A vista de satélite, una masacre tiene el aspecto de bultos, sombras oscuras y manchas rojas. Una imagen más digerible que la de hombres tratando de huir y siendo perseguidos y ametrallados a sangre fría. O que la de los cuerpos desmadejados y ensangrentados, en el suelo o en sus camas, de los pacientes del Hospital Saudí, cuyos cadáveres se ven en los vídeos que las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF, por sus siglas en inglés) han difundido, autoincriminándose. O que la imagen de mujeres y niñas violadas… 

Quizá la del satélite es la distancia también a la que hay que mirar el horror en Sudán para que las emociones no nublen el juicio al analizar los “crímenes de guerra” y potencialmente de “lesa humanidad”, que Naciones Unidas advierte que se han cometido (y se siguen cometiendo) en Darfur, una región clave del oeste sudanés. Dos años y medio después de empezar la guerra civil en Sudán, las RSF han tomado El Fasher, la última capital de la región que quedaba en poder del Ejército sudanés, al mando de Abdel Fatah al Burhan, que sigue controlando la capital, Jartum, y buena parte del este sudanés. Son los dos bandos en una guerra en la que han muerto al menos 150.000 personas.

Esta imágen satelital tomada por Airbus DS muestra parte del barrio de Daraja Oula, de El Fasher, capital de Darfur del Norte. 17 de octubre de 2025. Airbus DS / AP

El Fasher ha caído como cayeron antes Geneina (donde, entre abril y junio de 2023, las RSF y milicias aliadas mataron a entre 10.000 y 15.000 personas) o Nyala: bajo fuego, saqueos y persecuciones selectivas. Las víctimas, en su mayoría de comunidades masalit, fur y zaghawa (no árabes), fueron atacadas por su origen étnico, según la ONU y organizaciones de derechos humanos que hablan ya de “patrones que evocan los del genocidio de 2003”. En grabaciones verificadas por grupos de derechos humanos, se ve a combatientes de las RSF disparando a prisioneros, rematando supervivientes, arrastrando cuerpos por las calles y grabándose a sí mismos humillando a los muertos, como relatan algunos de los que han escapado, a los que no se les permitió enterrarlos. 

Solo en el Hospital Saudí 460 pacientes y sus acompañantes fueron asesinados, según la Organización Mundial de la Salud. “Una atrocidad que desafía la comprensión”, según el máximo responsable del organismo, Tedros Adhanom Ghebreyesus. Desde que tomaron el control de la ciudad, las RSF han matado al menos a 1.500 personas, según la Red de Médicos Sudaneses. Otras organizaciones hablan ya de miles, en la que consideran una de las peores masacres de estos dos años y medio de guerra.

Una guerra en la que se ha derramado tanta sangre, que se puede ver desde el espacio.

Con la captura de El Fasher, las RSF de Mohamed Hamdan Dagalo, conocido como Hemedti, se hacen con algo más que un símbolo. Entre 2003 y 2005, Darfur fue escenario de uno de los primeros genocidios del siglo XXI. El conflicto comenzó como una lucha por el acceso a la tierra entre pastores africanos y nómadas árabes propietarios de ganado. El entonces presidente, Omar al Bashir, depuesto en 2019 tras más de 30 años en el poder, se apoyó en las milicias árabes Janjaweed para sofocar una rebelión de grupos no árabes que denunciaban la marginación de su región por parte de Jartum. Los Janjaweed arrasaron pueblos, violaron mujeres, envenenaron pozos y asesinaron a unas 300.000 personas. La Corte Penal Internacional (CPI) emitió órdenes de arresto contra Bashir y varios comandantes por genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. Pero la justicia nunca llegó. Tampoco acabó el conflicto.

En los años siguientes se firmaron acuerdos de paz que no acabaron con los enfrentamientos. En 2013 el régimen de Al Bashir reorganizó estas milicias en un cuerpo paramilitar formal: las Fuerzas de Acción Rápida (RSF). Esto otorgó a los Janjaweed un nuevo nombre, uniformes y reconocimiento legal, y dio a sus líderes cobertura política para mantener sus intereses económicos y preservar su estructura paramilitar y su impunidad. Muchos de los hombres que ahora comandan las brigadas de las RSF en Darfur se curtieron en aquellas campañas de limpieza étnica. Y las prácticas que han usado en El Fasher en los últimos días —humillación pública de las víctimas, arrasar vecindarios enteros y atacar objetivos guiados por razones étnicas— recuerdan a las usadas en la década de 2000.  

Dos décadas después, la historia se repite. Las RSF, herederas directas de aquellos escuadrones de la muerte, actúan ahora con mayor impunidad y mejor armamento. El Fasher es la prueba de que el conflicto de Darfur nunca terminó; solo cambió de uniforme, coinciden los analistas. La memoria del horror.

Oro, armas y mercenarios rusos

La guerra que comenzó en abril de 2023, en su lectura más simple, es una lucha por el poder entre el Ejército regular, dirigido por Burhan, y las RSF de Hemedti, cuando el país trataba de transitar hacia una democracia y topó con los intereses opuestos de dos generales, amigos de conveniencia hasta ese momento. Pero la realidad tiene ramificaciones que llegan hasta el Golfo y Rusia y raíces más profundas, que la conectan con el genocidio cometido en Darfur a principios de la década de 2000. Los actores externos desempeñan un papel fundamental que explica por qué la caída de El Fasher y el control de Darfur son fundamentales en este conflicto, no solo como victoria militar.

Controlar esta zona es esencial desde el punto de vista estratégico y económico. Consolida el control del grupo sobre las minas de oro y las redes comerciales informales que se han convertido en fuentes de financiación de la guerra. Darfur proporciona a las RSF una puerta de entrada estratégica a las fronteras con Chad y Libia, asegurando así el mantenimiento de rutas de contrabando para esos recursos, y especialmente del oro, pero también para recibir armas y combustible. Quien controle Darfur domina el tráfico ilegal y puede mantener el comercio con sus aliados extranjeros.

En los últimos diez años las RSF han construido una red financiera gracias al oro que extraen, trafican y venden en mercados del Golfo. Las exportaciones de oro ya se habían convertido en el sustento económico de Sudán tras la separación e independencia en 2011 de Sudán del Sur, donde se hallan los recursos petrolíferos. Antes de empezar la guerra, el oro aportaba al Gobierno 2.080 millones de euros anuales y representaba más del 60 por ciento de todas sus exportaciones. Ya entonces el Ejército y las RSF competían por los recursos. La lucha por el control de los yacimientos de oro fue uno de los detonantes del conflicto.

Ese mercado negro paga mercenarios y armas, y sirve para comprar apoyos. El metal precioso extraído de esa tierra quemada y ensangrentada de El Fasher que se ve desde el espacio viaja hasta Dubai, donde se refina y revende legalmente. Analistas e investigaciones de distintos medios en los últimos años han vinculado a intermediarios en Emiratos Árabes Unidos (EAU) con el comercio de oro sudanés, aunque Abu Dhabi niega financiar a las milicias. Sin embargo, el control de los canales comerciales y la necesidad de oro en el Golfo convierten a Emiratos en actor clave, aunque no el único. Perder el control de Darfur supondría para las RSF la pérdida no solo de su motor económico y de financiación, sino también de su capacidad de negociación en un eventual proceso de paz.

Un trabajador de la mina de oro de Wad Bushara, en el estado sudanés de Gadarif. Mohamed Nureldin Abdallah / Reuters / ContactoPhoto

Tras la caída de El Fasher, los motores diplomáticos se han acelerado en El Cairo, donde en los últimos días se han producido conversaciones para intentar lograr una tregua de tres meses. Las RSF han intentado desligarse de las acusaciones de crímenes arrestando a Abu Lulu, también conocido como brigadier general Al Fateh Abdullah Idrisuna, al que se vincula (en parte gracias a las imágenes que él mismo ha compartido en redes sociales asegurando haber matado al menos a 2.000 personas y haber perdido la cuenta) a ejecuciones de civiles en masa, entre otros crímenes.

“El problema no es solo el enfrentamiento entre el Ejército y las RSF, sino la creciente injerencia externa que sabotea las posibilidades de alcanzar un alto el fuego y una solución política”, señaló durante una visita a Malasia el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, que instó a las potencias extranjeras a no interferir.

Informes de inteligencia occidentales señalan vínculos entre contratistas rusos y redes de abastecimiento de armas en Sudán, aunque Moscú niega tener tropas operativas en el país. Rusia negocia desde hace años una base naval en el mar Rojo y mantiene vínculos con empresas mineras en Sudán. El Kremlin habría facilitado suministros y asesoramiento tanto al Ejército como a las RSF, según convenga a sus intereses, a través de redes asociadas a antiguos contratistas militares.

Mientras, el Ejército resiste en el este, con el apoyo de Egipto, que busca la estabilidad y contrarrestar la amenaza que, según Burhan, supondrían los Hermanos Musulmanes si pierde el control del país. Otros, como Arabia Saudí o China, buscan la riqueza agrícola que garantice su seguridad alimentaria y, si bien el último se muestra más neutral, el primero ha respaldado a Burhan.

Ikram Abdelhameed junto a su familia en el campo para personas desplazadas de Tawila, en Darfur del Norte. 27 de octubre de 2025. Mohammed Jamal / Reuters / ContactoPhoto

Sobre el terreno, la geopolítica se ensaña con las vidas de los sudaneses. Más de 10 millones de desplazados internos en dos años y medio de guerra, según la Agencia de la ONU para los Refugiados, la mitad de ellos de Darfur, donde durante meses las organizaciones humanitarias advirtieron de que el asedio podría desencadenar una catástrofe. Hoy, las carreteras que conducen a los campamentos están bloqueadas; los convoyes de ayuda son saqueados o distribuidos según las divisiones tribales; los hospitales están en ruinas, y se acaba de declarar la hambruna.

El Fasher simboliza el fracaso colectivo, donde convergen las raíces del genocidio, la codicia por el oro, la impunidad internacional y el derrumbe del sueño democrático que nació en 2019. 

En una estación meteorológica de un desierto que antes era mar, Amankeldi Allashov tiene un manual con 65 tipos de nubes, sus nombres y lo que significa su aparición.

—Ahora mismo la temperatura terrestre es de 1 grado centígrado. La temperatura del aire es de -3. Las nubes están a una altura de entre 600 y 800 metros y no son de las que causan lluvias. Así que no va a llover, tranquilos.

El atlas de las nubes que sujeta Amankeldi está plagado de símbolos. Estas son las nubes que están asociadas a los relámpagos, dice entusiasmado. Estas a la lluvia, se encuentran a más de mil metros de altura, detalla. Estas a las pequeñas precipitaciones —y deja el manual sobre la mesa.

Estamos en un antiguo puesto militar soviético reconvertido en la estación meteorológica de Aktumsik. La torre de comunicaciones, oxidada, tiene cien metros de altura. Los equipos modernos de medición, conectados a placas solares, se mezclan con los artilugios antiguos, que siguen allí por si los más sofisticados fallan. La humedad, en caso de emergencia o avería, se cifra en una caja con pequeños listones de madera colocada en el patio: la tecnología en su interior consiste en un termómetro y un vasito. Un poste con aspas se encarga de registrar la velocidad del viento.

En este puesto de avanzada apartado del mundanal ruido vive Amankeldi, porque es importante que reporte a las autoridades de Uzbekistán cuáles son las condiciones climatológicas —más allá de las nubes, su auténtica obsesión— en el mar de Aral, que ya no es mar debido a una de las grandes catástrofes medioambientales del último siglo. Su desaparición tiene causas bien identificadas —la construcción de canales de irrigación para el algodón y el arroz durante la era soviética—, pero el relato que hacen científicas, meteorólogos, vecinas, agricultores y pescadores está impregnado de magia. Una magia que parece contagiosa, porque ante la hecatombe ecológica, como rosas en el desierto, florecen personas, instituciones y colectivos que intentan revertir lo irreversible, o al menos camuflarlo. 

Alquimia verde: ya casi no hay mar, ahora hay que salvar lo que queda… y crear lo que se pueda. 

Amankeldi Allashov es uno de los encargado de informar sobre las condiciones climatológicas en el ecosistema de Aral. Si la tecnología punta falla, hay otros métodos más antiguos y eficaces. Bruna Cases

Flanqueado aún por el manual de nubes, Amankeldi coge la radio, pulsa el botón lateral del transistor —made in USA, dice el dorso, aunque la mayoría de cachivaches en la mesa son de la era soviética— y da a la central los datos del clima en las últimas tres horas.

—OK, copiado.

Amankeldi y su compañero Sharapat Abdikemalov no tienen otra forma de comunicación con el mundo. Aquí no hay señal telefónica; mucho menos cobertura de internet. Su única forma de saber lo que pasa fuera —entre la estación meteorológica y la civilización hay kilómetros y kilómetros y kilómetros de tierra yerma— es un televisor desvencijado en el que no pueden ver la Premier o la Liga, se queja Amankeldi, pero al menos sí la Bundesliga.

—Empecé a trabajar en 2019 en esta estación meteorológica. Hacemos cambio de turno cada tres meses.

La casa tiene su cocina, sus habitaciones, su calefacción que trabaja a pleno rendimiento. En el salón-dormitorio hay catres con edredones, una mesa baja con restos de comida —pan, ensalada, paté de salmón—, otra mesa cerca de la cama con un reproductor de DVD. Fiel a un gorro azul que no se quita en el interior de la casa, Amankeldi —labios carnosos, grandullón, soñador de nubes— conserva una extraña inocencia en el rostro.

—Trabajo con mi compañero, uno por la noche y el otro por el día, medimos el viento, la humedad, la temperatura…

—¿Y cómo está el tiempo? — La pregunta es obligada en una estación meteorológica. 

—El tiempo está cambiando. Antes era todo más verde, había más humedad, más hierba, más lluvia, más plantas.

Habla del pasado más inmediato: hace unos años. Pero todo empezó hace más de medio siglo. El mar de Aral ya prácticamente no existe; lo ha reemplazado en buena parte el desierto de Aralkum. Él nunca pudo ver el mar en su esplendor. 

—El mar de Aral tiene una profundidad media de 25 metros. Y cada año pierde un metro de profundidad.

—O sea, que puede que no le queden más de 25 años.

—Sí, claro. Y puede que le queden menos.

Junto a su manual hay un teclado blanco roído, una calculadora, un reloj, un móvil que no sirve para enviar mensajes, porque aquí no hay cobertura. Una regla, manuales de humedades, de presiones atmosféricas. Cuelga de la pared un póster con aves que supuestamente siguen por aquí, aunque no se ve ni una en varios kilómetros a la redonda. Y por todos lados: papeles y papeles y papeles con números y números y números que, como un conjuro, luchan por detener la desaparición del agua, o al menos por comprender sus mecanismos y hacer que aparezca otra forma de vida. 

Estación metereológica de Aktumsik. Desde este antiguo puesto militar soviético se informa sobre el clima en el ecosistema de Aral. Bruna Cases

La desaparición del agua

Tierra yerma que se llena de chamanes. Gente extraña que intenta resucitar un mar sin agua. Kilómetros de tierra cubiertos de conchas que recuerdan que aquí hubo vida acuática: kilómetros de chocolate crujiente con almendras. Más kilómetros de suelo cuarteado, con o sin capas de hielo, según la estación; hierbajos casi rojos, amarillos, con la punta de las hojas mirando al cielo. Enormes puzles de roca, altiplanos que antes eran alfombras verdes con antílopes y donde ahora reina el silencio más absoluto, sin animales ni interrupciones; casi el espacio exterior, Marte, la nada. 

En la década de 1960, el mar de Aral era el cuarto lago más grande del mundo. Ubicado en pleno desierto de Asia Central, entre las llanuras de Uzbekistán, Kazajistán y Turkmenistán, su caudal se alimentaba gracias a dos poderosos ríos, los más importantes de la región: el Amu Daria y el Sir Daria. Tenía una extensión de algo más de 68.000 kilómetros cuadrados, aproximadamente la superficie sumada de la Comunidad Valenciana y Aragón. Pero las repúblicas soviéticas centroasiáticas, pese a formar parte de la URSS, eran la periferia, el patio trasero de Moscú, que emprendió bajo Nikita Kruschev y desarrolló bajo Leonid Bréznev una mastodóntica política de irrigación del campo para conseguir sobre todo algodón, en menor medida arroz y de forma indirecta energía. 

Los cambios físicos en el mar de Aral no se dejaron ver hasta la década de 1960, pero fueron tan bruscos que sorprendieron a todo el mundo. La proliferación de canales de irrigación alrededor de ambos ríos secó el mar. Era como si el ecosistema se hubiera roto de repente. A finales de la década de 1980, el mar ya se había partido en dos: el norte, que se quedó en Kazajistán; y el sur, limitado a la región uzbeka de Karakalpakistán. En la década de 2000, otra vez, se dividió en este y oeste. El mar del este ya no existe, y el del oeste está cerca de la desaparición. En total, los pequeños mares de Aral no pasan ahora de 5.000 kilómetros cuadrados: una superficie menor a la de Castellón. El mar de Aral ha perdido el 90% de su extensión. En el norte kazajo, con la construcción de presas, aún se puede incluso pescar. Pero el sur uzbeko parece difícil de recuperar.

Evolución de la superficie del mar de Aral desde la década de 1960. Visualización propia a partir de imágenes de la NASA

Todo este proceso tuvo lugar en un espacio geopolítico sensible. Tras el derrumbamiento de la URSS, en Uzbekistán se instaló en el poder Islom Karímov, cuyo régimen duró hasta su muerte, en 2016. Tomó el testigo el actual presidente, Shavkat Mirziyoyev, que intentó hacer algunos equilibrios. Inició una tímida serie de reformas, pero no desmanteló del todo el régimen autocrático de Karímov. Tampoco instauró un nuevo sistema político. Sigue habiendo poco pluralismo político y dependencia de Rusia, pero hay más libertades que antes. El Gobierno de Mirziyoyev sabe que uno de los pocos motivos por los que el mundo mira a Uzbekistán, además del gas y la influencia rusa, es la evolución del ecosistema de Aral. Tiene planes para pintar de verde con arbustos este desierto. La pregunta es hasta qué punto eso sirve para algo.

Nostalgia de lo no vivido

Para la gente joven que vive cerca de este desierto, las historias de puertos y pescadores parecen ciencia ficción, cuando no un invento de los mayores. Pero mucha gente que aguanta en esta tierra recuerda los días de abundancia. 

—Aquí había agua —dice Asein Qulpybaev señalando la carretera.

Lleva una chaqueta marrón. Mira a todo el mundo con respeto y cautela. Tiene ganas de hablar, pero lo hace como pidiendo permiso. Asein tiene 73 años y ojos de niño que aún quieren sorprenderse. Vivía antes en un puerto y ahora en un desierto. Lo conocemos a la altura de Tokmak, en lo que antes era la ribera occidental del mar, y viajamos en coche con él unos kilómetros más hacia el norte, hasta Uchsay, su pueblo natal. Por el camino entra en una especie de trance, de viaje al pasado, a través del cual intenta reconstruir con gestos el puerto y el mar. La desesperación anida en sus palabras. Como si intentara convencernos de que no está loco. 

—Para hacer el trayecto que estamos haciendo ahora, para ir de un pueblo a otro… ¡antes se tenía que ir en barca! 

Llegamos a Uchsay, una tierra polvorienta y mustia plagada de columnas de diminutos árboles del desierto. Son los aquí famosos saxaules: arbustos sin sed ni mayor belleza plantados para “reverdecer” el desierto. 

—Mira, esto era el puerto. Los barcos llegaban desde Kazajistán, eran muy grandes. Algunos se llamaban “Kiev”, tenían ese tipo de nombres. Era un puerto real.

Latas, bolsas de plástico, un tendido eléctrico, nada. 

 —Había 30 metros de profundidad aquí. Lo sé porque la gente se veía pequeña ahí abajo. Había una bahía para transportar mercancías. Había almacenes. 

Con 15 años, Asein trabajaba en este terreno hoy conquistado por excrementos, cañas, botellas de plástico, saxaules, un bidón azul. Con la desaparición del agua, tuvo que buscarse la vida y logró un empleo como conductor para una fábrica de conservas. 

Asein Qulpybaev vivía aquí en la década de 1960, cuando esto era un puerto del mar de Aral cercano a la ciudad de Moynaq. Bruna Cases

—Aquí los barcos traían harina, agua, azúcar… —dice Asein con nostalgia. 

—¿En qué momento te diste cuenta de que el mar se secaba?

—En 1962 me fui a cumplir el servicio militar a las afueras de Moscú. Cuando volví, en 1964, ¡ya no había agua! O sea, se veía el agua pero más alejada, los barcos ya no podían navegar ni atracar aquí —dice Asein, y se da la vuelta—. Mira, yo estudiaba ahí arriba, en la colina. Había una escuela. Pues cuando volví, la habían bajado ya aquí. 

Porque iban buscando el agua, porque pensaban que el agua no podía correr tanto. Pero el agua se fue y nunca volvió. Tampoco los barcos ni los pescadores. 

—Me acuerdo de que aquí salaban el pescado para luego venderlo… ¡Mis hijos no se creen que aquí hubiera agua! Que aquí había un mar. Me dicen que es mentira. Nadie se cree que desapareciera tan rápido. 

Asein se queda pensativo. La línea naranja del atardecer se va desdibujando y fundiendo con el negro de la noche. 

—Perdón por cómo voy vestido. Vengo de trabajar.

***

A unos pocos kilómetros se halla la emblemática ciudad de Moynaq, donde estaba el principal puerto de la zona, más grande que el de Uchsay, donde Asein nació. Es el lugar de las fotografías que ha visto medio mundo. El símbolo de la tragedia. Barcos encallados en la arena. Luz difusa que sale de los adentros del desierto. Un pesquero pintado de azul, negro y rojo. Otros barcos oxidados, sin nada que ofrecer. Pintadas y grafitis, arena y arbustos. 

Barcos varados en Moynaq, ciudad antaño portuaria del noroeste uzbeko que, con el retroceso del mar de Aral, ahora está rodeada de desierto. Bruna Cases

Unas escaleras llevan desde allí al Museo de Historia Regional y del Mar de Aral, que ofrece una explicación histórica y científica sobre lo inexplicable. Tiene una exposición permanente que incluye una máquina de escribir soviética roja y blanca, y pinturas de artistas uzbekos que dan su visión sobre el mar de Aral: algunos usan el azul en los cuadros recordando el mar o imaginándose que vuelve.

***

En Moynaq vive Almaz Tobashev, que sabe más de historia que el museo, o al menos tiene más gracia a la hora de explicarlo. Hay que respetar sus 85 años, porque ha tenido tiempo para ver todo el proceso. Con su gorro azul bordado y su camisa azul a cuadros, su perilla tan perfilada que parece postiza y pegada al mentón, sus ojos pequeños casi desapareciendo como el mar de Aral, no da espacio para el diálogo: lo quiere contar todo. Se presenta y empieza a largar. Sentado en el salón de su casa, saca carnets de la URSS, de comités varios, certificados, documentación antigua, fotos, una entrevista que le hicieron en una revista uzbeka. 

—He pasado toda mi vida en el mar de Aral. Mi padre era pescador y yo también lo fui durante cuatro décadas. Fui mecánico, luego jefe de máquinas, hasta que me convertí en capitán. Los rusos no sabían cómo iba el motor del barco, yo tenía 16 años y me dijeron que lo hiciera funcionar. Así fue como me quedé. Hablo un poco de ruso. 

Recuerda una competición de tiro de la URSS a la que le invitaron en Ucrania, pero se queja de que la ganó y nunca le dieron la medalla. Le puede la nostalgia. Le puede el humor.

—Cuando pescaba, en un mes pasábamos por casa solo una vez. Estábamos siempre sucios, eso sí. Cuando iba a pescar me llevaba muchos libros y durante el mes me los leía todos: ficción rusa, karakalpaka, kazaja, lo que fuera. A veces leía solo fragmentos y decía: “Vale, ya sé de qué va el libro”, y lo dejaba y no leía más.

Siguió pescando durante décadas. Más allá de lo razonable. 

Almaz Tobashev, de 85 años, dice que fue el último pescador del mar de Aral en dejar de intentar pescar. Bruna Cases

—Antes en el mar de Aral había más de 300 pesqueros, varias fábricas de procesamiento de pescado y 12 cooperativas que trabajaban en el sector. El género salía en tren desde Kazajistán. Seguí pescando durante mucho tiempo, cada vez menos; había tanta sal que los peces ya no podían sobrevivir. 

—¿Cuándo te diste cuenta de que ya no era posible pescar absolutamente nada? 

—En 1998 aún pensábamos que era posible pescar, porque había lenguados, pero empezaron a salirle gusanos al pescado. Ahí ya nos dimos cuenta. Yo quizá fui el último pescador del mar de Aral en abandonar. 

Es algo tan difícil de comprobar como de refutar, porque ¿quién fue el último que pescó algo, por ridículo que fuera, y lo vendió? Lo que está claro es que Almaz, terco, aguantó hasta que pudo. Cuando se acabó el negocio del mar, él se pasó a la ganadería, y otros compañeros a la agricultura. Pero rehúye del catastrofismo. No le gusta que publiquen reportajes cataclísmicos sobre su tierra. 

—Me enfado cuando me preguntan por qué no me he ido. Si fuera tan terrible, no nos habríamos desarrollado. Tenemos muchas oportunidades. Yo tengo salud. ¿Cómo es posible? —Y gasta una broma en el momento más inesperado—. Porque antes había muy buen pescado. ¡Creo que mi cuerpo aún lo está usando! 

Un torrente de palabras. El optimismo de Almaz es irracional. Como todo lo que envuelve a este mar cuya desaparición se ha explicado una y otra vez científicamente, pero que resulta tan difícil de asimilar por su brusquedad.

—Estoy seguro de que el mar de Aral volverá. Es imposible que todo ese agua se evaporara, creo que sigue debajo. En 30-40 años volverá el mar… Ahora tenemos agua potable, tenemos los saxaules, tenemos buenas condiciones…

Se quita el gorro. Dice que en sus mejores tiempos podía estar tres minutos bajo el agua aguantando la respiración. Dice que su primer barco se llamaba “22ª reunión del Partido Comunista” y el siguiente se llamó “Volga”. Vendió el barco como chatarra. 

Le pregunto por los responsables. No se explaya. Pero hay algo que le duele. 

—La URSS nombraba aquí a los productores de algodón como héroes del trabajo. Nunca eran pescadores. 

Le gusta ganar, pero demasiadas veces le tocó perder.  

El último negocio marino

No quedan lenguados en el mar de Aral, pero sí quistes de artemia (un género de pequeños crustáceos). En la parte uzbeka es una de las pocas actividades económicas ligadas al mar que quedan. Estos huevos latentes resisten condiciones extremas de calor y sequía. Acostumbran a habitar aguas salinas. Donde otros mueren ellos viven: así evitan ser devorados por otras especies. Pero el ser humano siempre está ahí, atento, para aprovechar su oportunidad. Los huevos de artemia de Uzbekistán tienen una gran demanda en países en la órbita centroasiática, como China, donde se usan para la acuicultura de gambas y otras especies. 

—Por un saco de 35 kilos te pueden dar hasta 95 dólares, dependiendo de la calidad —dice Alí Dawletov, pescador de huevos de artemia de 20 años—. Aunque también hay que limpiarlo, separarlo de la suciedad y la arena… Eso se hace en la fábrica de procesamiento, lo hace otra gente.

Alí y su compañero Arislanbay Komekbaev, de 30 años, se ponen chaquetas de un chillón naranja en una tienda de campaña clavada en medio de la playa. Se preparan para meterse en el agua y atrapar casi el último negocio, además del gas, que se puede sacar del vientre de esta parte del mundo. A unos centenares de metros está la menguante orilla del mar de Aral. 

—Antes el mar alimentaba a la gente. Pero incluso ahora, cuando la gente dice que está muriendo, nos sigue alimentando con la artemia —dice Arislanbay.

Ya no queda pescado en el mar de Aral. Solo se pueden recoger los pequeños huevos de artemia, que se usan para la acuicultura. Arislanbay Komekbaev forma parte de uno de estos equipos de pesca. Bruna Cases

Ahora es la temporada. Entre septiembre y marzo es el momento óptimo para pescar quistes de artemia; el resto del año, Alí y Arislanbay se buscan la vida en otros lugares. Ahora viven en estas tiendas de campaña, donde duermen hacinados y se hacen un té antes de salir a cazar artemia. Tienen aparcadas al lado dos motos cuatro por cuatro para conducir por la playa desértica y arrastrar carretas donde apilar el género. 

—Es una historia triste para todo el mundo —dice Alí, que se pone un mono de pesca con un estampado que parece imitar al bosque—. El mar se está secando. Estoy pisando el fondo seco del mar. No pasó en la antigüedad, pasó hace muy poco tiempo. 

—Es triste, pero no podemos hacer nada —responde su compañero—. Si tuviéramos más pescado cerca de casa, no tendríamos que venir hasta aquí. Mi familia es de pescadores. Mi padre y mi abuelo me hablaban del mar, no de los barquitos de madera que se ven ahora, sino de grandes barcos de acero. Ahora todo eso parece un cuento de hadas. Solo veo el mar encogido. 

Arislanbay lo repite varias veces: “cuento de hadas”. No lo dice, obviamente, en un sentido positivo. Se refiere a ese halo de misterio que detiene la tierra y el agua. Es una catástrofe medioambiental sin paliativos, pero hay en el paisaje una belleza intrigante, un silencio extraño que todo lo invade. 

—El nivel del mar sigue bajando. Cada año que venimos a pescar artemia hay que colocar la tienda más adentro. Hace poco el mar estaba donde estamos ahora. Cada año se retira unos 500 metros. 

Alí, Arislanbay y el resto de compañeros se acaban de vestir, meten sacos y salabardos en el remolque de las motos, oxidadas por la sal y el frío. El sol pelea con las nubes en esta mañana helada en el mar de Aral. Arrancan los vehículos todoterrenos ligeros y se dirigen hacia el mar. Las condiciones son óptimas para la pesca, porque el mar está plácido. Se meten en el agua con un salabardo y atrapan en sus mallas los ansiados quistes de artemia mezclados en la arena. Hay que mirar atentamente para darse cuenta de que el oro está ahí. El único oro que queda. 

Tras la pesca, de vuelta a las tiendas de campaña, una de las motos se avería.

El plan verde

Afueras de Nukuz, la capital de la región uzbeka de Karakalpakistán. Bajo el puente discurre el río Amu Daria, secado por los canales de irrigación. Bruna Cases

En su despacho ocre y casi vacío, Aimbetov Nagmet da la vuelta a un reloj de arena que lleva una inscripción en madera de “Salvemos Aral”. Pero no es arena lo que marca el paso del tiempo, dice. Son huevos secos de artemia. 

—¡Pueden durar más de un siglo!

El exdirector del Instituto de Investigación de Ciencias Naturales de Karakalpakistán —que tiene su sede en la capital regional, Nukus— lo tiene claro: hay muchas cosas que aún valen la pena en el mar de Aral. Dice que el comercio de huevos de artemia, que también se encuentran en otros lugares como Utah, reportaría “miles de millones” si se explotara adecuadamente. También en el barro hay negocio, porque los turistas le han encontrado efectos beneficiosos para su piel. (“Mira lo que ha hecho Israel con el mar Muerto”). 

Ahora que ya no ostenta el cargo, aunque siga en la institución, Nagmet se permite hablar con soltura. Tras hacer algunos comentarios sobre fútbol y fumarse un cigarrillo, expone su frustración por la cobertura mediática del mar de Aral. O lo que queda de él. 

—Nos hemos hecho famosos con el mar de Aral. Es una crisis muy sonora, muy llamativa. Yo dividiría la historia reciente del mar de Aral en tres partes. La primera en la década de 1960, cuando las autoridades soviéticas no hicieron caso a los científicos, que alertaban de que el mar estaba desapareciendo. Por aquel entonces se enviaban hasta cuatro millones de toneladas de algodón al año a la URSS… Eso duró hasta la década de 1980, cuando en plena perestroika Gorbachov dijo que había que arreglar la situación y el mar llegó a ganar unas decenas de kilómetros, pero no fue suficiente. El último intento de salvar algo fue en 2017. Plantamos saxaules en el desierto. Ya hay algunas consecuencias positivas. Hay más verde. Es más probable que llueva. 

Los saxaules están en boca de todo el mundo. Son la piedra filosofal de lo que luego se dio a conocer como Plan Espacio Verde (Yashil Makon), lanzado en noviembre de 2021 por el Gobierno de Uzbekistán y que reúne a varias agencias de Naciones Unidas y otros actores internacionales como el Banco Mundial o el Banco Asiático de Desarrollo. 

Aimbetov Nagmet, exdirector del Instituto de Investigación de Ciencias Naturales de Karakalpakistán, es optimista pese a todo: cree que el ecosistema de Aral tiene futuro. Bruna Cases

Es raro intentar salvar un mar que ya no existe. ¿Maquillaje o preservación del medioambiente? ¿Greenwashing o ecologismo? 

—¿Está perdido el mar? 

—El 10% no está perdido. Esperamos que el mar siga vivo, pero sin agua. Ahora se creará un ecosistema e intentaremos proteger su biodiversidad. En vez de mar de Aral, tendremos el ecosistema de Aral. 

En el mismo gran edificio, anodino, sin adornos, con aroma soviético, trabaja la actual directora del instituto, la profesora Mambetullaeva Svetlana Mirzamuratovna, que dispone de menos tiempo para preguntas porque tiene más labores que atender. Dirige un equipo de 140 personas, 40 de ellas científicas. En su despacho muestra varios libros, entre ellos uno suyo, que explican de forma obsesiva cómo se dio esa desaparición del mar de Aral. 

—Tenemos siete laboratorios científicos. Estamos intentando salvar la biodiversidad. Esperemos que la situación mejore poco a poco. Hemos perdido este mar, pero ganaremos otras cosas. 

Más escueta que su predecesor, la actual directora pone el acento en los “recursos biológicos naturales”, pero también en los económicos. Dibuja, eso sí, el mismo marco mental que su colega: hemos perdido el mar, ahora se trata de salvar lo que queda. 

—Aquí tenemos cuatro tipos de ecosistemas: el altiplano de Ustyurt, el desierto de Aralkum, el bosque y el nuevo lecho marino, que está seco. 

No es un bosque tropical, claro. Habría que pensar si merece el nombre de bosque. Pero sin ese ecosistema no se entiende un proyecto gubernamental que tiene como clave de bóveda los saxaules. Ya se han plantado más de medio millón, y el presidente Mirziyoyev se ha marcado el objetivo a corto plazo de llegar a un millón. 

¿Vale la pena?

Los árboles del desierto

Imágenes de Bruna Cases

Saparov Altbai cree que sí vale la pena. Y es tal su devoción por los saxaules que dan ganas de darle la razón. 

A las afueras de la ciudad de Moynaq, con sus barcos anclados en la arena, está el pequeño pueblo de Aral Awili, donde Altbai alberga su pequeño experimento: un jardín-laboratorio de 104 hectáreas donde se planta lo que se puede plantar en tierra yerma; sobre todo saxaules, pero también otras especies. 

—Al principio teníamos 20 hectáreas. Esto era la nada. Como lo que ves al otro lado de la valla. 

Al otro lado de la alambrada que rodea esta parcela solo hay tierra yerma. En este lado casi todo también es tierra yerma, pero surcada por hileras de las que nacen plantas y arbustos de forma desigual. Sucesión de carteles y sus aún débiles representantes: la en estos momentos pelirroja Ziziphus jujuba; la rosácea y casi verde, más alta, Helianthus tuberosus; Lycium barbarum; más tierra surcada.

—En los cinco años que llevamos trabajando esta tierra hemos plantado más de 30 especies de plantas —dice con orgullo.

Altbai se las conoce todas, porque es director del Centro Internacional de Innovación para la Cuenca del Mar de Aral, que depende del Ministerio de Ecología, y sabe de lo que habla. Es difícil compartir su entusiasmo con un vistazo genérico al paisaje, que es más bien feo. Pero si uno se acerca a los detalles puede entender mejor esa pasión. Conmueve observar cómo plantas y arbustos se alzan con majestuosa fragilidad, pese a hundir sus raíces en una tierra cuarteada. Alquimia verde. 

—Yo soy irrigador, especialista en agua. Hay plantas que solo conocí al llegar aquí. Cada temporada se usa un tipo de semillas. Probamos muchos tipos. La idea es que la gente las plante también en su casa cuando comprobemos qué especies aguantan mejor. 

Un grupo de trabajadores labra la tierra con azadas. El objetivo es plantar el bendito saxaul. Para Altbai, esto es una especie de “guardería”, porque ven cómo los arbustos crecen. Aquí también, como en la estación meteorológica del fin del mundo, cuentan con tecnología para medir la temperatura y la velocidad del tiempo. Plantar algo, lo que sea, sirve para fijar la tierra y que las tormentas de arena no sean devastadoras. También, en la línea del proyecto gubernamental, los saxaules y el resto de especies sirven como el decorado de este nuevo ecosistema. Pero la mayoría de estos pequeños árboles no dan nada. 

Pasamos por una zona con unos albaricoqueros que apenas levantan unos palmos del suelo. 

—Antes no había nada. 

Demiurgia. Chamanismo. Magia. Le digo a Altbai que al principio no lo entendía mucho, que no veía tan claros los resultados, pero que su trabajo, al fin y al cabo, tiene algo de mágico, porque lo tiene todo en contra para intentar que crezca algo. 

—Espero que el esfuerzo que estamos haciendo sea bueno para la naturaleza. Siempre intentamos darle vida. Este sitio estaba vacío, solo había basura, y con los años hemos logrado hacer este jardín. Incluso han aparecido animales que antes no estaban, como zorros o pájaros.

Miro alrededor, pero no veo ni rastro de vida animal.

Contra el victimismo

Hay gente cansada del discurso catastrofista. Gente que ha vivido aquí toda la vida, gente a la que obviamente no le gusta lo que ha pasado, pero que prefiere pasar página. Gente como Bibigul Iliasova, una costurera que rechaza con todas sus fuerzas la nostalgia. 

Bibigul Iliasova vive en un pueblo vecino de Moynaq. Huye del catastrofismo y dice que en los últimos años han crecido las oportunidades laborales. Bruna Cases

Vive en Shege Awili, un pueblo cercano a Moynaq. Afuera hace frío, pero su casa es una caldera: Bibigul tiene la calefacción a tope en casi todas las salas. Gas es de las pocas cosas que pasan por aquí, y el Gobierno es generoso con él. También con otras cosas. 

—La situación es mejor ahora que hace cinco años —dice Bibigul, que a sus 46 años ha encontrado una nueva vida—. El Gobierno nos ayuda con muchas cosas, sobre todo a las mujeres, que somos más vulnerables. Tengo una máquina de coser gracias a un programa de empleo del Gobierno. También le han dado máquinas de coser a muchas otras mujeres. 

El Gobierno ha invertido en mejorar las condiciones de vida de una población que antaño dependía de la pesca. Bibigul insiste en esa idea. Responde suavemente, sin acritud ni euforia, pero defendiendo el presente con uñas y dientes. 

—Antes había más tormentas de arena. Ahora no. Tenemos gas, leña y el medioambiente está mejor. Se han plantado muchos árboles. 

Vive aquí con su familia. Su marido llega cuando la conversación ya está a punto de acabar. Su nieta escucha canciones de Frozen mientras hablamos en el salón entre tazas de té y buñuelos.

—Mucha gente se va en la temporada de verano y ahora viene para ver a su familia. La población es incluso mayor que antes. Cuando me casé había 231 familias en el pueblo. Ahora hay cincuenta más. 

“Cuando me casé había 231 familias en el pueblo. Ahora hay cincuenta más”, dice Bibigul Iliasova, de 46 años, que vive en un pueblo cercano al ecosistema de Aral. Bruna Cases

La extracción de sangre del mar de Aral

—En estos campos plantamos algodón, pero también sésamo, calabaza, pasto…

Sudadera con cremallera. Gorro oscuro. Dientes de oro. Vaqueros con un parche en la rodilla. Iniyat Maximbetov, de 46 años, llega en bicicleta a su campo. No se saca las manos de los bolsillos mientras muestra las parcelas y explica qué hace con sus cultivos. Especialmente con la estrella: el algodón.

—Empezamos plantando algodón en abril, después hay que regarlo con agua dos veces, se surca la tierra y luego se plantan las semillas. En julio limpiamos las plantas y las que han crecido demasiado las cortamos por arriba. La cosecha es entre mediados de septiembre y noviembre. 

El algodón —aún— y los cereales son los principales cultivos del país. Como república soviética, Uzbekistán tenía un modelo de agricultura planificado y colectivizado. Tras su independencia, bajo el régimen de Karímov, el Estado uzbeko siguió controlando este sector. El Gobierno de Mirziyoyev ha adoptado medidas de liberalización en los últimos años, pero el papel del Estado sigue siendo primordial en la agricultura, que supone un 26% del PIB nacional y emplea a un porcentaje similar de la fuerza de trabajo. 

—Tenemos un acuerdo con el Gobierno —confirma Maximbetov—. Cada año tenemos que plantar una cantidad concreta de algodón y dársela al Gobierno, que nos la paga. Lo que te dan de más lo puedes usar para modernizar la maquinaria, comprar fertilizantes…  

En las afueras de Nukus, la capital provincial, se halla esta zona rural de Shortanbay, donde Maximbetov tiene una parcela con 14 hectáreas de algodón, 10 de pasto para los animales y 50 de otros cultivos. El Estado “paga mejor” que los actores privados y se lo lleva casi todo. 

Los canales de drenaje y riego en estos campos de cultivo están conectados al sistema del río Amu Darya. Un río al que el ser humano extrajo casi toda su sangre, hasta que se creó un paisaje desértico.

Como demuestra la historia y bien sabe el mar de Aral, el algodón es un cultivo de gran consumo hídrico. Maximbetov lo admite y dice que cada hectárea de algodón necesita entre 7.000 y 8.000 metros cúbicos de agua durante cada cosecha. Ese sería, en realidad, el consumo más eficiente en cualquier parte del mundo. La parte baja de la horquilla. El pequeño agricultor aclara, eso sí, que por orden del Gobierno desde hace años no planta arroz, porque necesita mucha agua: una cantidad incluso mayor al algodón. Una de sus parcelas, dice, antes era de arroz. 

El pequeño agricultor cruza unos tubos que dan vértigo y que sobrevuelan lo que parece un canal. Está seco.

—Traemos el agua con esta bomba —dice mientras señala una máquina oxidada—. El canal principal está a dos kilómetros. 

Imágenes de Bruna Cases

Este reportaje forma parte del proyecto Primary Arid de RUIDO Photo

El 16 de junio de 2015 Donald Trump bajaba por la escalera eléctrica dorada de su edificio en Nueva York, con la canción “Rockin’ in the free world” de Neil Young de fondo, para anunciar que buscaría la presidencia de Estados Unidos. Sin embargo, la posibilidad real de que Trump se convirtiera en candidato del Partido Republicano empezó a tomar forma tres meses después, tras el debate de precandidatos del 16 de septiembre de 2015.

Durante aquel segundo debate del Partido Republicano rumbo a la elección presidencial de 2016 —el primero se había celebrado semanas atrás, el 6 de agosto—, Trump envió un mensaje contundente que el sitio informativo Vox sintetizó en un titular: “Donald Trump vs. everyone” (Donald Trump contra todos). De pie frente al avión Air Force One, la pieza icónica de la Biblioteca Presidencial Ronald Reagan, y estratégicamente colocado al centro de los once aspirantes a la candidatura, Trump lanzó ataques contra los otros diez y de casi todos recibió respuesta, haciendo que el debate girara en torno a él. Los análisis del día siguiente lo presentaban como “un reto” para el partido y le daban más del 25% de la intención de voto; para diciembre quedaban solo cuatro aspirantes viables y 40% de los votantes republicanos favorecía a Trump.

Mucho se ha escrito sobre lo que permitió que alguien que lanzaba frases como “la gente está cansada de la gente amable” o “el sueño americano está muerto” ganara la candidatura del partido conservador —incluido el rol de los medios tradicionales en el incremento de su popularidad—. Exactamente diez años después, el Partido Republicano ha dejado de tener una identidad propia para convertirse en “el partido de Trump”; el Partido Demócrata carece de liderazgo y propuesta, y el sistema de checks and balances, los contrapesos en el poder que hicieron Estados Unidos un referente de las democracias modernas, se tambalea con cada orden ejecutiva y cada amenaza lanzada desde la Casa Blanca contra jueces y congresistas.

Es posible que en las elecciones de 2028, o incluso en las intermedias de 2026, los votantes estadounidenses muevan la balanza; basta recordar que en la elección presidencial de 2024 la diferencia entre la candidata demócrata (Kamala Harris) y Trump fue de dos millones de votos, y que 90 millones de votantes registrados no fueron a las urnas. En el caso de la Cámara de Representantes, los republicanos ganaron 220 escaños y los demócratas, 215; la diferencia fueron cinco de un total de 435. El problema es que, incluso si la aritmética electoral deja de favorecer a los republicanos —es decir, a Trump—, el daño ya está hecho: hay una capa de deterioro y retroceso en materia de derechos civiles y protección a la diversidad racial, étnica, sexual, de género, religiosa y cultural que será difícil revertir.

Los programas de diversidad, equidad e inclusión (DIE, por sus siglas en inglés), creados para fortalecer la representación de comunidades minoritarias y hoy desaparecidos del ámbito federal —los 350 millones de dólares recortados a los servicios de educación para minorías raciales y étnicas, o la restricción del uso de conceptos como “antirracismo” o “teoría de género”, por mencionar algunos ejemplos— no serán mágicamente restituidos con un cambio de administración. Tampoco ocurrirá con los cambios en Medicaid que han dejado a más de once millones de personas sin cobertura médica, ni con los 30.000 puestos de trabajo eliminados en el Departamento de Atención a Veteranos, ni con los 5.000 millones de dólares recortados a la Fundación Nacional para las Ciencias.

Cada dólar, cada programa, cada beneficio para las personas vulnerables en Estados Unidos ha sido ganado tras décadas de lucha, activismo y cabildeo político, desde el movimiento feminista que dio a las mujeres el derecho al voto y a la maternidad deseada, hasta el movimiento por los derechos civiles que terminó con la segregación y la ciudadanía de segunda. En muchas de estas batallas, un paso atrás representa volver al punto de partida. En el caso de la salud mental y la estabilidad emocional, para las comunidades que en los últimos meses han vivido en zozobra por una posible redada o deportación —aun si estas no ocurren—, los efectos permanecerán ahí por mucho tiempo, con efectos que aún están por verse.

Trump transformó al Partido Republicano en una extensión institucional de su ambición política y personal, y el compás moral del propio partido, precariamente sostenido hasta hace poco por hombres como el senador John McCain, fue cediendo a lo largo de estos diez años hasta convertirse en una caricatura de sus principios fundadores. Esto, sumado a un Partido Demócrata incapaz de atender los problemas de la gente a pie calle y de construir alternativas para la población más joven —sus votantes naturales—, han hecho de Estados Unidos una parodia de sí mismo. En septiembre de 2015 Donald Trump se lanzó contra todos; diez años después, sigue ganando.

Campos de personas desplazadas como palimpsestos, como pergaminos de tierra donde leer una guerra que dicen que ya se ha acabado, como heridas que el tiempo nuevo debe curar. 

En las afueras de Raqqa, ciudad siria que durante la guerra llegó a ser la capital de facto de Estado Islámico, esos campos acogen, todavía hoy, a gente que ha huido de diferentes partes del país. En cada sector las comunidades vienen de un lugar diferente: Deir ez Zor, también conquistado en su momento por Estado Islámico; la más lejana Alepo, uno de los símbolos de la guerra y del enfrentamiento atroz entre el régimen de Bashar al Asad y los grupos opositores armados; Hama y Homs, lugares donde el levantamiento contra la dictadura se vivió al principio con ilusión y luego fueron arrasados por el régimen. 

En este campamento cercano a Raqqa, que acoge a unas mil familias, viven Faraj al Abdulá, de 61 años, y su hijo Talal, de 37. Como casi todo el mundo aquí, son de la provincia de Alepo. Los niños corretean alrededor mientras ellos hablan sobre el pasado y el futuro. A sus espaldas, las tiendas de campaña contienen la ironía de tantas otras en el mundo: por definición, están pensadas para acoger a alguien de forma momentánea, pero con el tiempo se van llenando de señales de residencia a largo plazo. 

—Pensamos que este era un sitio seguro. Vinimos a una zona segura —dice Faraj mientras se enciende un cigarrillo—. No nos han dado otra solución que no sea este campo. No pensamos volver, porque no tenemos ni casa en Alepo.

—Además, ahora somos muchos más —dice Talal, su hijo—. Antes éramos 11 y ahora somos más de 50. 

Llegaron en agosto de 2017 después de que Estado Islámico los expulsara de Safira, una ciudad de la provincia de Alepo cercana a la capital. En ocho años no han parado de nacer hijos, hijas, nietos y nietas que se han ido instalando en nuevas tiendas. 

—Estas dos tiendas son de mis hijos. Una de ellas es de Talal —dice Faraj mirando a su hijo, que confirma la información con un gesto.

Ninguna necesidad parece acuciante en el campo, porque la mayoría se han cronificado y la gente se ha acostumbrado. Entre las tiendas blancas y azules se esconden algunas motocicletas. Una letrina cubierta por una tela delgada. Placas solares. Ropa tendida que da algo de vida a la llanura. Neumáticos. Un andador de bebé destrozado. Basura. Fogatas. Un tractor en medio del campo. 

—¿Os ha llegado ayuda humanitaria desde que cayó el régimen de Asad? —les pregunto.

La, la, la, la, la. 

No, no, no, no, no. Repiten ambos en árabe.

—Nada, que va. Ya no hay ayuda de Estados Unidos —completa el hijo. 

—Desde que llegó Trump ya no hay ayuda —dice el padre desganado, y se enciende otro cigarrillo—. Queremos que el mundo nos ayude. No solo a este campo. A todo el país. Al pueblo sirio. Hay mucha pobreza. Queremos una solución. Queremos construir nuestra propia casa. 

En las afueras de Raqqa estos campos acogen a personas que han huido de otros lugares de Siria como Deir ez Zor, Hama o Homs. Guillem Trius
Faraj al Abdulá, de 61 años, y su hijo Talal, de 37, viven en un campamento cercano a la ciudad de Raqqa junto a más de mil familias desplazadas. Guillem Trius

La guerra duele tanto que, cuando se acaba, quienes la han sufrido solo se atreven a quejarse con la boca pequeña. Parece que tengan miedo a que se rompa la paz si piden algo de ayuda. Se aferran a lo más urgente: que no caigan más bombas. Gobiernos y grupos armados de todo el mundo lo saben, y usan la seguridad para mantenerse en el poder, como pasó con la vuelta de los talibanes en Afganistán: el deseo de que la violencia se acabe es tan grande que otras cosas se obvian. Lo mismo pasa aquí.

—Mira los pies de los niños —dice el hijo, Talal; la mayoría están descalzos, los pocos con zapatos los tienen destrozados—. Yo tengo cinco hijas y dos hijos. 

—Esperamos que la economía mejore ahora —dice su padre—. Y sobre todo que haya estabilidad en el país. 

No quieren seguir aquí, pero la perspectiva de volver tampoco les apasiona. Porque temen ir a peor. Un hombre que se nos acerca da el contexto de por qué es así. Se llama Mohamed Tarif al Jassem y es el líder del campo. Con su turbante blanco de cuadros rojos, propio de los linajes de alto pedigrí, habla lento y derrocha ponderación. 

—En estos campos hay problemas de nutrición. No hay servicios médicos, hay pocos depósitos de agua. Los niños no van a la escuela. Las organizaciones humanitarias no vienen mucho por aquí. La situación en Alepo aún es inestable. Las casas están destruidas. Aún hay miedo.

Un territorio diferente

Tras la caída del régimen de Asad, era inevitable que el foco mediático iluminara la capital siria, Damasco. La imagen que se proyectó desde allí y desde las zonas con predominio suní era de victoria y libertad: la bandera rebelde —que pronto se haría oficial— ondeando, las masas en las calles y las mezquitas, el júbilo popular. El nuevo hombre fuerte de Siria, Ahmed al Shara —antiguo líder de la rama de Al Qaeda en Siria—, prometió una nueva Siria donde todas las comunidades fueran respetadas, pero desde el principio las minorías, con matices según su situación histórica y política, vieron con recelos la instauración de un nuevo régimen que presumían iba a discriminarlos. 

El foco de la acción humanitaria también se trasladó a Damasco y a zonas antes controladas por la dictadura. El motivo es sencillo: el régimen de Asad restringía al máximo la entrada de ayuda. Así que muchas organizaciones que durante años habían intentado negociar sin éxito trabajar en las zonas gubernamentales se apresuraron ahora a desplegarse allí. 

El tercio nororiental de Siria, que limita con Irak y Turquía, quedó al margen de esta atención e incluso de esta discusión pública, porque tiene otra realidad política y otra historia. 

“Las necesidades están ahí porque el número de desplazados internos sigue siendo alto. Los servicios básicos aún no están en marcha en esta zona, e incluso los edificios aún deben ser reconstruidos”, dice Fatima Dreai, responsable de las operaciones de Médicos del Mundo en Hasaka y Raqqa, en el noreste de Siria.

En la llamada Administración Autónoma del Norte y Este de Siria (AANES), conocida popularmente como Rojava, el cambio de régimen se tomó con algo más de circunspección. Son zonas controladas por las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), unas milicias de mayoría kurda que han seguido teniendo choques con grupos de la antigua oposición armada alineados con Turquía, el gran valedor de Shara y del nuevo régimen sirio. 

La Administración Autónoma del Norte y Este de Siria (AANES), conocida como Rojava, posee yacimientos de petróleo. Son uno de los principales recursos económicos de la región. Guillem Trius

El mapa de la guerra que estalló en 2011 y se apagó —al menos sobre el papel— en 2024 es complejo. También lo es el mapa de grupos armados y alianzas. Durante los años de expansión de Estado Islámico, las milicias kurdas —apoyadas por Estados Unidos— fueron instrumentales en su combate y posterior derrota. Mosul (en la vecina Irak), Raqqa o Deir ez Zor pasaron de ser toponimia yihadista a ser territorio “liberado”, en jerga del bando vencedor. Tras la expulsión de Estado Islámico, la AANES se extendió no solo a ciudades de mayoría kurda, sino también a muchas árabes. La reconstrucción empezó débilmente y miles de personas desplazadas llegaron desde otros puntos del país. 

Hasta finales de 2024, Asad controlaba las zonas gubernamentales, la oposición armada mandaba en otras —con capital de facto en Idlib— y las milicias kurdas, en discordia, administraban las suyas en una especie de Estado sin Estado. La entrada de la oposición armada en Damasco causó incertidumbre en el tercio nororiental de Siria. Incluso después del fin teórico de la guerra, hubo combates que desplazaron a miles de personas, la mayoría kurdas, desde la provincia de Alepo a la AANES. 

Para ellas, la guerra no había acabado.

En verde, las zonas bajo la Administración Autónoma del Norte y Este de Siria (AANES). Mapa de elaboración propia.

La escuela de la guerra

La guerra no ha acabado para toda la gente que se agolpa en esta escuela de Raqqa. Un clásico de las guerras, de los desplazamientos forzosos: las escuelas se convierten en refugios. En el generoso cemento del patio descansan unos depósitos granates de agua, hay tableros de baloncesto desvencijados, algunos coches aparcados y una pila de pupitres y sillas: han vaciado las aulas para dejar espacio a las personas que buscan refugio. Aquí hay 31 familias que comparten una historia común: proceden de Afrín, un enclave kurdo en la provincia de Alepo, se vieron desplazadas en 2018 a la vecina Shahba, y de ahí las expulsaron de nuevo hace unos meses, tras la caída del régimen. 

La guerra siria, las guerras del mundo: el desplazamiento tras el desplazamiento. 

En las ventanas del edificio, de tres plantas, se asoman con gesto nostálgico niños, niñas, mujeres y hombres pensando en Afrín. La fachada ocre da un tono más deprimente a la escena. 

La líder de esta comunidad desplazada tiene solo 20 años y se llama Nevin Haj Hussein. Llegó a este refugio —como todos los demás— tras huir de los combates que se desataron en la provincia de Alepo justo después de la caída del régimen. 

—Estamos sufriendo. El trato que se nos da no es digno. Estamos cansadas y esperamos volver pronto a casa. Recibimos algo de ayuda, pero no la suficiente. Falta ayuda humanitaria —denuncia Nevin, sentada en un pupitre diminuto entre paredes con estampados de flores y mariposas. 

Para demostrarlo, Nevin se levanta y nos muestra el resto de la escuela. La vehemencia de la gente que se nos acerca contrasta con la calma que hemos visto en el campo de personas desplazadas en las afueras de Raqqa que llegaron hace ya unos años.

—Queremos volver a Afrín. A nuestra casa, a nuestra tierra —dice ante el aula de octavo Maryam Hannan Jafer, de 44 años, que luce un pañuelo negro con flores—. Nos fuimos sin coger nada, solo llevábamos esta ropa, nos dijeron que en 30 minutos nos teníamos que ir. 

Es verdad: hay 31 familias en esta escuela, pero se ven muy pocas maletas. Se fueron con lo puesto. 

—Si hicieras un referéndum aquí, todo el mundo votaría por volver a Afrín. Sin excepción —dice Maryam. 

Muchas familias siguen sin poder volver a casa. La incierta situación política en el noreste de Siria las obliga a permanecer en campos e instalaciones habilitadas para ello. Guillem Trius
Amina Mohamed Banplus nació en Afrín, un enclave kurdo en la provincia de Alepo. En 2018 huyó junto a su familia a la ciudad vecina de Shahba. De ahí las expulsaron de nuevo hace unos meses, tras la caída del régimen de Asad. Guillem Trius

Deseosa de compartir más detalles, se suma a la conversación Amina Mohamed Banplus —de 60 años, con blusa de lunares, dicharachera, con los dientes incisivos arrancados—, que amplía la afirmación de su compañera. 

—Es nuestra tierra. Es importante nuestra historia, nuestra cultura. Somos kurdas, kurdas, kurdas. El pueblo kurdo debe lograr la libertad.

—Me gustaría que el presidente [Shara] sepa que debe comportarse con justicia —sigue Maryam—. Debe saber que somos kurdas y tenemos derechos.

—Queremos que la gente en Occidente nos dé apoyo para conseguir la libertad y recuperar nuestros derechos. Nos han expulsado y nos han tratado mal, queremos nuestra libertad —dice Amina—. Queremos oler el polvo de nuestra tierra. 

La conversación retumba en el pasillo, poblado de cajas de cartón con basura. Las paredes están pintadas de rosa y azul pastel de la mitad hacia abajo. En una de ellas se ve el dibujo de un niño jugando a fútbol. 

—¿Qué hicimos? —se pregunta Amina—. El mundo no nos mira. ¿Cuáles son nuestros pecados? 

También es verdad: en este nuevo giro de la historia, la comunidad kurda, bisagra en Oriente Medio y tantas veces aliada de Occidente, ve cómo apoyos tradicionales como el de Estados Unidos se tambalean. 

—Agradecemos la ayuda de todos los países europeos —interviene Nihad Aleko, de 56 años, junto a Nevin el otro coordinador del refugio, como quien pide ayuda dando las gracias por anticipado—. Viví en Europa durante quince años y volví a Siria en 2011. 

Ese fue justo el año en que empezaron las protestas contra el régimen que desembocaron en una guerra civil. Con su bigote kurdo —casi un cliché—, su rosario en mano y unas sandalias preciosas, Nihad no tarda en derramar lágrimas. 

—Lloro porque cuando dejamos atrás Shahba vi muertos y asesinatos. Mi yerno está desaparecido, vi cómo lo capturaban, no tenemos noticias de él. Aquí estoy con mi hija y más familiares, somos nueve. 

Dice Nihad que él también quiere volver a Afrín. Pero se le ve absorto en la situación política actual, en concreto en el acuerdo entre el Gobierno central y las autoridades del noreste sirio. 

—Esperamos coexistir en Siria. Todos. Árabes y kurdos. Esperamos que las cosas que pasaron queden atrás y abramos una nueva página para vivir juntos como buenos vecinos. 

Un niño grita en el pasillo. El eco conquista las plantas de la escuela, solo amortiguado por algunas alfombras y maletas. Una niña con chupete amarillo se acerca a las escaleras. Llora, como Nihad, pero nadie le hace caso. 

“La educación es mi derecho”, dice una pintada en las paredes de la escuela.

Pactos y miedos

Lo que Nihad tiene en la cabeza preocupa también a toda la población en el noreste sirio. En marzo llegó una de las noticias más importantes de la posguerra: las autoridades en la AANES firmaron un acuerdo con el Gobierno de Shara para ir devolviendo poco a poco la soberanía de su territorio. El acuerdo incluía la reintegración de las fuerzas kurdas en el Ejército central y el retorno de las personas desplazadas, con otros asuntos clave en el aire como las reservas petrolíferas. 

Pese a las suspicacias iniciales, la AANES mostró así su voluntad de participar en la nueva Siria, quizá consciente de que el nuevo régimen había llegado para quedarse. El Gobierno de Shara, que durante los últimos meses ha ido ganando reconocimiento occidental, ponía así una piedra fundamental en la construcción de una estructura política que nunca se presentó como federal pero que sí quería intentar (re)unir todas las sensibilidades. El acuerdo sigue vivo, aunque no ha avanzado a la velocidad esperada: hay incertidumbre sobre su aplicación práctica y se han producido algunos combates. 

El problema es que el nuevo régimen tiene otras grietas en su edificio más allá del noreste sirio. En marzo hubo centenares de muertos en las provincias occidentales de Latakia y Tartús, feudos tradicionales de la minoría alauí, la del exdictador Asad. El papel de fuerzas suníes radicales —los sectores más afines al Gobierno aseguran que la violencia es más bien achacable a estos grupos descontrolados, y no al Ejército sirio— también fue nefasto en los ataques contra la minoría drusa, una crisis que ha acabado siendo la más importante en esta nueva etapa política. Esta comunidad, que también tiene presencia en otros países de Oriente Medio, cuenta con sus propias facciones armadas. Israel ha atacado varios puntos de Siria —incluso las inmediaciones del Palacio Presidencial— para supuestamente defender a la minoría drusa, aunque a nadie se le escapa que Tel Aviv siempre ha querido desestabilizar al régimen sirio, antes y después de Asad, para que se mantenga débil.

La ciudad de Raqqa está en pleno proceso de reconstrucción, pero la incertidumbre sigue dominando el contexto político en el noreste de Siria. Guillem Trius

Lo que a nivel sirio se interpreta como un nuevo capítulo de la historia para construir una todavía frágil identidad nacional, en AANES se vive como un nuevo escenario adverso ante el cual hay que reposicionarse. Todo ello coincide con un movimiento histórico en su órbita cercana: el grupo armado del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) ha negociado con Turquía un proceso de desarme. Este proceso reverbera en el Kurdistán iraquí y sirio, donde hay unas dinámicas diferentes pero una cultura social y política paralela. 

La comunidad kurda sigue siendo una de las más importantes del mundo sin Estado: unos 40 millones de personas divididas entre Turquía, Irán, Irak y Siria. Su aspiración independentista se ha ido apagando con los últimos eventos geopolíticos, pero su identidad sigue más viva que nunca. Bisagra histórica de los intereses occidentales en la región, sus estructuras políticas igualitarias e incluso su apuesta por proyectos de inspiración socialista siguen marcando la diferencia respecto a sus vecinos.

En la AAANES, la gente ha sufrido mucho durante la guerra siria, se ve desamparada, y ahora no sabe adónde va el país. Eso se puede palpar en el día a día. Y también la voluntad de, pese a todo, salir adelante. 

Como tantas otras veces en el pasado.

Conciencia de posguerra

En todo este proceso político y social entra en juego algo fundamental: la salud mental, uno de esos componentes de la acción humanitaria que gana cada día más peso. Antes no se entendía su importancia, pero en lugares como el noreste de Siria se revela como esencial. La gente lucha contra la sensación de abandono.

—Tengo que cuidarme a mí misma, porque si estoy irritada, enfadada, se lo contagio a mi familia. Primero tengo que estar en paz conmigo misma.

Samia Mohamed es paciente de un centro médico de la provincia de Hasaka, en la AANES, apoyado por Médicos del Mundo. 

—También he aprendido que debo compartir mis experiencias. Porque mi hijo pequeño puede sentirlo todo. Lo percibe todo. 

Es difícil hacer eso en la vida cotidiana. Pero mucho más después de trece años de guerra. Samia, de 38 años, ha llegado a esas conclusiones después de las consultas con una psicóloga siria del centro. Las intenta aplicar cada día. Sentada en la consulta, con su trenza larga y su camisa morada cerrada, flecos en el cuello, brazos cruzados, Samia hace gestos con los dedos, como diciendo que le da vueltas a la cabeza. 

—Todos nos hemos visto afectados por la guerra. Yo me he visto obligada a desplazarme dos veces. En 2016 un familiar murió. Me afectó mucho. Mi marido dijo entonces que todos perderíamos a alguien en la guerra. Que la vida sigue. La vida siguió. Encontré un trabajo, y eso me dio estabilidad. Sin trabajo no hay estabilidad. 

En el centro al que acude Samia en la provincia de Hasaka hay huellas de las manos pintadas en una pared, una televisión con mensajes sanitarios, una consulta de salud mental, un cirujano infantil, un paritorio, un póster del Día de la Mujer, el 8 de marzo, con el lazo rosa contra el cáncer de mama y recomendaciones para evitarlo. 

Samia irradia luz. Como otra de las beneficiarias, Afra Def el Barhom, de 43 años, con su pañuelo blanco y su bolso. Tiene muestras de cariño continuas hacia su psicóloga, Amal Issa Sheikho, que está sentada a su lado en la consulta.

—Llevo viviendo aquí dos años en una casa alquilada. Cuando vengo a ver a la psicóloga, mi salud mejora. Me cambia el humor.

Afra encontró el centro por sí misma. Dice que normalmente el coste de esos servicios médicos serían muy altos, pero que aquí son gratuitos y por eso puede acceder a ellos. 

—Cuando Afra vino, vi que tenía mucha presión —dice a su lado la psicóloga—. Se ocupa de sus hermanos. Se impuso cuidar de los hijos de sus hermanos también. Pero ella tiene una discapacidad [una malformación de nacimiento en el brazo] y yo le dije que quizá no tendría que hacer eso. Llegó aquí en 2019, después del ataque de grupos armados. 

Afra, la paciente, es de Ras al Ain, de donde fueron expulsadas miles de personas. 

—Todos somos desplazados en la familia. También cuido a mis padres. Están enfermos y vienen a este centro. Cuando llegué me sentía triste, pero luego vi que la vida iba mejorando, y me convencí de que el futuro será mejor. El apoyo psicológico me ayudó en todo.

Se nota que Afra y otras pacientes quieren de verdad a la psicóloga. Porque hace bien su trabajo. A sus 32 años, Amal Issa Sheikho tiene claro el contexto cultural, social y emocional de su entorno, y también las herramientas a su alcance para mejorar las vidas de esas personas, muchas de las cuales han tenido que cambiar de hogar debido a la violencia. 

—Al principio la gente no confiaba en este servicio [psicológico], porque tiende a quitar importancia a la salud mental. Pero poco a poco los resultados llegaron y ahora la gente viene sin que se lo digamos —dice Amal en su consulta después de que salga Afra—. Tenemos varios tipos de pacientes. Los desplazados internos que vienen porque han perdido sus casas, por depresión, por angustia, algunos viven en lugares inhabitables… También hay jóvenes de aquí que tienen incertidumbre sobre su futuro y se sienten bajo presión. Y también gente que sufre la pobreza. Intentamos ayudarlas a todas.

Las palabras de Afra y de otras personas que han pasado por su consulta no mienten: Amal intenta curar las heridas psicológicas, pero no trabaja desde el paternalismo o el victimismo. 

—Hacemos sesiones individuales, grupales, derivamos a pacientes, ofrecemos recursos… les damos esperanza, ideas positivas, fortalecemos aspectos que les dan más poder. Toda persona nace con fortalezas dentro de sí; intentamos activar esas fortalezas.

La psicóloga no pone el acento en el impacto directo de la guerra en las mentes, sino en cómo el contexto general de incertidumbre, política y económica, afecta a la mayoría de la población. El estrés es uno de los aspectos más discutidos en su consulta. 

—La gente no sabe cuál será su futuro. No sabe si va a tener que enfrentarse a otro desplazamiento. Hay gente que no cobra su salario desde que cayó el régimen.

Toda esa casuística se refleja en lo que explican otros pacientes de Amal. Como el que entra después de Afra en la consulta: Zein al Abideen, de 29 años, que estudia cuarto de Arquitectura. Sus palabras son un ejemplo de ese quiebre del futuro del cual habla Amal, y que tanto afecta a la gente joven. 

—Me sentía débil, sufría depresión, pero no lo sabía. No acabé antes la carrera precisamente por esos problemas de salud mental. Con Amal fuimos poco a poco profundizando en mi situación. Al principio no creía que me pudiera ayudar, pero lo hizo. Estaba perdido. Me ha enseñado técnicas de respiración. Me ha recomendado incluso libros. 

El libro que le recomendó es The Fantastic Victories of Modern Psychology, de Pierre Daco. 

—Amal me conoce bien —dice Zein. 

Siria se recoloca

La caída del régimen sirio trajo consigo especulaciones sobre qué pasaría con las millones de personas refugiadas que huyeron del país durante la guerra civil. Aunque la incertidumbre sigue dominando el contexto político sirio, desde entonces algo más de 850.000 personas refugiadas y 1,6 millones de desplazadas dentro del mismo país han vuelto a casa.

Los movimientos internos responden a complejas dinámicas nacionales y regionales. En el noreste de Siria se acumulan heridas del pasado y del presente. Hasta diciembre de 2024 ya había más de 300.000 personas desplazadas en la región, fruto de combates en diferentes partes del país y sobre todo de la expansión y posterior expulsión de Estado Islámico en la zona. Pero la violencia en la provincia de Alepo causó el desplazamiento de hasta 26.000 personas en centros provisionales como la escuela de Raqqa.

El retrato del líder kurdo Abdullah Öcalan preside las aulas de esta escuela de la ciudad de Hasaka, hoy reconvertida en lugar de acogida de personas desplazadas. Guillem Trius
Jumana Ahmed Abid, de 56 años, trabaja en un comité de salud de las autoridades kurdo-sirias de la región. Guillem Trius

—Necesitamos más ayuda de fuera, más apoyo, especialmente para las afecciones cardíacas y la diabetes —dice Jumana Ahmed Abid, que trabaja en un comité de salud de las autoridades kurdo-sirias de la región—. Necesitamos más recursos para tratamientos. Faltan medicinas, necesitamos más ayuda de las organizaciones. 

Con su pañuelo blanco y su vestido verde turquesa, Jumana Ahmed Abid, de 56 años, habla desde uno de los centros sanitarios en Hasaka, en la AANES. 

—Hemos dado información a las mujeres sobre la lactancia, sobre medicamentos y sobre violencia de género.

Insiste en la función esencial que desempeñan las mujeres, no ya como pacientes o beneficiarias sino como parte activa de esa sociedad civil que lucha para construir la paz.

—Las mujeres defienden sus derechos. Yo trabajo para que mis hijos puedan comer. Soy la muestra de ello.

Jumana Ahmed Abid lamenta que algunas organizaciones hayan dejado de actuar o disminuido su actividad en la región. 

—La guerra ha creado muchas enfermedades en el país. Espero que la ayuda llegue a toda Siria, pero también aquí, sobre todo para las personas desplazadas.

Es la lucha contra el olvido: de ella y de miles de personas. 

Radio que cura la mente

El dolor que supuran estos miles de personas se cura en hospitales, en comunidades, en familias. Pero también en la radio. En concreto, en este estudio de radio en Raqqa. 

Una periodista y una psicóloga. Una luz azul. 

—¿Cuáles son las conductas que ayudan a favorecer la salud mental? —pregunta la periodista. 

—La comunicación abierta —responde Nour Darwish, psicóloga que colabora con Médicos del Mundo—. Tienes que descansar y la familia debe entender este comportamiento. No debes ser juzgada, porque eso tiene un gran impacto sobre los sentimientos. 

El logo de la radio, Al Rashid FM, al fondo del estudio, está iluminado por unos focos. La luz va cambiando de color. Del rojo al azul, del azul al violeta, del violeta al verde. 

—Las familias tienen muchas crisis… —dice la periodista—. ¿Cómo reducir su impacto en la salud mental de las personas?

—En la familia tiene que haber paz, tiene que estar unida para rebajar los niveles de ansiedad —responde Nour con seguridad—. No hay que juzgar los sentimientos de nadie. Eso es muy importante. No hay que obsesionarse con los pequeños detalles.

—Pero si las relaciones familiares no son buenas —contraataca la periodista leyendo el guion—, ¿qué consecuencias tiene eso sobre sus miembros? 

Nour responde sin mirar los papeles que yacen sobre la mesa del estudio, donde también descansa su bolso. Están grabando un programa que se emitirá unos días más tarde. Y que se difundirá por redes sociales. 

El tema de esta semana es la familia. A sus 29 años, Nour participa con asiduidad en este programa de Al Rashid FM que sirve para lanzar mensajes a la comunidad relacionados con la salud, en un sentido amplio, y con la salud mental en particular. Uno de esos programas se llama “Mi salud”, y el otro “La tarde”. Nour participa sobre todo en el consultorio de “La tarde”, donde se discuten a menudo temas relacionados con los derechos de las mujeres. 

Después de la grabación, en el mismo estudio, Nour cuenta su motivación para hacer este programa de radio y cómo compagina esta colaboración con su trabajo como psicóloga. 

—Hablamos de mujeres, de violencia de género, de discriminación. Las oyentes ya distinguen mi voz. La reconocen.

Con la periodista acuerdan el tema de la semana, elaboran un guión con al menos 15 preguntas abiertas. Las consecuencias a largo plazo de la guerra están presentes. 

—La guerra ha generado mucho dolor, mucho miedo —dice Nour—. La gente percibe todo lo relativo a la salud mental como si fuera un estigma. No quiere explicar sus miedos. Pasa también con la violencia de género.

Nour Darwish, psicóloga de 29 años, participa cada semana en un programa de la emisora Al Rashid FM, desde donde lanza mensajes relacionados con la salud mental. Guillem Trius

El abanico se amplía. Una docena de psicólogos y psicólogas participan en programas de esta emisora de Raqqa con temas como las vacunas, la lactancia materna o la leishmaniasis. Se decide de qué hablar según la actualidad, las necesidades de la gente o lo que se observa en los centros médicos de la zona. 

—Comentamos temas que afectan a la comunidad —dice Nour—. Pero como psicóloga, muchas de mis pacientes son mujeres. Así que casi siempre elijo temas que interpelan más a las mujeres. O que sufren las mujeres. Intentamos darles apoyo. 

¿Pero quién escucha estos programas? ¿A quién llegan estos mensajes? 

A personas como Hala Hamo, graduada en Economía de 27 años, que descubrió el consultorio de Nour y desde entonces se quedó enganchada. 

—Antes sufría ansiedad, no sabía cómo gestionarla. Empecé a escuchar a Nour y me enseñó cosas muy importantes. Todos los temas que toca son importantes, como el estrés, la ansiedad, los problemas de las mujeres.

A Hala le gusta que en el programa no solo se teorice, sino que se expliquen casos reales. Nour intenta transmitir mensajes claros a la audiencia. Y lo consigue. Conecta con la gente. 

—Los temas que Nour propone son muy importantes para mis amigas y para mí. Toca nuestros problemas reales como comunidad.

Y lo hace, entre otros motivos, porque recibe sus propuestas. Hala y sus amigas han entrado en contacto con Nour para sugerirle temas. Para decirle qué cosas les preocupan y así ella pueda discutirlas en antena.  

—Es como una terapia psicológica —dice Hala. 

Esta podría ser la historia de cualquier radio en cualquier lugar remoto del mundo. Pero tiene un matiz importante. Estamos en un país que ha sufrido más de trece años de guerra civil. Y que tiene una frágil posguerra por delante. 

—Aún tenía mucha angustia por la muerte de mi padre y de mi hermano. El programa me ayudó mucho.

Murieron en un ataque del régimen de Asad en 2013. No acabó de asimilar algo que es imposible de asimilar. La guerra siguió. Pero encontró un pequeño consuelo en las ondas. 

—Encontré este programa y me hizo sentir mejor —dice Hala.

El tercio nororiental de Siria, que limita con Irak y Turquía, ha quedado al margen de la atención mediática. Sus habitantes han sufrido mucho y ahora, en medio de la incertidumbre, se ven desamparados. Guillem Trius

Esta crónica nace de una colaboración con Médicos del Mundo.

Han escrito y hablado sobre los conflictos y sus consecuencias. Defienden con pasión el periodismo y los derechos humanos. Jon Lee Anderson y Patricia Simón protagonizan el número 10 de la colección Voces 5W: Guerra, paz y periodismo.  

En este diálogo de larga distancia, Simón y Anderson reflexionan sobre los rostros del poder, la ola reaccionaria que sacude al mundo y las propuestas para construir sociedades más democráticas. 

El libro, con ilustraciones de Cinta Fosch, está incluido en nuestra suscripción anual en papel y muy pronto empezará a llegar a los buzones de los socios y socias de 5W. Si no lo eres, suscríbete aquí. También puedes comprarlo por separado en nuestra tienda online o en librerías. 

“Ir a una guerra no implica solo una historia, una experiencia o una cobertura. Implica que adquieres una responsabilidad moral”, dice Anderson en la conversación, que da la vuelta al mundo y se sitúa en lugares como Afganistán y Colombia. 

“Tenemos que reivindicar el idealismo como una postura ética”, dice Simón, empeñada en denunciar las violaciones de los derechos humanos pero, también, en iluminar las iniciativas de paz y diálogo. 

Este libro nace de una colaboración con La Coordinadora de Organizaciones para el Desarrollo, con la que compartimos, desde nuestros respectivos ámbitos, la defensa de la vida y de valores como la solidaridad y la paz. La obra forma parte de la colección Voces 5W, que conecta múltiples perspectivas a través de la escritura, la fotografía, el pensamiento, la geografía y el periodismo. 

Y se trata de una conversación especial, también, porque es la que coincide con nuestro décimo aniversario. Diez años de guerra, paz y periodismo que solo podían coronarse con un libro que llevara ese título casi tolstoiano. 

Por eso hemos elegido a dos periodistas que admiramos. 

¿Qué decir de Jon Lee Anderson (California, 1957)? El adjetivo “mítico”, tan manoseado, debe ser reservado para las personas que lo merecen, que no son tantas. Anderson es exactamente eso: un mito de la profesión. Tras cincuenta años dedicados a recorrer el mundo y dejarlo por escrito, en esta conversación vuelca sus reflexiones sobre este mundo en permanente ebullición. Autor de libros como Che Guevara, una vida revolucionaria o La caída de Bagdad, Anderson es inspiración y referente para todo el equipo de 5W

También lo es Patricia Simón (Estepona, 1983), que lleva más de veinte años cubriendo migraciones, movimientos sociales, conflictos y crisis humanitarias en más de una treintena de países. Columnista regular de 5W, Simón es autora de libros como Miedo: Viaje por un mundo que se resiste a ser gobernado por el odio y Narrar el abismo. Especializada en derechos humanos y enfoque feminista, Simón ha destacado desde el inicio de su carrera por un incansable esfuerzo por contar los temas que definen nuestra era huyendo del catastrofismo y con un profundo humanismo.

El formato de diálogo de Voces 5W ya se ha consolidado. En el primer número, Guerras de ayer y de hoy (2016), Ramón Lobo y Mikel Ayestaran charlaban sobre reporterismo y la evolución de los conflictos. El segundo, Contarlo para no olvidar (2017), recogió una conversación entre Maruja Torres y Mónica G. Prieto sobre el mundo árabe, feminismo y periodismo. En el tercero, África adentro (2018), Xavier Aldekoa y Alfonso Armada reflexionaban sobre las maneras de narrar el continente. En el cuarto, Europa soy yo (2019), Anna Bosch y Pablo R. Suanzes charlaban sobre el papel de la Unión Europea. En el quinto, El viejo periodismo (2020), Martín Caparrós y Agus Morales dialogaban sobre el reporteo, la escritura y la literatura. En el sexto, El compromiso de la fotografía (2021), Anna Surinyach y Juan Carlos Tomasi compartían su experiencia en crisis nutricionales, desastres naturales y conflictos: una obra que puede leerse en paralelo a la que presentamos hoy. En el séptimo, En el fondo la forma (2022), Leila Guerriero y Ander Izagirre discuten sobre el oficio de escribir. Dedicamos el octavo a las migraciones y los derechos humanos de la mano de Ebbaba Hameida y Nicolás Castellano, autores de Historias contadas al oído. En el número 9, volvimos a poner el foco en la fotografía con Leer las imágenes, de Santi Palacios y Laia Abril. 

Y este número 10, que no te puedes perder. 

—Este edificio se ha convertido en el símbolo de cómo el sionismo nos intentó destruir y de cómo no lo consiguió. Después de que lo bombardearan y de que matasen a nuestros compañeros, seguimos informando repartidos por todo el país. 

La periodista Sahar Emami gesticula y se expresa con gravedad, la misma con la que la observa y se dirige a ella el grupo de compañeros y curiosos que la rodean. De pie, a unos metros de donde solía presentar los informativos nacionales, Emami explica lo que ocurrió el 16 de junio, cuando Israel lanzó varios misiles contra la sede de la radiotelevisión pública iraní (IRIB, por sus siglas en inglés). Mientras se sucedían las explosiones, dos de sus compañeros morían en el acto y uno resultaba mortalmente herido, la presentadora continuó con la retransmisión, haciendo continuas referencias a la fortaleza de Irán y a la protección que les brindaba Alá. Emami no abandonó su puesto hasta que el humo entró en escena y trozos del plató empezaron a caer sobre ella. 

Desde entonces, la presentadora se ha convertido en una celebridad para los partidarios del régimen iraní. O, al menos, así actúan ante ella. Porque los dirigentes de la república islámica, inmersa en una crisis política y económica desde hace años, saben que no hay poder político, económico ni militar que sobreviva sin la capacidad de proyectarlos. Por eso, Irán es también una potencia en el arte de la escenificación, así como en evidenciar el doble rasero de Europa y Estados Unidos para ocultar e, incluso, justificar su autoritarismo y represión.

—Los medios occidentales nunca nos han apoyado, siempre siguen sus líneas editoriales. No tienen sentido, mienten a su gente. Los medios occidentales manipulan la información para justificar los ataques a nuestro país —responde Emami cuando le pregunto si recibió mensajes de solidaridad o de condena por parte de la prensa europea o estadounidense tras el bombardeo de su medio de comunicación, un crimen de guerra según el derecho internacional.

La sede de IRIB, un edificio acristalado de tres plantas con un patio interior, era un símbolo de la política comunicativa de la república islámica. Ahora, su esqueleto de hierros atiznados yace sobre un manto de toneladas de cristal que cruje bajo nuestros pasos. Una lona de diez metros de ancho y seis de alto muestra a Emami en el momento de la transmisión, con el dedo apuntando al cielo, el signo del islam que representa la unicidad de Dios.

La sede de la radiotelevisión pública iraní quedó destruida tras los ataques de Israel. Ricard Garcia Vilanova

En un lateral, una de las orquestas más respetadas de Teherán empieza a tocar los primeros acordes del himno de Irán. Pero la mayoría de la decena de camarógrafos que registran el evento dan la espalda a los músicos y enfocan a la quincena de extranjeros que asistimos al acto organizado en memoria de los tres periodistas fallecidos. Hemos sido invitados a visitar Irán por el Sobh Media Festival, un evento organizado por IRIB. En algunos casos, como el nuestro, fuimos seleccionados tras presentarnos a la convocatoria. Otros, como algunos comunicadores con cientos de miles de seguidores en sus canales de YouTube o Instagram, fueron contactados directamente por la organización. El objetivo: mostrar las consecuencias contra los civiles de la llamada guerra de los doce días.

La madrugada del 13 de junio de 2025, mientras sobre el papel los representantes de Washington y de Teherán preparaban la sexta ronda de negociaciones sobre su programa nuclear —que debía tener lugar un día después en Mascate (Omán)—, decenas de cazas israelíes acabaron con la posibilidad de un acuerdo y comenzaron la guerra más mortífera para Irán desde la que mantuvo con Irak en la década de 1980. El conflicto se cobró la vida de más de 1.060 personas, según datos oficiales del régimen iraní, de las cuales al menos la mitad eran civiles, como suscribe Hrana, una oenegé independiente con sede en Estados Unidos. La respuesta iraní mató a 28 israelíes, en su mayoría civiles, según el Gobierno de Tel Aviv. 

El 23 de junio Donald Trump anunció un alto el fuego después de que Estados Unidos bombardease instalaciones nucleares y militares. Pero esta tregua podría romperse en cualquier momento, según apunta la mayoría de las fuentes expertas en la región.

—Nosotros también seguimos los medios occidentales y en esos días veíamos cómo, mientras bombardeaban decenas de edificios civiles, muchos medios, a través de sus corresponsales en Tel Aviv, hablaban de las víctimas civiles israelíes y de nosotros solo decían que Israel estaba bombardeando instalaciones militares y nucleares. Es como si nuestras vidas valiesen menos —explica de manera confidencial uno de los periodistas encargados de acompañar a la heterodoxa comitiva de periodistas y comunicadores por los escenarios más afectados.

En el cementerio de Behest Zahra, en las afueras de Teherán, hay enterradas miles de víctimas de la guerra entre Irán e Iran de la década de 1980. Ahora hay centenares más enterradas tras el reciente ataque de Israel. Ricard Garcia Vilanova

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Entre los asistentes al concierto organizado por la radiotelevisión pública se encuentran las parejas y los hijos de los tres trabajadores muertos a consecuencia del ataque. Detrás de la orquesta, los organizadores han colgado lonas con sus rostros que ocupan varias alturas del edificio. En un tablón, hay retratos de los 38 niños y niñas muertos por las bombas israelíes, con rosas pegadas en el envés, dispuestos para que todo el mundo se lleve uno como recuerdo. Tras la función, en un anfiteatro de sillones de terciopelo rojo, familiares de las víctimas relatan sus historias mientras proyectan sus fotografías. 

El objetivo de esta escenografía es evidenciar lo que la mayoría de los medios occidentales no hicieron. En parte, por ese sesgo informativo que sigue primando la identificación de Occidente con Israel. Pero también, como explican de manera confidencial periodistas residentes en Irán, porque el régimen tardó en reconocer la dimensión del daño causado y porque sigue limitando el acceso de los corresponsales extranjeros a la información. Unos recelos hacia la prensa internacional que se han exacerbado tras la ofensiva militar, que dejó al descubierto el alto grado de infiltración del Mossad en el régimen. Tanto como para ser capaz de identificar las ubicaciones de los altos mandos y de infraestructuras estratégicas que fueron bombardeadas sistemáticamente. 

Desde el lado oficialista, como nos confesaron en varias conversaciones, atribuyen su desconfianza hacia los periodistas internacionales a que muchos espías utilizan esa coartada para obtener información en el terreno. De hecho, Irán concede muy pocos visados periodísticos y, cuando lo hace, suele cobrar más de mil euros diarios de tasas por informar desde su territorio, lo que limita el acceso a las grandes cabeceras que pueden asumir ese coste. Por todo ello, este tipo de tour organizado es una de las pocas vías factibles para acceder al país como periodista freelance.

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—Mis hijos se marcharon al norte del país, pero yo me quedé porque… mira a tu alrededor, ¿para qué iban a bombardear aquí? De repente, oímos los aviones, las bombas, cómo nuestra casa se desmoronaba. ¿Quién nos va a ayudar a reconstruirla? —pregunta Zareen, una mujer de unos sesenta años, al alcalde del barrio, que se esmera por recoger sus datos mientras las cámaras le enfocan; le promete que el Ayuntamiento se hará cargo de los gastos.

Detrás de él, un montículo de escombros ocupa el lugar en el que antes se alzaba un edificio residencial. A los laterales y en frente, decenas de apartamentos con algunas de sus estancias a la vista después de que la onda expansiva las dejase sin paredes. Sillones de estilo Luis XVI, grandes espejos y largas mesas de madera permanecen cubiertas del mismo polvo que se derrama por las calles de este barrio pudiente de Teherán.

Antes de que el edil haya podido dar su versión de los hechos —que en el lugar atacado solo había un gimnasio en la planta baja y viviendas en las superiores—, una de las comunicadoras estadounidenses invitadas por el régimen ya se está grabando con el móvil, compartiendo reflexiones con el rostro compungido mientras pisa los restos del bombardeo. A unos metros de ella, un veinteañero británico dedicado a hacer análisis con una perspectiva antiimperialista recoloca juntos el peluche y el libro de texto que ha rescatado de entre los escombros. Los mira con pesadumbre mientras el camarógrafo que viaja con él le graba primeros planos. El régimen los ha invitado porque quiere llegar a sus seguidores, jóvenes occidentales que se informan a través de sus canales y que desconfían de los medios tradicionales.

—Nosotros no sabemos quién vive alrededor de nosotros, si trabajan en el Gobierno o son científicos. Pero ¿eso es excusa para bombardear y provocar todo este horror? 

Fatemah es una de las vecinas cuya casa ha quedado gravemente dañada. Tiene unos cincuenta años, va vestida con camisola y pantalones blancos y apenas cubre una mínima parte de la cabeza con un velo transparente. Una aparente mezcla de rabia y precaución la empujan a hablar atropelladamente y a callarse, como un motor que gripa cuando intentan arrancarlo. A su lado, Shirin, una allegada, termina sus frases, tomando el relevo cuando a Fatemah le puede la prudencia:

—Si fuese legítimo asesinar a científicos nucleares, tendrían que haber asesinado a Oppenheimer. Aquí vivía gente trabajadora, no tenemos nada que ver con la guerra. ¿Por qué nos atacan?

Varios testigos y vecinos nos confirman que el bombardeo acabó con trece miembros de una misma familia, incluidos cinco niños.

Según la información publicada por las autoridades iraníes, más de 8.000 edificios residenciales resultaron dañados por los aviones de guerra y los drones, y 400 fueron totalmente destruidos. Uno de los ataques, que acabó con el general Mohammad Bagheri, el jefe del Estado Mayor, se llevó por delante la vida de 60 civiles. Veinte eran niñas y niños.

La llamada guerra de los doce días dejó cientos de edificios residenciales, como este, en ruinas. Ricard Garcia Vilanova

—¿Por qué el mundo acepta con normalidad que si los científicos son iraníes los puedan matar? Pero voy más allá: tampoco es legítimo matar a un comandante mientras duerme, junto a su esposa y sus hijos. No lo están matando combatiendo, o durante una operación militar. Estaba durmiendo, ¿qué honra tiene eso? —pregunta con rabia otra mujer que prefiere preservar su anonimato.

El derecho internacional humanitario prohíbe matar a militares cuando no están combatiendo, un argumento que expone también Esmail Baqaei Hamane, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, en la reunión informal que mantiene con la delegación extranjera.

—El derecho internacional humanitario también prohíbe atacar edificios civiles, cárceles, medios de comunicación. Y ni aun así Occidente cuenta los hechos como son. La mayoría de los países no alineados condenaron esta agresión porque no se trata solo de una amenaza a Irán, sino para toda la región. Y por eso, el apoyo explícito a Israel por parte del Reino Unido, Alemania y Francia es una invitación para que sea aún más agresivo —explica en un perfecto inglés este diplomático con décadas de experiencia en foros internacionales.

Uno de los periodistas asistentes, un libanés que lleva años documentando los crímenes cometidos por Israel en Siria, Líbano, Irán y Palestina, le pregunta y repregunta sobre por qué Irán sigue dispuesto a negociar con Estados Unidos cuando ha participado en la agresión; a colaborar con el Organismo Internacional de Energía Atómica cuando, según había denunciado su propio Gobierno, este compartió información confidencial con los atacantes; o, incluso, a seguir participando en la ONU cuando no había sido capaz de frenar el ataque.

—Sabemos que no podemos confiar en Estados Unidos, pero que aun así vamos a seguir trabajando por la vía diplomática para solucionar esta situación por todos los medios pacíficos posibles. Si haciéndolo nos atacan, imagínate qué no harían si no estuviésemos dispuestos a negociar —responde el representante político, algo molesto por la insistencia del periodista.

Pero, sin lugar a dudas, la pregunta que más se hacen los expertos en la región y que más repite el sector ultraconservador del Gobierno iraní es si este ataque no ha dejado claro que la única forma de evitar nuevos bombardeos es teniendo la bomba atómica. “Como Corea del Norte”, repiten como un mantra los partidarios de esta hipótesis. Hamane expone la posición oficial de su Gobierno:

—Estados Unidos hizo algo sin precedentes: atacó una central nuclear en funcionamiento. Pudo haber provocado daños irreparables. Y claro que si tuviéramos armas nucleares nadie atacaría Irán. Pero no la tenemos por buenas razones, porque somos un país serio. Nos han sancionado, han asesinado a nuestra gente y ahora han atacado nuestras instalaciones. Si no la desarrollamos es porque no queremos favorecer que otros países también lo hagan. 

El portavoz confirma también que Irán retomará su programa de enriquecimiento de uranio que, insiste, solo tiene fines energéticos y médicos. El Organismo Internacional de Energía Atómica no ha podido contrastar en sus inspecciones que Irán esté intentando producir armas nucleares con el uranio enriquecido, aunque ha denunciado falta de transparencia por parte de sus instituciones y ha identificado material nuclear en áreas no declaradas.

—Los europeos se están desacreditando a sí mismos con su apoyo a Israel durante el genocidio de Gaza —concluye el portavoz, tras más de dos horas de un encuentro en el que algunos de los presentes expusimos que si su Ejecutivo realmente quiere contribuir a que la prensa occidental traslade una imagen más rigurosa, independiente y compleja de Irán, la mejor forma de hacerlo es facilitar la concesión de permisos de prensa y las coberturas libres, sin acompañantes del régimen. Hamane pide a su equipo, alguno de cuyos miembros se muestran molestos por estas intervenciones, que lo apunten para valorarlo.

Las familias de las víctimas de la guerra han llenado las calles de Teherán de pancartas con sus rostros. Ricard Garcia Vilanova

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—¡Cuenta la verdad! Han matado a gente normal, a gente inocente, a trabajadores. No a gente vinculada a la guerra. ¡Cuenta la verdad! Han quemado a los iraníes. Ella era mi hija, la mataron trabajando, tenía solo 28 años. Su hijo tiene diez años. Era inocente. Todo su cuerpo estaba quemado.

Shirin Esmaili se ha levantado como un rayo cuando me ha visto andar entre los túmulos en los que cientos de personas velan a sus familiares. Un mes después de que cesaran las explosiones, en Irán siguen enterrando los restos de quienes más ha costado identificar por el estado en el que quedaron sus cuerpos. Su hija era una de las 17 trabajadoras que murieron en el ataque contra la prisión de Evin, donde en total perdieron la vida 71 personas, según las cifras oficiales. Entre ellas, un niño de cinco años que se encontraba visitando a su padre preso, también muerto. Esta cárcel, situada en una de las faldas de los montes que rodean Teherán, era uno de los símbolos de la represión de la teocracia. Allí eran encarcelados muchos de los políticos, activistas y periodistas críticos con el régimen iraní, el mismo al que Israel y Estados Unidos esperaban derrocar, alentando mediante las bombas una insurreción popular. Pero por ahora prevalece un estado de shock, de humillación y de duelo por sus víctimas, como los que asolan a la mujer que grita de desesperación en la tumba contigua.

Alrededor, familias enteras velan a sus familiares, sentadas en sillas plegables junto a los enterramientos. Niños y niñas juegan bajo las sombras de los árboles que flanquean la avenida central que separa esta zona del cementerio —dedicada exclusivamente a las víctimas de esta última guerra— de la que se construyó para dar sepultura a 31.000 de las más de 200.000 que, según registros oficiales, causó el conflicto que mantuvo con Irak entre 1980 y 1988. Y ese es el paralelismo que el Gobierno ha instaurado en todos sus ámbitos de influencia: el sionismo representa en la actualidad, para Irán y para todo Oriente Medio, la amenaza que antes supuso el Baaz, el partido de Sadam Husein.

Así lo subraya el guía encargado de mostrarnos el Museo de la Defensa Sagrada, que recrea con detalle el conflicto con Irak desde sus orígenes hasta la invasión ilegal en 2003, con una réplica fidedigna de la detención de Husein a manos de un soldado estadounidense. El centro cuenta con impresionantes recreaciones de escenas bélicas basadas en fotografías tomadas durante el conflicto. Aulas y viviendas arrasadas por el fuego de las bombas, calles de comercios destruidas por los morteros, búnkeres con las temperaturas extremas en las que tuvieron que sobrevivir los soldados durante semanas, hologramas de decenas de víctimas en los pasillos por los que avanzamos los visitantes, una cápsula en la que, a la vez que vemos una explosión en un barrio cualquiera, sentimos temblar el suelo y el aturdimiento provocado por el sonido de las detonaciones, los gritos, los llantos. En medio de todo ello, el guía describe a los líderes del Baaz como representantes del Mal en la Tierra y los asimila, continuamente, con los de Israel y Estados Unidos.

Un discurso similar al que recibimos en el Museo de la Fuerza Aeroespacial del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica, destinado a exhibir los logros de la industria armamentística iraní, en especial de los misiles y drones. “Ese misil es de tecnología rusa, y ese de Corea del Norte. El último modelo que hemos desarrollado tiene 16.000 kilómetros de alcance”, expone con satisfacción el general Ali Balali, quien lleva años dedicado a guiar estas peculiares visitas turísticas. “El primer dron que creamos volaba solo 20 minutos y estaba destinado a tomar fotos de reconocimiento. Ahora alcanza los 300 kilómetros de distancia”, añade, flanqueado por varios hombres vestidos de negro que vigilan que la comitiva no se desperdigue por las instalaciones.

Entre las reproducciones de los prototipos de drones iraníes más conocidos, como los Shahid 136 que tantas miles de bajas han provocado en Ucrania, el general se enorgullece de la capacidad que ha tenido su país para convertirse en un referente del sector bélico pese a las sanciones aplicadas por Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá, el Reino Unido y Australia durante la última década. Medidas aprobadas para debilitar al régimen teocrático, presuntamente, por sus políticas represivas, por su apoyo a Hezbolá, Hamás y a los hutíes de Yemen, y por su envío de drones a Rusia, entre otras cuestiones. Y, sin embargo, como ocurre a menudo con la política de sanciones, es la población con menos recursos la que está sufriendo sus peores consecuencias, como la subida de la inflación, la devaluación de la moneda, el encarecimiento de productos básicos o la escasez de medicamentos.

—Nosotros somos gente de paz. No hemos iniciado ninguna guerra en el último siglo. Igual que no atacamos Irak en los años 80, no hemos atacado Israel ni Estados Unidos hasta que lo han hecho ellos. No quieren que seamos un país autónomo, que decidamos nuestras propias políticas, ni que tengamos armas con la misma capacidad o mayor de las que ellos producen para amenazarnos —sostiene el general Balali.

Tras los ataques de Israel y Estados Unidos, bienes básicos como el pan han subido de precio un 80% y la moneda local se ha devaluado. La mayoría de los comercios reabrieron rápidamente tras el alto el fuego para amortiguar el impacto. Ricard Garcia Vilanova

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Desde que Trump declarase unilateralmente el alto el fuego el 23 de junio, numerosas explosiones se han sucedido en diversas regiones de Irán. Miembros del Gobierno de Netanyahu se han jactado de que los agentes del Mossad siguen operando. De las palabras de algunos miembros del Ejecutivo iraní se desliza que también se las atribuyen a Israel. A su vez, diversos medios internacionales han publicado que Estados Unidos aceptó la petición que Netanyahu le hizo nada más comenzar la tregua de que le suministrase misiles de defensa y munición avanzada. Asimismo, Irán habría comprado a China misiles tierra-aire y encargado sistemas de defensa aérea y cazas J-10C. Ambos países parecen estar rearmándose para una posible reanudación del conflicto.

A la vez, el portavoz de la policía iraní Saeed Mon ha declarado que durante la llamada guerra de los doce días fueron detenidas unas 21.000 personas por “violaciones de seguridad”. De estas, puntualizó, 260 fueron acusadas de espionaje y 172 de grabaciones ilegales. Organizaciones como Amnistía Internacional, Derechos Humanos Irán y el Centro para los Derechos Humanos en Irán han denunciado el aumento de la represión, de las detenciones arbitrarias y masivas, así como de las ejecuciones.

Mientras, el régimen iraní apuesta su supervivencia al nacionalismo. Tras los ataques de la alianza israelí-estadounidense, numerosos iraníes exiliados expresaron que su deseo de una transición democrática no significa que apoyen una agresión militar de estas características. Una opinión que, parece, también es mayoritaria dentro del país según todas las fuentes consultadas: esta guerra ha unido a la sociedad iraní en la defensa de su país, no del régimen. Un sentimiento que los dirigentes están intentando canalizar a través de un giro del discurso político en el que, como bien ha explicado Catalina Gómez, corresponsal en Irán, están trasladando el peso de la revolución islámica al patriotismo.

Pero si hay una poderosa razón para la esperanza, es la que constatamos en las calles de Teherán. Tres años después de que Mahsa Amini, de 22 años, muriese tras ser apalizada y detenida por la llamada policía de la moral por llevar mal colocado el velo, una parte significativa de las mujeres —en su mayoría jóvenes, pero también de mediana edad— camina con la cabeza descubierta. Y no solo. Muchas adolescentes y veinteañeras llevan el pelo teñido de colores chillones, y visten camisetas o camisas de manga corta que dejan al descubierto las caderas. Algo absolutamente impensable hasta ahora. Y aunque sigue siendo obligatorio cubrirse el cabello en los espacios públicos, la mayoría desoye a los vigilantes cuando se lo ordenan. Son tantas que el régimen ha dejado de reprimirlas. Especialmente ahora, cuando sus dirigentes intentan restablecer la idea del ayatolá Jomeiní, líder de la revolución islámica que derrocó al Sha, de que frente al “gran Satán” —como se refieren sus seguidores a Estados Unidos e Israel—, la unión del pueblo representa la mejor defensa de Irán. Incluidas estas mujeres que, semanas después de que dejasen de caer las bombas, caminan alegres con sus melenas al viento por los centros comerciales, las librerías y los parques. Y aunque con ellas no pudimos hablar —para no comprometerlas ni exponerlas a posibles represalias—, son las que mejor representan ese otro lado del espejo, que no aparece en los medios oficialistas del régimen ni en las imágenes estereotipadas que tenemos en Occidente de su país, pero que alumbran la posibilidad de un futuro próximo en el que las dos narrativas sobre Irán dejen de estar enfrentadas.

Mujeres conversando en una mezquita junto a fotografías de los líderes de la República Islámica de Irán y de los generales asesinados por los ataques de Israel y Estados Unidos. Ricard Garcia Vilanova

Esto es Cisjordania, pero Dalal Zaben habla en el spanglish que aprendió durante los doce años que vivió en Puerto Rico.

—Todos los viernes, hay unos settlers que están poniendo tends porque quieren coger los terrenos del pueblo. 

En 1973, Zaben migró a Estados Unidos, donde vivió primero en Nueva York, después en el archipiélago caribeño y, a partir de la década de 2000, en Florida, donde nació su nieto Sayfoolah Mussalet. Siempre que tiene la oportunidad, la familia vuelve de visita a la Palestina ocupada. 

—Entonces, mi nieto fue con un grupo de muchachos, no buscando problemas, solo para decirles que se vayan, pero los otros vinieron con armas, tienen palos, toda la maquinaria para lastimarlos. Le dieron duro a su cabeza y nadie puede ayudarlo. Empezaron a disparar, él estaba sangrando, pero ellos no dejaban que nadie se acercase para ayudarlo. Su hermano consiguió cruzar por el monte y cuando llegó a él, no podía hablar, respiraba duro y vomitaba sangre. Con otro amigo, trataron de cargarlo por el monte para llegar a una ambulancia, pero no le dejaron pasar. Cogieron por otro lado hasta que llegaron a otra ambulancia. Habían pasado más de dos horas. El muchacho ya estaba muerto. 

Saif, como le llamaban sus seres queridos y grita ahora una multitud en su funeral, era el estadounidense de 22 años que fue asesinado el 11 de julio a golpes y pedradas cerca de Ramala, en la Cisjordania ocupada. En concreto, en al-Mazra’a ash-Sharqiya, un pueblo en el que buena parte de sus cientos de viviendas son colosales chalets levantados con los bloques de piedra blanca característica de la región. De ella procede, en gran medida, la riqueza que permitió a casi la mitad de sus habitantes migrar a Estados Unidos y Latinoamérica en las pasadas décadas. Cada verano, muchos de ellos vuelven al municipio a pasar las vacaciones con su familia. 

Uno de ellos fue Saif Mussalet, que acababa de abrir una heladería con su primo en Tampa (Florida) y que pocos horas antes de ser asesinado bromeaba con su abuela diciéndole que no volvería a su país hasta que no encontrase novia en Cisjordania. Ahora su rostro nos observa desde los grandes carteles colocados en el camino que da entrada a la vivienda familiar, en el que decenas de vecinas van acomodándose a lo largo del día para arropar a los Mussalet durante el velatorio, protegidas por un gran toldo del inclemente sol de julio. La fotografía del sonriente Saif cuelga también de las fachadas de los comercios, de las viviendas, de los edificios públicos, de las mezquitas. 

Los palestinos se han visto forzados a adaptar el arte de la fotorreproducción a las demandas de un mercado cada vez más tétrico y necrolológico. En cualquier pueblo de Cisjordania, siempre hay alguien con la impresora necesaria para producir, en pocas horas, los roll ups, las fotografías de gran formato y los pósters dedicados a los nuevos mártires.  Especialmente después de los atentados de Hamás del 7 de octubre. Casi 1.000 palestinos han sido asesinados en Cisjordania desde entonces por las fuerzas de ocupación israelíes y por quienes el ala fundamentalista judía del Ejecutivo de Netanyahu considera “los hijos” del Ejército: los colonos, que están arrebatando tierras palestinas a un ritmo acelerado con el objetivo declarado de facilitar su anexión. Durante el primer semestre de 2025, estos fundamentalistas protagonizaron 757 ataques que provocaron víctimas o daños materiales, según datos de la ONU. Un 13% más respecto al periodo anterior.

Hoy, en las calles de este municipio de unos 4.000 habitantes, junto al rostro de Mussalet aparece el de Mohamed al-Shalabi, cuya familia sintió que moría y resucitaba varias veces a lo largo de la tarde del 11 de julio, como cuenta uno de sus primos, que prefiere preservar el anonimato por miedo a represalias de las fuerzas ocupantes: “Tras enterarnos de que los tiros de los colonos y los soldados habían acabado con la vida de Saif, sus padres intentaron localizar a Mohamed hasta que alguien les dijo que estaba en el hospital acompañando a un herido. Dos horas después, le contaron que lo habían confundido con otra persona y que su hijo estaba desaparecido”. 

Durante las siguientes cinco horas —continúa explicando en el patio de la escuela donde se celebra una ceremonia multitudinaria antes del entierro—, sus padres intentaron averiguar su paradero. Primero a través de la Policía de la Autoridad Nacional Palestina, encargada de comunicarse con el Ejército israelí, que les garantizó que se encontraba detenido. Al atardecer, desesperados, insistieron y un oficial israelí les informó de que no sabían nada de él. Ya conmocionados por la muerte de Mussalet, más de 300 vecinos emprendieron la búsqueda de al-Shalabi, quien había sido secuestrado por un grupo de colonos radicales mientras los soldados israelíes —según la decena de testigos que entrevisté— impedían que nadie se acercara para liberarlo. El joven era conocido por todos en el pueblo y trabajaba con su padre en la construcción. Detrás de unos matorrales encontraron su cuerpo hinchado y magullado por los golpes, su boca llena de tierra, y el torso atravesado por el orificio de un disparo. 

Dos días después, los cadáveres de ambos fueron trasladados a hombros por sus seres queridos, por conocidos y por desconocidos que se acercaron desde poblaciones cercanas, envueltos en un río de miles de hombres y niños que, a menudo, se comunicaban entre sí alternando el árabe y el inglés, mientras grababan las escenas con su móvil. Algunos eran tan pequeños que lo hacían a hombros de sus progenitores. Más de uno se dirigía con un “Hello” a las decenas de periodistas internacionales presentes. 

La periodista palestina Mariam Barghouti, que también asistió al sepelio, reflexionó en un vídeo en su cuenta de Instagram sobre la mirada colonialista que observó en la cobertura de la prensa internacional: “Se centran en el Gobierno de Estados Unidos, en los ocupantes, en los colonos y no en los que son colonizados, o en que Estados Unidos financia todo esto. El hecho de que el palestino que tenía ciudadanía estadounidense tenga mayor cobertura mediática, cuando se sabe que no hay transparencia ni rendición de cuentas por parte de la Administración estadounidense, como ocurrió con la periodista Shireen Abu Akleh, es un gran problema sobre cómo valoramos la vida humana y cómo vemos el mundo. (…) Los mártires palestinos merecen que el foco se ponga en lo que les ocurrió a ellos, que su testimonio sea contado. No importa qué nacionalidad tuviesen. Fueron asesinados por ser palestinos”.

Dos semanas antes, otro niño palestino con nacionalidad estadounidense fue asesinado por el Ejército israelí. En total, desde el comienzo del genocidio en Gaza, cinco ciudadanos del gran aliado de Israel han sido asesinados por su Ejército sin que la Casa Blanca, a través de su embajada en Tel Aviv, haya ido más allá de pedir una investigación al respecto. Mientras, el presidente Donald Trump ha reiterado públicamente su apoyo cerrado a los planes de Benjamin Netanyahu.

—Siempre supimos que no nos consideraban verdaderos estadounidenses. Pero ahora sabemos también que nuestro pasaporte estadounidense vale menos, incluso, que la impunidad de un israelí, de un extranjero, que nos mata. 

Un treintañero se ha abierto paso entre la comitiva fúnebre para expresar este lamento. Dice que prefiere preservar el anonimato por temor a ser interrogado en el aeropuerto de su ciudad natal a su vuelta. 

Entierro de Saif Mussalet, asesinado a golpes por colonos en al-Mazra'a ash-Sharqiya, un pueblo cercano a Ramala. Ricardo García Vilanova

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—¿Te imaginas criar a tu hijo lo mejor que puedes para que, de repente, te lo maten así? Mi hermana y yo mandamos a nuestros hijos a vivir aquí un tiempo para que no les pasase como a nosotras, que no pudimos aprender bien el árabe ni la cultura palestina. Los israelíes han matado a su hijo, y al mío lo han encarcelado, dicen que por tirar una piedra. Yo no creo que la haya tirado, pero aunque lo hubiese hecho, no hay derecho a que decenas de soldados vengan a detenerlo en medio de la noche como si fuese un criminal, ni a que haya cumplido los 15 años en prisión. 

Cuando Muna Muhammad Ibrahim se levanta de la silla en la que lleva horas sentada junto a su hermana —la madre de Saif—, una vecina comienza una oración dirigida a dar consuelo a la huérfila, un neologismo empleado para denominar a quienes pierden a sus hijos e hijas. 

—Lleva más de cinco meses encarcelado. Como todos los niños palestinos desde el 7 de octubre, solo puede ser visitado por su abogado. Fue él quien me dijo que el muchacho tenía una enfermedad de la piel que no le deja dormir. Se lo trasladamos a la embajada y nos respondieron que pedirían que recibiese tratamiento, pero nada. Está enfermo, no le dan apenas comida, han vuelto a retrasar el juicio y cuando se celebre, solo podremos verlo a través de un televisor. No sabemos qué hacer. 

Muhammad expone todo esto con angustia, mientras su sobrina y su hija le piden que no hable más. Las dos son quinceañeras nacidas y criadas en Estados Unidos. Como muchas de las adolescentes en al-Mazra’a ash-Sharqiya, suelen vestir zapatillas y camisetas de manga corta de grupos de música, pero hoy van cubiertas con el thobe, la túnica larga y oscura que llevan las mujeres musulmanas en los entierros. No saben cómo explicarán cuando vuelvan a casa que sus hermanos fueron asesinado y encarcelado, respectivamente, por el Ejército del mayor aliado de su país durante sus vacaciones.

La abuela, una matriarca con apariencia juvenil y enérgica, interviene:

—Los palestinos somos human beings como el resto de la gente. ¿Por qué no le importamos a nadie? Nosotros seguimos volviendo cada año porque para el pueblo palestino la tierra donde nacimos, la casa en la que crecimos, lo es todo. Nos fuimos para buscar trabajo pero no queremos perder lo que somos. Israel solo quiere matarnos, quemarnos, destruirnos. Todo el mundo está mirando lo que nos hacen y nadie dice nada. Estamos solos.

Cada vez más mujeres de la familia rodean la conversación. Una vecina que se acerca para ofrecer algo de comer y de beber también quiere hablar, pero pide que no se publique su identidad: 

—Yo que vivo aquí les digo: los niños crecen rodeados de injusticia, de muerte, viendo cómo nos quitan todo, cómo no nos permiten ir a ningún sitio si ellos no nos dan permiso. Ahora, con Gaza, el resto del mundo se ha dado cuenta de la verdadera cara de Israel y cada día miles de personas quieren aprender el islam para hacerse musulmanes. Es un regalo de Dios.

En las calles del pueblo, una decena de voluntarios ataviados con chalecos reflectantes ayudan a encontrar aparcamiento a quienes se han acercado a dar el pésame desde localidades vecinas, así como a encontrar el colegio en el que se celebra el sepelio y la comida posterior que, como marca la tradición, ofrecen las familias de las víctimas. La inhumación se ha retrasado un día para que el padre de Mussalet tuviera tiempo para llegar desde Estados Unidos. Ahora camina junto al padre de al-Shalabi. Ambos se arrodillan frente a los túmulos que han abierto, a paladas desesperadas y rabiosas, los amigos y allegados de los muchachos, y que ahora acogen sus cuerpos. Uno de los imanes intercala su oración fúnebre con continuas referencias a Gaza, a los colonos y a la violencia de la ocupación.

En el horizonte asoman cerros blanquecinos que discurren suavemente por Cisjordania hasta cubrirse de olivos y plantaciones en el norte, y de desierto y el Mar Muerto en el sur. Recorrer a lo largo de la última década los 130 kilómetros de longitud de esta otra lengua de tierra en la que el Estado de Israel ha dividido Palestina arroja una amarga y distópica constatación: cada vez resulta más difícil no atisbar, desde cualquier punto de su territorio, al menos una colonia —o asentamiento, como los llama Israel para ocultar su significado vinculado a lo colonial—. Viviendas ilegales que abarcan desde enormes urbanizaciones como Beitar Illit, al suroeste de Jerusalén, con una población de 63.000 habitantes, hasta los llamados outspots o puestos de avanzada: apenas una bandera con la estrella de David, una caravana o un puñado de casetillas metálicas instaladas por violentos extremistas sionistas y protegidos por su Ejército, que se irán ampliando con la llegada de nuevos pobladores. Un proyecto colonial que comenzó en 1948, que se aceleró tras los Acuerdos de Oslo —en los que Israel se comprometía a no edificar nuevas colonias— y que el Gobierno de Netanyahu ha desbocado tras el 7 de octubre y el inicio del genocidio de Gaza, cuando instó a los colonos a levantar todos los outspots que pudiesen con la promesa de que serían legalizados (“Corred hacia las colinas para establecer nuevos asentamientos”, llegó a decir Ben-Gvir, ministro de Seguridad Nacional). Según Peace Now, una ONG israelí, los colonos han instaurado casi un centenar de estos incipientes asentamientos en este periodo, unas cifras sin precedentes.

Un saqueo masivo en virtud del cual, en los últimos dos años, Tel Aviv ha expropiado 23,3 kilómetros cuadrados, declarado “tierra estatal” el 26% de Cisjordania para acelerar la construcción de asentamientos ilegales, aprobado la construcción de miles de nuevas viviendas en los ya existentes, multiplicado las carreteras construidas sobre propiedades palestinas privadas para el uso exclusivo de israelíes, y anunciado sendos planes estatales dirigidos a restringir el tránsito de los palestinos a vías secundarias y ampliar las autovías exclusivas para los israelíes. Un programa al que Israel está destinando un presupuesto multimillonario con el declarado objetivo por parte del sector más fundamentalista del Ejecutivo de anexionarse Cisjordania. Solo en dotar de infraestructura a los puestos de avanzada, según la cadena estadounidense PBS, Israel se gastó más de 20 millones de dólares en 2024. Generadores, rejas eléctricas, drones, vehículos y canalizaciones de agua son algunos de los elementos que entregan a los colonos más radicales para que se instalen en tierras palestinas mientras las autoridades israelíes cercan el territorio, establecen nuevos check points y construyen un nuevo poblado. El muy lucrativo negocio de la ocupación del que participan, entre otras multinacionales, Airbnb o Booking, ofertando pisos turísticos en los asentamientos, normalizando lo que prohíbe el derecho internacional y condena buena parte de la comunidad internacional. 

Fui testigo de cómo un grupo de familias de colonos, unas veinticinco personas incluyendo los niños, llegaron en sus todoterrenos escoltados por jeeps blindados de la Policía israelí a un outspot —una bandera israelí clavada en la cima de un montículo— establecido al sur de Hebrón para planificar la construcción del asentamiento. Sus pobladores desde 1948, familias beduinas que fueron expulsadas de sus tierras por los fundadores de Israel, observaban cómo quienes les insultan, acosan y amenazan a diario conversaban sobre todo lo que se podría hacer en aquellas colinas de arena casi blanca en las que ellos no tienen lugar. Según la ONG Al-Baidar, dedicada a la defensa de los derechos de los beduinos —el colectivo más pobre y discriminado del pueblo palestino—, al menos 69 comunidades, de las 150 existentes, han sido expulsadas por los colonos, con el apoyo de las tropas ocupantes, de sus tierras desde finales de 2023. 

Catorce ministros firmaron en julio una carta instando a Netanyahu a imponer su soberanía sobre Cisjordania de inmediato aprovechando que “la asociación estratégica y el respaldo y apoyo de Estados Unidos y el presidente Donald Trump crean un momento favorable para avanzar en esta medida”. 

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—Todo lo que está ocurriendo en Cisjordania es parte de un plan. No son unos colonos desorganizados actuando por su cuenta. Especialmente desde 1990, están ejerciendo presión económica, social y política para que nos vayamos, así como para construir más y más asentamientos, con el objetivo de hacer imposible la solución de los dos Estados. Ahora están aprovechando la guerra contra Gaza para anexionarse nuestro territorio, pero sin nosotros. Dicen que es suyo, de los israelíes, y nos convierten así en extranjeros en nuestra propia tierra —explica Hamdalla Bearat, profesor de Ingeniería jubilado, mientras muestra el rastro del pogromo que sufrió su municipio, Karf Malik, el 25 de junio. 

Al caer la tarde, una turba de más de 50 extremistas israelíes armados con pistolas, palos y explosivos accedió a este pueblo, de unos 3.000 habitantes, a través de la carretera, de uso exclusivo israelí, que lo comunica con una base militar construida sobre una loma para facilitar la vigilancia de la zona. Tras el 7 de octubre, el ministro Ben-Gvir ordenó la distribución masiva de armas a civiles israelíes, especialmente a colonos, a los que encargó además crear unidades paramilitares —él las llamó policiales— que patrullan libremente por Cisjordania. Ben-Gvir es un colono kahanista, una ideología que defiende la deportación de los palestinos a países árabes y cuyo extremismo le impidió realizar el servicio militar obligatorio en su juventud. 

Ha sido denunciado hasta en 53 ocasiones —y ha sido condenado hasta en 8— por su racismo y por su apoyo público a Kah, una organización considerada terrorista incluso dentro de Israel. Reside en la colonia de Kiryat Arba, un epicentro del extremismo colonial en el que también vivía Baruch Goldstein, un estadounidense-israelí que en 1994 entró con uniforme militar en la mezquita de Ibrahim —un lugar santo para el islam y el judaísmo situado en Hebrón— y abrió fuego contra la multitud que rezaba: asesinó a 25 personas y dejó heridas a 125. 

—En 1967 éramos 600.000 palestinos en Cisjordania, ahora somos 3,4 millones. En Gaza, han pasado de 400.000 a dos millones. Como el proceso demográfico no está de su lado, intentan hacernos la vida imposible (impidiéndonos trabajar, haciéndonos sentir inseguros) para que nos vayamos. Y si no nos vamos, emplean la violencia a través de los colonos ayudados por el Ejército israelí

Colonos fundamentalistas israelíes lanzan piedras contra civiles palestinos durante un ataque en la localidad cisjordana de Turmusaya. Ilia Yefimovich / dpa Picture Alliance / ContactoPhoto

Bearat, que ha trabajado buena parte de su vida entre Estados Unidos y Europa como profesor universitario, hace este análisis en un lugar que refuerza su tesis: los restos de los cinco coches calcinados y las fachadas de las viviendas parcialmente quemadas por los colonos. Allí yacen las fotografías de los tres palestinos que fueron asesinados —según los testigos consultados, por los soldados que protegieron a los colonos— cuando acudieron al lugar del pogromo para auxiliar a las familias atrapadas entre las llamas. 

En Cisjordania, los zarpazos de la ocupación se enlazan unos con otros. Aquellos tres palestinos se habían enterado del ataque de la turba mientras asistían al velatorio de Ammar Hayamel, un niño de 13 años asesinado por soldados israelíes dos días antes. Ammar había salido a pasear con un amigo por un monte cercano que había ardido días atrás. 

Eso explican, sentados en el salón de su casa, sus padres, un matrimonio joven sobre el que parece haberse desplomado la antigüedad del mundo. El niño que sobrevivió, y que prefiere guardar el anonimato, sostiene que los atacantes estaban resguardados tras unos pinares y que les dispararon por la espalda cuando los críos repararon en su presencia. Durante dos horas, el Ejército impidió que nadie se acercase a Ammar, incluidos los paramédicos palestinos, que cuando por fin lo asistieron y trasladaron en ambulancia a Ramala, solo pudieron testificar su muerte. La autopsia, publicada por el Ministerio de Sanidad de la Autoridad Nacional Palestina, reveló que una bala le entró por la espalda, lo que demuestra que huía y que no representaba ninguna amenaza. 

Ammar había ganado premios nacionales e internacionales con su equipo de boxeo muay thai y soñaba con ser campeón del mundo. En las fotos que muestra su madre, se le ve vistiendo orgulloso una equipación que fusionaba el estampado de la kufiya con un “Palestine Will Be Free”, así, escrito en inglés, para que se entendiese bien cuando competía en el extranjero. Desde el 7 de octubre de 2023, el Ejército israelí y los colonos han asesinado a más de 960 personas en Cisjordania. De estas, al menos doscientas eran niños.

—Aquí ya nunca estamos seguros. Entran a diario en el pueblo y sabes que, en cualquier momento, pueden dispararnos y matarnos. Lo hacen porque quieren quedarse con todo. 

Fida Hamayel está sentada en el impoluto salón de su recién estrenado hogar, ese que construyeron para criar “lo mejor posible a sus hijos” y que Ammar apenas pudo disfrutar. En la mesa, junto a los dulces y la caja de pañuelos, hay una fuente llena de anillos coloridos con un pulsador como regalo de cortesía para quienes las visitan para darles el pésame. Al igual que el tasbih, el collar de piedras que algunos musulmanes portan para pasar de cuenta cuando hacen referencia a Alá, estos utensilios electrónicos producidos en China permiten contabilizar las alusiones religiosas presionando un botón. Cuanta más desesperación y desesperanza asfixian la existencia, más consuelo se busca en la religión. El pueblo palestino no es ajeno a esta regla universal. 

Como es habitual, el Ejército israelí limitó su respuesta oficial a acusar al niño de tirar piedras contra los coches de los colonos. En los últimos dos años, estos han ocupado parte de las tierras productivas de Kafr Malik y las han invadido con su ganado para, paradójicamente, poder acusar a sus dueños palestinos de atentar contra la propiedad privada si intentan acceder a ellas, a la vez que arruinan las plantaciones. Mientras, numerosos medios occidentales, especialmente los estadounidenses, siguen describiendo la escena de niños palestinos arrojando piedras contra uno de los Ejércitos más poderosos, tecnológicamente avanzados e impunes del mundo, como “enfrentamientos” en los que “resultan muertos” varios palestinos. No es solo un enfoque tendencioso: es una narrativa criminal que lleva décadas justificando el infanticidio de un pueblo para arrebatarle no solo la tierra, sino también la posibilidad de un futuro. 

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—Los hombres estaban en el funeral de Ammar. Nosotras estábamos en casa con los niños cuando oímos gritos y una explosión. Me asomé a la ventana y vi el coche ardiendo y un montón de hombres prendiendo fuego a mi casa. Eran muy jóvenes, no tenían más de 18 o 19 años. Nos encerramos en la habitación de la segunda planta, cuando nuestro vecino Murshid, al que mataron, llegó y comenzó a sacar a los críos uno por uno. 

Abir Yuda cuenta todo esto sentada frente a la misma ventana desde la que vemos la base militar israelí de la que bajaron los soldados que protegieron a los colonos.

—Desde entonces, ni los niños ni nosotros somos capaces de dormir. Nos pasamos la noche vigilando, porque nos da miedo que lleguen y nos quemen vivos. Hemos tenido que enviar a tres niños a Ramala con sus abuelos porque tenían demasiado miedo. También para poder cuidar bien de los más pequeños, que cada vez que oyen los coches de los militares o de los colonos se ponen a temblar.

En la habitación contigua aún siguen rotos los cristales de la ventana contra la que los colonos lanzaron piedras. Dentro se encontraba la hermana de Abir dando el pecho a su bebé de doce días. En total, en la casa había once niños y niñas, el mayor de once años.

—Los vecinos estamos más unidos que nunca. Esto no es nada comparado con lo que están haciendo en Gaza —se apresura a añadir mientras nos despedimos. 

Aún no han conseguido limpiar del muro de piedra caliza que rodea su casa la pintada en hebreo que dejaron los fundamentalistas, “revancha”, y los nombres de dos colonos que fueron asesinados por palestinos dos años atrás en una población lejana a esta.

A apenas un centenar de metros, en una casa vecina, Basura Hamayel y sus dos hijas guardan luto por la muerte del padre de la familia. Tras evacuar a los hijos y sobrinos de Abir Yuda, Murshid Hamayel, un hombre de 34 años, vio cómo los colonos rodeaban su propia vivienda. 

—Creía que nosotras seguíamos dentro, así que vino a rescatarnos —explica la viuda, Basura Hamayel. 

Según varios testigos entrevistados, varios soldados dispararon contra él y lo mataron, así como a Mohammed Alnajji, de 21 años, cuando se acercó para ayudarlo. También acabaron con la vida de Lotfi Baerat, que acababa de cumplir la mayoría de edad, y siete personas resultaron heridas, incluido un soldado israelí. Desde la ventana, Basura, vestida de azul oscuro, señala el lugar en el que cayó el cuerpo de su marido.

—Murió de un disparo en la boca que le salió por la cabeza. El mismo soldado mató también a Lofti cuando acudió en su ayuda. Disparan a matar —denuncia mientras suenan las alarmas antiaéreas.

Sin apenas inmutarse, Basura dice que son “los yemeníes”, en referencia a los misiles lanzados por los rebeldes hutíes contra Israel, un sonido que ya forma parte de la cotidianeidad. 

—El día del entierro, los soldados volvieron a entrar al pueblo junto a algunos colonos. Rompieron las fotografías de los mártires que colgamos en las calles. Son malvados, solo quieren que nos vayamos. Antes del ataque, el Ejército ya había entrado varias veces en nuestras casas y había tomado fotografías de las habitaciones. Los colonos también han asaltado varias viviendas y han robado dinero y oro. 

Basura pide a sus hijas, de cinco y siete años, que cuenten lo que ocurrió a su padre. Mientras la mayor prefiere no contestar, la pequeña describe cómo fue asesinado para terminar diciendo que les espera en el más allá. Sobre sus cabezas, pegadas en la pared, dos suras del Corán que encargó e imprimió su padre: “Me refugio en Alá, el señor del amanecer del mal de lo que ha creado y del mal de la noche cuando viene con su oscuridad”.

Una multitud traslada los cuerpos sin vida de tres palestinos asesinados durante una incursión de colonos judíos en la localidad de Kafr Malik. 26 de junio de 2025. Leo Correa / AP

Según medios israelíes y palestinos, el pogromo fue ejecutado por Youth Hill, un grupo de jóvenes ultraortodoxos especialmente agresivos, racistas y llenos de odio que suelen vivir en los puestos de avanzada, sin recibir una educación reglada y adoctrinados en el deber mesiánico de instaurar el Gran Israel. Esta concepción religiosa y ultranacionalista incluye dentro de las fronteras israelíes, además de la Palestina histórica, parte de Líbano, Siria, Jordania, Egipto, Irak y Arabia Saudí. Una especie de secta a la que se les atribuye el ataque que horas más tarde sufrió también la cercana población cristiana de Taybeh, a la que ya ha arrebatado un cuarto de sus tierras. Tres días después incendiaron la base militar de la Brigada Regional Binyamin y agredieron a sus soldados, los mismos que les protegieron durante su incursión en Kafr Malik, en venganza por el disparo que supuestamente habría recibido uno de ellos. 

Entre otros pensadores israelíes, el historiador Illan Pappé ha advertido en numerosas ocasiones que la ultraderechización de la sociedad israelí y el creciente poder de los sectores fundamentalistas religiosos están hundiéndola en una “guerra civil fría” cuya violencia no acabará con el fin del genocidio de Gaza, sino que amenaza la seguridad y el futuro del propio Estado israelí.

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Hay otras víctimas que suelen pasar desapercibidas ante el estruendo de las cifras mortales: los heridos en los pogromos. Según datos de la ONU, este junio ha sido el mes en el que la violencia de los colonos ha dejado el mayor número de heridos de los últimos veinte años: más de cien. 

Uno de ellos es Muthamma Hamayel, un adolescente de 13 años que también abandonó precipitadamente el velatorio de su amigo Ammar Hayamel cuando supo que los colonos habían comenzado a incendiar casas en Fakr Malik. Pocos minutos después, una bala le entraba por la espalda y le salía por las costillas. Desconoce cuántos días le quedan aún de convalecencia en la cama articulada que sus padres han colocado en el salón de su casa. El adolescente intenta mantenerse entero cuando rememora cómo antes de sentir que le ardía el cuerpo, dejó de ver lo que ocurría por los gases de las bombas lacrimógenas lanzadas por los soldados israelíes. El esfuerzo por contener el llanto cuando recuerda a su amigo muerto, Ammar, incendia en sus rostro los rasgos aniñados que empiezan a difuminarse en los de un adulto que ya acumula mártires y velatorios. 

—No sé cómo quiero que sea mi vida en el futuro. Solo quiero que podamos vivir en paz en una Palestina libre —dice con timidez, tras reconocer que le cuesta imaginar una vida distinta, mejor, deseable.

Los niños repiten lo que escuchan en casa. En las casas de Cisjordania, especialmente a raíz del asedio en Gaza y del aumento de los asesinatos, de los encarcelamientos, de las invasiones de las tierras, de los allanamientos de las casas, de la aprobación de nuevos asentamientos ilegales, lo que dice la mayoría es que pese a vivir  los peores tiempos desde la fundación de Israel en 1948, la destrucción de la Franja es un espejo de lo que está por venir. Si algo les ha dejado claro estos casi dos años de genocidio en Gaza es que el pueblo palestino está solo frente a las innumerables violencias empleadas por la ocupación israelí. 

—El Gobierno palestino, independientemente de nuestra opinión o ideología política, no puede hacer nada, no tiene medios para intervenir aunque quisiera. ¿Cómo te vas a enfrentar a todo lo que estamos viviendo sin emplear la fuerza, sin un ejército o una policía con recursos? Y si me preguntas mi opinión, tampoco querría que lo hicieran porque, como estamos viendo con Gaza, sería un suicidio: daría un pretexto a Israel para masacrarnos y arrasar con nuestros pueblos y ciudades. 

El profesor Hamdalla Bearat se expresa con lucidez y claridad. Desde que se jubiló, se dedica a trabajar por su comunidad, escribiendo lo que vive a sus amigos occidentales, atendiendo a los periodistas interancionales, llamando la atención de la clase política palestina. 

—Por ahora, lo único que podemos hacer es estar vigilantes, organizarnos por las noches para no dormir por si llegan y prenden fuego a nuestras casas con nosotros dentro. Y esperar a que, algún día, la comunidad internacional deje de apoyar a Israel. Por ahora no guardo ninguna esperanza.

Esta no es la perspectiva habitual de nuestros reportajes. Pero cuando nos llegó esta propuesta de publicación, valoramos que podía dar una visión diferente, y desde dentro, sobre lo que está ocurriendo en la frontera entre México y Estados Unidos. Hemos tratado el texto con el mismo rigor de siempre —comprobación de datos, etc.—, pero manteniendo en lo esencial el punto vista del autor, que es un soldado estadounidense de origen colombiano. Su opinión no representa la del Ejército de Estados Unidos ni la de ninguna otra institución.

La primera vez que vi a alguien cruzar el río fue una tarde calurosa de 2024. La unidad del Ejército de Tierra de Estados Unidos en la que sirvo acababa de llegar para ejecutar un relevo entre el maíz, los manglares y las lagunas del sector de Brownsville, Texas, justo frente a Matamoros, México, separados ambos por un río; Grande para los gringos, Bravo para los mexicanos.

Fue en el lugar que nosotros llamamos Washout y del otro lado conocen como “La Playita”. Los mexicanos van allí los fines de semana a bañarse o pescar. En algunos lugares es tan poco profundo que atravesarlo es como cruzar la calle un día de lluvia. Es, también,  un paso hacia Estados Unidos controlado por traficantes. 

Era mi primer día de trabajo. La sargento que me estaba haciendo la inducción me dijo, señalando al otro lado:

—¿Ves esos que se tapan la cara con la camiseta? Esos son los coyotes. Graban con el celular para probar que han hecho su parte y cobrar.

Uno de ellos, flaco y sin cubrirse, sacó un neumático de camión y empezó a preparar el viaje del día: un niño de unos siete años y quien parecía su abuela.

Del lado estadounidense estábamos cuatro soldados y varios agentes de la patrulla fronteriza. Me sorprendió la normalidad del saludo. Uno de ellos, con un español medio gringo, preguntó:

—¿Cuántos más? ¿Y a qué horas?

—Tres más a las ocho —respondió el coyote, como quien agenda una cita más.

La situación era absurda. El agente notó mi desconcierto y, casi con resignación, me dijo:

—Sí, igual los tengo que detener. Ellos se quieren entregar. ¿Qué es peor? Si ya me están diciendo a qué hora regresan con más gente, mejor; me facilitan el trabajo.

Yo seguía sin entender cómo se había normalizado esa situación.
—Mire, las decisiones políticas están muy por encima de mi rango de pago. Yo solo soy un patrullero. Si hay un puerto aquí y otro allá, y alguien cruza por el medio, ilegalmente, mi trabajo es detenerlos. Eso es todo. 

El coyote cruzó al niño y a la abuela con dos bolsas negras de basura que les servían de maleta. Cuando llegaron, se cambiaron la ropa mojada ahí mismo, sin pena. La sargento y yo éramos los únicos que hablábamos español fluido. Cuando el niño y la señora se dieron cuenta, fue como si les hubieran devuelto el aire. Con acento venezolano, nos empezaron a contar su historia. Una historia dura que he escuchado ya tantas veces que siempre es la misma: pobreza, violencia, miedo, esperanza… el norte como única salida. La historia de media Latinoamérica en el siglo XXI.

Mientras los escuchaba, con el fusil colgado, chaleco y casco a prueba de balas y una pistola 9mm, armado como si patrullara Bagdad en lugar de un río a pocos kilómetros de mi casa, sentí que la escena —el cruce, el saludo informal entre el coyote y el agente, el proceso casi automático de recepción— no era una excepción. En esa época, era la norma. Los civiles no son una amenaza y el cártel no busca invadir Estados Unidos, sino ganar dinero pasando personas. Eran los últimos meses del Gobierno de Joseph Biden y la frontera funcionaba bajo una lógica no escrita pero clara: apenas tocaban suelo estadounidense, lo importante era entregarse. No importaba si cruzaban por un puerto legal o entre los matorrales. Apenas pisaban tierra estadounidense, se activaba el sistema. Ese acto —el de “rendirse”— ponía en marcha toda una cadena de procedimientos. Los migrantes entregaban su identificación, sus pertenencias, y eran llevados a estaciones de procesamiento. Ahí les tomaban huellas, fotos y si declaraban que su vida corría peligro en su país, se abría una solicitud de asilo. En pocos días, eran enviados a un refugio y luego liberados con un papel que decía que tenían un proceso migratorio pendiente.

Ese papel, aunque temporal, era prácticamente un salvoconducto. Con él, muchos podían pedir un número de seguro social. Un permiso de trabajo. Una licencia de conducir. Las tres claves básicas para moverse, integrarse y empezar de cero. En teoría, el sistema era humanitario. En la práctica, era muy fácil de usar —o de manipular. Había historias reales, sí. Pero también muchas armadas, ensayadas, repetidas. Sabían qué decir. Y Estados Unidos había tomado la decisión política de cubrir el costo de los refugios, el transporte, los sueldos de los agentes, los programas sociales. Todo. 

La llegada de Trump

Ilustración de Cinta Fosch

Con la llegada de Trump, el sistema cambió de un día para otro. El flujo se detuvo casi por completo. Rendirse ya no era suficiente. Solicitar asilo tampoco. Las órdenes eran otras: no escuchar. Detener con la intención de expulsar. La actitud también. El nuevo discurso es que durante la era Biden se fue demasiado blando. Que se abrió la puerta a todo el que dijera “tengo miedo”. Que eso colapsó el sistema y alentó la llegada de millones. Con Trump volvió la línea dura. Ya no se creen sus historias. Ya no hay garantía de ser liberado. Ni de quedarse. Y eso se siente. En el terreno, en el ambiente, en la cara de los que cruzan, con miedo, muchos menos. 

En ciudades como McAllen, Brownsville o Laredo, donde antes se veían migrantes por todas partes —en supermercados, estaciones de autobuses, restaurantes— ahora se siente el silencio. Los que cruzaron antes de que cambiara el Gobierno han adoptado un perfil bajo. No quieren salir, no quieren llamar la atención. Temen una redada, una revisión, una deportación. Se esconden. Y esa tensión se respira. No es solo un cambio político. Es un ánimo congelado. La frontera sigue estando ahí, sí. Pero el río ya no se cruza igual. La puerta —por ahora— se cerró.

Yo nací en Colombia. Vine a Estados Unidos como tantos otros: buscando algo más. Navegué el sistema migratorio paso a paso, con papeles, con paciencia, y también con miedo. Me hice ciudadano a través del Ejército, y hoy sirvo en uniforme como soldado del U.S. Army, asignado a una frontera que antes solo conocía por noticias o películas. 

Ya llevo casi quince años viviendo en este país. Y aunque visito Colombia de vez en cuando, lo cierto es que hoy ya soy más turista que local. Pero no por eso he perdido la empatía. Al contrario: entiendo perfectamente por qué alguien tomaría el riesgo de cruzar ese río. Yo tuve la suerte de llegar por medios legales, pero el deseo es el mismo: buscar una mejor vida, dejar de sobrevivir. Eso no cambia.

Todavía tengo amigos y familia allá. Algunos me hacen bromas. Me dicen cosas como: “Pasaste de ser inmigrante a ser la migra ahora, ¿no?” o: “Mi tío va a cruzar… y me debe plata… haceme el favor y arrestalo”. Me río, pero por dentro sé que no están tan lejos de la realidad. Porque esa línea entre el que cruza y el que patrulla a veces es más delgada de lo que parece. Un poco más acostumbrado a mi posición de trabajo, navegando con más soltura entre las carreteras destapadas, los manglares y las plantaciones de maíz que rodean la parte del muro que me toca vigilar, siempre tenía que estar pendiente del mismo sector: el Washout, que cada día ofrece un escenario distinto. 

Una mañana, mientras hacía una inspección de rutina, vi de nuevo a los coyotes del otro lado del río. Esta vez no venían a negociar ni a cruzar a nadie. Me estaban gritando, agitados:

—¡Hay un niño! ¡Hay un niño! ¡Está perdido!

Señalaban hacia una parte más densa de la manigua, donde los arbustos crecen espesos y la visibilidad se pierde a los pocos metros. Yo no entendía bien si me estaban diciendo la verdad, si era una trampa, o si simplemente no querían cargar con la responsabilidad de lo que pudiera suceder. Pero los gritos eran insistentes, y la dirección que señalaban tenía sentido. Así que activamos el protocolo de búsqueda. Asumí que el niño hablaba español, así que empecé a gritar hacia la parte baja del terreno. Yo estaba en algo parecido a una colina, y él debía estar en la zona densa, más abajo. Alcancé a escuchar una voz. Era aguda, delgadita. Me respondió desde abajo, sin miedo.

Le grité a mi compañero —que no hablaba español— que se quedara quieto y estuviera atento, que yo iba a bajar solo hacia el terreno más boscoso. No pasaron más de tres minutos y encontré al niño, que tenía ocho años. Tenía puesta ropa buena, como de salir a visitar a la abuela, pero ya estaba sucia, de muchos días. Tenía ojeras. Estaba despeinado. Y, sin embargo, no se le notaba el susto típico de un niño perdido, sino tranquilidad mezclada con resignación. Como si conociera las reglas del juego. Me sorprendió que no llorara, que no temblara, que no hiciera preguntas. 

—¿Dónde están tus papás?

Y me respondió, sin dudar:

—En Honduras.

Inmediatamente seguí los protocolos humanitarios. Mientras lo ayudaba a subir por la escarpada pequeña que nos separaba de la patrulla, mi compañero —que ya había avisado por radio a la Patrulla Fronteriza— me hizo una seña. ¿Agua? El niño me dijo que sí, que tenía mucha sed. Me explicó que los coyotes lo habían retenido durante cuatro días, que su papá no había pagado completo para que lo soltaran. Y aunque se supone que yo no debo hacer muchas preguntas —son nuestras reglas—, no me aguanté. Le pregunté quién lo esperaba en Estados Unidos. Él solo se encogió de hombros.

—De pronto un tío —dijo. Como si eso bastara.

Ilustración de Cinta Fosch

Yo tengo un hijo pequeño. Desde que nació, para mí es inevitable ponerme en los zapatos de los demás padres. Poner a todos los niños en el lugar del mío. Es un reflejo automático que se activa sin pedir permiso. Y esa mañana, mientras ayudaba a ese niño a subir la colina, me hice una pregunta que me sigue persiguiendo: ¿sería capaz de entregarle mi hijo a unos coyotes para que lo crucen, para que lo atrapen las autoridades de un país donde ni siquiera hablan nuestro idioma? La respuesta es: probablemente no, pero prefiero no tener que enfrentarla nunca. 

Detrás de ese niño hay necesidad. Pero también hay una organización de tráfico de personas. Los cárteles del tráfico de drogas y personas han obtenido grandes beneficios económicos en la frontera sur de Estados Unidos. Su control de rutas, puntos de paso, vidas y sueños ha sido muy amplio. Casi total. Operaron la frontera como si fuera una franquicia de lujo, cobrando entre 4.000 y 6.000 dólares por paso y persona, en función de edad, nacionalidad, tamaño del grupo y organización responsable del tránsito. Algunos incluían entrenamiento personalizado: cómo entregarse, qué decir, cuándo llorar, a quién llamar “señor agente”. Y lo más absurdo de todo es que nosotros —los soldados— terminábamos siendo parte del “servicio al cliente”. Al menos así es como yo lo he sentido. Ellos los pasaban, y nosotros, en perfecta coordinación involuntaria, completábamos el proceso: agua, primeros auxilios, y entrega a patrulla fronteriza a minutos de distancia. Era como si trabajáramos para ellos. Sin contrato, con uniforme.

Recuerdo las caras de algunos al vernos: felices, aliviados, como quien encuentra la puerta VIP al sueño americano. Y uno ahí parado, en el matorral, con el equipamiento militar, preguntándose en qué momento el sistema se invirtió, y nosotros empezamos a ser los recepcionistas de una maquinaria controlada por los cárteles. Por eso siento que desde que Trump llegó a la presidencia, la historia cambió por completo. Se cerró la puerta. Punto. Ya no se recibe a nadie. Las órdenes que tenemos son claras y las comparto.

Pero la frontera sigue sin estar totalmente cerrada, la situación dista mucho de ser perfecta. Lo único que realmente sigue cruzando es la droga. Los que se atreven a intentarlo ya no vienen buscando asilo ni pidiendo compasión: vienen cargados. Especialmente con cocaína infusionada con fentanilo, el cóctel perfecto para rendirla y generar ganancias rápidas. Cruzan con mochilas repletas de bloques comprimidos de polvo. Los escogen bien: adolescentes de 14 a 17 años, delgados, fuertes, con el cuerpo entrenado por la calle y la mente programada para no temerle a nada. Llegan desarmados, empericados, con el coraje que les aporta la droga.

A veces nadan. Otras veces cruzan en lanchas inflables como de juguete, como si el río fuera parte de un parque temático criminal. Llevan su propia escalera para brincar el muro, como si fueran técnicos del cable. Suben de tres en tres, o en pequeños grupos, como si el mismísimo diablo los persiguiera. Y nosotros, desde nuestras cámaras infrarrojas, los vemos aparecer como fantasmas en la pantalla, figuras rojas con mochilas negras en medio de la noche. Todo ese riesgo tiene sentido cuando lo pones en cifras: un solo kilo de esa mezcla mortal puede valer entre 80.000 y 100.000 dólares en la calle. Por eso suben, por eso corren, por eso no les importa nada. Porque, al otro lado, hay alguien esperando para vender eso en polvo a precio de oro… y en dosis de muerte. Y claro, como son menores de edad, mexicanos, sin fierros encima ni ganas de meterse en pelea, pues el sistema los trata suave. A nosotros nos toca hacer lo de siempre: quitarles la merca, tenerlos 24 horitas y tratar de que suelten algo de información. Pero qué va… ya vienen entrenados para hacerse los bobos. No dicen nada. Ni un nombre, ni un dato, ni una dirección. Nada que sirva para agarrar a los de arriba.

Después, en aplicación de la ley, el consulado mexicano les hace el paseo hasta el puente internacional. Son menores. Lo único que necesitan es que llegue un adulto a reclamarlos, como si estuvieran sacando a un niño de una pijamada. Y listo, caso cerrado. ¿Lo peor? Que a los tres días los volvés a ver. Mismo “escuincle”, dirían los mexicanos, misma cara, misma mochila llena de perico con fentanilo, listo para volver a probar. No es raro agarrarlos una, dos, tres veces. Ya ni se esconden. Y lo peor de todo es que no les da miedo. Les da risa. Como si estuviéramos jugando al gato y al ratón.

Vivimos en un mundo dividido, polarizado. Hay quienes defienden al presidente Donald Trump y quienes están contra él. O estás con todo o estás contra todo. Cualquier matiz ha desaparecido. Pretenden convencernos de que no podemos pensar de manera independiente. El debate político es brutal, la crisis humanitaria continúa —de otros modos— y el narcotráfico sigue campando a sus anchas a través de la frontera. Trump asegura que estas crisis no son nuestras. Que no deben afectarnos. No quiere que se vean, que salgan en cámara. Pero quienes trabajamos en el terreno las vemos. Nos impactan, nos afectan. Los vemos llegar, los cargamos en brazos, escuchamos sus historias, nos sentimos impotentes cuando no podemos hacer nuestro trabajo correctamente y no podemos evitar la acción criminal. 

Pero sobre todo, cada día, me preguntan: “¿Cómo podés trabajar para un tipo como ese, bajo su mando?” Y aquí es donde respiro hondo y pienso. Y contesto: “No trabajo para él. Como tampoco trabajaba para Biden. Se cometen errores ahora y se cometieron errores antes. Juré la Constitución y acepté un empleo que funciona según una cadena de mando. No estoy de acuerdo con todo, pero llevo un uniforme. Y eso, hermano, no todos lo entienden”. 

A veces uno olvida que detrás del uniforme todavía somos personas, no robots programados para seguir órdenes sin sentir nada. Por eso, aunque cumplo mi misión en la frontera, mi cabeza y mi corazón también están lejos de este río. Pienso en Los Ángeles, donde tengo a alguien que quiero como de la familia, y donde todo este conflicto también pesa y duele.

Tengo una amiga colombiana, madre de dos niñas, que vive en Los Ángeles. Obtuvo su permiso de trabajo y su licencia de conducir gracias a las políticas más flexibles de la Administración anterior y del gobernador de California. Es alguien que quiero mucho, una de esas personas que uno lleva en el corazón, con quien hablo casi todos los días. Me parte el alma verla ahora muerta de miedo, atrapada en un limbo: no es totalmente ilegal, pero sí es blanco fácil para las redadas que están ocurriendo en su barrio. Para colmo, da igual qué canal veas o de dónde venga la información: hoy en día los medios y las redes funcionan como una lupa que concentra la luz del miedo hasta quemarte la cabeza. Ella pasa horas revisando Facebook e Instagram para enterarse de dónde están los agentes federales y quién avisa qué barrio están barriendo, tragándose rumores que la dejan sin dormir. Yo escucho, trato de calmarla, pero por dentro cargo la contradicción: sirvo a la Constitución, patrullo la frontera… y sé que, si un día le toca a ella, no puedo protegerla. Esa es la frontera que de verdad más me cuesta vigilar, la interior, la que tiene que ver con mi conciencia. 

Hoy más que nunca, siento que este país está dividido, independientemente de si la Administración actual tiene o no la razón. Vivimos un momento histórico de polarización brutal: aquí no hay matices, todo se compra en combo. Si apoyas a tu político favorito, también tienes que defender lo que no te gusta, porque viene en todo incluido en el paquete. En mi unidad nos recomiendan no entrar a restaurantes mostrando nada que diga que somos Army, para que nadie nos identifique. Temen que algún empleado —quizá sin papeles— se sienta con derecho a vengarse usando un plato de comida. Es triste ver lo que pasa en Los Ángeles: me duele por mi amiga y por tantos como ella, pero también me duele por los oficiales que solo cumplen órdenes. Yo más que nadie lo he sentido en carne propia: sé que entre agentes y soldados, hay quien tiene un hermano, un tío o un amigo en situación migratoria incierta. Es jodido estar en medio. Pero como reza el Warrior Ethos: I will always place the mission first. [La misión siempre es lo primero]. Órdenes son órdenes.


No acabamos de saber si se ha acabado el colonialismo o si reverdece bajo otros nombres. Pero su huella permanece, y la irradiación de su sufrimiento alcanza todos y cada uno de los continentes y océanos de este hermoso mundo.

También en las islas Mauricio, al oeste de Madagascar —frente a las costas de Mozambique—, un país que se percibe como la exacta idea del paraíso televisivo, de playas de aguas turquesas, con puestas de sol de color naranja caramelo. Un lugar para perderse y soñar con nenúfares blancos que al llegar la noche transmutan en rojo sangre.

Allí viven muchos chaguianos. Se llaman así porque proceden de Chagos, un archipiélago de islitas varadas en el vasto océano Índico que pertenecía a las islas Mauricio, colonizadas por portugueses, holandeses, franceses y británicos.

Y allí vivieron durante más de medio siglo, porque fueron expulsados de su archipiélago a finales de la década de 1960. Sucedió por un intercambio de favores geopolíticos, algo parecido al juego de cromos pero en versión siniestra. El Gobierno británico de Harold Wilson le “cedió” al Gobierno estadounidense de Lyndon B. Johnson la isla Diego García, perteneciente a dicho archipiélago de Chagos, para construir una base militar, a cambio de aceptar su negativa y no sumarse como aliado en la guerra de Vietnam.

Para ello, los británicos optaron por expulsar a los habitantes de todas las islas del archipiélago, y no solo los de Diego García.

Sucedió en aquellos años de sueños de libertad, cuando tantos países colonizados alcanzaron su independencia. El Gobierno británico llevó a cabo su “donación” ejecutando una intrincada maniobra: con una mano concedió la independencia a Mauricio y con la otra desmembró a Chagos de su condición mauriciana; así la erigió, de golpe, en una nueva colonia. La bautizó con el nombre de ‘Territorio Británico del Océano Índico’, y la malévola pirueta geopolítica tenía una razón de peso: en virtud de la “concesión”, los norteamericanos exigieron a los ingleses que lo “vaciaran” de personas.

Tarzanes y Viernes


Dicho y hecho. “La isla se cierra”, comunicaron a las más de 1.500 personas para las que Chagos era su hogar, su casa, la tierra donde está enterrada su gente, la mayoría descendientes de esclavos traídos —también por la fuerza— desde el continente africano para trabajar en las plantaciones de azúcar y cocoteros.

Les obligaron a marcharse solo con una maleta y dejar atrás su casa, sus recuerdos, sus antepasados, sus plantas, sus flores y sus perros.

La extraña contorsión territorial no debió resultar fácil. Recordemos que en una de sus primeras sesiones, en diciembre de 1946, la Asamblea General de la ONU resolvió que la deportación era un crimen contra la humanidad.

Pero cuando el poder quiere ser omnipresente abre inéditos caminos de perversión. En este caso, un ejército de tecnócratas y asesores británicos y estadounidenses trabajaron duro para forzar la “cesión” y, a su vez, erigirse en garantes de los sueños de justicia y libertad. “Debemos evitar que se nos acuse de estar ‘traficando con territorio colonial’”, advertía un documento interno del Gobierno británico que encontró el experto en derecho internacional Philippe Sands, contratado por un grupo de chagosianos para litigar contra Gran Bretaña y Estados Unidos.

En su maniobra, los británicos mintieron a la ONU diciendo que en el archipiélago de Chagos no había personas viviendo de modo “permanente”. Y para demostrarlo es probable que en algún despacho de Londres se brindara por una excelente idea: la metrópolis crearía un documento en el que, de un solo golpe burocrático, “transformaría” a los habitantes de esas islas en “trabajadores contratados” por el Gobierno británico.

Así se forzó la ficción de que allí no vivía nadie. De ese modo, se armó el relato de que a las suntuosas aves del archipiélago apenas “les acompañan unos cuantos Tarzanes o Viernes [en alusión a uno de los protagonistas de la novela Robinson Crusoe, del escritor Daniel Dafoe], cuyos orígenes son oscuros”, leyeron asombrados Sands y su equipo legal en un cable diplomático británico fechado en 1966.

Años antes, a finales de la década de 1990, con ayuda de otros abogados, la población chaguiana casi consigue volver a sus casas gracias a diversas presiones y denuncias ante la ONU.

Pero la cartografía geopolítica es brutalmente tenaz. En marzo de 2003 se inició la guerra de Irak, liderada por Estados Unidos y el Reino Unido. De golpe, la isla de Diego García se transformó en un espacio de importancia vital, al convertirse en la base militar desde donde despegaron los primeros bombarderos B1, B2 y B52 que iniciaron el conflicto. Todo el trabajo, todas las ilusiones, todas las reuniones, debates y juicios se transformaron en una ilusión legal, y los chaguianos se quedaron sin poder volver a su tierra.

En el libro La última colonia, Sands da cuenta de todo el proceso judicial por aquella flagrante expulsión. Hay un capítulo en el que detalla que, en una visita “conmemorativa” en la que se permitió a un puñado de chagosianos visitar sus islas por unas horas, vieron que en Diego García el cementerio de perros de los soldados estadounidenses era hermoso, limpio y estaba muy cuidado, mientras que el cementerio de sus antepasados estaba lleno de maleza y sucio. Fue una imagen que les dejó sin aliento. Algunos tiraron la toalla y se rindieron. Pero la mayoría no lo hicieron. Tras un nuevo litigio, en 2019 la Asamblea General de Naciones Unidas votó de manera abrumadoramente mayoritaria a favor de la devolución del archipiélago de Chagos a Mauricio. Según esa sentencia, los chagosianos podían regresar a sus islas. Pero el Gobierno británico se negó a acatar la recomendación de la ONU. Tras nuevas presiones, a finales de 2022 el Reino Unido anunció su disposición a negociar, y el pasado otoño finalmente cedió a las demandas de los habitantes de Chagos.

Hay una frase que Sands repite una y otra vez en conversaciones, entrevistas y conferencias: “Las ideas importan, las palabras importan, la escritura importa”.

“Y el hombre no se halla completo, ni se revela a sí mismo,

ni ve lo invisible, sino en su íntima relación con la naturaleza”. (José Martí)

Toda la hondura del tiempo, en el canto de un mirlo.

El paradigma del ser humano de hoy es el de un hombre alejado del mundo que se piensa dueño y conocedor de él.

Corrompen, destruyen la vida, y a lo que queda lo llaman “realidad”. Y luego proclaman el realismo. “¡Hay que ser realista!”.

(el topógrafo)

“…y él no veía los ángeles yendo y viniendo, sino que se dedicaba a buscar el viejo hoyo de un poste en medio del paraíso”. (H.D.Thoreau)

Para escuchar el canto del pájaro, antes hay que oírlo.

El ser humano vive ajeno a sí mismo, no funda ni abre espacio en su andar. No deviene porque no está; apenas pasa, sin saberlo.

Repetirlo hasta asumirlo plenamente: “El realismo es una corrupción de la realidad”. (Wallace Stevens)

Todo en la naturaleza vive en sí, como tú mismo, nada es objeto de visión. Ella vive en un adentro que el ser humano hace tiempo dejó de percibir. En ese adentro calla y canta el pájaro, habla y calla el árbol.

El árbol es el hermano natural del hombre.

La naturaleza nos mira, nos toca, nos habla, en su vigilia atenta al ser. De noche, en el sueño, escucha nuestro rumor callado.

“Los árboles nos hablan una lengua que entendemos”. (José Martí)

 Bajo tus pies desnudos, constelaciones de hierba.

La corteza del árbol siente y señala en sí cada roce, cambio de aire y luz, sonido, canto, agua; también la mirada del ser que comprende.

 En lo invisible de la naturaleza, ver es también ser visto.

“Nosotros no tenemos nunca, ni siquiera un solo día, el espacio puro ante nosotros, al que las flores se abren infinitamente”. (R.M. Rilke)

El bosque solo ve —percibe con toda intensidad— lo invisible del ser humano que en él se adentra.

Nuestro espacio, el lugar de cada ser, oculta en lo más hondo de sí la esencia del tiempo.

“El camino más claro hacía el universo pasa por un bosque virgen”. (John Muir)


El asombro que nos produce la contemplación del universo en la noche no debería ser mayor que el que sentimos ante un árbol en el fulgor de su presencia.

Deja que todo te envuelva —porque todo te envuelve. 

El árbol está, no espera, en su ahora late el tiempo entero; en su nada, la esperanza.

Al atardecer, la naturaleza percibe las voces amigas.

Matices de la luz en el tronco de un árbol.

“Bienvenidos a nuestro mundo,

al mundo real,

el mundo de los fuertes

que se comen a los débiles.

Bienvenidos al mundo

en que la persona piensa solo en sí misma

y se olvida de los que sufren en silencio.

El mundo oculto. Sí.

Este es nuestro mundo.

Yo! Salam aleikum, brother,

vayamos en un viaje al otro mundo,

al mundo de la pobreza,

donde hay personas a las que vemos 

como si no existieran. 

Vayamos adonde los humanos 

viven la crueldad de la vida. 

Mientras tú duermes en una cama blanda

con una almohada suave bajo la cabeza,

hay una persona que pasa frío en la calle.

Su cama, un cartón; y su almohada, 

una mochila con sus pocas pertenencias.

El pobre espera que salga el sol

pa que se vaya el dolor”. 

(…)

Este es el arranque del rap Mientras tú, de Beny 5, que en realidad se llama Moha Benyamna. Moha vivió en un centro para menores en Cataluña hasta que cumplió la mayoría de edad. A través del programa Acull (“Acoge”), de la asociación Punt de Referència, conoció a Lali Escolà, que lo acogió en su casa durante nueve meses. Ahora Moha tiene 25 años y vive en Barcelona, aunque trabaja en la vecina Granollers.

El primer día que lo entrevisté, antes de irse a toda velocidad con el patinete eléctrico que usa para trabajar como repartidor, reprodujo en su móvil, con una sonrisa, este rap reivindicativo. Así que, como respuesta, no voy a escribir un reportaje sobre él, sino que voy a recoger el guante y le voy a dedicar otro poema narrativo, pero en la forma tradicional del romance.

Moha en el balcón del piso de Lali en Barcelona, donde estuvo acogido durante nueve meses. Anna Surinyach

Que empiece el combate:

Te pregunto por tu casa,

si descansaba entre pinos;

no es la mejor manera

de empezar a hablar contigo.

Tu madre vendió la casa

para pagarte el camino.

Adolescente, te fuiste

de Marruecos, clandestino,

obligado, ilusionado,

como tantos otros chicos.

Fue en dos mil diecinueve,

un enero no tan frío.

Con un cristal te cortaste

la mano, quedaste herido,

y recorriste la ruta

con un vendaje bien fino.

Desierto y hacia el norte,

—el desafío marino—

España, el sur de Europa;

no sabías tu destino.

Llegaste a Barcelona

y te sentías perdido

en un centro de menores

donde buscaste abrigo.

Siempre hablabas con mamá

y tus primeros amigos.

Hacías vídeos con bromas

desde el humor sin sentido;

nacía una estrella

de la risa sin testigos:

YouTube, cámara oculta,

placer para el algoritmo.

Te quedaste en la calle,

corrieron en tu auxilio

Lali y una asociación; 

calor, piso compartido

te ofrecieron enseguida.

Empezaba tu destino.

Aprovechaste el momento,

no te quedaste dormido.

Lali tiene siete hermanos

y vivió con cuatro hijos,

pero ahora vivirá

con Moha y otros chicos;

Lali es muy solidaria,

a muchos tiene acogidos.

Este es el primer lugar

decente, no compartido,

me dices: que es difícil

vivir con cuarenta tíos.

Macarrones (mmm) con queso,

—te sientes un renacido—

también crema de verduras,

del Barça algún partido,

Lali y sus clases de yoga,

Moha, perfecto inquilino.

Ya quieres a la yaya, que

juega al dominó con tino.

“Estudia”, te dice Lali,

aunque eso no va contigo.

Té con menta. Macarrones.

Te ves series de corrido:

Berlín, La casa de papel,

Daddy Yankee al oído

—y Morad y Karol G—.

Se acabó el tiempo, amigo.

En esta mesa, punto de encuentro del piso, Lali y Moha compartieron cariño y respeto. Anna Surinyach

Te vas de casa de Lali:

adiós, tiempo compartido.

Aún no tienes papeles

y trabajas clandestino.

Ganas algo de dinero;

a la familia se ha ido.

Todo el mundo conoce

a Mohamed y su temido

patinete de reparto.

La cuenta te han vendido,

te quitan treinta por ciento

mejor que ser campesino

o estar en la construcción,

aunque parezca mezquino.

Te para la policía,

cantas tu rap repentino.

No robas pero te roban:

eres víctima del timo.

Moha, eres un currela,

vuelas si cae un pedido

de la mañana a la noche.

Sigues. Le sacas partido.

Con tu novia en Barcelona,

vida y piso compartido.

Tras muchos años lo logras,

ya tienes el NIE genuino,

echas de menos a Lali,

Lali acoge a otros chicos.

En Marruecos tu abuela

muere, estás confundido.

Con el patinete a cuestas

a Granollers te has ido,

adolescente youtuber,

pillín, que no engreído:

ya nadie te llama mena,

tu futuro es atrevido.

Siempre hablas con mamá,

hablas con raro sigilo,

tienes una nueva casa

pero no están tus amigos.

No te acuerdas de la ruta

del dolor o sus motivos,

solo recuerdas el miedo:

porque fuiste un prohibido.

Durante la acogida, Moha y la madre de Lali entablaron una relación especial.
Imágenes cedidas por Lali Escolà

El pasaporte de Musa

Desde hace dos décadas, la asociación Punt de Referència pone en contacto a familias o personas que tienen espacio en casa, como Lali, con jóvenes que necesitan acogida, como Moha. El ámbito de actuación es Barcelona y su zona metropolitana. El proyecto Acull propone un pacto inicial de convivencia de nueve meses entre ambas partes. Un tiempo que permite al joven centrarse en sus estudios, tener un espacio donde desarrollar su autonomía y, sobre todo, trazar un nuevo horizonte.

“El proyecto nació para acompañar a jóvenes que salían del sistema de protección de menores, porque no tenían una red de apoyo que los acompañara en este momento de emancipación”, dice Bàrbara Bort, responsable del proyecto Acull.

La idea es sencilla, pero su aplicación está llena de detalles complejos que solo alguien que conoce por dentro el proceso, como Bàrbara, puede describir. Los emparejamientos los hace Punt de Referència: se tienen en cuenta las preferencias de los jóvenes, pero las partes implicadas en ningún caso pueden escoger un perfil (edad, género, orígen…). Las asignaciones las hace Punt de Referència teniendo en cuenta los intereses y necesidades de todo el mundo. Se hace una formación a las familias o personas que acogen: deben acompañar al joven en el tránsito a la emancipación, a través de un vínculo afectivo, pero sin ir más allá, aunque a veces sea difícil. La familia recibe una dotación de 300 euros mensuales para cubrir los gastos de manutención, pero no debe haber transacciones económicas entre ambas partes, porque eso podría generar una relación de dependencia, que pondría en riesgo el vínculo entre joven y familia de acogida. Esta iniciativa tapa alguno de los agujeros generados por el sistema.

Pero no todo son buenas noticias.

“Hemos notado, sobre todo a raíz de la pandemia, que ha habido un bajón en la demanda de familias para acoger, algo que no hemos notado tanto en otros programas de voluntariado”, dice Bort. “Es verdad que este programa requiere más compromiso, pero atribuimos ese bajón a la incertidumbre social, económica y política, y a la discusión pública sobre personas migrantes”.

En concreto, la imagen de estos jóvenes que proyectan algunos medios de comunicación, dice Bort, en particular los que usan de forma mayoritaria el deshumanizador acrónimo de “menas”, está llena de “demagogia” y ha tenido un impacto negativo en este proyecto.

Cada vez es más difícil encontrar a Lalis. 

O a Joanas.

***

A sus 76 años, acoger a un adolescente en su casa significa para Joana Vives Salvadó abrir la mente. “A medida que nos vamos haciendo grandes, solemos cerrarnos”, reconoce. Aunque parece una aseveración genérica, enseguida la matiza con su habitual prudencia: “Lo digo por mí, ¿eh?”. La agenda de Joana es intensa, y ahora tendrá que ver si baja un poco el ritmo o si lo intenta mantener.

—Mi marido murió en 2009 —dice sentada en la mesa de su comedor, en el barrio del Eixample de Barcelona—. Al poco tiempo mi hijo se fue de Erasmus a París. Al cabo de dos meses ya fui a verlo.

Su hijo volvió a Barcelona y se independizó en 2014.

—Estoy segura de que tardó más por el reparo a dejarme sola. Lo sé. Hasta que al final le dije: tienes que hacer tu vida. Y cuando se fue… entonces sí que fue como un segundo duelo. A ver, evidentemente el golpe emocional es incomparable, lo digo más en el sentido de sentirse acompañada… porque fue el momento en que ya no había nadie más en casa. Fue otro duelo. No sé si se lo he dicho alguna vez. No sé si lo puedes publicar.

Si están leyendo esto es porque Joana ha aceptado que se publique. Dice que su hijo la visita con asiduidad. Que se siente incluso “egoísta” por pensar eso. No se lamenta; solo expresa, con una lógica aplastante, la realidad de un momento que debía llegar tarde o temprano.

—Tienes la sensación de que realmente estás sola cuando cierras la puerta, porque no hay nadie más.

Nadie gira ya la llave de la puerta sin que lo espere. Hasta finales de marzo de 2024. El momento en que Musa entra en su vida.

***

Musa, en su habitación del piso de Joana. Aquí ganó autonomía y tomó impulso para una nueva etapa de su vida. Anna Surinyach

Musa Jadama ya conoce uno de los aspectos esenciales de la vida cotidiana en su nuevo país. No importa lo temprano que se levante: cada mañana corre el riesgo de llegar tarde a su destino por culpa de los trenes de cercanías de Renfe. Está haciendo un curso de soldadura en Vilafranca del Penedès, a las afueras de Barcelona, que espera que le sirva para entrar en el mercado laboral. Pero su vida pronto va a cambiar. Y ese cambio, obviamente, no pasa por una mejora en la puntualidad de la Renfe. 

Pasa por Joana.

Está concentrado, casi obsesionado con el presente: atrás quedan su Gambia natal, el viaje por tierra y mar hasta las islas Canarias, el traslado a la península, el paso frustrante por varios centros para menores; ahora se está mudando, porque va a ser acogido en un piso de Barcelona por una mujer a la cual aún no conoce —y eso es lo único que importa.

A sus 19 años, después de meses oyendo mena mena mena no acompañado los titulares de prensa Vox gritando avalancha delincuentes por qué no se van a su país, vivir en casa de Joana se presenta como una forma de empezar a sentirse adulto y acompañado.

***

“Benvingut a casa, Musa!”

Joana recibió a Musa en su piso con este mensaje escrito en una cartulina. Se abrió entonces el periodo de tanteo. Cómo respiras. De qué pie cojeas. Cuáles son tus manías.

El inicio de la acogida es un momento lleno de incertidumbre. Pero también de esperanza. Anna Surinyach

—Yo me levanto temprano —le dijo Musa a Joana poco después de empezar a convivir con ella.

—¡Yo no!

Un mes después del inicio de la aventura, Musa seguía levantándose temprano, pero ya no se pegaba madrugones, porque dejó de ir a Vilafranca del Penedès para acudir a un curso de electricista en la misma Barcelona. Ya iba conociendo mejor la ciudad, por la cual podía moverse, además, sin necesidad de usar la Renfe.

—Yo te enseñaré catalán… —le dijo Joana.

—Y yo te enseñaré mandinga.

Una de las primeras cosas que Musa entendió rápido es que para Joana es muy importante el catalán. Su supervivencia como lengua, su importancia cultural —y también que él la hable. Empezaron —Joana es filóloga— con clases más o menos formales, pero pronto las pasaron, como dice Musa, “al día a día”. Joana le habló en catalán desde el primer día, y Musa le respondió al principio en castellano y luego siempre que pudo en catalán. Así no solo adquiría Musa herramientas para desenvolverse mejor en su día a día, sino que se creaba una conexión. 

—Me ha dado tranquilidad conocerlo, ponerle cara… —dice Joana, que se fijó desde el principio en la sonrisa franca de Musa, aunque en eso no es nada original, porque todo el mundo se fija en su sonrisa franca—. Valoro mucho que casi sin conocernos, sin forzarlo, empezara a contarme ya cómo había llegado, en patera…

***

Durante casi dos décadas he cubierto como periodista movimientos de población. He pecado, como tantos otros, de subrayar demasiado el dolor en la guerra, el trauma en la huida y la acción trepidante en las rutas. Pero he constatado en todos estos años que, demasiado a menudo, el presente es el principal motivo de sufrimiento de la gente que se mueve. 

(Las personas refugiadas de Afganistán varadas en la isla griega de Lesbos durante años están más angustiadas por su estatus legal —el asilo que no llega— que por el dolor que experimentaron cruzando Asia Central y Turquía).

Lo mismo le pasa a Musa. Cuenta de forma abierta cómo salió de Gambia sin que su madre lo supiera, cómo se subió a un cayuco, cómo llegó a las islas Canarias y después a Cataluña. Pero esta vez no nos vamos a detener aquí, sino en lo que castiga su tranquilidad cada día: su situación irregular, la burocracia. El laberinto —ahora sí hay que usar el cliché— kafkiano que empezó con la acogida en un centro para menores, más de un año antes de entrar en casa de Joana.  

—En el centro muy mal —dice Musa, que se expresa con alegría y claridad cuando habla de otras cosas, pero que frunce el ceño y se aturulla cuando recuerda aquella fase—. No puedo decir que todos los trabajadores [del centro] son malos, pero algunos son muy malos.

Musa asegura que algunos chicos del centro no lo trataron bien, y tampoco uno de los educadores, al que tacha de racista. Aunque la convivencia en estos centros es mejor de lo que su proyección pública sugiere, arrastran problemas graves: la tendencia a habilitar macrocentros en lugar de espacios más reducidos donde atender mejor a los jóvenes, los debates tóxicos alrededor de los centros, un personal con condiciones laborales desiguales —la mayoría de centros está en manos de entidades subcontratadas por las administraciones públicas, tan diversas como los mismos adolescentes—… Se pone el acento, precisamente, sobre el origen diverso de los jóvenes, pero hay algo más decisivo que comparten y que explica las dificultades para gestionar este momento: son adolescentes angustiados, porque saben que en cualquier momento pueden ser expulsados del sistema.

—Cuando no estaba estudiando, estaba en la cama. No quería tener problemas. Me decían: vamos a jugar a fútbol. Y decía que no.

Un día, de regreso de su curso de fontanería, llovía a cántaros y Musa llamó al centro para que vinieran a recogerlo en coche (tienen vehículos preparados para momentos de emergencia). Dice que no lo recogieron y después tuvo un enfrentamiento con aquel educador.

—Pues que sepas que desde el centro me hablaron muy bien de ti —lo interrumpe Bàrbara Bort, de Punt de Referència, que ha estado acompañando a Musa en todo este proceso.

Estamos en el comedor de la casa de Joana, unas semanas después del inicio de la acogida. Mientras charlamos de otras cosas, Musa está relajado, se le ve feliz en su nuevo espacio cotidiano, pero se lo llevan los demonios cuando recuerda aquella época.

—Hablaste con otra educadora que me trataba muy bien —responde Musa.

Bàrbara asiente.

—Un día, mientras dormía en el centro, me dijeron que tenía una cita con la Fiscalía [de menores] —retoma el relato Musa—. Les dije que por qué no me habían avisado antes. “No voy”.

Se había puesto en marcha un procedimiento de determinación de la edad, algo temido por jóvenes como Musa. Estas pruebas, en concreto las que miden el grado de maduración ósea o dental, han sido tachadas de imprecisas por organizaciones de derechos humanos. Pero hay algo más duro en el caso de Musa: él tenía pasaporte, y en él decía que le faltaba medio año para cumplir la mayoría de edad. No era demasiado, pero sí suficiente como para empezar a planear su futuro. Si se demostraba su mayoría de edad, pasaría automáticamente a estar en situación irregular. Algo que incluso ha llevado a algunos chicos a suicidarse.

—Dije que quería un abogado. Me dieron el número de una mujer y me dijeron que era mi abogada [de oficio].

Punt de Referència dio apoyo a Musa en este proceso. La abogada de oficio al principio no parecía estar informada de que llevaría el caso de Musa, pero acabaron aclarando que sí. Fue justo una semana antes de la cita judicial: sin el apoyo de Bàrbara, Musa lo habría tenido más difícil. Se dieron cuenta entonces de que el nombre que constaba en el expediente era el mismo, el de Musa, pero no el apellido. ¿Pero es él?, preguntaron antes del día. Sí, es él, les respondieron.

El día D, cuando Musa y Bàrbara estaban en la estación de Sants preparados para ir a la Ciutat de la Justícia, recibieron una llamada del centro: no vayáis, se han equivocado de nombre. Bàrbara llamó a un abogado de confianza, experto en extranjería, y quedaron en que irían igualmente y que él les echaría una mano. Una vez allí, se vieron con este abogado y con el de oficio —del mismo bufete de la abogada, que finalmente le había pasado el caso—, y se dieron cuenta de que no había un error: había dos personas.

—El otro nombre existía, pero nadie sabía dónde estaba el joven —dice Bàrbara—. ¡Y era un chaval ciego de un ojo! Lo habían expulsado de un centro y nadie lo acompañaba. No se presentó a juicio.

Ambos eran de Gambia y se llamaban Musa, pero el parecido era imposible, sobre todo a causa de ese ojo. Ello no evitó la confusión, una dolorosa muestra de racismo institucional.

—Cuando vas a mirar dónde está el origen del error… es que físicamente no tienen ninguna semejanza, es evidente que no son la misma persona. Daba la sensación de que miraban el expediente tres minutos antes de entrar.

Musa y su abogado se pusieron manos a la obra para denunciar la situación. Pero se decretó su mayoría de edad, y tuvo que salir del centro. Entonces entraron en juego el programa de Punt de Referència y la familia de acogida, Joana, que lanzaron un flotador salvavidas a Musa en el momento que más lo necesitaba.

Después podrá caminar solo.

Musa en su habitación. En el piso de Joana se sentía mucho mejor que en un centro para menores. Anna Surinyach

***

Ha pasado medio año desde que Musa llegó a la casa de Joana. O visto al revés: le quedan tres meses para marcharse. El programa es de nueve meses, aunque es prorrogable. El tiempo pasa volando, dice el cliché.

—¿Estará ya? —pregunta Joana.

—Sí.

Hablan en la cocina. Musa prepara su plato estrella, el mafe, un guiso versátil que hoy tendrá arroz y cordero. Joana le pregunta y le repregunta: quiere que Musa le conteste directamente en catalán. No aspira a convertirse en su tutora, o en una figura matriarcal, o en alguien que guíe su rumbo. Ni lo pretende ni se espera eso de ella, porque supondría una mala interpretación del proceso de acogida —por parte de ambos. Pero sí le gustaría sembrar una semilla. 

La lengua.

Agaf…

—Vuelve a intentarlo —le pide Joana. 

—No puedo.

—Sí que puedes, esfuérzate.

—Me esfuerzo pero no puedo.

Agafo… (Cojo…). 

Agafo —repite Musa. 

Es que, si no, dices “no puedo” y te quedas tan ancho. Sí que puedes.

Mica en mica… (poco a poco).

S’omple la pica! —sonríe Joana cuando oye el inicio del refrán que llama a la paciencia para llenar el pilón poco a poco—. Esa sí que la aprendiste… Nadie nace enseñado.

—Me cuesta mucho.

—Pero si te frenas y dices “no puedo”… ¿Verdad que has podido decir esto? Tú ya entiendes el catalán. Poco a poco irás entendiendo más palabras… Lo que interesa es que la gente te entienda. Y que tú los entiendas.

—Yo entiendo, pero hablar bien me cuesta mucho.

—Esta es mi batalla, chato, ya sabes que me haría mucha ilusión que acabaras entendiéndolo y hablándolo, porque será la única manera de que cuando muera te acuerdes de mí. ¡Joana, que es una pesadilla y que no me deja vivir!

—Nunca diré eso, ya lo sabes… pero son muchas lenguas.

—¿Tú sabes que cuantas más lenguas se saben, más fácil es aprender otra?

—Bueno…

—Tu cerebro se va abriendo, aún es joven; el mío ya no, se va cerrando.

—Sí, es verdad.

—Vaya sermones, chato.

Joana y Musa se entienden bien. Siempre recordarán los nueve meses que pasaron juntos. Anna Surinyach

***

Después de nueve meses de mafe y macarrones, de hacer la limpieza los fines de semana, de alguna excursión, de insomnio y descanso, de clases de catalán que no son clases de catalán, de TikTok y ver la serie Resurrección en el móvil (Musa), de enterarse de quién es Murad (Joana), Musa se ha ido.

Joana ha recuperado el juego de llaves del invitado. Está satisfecha: todo ha ido sobre ruedas. Pero también está cansada.

—La convivencia ha sido intensa. Pero no debido a un choque de culturas, sino porque él es adolescente y yo podría ser su abuela —dice Joana en la mesa de su comedor, escenario de tantas y tantas conversaciones con Musa.

—Es una experiencia que hay que tener —dice Joana sobre la acogida—. Pero tienes que estar bien informada antes de hacerla. Te preparan, pero a mí me ha costado más de lo que creía.

Dice Joana que su caso no es el mismo que el de parejas o familias con algún miembro adolescente en el que la persona acogida se pueda reflejar.

—Me costó al principio porque llevaba muchos años viviendo sola —dice Joana—. Me ha costado, también, no ser demasiado protectora… 

No siempre sucede, pero Joana sigue en contacto con Musa. Se van contando cómo avanza todo. Ahora Musa vuela hacia una nueva vida. Y Joana se prepara para retomar su intensa agenda —clases de catalán como voluntaria, compromisos familiares, encuentros con amigas, presentaciones de libros—, aunque con otra perspectiva.

—No es por ponerme medallas, pero creo que al final lo he conseguido.

Musa se ha ido a Mataró, a unos treinta kilómetros de Barcelona. Allí convive con otros chicos en un piso de acogida, la solución temporal que ha encontrado.

—He aprendido mucho, he disfrutado mucho, Joana me ha enseñado mucho —dice Musa en el sofá del piso de Mataró, pulcro y casi carente de decoración—. Estoy buscando un equipo de fútbol para jugar aquí.

Es el mes de febrero, pero Musa ya va en camiseta de manga corta. Su habitual risa franca tiene otro matiz: una alegría despreocupada. 

—Estaba muy preocupado por los papeles. Ahora ya no.

Ha conseguido regularizar su situación, y ya está buscando curro.

Al día siguiente va a una entrevista de trabajo con una empresa de mudanzas. Lo contratan. 

Pero hay cosas que no cambian: tendrá que levantarse temprano, porque trabaja en Barcelona y eso significa, desgraciadamente, que deberá viajar en la Renfe.

Contra el acrónimo “menas”

Los fríos acrónimos para designar comunidades. Menas: menores extranjeros no acompañados. Menores: un término legal, despojado de la ternura de la adolescencia. No acompañados: la negación para definir. Acrónimos deshumanizadores que se calientan, que se convierten en un arma arrojadiza: en el caso de España, para que la extrema derecha agite el racismo y la islamofobia, hasta que la palabra, el acrónimo, ya ni siquiera se refiera a lo que en un principio se refería, porque todo el mundo sabe que esto va mucho más allá de los “menores”.

Según el Ministerio del Interior, a finales de 2024 había “un total de 17.452 personas

de 16 a 23 años menores tuteladas o jóvenes extuteladas”. Más de 10.000 son de Marruecos, como Moha; más de 2.000 son de Gambia, como Musa. Otras nacionalidades importantes: Argelia, Senegal, Mali, Guinea, Pakistán. Una realidad diversa que va más allá del estereotipo racista que se ha fabricado, que responde a chaval marroquí que se dedica a robar (los datos oficiales desmienten que exista una relación directa entre el aumento de niños y adolescentes migrantes y el índice de delincuencia). 

Adolescentes víctimas del racismo y de la demagogia política.

Una de las vergüenzas de nuestro tiempo es que el poder instrumentalice a personas en una situación vulnerable para sacar rédito político. O para tapar sus vergüenzas. Pasó en 2015 con la mal llamada crisis de los refugiados, cuando un millón de personas, la mayoría de Siria y Afganistán, llegaron a Europa de forma irregular. Se puso en marcha entonces el llamado sistema de cuotas, en virtud del cual los Estados miembros de la UE debían acoger de forma obligatoria a un número concreto de personas refugiadas, y enseguida empezaron las disputas para acoger a unos miles más o menos. Se usaron esas cifras como arma política contra los vecinos e incluso como una forma de reivindicar los intereses propios. La crisis de la que se hablaba en los medios en 2015 no era la de las personas que atravesaban Europa, sino de la propia Europa, incapaz de gestionar la situación.

Algo parecido sucedió este año en España, aunque a una escala más ridícula. El hacinamiento de casi 6.000 jóvenes llegados a las islas Canarias —de los cuales, por cierto, tan solo unos 800 estaban regularizados— hizo que el Gobierno activara un mecanismo para repartirlos en diferentes comunidades autónomas. Si en el caso de la UE se recurrió a las cuotas —como si las personas refugiadas fueran un producto lácteo—, en España se tuvo que diseñar una fórmula a partir de criterios como la población, renta per cápita, tasa de paro, el esfuerzo previo… Casi un algoritmo para repartir a unos miles de adolescentes. Las comunidades gobernadas por el Partido Popular se negaron a aceptar su distribución. Junts pactó con el Gobierno un reparto que se reduciría a 20 o 30 jóvenes en Cataluña. Peones de una partida de ajedrez en la que el mensaje para la población general, para satisfacción de la ultraderecha, era claro: son un problema, no los queremos.

Y entonces no se vuelve a hablar de ellos y ellas y hasta la próxima trifulca política.

¿Pero qué pensarán ellos y ellas?

¿Qué pasará por sus cabezas?

Kayla sin filtros

Kayla no se llama Kayla: escoge este seudónimo escrito así, con i griega. Tiene 20 años y es de Guinea. Llegó a la provincia de Lleida con su familia. 

Este es el torbellino que hay en su cabeza:

“Yo llegué aquí a España cuando tenía… ¿Sabes que no tengo 20 años? En mi NIE dice que tengo 20 años, pero tengo 18. Eso me jodió la vida, porque a la hora de estudiar estaba sentada con gente mayor, pero ellos no sabían que eran mayores que yo. En mi país estaba como en primero de la ESO, y aquí me mandaron directamente a cuarto. Bueno, llegué aquí en noviembre de 2019. Y en 2021 mi padre me obligó a casarme con mi primo lejano. Me quedé dos meses con él. No quería casarme, pero mi padre me dijo que si no quería casarme solo tenía dos opciones. O te mato o te devuelvo a Guinea. Pero yo no quería volver a Guinea en ese momento. Porque mi padre me habría castigado. No me habría dado dinero ni nada. Yo nací en la capital. No sé cómo está la vida de los pueblos. No quiero vivir en el pueblo. Yo no quería irme. Y no quería morirme tampoco. Así que tuve que casarme. Llamé al chico para explicárselo. Por favor, explícale a mi padre que no quiero casarme. Que soy joven, tengo 15 años. Que quiero seguir estudiando. Yo quiero casarme cuando me dé la gana. No sé qué le contó ese chico a mi padre. Mi padre vino a matarme. Me estranguló. Durante un mes dormí muy inquieta. Y acepté casarme con mi primo lejano ese. Me quedé como dos o tres meses con él. No pude quejarme. Porque si me quejaba, iría a hablar con mi padre. Y mi padre me iba a matar. Literalmente, me iba a pegar. No podía más. Hasta que un día salí de casa, como si fuera al instituto, con la mochila, y ya no volví. Mi profesora de catalán, Carme, me ayudó a salir del matrimonio forzado. Me ayudaron los servicios sociales. Me ayudaron muchísimo. Estuve dos meses en Girona. Después, de Girona a Barcelona, en 2022. Y… ya, ahora estoy viviendo bien. 

No hablo con mi familia como en un año y medio. No. Ellos no saben si estoy viva o muerta, no saben nada. Me fui y ese día le dije a mi marido que para mí no es mi marido. Aquí tengo las llaves. Son como un trofeo, porque son del sitio de donde quería salir. 

Cuando llegué a Barcelona empecé a estudiar y a trabajar. A vivir bien. A vivir como me da la gana. Antes tenía también el hiyab. Mi padre me pegaba por quitármelo. Yo no quería llevarlo. Ni rezar cinco veces al día. No me sentía reflejada en el islam. Porque para mí las mujeres no tienen ningún derecho. Son como cabras que siguen a los hombres, que son los pastores. 

Vivía en un centro para jóvenes, en Barcelona, aquí en el centro. Yo quería salir porque no me sentía bien ahí, no comía bien. Pesaba 43 kilos, algo así. La comida era… yo creo que estaba caducada. En plan, yo creo que es una comida que regalan desde tiendas o comercios. Ahora peso 56 kilos. En un año. Y me robaban la ropa. Había algunas personas que, por ejemplo, a la hora de dormir, estaban gritando, poniendo música, no respetaban la convivencia. Me dijeron que me ayudarían a salir de ahí. Yo dije que si no me largaría. Hasta que entré en un piso [de acogida, a través de Punt de Referència].

Desde mi punto de vista, la acogida es como algo temporal. Sí, estarás en una familia, sí, te apoyarán, sí, pero no serán tu familia, no son tu familia, en plan, siempre habrá algo que falta, ¿sabes? Que no encaja tampoco. 

[Después de la acogida] me he mudado al barrio de la Florida [en las afueras de Barcelona], me ha ayudado la persona con la que estaba viviendo. Me ha ayudado mucho, estoy agradecida. Ha ido muy bien la mudanza, aunque no teníamos ascensor, había tres plantas. Hemos hecho mucha ida y vuelta, madre mía, me he quedado con los pies que me duelen hasta ahora. No me imagino cómo estará él. Ahora estoy viviendo con un guineano y un marroquí. Pero antes me timaron. Encontré una habitación, pagué la fianza y el tío me sacaba cada semana una ¿cómo se llama? una excusa. En plan, su primera excusa era que está fuera de Barcelona, no me puede dar las llaves. Yo le dije, no te preocupes, cuando vuelvas me darás las llaves.Y la segunda semana me dijo, estoy en el hospital, no sé qué, me van a operar. Yo le dije, no te preocupes, recupérate. Y la segunda semana, ¿tú sabes cuándo vas a salir? En plan que yo necesito salir ya, yo necesito que me des el dinero o la llave. Es que no sé cuándo voy a salir. Mándame la ubicación de tu hospital, como sea, yo me voy a buscar la llave hasta allí. O mándame mi dinero, que no tengo dinero suficiente en mi cuenta. Cuando me fui a denunciarlo, la policía me dijo que el chico es muy limpio, que no ha hecho nada en su vida. Un día estaba tan cabreada que le dije: eres un hijo de puta, encontrás tu karma. Pero hasta ahora no tengo nada de mi dinero y por eso me quedé una semana más en la casa [de acogida]. Punt de Referència me ayudó a encontrar la nueva habitación, el sitio donde al final me he mudado.

Ahora estoy trabajando [en la zona metropolitana de Barcelona] como monitora escolar. Y me encantan los niños, a decir la verdad. Bueno, antes no me gustaban los pequeños. De pequeña siempre me veía como diseñadora de moda. Siempre estaba obsesionada con la ropa. La ropa de mi hermana, sus tacones. Dibujaba, pero me di cuenta de que no lo hacía bien. Tampoco me gusta coser. He intentado trabajar como costurera, pero no me ha gustado. No me ha gustado. Así que mis sueños se fueron, chau. Una vez trabajé como canguro y descubrí que me gustan los niños. Entonces decidí intentarlo, ver si se me daba bien. He estado dos meses y son unos amores. Quiero estudiar el grado superior de Educación Infantil. Porque… bueno, estoy formándome. Con los de infantil me entiendo bien. Pero los de primaria me toman el pelo. No me hacen caso. La semana pasada estaba con los de quinto de primaria. Había una niña que siempre está conmigo a la que un niño le dijo que no me tocara, porque soy negra. En la escuela hay solo mestizos, son negros a decir la verdad, pero soy la más negra para ellas, no tengo mi sitio para mí. La pequeña viene a decirme eso y yo: eso sí que es grande, tengo que hablar con la coordinadora. Me dijo que yo estaba enseñando insultos en francés, que yo le hablaba mal a los pequeños… Le dije que era un malentendido. Había un chico que tenía autismo, sus compañeros lo trataban fatal. Y les dije que no se trata a un amigo como a un tonto. Es una persona como vosotros. Eso no se hace. Y fueron diciendo que yo lo había tratado como un tonto. También vinieron a decirme fu. Yo les dije que fu significa tonto en francés. Entonces me dijeron [del centro] que no dijera eso. Que intentara controlar mis palabras, porque los niños siempre lo toman en sentido literal. Y yo bueno, vale, me disculpé. No volverá a pasar. Pero cuando le comenté [a la coordinadora] en plan sobre el racismo, me mandó callar. Me dijo no vayas por ahí, ¿eh? No vayas por ahí. Me ha dicho que no vaya por ahí porque nosotros los negros siempre nos estamos quejando. Si nos estamos quejando es por algo. Bueno, ¿tú me puedes regañar pero yo no puedo decir cómo me siento? Y me… ¿sabes con lo que me sale? Me sale con una comparación entre la homofobia y el racismo. ¿Tú crees que vosotros siempre sois los que estáis sufriendo? Yo también he sufrido por ser lesbiana, que no nos dejaban jugar a fútbol, me sale diciendo que no me queje, porque ella también ha sufrido rechazos sociales. Pero ¿qué me estás diciendo? Y bueno yo le dije si tú me estás saliendo con este comentario, los niños no me sorprenden, de verdad, y sabes qué, quédate tu bata y vete, y yo también le dije, mejor, no quiero estar en una escuela llena de racistas pesadas, y me fui llorando. He hablado con mi tutor de la formación, me están buscando otra escuela porque yo no quiero volver allí.

Yo, literalmente, siento decir esto, pero cada vez me dan más ganas de volver a mi país. Cada vez me dan más ganas. No estoy diciendo que en mi país todo esté guau, de color de rosa, pero al menos nadie me mirará como una rara. Al menos te sientes parte de una comunidad. 

Te critican por ser negra y por ser blanca también. Mi madre siempre me dice que los blancos me han lavado el cerebro, vuelve a casa, vuelve. Me siento como la gente mestiza, me critican porque dicen que eres menos negra, o que eres menos blanca. Yo no soy blanca, no me identifico como blanca, pero por maneras de pensar, los negros siempre me identifican como blanca, me dicen que soy así, en plan, que el hecho de llegar a Europa me ha quitado todo. Hay chicos negros que al saber que me gustan también las chicas me han dicho qué asco, estás pensando como una blanca. Siempre me han gustado las chicas, desde los diez años. Cuando llegué a Europa me di cuenta, guau, de que es lo normal, no era una loca, no era rara, es lo normal, mis sentimientos eran válidos, no tenía que ocultarlos. También siento que vivir en Europa me da un poco de privilegio. En mi país, si estás depresivo, te llaman tonto o loco, te dicen que algo no va bien en tu cabeza, al menos aquí me puedo sentir depresiva, con ansiedad, sin que nadie me juzgue, y que se me acompañe a lidiar con eso, a trabajar en eso, y puedo salir con quien me da la gana, no me pueden decir que me da asco, bueno, aquí también hay homofobia, pero no se puede comparar con mi país. Me siento agradecida de vivir también en Europa, porque esto me da un poco de privilegio y derecho, y antes estaba quejándome de que quiero irme a mi país, porque estoy sufriendo racismo, pero comparar el racismo que puedo aguantar aquí, o ir a mi país, que me miran como tonta, loca… si me voy a mi país tendré que fingir que no soy esa persona, soy una persona heterosexual, normal, y ya.

Siempre tengo los pensamientos de suicidio, pero nunca lo hago. Antes sí que me hacía daño, pero no para morirme, sino daño para calmar la cabeza, pero ahora no lo hago porque mi piel es tan bonita, no merece eso. Y bueno, nunca me atrevo a matarme, porque tengo miedo, normal. Quiero irme este año a Guinea para renovar rapidísimo mi pasaporte, para que no me pase lo que me ha pasado. 

Estoy muy feliz porque ahora mismo estoy muy bien, literalmente, mentalmente y físicamente. No me estoy agobiando porque el año pasado estaba siempre, siempre buscando un trabajo. Tenía los ánimos muy bajos porque necesitaba un trabajo, necesitaba pasta. No tenía pasta, no tenía trabajo. 

Cuando estoy angustiada me voy a la playa, siempre me voy a la playa de la Barceloneta, porque me encanta el viento que viene hacia mí, el sonido del agua, me calma, es como… me encanta, me gusta. También me gusta hacer meditación, y el yoga, pero lo que me cuesta son los estiramientos. Siempre los hago en mi cama, así, con la música india. Me encanta la India, me encanta Bollywood. En un futuro me veo viviendo allí. Crecí en Guinea viendo películas de Bollywood. Películas traducidas al francés”. 

El silencio de Ashi

El balcón de la habitación donde Ashi fue acogido, en el piso de Beatriz y Fernando. Anna Surinyach

Personajes:

Fernando

Beatriz

Ashi

Acto único:

Fernando, de 77 años, y su mujer Beatriz, de 75, en el salón de su piso en Barcelona. Comida con Ashi, el joven de pocas palabras que estuvo acogido aquí durante nueve meses. Es una comida de reencuentro: Ashi se emancipó y ahora trabaja en una peluquería.  

Fernando y Beatriz se enamoraron hace medio siglo en la India y aún guardan un libro antiguo de recetas indias en la cocina. Ashi es de la India, de la provincia de Punjab: una bonita casualidad. Toca menú indio, claro: garbanzos y pollo al curry. Cocina Fernando. Se conocen los tres, pero no se conocen. Hay nostalgia del tiempo vivido. Hay silencios en la mesa. Hay misterios en la mesa.

La cocina de Fernando y Beatriz tiene sabores indios. Anna Surinyach

Beatriz: El tema de comer indio, al menos para mí es un problema la rinitis, no sé si le pasa a todo el mundo…

Fernando: A mí siempre me faltan vitaminas. He puesto muy poco picante.

Ashi: Bueno, sí…

Beatriz: No hemos puesto pan. Porque contrarresta el picante, eh. Pero Ashi el otro día nos dijo que comía menos picante que cuando llegó…

Ashi: Ahora tampoco como mucho picante… Antes cuando estaba aquí en casa sí que comía picante.

Beatriz: [Hace un gesto con la mano] Cogías guindillas y te las partías así.

Fernando: Hacíamos la pasta con ajo y peperoncino.

Beatriz: ¿Qué has hecho con la peluquería hoy? 

Ashi: He cortado el pelo.

Beatriz: ¿Pero has cerrado ahora para venir a comer? 

[Ashi asiente sin decir nada].

Beatriz: El jefe de la peluquería es indio.

Ashi: Sí, es indio.

Beatriz: Pues es raro, ¿no? Porque normalmente son pakistaníes.

[Silencio].

Beatriz: Tú cuándo ibas al peluquero, cuando vivías aquí, que venías con looks diferentes… ¿eran pakistaníes o indios? 

Ashi: Eran pakistaníes.

Beatriz: Por el Raval, ¿no?

Ashi: Sí, por el Raval. 

Fernando: En Barcelona hay diez pakistaníes por cada indio, ¿no? Como mínimo. 

Beatriz: ¿Queréis más garbanzos? ¿Ashi?

Ashi: No, ya está bien. 

Beatriz: Luego hay pollo. 

[Silencio].

Fernando: Hacíamos dos horas de clase de lengua. Le costaba bastante ¡Era un gandul! 

Beatriz: Habéis puesto pollo al curry, pues yo encuentro que con el curry… y mira que allí no son de alcohol pero… apetece el vino.

Ashi: [Sin ánimo de corregir, animado por aportar algo a la conversación] Ahí toman yogur, Bea, yogur.

Beatriz: Es verdad, que tú tomabas yogur. Para compensar el picante. 

Fernando: Pollo, ¿eh? Con el arroz, hombre. 

Beatriz: Bueno, nos ponemos arroz, ¿no? Para comer el pollo. ¿Queréis o no? 

Fernando: Todo el mundo quiere.

[Mastican].

Beatriz: Hoy estás comiendo más, ¿eh? El último día comiste poquito. 

Fernando: ¿Está bueno? Le he puesto poca sal.

Beatriz: Para mí está perfecto.

[Silencio. Recuerdan los primeros días de convivencia]. 

Ashi: El primer día aquí, cuando entré con Bàrbara, no sabía nada de nada. Es que cuando estaba en el centro no hablaba muy bien español.

Fernando: No hablabas nada.

Ashi: En el centro hacíamos clases. En aquella época no hablaba con las personas de fuera.

Fernando: ¿Eran marroquíes?

Ashi: La mayoría, y cuando vine aquí con Bárbara yo no hablaba nada. 

Fernando: Ni palabra. 

[Ashi y Fernando ríen]. 

Ashi: Y después de ahí bien.

Beatriz: ¿Cómo nos viste? ¿Qué impresión te causamos? Porque esto nunca lo hemos hablado. 

Fernando: Yo era un poco viejo, ¿no? 

[Repiqueteo de cubiertos].

Ashi: Es que yo echaba de menos a mi familia. Necesitaba salir del centro. Había muchos chicos, había dos plantas, primera y segunda. En cada planta yo creo que había 20 chicos. Cuando entraba en el centro tampoco… Si alguien entra de Marruecos tiene sus paisanos y todo eso. Yo hablaba inglés y ahí tampoco… ellos no hablaban. Fue un poco duro. Punt de Referència contactó con el centro, y el centro quería que participara en el proyecto. 

Beatriz: ¿Qué expectativas tenías? ¿Te habías hecho una idea de cómo seríamos? 

Ashi: No, yo imaginaba qué cosas hacía con mi familia…

Fernando: [Juguetón] Esperabas una familia parecida a la tuya, ¿no? Pues no, mira…

Beatriz: [Ríe] Somos de la edad de tus abuelos.

Ashi: [No quiere responder a eso] Me acuerdo de las clases sobre todo.

[Todos ríen porque antes Fernando le dijo que era vago].

Ashi: Las clases, la cocina, los viajes…

Beatriz: El último día que nos vimos recordabas el viaje que hicimos al delta del Ebro. 

Ashi: Sí, a mí me gustó mucho. Es como zona de agricultura, como en nuestra tierra, el Punjab, todo plano, mucho arroz…

Beatriz: Allí vas rodeado de campos.

Ashi: Aprendí a nadar también. 

Beatriz: Al principio el mar te daba un poco de miedo. 

[Ashi murmura, reniega: sí que le da miedo el mar, aunque ya lo había visto en Bombay, ciudad india costera]

Fernando: Y fuimos a la nieve. 

Ashi: [Esta vez con entusiasmo] Nieve, nieve, sí. 

Fernando: Bajando con el trineo…

[Ashi ríe].

Beatriz: Te tengo que encontrar el vídeo. 

Ashi: Yo creo que seguramente lo tengo. Claro, para nosotros la nieve es algo… 

Beatriz: Bueno, tampoco en Cataluña es que tengamos mucha, fue un año que había nieve en el Pallars…

[Ashi busca fotos en el móvil, se encuentra con otras]

Ashi: Esta es de cuando fuimos a Francia. Esta es de cuando fuimos al delta del Ebro.

Beatriz: A ver.

Fernando: Mira, mira, el vídeo de cuando ya nadaba bien.

El tiempo de acogida. Ashi con Beatriz en Terres de l’Ebre, Ashi nadando.
Imágenes personales cedidas.

[Pausa, los platos siguen en la mesa, parece que han acabado de comer].

Beatriz: ¿Te gustaba lo que estudiabas cuando estabas aquí? ¿Qué expectativas tenías? 

Ashi: Hacía informática, luego un módulo de chapa y pintura. Pero con el tema del NIE tenía que dejar de estudiar. Porque para renovar el NIE necesitaba contrato de trabajo. Tengo el NIE de dos años. Este año creo que puedo pedir de cinco años. 

[Suena el móvil de Fernando. Lo coge y se aleja]. 

Ashi: De momento trabajo. Ahora es difícil estudiar y… 

Beatriz: Ahora te estás sacando el carnet de conducir.

Ashi: Esta mañana he hecho clase. Y mañana también voy. Es difícil.

Beatriz: La teórica te la sacaste. La teórica es la más difícil. Bueno, de cuando nos examinamos nosotros a ahora ha cambiado mucho. Ahora te preguntan muchas más cosas, es más complicado.

Ashi: [Sin ánimo de contradecir aunque lo haga] Es más difícil la parte práctica, aquí hay muchas rotondas, líneas continuas, discontinuas…

Beatriz: Y en la India… 

Ashi: En la India… [se ríe, no dice nada más, como si no supiera por dónde empezar]. 

Beatriz: ¿Queréis un poco más de curry o no?

Fernando: [Vuelve con el móvil en la oreja, se despide] Perfecto, que vaya bien, buen fin de semana. [Cuelga]

Beatriz: No cambiamos platos para el postre, lo siento. 

[Hablan de cuando Ashi se fue de casa].

Ashi: Al principio me fui a un piso compartido, éramos tres chicos. Con Moha… [Moha el youtuber, Moha el rapero, Moha el repartidor].

Fernando: No durante mucho tiempo…

Ashi: Moha tenía una novia y… ahora no tengo ni idea de lo que hace. Ahora vivo con una familia y tengo contrato fijo. 

Beatriz: ¿Vives con una pareja india?

Ashi: Sí.

Fernando: ¿Y estás contento con el trabajo?

Ashi: [Convencido] Sí.

Fernando: Además ahora conoces gente.

Beatriz: Al principio no salías, los domingos te quedabas todo el día en casa.

Ashi: Durmiendo… 

[Todos ríen].

Fernando: Dormías como una marmota. 

Ashi: Venía de la escuela, comía y dormía. A veces hasta la noche, hasta la hora de cenar.

Beatriz: Te levantabas muy pronto, también hay que decirlo.

Fernando: Durante las semanas se levantaba pronto. Aprovechaba el domingo para pegarse diez horas… o doce. 

Beatriz, Ashi y Fernando en el salón de casa, recordando viejos tiempos, cuando convivían aquí. Anna Surinyach

[Hablan de fútbol, del Barça, de las capitales del mundo que Fernando enseñaba a Ashi… hasta que vuelven al principio. Al momento en que Ashi llegó a España].

Ashi: Fue muy duro. Hay una historia de eso. 

Beatriz: [Llega de la cocina al salón] No sé si os gustan los nísperos, los yogures…

Fernando: Estábamos aquí con una historia de Ashi. 

Ashi: Es una historia larga… La explicaré otro día… No conocía a nadie. Fue duro. Mi padre tenía amigos que me trajeron… Tenía 17 años…

[Lo dejaron solo en Barcelona].

Fernando: No tenías ni un mapa, ni un plano ni nada. 

Ashi: Mis paisanos me llevaron a la Policía. 

Fernando: Te dejaron en el Raval, ¿no? 

Ashi: [Silencio, luego habla] Pregunté en una tienda y me llevaron a la comisaría en Plaza España. Y de ahí al centro. Tenía tutor.  El centro estaba bien, pero no me podía comunicar…

[Ashi no quiere hablar más del tema].

Beatriz: Te quiero hacer una pregunta. Si no quieres, no contestes. A ver. Ahora, con el tiempo que ha pasado, ¿en qué piensas que te sirvió estar aquí para la vida que estás haciendo ahora? ¿Me has entendido?

Ashi: [No lo ha entendido] Sí, un poco, sí. 

Beatriz: Si tu estancia aquí con nosotros…

Fernando: …el tiempo que estuviste aquí…

Beatriz: … te ha servido para afrontar la nueva situación, para trabajar, relacionarte con la gente…

Ashi: [Con aplomo ahora que lo entiende bien] Sí, sí, sí. Es lo que decía antes, que en el centro ni hablaba con nadie, solo con el tutor. Y además, el idioma. Aquí aprendí muchas cosas. 

[Silencio].

Fernando: Nos reíamos mucho con First Dates.

Ashi: [Ríe, se mea de risa, Fernando tiene razón] Sí, sí. 

Beatriz: Lo mirabais vosotros, porque yo paso. 

Fernando: Oye, yo también paso. Pero nos reíamos. Es todo tan preparado… Pero mucha tele tampoco veíamos. Él con sus maquinitas. Con sus móviles. Porque tenías más de uno. Tenías dos, ¿no? 

Ashi: [Sin ánimo de contradecir aunque lo haga] Solo usaba un móvil. Otro número sí, puede ser. 

[Es el móvil que usaba para hablar con su madre, y hablan de su madre, de si estaba preocupada por él…]

Ashi: Al principio un poco sí. Pero cuando le enviaba fotos y hacíamos videollamadas, desde ahí ya… 

Fernando: Ya vieron que no éramos el demonio. 

Beatriz: Porque además, por lo que tú has contado, quizá tus padres tenían una expectativa distinta de cuando tú llegaras aquí, pensaban que tendrías otra situación. Quizá se encontraron con esa situación que les preocupó, los dejó preocupados. 

Fernando: Por lo que sabemos… Es una zona oscura que nunca ha llegado a explicar bien, y es su derecho total. Los padres tenían la expectativa de que él llegara aquí e iba a tener trabajo. Os habían prometido que teníais las cosas muy fáciles. Fáciles, sí. O sea, que para la familia pues fue un palo. 

Beatriz: Cuando llegaste al centro y después tuviste que hablar con tus padres, o alguien tuvo que hablar con tus padres, tú pediste que les explicaran lo que te había pasado. Al principio no lo explicaste tú a tus padres…

Ashi: No, no, yo no… Por eso digo que… 

Beatriz: Para no preocuparles o para no… 

[Silencio].

Aunque Ashi y Fernando ya no hablan demasiado a menudo, hicieron buenas migas. Anna Surinyach

Historias de adolescentes

Las vidas de Moha, Musa, Kayla y Ashi se pueden contar de tantas maneras. Desde el rap o la poesía; desde el periodismo narrativo, con un reportaje que describa su día a día; desde el ensayo o la crítica contra el sistema —incluso contra ellos mismos—; desde dentro de sus cabezas a través la escritura automática; desde el teatro, con una dosis de humor, absurdo o nostalgia.

Hay que preguntarse, entonces, por qué alguien ha decidido que esas vidas adolescentes deben contarse desde el odio.

El proyecto Jóvenes y mayores bien acompañados, del cual forma parte esta crónica, recibió una ayuda económica a través del Premio Montserrat Roig a la promoción en la investigación en el ámbito de los derechos sociales y la acción social. 

Son dos potencias nucleares, y por eso el mundo no quiere una guerra entre ellas. Pero el mundo, enfrascado en la narrativa sobre su rivalidad histórica, no acaba de entender que la India y Pakistán también son perfectamente conscientes de lo que supondría una guerra. Nadie —o casi nadie— quiere esta guerra. Es una guerra muy improbable, pero no imposible. Y esa pequeña rendija abierta tiene una explicación más compleja de lo que parece. 

El problema va mucho más allá del odio atávico, de la caricatura de rivalidad en la que insisten una y otra vez los medios de comunicación: hay unas dinámicas políticas y sociales, enraizadas en la partición del subcontinente —en una descolonización nefasta— y alimentadas hasta hoy por el chovinismo, que empujan a ambos países al enfrentamiento, incluso cuando no lo quieren. 

En medio está Cachemira, una región himaláyica, de mayoría islámica, dividida entre la India, que posee algo más de la mitad del territorio, Pakistán, que administra aproximadamente un tercio, y China, aliado de Pakistán, que controla un 10%. 

Vamos a tomar como caso de estudio lo que ha sucedido en las últimas semanas en el Sur de Asia. Nos servirá, también, para deconstruir algunas ideas preconcebidas sobre Cachemira, la India y Pakistán. 

El atentado

El 22 de abril hubo un atentado terrorista contra turistas en la Cachemira bajo control indio. Hombres armados con fusiles de asalto dispararon contra un grupo que visitaba el valle de Baisaran, cerca de la localidad de Pahalgam. Entre los fallecidos había 25 personas de nacionalidad india y una nepalí. 

El simbolismo de este terrible ataque fue obvio, por varios motivos. Iba dirigido contra la población del resto de la India que visita la zona, contra la idea de indianizar Cachemira que ha puesto en marcha el primer ministro indio, Narendra Modi. Un Modi que también había insuflado vida al turismo en esta zona privilegiada del mundo, con la esperanza de que todo eso tapara un conflicto latente cuyas raíces siguen ahí. De una tacada, el atentado golpeaba estos dos pilares de la estrategia india en Cachemira. 

El ataque fue reivindicado por un grupo prácticamente desconocido, Resistencia cachemir, que unos días después negó su autoría. La India, convencida en todo caso de que el responsable del ataque, se ponga el disfraz que se ponga, es Laskhar-e-Toiba —el grupo terrorista que protagonizó los atentados de Bombay en 2008—, señaló enseguida a Pakistán. La India siempre acusa al país vecino de dar apoyo, de forma directa o velada, a los ataques de grupos islamistas en su territorio. Unos grupos que, en efecto, Pakistán —tan a menudo controlado por el Ejército— ha alimentado hasta que han supuesto una amenaza no ya para su archienemigo, sino para el propio Estado pakistaní.

El cuerpo del jornalero Adil Hussain Shah, asesinado por terroristas en Pahalgam, es llevado a hombros en su localidad natal, dentro de la Cachemira controlada por India. Dar Yasin / AP

¿Pero son comunes estos atentados en Cachemira? En absoluto. Pese a su fama de conflictiva, los atentados no se suceden una y otra vez en Cachemira, y menos aún contra civiles: son mucho más habituales, por ejemplo, en el noroeste de Pakistán, aunque allí el contexto político sea otro. El último gran ataque en Cachemira tuvo lugar en 2019 y acabó con la vida de 40 soldados. Fue reivindicado por Jaish-e-Mohamed, otro grupo con base en Pakistán. La India respondió entonces con ataques aéreos en la provincia de Khyber Pakthunkhwa (frontera con Afganistán), y Pakistán hizo lo propio en la Cachemira administrada por la India. Ahora estamos en una situación similar. 

La respuesta india

Mapa del Sur de Asia. Javier Sánchez.

Como represalia por el ataque de Pahalgam —y aunque Pakistán niega cualquier tipo de implicación—, la India, de forma similar a 2019, lanzó ataques aéreos en al menos nueve puntos del territorio pakistaní. Su Ministerio de Defensa aseguró que iban dirigidos contra bases terroristas. El Ejército pakistaní dijo que más de 20 personas murieron y decenas resultaron heridas; también aseguró haber derribado varios aviones de combate indios. 

El ataque indio no fue una sorpresa: todo el mundo lo esperaba.

¿Pero ha sido una respuesta como la de 2019? No exactamente. La India atacó puntos de la Cachemira bajo control pakistaní, pero también de Punjab, el corazón de Pakistán y su provincia más poblada. Ha ido un paso más allá que en 2019. Pakistán ya ha prometido una respuesta: la habrá. Las declaraciones públicas de ambos lados son altisonantes. En la India tenemos a Modi, un nacionalista hindú del que se espera más agresividad contra Pakistán que sus antecesores. Del otro tenemos a un Gobierno débil bajo un férreo control militar y un líder de la oposición encarcelado, la exestrella de cricket Imran Khan. Parece un escenario idóneo para que todo salte por los aires. Ambas partes saben que enfrentarse al enemigo les da rédito político ante su electorado, ante su país. Pero también saben que no pueden permitirse una guerra abierta. Para Pakistán, el país más débil, es un riesgo casi existencial. Para la India, que tiene aspiraciones globales, es una distracción. Eso dice la lógica. Aunque sabemos que la lógica no siempre se impone. 

La historia

No estaba previsto que la partición del subcontinente, en 1947, fuera así. Pero la descolonización británica —como pasó en Palestina— sirvió para dibujar líneas religiosas donde no las había. Fue uno de los mayores movimientos de población del siglo XX, preñado de muerte y de historia. Se creó un Estado de mayoría abrumadoramente islámica, Pakistán, con un ala occidental y un ala oriental —que años después pasaría a ser Bangladesh— separadas por más de 2.000 kilómetros. En la India habría mayoría hindú, pero también una vocación “secular” que se consagraría en la Constitución. Secular, en la tradición política del Sur de Asia, no se refiere a la laicidad de las instituciones, sino casi a lo contrario: a la profusión de religiones, que deben convivir entre ellas. Pero el sueño de un territorio unido —el sueño de Gandhi, el sueño de tantos otros— se esfumó. Hoy es casi un tabú en el subcontinente, pero en aquel momento era una posibilidad real. 

Y ahí entra Cachemira, un territorio predominantemente musulmán pero dirigido en aquel entonces por un marajá (hindú, claro). Para Pakistán, tenía sentido que este territorio perteneciera a su Estado, porque era de mayoría islámica. Para la India, tenía sentido que este territorio perteneciera a su Estado, porque su proyecto era el de un país diverso, y había conexiones culturales históricas con la región. El marajá decidió que Cachemira cayera del lado indio, y hordas pastunes invadieron la región desde Pakistán. Fue la primera guerra entre la India y Pakistán, dos países que nada más conocerse llegaron a las manos. 

Después hubo más guerras. Una en 1965, otra vez por Cachemira. Otra en 1971, en la que Pakistán perdió su ala oriental y nació Bangladesh, en buena parte gracias a —o por culpa de, según el punto de vista— la India, que se implicó a fondo para dejar herido a su rival. Cachemira cayó en el olvido, hasta que unas elecciones fraudulentas en la Cachemira india dieron paso a una década de insurgencia —apoyada por Pakistán— y de represión de las fuerzas de seguridad indias, que ocupan el territorio de forma ostentosa. La Cachemira india no es hoy una zona extremadamente violenta comparada con otras de la región, pero sí es una región militarizada y donde la población civil sufre las consecuencias de una rivalidad entre dos potencias nucleares. 

¿Y desde cuándo son potencias nucleares? La India consiguió la bomba en 1974 y Pakistán en 1998, año en que la India llevó a cabo otros dos ensayos nucleares. Pese a que la conocida teoría de la disuasión está sirviendo estos días para descartar un conflicto entre ambos países, hay que recordar que en 1999 tuvo lugar la guerra de Kargil. Aunque tuvo menos envergadura que las anteriores, se produjo en un momento en el que ambos países ya podían pulsar el botón rojo.

Artillería india en Dras, al norte de Srinagar, durante combates contra tropas pakistaníes en Cachemira en 1999. (AP Photo/Aijaz Rahi)


Es otro escenario posible para 2025: que haya ataques, choques, que incluso empiece una guerra —aunque… ¿qué es una guerra? Ahora ya hay muertos y ataques, de un lado y del otro—, pero que la temperatura no suba tanto como para que se plantee la opción nuclear. 

Pero la dimensión de esta violencia es importante. 

El futuro

Es una de las grandes cicatrices del mundo. En su ánimo de dividir comunidades, el colonialismo británico operó en esta parte del mundo como en Palestina o lo que hoy son Sudán y Sudán del Sur. La cicatriz en el Sur de Asia no es Cachemira en sí misma, sino la rivalidad entre la India y Pakistán, dos países empeñados en la diferencia pero con un sustrato cultural común. ¿En qué momento están? Es un contexto importante para hacer cálculos sobre el futuro.

La India —el país más poblado del mundo, con más de 1.400 millones de personas— ya no es la del histórico Partido del Congreso, la formación de la dinastía Gandhi. El arquitecto de la India independiente fue Jawaharlal Nehru, su primer jefe de Gobierno, que está casi en las antípodas de Modi. Pese a sus problemas endémicos —pobreza, violencia política…—, la India funcionó durante décadas desde el punto de vista democrático, o al menos electoral, con la diversidad como guía, un proceso relatado con todo lujo de detalles en India after Gandhi, de Ramachandra Guha, un libro de historia imponente. La India de Modi es otra: es un país en el que se afirma sin ambages la hegemonía hindú, es un país con más orgullo nacional(ista), es un país que se siente fuerte aunque sea, en el fondo, tan débil. Es un país que ya se dice capaz, incluso, de competir con China. Modi, que sobre el papel cuenta con el apoyo de Occidente y singularmente de Estados Unidos, se enfrenta en las próximas semanas a un dilema que marcará su legado. ¿Sucumbirá a la tentación bélica y se convertirá en un fanático hinduista, dando la razón a sus críticos? ¿O tendrá el suficiente temple y moderación para ahorrar a su país y a su Gobierno una guerra innecesaria? Quizá haya caminos intermedios.

Pakistán sigue en caída libre, y eso es lo más peligroso. La democracia ha fracasado en un país donde el Ejército, que antes necesitaba suspender las garantías constitucionales con sucesivos golpes militares, ahora manda con un Gobierno civil más debilitado que nunca. Su apoyo a grupos armados a un lado y otro de la frontera ha demostrado ser una política nefasta. La salida de las tropas internacionales de Afganistán y la vuelta al poder de los talibanes —un grupo pastún, comunidad con gran implantación en el oeste pakistaní— parecían ser un balón de oxígeno, pero la política pakistaní sigue demasiado dominada por un miedo existencial que corre por la espina dorsal de la nación prácticamente desde su nacimiento. En 1971 perdió la mitad de su territorio. Al oeste tiene Afganistán. Al este tiene la India, con la que se disputa Cachemira y de la que depende en aspectos esenciales como el agua y el comercio. Su gran aliado es China. Pese a sus declaraciones públicas, el Gobierno civil tiene claro que debe evitar un enfrentamiento directo con la India. Pero la línea dura —anti-india— del jefe del Ejército y hombre fuerte del país, Asim Munir, hace aún más imprevisible el comportamiento de Pakistán.

La de estos días es una situación recurrente. Se oyen tambores de guerra en el Sur de Asia y la comunidad internacional, eso que llamamos la comunidad internacional —la ONU, las grandes potencias— llama a la calma, como si la India y Pakistán fueran dos niños traviesos. Deberíamos superar esa caricatura para entender lo que está pasando. Los agravios históricos son imborrables, la rivalidad es inevitable. Pero también son innegables su interdependencia y la constatación de que, al contrario que en el pasado, no tienen nada que ganar con otra guerra. 

Aunque Occidente y Rusia solo miren de soslayo a Cachemira, la rueda de la historia sigue girando. Dice el cliché que el futuro del mundo —político, económico— está en Asia, sobre todo en China. Pero China ya es presente. La India y Pakistán también lo son. Los tres son imprescindibles para entender el mundo de hoy. 

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