
Campos de personas desplazadas como palimpsestos, como pergaminos de tierra donde leer una guerra que dicen que ya se ha acabado, como heridas que el tiempo nuevo debe curar.
En las afueras de Raqqa, ciudad siria que durante la guerra llegó a ser la capital de facto de Estado Islámico, esos campos acogen, todavía hoy, a gente que ha huido de diferentes partes del país. En cada sector las comunidades vienen de un lugar diferente: Deir ez Zor, también conquistado en su momento por Estado Islámico; la más lejana Alepo, uno de los símbolos de la guerra y del enfrentamiento atroz entre el régimen de Bashar al Asad y los grupos opositores armados; Hama y Homs, lugares donde el levantamiento contra la dictadura se vivió al principio con ilusión y luego fueron arrasados por el régimen.
En este campamento cercano a Raqqa, que acoge a unas mil familias, viven Faraj al Abdulá, de 61 años, y su hijo Talal, de 37. Como casi todo el mundo aquí, son de la provincia de Alepo. Los niños corretean alrededor mientras ellos hablan sobre el pasado y el futuro. A sus espaldas, las tiendas de campaña contienen la ironía de tantas otras en el mundo: por definición, están pensadas para acoger a alguien de forma momentánea, pero con el tiempo se van llenando de señales de residencia a largo plazo.
—Pensamos que este era un sitio seguro. Vinimos a una zona segura —dice Faraj mientras se enciende un cigarrillo—. No nos han dado otra solución que no sea este campo. No pensamos volver, porque no tenemos ni casa en Alepo.
—Además, ahora somos muchos más —dice Talal, su hijo—. Antes éramos 11 y ahora somos más de 50.
Llegaron en agosto de 2017 después de que Estado Islámico los expulsara de Safira, una ciudad de la provincia de Alepo cercana a la capital. En ocho años no han parado de nacer hijos, hijas, nietos y nietas que se han ido instalando en nuevas tiendas.
—Estas dos tiendas son de mis hijos. Una de ellas es de Talal —dice Faraj mirando a su hijo, que confirma la información con un gesto.
Ninguna necesidad parece acuciante en el campo, porque la mayoría se han cronificado y la gente se ha acostumbrado. Entre las tiendas blancas y azules se esconden algunas motocicletas. Una letrina cubierta por una tela delgada. Placas solares. Ropa tendida que da algo de vida a la llanura. Neumáticos. Un andador de bebé destrozado. Basura. Fogatas. Un tractor en medio del campo.
—¿Os ha llegado ayuda humanitaria desde que cayó el régimen de Asad? —les pregunto.
—La, la, la, la, la.
No, no, no, no, no. Repiten ambos en árabe.
—Nada, que va. Ya no hay ayuda de Estados Unidos —completa el hijo.
—Desde que llegó Trump ya no hay ayuda —dice el padre desganado, y se enciende otro cigarrillo—. Queremos que el mundo nos ayude. No solo a este campo. A todo el país. Al pueblo sirio. Hay mucha pobreza. Queremos una solución. Queremos construir nuestra propia casa.
La guerra duele tanto que, cuando se acaba, quienes la han sufrido solo se atreven a quejarse con la boca pequeña. Parece que tengan miedo a que se rompa la paz si piden algo de ayuda. Se aferran a lo más urgente: que no caigan más bombas. Gobiernos y grupos armados de todo el mundo lo saben, y usan la seguridad para mantenerse en el poder, como pasó con la vuelta de los talibanes en Afganistán: el deseo de que la violencia se acabe es tan grande que otras cosas se obvian. Lo mismo pasa aquí.
—Mira los pies de los niños —dice el hijo, Talal; la mayoría están descalzos, los pocos con zapatos los tienen destrozados—. Yo tengo cinco hijas y dos hijos.
—Esperamos que la economía mejore ahora —dice su padre—. Y sobre todo que haya estabilidad en el país.
No quieren seguir aquí, pero la perspectiva de volver tampoco les apasiona. Porque temen ir a peor. Un hombre que se nos acerca da el contexto de por qué es así. Se llama Mohamed Tarif al Jassem y es el líder del campo. Con su turbante blanco de cuadros rojos, propio de los linajes de alto pedigrí, habla lento y derrocha ponderación.
—En estos campos hay problemas de nutrición. No hay servicios médicos, hay pocos depósitos de agua. Los niños no van a la escuela. Las organizaciones humanitarias no vienen mucho por aquí. La situación en Alepo aún es inestable. Las casas están destruidas. Aún hay miedo.
Tras la caída del régimen de Asad, era inevitable que el foco mediático iluminara la capital siria, Damasco. La imagen que se proyectó desde allí y desde las zonas con predominio suní era de victoria y libertad: la bandera rebelde —que pronto se haría oficial— ondeando, las masas en las calles y las mezquitas, el júbilo popular. El nuevo hombre fuerte de Siria, Ahmed al Shara —antiguo líder de la rama de Al Qaeda en Siria—, prometió una nueva Siria donde todas las comunidades fueran respetadas, pero desde el principio las minorías, con matices según su situación histórica y política, vieron con recelos la instauración de un nuevo régimen que presumían iba a discriminarlos.
El foco de la acción humanitaria también se trasladó a Damasco y a zonas antes controladas por la dictadura. El motivo es sencillo: el régimen de Asad restringía al máximo la entrada de ayuda. Así que muchas organizaciones que durante años habían intentado negociar sin éxito trabajar en las zonas gubernamentales se apresuraron ahora a desplegarse allí.
El tercio nororiental de Siria, que limita con Irak y Turquía, quedó al margen de esta atención e incluso de esta discusión pública, porque tiene otra realidad política y otra historia.
“Las necesidades están ahí porque el número de desplazados internos sigue siendo alto. Los servicios básicos aún no están en marcha en esta zona, e incluso los edificios aún deben ser reconstruidos”, dice Fatima Dreai, responsable de las operaciones de Médicos del Mundo en Hasaka y Raqqa, en el noreste de Siria.
En la llamada Administración Autónoma del Norte y Este de Siria (AANES), conocida popularmente como Rojava, el cambio de régimen se tomó con algo más de circunspección. Son zonas controladas por las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), unas milicias de mayoría kurda que han seguido teniendo choques con grupos de la antigua oposición armada alineados con Turquía, el gran valedor de Shara y del nuevo régimen sirio.
El mapa de la guerra que estalló en 2011 y se apagó —al menos sobre el papel— en 2024 es complejo. También lo es el mapa de grupos armados y alianzas. Durante los años de expansión de Estado Islámico, las milicias kurdas —apoyadas por Estados Unidos— fueron instrumentales en su combate y posterior derrota. Mosul (en la vecina Irak), Raqqa o Deir ez Zor pasaron de ser toponimia yihadista a ser territorio “liberado”, en jerga del bando vencedor. Tras la expulsión de Estado Islámico, la AANES se extendió no solo a ciudades de mayoría kurda, sino también a muchas árabes. La reconstrucción empezó débilmente y miles de personas desplazadas llegaron desde otros puntos del país.
Hasta finales de 2024, Asad controlaba las zonas gubernamentales, la oposición armada mandaba en otras —con capital de facto en Idlib— y las milicias kurdas, en discordia, administraban las suyas en una especie de Estado sin Estado. La entrada de la oposición armada en Damasco causó incertidumbre en el tercio nororiental de Siria. Incluso después del fin teórico de la guerra, hubo combates que desplazaron a miles de personas, la mayoría kurdas, desde la provincia de Alepo a la AANES.
Para ellas, la guerra no había acabado.
La guerra no ha acabado para toda la gente que se agolpa en esta escuela de Raqqa. Un clásico de las guerras, de los desplazamientos forzosos: las escuelas se convierten en refugios. En el generoso cemento del patio descansan unos depósitos granates de agua, hay tableros de baloncesto desvencijados, algunos coches aparcados y una pila de pupitres y sillas: han vaciado las aulas para dejar espacio a las personas que buscan refugio. Aquí hay 31 familias que comparten una historia común: proceden de Afrín, un enclave kurdo en la provincia de Alepo, se vieron desplazadas en 2018 a la vecina Shahba, y de ahí las expulsaron de nuevo hace unos meses, tras la caída del régimen.
La guerra siria, las guerras del mundo: el desplazamiento tras el desplazamiento.
En las ventanas del edificio, de tres plantas, se asoman con gesto nostálgico niños, niñas, mujeres y hombres pensando en Afrín. La fachada ocre da un tono más deprimente a la escena.
La líder de esta comunidad desplazada tiene solo 20 años y se llama Nevin Haj Hussein. Llegó a este refugio —como todos los demás— tras huir de los combates que se desataron en la provincia de Alepo justo después de la caída del régimen.
—Estamos sufriendo. El trato que se nos da no es digno. Estamos cansadas y esperamos volver pronto a casa. Recibimos algo de ayuda, pero no la suficiente. Falta ayuda humanitaria —denuncia Nevin, sentada en un pupitre diminuto entre paredes con estampados de flores y mariposas.
Para demostrarlo, Nevin se levanta y nos muestra el resto de la escuela. La vehemencia de la gente que se nos acerca contrasta con la calma que hemos visto en el campo de personas desplazadas en las afueras de Raqqa que llegaron hace ya unos años.
—Queremos volver a Afrín. A nuestra casa, a nuestra tierra —dice ante el aula de octavo Maryam Hannan Jafer, de 44 años, que luce un pañuelo negro con flores—. Nos fuimos sin coger nada, solo llevábamos esta ropa, nos dijeron que en 30 minutos nos teníamos que ir.
Es verdad: hay 31 familias en esta escuela, pero se ven muy pocas maletas. Se fueron con lo puesto.
—Si hicieras un referéndum aquí, todo el mundo votaría por volver a Afrín. Sin excepción —dice Maryam.
Deseosa de compartir más detalles, se suma a la conversación Amina Mohamed Banplus —de 60 años, con blusa de lunares, dicharachera, con los dientes incisivos arrancados—, que amplía la afirmación de su compañera.
—Es nuestra tierra. Es importante nuestra historia, nuestra cultura. Somos kurdas, kurdas, kurdas. El pueblo kurdo debe lograr la libertad.
—Me gustaría que el presidente [Shara] sepa que debe comportarse con justicia —sigue Maryam—. Debe saber que somos kurdas y tenemos derechos.
—Queremos que la gente en Occidente nos dé apoyo para conseguir la libertad y recuperar nuestros derechos. Nos han expulsado y nos han tratado mal, queremos nuestra libertad —dice Amina—. Queremos oler el polvo de nuestra tierra.
La conversación retumba en el pasillo, poblado de cajas de cartón con basura. Las paredes están pintadas de rosa y azul pastel de la mitad hacia abajo. En una de ellas se ve el dibujo de un niño jugando a fútbol.
—¿Qué hicimos? —se pregunta Amina—. El mundo no nos mira. ¿Cuáles son nuestros pecados?
También es verdad: en este nuevo giro de la historia, la comunidad kurda, bisagra en Oriente Medio y tantas veces aliada de Occidente, ve cómo apoyos tradicionales como el de Estados Unidos se tambalean.
—Agradecemos la ayuda de todos los países europeos —interviene Nihad Aleko, de 56 años, junto a Nevin el otro coordinador del refugio, como quien pide ayuda dando las gracias por anticipado—. Viví en Europa durante quince años y volví a Siria en 2011.
Ese fue justo el año en que empezaron las protestas contra el régimen que desembocaron en una guerra civil. Con su bigote kurdo —casi un cliché—, su rosario en mano y unas sandalias preciosas, Nihad no tarda en derramar lágrimas.
—Lloro porque cuando dejamos atrás Shahba vi muertos y asesinatos. Mi yerno está desaparecido, vi cómo lo capturaban, no tenemos noticias de él. Aquí estoy con mi hija y más familiares, somos nueve.
Dice Nihad que él también quiere volver a Afrín. Pero se le ve absorto en la situación política actual, en concreto en el acuerdo entre el Gobierno central y las autoridades del noreste sirio.
—Esperamos coexistir en Siria. Todos. Árabes y kurdos. Esperamos que las cosas que pasaron queden atrás y abramos una nueva página para vivir juntos como buenos vecinos.
Un niño grita en el pasillo. El eco conquista las plantas de la escuela, solo amortiguado por algunas alfombras y maletas. Una niña con chupete amarillo se acerca a las escaleras. Llora, como Nihad, pero nadie le hace caso.
“La educación es mi derecho”, dice una pintada en las paredes de la escuela.
Lo que Nihad tiene en la cabeza preocupa también a toda la población en el noreste sirio. En marzo llegó una de las noticias más importantes de la posguerra: las autoridades en la AANES firmaron un acuerdo con el Gobierno de Shara para ir devolviendo poco a poco la soberanía de su territorio. El acuerdo incluía la reintegración de las fuerzas kurdas en el Ejército central y el retorno de las personas desplazadas, con otros asuntos clave en el aire como las reservas petrolíferas.
Pese a las suspicacias iniciales, la AANES mostró así su voluntad de participar en la nueva Siria, quizá consciente de que el nuevo régimen había llegado para quedarse. El Gobierno de Shara, que durante los últimos meses ha ido ganando reconocimiento occidental, ponía así una piedra fundamental en la construcción de una estructura política que nunca se presentó como federal pero que sí quería intentar (re)unir todas las sensibilidades. El acuerdo sigue vivo, aunque no ha avanzado a la velocidad esperada: hay incertidumbre sobre su aplicación práctica y se han producido algunos combates.
El problema es que el nuevo régimen tiene otras grietas en su edificio más allá del noreste sirio. En marzo hubo centenares de muertos en las provincias occidentales de Latakia y Tartús, feudos tradicionales de la minoría alauí, la del exdictador Asad. El papel de fuerzas suníes radicales —los sectores más afines al Gobierno aseguran que la violencia es más bien achacable a estos grupos descontrolados, y no al Ejército sirio— también fue nefasto en los ataques contra la minoría drusa, una crisis que ha acabado siendo la más importante en esta nueva etapa política. Esta comunidad, que también tiene presencia en otros países de Oriente Medio, cuenta con sus propias facciones armadas. Israel ha atacado varios puntos de Siria —incluso las inmediaciones del Palacio Presidencial— para supuestamente defender a la minoría drusa, aunque a nadie se le escapa que Tel Aviv siempre ha querido desestabilizar al régimen sirio, antes y después de Asad, para que se mantenga débil.
Lo que a nivel sirio se interpreta como un nuevo capítulo de la historia para construir una todavía frágil identidad nacional, en AANES se vive como un nuevo escenario adverso ante el cual hay que reposicionarse. Todo ello coincide con un movimiento histórico en su órbita cercana: el grupo armado del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) ha negociado con Turquía un proceso de desarme. Este proceso reverbera en el Kurdistán iraquí y sirio, donde hay unas dinámicas diferentes pero una cultura social y política paralela.
La comunidad kurda sigue siendo una de las más importantes del mundo sin Estado: unos 40 millones de personas divididas entre Turquía, Irán, Irak y Siria. Su aspiración independentista se ha ido apagando con los últimos eventos geopolíticos, pero su identidad sigue más viva que nunca. Bisagra histórica de los intereses occidentales en la región, sus estructuras políticas igualitarias e incluso su apuesta por proyectos de inspiración socialista siguen marcando la diferencia respecto a sus vecinos.
En la AAANES, la gente ha sufrido mucho durante la guerra siria, se ve desamparada, y ahora no sabe adónde va el país. Eso se puede palpar en el día a día. Y también la voluntad de, pese a todo, salir adelante.
Como tantas otras veces en el pasado.
En todo este proceso político y social entra en juego algo fundamental: la salud mental, uno de esos componentes de la acción humanitaria que gana cada día más peso. Antes no se entendía su importancia, pero en lugares como el noreste de Siria se revela como esencial. La gente lucha contra la sensación de abandono.
—Tengo que cuidarme a mí misma, porque si estoy irritada, enfadada, se lo contagio a mi familia. Primero tengo que estar en paz conmigo misma.
Samia Mohamed es paciente de un centro médico de la provincia de Hasaka, en la AANES, apoyado por Médicos del Mundo.
—También he aprendido que debo compartir mis experiencias. Porque mi hijo pequeño puede sentirlo todo. Lo percibe todo.
Es difícil hacer eso en la vida cotidiana. Pero mucho más después de trece años de guerra. Samia, de 38 años, ha llegado a esas conclusiones después de las consultas con una psicóloga siria del centro. Las intenta aplicar cada día. Sentada en la consulta, con su trenza larga y su camisa morada cerrada, flecos en el cuello, brazos cruzados, Samia hace gestos con los dedos, como diciendo que le da vueltas a la cabeza.
—Todos nos hemos visto afectados por la guerra. Yo me he visto obligada a desplazarme dos veces. En 2016 un familiar murió. Me afectó mucho. Mi marido dijo entonces que todos perderíamos a alguien en la guerra. Que la vida sigue. La vida siguió. Encontré un trabajo, y eso me dio estabilidad. Sin trabajo no hay estabilidad.
En el centro al que acude Samia en la provincia de Hasaka hay huellas de las manos pintadas en una pared, una televisión con mensajes sanitarios, una consulta de salud mental, un cirujano infantil, un paritorio, un póster del Día de la Mujer, el 8 de marzo, con el lazo rosa contra el cáncer de mama y recomendaciones para evitarlo.
Samia irradia luz. Como otra de las beneficiarias, Afra Def el Barhom, de 43 años, con su pañuelo blanco y su bolso. Tiene muestras de cariño continuas hacia su psicóloga, Amal Issa Sheikho, que está sentada a su lado en la consulta.
—Llevo viviendo aquí dos años en una casa alquilada. Cuando vengo a ver a la psicóloga, mi salud mejora. Me cambia el humor.
Afra encontró el centro por sí misma. Dice que normalmente el coste de esos servicios médicos serían muy altos, pero que aquí son gratuitos y por eso puede acceder a ellos.
—Cuando Afra vino, vi que tenía mucha presión —dice a su lado la psicóloga—. Se ocupa de sus hermanos. Se impuso cuidar de los hijos de sus hermanos también. Pero ella tiene una discapacidad [una malformación de nacimiento en el brazo] y yo le dije que quizá no tendría que hacer eso. Llegó aquí en 2019, después del ataque de grupos armados.
Afra, la paciente, es de Ras al Ain, de donde fueron expulsadas miles de personas.
—Todos somos desplazados en la familia. También cuido a mis padres. Están enfermos y vienen a este centro. Cuando llegué me sentía triste, pero luego vi que la vida iba mejorando, y me convencí de que el futuro será mejor. El apoyo psicológico me ayudó en todo.
Se nota que Afra y otras pacientes quieren de verdad a la psicóloga. Porque hace bien su trabajo. A sus 32 años, Amal Issa Sheikho tiene claro el contexto cultural, social y emocional de su entorno, y también las herramientas a su alcance para mejorar las vidas de esas personas, muchas de las cuales han tenido que cambiar de hogar debido a la violencia.
—Al principio la gente no confiaba en este servicio [psicológico], porque tiende a quitar importancia a la salud mental. Pero poco a poco los resultados llegaron y ahora la gente viene sin que se lo digamos —dice Amal en su consulta después de que salga Afra—. Tenemos varios tipos de pacientes. Los desplazados internos que vienen porque han perdido sus casas, por depresión, por angustia, algunos viven en lugares inhabitables… También hay jóvenes de aquí que tienen incertidumbre sobre su futuro y se sienten bajo presión. Y también gente que sufre la pobreza. Intentamos ayudarlas a todas.
Las palabras de Afra y de otras personas que han pasado por su consulta no mienten: Amal intenta curar las heridas psicológicas, pero no trabaja desde el paternalismo o el victimismo.
—Hacemos sesiones individuales, grupales, derivamos a pacientes, ofrecemos recursos… les damos esperanza, ideas positivas, fortalecemos aspectos que les dan más poder. Toda persona nace con fortalezas dentro de sí; intentamos activar esas fortalezas.
La psicóloga no pone el acento en el impacto directo de la guerra en las mentes, sino en cómo el contexto general de incertidumbre, política y económica, afecta a la mayoría de la población. El estrés es uno de los aspectos más discutidos en su consulta.
—La gente no sabe cuál será su futuro. No sabe si va a tener que enfrentarse a otro desplazamiento. Hay gente que no cobra su salario desde que cayó el régimen.
Toda esa casuística se refleja en lo que explican otros pacientes de Amal. Como el que entra después de Afra en la consulta: Zein al Abideen, de 29 años, que estudia cuarto de Arquitectura. Sus palabras son un ejemplo de ese quiebre del futuro del cual habla Amal, y que tanto afecta a la gente joven.
—Me sentía débil, sufría depresión, pero no lo sabía. No acabé antes la carrera precisamente por esos problemas de salud mental. Con Amal fuimos poco a poco profundizando en mi situación. Al principio no creía que me pudiera ayudar, pero lo hizo. Estaba perdido. Me ha enseñado técnicas de respiración. Me ha recomendado incluso libros.
El libro que le recomendó es The Fantastic Victories of Modern Psychology, de Pierre Daco.
—Amal me conoce bien —dice Zein.
La caída del régimen sirio trajo consigo especulaciones sobre qué pasaría con las millones de personas refugiadas que huyeron del país durante la guerra civil. Aunque la incertidumbre sigue dominando el contexto político sirio, desde entonces algo más de 850.000 personas refugiadas y 1,6 millones de desplazadas dentro del mismo país han vuelto a casa.
Los movimientos internos responden a complejas dinámicas nacionales y regionales. En el noreste de Siria se acumulan heridas del pasado y del presente. Hasta diciembre de 2024 ya había más de 300.000 personas desplazadas en la región, fruto de combates en diferentes partes del país y sobre todo de la expansión y posterior expulsión de Estado Islámico en la zona. Pero la violencia en la provincia de Alepo causó el desplazamiento de hasta 26.000 personas en centros provisionales como la escuela de Raqqa.
—Necesitamos más ayuda de fuera, más apoyo, especialmente para las afecciones cardíacas y la diabetes —dice Jumana Ahmed Abid, que trabaja en un comité de salud de las autoridades kurdo-sirias de la región—. Necesitamos más recursos para tratamientos. Faltan medicinas, necesitamos más ayuda de las organizaciones.
Con su pañuelo blanco y su vestido verde turquesa, Jumana Ahmed Abid, de 56 años, habla desde uno de los centros sanitarios en Hasaka, en la AANES.
—Hemos dado información a las mujeres sobre la lactancia, sobre medicamentos y sobre violencia de género.
Insiste en la función esencial que desempeñan las mujeres, no ya como pacientes o beneficiarias sino como parte activa de esa sociedad civil que lucha para construir la paz.
—Las mujeres defienden sus derechos. Yo trabajo para que mis hijos puedan comer. Soy la muestra de ello.
Jumana Ahmed Abid lamenta que algunas organizaciones hayan dejado de actuar o disminuido su actividad en la región.
—La guerra ha creado muchas enfermedades en el país. Espero que la ayuda llegue a toda Siria, pero también aquí, sobre todo para las personas desplazadas.
Es la lucha contra el olvido: de ella y de miles de personas.
El dolor que supuran estos miles de personas se cura en hospitales, en comunidades, en familias. Pero también en la radio. En concreto, en este estudio de radio en Raqqa.
Una periodista y una psicóloga. Una luz azul.
—¿Cuáles son las conductas que ayudan a favorecer la salud mental? —pregunta la periodista.
—La comunicación abierta —responde Nour Darwish, psicóloga que colabora con Médicos del Mundo—. Tienes que descansar y la familia debe entender este comportamiento. No debes ser juzgada, porque eso tiene un gran impacto sobre los sentimientos.
El logo de la radio, Al Rashid FM, al fondo del estudio, está iluminado por unos focos. La luz va cambiando de color. Del rojo al azul, del azul al violeta, del violeta al verde.
—Las familias tienen muchas crisis… —dice la periodista—. ¿Cómo reducir su impacto en la salud mental de las personas?
—En la familia tiene que haber paz, tiene que estar unida para rebajar los niveles de ansiedad —responde Nour con seguridad—. No hay que juzgar los sentimientos de nadie. Eso es muy importante. No hay que obsesionarse con los pequeños detalles.
—Pero si las relaciones familiares no son buenas —contraataca la periodista leyendo el guion—, ¿qué consecuencias tiene eso sobre sus miembros?
Nour responde sin mirar los papeles que yacen sobre la mesa del estudio, donde también descansa su bolso. Están grabando un programa que se emitirá unos días más tarde. Y que se difundirá por redes sociales.
El tema de esta semana es la familia. A sus 29 años, Nour participa con asiduidad en este programa de Al Rashid FM que sirve para lanzar mensajes a la comunidad relacionados con la salud, en un sentido amplio, y con la salud mental en particular. Uno de esos programas se llama “Mi salud”, y el otro “La tarde”. Nour participa sobre todo en el consultorio de “La tarde”, donde se discuten a menudo temas relacionados con los derechos de las mujeres.
Después de la grabación, en el mismo estudio, Nour cuenta su motivación para hacer este programa de radio y cómo compagina esta colaboración con su trabajo como psicóloga.
—Hablamos de mujeres, de violencia de género, de discriminación. Las oyentes ya distinguen mi voz. La reconocen.
Con la periodista acuerdan el tema de la semana, elaboran un guión con al menos 15 preguntas abiertas. Las consecuencias a largo plazo de la guerra están presentes.
—La guerra ha generado mucho dolor, mucho miedo —dice Nour—. La gente percibe todo lo relativo a la salud mental como si fuera un estigma. No quiere explicar sus miedos. Pasa también con la violencia de género.
El abanico se amplía. Una docena de psicólogos y psicólogas participan en programas de esta emisora de Raqqa con temas como las vacunas, la lactancia materna o la leishmaniasis. Se decide de qué hablar según la actualidad, las necesidades de la gente o lo que se observa en los centros médicos de la zona.
—Comentamos temas que afectan a la comunidad —dice Nour—. Pero como psicóloga, muchas de mis pacientes son mujeres. Así que casi siempre elijo temas que interpelan más a las mujeres. O que sufren las mujeres. Intentamos darles apoyo.
¿Pero quién escucha estos programas? ¿A quién llegan estos mensajes?
A personas como Hala Hamo, graduada en Economía de 27 años, que descubrió el consultorio de Nour y desde entonces se quedó enganchada.
—Antes sufría ansiedad, no sabía cómo gestionarla. Empecé a escuchar a Nour y me enseñó cosas muy importantes. Todos los temas que toca son importantes, como el estrés, la ansiedad, los problemas de las mujeres.
A Hala le gusta que en el programa no solo se teorice, sino que se expliquen casos reales. Nour intenta transmitir mensajes claros a la audiencia. Y lo consigue. Conecta con la gente.
—Los temas que Nour propone son muy importantes para mis amigas y para mí. Toca nuestros problemas reales como comunidad.
Y lo hace, entre otros motivos, porque recibe sus propuestas. Hala y sus amigas han entrado en contacto con Nour para sugerirle temas. Para decirle qué cosas les preocupan y así ella pueda discutirlas en antena.
—Es como una terapia psicológica —dice Hala.
Esta podría ser la historia de cualquier radio en cualquier lugar remoto del mundo. Pero tiene un matiz importante. Estamos en un país que ha sufrido más de trece años de guerra civil. Y que tiene una frágil posguerra por delante.
—Aún tenía mucha angustia por la muerte de mi padre y de mi hermano. El programa me ayudó mucho.
Murieron en un ataque del régimen de Asad en 2013. No acabó de asimilar algo que es imposible de asimilar. La guerra siguió. Pero encontró un pequeño consuelo en las ondas.
—Encontré este programa y me hizo sentir mejor —dice Hala.
Esta crónica nace de una colaboración con Médicos del Mundo.
Han escrito y hablado sobre los conflictos y sus consecuencias. Defienden con pasión el periodismo y los derechos humanos. Jon Lee Anderson y Patricia Simón protagonizan el número 10 de la colección Voces 5W: Guerra, paz y periodismo.
En este diálogo de larga distancia, Simón y Anderson reflexionan sobre los rostros del poder, la ola reaccionaria que sacude al mundo y las propuestas para construir sociedades más democráticas.
El libro, con ilustraciones de Cinta Fosch, está incluido en nuestra suscripción anual en papel y muy pronto empezará a llegar a los buzones de los socios y socias de 5W. Si no lo eres, suscríbete aquí. También puedes comprarlo por separado en nuestra tienda online o en librerías.
“Ir a una guerra no implica solo una historia, una experiencia o una cobertura. Implica que adquieres una responsabilidad moral”, dice Anderson en la conversación, que da la vuelta al mundo y se sitúa en lugares como Afganistán y Colombia.
“Tenemos que reivindicar el idealismo como una postura ética”, dice Simón, empeñada en denunciar las violaciones de los derechos humanos pero, también, en iluminar las iniciativas de paz y diálogo.
Este libro nace de una colaboración con La Coordinadora de Organizaciones para el Desarrollo, con la que compartimos, desde nuestros respectivos ámbitos, la defensa de la vida y de valores como la solidaridad y la paz. La obra forma parte de la colección Voces 5W, que conecta múltiples perspectivas a través de la escritura, la fotografía, el pensamiento, la geografía y el periodismo.
Y se trata de una conversación especial, también, porque es la que coincide con nuestro décimo aniversario. Diez años de guerra, paz y periodismo que solo podían coronarse con un libro que llevara ese título casi tolstoiano.
Por eso hemos elegido a dos periodistas que admiramos.
¿Qué decir de Jon Lee Anderson (California, 1957)? El adjetivo “mítico”, tan manoseado, debe ser reservado para las personas que lo merecen, que no son tantas. Anderson es exactamente eso: un mito de la profesión. Tras cincuenta años dedicados a recorrer el mundo y dejarlo por escrito, en esta conversación vuelca sus reflexiones sobre este mundo en permanente ebullición. Autor de libros como Che Guevara, una vida revolucionaria o La caída de Bagdad, Anderson es inspiración y referente para todo el equipo de 5W.
También lo es Patricia Simón (Estepona, 1983), que lleva más de veinte años cubriendo migraciones, movimientos sociales, conflictos y crisis humanitarias en más de una treintena de países. Columnista regular de 5W, Simón es autora de libros como Miedo: Viaje por un mundo que se resiste a ser gobernado por el odio y Narrar el abismo. Especializada en derechos humanos y enfoque feminista, Simón ha destacado desde el inicio de su carrera por un incansable esfuerzo por contar los temas que definen nuestra era huyendo del catastrofismo y con un profundo humanismo.
El formato de diálogo de Voces 5W ya se ha consolidado. En el primer número, Guerras de ayer y de hoy (2016), Ramón Lobo y Mikel Ayestaran charlaban sobre reporterismo y la evolución de los conflictos. El segundo, Contarlo para no olvidar (2017), recogió una conversación entre Maruja Torres y Mónica G. Prieto sobre el mundo árabe, feminismo y periodismo. En el tercero, África adentro (2018), Xavier Aldekoa y Alfonso Armada reflexionaban sobre las maneras de narrar el continente. En el cuarto, Europa soy yo (2019), Anna Bosch y Pablo R. Suanzes charlaban sobre el papel de la Unión Europea. En el quinto, El viejo periodismo (2020), Martín Caparrós y Agus Morales dialogaban sobre el reporteo, la escritura y la literatura. En el sexto, El compromiso de la fotografía (2021), Anna Surinyach y Juan Carlos Tomasi compartían su experiencia en crisis nutricionales, desastres naturales y conflictos: una obra que puede leerse en paralelo a la que presentamos hoy. En el séptimo, En el fondo la forma (2022), Leila Guerriero y Ander Izagirre discuten sobre el oficio de escribir. Dedicamos el octavo a las migraciones y los derechos humanos de la mano de Ebbaba Hameida y Nicolás Castellano, autores de Historias contadas al oído. En el número 9, volvimos a poner el foco en la fotografía con Leer las imágenes, de Santi Palacios y Laia Abril.
Y este número 10, que no te puedes perder.
—Este edificio se ha convertido en el símbolo de cómo el sionismo nos intentó destruir y de cómo no lo consiguió. Después de que lo bombardearan y de que matasen a nuestros compañeros, seguimos informando repartidos por todo el país.
La periodista Sahar Emami gesticula y se expresa con gravedad, la misma con la que la observa y se dirige a ella el grupo de compañeros y curiosos que la rodean. De pie, a unos metros de donde solía presentar los informativos nacionales, Emami explica lo que ocurrió el 16 de junio, cuando Israel lanzó varios misiles contra la sede de la radiotelevisión pública iraní (IRIB, por sus siglas en inglés). Mientras se sucedían las explosiones, dos de sus compañeros morían en el acto y uno resultaba mortalmente herido, la presentadora continuó con la retransmisión, haciendo continuas referencias a la fortaleza de Irán y a la protección que les brindaba Alá. Emami no abandonó su puesto hasta que el humo entró en escena y trozos del plató empezaron a caer sobre ella.
Desde entonces, la presentadora se ha convertido en una celebridad para los partidarios del régimen iraní. O, al menos, así actúan ante ella. Porque los dirigentes de la república islámica, inmersa en una crisis política y económica desde hace años, saben que no hay poder político, económico ni militar que sobreviva sin la capacidad de proyectarlos. Por eso, Irán es también una potencia en el arte de la escenificación, así como en evidenciar el doble rasero de Europa y Estados Unidos para ocultar e, incluso, justificar su autoritarismo y represión.
—Los medios occidentales nunca nos han apoyado, siempre siguen sus líneas editoriales. No tienen sentido, mienten a su gente. Los medios occidentales manipulan la información para justificar los ataques a nuestro país —responde Emami cuando le pregunto si recibió mensajes de solidaridad o de condena por parte de la prensa europea o estadounidense tras el bombardeo de su medio de comunicación, un crimen de guerra según el derecho internacional.
La sede de IRIB, un edificio acristalado de tres plantas con un patio interior, era un símbolo de la política comunicativa de la república islámica. Ahora, su esqueleto de hierros atiznados yace sobre un manto de toneladas de cristal que cruje bajo nuestros pasos. Una lona de diez metros de ancho y seis de alto muestra a Emami en el momento de la transmisión, con el dedo apuntando al cielo, el signo del islam que representa la unicidad de Dios.
En un lateral, una de las orquestas más respetadas de Teherán empieza a tocar los primeros acordes del himno de Irán. Pero la mayoría de la decena de camarógrafos que registran el evento dan la espalda a los músicos y enfocan a la quincena de extranjeros que asistimos al acto organizado en memoria de los tres periodistas fallecidos. Hemos sido invitados a visitar Irán por el Sobh Media Festival, un evento organizado por IRIB. En algunos casos, como el nuestro, fuimos seleccionados tras presentarnos a la convocatoria. Otros, como algunos comunicadores con cientos de miles de seguidores en sus canales de YouTube o Instagram, fueron contactados directamente por la organización. El objetivo: mostrar las consecuencias contra los civiles de la llamada guerra de los doce días.
La madrugada del 13 de junio de 2025, mientras sobre el papel los representantes de Washington y de Teherán preparaban la sexta ronda de negociaciones sobre su programa nuclear —que debía tener lugar un día después en Mascate (Omán)—, decenas de cazas israelíes acabaron con la posibilidad de un acuerdo y comenzaron la guerra más mortífera para Irán desde la que mantuvo con Irak en la década de 1980. El conflicto se cobró la vida de más de 1.060 personas, según datos oficiales del régimen iraní, de las cuales al menos la mitad eran civiles, como suscribe Hrana, una oenegé independiente con sede en Estados Unidos. La respuesta iraní mató a 28 israelíes, en su mayoría civiles, según el Gobierno de Tel Aviv.
El 23 de junio Donald Trump anunció un alto el fuego después de que Estados Unidos bombardease instalaciones nucleares y militares. Pero esta tregua podría romperse en cualquier momento, según apunta la mayoría de las fuentes expertas en la región.
—Nosotros también seguimos los medios occidentales y en esos días veíamos cómo, mientras bombardeaban decenas de edificios civiles, muchos medios, a través de sus corresponsales en Tel Aviv, hablaban de las víctimas civiles israelíes y de nosotros solo decían que Israel estaba bombardeando instalaciones militares y nucleares. Es como si nuestras vidas valiesen menos —explica de manera confidencial uno de los periodistas encargados de acompañar a la heterodoxa comitiva de periodistas y comunicadores por los escenarios más afectados.
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Entre los asistentes al concierto organizado por la radiotelevisión pública se encuentran las parejas y los hijos de los tres trabajadores muertos a consecuencia del ataque. Detrás de la orquesta, los organizadores han colgado lonas con sus rostros que ocupan varias alturas del edificio. En un tablón, hay retratos de los 38 niños y niñas muertos por las bombas israelíes, con rosas pegadas en el envés, dispuestos para que todo el mundo se lleve uno como recuerdo. Tras la función, en un anfiteatro de sillones de terciopelo rojo, familiares de las víctimas relatan sus historias mientras proyectan sus fotografías.
El objetivo de esta escenografía es evidenciar lo que la mayoría de los medios occidentales no hicieron. En parte, por ese sesgo informativo que sigue primando la identificación de Occidente con Israel. Pero también, como explican de manera confidencial periodistas residentes en Irán, porque el régimen tardó en reconocer la dimensión del daño causado y porque sigue limitando el acceso de los corresponsales extranjeros a la información. Unos recelos hacia la prensa internacional que se han exacerbado tras la ofensiva militar, que dejó al descubierto el alto grado de infiltración del Mossad en el régimen. Tanto como para ser capaz de identificar las ubicaciones de los altos mandos y de infraestructuras estratégicas que fueron bombardeadas sistemáticamente.
Desde el lado oficialista, como nos confesaron en varias conversaciones, atribuyen su desconfianza hacia los periodistas internacionales a que muchos espías utilizan esa coartada para obtener información en el terreno. De hecho, Irán concede muy pocos visados periodísticos y, cuando lo hace, suele cobrar más de mil euros diarios de tasas por informar desde su territorio, lo que limita el acceso a las grandes cabeceras que pueden asumir ese coste. Por todo ello, este tipo de tour organizado es una de las pocas vías factibles para acceder al país como periodista freelance.
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—Mis hijos se marcharon al norte del país, pero yo me quedé porque… mira a tu alrededor, ¿para qué iban a bombardear aquí? De repente, oímos los aviones, las bombas, cómo nuestra casa se desmoronaba. ¿Quién nos va a ayudar a reconstruirla? —pregunta Zareen, una mujer de unos sesenta años, al alcalde del barrio, que se esmera por recoger sus datos mientras las cámaras le enfocan; le promete que el Ayuntamiento se hará cargo de los gastos.
Detrás de él, un montículo de escombros ocupa el lugar en el que antes se alzaba un edificio residencial. A los laterales y en frente, decenas de apartamentos con algunas de sus estancias a la vista después de que la onda expansiva las dejase sin paredes. Sillones de estilo Luis XVI, grandes espejos y largas mesas de madera permanecen cubiertas del mismo polvo que se derrama por las calles de este barrio pudiente de Teherán.
Antes de que el edil haya podido dar su versión de los hechos —que en el lugar atacado solo había un gimnasio en la planta baja y viviendas en las superiores—, una de las comunicadoras estadounidenses invitadas por el régimen ya se está grabando con el móvil, compartiendo reflexiones con el rostro compungido mientras pisa los restos del bombardeo. A unos metros de ella, un veinteañero británico dedicado a hacer análisis con una perspectiva antiimperialista recoloca juntos el peluche y el libro de texto que ha rescatado de entre los escombros. Los mira con pesadumbre mientras el camarógrafo que viaja con él le graba primeros planos. El régimen los ha invitado porque quiere llegar a sus seguidores, jóvenes occidentales que se informan a través de sus canales y que desconfían de los medios tradicionales.
—Nosotros no sabemos quién vive alrededor de nosotros, si trabajan en el Gobierno o son científicos. Pero ¿eso es excusa para bombardear y provocar todo este horror?
Fatemah es una de las vecinas cuya casa ha quedado gravemente dañada. Tiene unos cincuenta años, va vestida con camisola y pantalones blancos y apenas cubre una mínima parte de la cabeza con un velo transparente. Una aparente mezcla de rabia y precaución la empujan a hablar atropelladamente y a callarse, como un motor que gripa cuando intentan arrancarlo. A su lado, Shirin, una allegada, termina sus frases, tomando el relevo cuando a Fatemah le puede la prudencia:
—Si fuese legítimo asesinar a científicos nucleares, tendrían que haber asesinado a Oppenheimer. Aquí vivía gente trabajadora, no tenemos nada que ver con la guerra. ¿Por qué nos atacan?
Varios testigos y vecinos nos confirman que el bombardeo acabó con trece miembros de una misma familia, incluidos cinco niños.
Según la información publicada por las autoridades iraníes, más de 8.000 edificios residenciales resultaron dañados por los aviones de guerra y los drones, y 400 fueron totalmente destruidos. Uno de los ataques, que acabó con el general Mohammad Bagheri, el jefe del Estado Mayor, se llevó por delante la vida de 60 civiles. Veinte eran niñas y niños.
—¿Por qué el mundo acepta con normalidad que si los científicos son iraníes los puedan matar? Pero voy más allá: tampoco es legítimo matar a un comandante mientras duerme, junto a su esposa y sus hijos. No lo están matando combatiendo, o durante una operación militar. Estaba durmiendo, ¿qué honra tiene eso? —pregunta con rabia otra mujer que prefiere preservar su anonimato.
El derecho internacional humanitario prohíbe matar a militares cuando no están combatiendo, un argumento que expone también Esmail Baqaei Hamane, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, en la reunión informal que mantiene con la delegación extranjera.
—El derecho internacional humanitario también prohíbe atacar edificios civiles, cárceles, medios de comunicación. Y ni aun así Occidente cuenta los hechos como son. La mayoría de los países no alineados condenaron esta agresión porque no se trata solo de una amenaza a Irán, sino para toda la región. Y por eso, el apoyo explícito a Israel por parte del Reino Unido, Alemania y Francia es una invitación para que sea aún más agresivo —explica en un perfecto inglés este diplomático con décadas de experiencia en foros internacionales.
Uno de los periodistas asistentes, un libanés que lleva años documentando los crímenes cometidos por Israel en Siria, Líbano, Irán y Palestina, le pregunta y repregunta sobre por qué Irán sigue dispuesto a negociar con Estados Unidos cuando ha participado en la agresión; a colaborar con el Organismo Internacional de Energía Atómica cuando, según había denunciado su propio Gobierno, este compartió información confidencial con los atacantes; o, incluso, a seguir participando en la ONU cuando no había sido capaz de frenar el ataque.
—Sabemos que no podemos confiar en Estados Unidos, pero que aun así vamos a seguir trabajando por la vía diplomática para solucionar esta situación por todos los medios pacíficos posibles. Si haciéndolo nos atacan, imagínate qué no harían si no estuviésemos dispuestos a negociar —responde el representante político, algo molesto por la insistencia del periodista.
Pero, sin lugar a dudas, la pregunta que más se hacen los expertos en la región y que más repite el sector ultraconservador del Gobierno iraní es si este ataque no ha dejado claro que la única forma de evitar nuevos bombardeos es teniendo la bomba atómica. “Como Corea del Norte”, repiten como un mantra los partidarios de esta hipótesis. Hamane expone la posición oficial de su Gobierno:
—Estados Unidos hizo algo sin precedentes: atacó una central nuclear en funcionamiento. Pudo haber provocado daños irreparables. Y claro que si tuviéramos armas nucleares nadie atacaría Irán. Pero no la tenemos por buenas razones, porque somos un país serio. Nos han sancionado, han asesinado a nuestra gente y ahora han atacado nuestras instalaciones. Si no la desarrollamos es porque no queremos favorecer que otros países también lo hagan.
El portavoz confirma también que Irán retomará su programa de enriquecimiento de uranio que, insiste, solo tiene fines energéticos y médicos. El Organismo Internacional de Energía Atómica no ha podido contrastar en sus inspecciones que Irán esté intentando producir armas nucleares con el uranio enriquecido, aunque ha denunciado falta de transparencia por parte de sus instituciones y ha identificado material nuclear en áreas no declaradas.
—Los europeos se están desacreditando a sí mismos con su apoyo a Israel durante el genocidio de Gaza —concluye el portavoz, tras más de dos horas de un encuentro en el que algunos de los presentes expusimos que si su Ejecutivo realmente quiere contribuir a que la prensa occidental traslade una imagen más rigurosa, independiente y compleja de Irán, la mejor forma de hacerlo es facilitar la concesión de permisos de prensa y las coberturas libres, sin acompañantes del régimen. Hamane pide a su equipo, alguno de cuyos miembros se muestran molestos por estas intervenciones, que lo apunten para valorarlo.
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—¡Cuenta la verdad! Han matado a gente normal, a gente inocente, a trabajadores. No a gente vinculada a la guerra. ¡Cuenta la verdad! Han quemado a los iraníes. Ella era mi hija, la mataron trabajando, tenía solo 28 años. Su hijo tiene diez años. Era inocente. Todo su cuerpo estaba quemado.
Shirin Esmaili se ha levantado como un rayo cuando me ha visto andar entre los túmulos en los que cientos de personas velan a sus familiares. Un mes después de que cesaran las explosiones, en Irán siguen enterrando los restos de quienes más ha costado identificar por el estado en el que quedaron sus cuerpos. Su hija era una de las 17 trabajadoras que murieron en el ataque contra la prisión de Evin, donde en total perdieron la vida 71 personas, según las cifras oficiales. Entre ellas, un niño de cinco años que se encontraba visitando a su padre preso, también muerto. Esta cárcel, situada en una de las faldas de los montes que rodean Teherán, era uno de los símbolos de la represión de la teocracia. Allí eran encarcelados muchos de los políticos, activistas y periodistas críticos con el régimen iraní, el mismo al que Israel y Estados Unidos esperaban derrocar, alentando mediante las bombas una insurreción popular. Pero por ahora prevalece un estado de shock, de humillación y de duelo por sus víctimas, como los que asolan a la mujer que grita de desesperación en la tumba contigua.
Alrededor, familias enteras velan a sus familiares, sentadas en sillas plegables junto a los enterramientos. Niños y niñas juegan bajo las sombras de los árboles que flanquean la avenida central que separa esta zona del cementerio —dedicada exclusivamente a las víctimas de esta última guerra— de la que se construyó para dar sepultura a 31.000 de las más de 200.000 que, según registros oficiales, causó el conflicto que mantuvo con Irak entre 1980 y 1988. Y ese es el paralelismo que el Gobierno ha instaurado en todos sus ámbitos de influencia: el sionismo representa en la actualidad, para Irán y para todo Oriente Medio, la amenaza que antes supuso el Baaz, el partido de Sadam Husein.
Así lo subraya el guía encargado de mostrarnos el Museo de la Defensa Sagrada, que recrea con detalle el conflicto con Irak desde sus orígenes hasta la invasión ilegal en 2003, con una réplica fidedigna de la detención de Husein a manos de un soldado estadounidense. El centro cuenta con impresionantes recreaciones de escenas bélicas basadas en fotografías tomadas durante el conflicto. Aulas y viviendas arrasadas por el fuego de las bombas, calles de comercios destruidas por los morteros, búnkeres con las temperaturas extremas en las que tuvieron que sobrevivir los soldados durante semanas, hologramas de decenas de víctimas en los pasillos por los que avanzamos los visitantes, una cápsula en la que, a la vez que vemos una explosión en un barrio cualquiera, sentimos temblar el suelo y el aturdimiento provocado por el sonido de las detonaciones, los gritos, los llantos. En medio de todo ello, el guía describe a los líderes del Baaz como representantes del Mal en la Tierra y los asimila, continuamente, con los de Israel y Estados Unidos.
Un discurso similar al que recibimos en el Museo de la Fuerza Aeroespacial del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica, destinado a exhibir los logros de la industria armamentística iraní, en especial de los misiles y drones. “Ese misil es de tecnología rusa, y ese de Corea del Norte. El último modelo que hemos desarrollado tiene 16.000 kilómetros de alcance”, expone con satisfacción el general Ali Balali, quien lleva años dedicado a guiar estas peculiares visitas turísticas. “El primer dron que creamos volaba solo 20 minutos y estaba destinado a tomar fotos de reconocimiento. Ahora alcanza los 300 kilómetros de distancia”, añade, flanqueado por varios hombres vestidos de negro que vigilan que la comitiva no se desperdigue por las instalaciones.
Entre las reproducciones de los prototipos de drones iraníes más conocidos, como los Shahid 136 que tantas miles de bajas han provocado en Ucrania, el general se enorgullece de la capacidad que ha tenido su país para convertirse en un referente del sector bélico pese a las sanciones aplicadas por Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá, el Reino Unido y Australia durante la última década. Medidas aprobadas para debilitar al régimen teocrático, presuntamente, por sus políticas represivas, por su apoyo a Hezbolá, Hamás y a los hutíes de Yemen, y por su envío de drones a Rusia, entre otras cuestiones. Y, sin embargo, como ocurre a menudo con la política de sanciones, es la población con menos recursos la que está sufriendo sus peores consecuencias, como la subida de la inflación, la devaluación de la moneda, el encarecimiento de productos básicos o la escasez de medicamentos.
—Nosotros somos gente de paz. No hemos iniciado ninguna guerra en el último siglo. Igual que no atacamos Irak en los años 80, no hemos atacado Israel ni Estados Unidos hasta que lo han hecho ellos. No quieren que seamos un país autónomo, que decidamos nuestras propias políticas, ni que tengamos armas con la misma capacidad o mayor de las que ellos producen para amenazarnos —sostiene el general Balali.
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Desde que Trump declarase unilateralmente el alto el fuego el 23 de junio, numerosas explosiones se han sucedido en diversas regiones de Irán. Miembros del Gobierno de Netanyahu se han jactado de que los agentes del Mossad siguen operando. De las palabras de algunos miembros del Ejecutivo iraní se desliza que también se las atribuyen a Israel. A su vez, diversos medios internacionales han publicado que Estados Unidos aceptó la petición que Netanyahu le hizo nada más comenzar la tregua de que le suministrase misiles de defensa y munición avanzada. Asimismo, Irán habría comprado a China misiles tierra-aire y encargado sistemas de defensa aérea y cazas J-10C. Ambos países parecen estar rearmándose para una posible reanudación del conflicto.
A la vez, el portavoz de la policía iraní Saeed Mon ha declarado que durante la llamada guerra de los doce días fueron detenidas unas 21.000 personas por “violaciones de seguridad”. De estas, puntualizó, 260 fueron acusadas de espionaje y 172 de grabaciones ilegales. Organizaciones como Amnistía Internacional, Derechos Humanos Irán y el Centro para los Derechos Humanos en Irán han denunciado el aumento de la represión, de las detenciones arbitrarias y masivas, así como de las ejecuciones.
Mientras, el régimen iraní apuesta su supervivencia al nacionalismo. Tras los ataques de la alianza israelí-estadounidense, numerosos iraníes exiliados expresaron que su deseo de una transición democrática no significa que apoyen una agresión militar de estas características. Una opinión que, parece, también es mayoritaria dentro del país según todas las fuentes consultadas: esta guerra ha unido a la sociedad iraní en la defensa de su país, no del régimen. Un sentimiento que los dirigentes están intentando canalizar a través de un giro del discurso político en el que, como bien ha explicado Catalina Gómez, corresponsal en Irán, están trasladando el peso de la revolución islámica al patriotismo.
Pero si hay una poderosa razón para la esperanza, es la que constatamos en las calles de Teherán. Tres años después de que Mahsa Amini, de 22 años, muriese tras ser apalizada y detenida por la llamada policía de la moral por llevar mal colocado el velo, una parte significativa de las mujeres —en su mayoría jóvenes, pero también de mediana edad— camina con la cabeza descubierta. Y no solo. Muchas adolescentes y veinteañeras llevan el pelo teñido de colores chillones, y visten camisetas o camisas de manga corta que dejan al descubierto las caderas. Algo absolutamente impensable hasta ahora. Y aunque sigue siendo obligatorio cubrirse el cabello en los espacios públicos, la mayoría desoye a los vigilantes cuando se lo ordenan. Son tantas que el régimen ha dejado de reprimirlas. Especialmente ahora, cuando sus dirigentes intentan restablecer la idea del ayatolá Jomeiní, líder de la revolución islámica que derrocó al Sha, de que frente al “gran Satán” —como se refieren sus seguidores a Estados Unidos e Israel—, la unión del pueblo representa la mejor defensa de Irán. Incluidas estas mujeres que, semanas después de que dejasen de caer las bombas, caminan alegres con sus melenas al viento por los centros comerciales, las librerías y los parques. Y aunque con ellas no pudimos hablar —para no comprometerlas ni exponerlas a posibles represalias—, son las que mejor representan ese otro lado del espejo, que no aparece en los medios oficialistas del régimen ni en las imágenes estereotipadas que tenemos en Occidente de su país, pero que alumbran la posibilidad de un futuro próximo en el que las dos narrativas sobre Irán dejen de estar enfrentadas.
Esta no es la perspectiva habitual de nuestros reportajes. Pero cuando nos llegó esta propuesta de publicación, valoramos que podía dar una visión diferente, y desde dentro, sobre lo que está ocurriendo en la frontera entre México y Estados Unidos. Hemos tratado el texto con el mismo rigor de siempre —comprobación de datos, etc.—, pero manteniendo en lo esencial el punto vista del autor, que es un soldado estadounidense de origen colombiano. Su opinión no representa la del Ejército de Estados Unidos ni la de ninguna otra institución.
La primera vez que vi a alguien cruzar el río fue una tarde calurosa de 2024. La unidad del Ejército de Tierra de Estados Unidos en la que sirvo acababa de llegar para ejecutar un relevo entre el maíz, los manglares y las lagunas del sector de Brownsville, Texas, justo frente a Matamoros, México, separados ambos por un río; Grande para los gringos, Bravo para los mexicanos.
Fue en el lugar que nosotros llamamos Washout y del otro lado conocen como “La Playita”. Los mexicanos van allí los fines de semana a bañarse o pescar. En algunos lugares es tan poco profundo que atravesarlo es como cruzar la calle un día de lluvia. Es, también, un paso hacia Estados Unidos controlado por traficantes.
Era mi primer día de trabajo. La sargento que me estaba haciendo la inducción me dijo, señalando al otro lado:
—¿Ves esos que se tapan la cara con la camiseta? Esos son los coyotes. Graban con el celular para probar que han hecho su parte y cobrar.
Uno de ellos, flaco y sin cubrirse, sacó un neumático de camión y empezó a preparar el viaje del día: un niño de unos siete años y quien parecía su abuela.
Del lado estadounidense estábamos cuatro soldados y varios agentes de la patrulla fronteriza. Me sorprendió la normalidad del saludo. Uno de ellos, con un español medio gringo, preguntó:
—¿Cuántos más? ¿Y a qué horas?
—Tres más a las ocho —respondió el coyote, como quien agenda una cita más.
La situación era absurda. El agente notó mi desconcierto y, casi con resignación, me dijo:
—Sí, igual los tengo que detener. Ellos se quieren entregar. ¿Qué es peor? Si ya me están diciendo a qué hora regresan con más gente, mejor; me facilitan el trabajo.
Yo seguía sin entender cómo se había normalizado esa situación.
—Mire, las decisiones políticas están muy por encima de mi rango de pago. Yo solo soy un patrullero. Si hay un puerto aquí y otro allá, y alguien cruza por el medio, ilegalmente, mi trabajo es detenerlos. Eso es todo.
El coyote cruzó al niño y a la abuela con dos bolsas negras de basura que les servían de maleta. Cuando llegaron, se cambiaron la ropa mojada ahí mismo, sin pena. La sargento y yo éramos los únicos que hablábamos español fluido. Cuando el niño y la señora se dieron cuenta, fue como si les hubieran devuelto el aire. Con acento venezolano, nos empezaron a contar su historia. Una historia dura que he escuchado ya tantas veces que siempre es la misma: pobreza, violencia, miedo, esperanza… el norte como única salida. La historia de media Latinoamérica en el siglo XXI.
Mientras los escuchaba, con el fusil colgado, chaleco y casco a prueba de balas y una pistola 9mm, armado como si patrullara Bagdad en lugar de un río a pocos kilómetros de mi casa, sentí que la escena —el cruce, el saludo informal entre el coyote y el agente, el proceso casi automático de recepción— no era una excepción. En esa época, era la norma. Los civiles no son una amenaza y el cártel no busca invadir Estados Unidos, sino ganar dinero pasando personas. Eran los últimos meses del Gobierno de Joseph Biden y la frontera funcionaba bajo una lógica no escrita pero clara: apenas tocaban suelo estadounidense, lo importante era entregarse. No importaba si cruzaban por un puerto legal o entre los matorrales. Apenas pisaban tierra estadounidense, se activaba el sistema. Ese acto —el de “rendirse”— ponía en marcha toda una cadena de procedimientos. Los migrantes entregaban su identificación, sus pertenencias, y eran llevados a estaciones de procesamiento. Ahí les tomaban huellas, fotos y si declaraban que su vida corría peligro en su país, se abría una solicitud de asilo. En pocos días, eran enviados a un refugio y luego liberados con un papel que decía que tenían un proceso migratorio pendiente.
Ese papel, aunque temporal, era prácticamente un salvoconducto. Con él, muchos podían pedir un número de seguro social. Un permiso de trabajo. Una licencia de conducir. Las tres claves básicas para moverse, integrarse y empezar de cero. En teoría, el sistema era humanitario. En la práctica, era muy fácil de usar —o de manipular. Había historias reales, sí. Pero también muchas armadas, ensayadas, repetidas. Sabían qué decir. Y Estados Unidos había tomado la decisión política de cubrir el costo de los refugios, el transporte, los sueldos de los agentes, los programas sociales. Todo.
Con la llegada de Trump, el sistema cambió de un día para otro. El flujo se detuvo casi por completo. Rendirse ya no era suficiente. Solicitar asilo tampoco. Las órdenes eran otras: no escuchar. Detener con la intención de expulsar. La actitud también. El nuevo discurso es que durante la era Biden se fue demasiado blando. Que se abrió la puerta a todo el que dijera “tengo miedo”. Que eso colapsó el sistema y alentó la llegada de millones. Con Trump volvió la línea dura. Ya no se creen sus historias. Ya no hay garantía de ser liberado. Ni de quedarse. Y eso se siente. En el terreno, en el ambiente, en la cara de los que cruzan, con miedo, muchos menos.
En ciudades como McAllen, Brownsville o Laredo, donde antes se veían migrantes por todas partes —en supermercados, estaciones de autobuses, restaurantes— ahora se siente el silencio. Los que cruzaron antes de que cambiara el Gobierno han adoptado un perfil bajo. No quieren salir, no quieren llamar la atención. Temen una redada, una revisión, una deportación. Se esconden. Y esa tensión se respira. No es solo un cambio político. Es un ánimo congelado. La frontera sigue estando ahí, sí. Pero el río ya no se cruza igual. La puerta —por ahora— se cerró.
Yo nací en Colombia. Vine a Estados Unidos como tantos otros: buscando algo más. Navegué el sistema migratorio paso a paso, con papeles, con paciencia, y también con miedo. Me hice ciudadano a través del Ejército, y hoy sirvo en uniforme como soldado del U.S. Army, asignado a una frontera que antes solo conocía por noticias o películas.
Ya llevo casi quince años viviendo en este país. Y aunque visito Colombia de vez en cuando, lo cierto es que hoy ya soy más turista que local. Pero no por eso he perdido la empatía. Al contrario: entiendo perfectamente por qué alguien tomaría el riesgo de cruzar ese río. Yo tuve la suerte de llegar por medios legales, pero el deseo es el mismo: buscar una mejor vida, dejar de sobrevivir. Eso no cambia.
Todavía tengo amigos y familia allá. Algunos me hacen bromas. Me dicen cosas como: “Pasaste de ser inmigrante a ser la migra ahora, ¿no?” o: “Mi tío va a cruzar… y me debe plata… haceme el favor y arrestalo”. Me río, pero por dentro sé que no están tan lejos de la realidad. Porque esa línea entre el que cruza y el que patrulla a veces es más delgada de lo que parece. Un poco más acostumbrado a mi posición de trabajo, navegando con más soltura entre las carreteras destapadas, los manglares y las plantaciones de maíz que rodean la parte del muro que me toca vigilar, siempre tenía que estar pendiente del mismo sector: el Washout, que cada día ofrece un escenario distinto.
Una mañana, mientras hacía una inspección de rutina, vi de nuevo a los coyotes del otro lado del río. Esta vez no venían a negociar ni a cruzar a nadie. Me estaban gritando, agitados:
—¡Hay un niño! ¡Hay un niño! ¡Está perdido!
Señalaban hacia una parte más densa de la manigua, donde los arbustos crecen espesos y la visibilidad se pierde a los pocos metros. Yo no entendía bien si me estaban diciendo la verdad, si era una trampa, o si simplemente no querían cargar con la responsabilidad de lo que pudiera suceder. Pero los gritos eran insistentes, y la dirección que señalaban tenía sentido. Así que activamos el protocolo de búsqueda. Asumí que el niño hablaba español, así que empecé a gritar hacia la parte baja del terreno. Yo estaba en algo parecido a una colina, y él debía estar en la zona densa, más abajo. Alcancé a escuchar una voz. Era aguda, delgadita. Me respondió desde abajo, sin miedo.
Le grité a mi compañero —que no hablaba español— que se quedara quieto y estuviera atento, que yo iba a bajar solo hacia el terreno más boscoso. No pasaron más de tres minutos y encontré al niño, que tenía ocho años. Tenía puesta ropa buena, como de salir a visitar a la abuela, pero ya estaba sucia, de muchos días. Tenía ojeras. Estaba despeinado. Y, sin embargo, no se le notaba el susto típico de un niño perdido, sino tranquilidad mezclada con resignación. Como si conociera las reglas del juego. Me sorprendió que no llorara, que no temblara, que no hiciera preguntas.
—¿Dónde están tus papás?
Y me respondió, sin dudar:
—En Honduras.
Inmediatamente seguí los protocolos humanitarios. Mientras lo ayudaba a subir por la escarpada pequeña que nos separaba de la patrulla, mi compañero —que ya había avisado por radio a la Patrulla Fronteriza— me hizo una seña. ¿Agua? El niño me dijo que sí, que tenía mucha sed. Me explicó que los coyotes lo habían retenido durante cuatro días, que su papá no había pagado completo para que lo soltaran. Y aunque se supone que yo no debo hacer muchas preguntas —son nuestras reglas—, no me aguanté. Le pregunté quién lo esperaba en Estados Unidos. Él solo se encogió de hombros.
—De pronto un tío —dijo. Como si eso bastara.
Yo tengo un hijo pequeño. Desde que nació, para mí es inevitable ponerme en los zapatos de los demás padres. Poner a todos los niños en el lugar del mío. Es un reflejo automático que se activa sin pedir permiso. Y esa mañana, mientras ayudaba a ese niño a subir la colina, me hice una pregunta que me sigue persiguiendo: ¿sería capaz de entregarle mi hijo a unos coyotes para que lo crucen, para que lo atrapen las autoridades de un país donde ni siquiera hablan nuestro idioma? La respuesta es: probablemente no, pero prefiero no tener que enfrentarla nunca.
Detrás de ese niño hay necesidad. Pero también hay una organización de tráfico de personas. Los cárteles del tráfico de drogas y personas han obtenido grandes beneficios económicos en la frontera sur de Estados Unidos. Su control de rutas, puntos de paso, vidas y sueños ha sido muy amplio. Casi total. Operaron la frontera como si fuera una franquicia de lujo, cobrando entre 4.000 y 6.000 dólares por paso y persona, en función de edad, nacionalidad, tamaño del grupo y organización responsable del tránsito. Algunos incluían entrenamiento personalizado: cómo entregarse, qué decir, cuándo llorar, a quién llamar “señor agente”. Y lo más absurdo de todo es que nosotros —los soldados— terminábamos siendo parte del “servicio al cliente”. Al menos así es como yo lo he sentido. Ellos los pasaban, y nosotros, en perfecta coordinación involuntaria, completábamos el proceso: agua, primeros auxilios, y entrega a patrulla fronteriza a minutos de distancia. Era como si trabajáramos para ellos. Sin contrato, con uniforme.
Recuerdo las caras de algunos al vernos: felices, aliviados, como quien encuentra la puerta VIP al sueño americano. Y uno ahí parado, en el matorral, con el equipamiento militar, preguntándose en qué momento el sistema se invirtió, y nosotros empezamos a ser los recepcionistas de una maquinaria controlada por los cárteles. Por eso siento que desde que Trump llegó a la presidencia, la historia cambió por completo. Se cerró la puerta. Punto. Ya no se recibe a nadie. Las órdenes que tenemos son claras y las comparto.
Pero la frontera sigue sin estar totalmente cerrada, la situación dista mucho de ser perfecta. Lo único que realmente sigue cruzando es la droga. Los que se atreven a intentarlo ya no vienen buscando asilo ni pidiendo compasión: vienen cargados. Especialmente con cocaína infusionada con fentanilo, el cóctel perfecto para rendirla y generar ganancias rápidas. Cruzan con mochilas repletas de bloques comprimidos de polvo. Los escogen bien: adolescentes de 14 a 17 años, delgados, fuertes, con el cuerpo entrenado por la calle y la mente programada para no temerle a nada. Llegan desarmados, empericados, con el coraje que les aporta la droga.
A veces nadan. Otras veces cruzan en lanchas inflables como de juguete, como si el río fuera parte de un parque temático criminal. Llevan su propia escalera para brincar el muro, como si fueran técnicos del cable. Suben de tres en tres, o en pequeños grupos, como si el mismísimo diablo los persiguiera. Y nosotros, desde nuestras cámaras infrarrojas, los vemos aparecer como fantasmas en la pantalla, figuras rojas con mochilas negras en medio de la noche. Todo ese riesgo tiene sentido cuando lo pones en cifras: un solo kilo de esa mezcla mortal puede valer entre 80.000 y 100.000 dólares en la calle. Por eso suben, por eso corren, por eso no les importa nada. Porque, al otro lado, hay alguien esperando para vender eso en polvo a precio de oro… y en dosis de muerte. Y claro, como son menores de edad, mexicanos, sin fierros encima ni ganas de meterse en pelea, pues el sistema los trata suave. A nosotros nos toca hacer lo de siempre: quitarles la merca, tenerlos 24 horitas y tratar de que suelten algo de información. Pero qué va… ya vienen entrenados para hacerse los bobos. No dicen nada. Ni un nombre, ni un dato, ni una dirección. Nada que sirva para agarrar a los de arriba.
Después, en aplicación de la ley, el consulado mexicano les hace el paseo hasta el puente internacional. Son menores. Lo único que necesitan es que llegue un adulto a reclamarlos, como si estuvieran sacando a un niño de una pijamada. Y listo, caso cerrado. ¿Lo peor? Que a los tres días los volvés a ver. Mismo “escuincle”, dirían los mexicanos, misma cara, misma mochila llena de perico con fentanilo, listo para volver a probar. No es raro agarrarlos una, dos, tres veces. Ya ni se esconden. Y lo peor de todo es que no les da miedo. Les da risa. Como si estuviéramos jugando al gato y al ratón.
Vivimos en un mundo dividido, polarizado. Hay quienes defienden al presidente Donald Trump y quienes están contra él. O estás con todo o estás contra todo. Cualquier matiz ha desaparecido. Pretenden convencernos de que no podemos pensar de manera independiente. El debate político es brutal, la crisis humanitaria continúa —de otros modos— y el narcotráfico sigue campando a sus anchas a través de la frontera. Trump asegura que estas crisis no son nuestras. Que no deben afectarnos. No quiere que se vean, que salgan en cámara. Pero quienes trabajamos en el terreno las vemos. Nos impactan, nos afectan. Los vemos llegar, los cargamos en brazos, escuchamos sus historias, nos sentimos impotentes cuando no podemos hacer nuestro trabajo correctamente y no podemos evitar la acción criminal.
Pero sobre todo, cada día, me preguntan: “¿Cómo podés trabajar para un tipo como ese, bajo su mando?” Y aquí es donde respiro hondo y pienso. Y contesto: “No trabajo para él. Como tampoco trabajaba para Biden. Se cometen errores ahora y se cometieron errores antes. Juré la Constitución y acepté un empleo que funciona según una cadena de mando. No estoy de acuerdo con todo, pero llevo un uniforme. Y eso, hermano, no todos lo entienden”.
A veces uno olvida que detrás del uniforme todavía somos personas, no robots programados para seguir órdenes sin sentir nada. Por eso, aunque cumplo mi misión en la frontera, mi cabeza y mi corazón también están lejos de este río. Pienso en Los Ángeles, donde tengo a alguien que quiero como de la familia, y donde todo este conflicto también pesa y duele.
Tengo una amiga colombiana, madre de dos niñas, que vive en Los Ángeles. Obtuvo su permiso de trabajo y su licencia de conducir gracias a las políticas más flexibles de la Administración anterior y del gobernador de California. Es alguien que quiero mucho, una de esas personas que uno lleva en el corazón, con quien hablo casi todos los días. Me parte el alma verla ahora muerta de miedo, atrapada en un limbo: no es totalmente ilegal, pero sí es blanco fácil para las redadas que están ocurriendo en su barrio. Para colmo, da igual qué canal veas o de dónde venga la información: hoy en día los medios y las redes funcionan como una lupa que concentra la luz del miedo hasta quemarte la cabeza. Ella pasa horas revisando Facebook e Instagram para enterarse de dónde están los agentes federales y quién avisa qué barrio están barriendo, tragándose rumores que la dejan sin dormir. Yo escucho, trato de calmarla, pero por dentro cargo la contradicción: sirvo a la Constitución, patrullo la frontera… y sé que, si un día le toca a ella, no puedo protegerla. Esa es la frontera que de verdad más me cuesta vigilar, la interior, la que tiene que ver con mi conciencia.
Hoy más que nunca, siento que este país está dividido, independientemente de si la Administración actual tiene o no la razón. Vivimos un momento histórico de polarización brutal: aquí no hay matices, todo se compra en combo. Si apoyas a tu político favorito, también tienes que defender lo que no te gusta, porque viene en todo incluido en el paquete. En mi unidad nos recomiendan no entrar a restaurantes mostrando nada que diga que somos Army, para que nadie nos identifique. Temen que algún empleado —quizá sin papeles— se sienta con derecho a vengarse usando un plato de comida. Es triste ver lo que pasa en Los Ángeles: me duele por mi amiga y por tantos como ella, pero también me duele por los oficiales que solo cumplen órdenes. Yo más que nadie lo he sentido en carne propia: sé que entre agentes y soldados, hay quien tiene un hermano, un tío o un amigo en situación migratoria incierta. Es jodido estar en medio. Pero como reza el Warrior Ethos: I will always place the mission first. [La misión siempre es lo primero]. Órdenes son órdenes.
No acabamos de saber si se ha acabado el colonialismo o si reverdece bajo otros nombres. Pero su huella permanece, y la irradiación de su sufrimiento alcanza todos y cada uno de los continentes y océanos de este hermoso mundo.
También en las islas Mauricio, al oeste de Madagascar —frente a las costas de Mozambique—, un país que se percibe como la exacta idea del paraíso televisivo, de playas de aguas turquesas, con puestas de sol de color naranja caramelo. Un lugar para perderse y soñar con nenúfares blancos que al llegar la noche transmutan en rojo sangre.
Allí viven muchos chaguianos. Se llaman así porque proceden de Chagos, un archipiélago de islitas varadas en el vasto océano Índico que pertenecía a las islas Mauricio, colonizadas por portugueses, holandeses, franceses y británicos.
Y allí vivieron durante más de medio siglo, porque fueron expulsados de su archipiélago a finales de la década de 1960. Sucedió por un intercambio de favores geopolíticos, algo parecido al juego de cromos pero en versión siniestra. El Gobierno británico de Harold Wilson le “cedió” al Gobierno estadounidense de Lyndon B. Johnson la isla Diego García, perteneciente a dicho archipiélago de Chagos, para construir una base militar, a cambio de aceptar su negativa y no sumarse como aliado en la guerra de Vietnam.
Para ello, los británicos optaron por expulsar a los habitantes de todas las islas del archipiélago, y no solo los de Diego García.
Sucedió en aquellos años de sueños de libertad, cuando tantos países colonizados alcanzaron su independencia. El Gobierno británico llevó a cabo su “donación” ejecutando una intrincada maniobra: con una mano concedió la independencia a Mauricio y con la otra desmembró a Chagos de su condición mauriciana; así la erigió, de golpe, en una nueva colonia. La bautizó con el nombre de ‘Territorio Británico del Océano Índico’, y la malévola pirueta geopolítica tenía una razón de peso: en virtud de la “concesión”, los norteamericanos exigieron a los ingleses que lo “vaciaran” de personas.
Dicho y hecho. “La isla se cierra”, comunicaron a las más de 1.500 personas para las que Chagos era su hogar, su casa, la tierra donde está enterrada su gente, la mayoría descendientes de esclavos traídos —también por la fuerza— desde el continente africano para trabajar en las plantaciones de azúcar y cocoteros.
Les obligaron a marcharse solo con una maleta y dejar atrás su casa, sus recuerdos, sus antepasados, sus plantas, sus flores y sus perros.
La extraña contorsión territorial no debió resultar fácil. Recordemos que en una de sus primeras sesiones, en diciembre de 1946, la Asamblea General de la ONU resolvió que la deportación era un crimen contra la humanidad.
Pero cuando el poder quiere ser omnipresente abre inéditos caminos de perversión. En este caso, un ejército de tecnócratas y asesores británicos y estadounidenses trabajaron duro para forzar la “cesión” y, a su vez, erigirse en garantes de los sueños de justicia y libertad. “Debemos evitar que se nos acuse de estar ‘traficando con territorio colonial’”, advertía un documento interno del Gobierno británico que encontró el experto en derecho internacional Philippe Sands, contratado por un grupo de chagosianos para litigar contra Gran Bretaña y Estados Unidos.
En su maniobra, los británicos mintieron a la ONU diciendo que en el archipiélago de Chagos no había personas viviendo de modo “permanente”. Y para demostrarlo es probable que en algún despacho de Londres se brindara por una excelente idea: la metrópolis crearía un documento en el que, de un solo golpe burocrático, “transformaría” a los habitantes de esas islas en “trabajadores contratados” por el Gobierno británico.
Así se forzó la ficción de que allí no vivía nadie. De ese modo, se armó el relato de que a las suntuosas aves del archipiélago apenas “les acompañan unos cuantos Tarzanes o Viernes [en alusión a uno de los protagonistas de la novela Robinson Crusoe, del escritor Daniel Dafoe], cuyos orígenes son oscuros”, leyeron asombrados Sands y su equipo legal en un cable diplomático británico fechado en 1966.
Años antes, a finales de la década de 1990, con ayuda de otros abogados, la población chaguiana casi consigue volver a sus casas gracias a diversas presiones y denuncias ante la ONU.
Pero la cartografía geopolítica es brutalmente tenaz. En marzo de 2003 se inició la guerra de Irak, liderada por Estados Unidos y el Reino Unido. De golpe, la isla de Diego García se transformó en un espacio de importancia vital, al convertirse en la base militar desde donde despegaron los primeros bombarderos B1, B2 y B52 que iniciaron el conflicto. Todo el trabajo, todas las ilusiones, todas las reuniones, debates y juicios se transformaron en una ilusión legal, y los chaguianos se quedaron sin poder volver a su tierra.
En el libro La última colonia, Sands da cuenta de todo el proceso judicial por aquella flagrante expulsión. Hay un capítulo en el que detalla que, en una visita “conmemorativa” en la que se permitió a un puñado de chagosianos visitar sus islas por unas horas, vieron que en Diego García el cementerio de perros de los soldados estadounidenses era hermoso, limpio y estaba muy cuidado, mientras que el cementerio de sus antepasados estaba lleno de maleza y sucio. Fue una imagen que les dejó sin aliento. Algunos tiraron la toalla y se rindieron. Pero la mayoría no lo hicieron. Tras un nuevo litigio, en 2019 la Asamblea General de Naciones Unidas votó de manera abrumadoramente mayoritaria a favor de la devolución del archipiélago de Chagos a Mauricio. Según esa sentencia, los chagosianos podían regresar a sus islas. Pero el Gobierno británico se negó a acatar la recomendación de la ONU. Tras nuevas presiones, a finales de 2022 el Reino Unido anunció su disposición a negociar, y el pasado otoño finalmente cedió a las demandas de los habitantes de Chagos.
Hay una frase que Sands repite una y otra vez en conversaciones, entrevistas y conferencias: “Las ideas importan, las palabras importan, la escritura importa”.
“Y el hombre no se halla completo, ni se revela a sí mismo,
ni ve lo invisible, sino en su íntima relación con la naturaleza”. (José Martí)
Toda la hondura del tiempo, en el canto de un mirlo.
El paradigma del ser humano de hoy es el de un hombre alejado del mundo que se piensa dueño y conocedor de él.
Corrompen, destruyen la vida, y a lo que queda lo llaman “realidad”. Y luego proclaman el realismo. “¡Hay que ser realista!”.
(el topógrafo)
“…y él no veía los ángeles yendo y viniendo, sino que se dedicaba a buscar el viejo hoyo de un poste en medio del paraíso”. (H.D.Thoreau)
Para escuchar el canto del pájaro, antes hay que oírlo.
El ser humano vive ajeno a sí mismo, no funda ni abre espacio en su andar. No deviene porque no está; apenas pasa, sin saberlo.
Repetirlo hasta asumirlo plenamente: “El realismo es una corrupción de la realidad”. (Wallace Stevens)
Todo en la naturaleza vive en sí, como tú mismo, nada es objeto de visión. Ella vive en un adentro que el ser humano hace tiempo dejó de percibir. En ese adentro calla y canta el pájaro, habla y calla el árbol.
El árbol es el hermano natural del hombre.
La naturaleza nos mira, nos toca, nos habla, en su vigilia atenta al ser. De noche, en el sueño, escucha nuestro rumor callado.
“Los árboles nos hablan una lengua que entendemos”. (José Martí)
Bajo tus pies desnudos, constelaciones de hierba.
La corteza del árbol siente y señala en sí cada roce, cambio de aire y luz, sonido, canto, agua; también la mirada del ser que comprende.
En lo invisible de la naturaleza, ver es también ser visto.
“Nosotros no tenemos nunca, ni siquiera un solo día, el espacio puro ante nosotros, al que las flores se abren infinitamente”. (R.M. Rilke)
El bosque solo ve —percibe con toda intensidad— lo invisible del ser humano que en él se adentra.
Nuestro espacio, el lugar de cada ser, oculta en lo más hondo de sí la esencia del tiempo.
“El camino más claro hacía el universo pasa por un bosque virgen”. (John Muir)
El asombro que nos produce la contemplación del universo en la noche no debería ser mayor que el que sentimos ante un árbol en el fulgor de su presencia.
Deja que todo te envuelva —porque todo te envuelve.
El árbol está, no espera, en su ahora late el tiempo entero; en su nada, la esperanza.
Al atardecer, la naturaleza percibe las voces amigas.
Matices de la luz en el tronco de un árbol.
El proyecto Jóvenes y mayores bien acompañados, del cual forma parte esta crónica, recibió el Premio Montserrat Roig a la promoción en la investigación en el ámbito de los derechos sociales y la acción social.
“Bienvenidos a nuestro mundo,
al mundo real,
el mundo de los fuertes
que se comen a los débiles.
Bienvenidos al mundo
en que la persona piensa solo en sí misma
y se olvida de los que sufren en silencio.
El mundo oculto. Sí.
Este es nuestro mundo.
Yo! Salam aleikum, brother,
vayamos en un viaje al otro mundo,
al mundo de la pobreza,
donde hay personas a las que vemos
como si no existieran.
Vayamos adonde los humanos
viven la crueldad de la vida.
Mientras tú duermes en una cama blanda
con una almohada suave bajo la cabeza,
hay una persona que pasa frío en la calle.
Su cama, un cartón; y su almohada,
una mochila con sus pocas pertenencias.
El pobre espera que salga el sol
pa que se vaya el dolor”.
(…)
Este es el arranque del rap Mientras tú, de Beny 5, que en realidad se llama Moha Benyamna. Moha vivió en un centro para menores en Cataluña hasta que cumplió la mayoría de edad. A través del programa Acull (“Acoge”), de la asociación Punt de Referència, conoció a Lali Escolà, que lo acogió en su casa durante nueve meses. Ahora Moha tiene 25 años y vive en Barcelona, aunque trabaja en la vecina Granollers.
El primer día que lo entrevisté, antes de irse a toda velocidad con el patinete eléctrico que usa para trabajar como repartidor, reprodujo en su móvil, con una sonrisa, este rap reivindicativo. Así que, como respuesta, no voy a escribir un reportaje sobre él, sino que voy a recoger el guante y le voy a dedicar otro poema narrativo, pero en la forma tradicional del romance.
Que empiece el combate:
Te pregunto por tu casa,
si descansaba entre pinos;
no es la mejor manera
de empezar a hablar contigo.
Tu madre vendió la casa
para pagarte el camino.
Adolescente, te fuiste
de Marruecos, clandestino,
obligado, ilusionado,
como tantos otros chicos.
Fue en dos mil diecinueve,
un enero no tan frío.
Con un cristal te cortaste
la mano, quedaste herido,
y recorriste la ruta
con un vendaje bien fino.
Desierto y hacia el norte,
—el desafío marino—
España, el sur de Europa;
no sabías tu destino.
Llegaste a Barcelona
y te sentías perdido
en un centro de menores
donde buscaste abrigo.
Siempre hablabas con mamá
y tus primeros amigos.
Hacías vídeos con bromas
desde el humor sin sentido;
nacía una estrella
de la risa sin testigos:
YouTube, cámara oculta,
placer para el algoritmo.
Te quedaste en la calle,
corrieron en tu auxilio
Lali y una asociación;
calor, piso compartido
te ofrecieron enseguida.
Empezaba tu destino.
Aprovechaste el momento,
no te quedaste dormido.
Lali tiene siete hermanos
y vivió con cuatro hijos,
pero ahora vivirá
con Moha y otros chicos;
Lali es muy solidaria,
a muchos tiene acogidos.
Este es el primer lugar
decente, no compartido,
me dices: que es difícil
vivir con cuarenta tíos.
Macarrones (mmm) con queso,
—te sientes un renacido—
también crema de verduras,
del Barça algún partido,
Lali y sus clases de yoga,
Moha, perfecto inquilino.
Ya quieres a la yaya, que
juega al dominó con tino.
“Estudia”, te dice Lali,
aunque eso no va contigo.
Té con menta. Macarrones.
Te ves series de corrido:
Berlín, La casa de papel,
Daddy Yankee al oído
—y Morad y Karol G—.
Se acabó el tiempo, amigo.
Te vas de casa de Lali:
adiós, tiempo compartido.
Aún no tienes papeles
y trabajas clandestino.
Ganas algo de dinero;
a la familia se ha ido.
Todo el mundo conoce
a Mohamed y su temido
patinete de reparto.
La cuenta te han vendido,
te quitan treinta por ciento
mejor que ser campesino
o estar en la construcción,
aunque parezca mezquino.
Te para la policía,
cantas tu rap repentino.
No robas pero te roban:
eres víctima del timo.
Moha, eres un currela,
vuelas si cae un pedido
de la mañana a la noche.
Sigues. Le sacas partido.
Con tu novia en Barcelona,
vida y piso compartido.
Tras muchos años lo logras,
ya tienes el NIE genuino,
echas de menos a Lali,
Lali acoge a otros chicos.
En Marruecos tu abuela
muere, estás confundido.
Con el patinete a cuestas
a Granollers te has ido,
adolescente youtuber,
pillín, que no engreído:
ya nadie te llama mena,
tu futuro es atrevido.
Siempre hablas con mamá,
hablas con raro sigilo,
tienes una nueva casa
pero no están tus amigos.
No te acuerdas de la ruta
del dolor o sus motivos,
solo recuerdas el miedo:
porque fuiste un prohibido.
Desde hace dos décadas, la asociación Punt de Referència pone en contacto a familias o personas que tienen espacio en casa, como Lali, con jóvenes que necesitan acogida, como Moha. El ámbito de actuación es Barcelona y su zona metropolitana. El proyecto Acull propone un pacto inicial de convivencia de nueve meses entre ambas partes. Un tiempo que permite al joven centrarse en sus estudios, tener un espacio donde desarrollar su autonomía y, sobre todo, trazar un nuevo horizonte.
“El proyecto nació para acompañar a jóvenes que salían del sistema de protección de menores, porque no tenían una red de apoyo que los acompañara en este momento de emancipación”, dice Bàrbara Bort, responsable del proyecto Acull.
La idea es sencilla, pero su aplicación está llena de detalles complejos que solo alguien que conoce por dentro el proceso, como Bàrbara, puede describir. Los emparejamientos los hace Punt de Referència: se tienen en cuenta las preferencias de los jóvenes, pero las partes implicadas en ningún caso pueden escoger un perfil (edad, género, orígen…). Las asignaciones las hace Punt de Referència teniendo en cuenta los intereses y necesidades de todo el mundo. Se hace una formación a las familias o personas que acogen: deben acompañar al joven en el tránsito a la emancipación, a través de un vínculo afectivo, pero sin ir más allá, aunque a veces sea difícil. La familia recibe una dotación de 300 euros mensuales para cubrir los gastos de manutención, pero no debe haber transacciones económicas entre ambas partes, porque eso podría generar una relación de dependencia, que pondría en riesgo el vínculo entre joven y familia de acogida. Esta iniciativa tapa alguno de los agujeros generados por el sistema.
Pero no todo son buenas noticias.
“Hemos notado, sobre todo a raíz de la pandemia, que ha habido un bajón en la demanda de familias para acoger, algo que no hemos notado tanto en otros programas de voluntariado”, dice Bort. “Es verdad que este programa requiere más compromiso, pero atribuimos ese bajón a la incertidumbre social, económica y política, y a la discusión pública sobre personas migrantes”.
En concreto, la imagen de estos jóvenes que proyectan algunos medios de comunicación, dice Bort, en particular los que usan de forma mayoritaria el deshumanizador acrónimo de “menas”, está llena de “demagogia” y ha tenido un impacto negativo en este proyecto.
Cada vez es más difícil encontrar a Lalis.
O a Joanas.
***
A sus 76 años, acoger a un adolescente en su casa significa para Joana Vives Salvadó abrir la mente. “A medida que nos vamos haciendo grandes, solemos cerrarnos”, reconoce. Aunque parece una aseveración genérica, enseguida la matiza con su habitual prudencia: “Lo digo por mí, ¿eh?”. La agenda de Joana es intensa, y ahora tendrá que ver si baja un poco el ritmo o si lo intenta mantener.
—Mi marido murió en 2009 —dice sentada en la mesa de su comedor, en el barrio del Eixample de Barcelona—. Al poco tiempo mi hijo se fue de Erasmus a París. Al cabo de dos meses ya fui a verlo.
Su hijo volvió a Barcelona y se independizó en 2014.
—Estoy segura de que tardó más por el reparo a dejarme sola. Lo sé. Hasta que al final le dije: tienes que hacer tu vida. Y cuando se fue… entonces sí que fue como un segundo duelo. A ver, evidentemente el golpe emocional es incomparable, lo digo más en el sentido de sentirse acompañada… porque fue el momento en que ya no había nadie más en casa. Fue otro duelo. No sé si se lo he dicho alguna vez. No sé si lo puedes publicar.
Si están leyendo esto es porque Joana ha aceptado que se publique. Dice que su hijo la visita con asiduidad. Que se siente incluso “egoísta” por pensar eso. No se lamenta; solo expresa, con una lógica aplastante, la realidad de un momento que debía llegar tarde o temprano.
—Tienes la sensación de que realmente estás sola cuando cierras la puerta, porque no hay nadie más.
Nadie gira ya la llave de la puerta sin que lo espere. Hasta finales de marzo de 2024. El momento en que Musa entra en su vida.
***
Musa Jadama ya conoce uno de los aspectos esenciales de la vida cotidiana en su nuevo país. No importa lo temprano que se levante: cada mañana corre el riesgo de llegar tarde a su destino por culpa de los trenes de cercanías de Renfe. Está haciendo un curso de soldadura en Vilafranca del Penedès, a las afueras de Barcelona, que espera que le sirva para entrar en el mercado laboral. Pero su vida pronto va a cambiar. Y ese cambio, obviamente, no pasa por una mejora en la puntualidad de la Renfe.
Pasa por Joana.
Está concentrado, casi obsesionado con el presente: atrás quedan su Gambia natal, el viaje por tierra y mar hasta las islas Canarias, el traslado a la península, el paso frustrante por varios centros para menores; ahora se está mudando, porque va a ser acogido en un piso de Barcelona por una mujer a la cual aún no conoce —y eso es lo único que importa.
A sus 19 años, después de meses oyendo mena mena mena no acompañado los titulares de prensa Vox gritando avalancha delincuentes por qué no se van a su país, vivir en casa de Joana se presenta como una forma de empezar a sentirse adulto y acompañado.
***
“Benvingut a casa, Musa!”
Joana recibió a Musa en su piso con este mensaje escrito en una cartulina. Se abrió entonces el periodo de tanteo. Cómo respiras. De qué pie cojeas. Cuáles son tus manías.
—Yo me levanto temprano —le dijo Musa a Joana poco después de empezar a convivir con ella.
—¡Yo no!
Un mes después del inicio de la aventura, Musa seguía levantándose temprano, pero ya no se pegaba madrugones, porque dejó de ir a Vilafranca del Penedès para acudir a un curso de electricista en la misma Barcelona. Ya iba conociendo mejor la ciudad, por la cual podía moverse, además, sin necesidad de usar la Renfe.
—Yo te enseñaré catalán… —le dijo Joana.
—Y yo te enseñaré mandinga.
Una de las primeras cosas que Musa entendió rápido es que para Joana es muy importante el catalán. Su supervivencia como lengua, su importancia cultural —y también que él la hable. Empezaron —Joana es filóloga— con clases más o menos formales, pero pronto las pasaron, como dice Musa, “al día a día”. Joana le habló en catalán desde el primer día, y Musa le respondió al principio en castellano y luego siempre que pudo en catalán. Así no solo adquiría Musa herramientas para desenvolverse mejor en su día a día, sino que se creaba una conexión.
—Me ha dado tranquilidad conocerlo, ponerle cara… —dice Joana, que se fijó desde el principio en la sonrisa franca de Musa, aunque en eso no es nada original, porque todo el mundo se fija en su sonrisa franca—. Valoro mucho que casi sin conocernos, sin forzarlo, empezara a contarme ya cómo había llegado, en patera…
***
Durante casi dos décadas he cubierto como periodista movimientos de población. He pecado, como tantos otros, de subrayar demasiado el dolor en la guerra, el trauma en la huida y la acción trepidante en las rutas. Pero he constatado en todos estos años que, demasiado a menudo, el presente es el principal motivo de sufrimiento de la gente que se mueve.
(Las personas refugiadas de Afganistán varadas en la isla griega de Lesbos durante años están más angustiadas por su estatus legal —el asilo que no llega— que por el dolor que experimentaron cruzando Asia Central y Turquía).
Lo mismo le pasa a Musa. Cuenta de forma abierta cómo salió de Gambia sin que su madre lo supiera, cómo se subió a un cayuco, cómo llegó a las islas Canarias y después a Cataluña. Pero esta vez no nos vamos a detener aquí, sino en lo que castiga su tranquilidad cada día: su situación irregular, la burocracia. El laberinto —ahora sí hay que usar el cliché— kafkiano que empezó con la acogida en un centro para menores, más de un año antes de entrar en casa de Joana.
—En el centro muy mal —dice Musa, que se expresa con alegría y claridad cuando habla de otras cosas, pero que frunce el ceño y se aturulla cuando recuerda aquella fase—. No puedo decir que todos los trabajadores [del centro] son malos, pero algunos son muy malos.
Musa asegura que algunos chicos del centro no lo trataron bien, y tampoco uno de los educadores, al que tacha de racista. Aunque la convivencia en estos centros es mejor de lo que su proyección pública sugiere, arrastran problemas graves: la tendencia a habilitar macrocentros en lugar de espacios más reducidos donde atender mejor a los jóvenes, los debates tóxicos alrededor de los centros, un personal con condiciones laborales desiguales —la mayoría de centros está en manos de entidades subcontratadas por las administraciones públicas, tan diversas como los mismos adolescentes—… Se pone el acento, precisamente, sobre el origen diverso de los jóvenes, pero hay algo más decisivo que comparten y que explica las dificultades para gestionar este momento: son adolescentes angustiados, porque saben que en cualquier momento pueden ser expulsados del sistema.
—Cuando no estaba estudiando, estaba en la cama. No quería tener problemas. Me decían: vamos a jugar a fútbol. Y decía que no.
Un día, de regreso de su curso de fontanería, llovía a cántaros y Musa llamó al centro para que vinieran a recogerlo en coche (tienen vehículos preparados para momentos de emergencia). Dice que no lo recogieron y después tuvo un enfrentamiento con aquel educador.
—Pues que sepas que desde el centro me hablaron muy bien de ti —lo interrumpe Bàrbara Bort, de Punt de Referència, que ha estado acompañando a Musa en todo este proceso.
Estamos en el comedor de la casa de Joana, unas semanas después del inicio de la acogida. Mientras charlamos de otras cosas, Musa está relajado, se le ve feliz en su nuevo espacio cotidiano, pero se lo llevan los demonios cuando recuerda aquella época.
—Hablaste con otra educadora que me trataba muy bien —responde Musa.
Bàrbara asiente.
—Un día, mientras dormía en el centro, me dijeron que tenía una cita con la Fiscalía [de menores] —retoma el relato Musa—. Les dije que por qué no me habían avisado antes. “No voy”.
Se había puesto en marcha un procedimiento de determinación de la edad, algo temido por jóvenes como Musa. Estas pruebas, en concreto las que miden el grado de maduración ósea o dental, han sido tachadas de imprecisas por organizaciones de derechos humanos. Pero hay algo más duro en el caso de Musa: él tenía pasaporte, y en él decía que le faltaba medio año para cumplir la mayoría de edad. No era demasiado, pero sí suficiente como para empezar a planear su futuro. Si se demostraba su mayoría de edad, pasaría automáticamente a estar en situación irregular. Algo que incluso ha llevado a algunos chicos a suicidarse.
—Dije que quería un abogado. Me dieron el número de una mujer y me dijeron que era mi abogada [de oficio].
Punt de Referència dio apoyo a Musa en este proceso. La abogada de oficio al principio no parecía estar informada de que llevaría el caso de Musa, pero acabaron aclarando que sí. Fue justo una semana antes de la cita judicial: sin el apoyo de Bàrbara, Musa lo habría tenido más difícil. Se dieron cuenta entonces de que el nombre que constaba en el expediente era el mismo, el de Musa, pero no el apellido. ¿Pero es él?, preguntaron antes del día. Sí, es él, les respondieron.
El día D, cuando Musa y Bàrbara estaban en la estación de Sants preparados para ir a la Ciutat de la Justícia, recibieron una llamada del centro: no vayáis, se han equivocado de nombre. Bàrbara llamó a un abogado de confianza, experto en extranjería, y quedaron en que irían igualmente y que él les echaría una mano. Una vez allí, se vieron con este abogado y con el de oficio —del mismo bufete de la abogada, que finalmente le había pasado el caso—, y se dieron cuenta de que no había un error: había dos personas.
—El otro nombre existía, pero nadie sabía dónde estaba el joven —dice Bàrbara—. ¡Y era un chaval ciego de un ojo! Lo habían expulsado de un centro y nadie lo acompañaba. No se presentó a juicio.
Ambos eran de Gambia y se llamaban Musa, pero el parecido era imposible, sobre todo a causa de ese ojo. Ello no evitó la confusión, una dolorosa muestra de racismo institucional.
—Cuando vas a mirar dónde está el origen del error… es que físicamente no tienen ninguna semejanza, es evidente que no son la misma persona. Daba la sensación de que miraban el expediente tres minutos antes de entrar.
Musa y su abogado se pusieron manos a la obra para denunciar la situación. Pero se decretó su mayoría de edad, y tuvo que salir del centro. Entonces entraron en juego el programa de Punt de Referència y la familia de acogida, Joana, que lanzaron un flotador salvavidas a Musa en el momento que más lo necesitaba.
Después podrá caminar solo.
***
Ha pasado medio año desde que Musa llegó a la casa de Joana. O visto al revés: le quedan tres meses para marcharse. El programa es de nueve meses, aunque es prorrogable. El tiempo pasa volando, dice el cliché.
—¿Estará ya? —pregunta Joana.
—Sí.
Hablan en la cocina. Musa prepara su plato estrella, el mafe, un guiso versátil que hoy tendrá arroz y cordero. Joana le pregunta y le repregunta: quiere que Musa le conteste directamente en catalán. No aspira a convertirse en su tutora, o en una figura matriarcal, o en alguien que guíe su rumbo. Ni lo pretende ni se espera eso de ella, porque supondría una mala interpretación del proceso de acogida —por parte de ambos. Pero sí le gustaría sembrar una semilla.
La lengua.
—Agaf…
—Vuelve a intentarlo —le pide Joana.
—No puedo.
—Sí que puedes, esfuérzate.
—Me esfuerzo pero no puedo.
—Agafo… (Cojo…).
—Agafo —repite Musa.
—Es que, si no, dices “no puedo” y te quedas tan ancho. Sí que puedes.
—Mica en mica… (poco a poco).
—S’omple la pica! —sonríe Joana cuando oye el inicio del refrán que llama a la paciencia para llenar el pilón poco a poco—. Esa sí que la aprendiste… Nadie nace enseñado.
—Me cuesta mucho.
—Pero si te frenas y dices “no puedo”… ¿Verdad que has podido decir esto? Tú ya entiendes el catalán. Poco a poco irás entendiendo más palabras… Lo que interesa es que la gente te entienda. Y que tú los entiendas.
—Yo entiendo, pero hablar bien me cuesta mucho.
—Esta es mi batalla, chato, ya sabes que me haría mucha ilusión que acabaras entendiéndolo y hablándolo, porque será la única manera de que cuando muera te acuerdes de mí. ¡Joana, que es una pesadilla y que no me deja vivir!
—Nunca diré eso, ya lo sabes… pero son muchas lenguas.
—¿Tú sabes que cuantas más lenguas se saben, más fácil es aprender otra?
—Bueno…
—Tu cerebro se va abriendo, aún es joven; el mío ya no, se va cerrando.
—Sí, es verdad.
—Vaya sermones, chato.
***
Después de nueve meses de mafe y macarrones, de hacer la limpieza los fines de semana, de alguna excursión, de insomnio y descanso, de clases de catalán que no son clases de catalán, de TikTok y ver la serie Resurrección en el móvil (Musa), de enterarse de quién es Murad (Joana), Musa se ha ido.
Joana ha recuperado el juego de llaves del invitado. Está satisfecha: todo ha ido sobre ruedas. Pero también está cansada.
—La convivencia ha sido intensa. Pero no debido a un choque de culturas, sino porque él es adolescente y yo podría ser su abuela —dice Joana en la mesa de su comedor, escenario de tantas y tantas conversaciones con Musa.
—Es una experiencia que hay que tener —dice Joana sobre la acogida—. Pero tienes que estar bien informada antes de hacerla. Te preparan, pero a mí me ha costado más de lo que creía.
Dice Joana que su caso no es el mismo que el de parejas o familias con algún miembro adolescente en el que la persona acogida se pueda reflejar.
—Me costó al principio porque llevaba muchos años viviendo sola —dice Joana—. Me ha costado, también, no ser demasiado protectora…
No siempre sucede, pero Joana sigue en contacto con Musa. Se van contando cómo avanza todo. Ahora Musa vuela hacia una nueva vida. Y Joana se prepara para retomar su intensa agenda —clases de catalán como voluntaria, compromisos familiares, encuentros con amigas, presentaciones de libros—, aunque con otra perspectiva.
—No es por ponerme medallas, pero creo que al final lo he conseguido.
Musa se ha ido a Mataró, a unos treinta kilómetros de Barcelona. Allí convive con otros chicos en un piso de acogida, la solución temporal que ha encontrado.
—He aprendido mucho, he disfrutado mucho, Joana me ha enseñado mucho —dice Musa en el sofá del piso de Mataró, pulcro y casi carente de decoración—. Estoy buscando un equipo de fútbol para jugar aquí.
Es el mes de febrero, pero Musa ya va en camiseta de manga corta. Su habitual risa franca tiene otro matiz: una alegría despreocupada.
—Estaba muy preocupado por los papeles. Ahora ya no.
Ha conseguido regularizar su situación, y ya está buscando curro.
Al día siguiente va a una entrevista de trabajo con una empresa de mudanzas. Lo contratan.
Pero hay cosas que no cambian: tendrá que levantarse temprano, porque trabaja en Barcelona y eso significa, desgraciadamente, que deberá viajar en la Renfe.
Los fríos acrónimos para designar comunidades. Menas: menores extranjeros no acompañados. Menores: un término legal, despojado de la ternura de la adolescencia. No acompañados: la negación para definir. Acrónimos deshumanizadores que se calientan, que se convierten en un arma arrojadiza: en el caso de España, para que la extrema derecha agite el racismo y la islamofobia, hasta que la palabra, el acrónimo, ya ni siquiera se refiera a lo que en un principio se refería, porque todo el mundo sabe que esto va mucho más allá de los “menores”.
Según el Ministerio del Interior, a finales de 2024 había “un total de 17.452 personas
de 16 a 23 años menores tuteladas o jóvenes extuteladas”. Más de 10.000 son de Marruecos, como Moha; más de 2.000 son de Gambia, como Musa. Otras nacionalidades importantes: Argelia, Senegal, Mali, Guinea, Pakistán. Una realidad diversa que va más allá del estereotipo racista que se ha fabricado, que responde a chaval marroquí que se dedica a robar (los datos oficiales desmienten que exista una relación directa entre el aumento de niños y adolescentes migrantes y el índice de delincuencia).
Adolescentes víctimas del racismo y de la demagogia política.
Una de las vergüenzas de nuestro tiempo es que el poder instrumentalice a personas en una situación vulnerable para sacar rédito político. O para tapar sus vergüenzas. Pasó en 2015 con la mal llamada crisis de los refugiados, cuando un millón de personas, la mayoría de Siria y Afganistán, llegaron a Europa de forma irregular. Se puso en marcha entonces el llamado sistema de cuotas, en virtud del cual los Estados miembros de la UE debían acoger de forma obligatoria a un número concreto de personas refugiadas, y enseguida empezaron las disputas para acoger a unos miles más o menos. Se usaron esas cifras como arma política contra los vecinos e incluso como una forma de reivindicar los intereses propios. La crisis de la que se hablaba en los medios en 2015 no era la de las personas que atravesaban Europa, sino de la propia Europa, incapaz de gestionar la situación.
Algo parecido sucedió este año en España, aunque a una escala más ridícula. El hacinamiento de casi 6.000 jóvenes llegados a las islas Canarias —de los cuales, por cierto, tan solo unos 800 estaban regularizados— hizo que el Gobierno activara un mecanismo para repartirlos en diferentes comunidades autónomas. Si en el caso de la UE se recurrió a las cuotas —como si las personas refugiadas fueran un producto lácteo—, en España se tuvo que diseñar una fórmula a partir de criterios como la población, renta per cápita, tasa de paro, el esfuerzo previo… Casi un algoritmo para repartir a unos miles de adolescentes. Las comunidades gobernadas por el Partido Popular se negaron a aceptar su distribución. Junts pactó con el Gobierno un reparto que se reduciría a 20 o 30 jóvenes en Cataluña. Peones de una partida de ajedrez en la que el mensaje para la población general, para satisfacción de la ultraderecha, era claro: son un problema, no los queremos.
Y entonces no se vuelve a hablar de ellos y ellas y hasta la próxima trifulca política.
¿Pero qué pensarán ellos y ellas?
¿Qué pasará por sus cabezas?
Kayla no se llama Kayla: escoge este seudónimo escrito así, con i griega. Tiene 20 años y es de Guinea. Llegó a la provincia de Lleida con su familia.
Este es el torbellino que hay en su cabeza:
“Yo llegué aquí a España cuando tenía… ¿Sabes que no tengo 20 años? En mi NIE dice que tengo 20 años, pero tengo 18. Eso me jodió la vida, porque a la hora de estudiar estaba sentada con gente mayor, pero ellos no sabían que eran mayores que yo. En mi país estaba como en primero de la ESO, y aquí me mandaron directamente a cuarto. Bueno, llegué aquí en noviembre de 2019. Y en 2021 mi padre me obligó a casarme con mi primo lejano. Me quedé dos meses con él. No quería casarme, pero mi padre me dijo que si no quería casarme solo tenía dos opciones. O te mato o te devuelvo a Guinea. Pero yo no quería volver a Guinea en ese momento. Porque mi padre me habría castigado. No me habría dado dinero ni nada. Yo nací en la capital. No sé cómo está la vida de los pueblos. No quiero vivir en el pueblo. Yo no quería irme. Y no quería morirme tampoco. Así que tuve que casarme. Llamé al chico para explicárselo. Por favor, explícale a mi padre que no quiero casarme. Que soy joven, tengo 15 años. Que quiero seguir estudiando. Yo quiero casarme cuando me dé la gana. No sé qué le contó ese chico a mi padre. Mi padre vino a matarme. Me estranguló. Durante un mes dormí muy inquieta. Y acepté casarme con mi primo lejano ese. Me quedé como dos o tres meses con él. No pude quejarme. Porque si me quejaba, iría a hablar con mi padre. Y mi padre me iba a matar. Literalmente, me iba a pegar. No podía más. Hasta que un día salí de casa, como si fuera al instituto, con la mochila, y ya no volví. Mi profesora de catalán, Carme, me ayudó a salir del matrimonio forzado. Me ayudaron los servicios sociales. Me ayudaron muchísimo. Estuve dos meses en Girona. Después, de Girona a Barcelona, en 2022. Y… ya, ahora estoy viviendo bien.
No hablo con mi familia como en un año y medio. No. Ellos no saben si estoy viva o muerta, no saben nada. Me fui y ese día le dije a mi marido que para mí no es mi marido. Aquí tengo las llaves. Son como un trofeo, porque son del sitio de donde quería salir.
Cuando llegué a Barcelona empecé a estudiar y a trabajar. A vivir bien. A vivir como me da la gana. Antes tenía también el hiyab. Mi padre me pegaba por quitármelo. Yo no quería llevarlo. Ni rezar cinco veces al día. No me sentía reflejada en el islam. Porque para mí las mujeres no tienen ningún derecho. Son como cabras que siguen a los hombres, que son los pastores.
Vivía en un centro para jóvenes, en Barcelona, aquí en el centro. Yo quería salir porque no me sentía bien ahí, no comía bien. Pesaba 43 kilos, algo así. La comida era… yo creo que estaba caducada. En plan, yo creo que es una comida que regalan desde tiendas o comercios. Ahora peso 56 kilos. En un año. Y me robaban la ropa. Había algunas personas que, por ejemplo, a la hora de dormir, estaban gritando, poniendo música, no respetaban la convivencia. Me dijeron que me ayudarían a salir de ahí. Yo dije que si no me largaría. Hasta que entré en un piso [de acogida, a través de Punt de Referència].
Desde mi punto de vista, la acogida es como algo temporal. Sí, estarás en una familia, sí, te apoyarán, sí, pero no serán tu familia, no son tu familia, en plan, siempre habrá algo que falta, ¿sabes? Que no encaja tampoco.
[Después de la acogida] me he mudado al barrio de la Florida [en las afueras de Barcelona], me ha ayudado la persona con la que estaba viviendo. Me ha ayudado mucho, estoy agradecida. Ha ido muy bien la mudanza, aunque no teníamos ascensor, había tres plantas. Hemos hecho mucha ida y vuelta, madre mía, me he quedado con los pies que me duelen hasta ahora. No me imagino cómo estará él. Ahora estoy viviendo con un guineano y un marroquí. Pero antes me timaron. Encontré una habitación, pagué la fianza y el tío me sacaba cada semana una ¿cómo se llama? una excusa. En plan, su primera excusa era que está fuera de Barcelona, no me puede dar las llaves. Yo le dije, no te preocupes, cuando vuelvas me darás las llaves.Y la segunda semana me dijo, estoy en el hospital, no sé qué, me van a operar. Yo le dije, no te preocupes, recupérate. Y la segunda semana, ¿tú sabes cuándo vas a salir? En plan que yo necesito salir ya, yo necesito que me des el dinero o la llave. Es que no sé cuándo voy a salir. Mándame la ubicación de tu hospital, como sea, yo me voy a buscar la llave hasta allí. O mándame mi dinero, que no tengo dinero suficiente en mi cuenta. Cuando me fui a denunciarlo, la policía me dijo que el chico es muy limpio, que no ha hecho nada en su vida. Un día estaba tan cabreada que le dije: eres un hijo de puta, encontrás tu karma. Pero hasta ahora no tengo nada de mi dinero y por eso me quedé una semana más en la casa [de acogida]. Punt de Referència me ayudó a encontrar la nueva habitación, el sitio donde al final me he mudado.
Ahora estoy trabajando [en la zona metropolitana de Barcelona] como monitora escolar. Y me encantan los niños, a decir la verdad. Bueno, antes no me gustaban los pequeños. De pequeña siempre me veía como diseñadora de moda. Siempre estaba obsesionada con la ropa. La ropa de mi hermana, sus tacones. Dibujaba, pero me di cuenta de que no lo hacía bien. Tampoco me gusta coser. He intentado trabajar como costurera, pero no me ha gustado. No me ha gustado. Así que mis sueños se fueron, chau. Una vez trabajé como canguro y descubrí que me gustan los niños. Entonces decidí intentarlo, ver si se me daba bien. He estado dos meses y son unos amores. Quiero estudiar el grado superior de Educación Infantil. Porque… bueno, estoy formándome. Con los de infantil me entiendo bien. Pero los de primaria me toman el pelo. No me hacen caso. La semana pasada estaba con los de quinto de primaria. Había una niña que siempre está conmigo a la que un niño le dijo que no me tocara, porque soy negra. En la escuela hay solo mestizos, son negros a decir la verdad, pero soy la más negra para ellas, no tengo mi sitio para mí. La pequeña viene a decirme eso y yo: eso sí que es grande, tengo que hablar con la coordinadora. Me dijo que yo estaba enseñando insultos en francés, que yo le hablaba mal a los pequeños… Le dije que era un malentendido. Había un chico que tenía autismo, sus compañeros lo trataban fatal. Y les dije que no se trata a un amigo como a un tonto. Es una persona como vosotros. Eso no se hace. Y fueron diciendo que yo lo había tratado como un tonto. También vinieron a decirme fu. Yo les dije que fu significa tonto en francés. Entonces me dijeron [del centro] que no dijera eso. Que intentara controlar mis palabras, porque los niños siempre lo toman en sentido literal. Y yo bueno, vale, me disculpé. No volverá a pasar. Pero cuando le comenté [a la coordinadora] en plan sobre el racismo, me mandó callar. Me dijo no vayas por ahí, ¿eh? No vayas por ahí. Me ha dicho que no vaya por ahí porque nosotros los negros siempre nos estamos quejando. Si nos estamos quejando es por algo. Bueno, ¿tú me puedes regañar pero yo no puedo decir cómo me siento? Y me… ¿sabes con lo que me sale? Me sale con una comparación entre la homofobia y el racismo. ¿Tú crees que vosotros siempre sois los que estáis sufriendo? Yo también he sufrido por ser lesbiana, que no nos dejaban jugar a fútbol, me sale diciendo que no me queje, porque ella también ha sufrido rechazos sociales. Pero ¿qué me estás diciendo? Y bueno yo le dije si tú me estás saliendo con este comentario, los niños no me sorprenden, de verdad, y sabes qué, quédate tu bata y vete, y yo también le dije, mejor, no quiero estar en una escuela llena de racistas pesadas, y me fui llorando. He hablado con mi tutor de la formación, me están buscando otra escuela porque yo no quiero volver allí.
Yo, literalmente, siento decir esto, pero cada vez me dan más ganas de volver a mi país. Cada vez me dan más ganas. No estoy diciendo que en mi país todo esté guau, de color de rosa, pero al menos nadie me mirará como una rara. Al menos te sientes parte de una comunidad.
Te critican por ser negra y por ser blanca también. Mi madre siempre me dice que los blancos me han lavado el cerebro, vuelve a casa, vuelve. Me siento como la gente mestiza, me critican porque dicen que eres menos negra, o que eres menos blanca. Yo no soy blanca, no me identifico como blanca, pero por maneras de pensar, los negros siempre me identifican como blanca, me dicen que soy así, en plan, que el hecho de llegar a Europa me ha quitado todo. Hay chicos negros que al saber que me gustan también las chicas me han dicho qué asco, estás pensando como una blanca. Siempre me han gustado las chicas, desde los diez años. Cuando llegué a Europa me di cuenta, guau, de que es lo normal, no era una loca, no era rara, es lo normal, mis sentimientos eran válidos, no tenía que ocultarlos. También siento que vivir en Europa me da un poco de privilegio. En mi país, si estás depresivo, te llaman tonto o loco, te dicen que algo no va bien en tu cabeza, al menos aquí me puedo sentir depresiva, con ansiedad, sin que nadie me juzgue, y que se me acompañe a lidiar con eso, a trabajar en eso, y puedo salir con quien me da la gana, no me pueden decir que me da asco, bueno, aquí también hay homofobia, pero no se puede comparar con mi país. Me siento agradecida de vivir también en Europa, porque esto me da un poco de privilegio y derecho, y antes estaba quejándome de que quiero irme a mi país, porque estoy sufriendo racismo, pero comparar el racismo que puedo aguantar aquí, o ir a mi país, que me miran como tonta, loca… si me voy a mi país tendré que fingir que no soy esa persona, soy una persona heterosexual, normal, y ya.
Siempre tengo los pensamientos de suicidio, pero nunca lo hago. Antes sí que me hacía daño, pero no para morirme, sino daño para calmar la cabeza, pero ahora no lo hago porque mi piel es tan bonita, no merece eso. Y bueno, nunca me atrevo a matarme, porque tengo miedo, normal. Quiero irme este año a Guinea para renovar rapidísimo mi pasaporte, para que no me pase lo que me ha pasado.
Estoy muy feliz porque ahora mismo estoy muy bien, literalmente, mentalmente y físicamente. No me estoy agobiando porque el año pasado estaba siempre, siempre buscando un trabajo. Tenía los ánimos muy bajos porque necesitaba un trabajo, necesitaba pasta. No tenía pasta, no tenía trabajo.
Cuando estoy angustiada me voy a la playa, siempre me voy a la playa de la Barceloneta, porque me encanta el viento que viene hacia mí, el sonido del agua, me calma, es como… me encanta, me gusta. También me gusta hacer meditación, y el yoga, pero lo que me cuesta son los estiramientos. Siempre los hago en mi cama, así, con la música india. Me encanta la India, me encanta Bollywood. En un futuro me veo viviendo allí. Crecí en Guinea viendo películas de Bollywood. Películas traducidas al francés”.
Personajes:
Fernando
Beatriz
Ashi
Acto único:
Fernando, de 77 años, y su mujer Beatriz, de 75, en el salón de su piso en Barcelona. Comida con Ashi, el joven de pocas palabras que estuvo acogido aquí durante nueve meses. Es una comida de reencuentro: Ashi se emancipó y ahora trabaja en una peluquería.
Fernando y Beatriz se enamoraron hace medio siglo en la India y aún guardan un libro antiguo de recetas indias en la cocina. Ashi es de la India, de la provincia de Punjab: una bonita casualidad. Toca menú indio, claro: garbanzos y pollo al curry. Cocina Fernando. Se conocen los tres, pero no se conocen. Hay nostalgia del tiempo vivido. Hay silencios en la mesa. Hay misterios en la mesa.
Beatriz: El tema de comer indio, al menos para mí es un problema la rinitis, no sé si le pasa a todo el mundo…
Fernando: A mí siempre me faltan vitaminas. He puesto muy poco picante.
Ashi: Bueno, sí…
Beatriz: No hemos puesto pan. Porque contrarresta el picante, eh. Pero Ashi el otro día nos dijo que comía menos picante que cuando llegó…
Ashi: Ahora tampoco como mucho picante… Antes cuando estaba aquí en casa sí que comía picante.
Beatriz: [Hace un gesto con la mano] Cogías guindillas y te las partías así.
Fernando: Hacíamos la pasta con ajo y peperoncino.
Beatriz: ¿Qué has hecho con la peluquería hoy?
Ashi: He cortado el pelo.
Beatriz: ¿Pero has cerrado ahora para venir a comer?
[Ashi asiente sin decir nada].
Beatriz: El jefe de la peluquería es indio.
Ashi: Sí, es indio.
Beatriz: Pues es raro, ¿no? Porque normalmente son pakistaníes.
[Silencio].
Beatriz: Tú cuándo ibas al peluquero, cuando vivías aquí, que venías con looks diferentes… ¿eran pakistaníes o indios?
Ashi: Eran pakistaníes.
Beatriz: Por el Raval, ¿no?
Ashi: Sí, por el Raval.
Fernando: En Barcelona hay diez pakistaníes por cada indio, ¿no? Como mínimo.
Beatriz: ¿Queréis más garbanzos? ¿Ashi?
Ashi: No, ya está bien.
Beatriz: Luego hay pollo.
[Silencio].
Fernando: Hacíamos dos horas de clase de lengua. Le costaba bastante ¡Era un gandul!
Beatriz: Habéis puesto pollo al curry, pues yo encuentro que con el curry… y mira que allí no son de alcohol pero… apetece el vino.
Ashi: [Sin ánimo de corregir, animado por aportar algo a la conversación] Ahí toman yogur, Bea, yogur.
Beatriz: Es verdad, que tú tomabas yogur. Para compensar el picante.
Fernando: Pollo, ¿eh? Con el arroz, hombre.
Beatriz: Bueno, nos ponemos arroz, ¿no? Para comer el pollo. ¿Queréis o no?
Fernando: Todo el mundo quiere.
[Mastican].
Beatriz: Hoy estás comiendo más, ¿eh? El último día comiste poquito.
Fernando: ¿Está bueno? Le he puesto poca sal.
Beatriz: Para mí está perfecto.
[Silencio. Recuerdan los primeros días de convivencia].
Ashi: El primer día aquí, cuando entré con Bàrbara, no sabía nada de nada. Es que cuando estaba en el centro no hablaba muy bien español.
Fernando: No hablabas nada.
Ashi: En el centro hacíamos clases. En aquella época no hablaba con las personas de fuera.
Fernando: ¿Eran marroquíes?
Ashi: La mayoría, y cuando vine aquí con Bárbara yo no hablaba nada.
Fernando: Ni palabra.
[Ashi y Fernando ríen].
Ashi: Y después de ahí bien.
Beatriz: ¿Cómo nos viste? ¿Qué impresión te causamos? Porque esto nunca lo hemos hablado.
Fernando: Yo era un poco viejo, ¿no?
[Repiqueteo de cubiertos].
Ashi: Es que yo echaba de menos a mi familia. Necesitaba salir del centro. Había muchos chicos, había dos plantas, primera y segunda. En cada planta yo creo que había 20 chicos. Cuando entraba en el centro tampoco… Si alguien entra de Marruecos tiene sus paisanos y todo eso. Yo hablaba inglés y ahí tampoco… ellos no hablaban. Fue un poco duro. Punt de Referència contactó con el centro, y el centro quería que participara en el proyecto.
Beatriz: ¿Qué expectativas tenías? ¿Te habías hecho una idea de cómo seríamos?
Ashi: No, yo imaginaba qué cosas hacía con mi familia…
Fernando: [Juguetón] Esperabas una familia parecida a la tuya, ¿no? Pues no, mira…
Beatriz: [Ríe] Somos de la edad de tus abuelos.
Ashi: [No quiere responder a eso] Me acuerdo de las clases sobre todo.
[Todos ríen porque antes Fernando le dijo que era vago].
Ashi: Las clases, la cocina, los viajes…
Beatriz: El último día que nos vimos recordabas el viaje que hicimos al delta del Ebro.
Ashi: Sí, a mí me gustó mucho. Es como zona de agricultura, como en nuestra tierra, el Punjab, todo plano, mucho arroz…
Beatriz: Allí vas rodeado de campos.
Ashi: Aprendí a nadar también.
Beatriz: Al principio el mar te daba un poco de miedo.
[Ashi murmura, reniega: sí que le da miedo el mar, aunque ya lo había visto en Bombay, ciudad india costera]
Fernando: Y fuimos a la nieve.
Ashi: [Esta vez con entusiasmo] Nieve, nieve, sí.
Fernando: Bajando con el trineo…
[Ashi ríe].
Beatriz: Te tengo que encontrar el vídeo.
Ashi: Yo creo que seguramente lo tengo. Claro, para nosotros la nieve es algo…
Beatriz: Bueno, tampoco en Cataluña es que tengamos mucha, fue un año que había nieve en el Pallars…
[Ashi busca fotos en el móvil, se encuentra con otras]
Ashi: Esta es de cuando fuimos a Francia. Esta es de cuando fuimos al delta del Ebro.
Beatriz: A ver.
Fernando: Mira, mira, el vídeo de cuando ya nadaba bien.
[Pausa, los platos siguen en la mesa, parece que han acabado de comer].
Beatriz: ¿Te gustaba lo que estudiabas cuando estabas aquí? ¿Qué expectativas tenías?
Ashi: Hacía informática, luego un módulo de chapa y pintura. Pero con el tema del NIE tenía que dejar de estudiar. Porque para renovar el NIE necesitaba contrato de trabajo. Tengo el NIE de dos años. Este año creo que puedo pedir de cinco años.
[Suena el móvil de Fernando. Lo coge y se aleja].
Ashi: De momento trabajo. Ahora es difícil estudiar y…
Beatriz: Ahora te estás sacando el carnet de conducir.
Ashi: Esta mañana he hecho clase. Y mañana también voy. Es difícil.
Beatriz: La teórica te la sacaste. La teórica es la más difícil. Bueno, de cuando nos examinamos nosotros a ahora ha cambiado mucho. Ahora te preguntan muchas más cosas, es más complicado.
Ashi: [Sin ánimo de contradecir aunque lo haga] Es más difícil la parte práctica, aquí hay muchas rotondas, líneas continuas, discontinuas…
Beatriz: Y en la India…
Ashi: En la India… [se ríe, no dice nada más, como si no supiera por dónde empezar].
Beatriz: ¿Queréis un poco más de curry o no?
Fernando: [Vuelve con el móvil en la oreja, se despide] Perfecto, que vaya bien, buen fin de semana. [Cuelga]
Beatriz: No cambiamos platos para el postre, lo siento.
[Hablan de cuando Ashi se fue de casa].
Ashi: Al principio me fui a un piso compartido, éramos tres chicos. Con Moha… [Moha el youtuber, Moha el rapero, Moha el repartidor].
Fernando: No durante mucho tiempo…
Ashi: Moha tenía una novia y… ahora no tengo ni idea de lo que hace. Ahora vivo con una familia y tengo contrato fijo.
Beatriz: ¿Vives con una pareja india?
Ashi: Sí.
Fernando: ¿Y estás contento con el trabajo?
Ashi: [Convencido] Sí.
Fernando: Además ahora conoces gente.
Beatriz: Al principio no salías, los domingos te quedabas todo el día en casa.
Ashi: Durmiendo…
[Todos ríen].
Fernando: Dormías como una marmota.
Ashi: Venía de la escuela, comía y dormía. A veces hasta la noche, hasta la hora de cenar.
Beatriz: Te levantabas muy pronto, también hay que decirlo.
Fernando: Durante las semanas se levantaba pronto. Aprovechaba el domingo para pegarse diez horas… o doce.
[Hablan de fútbol, del Barça, de las capitales del mundo que Fernando enseñaba a Ashi… hasta que vuelven al principio. Al momento en que Ashi llegó a España].
Ashi: Fue muy duro. Hay una historia de eso.
Beatriz: [Llega de la cocina al salón] No sé si os gustan los nísperos, los yogures…
Fernando: Estábamos aquí con una historia de Ashi.
Ashi: Es una historia larga… La explicaré otro día… No conocía a nadie. Fue duro. Mi padre tenía amigos que me trajeron… Tenía 17 años…
[Lo dejaron solo en Barcelona].
Fernando: No tenías ni un mapa, ni un plano ni nada.
Ashi: Mis paisanos me llevaron a la Policía.
Fernando: Te dejaron en el Raval, ¿no?
Ashi: [Silencio, luego habla] Pregunté en una tienda y me llevaron a la comisaría en Plaza España. Y de ahí al centro. Tenía tutor. El centro estaba bien, pero no me podía comunicar…
[Ashi no quiere hablar más del tema].
Beatriz: Te quiero hacer una pregunta. Si no quieres, no contestes. A ver. Ahora, con el tiempo que ha pasado, ¿en qué piensas que te sirvió estar aquí para la vida que estás haciendo ahora? ¿Me has entendido?
Ashi: [No lo ha entendido] Sí, un poco, sí.
Beatriz: Si tu estancia aquí con nosotros…
Fernando: …el tiempo que estuviste aquí…
Beatriz: … te ha servido para afrontar la nueva situación, para trabajar, relacionarte con la gente…
Ashi: [Con aplomo ahora que lo entiende bien] Sí, sí, sí. Es lo que decía antes, que en el centro ni hablaba con nadie, solo con el tutor. Y además, el idioma. Aquí aprendí muchas cosas.
[Silencio].
Fernando: Nos reíamos mucho con First Dates.
Ashi: [Ríe, se mea de risa, Fernando tiene razón] Sí, sí.
Beatriz: Lo mirabais vosotros, porque yo paso.
Fernando: Oye, yo también paso. Pero nos reíamos. Es todo tan preparado… Pero mucha tele tampoco veíamos. Él con sus maquinitas. Con sus móviles. Porque tenías más de uno. Tenías dos, ¿no?
Ashi: [Sin ánimo de contradecir aunque lo haga] Solo usaba un móvil. Otro número sí, puede ser.
[Es el móvil que usaba para hablar con su madre, y hablan de su madre, de si estaba preocupada por él…]
Ashi: Al principio un poco sí. Pero cuando le enviaba fotos y hacíamos videollamadas, desde ahí ya…
Fernando: Ya vieron que no éramos el demonio.
Beatriz: Porque además, por lo que tú has contado, quizá tus padres tenían una expectativa distinta de cuando tú llegaras aquí, pensaban que tendrías otra situación. Quizá se encontraron con esa situación que les preocupó, los dejó preocupados.
Fernando: Por lo que sabemos… Es una zona oscura que nunca ha llegado a explicar bien, y es su derecho total. Los padres tenían la expectativa de que él llegara aquí e iba a tener trabajo. Os habían prometido que teníais las cosas muy fáciles. Fáciles, sí. O sea, que para la familia pues fue un palo.
Beatriz: Cuando llegaste al centro y después tuviste que hablar con tus padres, o alguien tuvo que hablar con tus padres, tú pediste que les explicaran lo que te había pasado. Al principio no lo explicaste tú a tus padres…
Ashi: No, no, yo no… Por eso digo que…
Beatriz: Para no preocuparles o para no…
[Silencio].
Las vidas de Moha, Musa, Kayla y Ashi se pueden contar de tantas maneras. Desde el rap o la poesía; desde el periodismo narrativo, con un reportaje que describa su día a día; desde el ensayo o la crítica contra el sistema —incluso contra ellos mismos—; desde dentro de sus cabezas a través la escritura automática; desde el teatro, con una dosis de humor, absurdo o nostalgia.
Hay que preguntarse, entonces, por qué alguien ha decidido que esas vidas adolescentes deben contarse desde el odio.
Son dos potencias nucleares, y por eso el mundo no quiere una guerra entre ellas. Pero el mundo, enfrascado en la narrativa sobre su rivalidad histórica, no acaba de entender que la India y Pakistán también son perfectamente conscientes de lo que supondría una guerra. Nadie —o casi nadie— quiere esta guerra. Es una guerra muy improbable, pero no imposible. Y esa pequeña rendija abierta tiene una explicación más compleja de lo que parece.
El problema va mucho más allá del odio atávico, de la caricatura de rivalidad en la que insisten una y otra vez los medios de comunicación: hay unas dinámicas políticas y sociales, enraizadas en la partición del subcontinente —en una descolonización nefasta— y alimentadas hasta hoy por el chovinismo, que empujan a ambos países al enfrentamiento, incluso cuando no lo quieren.
En medio está Cachemira, una región himaláyica, de mayoría islámica, dividida entre la India, que posee algo más de la mitad del territorio, Pakistán, que administra aproximadamente un tercio, y China, aliado de Pakistán, que controla un 10%.
Vamos a tomar como caso de estudio lo que ha sucedido en las últimas semanas en el Sur de Asia. Nos servirá, también, para deconstruir algunas ideas preconcebidas sobre Cachemira, la India y Pakistán.
El 22 de abril hubo un atentado terrorista contra turistas en la Cachemira bajo control indio. Hombres armados con fusiles de asalto dispararon contra un grupo que visitaba el valle de Baisaran, cerca de la localidad de Pahalgam. Entre los fallecidos había 25 personas de nacionalidad india y una nepalí.
El simbolismo de este terrible ataque fue obvio, por varios motivos. Iba dirigido contra la población del resto de la India que visita la zona, contra la idea de indianizar Cachemira que ha puesto en marcha el primer ministro indio, Narendra Modi. Un Modi que también había insuflado vida al turismo en esta zona privilegiada del mundo, con la esperanza de que todo eso tapara un conflicto latente cuyas raíces siguen ahí. De una tacada, el atentado golpeaba estos dos pilares de la estrategia india en Cachemira.
El ataque fue reivindicado por un grupo prácticamente desconocido, Resistencia cachemir, que unos días después negó su autoría. La India, convencida en todo caso de que el responsable del ataque, se ponga el disfraz que se ponga, es Laskhar-e-Toiba —el grupo terrorista que protagonizó los atentados de Bombay en 2008—, señaló enseguida a Pakistán. La India siempre acusa al país vecino de dar apoyo, de forma directa o velada, a los ataques de grupos islamistas en su territorio. Unos grupos que, en efecto, Pakistán —tan a menudo controlado por el Ejército— ha alimentado hasta que han supuesto una amenaza no ya para su archienemigo, sino para el propio Estado pakistaní.
¿Pero son comunes estos atentados en Cachemira? En absoluto. Pese a su fama de conflictiva, los atentados no se suceden una y otra vez en Cachemira, y menos aún contra civiles: son mucho más habituales, por ejemplo, en el noroeste de Pakistán, aunque allí el contexto político sea otro. El último gran ataque en Cachemira tuvo lugar en 2019 y acabó con la vida de 40 soldados. Fue reivindicado por Jaish-e-Mohamed, otro grupo con base en Pakistán. La India respondió entonces con ataques aéreos en la provincia de Khyber Pakthunkhwa (frontera con Afganistán), y Pakistán hizo lo propio en la Cachemira administrada por la India. Ahora estamos en una situación similar.
Como represalia por el ataque de Pahalgam —y aunque Pakistán niega cualquier tipo de implicación—, la India, de forma similar a 2019, lanzó ataques aéreos en al menos nueve puntos del territorio pakistaní. Su Ministerio de Defensa aseguró que iban dirigidos contra bases terroristas. El Ejército pakistaní dijo que más de 20 personas murieron y decenas resultaron heridas; también aseguró haber derribado varios aviones de combate indios.
El ataque indio no fue una sorpresa: todo el mundo lo esperaba.
¿Pero ha sido una respuesta como la de 2019? No exactamente. La India atacó puntos de la Cachemira bajo control pakistaní, pero también de Punjab, el corazón de Pakistán y su provincia más poblada. Ha ido un paso más allá que en 2019. Pakistán ya ha prometido una respuesta: la habrá. Las declaraciones públicas de ambos lados son altisonantes. En la India tenemos a Modi, un nacionalista hindú del que se espera más agresividad contra Pakistán que sus antecesores. Del otro tenemos a un Gobierno débil bajo un férreo control militar y un líder de la oposición encarcelado, la exestrella de cricket Imran Khan. Parece un escenario idóneo para que todo salte por los aires. Ambas partes saben que enfrentarse al enemigo les da rédito político ante su electorado, ante su país. Pero también saben que no pueden permitirse una guerra abierta. Para Pakistán, el país más débil, es un riesgo casi existencial. Para la India, que tiene aspiraciones globales, es una distracción. Eso dice la lógica. Aunque sabemos que la lógica no siempre se impone.
No estaba previsto que la partición del subcontinente, en 1947, fuera así. Pero la descolonización británica —como pasó en Palestina— sirvió para dibujar líneas religiosas donde no las había. Fue uno de los mayores movimientos de población del siglo XX, preñado de muerte y de historia. Se creó un Estado de mayoría abrumadoramente islámica, Pakistán, con un ala occidental y un ala oriental —que años después pasaría a ser Bangladesh— separadas por más de 2.000 kilómetros. En la India habría mayoría hindú, pero también una vocación “secular” que se consagraría en la Constitución. Secular, en la tradición política del Sur de Asia, no se refiere a la laicidad de las instituciones, sino casi a lo contrario: a la profusión de religiones, que deben convivir entre ellas. Pero el sueño de un territorio unido —el sueño de Gandhi, el sueño de tantos otros— se esfumó. Hoy es casi un tabú en el subcontinente, pero en aquel momento era una posibilidad real.
Y ahí entra Cachemira, un territorio predominantemente musulmán pero dirigido en aquel entonces por un marajá (hindú, claro). Para Pakistán, tenía sentido que este territorio perteneciera a su Estado, porque era de mayoría islámica. Para la India, tenía sentido que este territorio perteneciera a su Estado, porque su proyecto era el de un país diverso, y había conexiones culturales históricas con la región. El marajá decidió que Cachemira cayera del lado indio, y hordas pastunes invadieron la región desde Pakistán. Fue la primera guerra entre la India y Pakistán, dos países que nada más conocerse llegaron a las manos.
Después hubo más guerras. Una en 1965, otra vez por Cachemira. Otra en 1971, en la que Pakistán perdió su ala oriental y nació Bangladesh, en buena parte gracias a —o por culpa de, según el punto de vista— la India, que se implicó a fondo para dejar herido a su rival. Cachemira cayó en el olvido, hasta que unas elecciones fraudulentas en la Cachemira india dieron paso a una década de insurgencia —apoyada por Pakistán— y de represión de las fuerzas de seguridad indias, que ocupan el territorio de forma ostentosa. La Cachemira india no es hoy una zona extremadamente violenta comparada con otras de la región, pero sí es una región militarizada y donde la población civil sufre las consecuencias de una rivalidad entre dos potencias nucleares.
¿Y desde cuándo son potencias nucleares? La India consiguió la bomba en 1974 y Pakistán en 1998, año en que la India llevó a cabo otros dos ensayos nucleares. Pese a que la conocida teoría de la disuasión está sirviendo estos días para descartar un conflicto entre ambos países, hay que recordar que en 1999 tuvo lugar la guerra de Kargil. Aunque tuvo menos envergadura que las anteriores, se produjo en un momento en el que ambos países ya podían pulsar el botón rojo.
Es otro escenario posible para 2025: que haya ataques, choques, que incluso empiece una guerra —aunque… ¿qué es una guerra? Ahora ya hay muertos y ataques, de un lado y del otro—, pero que la temperatura no suba tanto como para que se plantee la opción nuclear.
Pero la dimensión de esta violencia es importante.
Es una de las grandes cicatrices del mundo. En su ánimo de dividir comunidades, el colonialismo británico operó en esta parte del mundo como en Palestina o lo que hoy son Sudán y Sudán del Sur. La cicatriz en el Sur de Asia no es Cachemira en sí misma, sino la rivalidad entre la India y Pakistán, dos países empeñados en la diferencia pero con un sustrato cultural común. ¿En qué momento están? Es un contexto importante para hacer cálculos sobre el futuro.
La India —el país más poblado del mundo, con más de 1.400 millones de personas— ya no es la del histórico Partido del Congreso, la formación de la dinastía Gandhi. El arquitecto de la India independiente fue Jawaharlal Nehru, su primer jefe de Gobierno, que está casi en las antípodas de Modi. Pese a sus problemas endémicos —pobreza, violencia política…—, la India funcionó durante décadas desde el punto de vista democrático, o al menos electoral, con la diversidad como guía, un proceso relatado con todo lujo de detalles en India after Gandhi, de Ramachandra Guha, un libro de historia imponente. La India de Modi es otra: es un país en el que se afirma sin ambages la hegemonía hindú, es un país con más orgullo nacional(ista), es un país que se siente fuerte aunque sea, en el fondo, tan débil. Es un país que ya se dice capaz, incluso, de competir con China. Modi, que sobre el papel cuenta con el apoyo de Occidente y singularmente de Estados Unidos, se enfrenta en las próximas semanas a un dilema que marcará su legado. ¿Sucumbirá a la tentación bélica y se convertirá en un fanático hinduista, dando la razón a sus críticos? ¿O tendrá el suficiente temple y moderación para ahorrar a su país y a su Gobierno una guerra innecesaria? Quizá haya caminos intermedios.
Pakistán sigue en caída libre, y eso es lo más peligroso. La democracia ha fracasado en un país donde el Ejército, que antes necesitaba suspender las garantías constitucionales con sucesivos golpes militares, ahora manda con un Gobierno civil más debilitado que nunca. Su apoyo a grupos armados a un lado y otro de la frontera ha demostrado ser una política nefasta. La salida de las tropas internacionales de Afganistán y la vuelta al poder de los talibanes —un grupo pastún, comunidad con gran implantación en el oeste pakistaní— parecían ser un balón de oxígeno, pero la política pakistaní sigue demasiado dominada por un miedo existencial que corre por la espina dorsal de la nación prácticamente desde su nacimiento. En 1971 perdió la mitad de su territorio. Al oeste tiene Afganistán. Al este tiene la India, con la que se disputa Cachemira y de la que depende en aspectos esenciales como el agua y el comercio. Su gran aliado es China. Pese a sus declaraciones públicas, el Gobierno civil tiene claro que debe evitar un enfrentamiento directo con la India. Pero la línea dura —anti-india— del jefe del Ejército y hombre fuerte del país, Asim Munir, hace aún más imprevisible el comportamiento de Pakistán.
La de estos días es una situación recurrente. Se oyen tambores de guerra en el Sur de Asia y la comunidad internacional, eso que llamamos la comunidad internacional —la ONU, las grandes potencias— llama a la calma, como si la India y Pakistán fueran dos niños traviesos. Deberíamos superar esa caricatura para entender lo que está pasando. Los agravios históricos son imborrables, la rivalidad es inevitable. Pero también son innegables su interdependencia y la constatación de que, al contrario que en el pasado, no tienen nada que ganar con otra guerra.
Aunque Occidente y Rusia solo miren de soslayo a Cachemira, la rueda de la historia sigue girando. Dice el cliché que el futuro del mundo —político, económico— está en Asia, sobre todo en China. Pero China ya es presente. La India y Pakistán también lo son. Los tres son imprescindibles para entender el mundo de hoy.
No es fácil reaccionar a algo desconocido. Pasó ayer a partir de las 12.33 hora peninsular. En cinco segundos desapareció el 60% de la generación eléctrica y el sistema se vino abajo. Fue un apagón histórico al que la ciudadanía respondió con madurez psicológica, sobre todo teniendo en cuenta el vacío informativo al que se enfrentó durante horas interminables.
Algunos de los clichés sobre la fragilidad de las sociedades occidentales se confirmaron. Se hizo evidente la dependencia española de la energía eléctrica. El caos, si puede describirse como tal dadas las circunstancias excepcionales, se concentró en los sistemas de transporte terrestres: en la movilidad. La población vulnerable quedó expuesta. Asistimos a la enésima invitación a repensar un modo de vida quizá insostenible. Todo el mundo ya quiere volver de inmediato a la cacareada normalidad, a la hiperconexión, a la vida a toda prisa.
Pero quedó claro que la reacción popular, llena de templanza y solidaridad en un momento extraordinario, estuvo por encima de la política. Porque hay algo más importante que las radios analógicas con pilas —esenciales para mantenerse informado—, las reservas de comida poco perecedera —una buena idea ante cualquier adversidad— o contar con baterías del tipo que sea en casa. Ese algo no es material, sino intangible: el equilibrio entre la serenidad y la tensión. (Algo, por cierto, especialmente loable entre las personas que quedaron atrapadas en los trenes de larga distancia o en ascensores).
La reacción al origen de las emergencias acostumbra a ser un problema en sí mismo. Uno de los peores. El abanico de escenarios caóticos que se abrió ayer es mucho más amplio de lo que se está aceptando socialmente. La posibilidad del abismo estuvo allí, pero se contuvo. Sobre todo teniendo en cuenta que el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, no descartó “ninguna hipótesis” en su primera comparecencia a las seis de la tarde, y no volvió a aparecer hasta las once de la noche. Un campo abonado para la frustración y la desinformación del que no nacieron frutos de histeria colectiva. La escasa presencia de las redes sociales, esta vez obligada, quizá sea, paradójicamente, una de las explicaciones. Corrió por WhatsApp una noticia falsa de la CNN que apuntaba a un ciberataque con origen en Rusia y que incluía unas supuestas declaraciones de Ursula von der Leyen. No era la CNN y no era cierto nada de lo que recogía. Fue el bulo más importante de la jornada. Un bulo peligrosísimo en un día como el de ayer.
Después de la pandemia, mucha gente, muchos libros, muchos medios de comunicación se preguntaron cuáles fueron las lecciones aprendidas. Ayer tuvimos, por fin, una respuesta. La reacción popular no habría sido la misma sin la experiencia de la pandemia. Mucha gente no tenía el kit de supervivencia que aconseja la Comisión Europea, pero sí atesoraba, en el campo y en la ciudad, un kit psicológico de experiencia de emergencias.
“Lo primero que pensé cuando entré por la puerta del bar y me dijeron que el apagón no era en casa ni en el pueblo, sino en toda España y Portugal, fue algo apocalíptico: ‘¿Qué habilidades tenemos cada uno? ¿Tengo en casa todo lo que necesito?’”. El de Beatriz Agulleiro, trabajadora social de 38 años que acaba de mudarse a Santolaya de Cabranes, fue un arco narrativo que partió de un leve nerviosismo para terminar descansando en tranquilidad acompañada.
A medida que pasaban el mediodía y la tarde, Agulleiro repetiría a todo aquel que quisiera escucharla que “fue cuestión de miradas” y de percibir que no dejaba de llegar más gente al bar, a la terraza —que acabaron repletos—, siempre preguntando si alguien necesitaba algo, mientras pedía una cerveza con el gesto, para leer lo que sucedía como un “Fuenteovejuna, todos a una”.
No regresó a casa, no hizo compra ni preparación alguna. Pasó la tarde en la plaza con sus vecinos y vecinas. Terminó el día llorando lágrimas bellas, emocionada. “Estoy convencida de que la cooperación es lo que nos mueve, de que en el fondo siempre hay algo bueno, de que no estamos solos en esta vida”.
Porque durante horas, bajo un cálido sol de primavera, el pueblo arrasó con las existencias de cerveza para evitar que se calentara. Corrió la bebida como en fiesta patronal. Con una excusa formal. Que la hubo y fue real, la planteada por la única persona que no bromeó y acabó por convertirse en responsable involuntario de la tarde de terraceo: Isaac tenía 35 vacas conectadas a ordeñadores automáticos que habían dejado de funcionar. Para evitar la inflamación de las mamas, muy dolorosa, se acercó y explicó que quizá necesitara voluntarios. Y esa fue la convocatoria que oyó cada persona que entraba al bar: “Hay que esperar para saber si Isaac necesita que vayamos todos a ordeñar”.
Se disfrutaron las cervezas y las hipótesis mientras un coche que venía de Villaviciosa, el pueblo más cercano, explicaba que en tal lugar había cobertura y se ofrecía a dar el viaje si alguien necesitaba bajar; otro ofrecía un puerto de recarga para teléfonos y uno más explicaba que tenía pilas de sobra. El alcalde, sentado al final de la barra, tranquilizaba a todos explicando que las averías siempre tienen arreglo y un voluntario de protección civil se sentó junto a él del mismo modo que lo haría a la hora de cualquier vermú de mediodía.
Los niños salieron del comedor, corriendo, y preguntaron: “¿Ha empezado la guerra? ¿Son los rusos?”, sin mostrar demasiada paciencia ante la respuesta. Cuando oyeron el rotundo “NO” emitido entre risas por sus padres, regresaron inmediatamente a sus actividades habituales, correr de una esquina a otra del pueblo. Su única protesta ante el calor fue que Patricia, la dueña del bar, decidió no abrir el congelador para mantener el frío y se quedaron sin helados.
Solo para quien prestara mucha atención fue perceptible que, sin gestos ni nerviosismo alguno, una empleada de la residencia de ancianos que traía a uno de los residentes con ella para tomar un café se acercó a preguntar si —en caso de que fuera necesario— había un generador a mano. “No te preocupes”, dijo un vecino. “Tengo uno, estoy pendiente”.
Sobre la barra del bar, una radio a pilas que un parroquiano se acercaba a la oreja de tanto en tanto. Las preguntas, por turnos, repetitivas: “¿Se sabe algo?” “¿Ya saben qué ha pasado?”. Acaso cierta impaciencia, mutada en decepción a media tarde, una vez Pedro Sánchez dijo que el Gobierno no tenía una explicación para ofrecer.
Cuando varias horas después Isaac pasó por delante de la terraza que había convocado con el gasoil y el generador, una veintena de personas se levantó y le hizo la ola. La fiesta se extendió hasta que cayó la noche, ya con la electricidad y la conexión recuperadas.
El metro cierra sus puertas. Una señora, pertinaz, insiste en la necesidad de llegar a otra parada de la misma línea. “El apagón es nacional”, le advierten los operarios del metro. Se va a buscar un autobús. Como ya se empieza a intuir que esto va para largo, se intenta buscar una solución para un señor con silla de ruedas que estaba dentro de la estación cuando se apagó la luz. Entre unos cuantos lo suben a pulso hasta la calle. Se oyen tímidos aplausos del gentío, reminiscencia lejana de la pandemia.
En una parada de autobús cercana, un hombre parece perder el conocimiento por segundos y se tumba en el banco. La gente se arremolina: no se puede llamar a la ambulancia, las líneas no funcionan. Hay que ir al centro de atención primaria más cercano para que un trabajador sanitario acuda al lugar. Para entonces ya ha llegado el autobús, y el señor, medio recuperado y con la cara blanca como el papel, se sube sin dudarlo. “Si no quiere que lo ayudemos, no podemos hacer nada”, dice el sanitario. La gente alrededor explica que el hombre se había caído y que ya se había mareado en varias ocasiones.
(Cuchichean los vecinos: qué pasa, un ataque a nivel europeo, un ciberataque, Portugal, ¿Alemania? Palabras que no se toman en serio, porque no se sabe nada, y hasta que no se sepa nada es mejor no aventurarse).
Aquí el tráfico no es un caos, sino un extraño trance místico. Todo el mundo quiere llegar, pero todo el mundo cede el paso. Los vehículos fluyen sin la luz de los semáforos. Algunos comercios cierran. “Cerrado por corte de luz. Disculpen las molestias”, se lee en la puerta de un supermercado. En otras tiendas que no pueden bajar las persianas, el personal sale a la luz del sol con aire contemplativo, casi resignado.
En un gran supermercado del barrio se puede pagar con tarjeta; es lo que tienen los generadores propios. En general, la gente busca botes de conservas, cosas para subsistir unos días. Por si acaso. No hay pánico, pero sí un silencio ansioso, solo roto por el hilo musical, que se mantiene intacto. “Ah, ¿hay música? Entonces quizá vuelva pronto la luz”, dice el dependiente con aire inocente. Un deseo que no se cumplirá hasta la noche.
En otro pequeño supermercado no se puede pagar con tarjeta y los vecinos se dejan efectivo. Como no hay luz, los consumidores fotografían el precio del artículo con el móvil y lo muestran en la caja registradora, donde hay que apuntarlos en una libreta y sumarlos.
La posibilidad de reunirse apaga la sensación pandémica. Las terrazas se llenan: hace un día maravilloso.
—¿Tienes luz? —le pregunta un vecino al propietario del bar de la esquina.
—¡Sí, claro! ¡Tengo generador! —responde con ironía.
Cuando acaba el horario lectivo, los parques se llenan. Es el mejor lugar para pasar la tarde. No se descarta ninguna hipótesis en los corrillos. Pero no cunde el pánico.
Cae el sol. La luz avanza como un ejército, calle a calle. A la nuestra aún no ha llegado. Brillan las estrellas y los aviones en el cielo. Algunos vecinos charlan. Otros cierran la puerta.
¿Por qué unas personas merecen compasión y otras indiferencia? ¿Por qué unas reciben ayuda y otras desprecio? ¿Por qué unas se ven amparadas por la ley y otras perjudicadas? Las guerras son una manifestación cruel del doble rasero. La reacción desigual ante el dolor ajeno forma parte de un sistema en el que el asilo, ese instrumento legal que debe proteger a las personas refugiadas, ya no es un derecho, sino un privilegio.
La guerra de Ucrania demostró que es posible dar refugio y asistir a millones de personas sin que los servicios públicos se derrumben y sin que se desaten las alarmas. ¿Por qué no se hizo lo mismo con otros conflictos como Afganistán, donde los países de la OTAN tuvieron tropas desplegadas? ¿Por qué unas víctimas importan menos que otras? El reportero Agus Morales se hizo esas preguntas cubriendo ambos países y se propuso buscar respuestas a través de la reflexión y la crónica periodística. El resultado es este libro que no solo sirve para pensar en el racismo, el supremacismo cultural, la islamofobia, la geopolítica o el clasismo, sino también para tocarlos y sentirlos.
Ocho años después del lanzamiento de No somos refugiados, radiografía global en forma de crónica de las personas sin refugio, llega La hipocresía solidaria, con el mismo espíritu pero señalando al sistema de protección internacional.
Te presentamos el arranque del nuevo libro de Morales, publicado en castellano y catalán por la editorial Folch & Folch. Puedes comprarlo en librerías o, si quieres hacerlo a través de 5W, en nuestra tienda online.
La ayuda humanitaria que va a Ucrania no va a Afganistán. La que va a Afganistán no va a Yemen. La que va a Yemen no va a Sudán del Sur. La que va a Sudán del Sur no va a Nicaragua. La que va a Nicaragua no va a República Centroafricana. La que va a República Centroafricana no va a Sudán. La que va a Sudán no va a Etiopía. La que va a Etiopía no va a Bangladesh. La que va a Bangladesh no va a Mozambique. La que va a Mozambique no va a Somalia. La que va a Somalia no va a Pakistán, La que va a Pakistán no va a Timor Oriental. La que va a Timor Oriental no va a Irak. La que va a Irak no va a Haití.
Siempre hay una crisis desatendida, un escalón por debajo, una discriminación invisible. El sistema de ayuda humanitaria corre el peligro de convertirse en un mercado de la muerte, una plaza donde se decide qué poblaciones deben sostenerse y cuáles deben caer. La atención mediática a los conflictos, que está imbricada en este sistema, funciona de forma similar.
La historia de una joven asesinada por Hamás llena más páginas en los diarios norteamericanos que la destrucción total de un hospital —o incluso un pueblo entero— por parte del Ejército israelí en Gaza. Pero hay desequilibrios incluso más sutiles que plantean preguntas difíciles —y connaturales— al sistema económico y al juego geopolítico. Las miles de personas que abandonaron el enclave de Nagorno Karabaj ante la ofensiva total de Azerbaiyán no tuvieron el mismo eco que los primeros asesinatos en Gaza. La ocupación israelí de los territorios palestinos importa más —incluso en España— que la ocupación marroquí del Sáhara Occidental. La causa palestina es más capaz de generar indignación que la causa rohinyá, una comunidad que para evitar su exterminio huyó de Birmania para refugiarse en Bangladesh. Tanto Birmania como Israel fueron denunciadas por Estados africanos ante la Corte Internacional de Justicia por genocidio, pero solo conocemos el caso israelí.
La cadena es infinita, pero ese no debe ser un argumento para abonarse a la desidia. Es lo que me digo cada día para seguir haciendo lo que hago: para intentar iluminar, aunque sea con una pequeña linterna, esa escalera de innumerables peldaños —desigualdades, discriminaciones— que es el mundo de hoy. Para subirme a los lomos de la trampa relativista del whataboutism —¿y qué pasa con esto otro?— y aplastarla con una descripción exhaustiva de las condiciones materiales que permiten la reproducción del mal. Hay que hacerlo sin miedo a las contradicciones, porque la mirada a otras guerras, a otros colectivos o a otras opresiones no solo no resta fuerza a las denuncias concretas, sino que contribuye a relacionarlas, a ordenar las emociones y las ideas, a representar mejor este mundo fragmentado.
Solo si se describen bien los problemas se pueden buscar soluciones.
*
Este libro expone el agravio comparativo para superarlo. Se fija en la guerra de Ucrania y la vuelta de los talibanes al poder en Afganistán, territorios invadidos por Rusia y por Estados Unidos en los que millones necesitaron y necesitan auxilio. Ya tenemos la suficiente perspectiva para constatar que Occidente ha salido al rescate de la población ucraniana y ha abandonado a la afgana. El reto era explicar ese doble rasero de forma clínica, desmenuzándolo paso a paso, pero sobre todo narrándolo. Que la solidaridad se palpe, se huela, incluso se saboree. Que la indignación se sienta, se trague y luego se escupa. Para equilibrar razón y pasión he experimentado con una nueva forma: a cada crónica —de las fronteras, de hospitales, de medios de transporte— le sigue, a modo de coda, un ensayo con título en cursiva que profundiza en los temas que la acción sugiere: que juega a mostrar, literalmente, lo que hay detrás de las palabras de la crónica. Es la cara B de mis coberturas periodísticas: lo que pienso cuando vuelvo, en este caso, de Ucrania o de Afganistán, y pocas veces comparto, al menos con ese nivel de elaboración.
Ha llegado el momento de llegar hasta el fondo.
*
—Soy del este de Ucrania. Tengo experiencia de la primera guerra, de 2014. Mi hijo se vio afectado, tenía problemas de salud mental, no recibía toda la ayuda que necesitaba… Ojalá estuviera aquí para hablar contigo.
Larissa Chernyshora, de 65 años, ha huido de la guerra y se ha refugiado en una guardería de Kropivinitski, en el centro de Ucrania, que acoge a decenas de personas. Es septiembre de 2022. Enfundada en una sudadera y con un pañuelo al cuello y el pelo corto, Larissa tiene ganas de hablar y contarme su historia y la de su hijo, pero en ese momento él no está en la guardería. Ambos son de Severodonetsk, en la provincia de Lugansk (parte del Donbás), y han llegado hace poco. Le digo lo que se suele decir: que me gustaría volver a verla algún día y conocer a su hijo.
Más de un año después, cumplo con mi palabra. Llego a Kropivinitski y pregunto por ella. Sigue en la misma guardería. La misma Larissa con su mismo pelo corto, pero rejuvenecida: luce con elegancia un vestido verde a cuadros, lleva zapatitos, maquillaje, un anillo. La confianza se ha dibujado en su rostro. Tupidas alfombras con hojas estampadas cubren el suelo de la sala de juegos en la que charlamos. La habitación, amplia, está repleta de macetas con flores, una televisión, muñecas en las estanterías, cortinas, sillas, mariposas de papel colgando del techo. Como el ambiente es relajado y ya nos conocemos, me atrevo a preguntarle para romper el hielo si no soy un poco pesado pidiéndole una entrevista otra vez.
—Es importante que compartamos nuestra historia —dice sin dejar de sonreír—. Con esta conversación, comparto con el mundo mis sentimientos, por eso es importante para mí.
Ahora que está relajada, lo puede contar todo mucho mejor. Su hijo, un ingeniero que hasta aquel momento no había tenido ningún problema de salud mental, se vio muy afectado psicológicamente con la guerra del Donbás en 2014, y había recibido tratamiento y medicación. Poco a poco había ido mejorando, pero la invasión rusa de 2022 era algo para lo que nadie estaba preparado. Y menos aún él.
—Recuerdo que fui a trabajar y nada más llegar mi jefe me dijo: “Kiev ha sido atacada”. Luego oímos explosiones en la ciudad. Todo retumbaba. Y me preocupé enseguida por mi hijo, sabía que sufriría con eso. ¿Cómo va a reaccionar? Me dijeron que podía irme, cogí mis cosas, no había electricidad, al principio no había mucha información, no nos lo podíamos creer, los móviles dejaron de funcionar porque no teníamos batería, y nos quedamos desconectados del mundo.
Se refugiaron en el pasillo de su piso, estuvieron dos semanas sin salir. Lograron huir y llegar a Dnipro, más al oeste. Y al final se asentaron en Kropivinitski. Pero el trayecto fue duro para su hijo Nikita, de 36 años.
—Reaccionó mal a las explosiones. Veía rifles, tenía miedo a ser asesinado, tenía miedo a las armas. Para ir a Dnipro pasamos por muchos puestos de seguridad. Cuando nos parábamos en uno y veía al Ejército, se echaba a temblar, no se podía mover, no podía ni contestar a los soldados, y yo les tenía que explicar la situación. Ahora está mucho mejor. Antes no comía ni quería salir. Por la noche gritaba y tenía que reconfortarlo.
Cayó otra vez al abismo Nikita. El estrés postraumático se sumaba a sus problemas de salud mental. Pero recibió de nuevo ayuda y ahora se siente mejor.
—Habla más, se comunica mejor, socializa más… Ya no tiene tanto miedo, incluso maneja mejor la situación cuando hay alarmas antiaéreas. Su reacción a las explosiones es más adecuada que antes. A veces hay drones que nos sobrevuelan, que suenan como motos, y cuando los oye, reacciona mejor.
Larissa recita el nombre de diferentes organizaciones que pasan o han pasado por este refugio: Acted, el Comité Internacional de la Cruz Roja, la ucraniana Right to Protection, Médicos Sin Fronteras, otras organizaciones locales y nacionales… Se siente arropada y se acuerda, sobre todo, de una psicóloga que en Dnipro le dio consejos para que, en pleno desplazamiento, en plena huida, la salud de Nikita mejorara.
—Estamos en el foco de atención humanitaria. Hay muchos psicólogos. El apoyo de las organizaciones humanitarias nos ayuda a gestionar el estrés, cada día hay cosas que hacer. Hacemos hasta arte terapéutico. Llegamos aquí con ganas de gritar a todo el mundo nuestro dolor: hemos perdido nuestro destino, nuestro futuro, nuestra casa, nuestra ciudad. Ahora intentamos seguir viviendo, mirar adelante, mirar lo que pasa alrededor. Estamos agradecidos por el apoyo de las organizaciones internacionales. Gracias a esa ayuda, siento que no estoy sola en el mundo.
Me gustaría que ninguna de las víctimas de la violencia en el mundo se sintiera sola. Por eso escribo este libro.
Agus Morales (El Prat de Llobregat, 1983) es escritor y director de 5W. Ganó el Premio Ortega y Gasset en 2019 y el Premio de Periodismo en español sobre África Saliou Traoré en 2022. Es autor de No somos refugiados, libro recomendado por el Festival Gabo 2017 que se tradujo al inglés, catalán, italiano y polaco. También ha publicado una crónica sobre la pandemia, Cuando todo se derrumba (2021), y la novela Ya no somos amigos (2022). Fue corresponsal para la Agencia Efe en la India y en Pakistán y trabajó tres años para Médicos Sin Fronteras dando vueltas por África y Oriente Medio. Es licenciado en Periodismo y doctor en Lengua y Literatura —con una tesis sobre Rabindranath Tagore— por la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), donde actualmente colabora como profesor asociado. En 2015 fundó 5W. Siempre navegando entre la literatura y el periodismo, ha escrito sobre la vuelta de los talibanes al poder en Afganistán, el éxodo ucraniano, la cultura india y la experiencia refugiada. Ha colaborado con medios como The New York Times, The Washington Post y la revista Gatopardo, así como con TV3, RNE, Catalunya Ràdio, Rac-1, La Sexta y la Cadena SER. Formó parte de los equipos que ganaron el Premio Montserrat Roig de Periodismo Social en 2020 y el Premio Montserrat Roig en 2023 a la promoción de la investigación en el ámbito de los derechos sociales y la acción social.
Son retratos duros, pero que no se recrean en el dolor. Muestran el universo interior de personas que fueron despojadas de la libertad, pero no las victimizan. Samuel Nacar (Barcelona, 1982) fotografió, entre la esperanza y la melancolía, a quienes salían de las prisiones: sombras condenadas al olvido que regresaban a la luz. Su trabajo fotográfico acaba de recibir el World Press Photo en la categoría de Historias de la región geográfica Asia Occidental, Central y del Sur.
Las imágenes premiadas forman parte de una cobertura tras la caída del régimen de Bashar al Asad que Nacar hizo junto al periodista Agus Morales, y que se publicó en 5W con la colaboración y el apoyo en las traducciones de Alaa al Khatib. Las sombras ya tienen nombre es el título de la crónica de larga distancia en la que contaron la vieja y la nueva vida de los presos sirios.
Nacar y Morales se embarcaron en una detallada investigación que incluyó entrevistas con nueve supervivientes a las cárceles —todos ellos pasaron por los centros de detención de los servicios de inteligencia y seis de ellos estuvieron en la cárcel militar de Sednaya; dos de ellos lucharon con la oposición armada, dos desertaron del Ejército del régimen, el resto se declararon civiles—; entrevistas con expertos de Amnistía Internacional (AI) que llevan años investigando el tema e informes de organizaciones internacionales como la misma AI o Naciones Unidas; datos y fuentes de entidades sirias empeñadas en saber la verdad de lo que ocurría en las cárceles; y visitas tras la caída del régimen a Sednaya y a una de las cárceles de la inteligencia militar, la Sección Palestina, cuyo nombre suena de forma repetida en el relato de los entrevistados como uno de los lugares clave de la represión.
El resultado fue un trabajo, a golpe de imagen y letra, que quiere cincelar un episodio histórico en la memoria colectiva.
“La visión clara del fotógrafo se refleja en los poderosos encuadres y la excepcional secuencia, que transita sin esfuerzo por diferentes escalas: desde primeros planos íntimos de una persona a la vista amplia de una cárcel entera”, destacó el jurado sobre el trabajo de Nacar.
Uno de los encuentros que más recuerda Nacar fue el de Mohamed Khaled Krayem. Mohamed había sobrevivido a las cárceles de Asad de milagro. “Me tocó el hecho de que tuviera una edad tan cercana a la mía y que dijera que ya no tenía futuro, me dolió profundamente. Yo aún siento que me queda toda la vida por delante. Que dijera que ahora no podría trabajar, ni casarse… El daño que le habían hecho las torturas lo había dejado sin energía”.
La morgue del hospital de Al Mujtahid fue uno de los lugares más delicados en los que Nacar puso su cámara. Allí llegaron decenas de cadáveres procedentes de Sednaya y otras cárceles tras la caída del régimen. “Llamé a Anna Surinyach, la editora gráfica de 5W, y le dije que no sabía cómo hacer esa foto, que no sabía si quería hacerla… Pero era necesaria para contar aquel momento. Intenté subir la cámara para no sacar las caras de los fallecidos. Por la tarde volvimos y entré de nuevo, ya más consciente de lo que significaba esa foto si se tomaba bien”.
El trabajo fotográfico de Nacar se centró en fotografiar a las personas que acababan de ganar la libertad, pero también los lugares en los que sufrieron el cautiverio. Puso su ojo en el caos documental que había en la Sección Palestina, donde los funcionarios del régimen dejaron atrás un edificio lleno de documentos. Fotografió los pasillos de la infame prisión de Sednaya pero también utilizó un dron para conseguir una vista aérea de su arquitectura en forma de aspa. Hizo un trabajo completo para contar la historia.
“Hace diez años empecé mi carrera periodística cubriendo el éxodo sirio en la isla de Lesbos. Por eso quería cubrir la caída del régimen. Fue una forma de cerrar el círculo”, dice Nacar. “No ha sido fácil trabajar como periodista freelance todos estos años, pero ahora me alegro de haber seguido luchando, de haber aguantado, a menudo de forma precaria, o combinando colaboraciones periodísticas con el pluriempleo”.
“Me sorprendió lo próximo y natural, casi tierno, que era Samu en aquellas circunstancias”, dice Morales, que también es director de 5W. “Me parece que eso se refleja en las imágenes, donde muchos de los presos recién liberados se relajan y permiten que la visión de Nacar vaya más allá de lo obvio”.
El especial La libreta siria reúne este trabajo de larga distancia y otras crónicas y tras la caída de Asad. Esta cobertura fue posible gracias al apoyo de las más de 3.800 personas suscritas a 5W. Aunque no disponemos de grandes recursos económicos, los empleamos en cubrir aquellos procesos en los que creemos que podemos ofrecer un trabajo de calidad que marque la diferencia. En algunas ocasiones, a nuestro equipo se suman profesionales freelance, como Nacar, porque creemos que su visión contribuye a presentar un trabajo más valioso.
En muchas ocasiones renunciamos a una cobertura pegada a la velocidad del ciclo informativo para centrarnos en historias que permiten comprender mejor la realidad del país al que viajamos. En el caso del cambio de régimen en Siria, decidimos que los supervivientes de las cárceles aportaban testimonios muy representativos sobre la época que tocaba a su fin. Trabajamos de forma muy intensa en la historia de las cárceles sirias, pero no pudimos publicarla hasta más de un mes después de la caída del régimen, cuando ya no había tanta atención informativa.
El World Press Photo premia así un trabajo fotográfico, el de Nacar, que cumple con algunas de las funciones clásicas del fotoperiodismo: la construcción de la memoria colectiva a partir de la experiencia de quienes se convierten en protagonistas, muchas veces involuntarios, de la historia.
Samuel Nacar (1992, Barcelona) es un fotógrafo y cineasta documental centrado en migraciones, conflicto social y despoblación. Sus proyectos exploran dos aspectos clave del proceso migratorio: el impacto en las comunidades que quedan atrás tras la emigración y las rutas del desplazamiento como espacios de resistencia, con énfasis en la falta de vías seguras y las dificultades que enfrentan quienes están en tránsito. Su trabajo está profundamente arraigado en la región mediterránea, explorando sus transformaciones sociales, económicas y medioambientales.
Ha trabajado como colaborador freelance para Ruido Photo y la revista 5W, entre otros. Comenzó su carrera como periodista independiente en 2015 en Lesbos. Desde entonces, ha pasado más de una década documentando el sistema fronterizo europeo y las violaciones de derechos humanos en todo el continente.
Su trabajo ha sido reconocido con varios premios, entre ellos la Beca Joana Biarnés por Cartas a Mariví, un proyecto sobre la desindustrialización en España y el declive de las ciudades periféricas. Actualmente trabaja en el documental Taranta, centrado en la desindustrialización y la despoblación de la ciudad de Linares, en Jaén, y en Avant la pluie, sobre la ruta migratoria atlántica y que no se centra en las personas migrantes, sino en las que dejan atrás.
Varias semanas después del encuentro entre Trump y Zelenski en Washington, aún retumba en las paredes del Despacho Oval una misteriosa frase del presidente de Estados Unidos: “Putin pasó por un infierno conmigo”.
¿Qué significa eso?
Algo sí sabemos: lo que más interesa a Trump es el dinero. En los últimos cuarenta años ese objetivo —simple, hosco, pueril— ha ido dejando su rastro entreverado, pero no invisible. Un reguero de pistas que llevan a la URSS primero, y a Rusia después. Un camino que conduce a un pensamiento que produce temblores.
Los primeros indicios llegan en 1984, en plena Guerra Fría, cuando David Bogatin, un miembro muy importante de la mafia rusa, le compró al neoyorquino cinco lujosísimos apartamentos en la Torre Trump, en su ciudad. Dos años después, Yuri Dubinin, el embajador soviético en Estados Unidos, visitó a Trump allí mismo, le agasajó diciéndole que su edificio era “fabuloso” y le propuso construir uno igualito en Moscú.
El 4 de julio de 1987 —Día de la Independencia de Estados Unidos— viajó por primera vez a la capital soviética con su esposa Ivana, con la que se había casado diez años atrás, procedente de la todavía entonces República Socialista de Checoslovaquia. En Moscú conocen a gente muy poderosa, con muchísimo dinero, según palabras del propio Trump.
De vuelta a Estados Unidos, llega una extraña sorpresa: el empresario publica una carta abierta el 2 de septiembre a toda página en The Washington Post, The New York Times y The Boston Globe criticando a Ronald Reagan y reclamando una política exterior contraria a Europa y a la OTAN. Un posicionamiento que debieron celebrar en el Kremlin por todo lo alto.
¿Qué significa eso?
En aquellos años, Trump fue un atento testigo del poder duradero de las redes de dinero negro creadas en los años finales del régimen comunista.
A su vez, en los años 80 el KGB estaba muy interesado en reclutar a activos —colaboradores o informantes— estadounidenses, y Trump —un tipo narcisista, bastante descontrolado, solo interesado en hacer caja y en las mujeres— encajaba muy bien en el perfil que buscaban.
De hecho, un miembro del KGB definió al neoyorquino como un tipo cuyas características más importantes eran su “bajo intelecto unido a una vanidad hiperinflada”. Una combinación que “lo convertía en un sueño para un reclutador experimentado”. Así lo afirma el periodista Craig Unger, autor de House of Trump, House of Putin: The Untold Story of Donald Trump and the Russian Mafia (Transworld, 2018).
Después está el ancestral chantaje, el kompromat, una práctica habitual del KGB, los servicios secretos soviéticos. Se trata de acumular información comprometedora sobre una persona para utilizarla en función de tus intereses.
Y están las blancas noches moscovitas, las fiestas salvajes. El general Kalugin, antiguo jefe de contraespionaje del KGB y jefe de Vladimir Putin cuando era joven, le contó a Unger que no le sorprendería que los rusos tuvieran material comprometedor sobre las actividades de Trump en Moscú. Y en palabras de James Nixey, máximo experto en Rusia y Eurasia en el Centro de Estudios Chatham House de Londres: “Toda persona con relevancia comercial o política que haya estado en Rusia tiene un dosier”.
¿Qué significa eso?
A principios de los 90, los amigos rusos de Trump le hicieron un servicio impagable, de esos que te salvan el pellejo. Fue cuando Trump acumuló una deuda de 4.000 millones de dólares tras la quiebra de sus negocios del juego en Atlantic City. Fueron casinos como el Taj Mahal, entonces el más grande del mundo —inaugurado el 2 de abril de 1990 con Michael Jackson como estrella invitada—, que le llevaron a la bancarrota. El agujero era tan grande que no pudo conseguir un préstamo bancario en Occidente. Hasta que entró a su rescate Bayrock, una empresa inmobiliaria encabezada por Felix Sater, vinculado a grupos de delincuencia organizada rusos y estadounidenses.
Con el tiempo, Trump volvió a ser multimillonario. Vendió más de un millar de pisos, apartamentos y hoteles por todo el mundo. No lo tuvo especialmente difícil. Según explica el periodista David Cay Johnston en su libro Cómo se hizo Trump (Capitán Swing, 2018), ganador de un Premio Pulitzer, Trump fue uno de los pocos empresarios inmobiliarios que se las ingenió para vender pisos de lujo a compradores anónimos: una formidable lavadora planetaria de dinero negro que vale su peso en oro.
Sumergidos en ese tipo de negocios, los Trump empezaron a bañarse en una fuente infinita de dólares y rublos. Lo reconoció el propio hijo de Trump en una conferencia del sector inmobiliario en 2008: los rusos representaban una parte desproporcionada de sus ventas. “Vemos que entra mucho dinero de Rusia”, confesó.
Quizá por ese motivo no sea tan extraño que durante la campaña que llevó a Trump a la presidencia, en 2016, estallara el escándalo conocido como Russiagate, una filtración de correos internos del Partido Demócrata impulsada por Rusia que perjudicó las posibilidades de la rival de Trump, Hillary Clinton.
Incluso James Clapper, director de Inteligencia Nacional durante la Administración Obama, sugirió en 2017 que Trump era un presidente que prácticamente estaba “en guerra” con sus agencias de inteligencia y seguridad, con sus propios servicios secretos.