra revista él es referente y guía, maestro y compañero. Somos porque es. Ahí va el editorial de nuestro intruso favorito en la redacción: es la puerta de entrada a un viaje, a través de la comida, de más de 250 páginas.

Por Martín Caparrós

Ayer se me cruzó, prófuga, pizpireta, una especie de idea: que la comida es todo lo que está bien y todo lo que está mal en este mundo. Porque, para empezar, recordé mi sorpresa cuando, hace más de medio siglo, Serge Bianchi, nuestro profesor de historia de la Revolución Francesa, nos dijo que una de las causas principales de los levantamientos de julio de 1789 fue un aumento del precio del pan. Alguien le preguntó, modo María Antonieta, que si el pan estaba tan caro por qué no comían otra cosa; Bianchi lo miró con un poco de pena y le preguntó si sabía en qué consistía la dieta de un trabajador parisino a fines del siglo XVIII. Alguien le dijo que no y él nos dijo que lo habitual eran dos o tres libras —alrededor de un kilo— de pan más o menos negro cada día. Le preguntamos que qué más y nos dijo que pocas veces algo más: algún domingo, alguna fiesta señalada.

La alimentación ha sido una de las grandes conquistas de nuestras sociedades. Ahora, dos siglos después, es difícil imaginar que un trabajador occidental viva a base de pan. Creo que no solemos registrarlo, pero comemos tan distinto que nuestros bisabuelos. La comida se nos ha vuelto un festival de variaciones infinitas, manjares traídos desde todo el planeta para competir en los mercados ricos del Primer Mundo. En cualquier tienda de nuestras ciudades podemos comprar uvas en mayo, espárragos en enero, diez versiones de tomates todo el año, mejillones en lata y gambones helados, carne de las antípodas del animal que sea. En estas décadas hemos invertido la lógica de nuestros platos: antes la enorme mayoría eran hidratos de carbono y verduras de estación, si acaso una legumbre, y en los días muy especiales un trocito de alguna proteína. Ahora nuestras comidas habituales consisten en un gran trozo de esa proteína –vaca, gallina, puerco, pez, vicuña virgen viracocha– acompañada de algún hidrato, un vegetal. Comemos cada vez más y mejor, dominamos sabores y saludes, somos capaces de una variedad y una comprensión como nunca antes hubo. Y comer se nos ha vuelto más placer que necesidad y, a veces, el espacio para tanta palabra rimbombante, para tan satisfecha exhibición. La forma en que comemos es espléndida y es una de esas prácticas que participan de la condición decisiva de estos tiempos: solo podemos hacerlo porque lo hacemos pocos. Si todo el mundo quisiera comer así no habría mundo capaz de sostenerlo.

Por eso el Hecho Histórico Más Importante que la Historia No Registró sigue siendo inútil. Hace más o menos medio siglo la humanidad consiguió, por primera vez, la capacidad técnica de alimentar a todos sus miembros. Era el resultado de décadas de avances en los métodos agrícolas y era un logro extraordinario, solo que no nos importó ni quisimos llevarlo a la práctica: podemos producir alimentos para 12.000 millones de personas, somos 8.000 millones y, aún así, una de cada diez personas en el mundo no come suficiente.

Alguien dijo que el hambre es la mayor vergüenza de estos tiempos: la plaga más mortal, la más fácil de acabar. Alcanza con decidir que queremos hacerlo y que, para eso, la prioridad en la producción de comida ya no serán las fortunas de sus productores sino la alimentación de las personas: no producir lo que premian los mercados ricos sino lo que todos necesitan. Sería, como siempre, una decisión política que requiere que muchos lo pensemos, que muchos lo queramos, y que decidamos actuar para lograrlo. Pero, por ahora, en nuestros países tiramos a la basura un tercio de los alimentos que generamos o compramos: el desdén por los que los necesitan no podría ser más gráfico. El hambre es, sabemos, algo que siempre les sucede a otros: gente rara, lejana. Por eso seguimos viviendo pese a él, seguimos sin morirnos de vergüenza.

Hace diez años aparecía la primera revista de papel de 5W y hablaba, sobre todo, de las guerras —y yo escribí, desvergonzado yo, algo así como una introducción. Ahora, aquí mismo y tanto después, quizá debería hablar de la alegría de que un medio así siga existiendo. 5W cumple, creo, con esa rara premisa que dice que el periodismo actual ya no consiste en contar lo que alguien no quiere que se sepa sino lo que muchos no quieren saber. Periodismo de larga distancia, con perdón: historias de lugares lejanos, lugares desdeñados, lugares donde viven los otros. Que a usted, hipócrita lector, mon semblable, mon frère, le importe enterarse de estas cosas me hace creer que quizá, alguna vez, queramos acabar con el hambre. Alcanzaría con decidirlo muchos; parece fácil —y sin embargo no lo hacemos. Pero leer estas historias —mientras comemos una carne con patatas, algún pescado con arroz— es una forma de acercarse.

¿El poder político está en los votos o en la capacidad de influencia?

La ultraderecha ha logrado el 20,8% de los votos en las elecciones alemanas, el doble que en las anteriores. Es la segunda fuerza parlamentaria del país, pero no podrá gobernar: los conservadores de la CDU/CSU, la formación más votada, buscará alianzas a su izquierda. 

Alternativa por Alemania (AfD) ha marcado el ritmo de la campaña.

Banalización del nazismo

Magdeburgo, estado federal de Sajonia-Anhalt, este de Alemania. Faltan tres días para la celebración de las elecciones que se convocaron tras el colapso de la coalición de gobierno tripartita, liderada por el canciller socialdemócrata Olaf Scholz. Delante de la catedral de la ciudad, de estilo gótico, se encuentran aún flores, velas y mensajes de condolencias. El 20 de diciembre de 2024, un refugiado saudí atacó con un vehículo a los visitantes del mercado navideño de la ciudad. Mató a 6 personas e hirió a otras 299.

El terrorista defendía tesis islamófobas y apoyaba a la extrema derecha de AfD. Sin embargo, fue precisamente ese partido el que organizó un acto al lado de la catedral de Magdeburgo después del atentado. El encuentro, anunciado como una conmemoración de las víctimas, mutó en un acto electoral en el que los seguidores de AfD gritaban “deportar, deportar, deportar” o “Alice für Deutschland” (Alice por Alemania), en referencia a Alice Weidel, colíder del partido y candidata a canciller.

Esta última frase no es solo una muestra de apoyo a Weidel, sino también una forma de acercarse a otro lema fonéticamente parecido, “Alles für Deutschland” (Todo por Alemania), el eslogan de las SA, la fuerza paramilitar nazi. El líder de AfD en Turingia, Björn Höcke, fue condenado por haber utilizado el eslogan en dos ocasiones durante campañas electorales anteriores. No fue obstáculo para que AfD ganara por primera vez unas elecciones regionales cuando Turingia acudió  a las urnas en septiembre de 2024.

Höcke, quien criticó en el pasado el monumento en el centro de Berlín a los judíos de Europa asesinados al describirlo como un “monumento de la vergüenza”, es solo el ejemplo más prominente de la relativización del nazismo en las filas de AfD. El antiguo líder del partido y actual presidente honorífico, Alexander Gauland, habló de Hitler y los nazis como “solo una cagada de pájaro en más de mil años de exitosa historia alemana”.

La campaña electoral con la que AfD soñaba

Si bien la inmigración y el derecho al asilo ya habían sido temas relevantes en el debate público al principio de la campaña electoral, el atentado en Magdeburgo los catapultó a una nueva dimensión. 

Friedrich Merz, líder de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y futuro canciller de Alemania después de ganar las elecciones con un 28,6% de los votos, había planeado inicialmente una campaña basada en la economía, que encadena dos años de recesión. Pero después del atentado de Magdeburgo, la campaña se alejó durante unas semanas de temas como la situación económica o la guerra en Ucrania. Merz, arrastrado por la ultraderecha, tuvo mucho que ver con esto. A principios de año, el político conservador propuso que los ciudadanos alemanes con doble nacionalidad puedan perder su pasaporte alemán si acumulan dos infracciones tan banales como viajar en transporte público sin haber pagado el billete correspondiente. AfD había hecho una propuesta parecida en 2017. Es un ejemplo que ilustra el movimiento hacia la derecha en las placas tectónicas de la política alemana durante los últimos años.

Un policía en el mercado de navidad de Magdeburgo, atacado en Diciembre (AP Photo/Ebrahim Noroozi)

El atentado de Magdeburgo no fue el último caso de violencia que sacudió la campaña electoral. En enero de 2025 un afgano con problemas de salud mental asesinó con un cuchillo a dos personas en Aschaffenburg. El debate se polarizó aún más y la extrema derecha dictó la agenda: la mayoría de los partidos discutieron sobre la seguridad y las restricciones a la inmigración como cuestiones intercambiables, sin distinguirlas. Un triunfo de su marco mental.

En este contexto, la CDU llevó al Parlamento a finales de enero una resolución no vinculante pidiendo el rechazo en las fronteras alemanas de todos aquellos que intenten cruzarlas sin los documentos en regla, solicitantes de asilo incluidos. La CDU argumentó que esto no contraviene el derecho al asilo consagrado en la Constitución alemana, porque el país está rodeado de vecinos donde se puede pedir asilo de forma segura.

La resolución, aprobada con los votos de AfD, marcó la primera ocasión desde la Segunda Guerra Mundial en que se llegaba a una mayoría en el Bundestag gracias al apoyo de la ultraderecha. Merz había prometido en sede parlamentaria el pasado noviembre que no buscaría mayorías con AfD después de que el Gobierno perdiera su propia mayoría cuando los liberales del Partido Demócratico Libre (FDP) salieron del ejecutivo. La CDU justificó el cambio de postura aduciendo que la situación en el país había cambiado después de los ataques de Magdeburgo y Aschaffenburg, mientras acusaba a socialdemócratas y verdes de bloquear cualquier cambio en política migratoria. Los datos, no obstante, apuntan a que el volumen de solicitudes de asilo en Alemania cayó un 30% el 2024, mientras que las deportaciones crecieron un 20%. La percepción frente a la realidad. 

Los diputados de AfD, que habían acusado a la CDU de copiar sus propuestas en política migratoria, celebraron en sus escaños el resultado de la votación, que entendieron como un paso más hacia su normalización política. Bernd Baumann, quien tomó la palabra por AfD, anunció: “Ahora comienza algo nuevo. Y eso lo lideramos nosotros”. Dos días después, otra resolución sobre inmigración, esta vez vinculante, fue apoyada por la mayoría de los diputados de la CDU y todos los de AfD antes de ser derrotada por un estrecho margen de votos. Si AfD hubiera podido escoger el tema estrella de la campaña, habría elegido sin duda la inmigración. Empezó con un 17% en las encuestas cuando el gobierno de Scholz se quedó en minoría, y subió hasta el 20,8% el día de las elecciones. 

Protestas contra la CDU y AfD

Centenares de miles de alemanes protestaron en las calles de todo el país contra el acercamiento entre la CDU y AfD. Una de las manifestaciones, en Múnich, reunió a 250.000 personas a principios de febrero. Fueron las protestas más multitudinarias en Alemania desde que a principios de 2024 se revelara que cargos medios de AfD habían participado en un encuentro en Potsdam donde se discutieron ideas para la deportación forzada de millones de migrantes, refugiados y ciudadanos alemanes de origen migrante.

Una manifestación multitudinaria contra la ultraderecha en Munich. (Sven Hoppe / dpa Picture Alliance / ContactoPhoto)

Los actos contra el “Rechtsruck” o movimiento hacia la derecha en la política alemana se extendieron hasta la jornada previa a las elecciones. El 22 de febrero, en la explanada entre la Cancillería Federal y el Bundestag, la organización de ayuda a los refugiados Wir packen’s an convocó a alrededor de 400 personas en un acto con discursos y canciones. Un programador informático berlinés de 28 años que prefiere no dar su nombre explica que ve la esfera política y sociedad alemanas moviéndose hacia la derecha, hacia el autoritarismo, con menos tolerancia y pluralismo, y este es el momento de “evitar que esta tendencia se convierta en mainstream y sea totalmente aceptada.” Añade que en algunas partes del país esto ya ha pasado, pero no en la ciudad de Berlín o en la política nacional. Este joven alemán, como también un maestro que acude a la manifestación con sus hijos, tienen dudas de que Merz cumpla su promesa electoral de no trabajar conjuntamente en el Bundestag con AfD después de las elecciones. 

A juzgar por el desarrollo de las encuestas, el voto conjunto de la CDU y AfD en el Parlamento dejó a ambos partidos en valores parecidos a los que tenían previamente. Aunque la esperanza de la CDU probablemente era recuperar parte de los votantes de AfD menos radicales al mostrar aún mayor dureza contra la inmigración, los conservadores no consiguieron volver al 34% en las encuestas del que disfrutaban poco después que el Gobierno Scholz colapsara. En contra de las esperanzas de socialdemócratas y verdes, estos dos partidos no fueron capaces de captar votos entre los votantes más centristas de la CDU después de la votación de los conservadores con la ultraderecha.

Cuando Merz se presentó sin éxito para liderar la CDU en 2018, anunció que quería reducir los votos de AfD a la mitad. Ya como líder del partido desde 2022, el líder conservador ha descubierto que la ultraderecha cuenta con una base de votantes muy fiel. El abandono de la política migratoria comparativamente liberal de Merkel no ha dado los frutos que Merz esperaba. En uno de sus momentos más bajos en la última década, AfD consiguió el 10,4% de los votos en las elecciones nacionales de 2021. Esta vez, el partido ha logrado el doble de apoyo.

¿Quién vota a AfD?

Las encuestas a pie de urna de la televisión pública alemana el pasado domingo ofrecen una radiografía muy útil de los votantes de AfD. Mientras que el 55% de los alemanes dicen estar preocupados porque “demasiados extranjeros” llegan a Alemania, el porcentaje llega al 89% entre los votantes de AfD. La paradoja es que quienes optan por este partido no necesariamente viven en zonas del país con alto porcentaje de población refugiada o migrante. Un estudio sobre las elecciones europeas de 2019 en Berlín ya mostraba que las zonas de la ciudad con más contacto con los refugiados que llegaron al país desde 2015 fueron también aquellas donde AfD consiguió peores resultados. A falta de datos definitivos en las elecciones del pasado domingo, AfD recibió en 2021 cerca del 12% de los votos en las zonas rurales de Alemania, donde hay mucha menos población migrante, mientras que en las zonas urbanas se tuvo que contentar con un 8%. Otro factor común entre los votantes de AfD es su mayor preocupación por la situación económica actual, muchas veces en combinación con una preocupación por la degradación de su estatus socioeconómico. En las elecciones recién celebradas, un 48% de los votantes expresaron estar preocupados por mantener sus estándares de vida. El porcentaje subía al 74% entre quienes votaron por la extrema derecha. Sociólogos como Andreas Reckwitz y Steffan Mau coinciden en la importancia de los “Verlungängste” o miedos a la pérdida, que son fáciles de entender en un país donde los salarios reales (ajustados a la inflación) cayeron significativamente en 2022 y 2023, antes de recuperar un poco de terreno en 2024. Mientras, el precio del alquiler ha subido un 8% desde 2020 y el de los alimentos básicos, un 15% (llegando al 29% en los supermercados más baratos como Aldi). La derrota de los socialdemócratas, que han pasado de ganar las elecciones con el 25% de los votos en 2021 a quedar terceros con el 16,5% (el peor resultado de su historia) tiene muchos motivos, pero uno de ellos es la incapacidad del Gobierno de proteger a los ciudadanos de la inflación. El Partido Demócrata en Estados Unidos sufrió un problema parecido en las elecciones de noviembre, y facilitó así el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca. 

El programa económico de AfD, que propone recortes en prestaciones sociales, difícilmente daría respuestas a los problemas de las clases populares alemanas. Según el Centro para la Investigación Económica Europea en Mannheim, la bajada de impuestos general propuesta por la extrema derecha incrementaría un 8% los ingresos disponibles de quienes ganan más de 150.000 euros al año, mientras que quienes perciben menos de 30.000 euros anuales ganarían como mucho un 1% más. En este grupo, sin embargo, muchos dan prioridad a otros temas o culpan a los inmigrantes de su situación económica. Otros ven con buenos ojos medidas de los partidos de izquierda o centroizquierda (como la subida del salario mínimo o la reintroducción de un impuesto al patrimonio, que fue eliminado en 1997), pero no consideran realista que puedan aplicarlas. Finalmente, una parte significativa de la población migrante percibe salarios bajos y sufre los mensajes racistas de AfD, pero no tiene derecho a voto. El 37% de los trabajadores manuales que votaron el domingo lo hicieron por AfD, pero no todos estos trabajadores pueden votar. 

Tampoco hay que subestimar el potencial de AfD para movilizar votantes con sus propuestas en política exterior. La ultraderecha pide detener el envío de armas a Ucrania y retomar relaciones diplomáticas y comerciales con Rusia para abastecerse de gas barato. Mientras que Alemania sorteó la crisis económica ligada a la pandemia de covid-19 con mayor facilidad que España por su menor dependencia del sector servicios, el país ha sufrido mucho más las consecuencias de la guerra en Ucrania al encarecerse el precio de la energía, un elemento clave para las industrias automovilísticas, químicas o del acero. Durante mucho tiempo, AfD ha tenido la etiqueta de “partido del este” porque tradicionalmente ha obtenido sus mejores resultados en las zonas del país antiguamente pertenecientes a la antigua República Democrática Alemana (RDA). Esta vez, la ultraderecha ganó las elecciones en los cinco estados federales del este del país. El éxito de AfD muchas veces se ha explicado desde un estereotipo: los ciudadanos del este, debido al pasado comunista, no están tan familiarizados con la democracia como el resto del país. Sin embargo, si tenemos en cuenta que el este del país es más rural, más pobre y tiene menor participación electoral (factores que incrementan el porcentaje de voto por AfD en toda Alemania), el desequilibrio este-oeste no es tan llamativo. En ciudades del oeste del país como Gelsenkirchen, con una tasa de desempleo muy por encima de la media y una participación electoral baja, AfD estuvo en estas elecciones cinco puntos por encima de su resultado en el conjunto de Alemania. 

El género es otro eje crucial para entender el éxito de AfD. Aunque la extrema derecha es el único gran partido que ha nombrado a una mujer como candidata (para sorpresa de muchos, casada con otra mujer proveniente de Sri Lanka), AfD tiene mensajes claramente misóginos. Esto ayuda a explicar por qué un 23% de los hombres (comparado con un 17% de las mujeres) marcaron una cruz en la papeleta electoral al lado del nombre de AfD. En abril de 2024, cuando Höcke tuvo que acudir a un juicio en la ciudad de Halle por utilizar el eslogan de las SA, fueron mayoritariamente hombres los que se quedaron a la puerta del juzgado para apoyarlo una vez la manifestación inicial contra el político ultra se dispersó. 

Más votos que nunca, ¿oposición como siempre?

La coalición más sencilla, la que uniría a la CDU y los socialdemócratas, no tuvo hasta el final la mayoría asegurada. La Alianza Sahra Wagenknecht (BSW), un partido fundado el año pasado que pide retomar relaciones diplomáticas con Rusia, reducir la immigración y políticas económicas de centroizquierda, podría haber cambiado las posibles coaliciones de gobierno si hubiera superado el 5% de los votos necesarios para la entrada en el parlamento. En este caso, los verdes habrían sido necesarios junto a los conservadores y los socialdemócratas para llegar a una mayoría de gobierno. A altas horas de la madrugada se despejó la incógnita: el BSW cayó finalmente al 4,972% de los votos. Aunque aún pueden haber reclamaciones, el 45% de votos que suman conservadores y socialdemócratas es suficiente para formar un gobierno, al quedarse el FDP y el BSW fuera del Parlamento. El escenario preferido por AfD habría sido una coalición entre conservadores, socialdemócratas y verdes, ya que les habría ofrecido explotar desde la oposición un pacto de la CDU con dos partidos a su izquierda para evitar a la ultraderecha.  

A pesar de la votación de la CDU con AfD a finales de enero, el partido de ultraderecha continúa siendo demasiado abiertamente radical, y sobre todo demasiado próximo a las posiciones de Rusia, como para que los conservadores den ese paso. Después de remarcar que Merz quería reducir a la mitad a AfD pero que su partido ha doblado los resultados de las anteriores elecciones, Weidel dijo en la noche electoral que su mano estaba “extendida” para entrar en un posible gobierno. 

La CDU, al menos por ahora, mira hacia otro lado.

Los odiaba con toda la fuerza que puede odiar un tipo que ha crecido rodeado de odio. El general Mbura, líder de un pequeño grupo rebelde, una de las más de cien milicias en activo en el este de la República Democrática del Congo, escupía de rabia cuando hablaba de ellos. “Nos atacan y matan a nuestros padres y hermanos, violan a nuestras mujeres y secuestran a nuestros hijos. Por eso nos tenemos que defender”. El general Mbura vivía escondido en la selva congoleña al frente de una tropa patética y desesperada, un puñado de hombres armados sin formación, con armas oxidadas y en sandalias, y se pasaba los días tan borracho que solo tenía claro quién era el enemigo: “Los hutus de FDLR; son el diablo”. Su rival, el grupo rebelde Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda (FDLR), fundado e integrado por los hutus responsables del genocidio ruandés que escaparon al este del Congo, protagonizaba por su crueldad las pesadillas de muchos vecinos de la región.

Días después, apelotonado en una furgoneta-taxi de camino a Bukavu, mi vecino de asiento, un carpintero de Goma llamado Robert, ni siquiera bajó la voz para cerrar su análisis de las desgracias de Congo con un puñal al aire. “Los tutsis no son de fiar, se creen mejores y son unos traidores, nunca le des la espalda a un tutsi”. Para mi sorpresa, el resto de los pasajeros se tomó a chanza aquella perorata racista y el vehículo siguió su camino envuelto en una carcajada ligera.

Aquel odio bidireccional clavado en el corazón de la población es uno de los mil requiebros de la espiral de violencia que sufre el este de Congo. 

El pasado domingo 26 de enero el grupo rebelde M23 invadió por primera vez desde 2012 la ciudad de Goma, de casi dos millones de habitantes y cercana a la frontera con Ruanda. Los combates dejaron 2.900 muertos y más de 3.000 heridos, según la Cruz Roja local. El M23, formado mayoritariamente por tutsis congoleños, no es un grupo rebelde de tipos desharrapados como el del general Mbura y sus esbirros; es un ejército.

Hay un porqué. Según las Naciones Unidas, Estados Unidos, la Unión Europea y varios países africanos, la vecina Ruanda, que lo niega en redondo y donde también gobiernan tutsis, apoya con armamento, estrategia militar y miles de soldados al M23.

Es imposible comprender lo que ocurre en el este congoleño sin remontarse al genocidio de 1994 en Ruanda, cuando alrededor de un millón de tutsis y hutus moderados fueron asesinados, muchos a machetazos, en poco más de cien días de desenfreno sanguinario y sexual: se cometieron decenas de miles de violaciones.

Es imposible e incompleto también. El desgobierno en el este del Congo no es producto del odio étnico que tan bien empaqueta los conflictos africanos para la fácil lectura occidental. Aunque todos los actores implicados en la guerra en Congo hablan de defender a la población o responder a las afrentas externas, en el corazón de la violencia está la codicia. Las dos provincias de los Kivus, fronterizas con Ruanda, se sostienen sobre uno de los suelos más ricos en minerales del planeta, con decenas de minas de oro, coltán, diamantes o casiterita, entre otros.

La actual guerra en Congo es un repunte de un conflicto latente desde hace más de dos décadas, de intensidad variable, que hace posible una economía militarizada, casi de rapiña, donde los bandos no luchan por ideales sino por un trozo del pastel. Donde quienes se matan son el eslabón más bajo de una cadena de expolio internacional —el oro o el coltán que pasa de contrabando las fronteras de Ruanda o Uganda hacia Asia o Medio Oriente acaba en los mercados occidentales— que provoca muertes de inocentes y usa el terror para controlar territorios y saquear las mejores minas. Una guerra que se ceba con la población: en el este de Congo, 7 millones de personas han huido de sus casas por la violencia.

La historia avisa de que ese sufrimiento tampoco es nuevo. Desde hace siglos, quienes se han aproximado a la región congoleña lo han hecho para exprimirla y someterla. Desde los tratantes de esclavos árabes al rey belga Leopoldo II, que convirtió Congo en su jardín particular, los congoleños han sufrido la condena de vivir en un vergel en la tierra. Si primero el negocio estuvo en los esclavos enviados a las grandes plantaciones de América o el comercio del caucho y el marfil, pronto la economía viró al cobre, el uranio, los diamantes o minerales indispensables para los dispositivos electrónicos como el coltán o el cobalto. La eliminación de los líderes locales que intentaban cambiar el orden de las cosas extendió una red de gobernantes congoleños corruptos, dóciles e ineptos con quienes era fácil hacer negocios en las sombras, que también querían su migajas, y a quienes les importaba poco el dolor de la ciudadanía.

¿Por qué repunta el conflicto ahora?

Mineros en la mina de Cobalto de Shabara, al este de la República de Congo.Pascal Maitre / Panos Pictures / ContactoPhoto

El conflicto ha estallado de nuevo de forma abierta porque el mundo ha cambiado. En 2012, el M23 nació por un acuerdo de paz mal cerrado con un grupo rebelde de tutsis y el compromiso gubernamental incumplido de integrar a aquellos milicianos en el Ejército congoleño. Aquella rebelión acabó también con la invasión de Goma, pero entonces la presión internacional obligó al M23 a retirarse de la ciudad once días después y a firmar una paz temporal.

El grupo regresó de su letargo en 2021, cuando empezó a conquistar zonas mineras del este de Congo y a avanzar poco a poco hacia zonas cada vez más cercanas a Goma. La máquina de billetes volvió a funcionar a pleno rendimiento: el beneficio de aquellas minas, cuyas riquezas cruzaban la frontera ruandesa clandestinamente, llenó aún más los bolsillos de Kigali, capital de Ruanda.

De nuevo, es imposible comprender el conflicto en Congo sin un nombre propio: Paul Kagame. El presidente de Ruanda, un tipo inteligente y líder de la contraofensiva que terminó con el genocidio de 1994, acusa desde hace años al Gobierno congoleño de esconder en su territorio y colaborar con los hutus autores del genocidio y, aunque no reconoce abiertamente su apoyo al M23, varios informes han probado que ayuda con armamento y hasta 7.500 soldados a un grupo rebelde que le permite crear un perímetro de seguridad contra sus enemigos y, de paso, le acerca a su sueño de integrar las ricas regiones de los Kivus bajo el abrigo del Estado ruandés.

Kagame, además, aprendió la lección de la invasión interrumpida de Goma de hace más de una década y ha esperado a que la fuerza diplomática internacional perdiera músculo. El mundo ya no es el de 2012. Con Donald Trump al mando en Estados Unidos, una Unión Europea debilitada, preocupada por el crecimiento de la extrema derecha, y el foco internacional en Gaza o Ucrania, el M23 ha tenido vía libre para asestar su golpe. Kagame, que supo convertir en complicidad la culpabilidad occidental por su inacción durante el genocidio, ha tejido en los últimos años una red robusta de influencias internacionales. A los esfuerzos de diplomacia suave —patrocinio de equipos de fútbol, iniciativas con la NBA o la organización del mundial de ciclismo este año— se suma un viraje de zorro viejo: Ruanda se ha hecho útil. El pequeño país africano, de una superficie menor a la de Galicia, es el segundo mayor contribuyente de las misiones de paz de las Naciones Unidas en el mundo y ha desplegado a sus soldados en misiones de paz en República Centroafricana o en el incendiado norte de Mozambique, donde operan multinacionales del gas europeas. Su acuerdo con el Reino Unido para acoger a los demandantes de asilo que llegaban a suelo británico es solo una página más del libro diplomático desplegado por el Gobierno ruandés y que ahora influye en el inmovilismo mundial para impedir que Kigali siga apoyando descaradamente al M23.

¿Qué ocurrirá ahora?

Hay varios escenarios posibles. Que el conflicto se resuelva en despachos con corbatas y obligue a la retirada del M23 y ponga fin al apoyo ruandés a la milicia es la posibilidad que probablemente menos muertes provocaría. También la más improbable.

Tras conquistar Goma, el grupo rebelde tutsi avanzó hacia el sur y conquistó la ciudad de Bukavu, capital de Kivu Sur, lo cual, sobre el papel, le permite el control de las dos regiones más ricas en minerales del noreste. El Ejército de Congo, con la ayuda de soldados de Burundi y los Wazalendo, milicias locales afines al gobierno congoleño, frenó al principio la toma de Bukavu, pero acabaron dejando vía libre al M23.

El próximo paso de la milicia decidirá si el Congo se prepara para entrar en una tercera gran guerra tras la de 1996 y la de 1998-2003. Puede que el M23 quiera afianzar su control de las provincias de Kivu y su aliado ruandés se contente con el perímetro de seguridad y minerales en su frontera. La alternativa es una guerra total: la lucha por el poder. Corneille Nangaa, el jefe de la Alianza Fleuve Congo (AFC), el brazo político del M23, aseguró que su objetivo es llegar a Kinshasa y derrocar al Gobierno, en un movimiento similar al que llevó al entonces rebelde Laurent Désiré Kabila, con la ayuda de Ruanda y Uganda, a cruzar el país en 1996 y deponer al dictador Sese Seko Mobutu.

Hay una última posibilidad: que el ruido de un levantamiento interno precipite las cosas desde la capital, Kinshasa, en forma de golpe de Estado.

Las dudas sobre qué ocurrirá con la guerra de Congo contrastan con una sola certeza: ninguno de los escenarios previsibles evitará más muertes congoleñas. Y seguirá creciendo el odio.  

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