En este pequeño quiosco la joven Punam Kushwaha, con un vestido rojo y un pañuelo negro, intenta cerrar la gran brecha digital de la India. 

—Imprimimos el certificado de casta, el certificado de edad, el documento nacional de identidad, billetes de transporte, la tarjeta sanitaria, el seguro médico…

Sus vecinos, que viven en una zona rural del centro de la India, lo agradecen. Siguen anclados al mundo analógico y se pierden en ese caos de aplicaciones para el móvil, servicios públicos digitales y transacciones electrónicas. Tener toda la documentación a mano les tranquiliza y les permite su uso cotidiano. 

Este es el distrito de Niwari, en el estado de Madhya Pradesh, moteado de edificios y tiendas de color amarillo y verde flúor. Los rickshaws, las motos y las bicicletas, que superan en número a los coches, esquivan los charcos, indiscutible señal de que el monzón aún sigue arreciando. 

Bajo una veranda de chapa y hojas de palmera conquistada por los mosquitos, Punam, de 22 años, regenta un taller reconvertido en quiosco donde ella y su hermano, Deepchandra, obran la magia que comunica el mundo analógico con el digital. 

En las paredes resquebrajadas se lee esa ambición tecnológica: Payments Bank, HDFC Account, Amazon Pay. Dos hombres esperan sentados en un banco de madera junto al mostrador a que Punam y Deepchandra plastifiquen sus datos. Las administraciones públicas les han remitido el carnet de la seguridad social en formato digital, y han venido aquí para imprimirlo. En uno de los carteles del quiosco se enumeran todos los servicios que ofrece el establecimiento: la burocracia india es prolija, así que la lista no es corta ni cerrada. 

El proceso llega a su fin. Deepchandra corta los cantos del carnet ante la mirada atenta de su hermana, que no se separa de los dos objetos más importantes del negocio.

—Cuando decidí abrir el quiosco, solo tenía un ordenador y una impresora. Quería crecer y me puse en contacto con una agrupación de emprendedores del distrito, que me ayudaron a crear mi propia red de clientes. 

Una red cada vez más tupida, al menos a tenor de la clientela que poco a poco se va agolpando en el quiosco. Uno de los servicios más demandados es sacar dinero de la cuenta corriente. En el ámbito rural es común que muchas personas tengan cuenta bancaria pero no tarjeta, o que no sepan cómo usar un cajero. 

—Mira, aquí vienen con su tarjeta de la seguridad social, que está vinculada a una huella dactilar —dice Punam mientras muestra un lector digital que parece de juguete—. La encontramos y así podemos sacar dinero de su cuenta y dárselo. Muchos son analfabetos y no saben cómo hacerlo. 

Punam dijo eureka en el hospital donde trabajaba en paralelo a sus estudios universitarios. Se encargaba de la administración y, entre otras cosas, emitía el llamado carnet Aayushman, que facilita el acceso de personas en situación vulnerable a los servicios públicos. Durante la pandemia se contagió de covid-19, y cuando se recuperó ya no volvió. La bombilla se había encendido. En primavera de 2022 levantó la persiana de su quiosco.

—Muchas mujeres que quieren abrir un negocio vienen a consultarme. Me preguntan cuánto se necesita para empezar. 

Ahora la tienda funciona, pero el proceso no ha sido fácil. Su madre tiene un puesto de verdura y fruta y su padre es campesino: durante la siembra, Punam y su hermano tuvieron que bajar la persiana para ayudar en el campo. El salto cualitativo del quiosco llegó con una idea para completar los servicios: no era una iniciativa digital, sino una bien enraizada en la tradición. 

—Los clientes han aumentado mucho con esto —dice Punam con la mirada puesta en una caja de tarjetas con los dioses hindúes más populares. 

Son invitaciones para bodas. Para lanzar este proyecto dentro de su negocio, Punam recibió un préstamo y también apoyo en la distribución e incluso en el márketing digital. A su quiosco llegan clientes que viven a más de cien kilómetros y que necesitan sus servicios para enviar la sagrada invitación a familiares y amigos: lo han visto en Instagram o en grupos de WhatsApp. Ni siquiera las familias más humildes, en una región humilde como esta, escatiman dinero cuando se aproxima el día del enlace: el negocio de las bodas mueve más de 75.000 millones de dólares en la India y crece sin techo aparente.

La aventura empresarial de Punam no se parece a la de Ratan Tata, el recién fallecido multimillonario que hizo fabricar el coche más barato del mundo, o a la de los hermanos Ambani, que dominan el sector de las telecomunicaciones y los recursos naturales; pero en su pequeño quiosco, entre tarjetas del dios mono Hanuman y servicios digitales, se discute el futuro de un país con tanta energía humana como problemas sociales.

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La India se mueve al mismo tiempo en muchas direcciones. 

Este año superó a China y se convirtió oficialmente en el país más poblado del mundo, un cetro que difícilmente le arrebatarán a corto plazo. Con más de 1.400 millones de habitantes, la economía india es la que crece más rápido entre las más importantes del planeta. Su PIB, que ya es el quinto más alto del mundo (3.700 billones de dólares), escaló un 7,58% durante el último año. Solo la pandemia logró interrumpir su crecimiento durante la última década. Su tamaño abrumador, su potencia abrumadora y sus datos abrumadores tienen dos caras: un pequeño aumento porcentual de su riqueza es un gran salto adelante en términos absolutos, pero la parte del pastel que corresponde a cada persona es demasiado escasa. 

El ingreso medio por persona es de 1.265 dólares al año, y el 90 por ciento del país gana menos de 3.900, según un estudio en el que participaron, entre otros, el célebre economista Thomas Piketty. La riqueza se concentra cada vez más en un 1 por ciento de la población. Pese al progreso económico, la desigualdad persiste y la pobreza duele: el 35,5 por ciento de los menores de cinco años sufren problemas de crecimiento debido a la desnutrición, según el Banco Mundial. 

La India, tierra de grandes historias, es en sí misma una historia que se puede contar de muchas maneras. 

Por ejemplo: la India es una superpotencia global en auge, con un músculo tecnológico en permanente crecimiento, que saca de la pobreza cada año a millones de personas, y que lo hace dentro de un marco democrático. 

Por ejemplo: la India es un país con la herida de la pobreza a vista de todo el mundo, con una desigualdad social disparada y problemas políticos profundos. 

Es difícil encontrar algún tipo de verdad en estas hipérboles, e incluso en la síntesis o en un término medio entre ambas. Los grandes relatos —ya sean para consumo local o internacional— van demasiado cargados de épica y, a la vez, no admiten demasiados matices. Pero las pequeñas historias, la historia de cada indio y de cada india en las ciudades o en el campo, sí que dejan traslucir fenómenos en plena formación, sugerencias de cambio, tendencias que comienzan a ser visibles. Vale la pena fijarse en ellas, porque la demografía no dice que la India se parecerá cada vez más al resto del mundo, sino que el mundo se parecerá cada vez más a la India. 

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Punam logró el préstamo para poner en marcha sus invitaciones de boda a través del programa Work4Progress (W4P), promovido por Fundación “la Caixa”. El apoyo que reciben Punam y otras pequeñas empresarias no es necesariamente directo; se puede limitar a ponerlas en contacto con instituciones financieras o a buscar una vía para llevar a cabo estas ideas. Uno de los instrumentos más usados son los microcréditos, que pueden gestionarse de muy diversas formas, como por ejemplo a través de una federación dirigida por mujeres que tiene acceso a pequeñas líneas de crédito. 

—Yo soy el logo. Yo soy mi propia marca. 

Rakhi Radav lo tiene claro. Incluso más claro que Punam. A sus 21 años, regenta dos ópticas que están causando sensación. El reclamo es ella misma con gafas de sol: esa es la imagen que acompaña al letrero de Nilam Optical Shop, un local a pie de calle que promete cuidar de los ojos de los vecinos.

La óptica es un estrecho pasillo de paredes rosas —hay planes de ampliación— con gafas de sol en el mostrador y en repisas, una silla de ruedas por estrenar, un póster con la descripción de enfermedades de la vista y otro más comercial con una chica rubia promocionando una marca de gafas. 

La llaman por teléfono y lo coge: son dos pacientes, dice. Ahora vienen. 

Yashoda Prajapati, de la región india de Bundelkhand, ha venido a la pequeña óptica de Rakhi Yadav para comprobar si necesita gafas. Vijay Pandey

—Un amigo de mi tío era doctor y me enseñó cómo hacer la revisión de la vista —dice Rakhi desde el mostrador—.  Aprendí eso a partir de los 14 años y luego decidí que yo podía abrir una óptica. Ahora lo compatibilizo con mis estudios, estoy acabando la universidad en Kanpur [a 200 kilómetros]. Voy en coche desde aquí. También me gustan mucho las motos. 

Con su pasión por el motor y su pelo corto y su polo de manga corta y su reloj moderno y sus tejanos, Rakhi rompe con los estereotipos de género, algo que forma parte, inevitablemente, de la identidad de la óptica. La clientela es variada y el éxito del negocio es rotundo, porque ha encontrado un nicho de mercado. 

—Tengo esta tienda en alquiler desde 2019. Durante la pandemia bajó la clientela, pero aguanté, me dieron un préstamo y ahora tengo 30.000 rupias (340 euros) al mes de beneficio. El mejor momento es el invierno, es cuando más trabajo hay. 

El precio de las gafas varía según el modelo, según si son progresivas o no… La horquilla está entre los 5 y los 115 euros. ¿Pero las hace aquí mismo?

—Mira, con esta máquina hago las gafas en diez minutos. 

Miro atentamente el aparato, que me parece algo rudimentario, y le vuelvo a preguntar. 

—Que sí, mira, esto corta el cristal. 

Empieza a hacer una demostración, pero llegan los clientes. 

Yashoda Prajapati, de 30 años, quiere hacerse una revisión de la vista. La acomoda en una silla y le empieza a pasar las letras del oftalmólogo —en este caso en alfabeto devanagari— con sus diferentes tamaños. Acaban rápido. Confirmado: la clienta no necesita gafas. Si tuviera problemas de visión, Rakhi la enviaría a un oftalmólogo con el cual tiene contacto. Sabe dónde están sus límites. 

—La gente me dijo que Rakhi lo hacía muy bien y me recomendó que viniera a su óptica —dice Yashoda, confirmando su fama local—. Como es mujer, nos sentimos más cómodas con ella. 

Rakhi tiene su otra óptica en Jhansi, la principal ciudad de Bundelkhand —con su medio millón de habitantes—, y allí factura más que en esta zona rural. También ha recibido un microcrédito para abrir esa óptica. Ante los seductores precios de las gafas, le cedo las que llevo para sopesar una posible compra. Enseguida me dice qué tengo en cada ojo —información reservada—, y que más o menos por 3.000 rupias (34 euros) tengo unas nuevas. 

Cuando le hablo de los precios europeos de las gafas, en su rostro se dibuja una sorpresa ligerísima. Ya lo sabe.

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Punam y Rakhi están en Bundelkhand, una de esas regiones históricas que, por su cohesión cultural, no forman un estado pero podrían serlo; de hecho, hay reivindicaciones políticas y sociales para que lo sea. Bundelkhand está dividida entre los estados de Uttar Pradesh y Madhya Pradesh (estado del Norte y estado del Medio). Bundelkhand está pues, literalmente, entre el norte y el centro de la India. Responde a las características esenciales del llamado cinturón del hindi, el corazón del país, pese a lo cual está desgajado de los centros de poder. De sus 18 millones de habitantes, 14 viven en zonas rurales, pero es un dato engañoso, porque hay ciudades como Jhansi con centenares de miles de habitantes. La escasez de las lluvias exacerba el problema de la sequía, y quienes trabajan la tierra sufren en sus carnes la crisis agrícola. Bundelkhand es una zona vulnerable a la emergencia climática y a las desigualdades sociales.

En las contradicciones de esta región se pueden leer algunas de las contradicciones de la India, y por eso es un buen laboratorio para proyectos que buscan otra forma de estimular la economía. El peso de la agricultura —que históricamente fue el sector más importante— en la economía india ha ido bajando hasta el 15 por ciento debido al crecimiento en los servicios industriales y de servicios, pero este dato contrasta con otro: casi tres de cada cuatro hogares dependen de la tierra para su subsistencia. 

El futuro de millones de personas, de Bundlekhand y de la India, depende de la gestión de ese cambio histórico. Hay otro relacionado, si cabe más importante y que afecta a toda la economía y el tejido social: la incorporación de las mujeres al mercado laboral. En el frente agrícola, la mano de obra se está feminizando, en parte por la migración de los hombres a las grandes ciudades. La entrada al sector industrial y sobre todo de servicios tiene cada vez más fuerza. Pero no la suficiente. Las mujeres constituyen menos del 25 por ciento de la población trabajadora. El dato se refiere estrictamente al mercado laboral: los cuidados recaen, como era de esperar, de forma masiva sobre ellas, pero eso no lo registran las estadísticas oficiales. La paradoja es que, pese a todo, su papel social se está transformando a toda velocidad: las mujeres son motor y alma de movimientos sociales, del activismo, de la cultura. Pequeños cambios en la transición del mercado laboral pueden suponer grandes cambios para toda la India.

La India se mueve al mismo tiempo en muchas direcciones. 

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Esta es una fábrica de platillos en los que servir la samosa —empanada con patatas, guisantes, chile…—, la pakora —verdura o cualquier otra cosa frita en harina de garbanzos—, el gulab jamun —bola con leche condensada y almíbar dulcísimo convertida en el postre por antonomasia del Sur de Asia—. Fábrica es quizá una palabra demasiado ambiciosa para esta habitación oscura que alberga una máquina en la que Pinky Ahirwar, de 35 años, y su amiga y colega Malti Devi, de 46, manufacturan con la ayuda de otras mujeres estos platos de papel omnipresentes en la India. En el patio pegado a la sala yacen una bicicleta, ladrillos, un árbol de mango y una esterilla en la que me siento a charlar con Pinky, que se presenta como la jefa del negocio. Su hijo de dos años merodea alrededor de la esterilla.

—De pequeña la gente siempre me decía que era muy inteligente —dice Pinky, que no es de Bundelkhand ni de Uttar Pradesh ni de Madhya Pradesh, sino del estado de Chatisgarh, más al este—. Cuando tenía tres años ya quería ir a la escuela.

Pinky le da el pecho a su hijo mientras sigue hablando.

—Mi padre murió cuando estaba en el instituto. Tuve que dejar los estudios. Acabé trabajando en un hospital en Chatisgarh, me contrataron como asistente del doctor, casi como si fuera una enfermera, y todo el mundo confiaba en mí, era muy buena, aunque me pagaban muy poco. Quería trabajar, no lo hacía por dinero. 

Se casó y, ya en Bundelkhand, empezó a trabajar con su marido en una fábrica de papel. La pandemia los dejó sin empleo y se unió a un grupo de mujeres que ahorraba para ofrecer pequeños créditos a quien lo necesitara. Le prestaron más de 500 euros para poner en marcha su idea de la fábrica de platos. Tuvo acceso a formaciones de márketing, a las que acudía con su hijo. 

—Cada quince días me llega material nuevo para fabricar los platos, porque si no con el monzón se nos estropea. 

Una fábrica les suministra papel y ellas venden el producto final a restaurantes y otros clientes: cada plato les da un beneficio de solo dos céntimos de euro.

El hijo de Pinky juega con los platos que hay en el patio, producto del esfuerzo laboral de su madre. Cada bolsita consta de 18 platos perfectamente empaquetados. Plenamente consciente de su origen humilde, Pinky quiere romper el círculo vicioso de la pobreza y lograr su objetivo: la independencia.

—No estoy contenta. Lo estaré cuando crezca más —dice con fuego en la mirada—. Quiero abrir otra fábrica más. Una que sea de vasos desechables. Sueño con tener esa fábrica de vasos, seré feliz cuando la tenga. Me casé y mi marido trabaja en la construcción, pero no quiero depender de nadie. Aquí, en la India, las mujeres no podemos salir a la calle y dependemos de ellos hasta para la calderilla que se gasta en el día a día. 

En su discurso netamente feminista, articulado con detalle, no solo hay sitio para la empresa individual, sino para el avance colectivo. 

—No tenemos que depender de ellos. Se lo digo a las mujeres que vienen a hablar conmigo: no solo es cuestión de dinero, también de nuestra identidad. Quiero que más mujeres hagan lo mismo que yo para ganar independencia. Hay mujeres que vienen aquí a hablar conmigo. Las familias no quieren que ellas emprendan, y yo voy a hablar con las familias para que las dejen. 

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Tan ocupada como Pinky, o quizá más, está hoy Kalpana Sha, de 34 años, que tiene una tienda de ropa en la ciudad turística de Orcha, emblema cultural de Bundelkhand, con sus palacios y fortalezas y templos. Está tan ocupada Kalpana que, aunque habíamos quedado, al principio no puede hablar: en su tienda, encajada en una calle junto a tantas otras con las que compite, se agolpan clientas que regatean sin compasión. Una de ellas, en el primer asalto del combate, recibe con fingida pesadumbre la noticia de que el sari que sujeta entre las manos cuesta 600 rupias (6,8 euros). Se lo acaba llevando por 450 (5 euros). 

—Se le ha salido un hilo a este sari —dice otra clienta al lado.  

El sari es el artículo estrella en la tienda que Kalpana Sha regenta en la ciudad turística de Orcha. Agus Morales

Cuando por fin logro conversar con Kalpana, me cuenta que al principio tenía una tienda de ropa más pequeña que esta. La había instalado en casa de su familia política tras vender todas sus joyas. Su marido murió de covid-19 durante la pandemia y la familia de él la dejó sin nada. Logró un microcrédito para abrir esta tienda en una calle principal de Orcha. El negocio no es tan innovador como el quiosco de Punam o tan original como la óptica de Rakhi, pero va como un tiro. 

—Lo que más vendo son saris. También ropa para bodas y ropa infantil. Quiero abrir otra tienda, pero en casa, porque tengo dos hijos y es muy difícil encargarme de todo. 

Tiene a una persona contratada que mientras hablamos no deja de negociar con las clientas. Mientras observo el proceso, le pregunto a Kalpana sobre la importancia del regateo en un negocio como este. Sé que la pregunta tiene algo de tabú. Algunas clientas dejan de hablar y la miran. ¡A ver qué dice!

—Hay un límite. Una cifra hasta la que puedo bajar. Si es por menos, no acepto… Es parte de la cultura. 

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Cerca de Orcha, montaña arriba, está el pueblo de Mador: decenas de casas apiñadas junto a un río y un lago. Pero eso es justo lo que falta: agua. O mejor dicho: agua potable. Una de las casas en la calle principal del pueblo tiene una pintada elocuente: “Si no ahorras agua, te quedarás sediento”. La sequía que asola de forma casi permanente —unos años más que otros— a esta comunidad ha dejado una huella profunda.

—Teníamos muchos problemas con el agua potable. Formamos grupos de autoayuda, y a partir de ahí empezamos a trabajar. Cada semana juntábamos 50 rupias (56 céntimos de euro) entre diez mujeres del pueblo y las íbamos ahorrando. 

Los grupos de autoayuda —self-help group, en inglés— son comités financieros locales que velan por el bienestar de la comunidad. Sentada en una esterilla bajo una veranda, y secundada por sus compañeras, Radha Ahirwar, de 30 años, explica este periplo colectivo en el que la política de base —y no la regional, la estatal o la nacional— movió los engranajes necesarios para que todo un pueblo tuviera agua potable. 

—Antes teníamos que caminar unos dos kilómetros hasta el pozo para conseguir agua potable. Se nos ocurrió construir un depósito de agua. Recogimos mil rupias de casa en casa y con ese dinero compramos material, ladrillos… Lo construimos con nuestras manos. Tiene una capacidad de 3.000 litros. También instalamos alcantarillado. Las mujeres nos juntábamos incluso para trabajar en el turno de noche.

A través de TARAgram, un campus de innovación social apoyado por W4P, lograron una bomba de agua y la instalación de placas solares. El nuevo sistema hace que 50 de los hogares del pueblo dispongan de una fuente propia. Los huertos de tomates han renacido. 

Radha Ahirwar y un grupo de mujeres han logrado que el agua potable llegue hasta sus casas en un pueblo cercano a la ciudad turística de Orcha. Agus Morales
Cartel en el pueblo indio de Mador para concienciar a la gente sobre la importancia del agua y sus usos. Agus Morales

—En el futuro queremos tener baterías para instalar filtros y tener mejor agua todavía. Cobramos 50 rupias a las casas con agua corriente y las depositamos en el grupo de autoayuda, que lo usa para el mantenimiento del tanque y otras cosas. También pagamos a la persona que opera la bomba de agua. 

A su lado, en la esterilla cubierta de moscas, su compañera Fulwati Ahirwar interviene: 

—Si no hay agua, no hay comida. Si no hay comida, no hay vida. 

Entonces Fulwati y Radha y las demás se pasan una libreta escrita con caligrafía procelosa en hindi. En las reuniones pasan lista y hacen minutas. En la de hoy han discutido sobre una disputa entre vecinas y una fuga de agua que hay que reparar.

Se levanta la sesión. Radha camina por el pueblo para mostrar lo que ha descrito. Subimos por una calle y los puntos de agua pegados a cada casa van apareciendo con sus números y los nombres de sus propietarios en hindi. Ella tiene el número 1. Aparece el depósito de agua construido con las manos del pueblo. Hay paneles solares en algunos techos. El alcantarillado está formado por unos tubos azules medio enterrados que conectan las casas. 

Entre colinas meridianas se despliega un verde inseguro, que sabe que desaparecerá en cuanto pase la estación monzónica. Mientras caminamos, Radha explica el insospechado papel de Bollywood en esta operación para traer el agua potable a Mador. Se organizó en el pueblo la proyección de la película Swades, protagonizada por Shah Rukh Khan, que trata sobre la construcción de un proyecto hidroeléctrico que suministra energía a pueblos que la necesitan.

—Nos inspiró para hacer esto —dice Radha. 

*

“Usan tecnología solar para llevar agua a las casas. Son todas mujeres que forman parte de un colectivo y que se encargan de que funcione todo el proyecto”, dice Rashmika Das, responsable de programas de Development Alternatives (DA), organizacion que coordina algunos de los proyectos de W4P sobre el terreno.

El modelo de gestión del agua de Mador se creó junto a la comunidad para garantizar la propiedad y lo administra ese comité de mujeres del pueblo que delibera sobre una esterilla, y que está vinculado a proveedores de tecnología. El equipo técnico y de cooperación detrás de DA intenta dar la vuelta a algunos planteamientos clásicos de la ayuda humanitaria.

Colectivos como el que lidera Radha en un pueblo rodeado de montañas demuestran la inagotable energía de la India, que cuando se apoya en estructuras políticas y económicas, por pequeñas que sean, son capaces de cambiar realidades pertinaces, como la falta de acceso a agua potable. 

El sueño indio, sobre todo a partir de la liberalización de la década de 1990 y de la consolidación de una nueva imagen del país —más tecnológica, más agresiva, más dinámica—, se ha moldeado a semejanza del sueño americano. Como tierra de oportunidades, vasta y rica, la India tiene mucho más que ver con Estados Unidos que con el Reino Unido, su antigua potencia colonial. Las grandes fortunas que han florecido en las últimas décadas, la consolidación de Bangalore como una especie de Silicon Valley indio y la urbanización salvaje construyen un cliché capitalista de una India integrada en el orden global. 

Pero las redes de apoyo comunitario, los proyectos colaborativos e incluso el ascetismo material hallan eco tanto en las tradiciones como en la actualidad de un país que conserva estructuras de supervivencia y solidaridad colectiva. Desde su independencia hasta el final de la Guerra Fría, la India se mantuvo como país no alineado. Tenía una relación privilegiada con la Unión Soviética y dos de sus regiones —Bengala y Kerala— tienen una historia política e intelectual ligada al comunismo. En sus entrañas, de hecho, sigue activa una guerrilla maoísta que lucha por implantar una revolución de corte agrario y comunista. Pero la idiosincrasia de la India nunca casó del todo con la rigidez política. 

La India es capaz de adaptarse e incluso adentrarse en sistemas económicos que vienen de fuera, y hacerlos suyos. O, más bien, es capaz de crear uno propio, sin nombre.

La India se mueve al mismo tiempo en muchas direcciones.

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—Vamos a algunos pueblos y hacemos el bolo de Quieres ser millonario. 

Su dicción perfecta pero nada impostada, su camisa de cuello Mao —o cuello Nehru, como dicen aquí, por el ex primer ministro de la India—, su pulserita. Manish Samadya, de 35 años, es presentador y conductor de Radio Bundelkhand, una radio comunitaria que habla de la crisis climática, del desarrollo agrícola, de los derechos de las mujeres… y que también se desplaza a pueblos para hacer bolos, el más singular de ellos una nueva versión de Quieres ser millonario, que en la India, como en tantos otros países, cuenta con grandes audiencias. Kaun Banega Business Leader es una herramienta de innovación social creada por W4P, en formato de concurso, como el programa televisivo, pero pensado para estimular ideas de negocios mediante espectáculos y actividades en pueblos de la India. Radio Bundelkhand cubre estos eventos locales como parte de su actividad. 

Hoy no estamos en uno de esos bolos, sino en el estudio central de Radio Bundelkhand, en el campus de TARAgram. Manish dice que Radio Bundelkhand, creada en 2008, es la primera radio comunitaria en Madhya Pradesh y la segunda en toda la India. Arrancó con fuerza, luego tuvo unos años difíciles y ahora logra mantenerse a flote.

—Empezamos con una hora de programación y ahora tenemos once. Una de ellas es en directo, y la gente llama, traemos a expertos agrícolas, a tertulianos. Ahora, como es el monzón, nos preguntan por ejemplo cómo salvar los cultivos con las lluvias tan fuertes. 

La mayoría de la gente escucha a Manish través de una app en el móvil, pero Radio Bundelkhand puede sintonizarse en el dial (90.4) desde unas 250 localidades. 

Desde los estudios de Radio Bundelkhand, el locutor Manish Samadya habla de agricultura, clima, monzón… Vijay Pandey

Ahora mismo está sonando en antena una canción religiosa típica de la estación monzónica, de esas dedicadas a la lluvia. Junto a la pecera hay un micrófono, el de Manish, con unos auriculares colgados. Un ordenador antiguo, un ratón negro, sillas rojas de plástico. Un cartel que dice: #RadioBundelkhand #TARAgramOrchha, twitter.com/rbundelkhand

Pese a todos los cambios tecnológicos, la fe de Manish en la radio sigue intacta.

—Hace un mes un hombre llamó porque la lluvia había arrasado los cultivos. Avisó a las autoridades y no le dieron solución. Nosotros contactamos a las autoridades y finalmente recibió una indemnización  —dice Manish mientras juega con los auriculares—. Ayudamos a muchos agricultores durante la pandemia, fue un momento duro, muchos necesitaban ayuda, muchos volvieron desde Delhi, y muchos migrantes dejaron sus trabajos también y no sabían cómo empezar aquí, necesitaban recibir formación agrícola. 

Aprovecho su derroche de pasión para preguntarle qué significa la radio para él. 

—La radio es una identidad para mí. La gente me conoce por la radio. Me respetan mucho cuando voy a casa. Es algo emocionante. Llaman gurús a los líderes religiosos, a todo el que enseña, y a mí me llaman gurú porque hablo y enseño desde la radio —dice con timidez, contrarrestando con un gesto dubitativo la carga autocomplaciente de sus palabras—. No tengo formación específica ni en comunicación ni en periodismo. 

Manish recibe preguntas de oyentes, la mayoría sobre agricultura, pero también de otros ámbitos. Con la ayuda de expertos —o a veces sin ellos—, las intenta contestar. Sabe que su audiencia no es masiva, pero sí fiel, y eso le basta.

—Antes había gente en la región que creía que la sequía o la lluvia dependían de los dioses. Con esta radio empezaron a saber que la realidad a la que nos enfrentamos se llama cambio climático. 

En la pequeña Radio Bundelkhand, Manish encontró su pequeño proyecto para cambiar pequeñas cosas.

Este reportaje se hizo gracias una invitación a Bundelkhand para visitar el programa Work4Progress, promovido por Fundación “la Caixa”

“Han llamado al teléfono del restaurante para preguntar si tenemos mascotas en el menú. En mi país nadie come eso”, dice Keket, chef haitiana y dueña del restaurante Bon Gout Caribbean, que llegó a Springfield en 2019. Lo dice bajando la mirada, entre temerosa y ofendida. “Desde el debate mi clientela se ha esfumado. Hace poco el local se llenaba durante los desayunos y las comidas”, cuenta, encogiéndose de hombros sentada en una de las mesas del establecimiento vacío. 

Del debate presidencial de septiembre casi solo se recuerda una cosa: un bulo. La noticia falsa sobre la comunidad haitiana fue una cuchillada inmoral dada desde el podio más alto del poder republicano, y en un momento de máxima audiencia televisiva. “En Springfield se están comiendo a los perros y a los gatos de la gente, a sus mascotas”, exclamó el expresidente Donald Trump. Su contrincante, la demócrata Kamala Harris, se rio y lo ridiculizó, pero las mentiras tienen alas y la falacia no tardó en despertar el miedo y el odio racial en esa pequeña ciudad del medio oeste estadounidense.

“Parte de mis clientes habituales haitianos se han marchado de la ciudad, y los que siguen aquí no vienen por si hay problemas. Los no haitianos ya ni se acercan. Si las cosas siguen así tendré que cerrar. Tengo miedo, por la calle hay gente que nos mira mal. Lo peor es que mi hija también sufre las consecuencias, sobre todo en la escuela. Tengo miedo”, dice la chef Keket. Y no es la única en Springfield.

Entrada del restaurante de la chef inmigrante haitiana Keket, quien llegó a la ciudad en 2019. Desde la polémica su establecimiento está vacío y su negocio casi en quiebra. Springfield, Ohio, 26 de septiembre de 2024. Amador Guallar.

“¡A mi hija también la han insultado!”, interrumpe Josenski, una empresaria haitiana que se asentó en la ciudad hace seis años. Se ha acercado al restaurante de su amiga para animarla y comprar comida. “Nos acosan por la calle. El otro día, cuando fui a recoger a mi niña, un grupo de chiquillos en la puerta de la escuela empezó a gritar… ¡volved a Haití! Y luego comenzaron a ladrarnos y a maullarnos mientras se reían. Temo por ella, no quiero que viva esta situación”, asegura, con una sonrisa forzada. 

“El hombre del pelo amarillo y sus mentiras son muy dañinos”, añade Josenski sobre Trump. “Tengo 44 años, vine a Estados Unidos en 2018 y nunca en mi vida he visto a alguien comer un perro. Ni aquí, ni allí. Debe de ser una carne dura, supongo que habría que ponerle muchas especias”, exclama, irónica, sin perder la sonrisa que el bulo republicano le ha robado a su amiga Keket. “Somos haitianos, no asiáticos”, dice, haciendo un chascarrillo con las palabras en inglés haitians y asians, ya que fonéticamente se asemejan mucho, y refiriéndose al hecho de que, en países como Corea del Sur, China, Tailandia, Vietnam o Camboya sí consumen canes. 

Entonces, ¿de dónde viene la mentira sobre los devoradores de mascotas? Dicen que en toda leyenda hay algo de cierto, un hecho inicial a través del cual se distorsiona la realidad; luego, el efecto de bola de nieve, ahora conocido como lo viral, se encarga del resto. El punto de partida parece ser un incidente que tuvo lugar el 26 de agosto en Canton, a 280 kilómetros de Springfield. Allí, la policía arrestó a una mujer de 27 años acusada de crueldad animal y alteración del orden público por “torturar, matar y comerse a un gato”, según el atestado policial. No obstante, la detenida, Allexis Ferrell, no es haitiana, sino que nació en Ohio. 

La noticia falsa se fraguó en la red social X cuando pocos días después, el 6 de septiembre, apareció una publicación que aseguraba que un vecino había visto a un gato colgado de un árbol para ser sacrificado y comido por un grupo de haitianos. La fotografía que la acompañaba mostraba a un hombre negro que sujetaba un ganso por las patas. El primer peso político en viralizarla fue el aspirante a vicepresidente republicano, J.D Vance, quien publicó en la misma red: “Según algunas informaciones, han secuestrado mascotas y se las han comido personas que no deberían estar en este país. ¿Dónde está nuestra zar fronteriza?”, escribió, aludiendo a Kamala Harris. Enseguida, otros líderes republicanos se lanzaron a difundirla; entre ellos, el senador de Texas Ted Cruz, quien publicó una fotografía de unos gatos con un texto en el que los animales pedían el voto para Trump “para que los inmigrantes haitianos no nos coman”.

Un mural de “Saludos desde Springfield”. Octubre de 2024. Maddie McGarvey / New York Times / ContactoPhoto

Las alas de las mentiras

Una forma de entender la tensión racial que se vivió en Springfield es escuchar a una seguidora acérrima del expresidente. Danielle P. se define como “una ciudadana más y muy activa en la actividad municipal porque tenemos que parar esto”. Frente al Ayuntamiento, admite con orgullo ser “votante republicana”, como demuestra la vestimenta que lleva esta residente en la ciudad desde los años ochenta y originaria de Pensilvania; viste una gorra de béisbol a conjunto con una sudadera negra con el estampado de la bandera estadounidense y las palabras America First (América Primero), uno de los lemas de Trump. “La llegada masiva de inmigrantes tensiona los pocos servicios de la ciudad, que no están diseñados para un aumento tan rápido de la población. Además, si importas el Tercer Mundo eso es precisamente lo que obtienes”, dice, ajustándose las gafas. 

Para ella todo es culpa del presidente, Joe Biden, y de Kamala Harris. “Esto es la consecuencia de una política fronteriza de puertas abiertas como la que han hecho los demócratas. Muchos de los que vienen están destruyendo nuestra cultura y, más aún, le quitan el lugar a los que realmente sueñan con llegar a Estados Unidos en busca de una vida mejor. Nosotros no somos racistas, no es una cuestión del color de piel, sino cultural”, se excusa. “Solo queremos que se respete lo nuestro. La inmigración nos está superando. Los barrios ya no son lo que eran. No tenemos nada que ver con los nuevos vecinos”.

“Nadie se ha comido a las mascotas”, admite, sobre el bulo que ha puesto a una comunidad entera en la picota mediática mundial, “pero la llamada de atención de Donald Trump ha servido para que los medios se den cuenta de que aquí existe un grave problema de inmigración”, justifica. “Está documentado que los haitianos son practicantes de vudú, que es parte de su religión y yo no tengo ningún problema con ello, aunque no lo quiero en mi casa porque esto es Estados Unidos y esa no es una conducta aceptable; lo que quiero decir es que durante esa práctica sacrifican perros y gatos, lo he leído”, asegura, sonriendo, “y creo que así se explican las desapariciones de los animales”, añade, completamente convencida. Las mentiras tienen alas porque se multiplican.

Sin embargo, los motivos de su animadversión real no tardan en salir a la luz. “Si vienes como refugiado obtienes ayudas para todo: comida, casa, alojamiento y un estipendio generoso. Yo llevo 30 años viviendo aquí y no recibo nada”, dice, apretando los dientes. “En el siglo XIX, Springfield fue un crisol de culturas porque fue el punto de partida desde el que gran parte del Oeste fue poblado [a costa de los nativos norteamericanos] con caravanas de peregrinos que tenían el sueño de construir un mundo nuevo y no solo recibir de él. Esta es una ciudad edificada por inmigrantes, pero aquellos eran muy diferentes. Cuando llegaron lo hicieron sin nada y trabajaron. En cambio, a los recién llegados de ahora se les da todo en una bandeja de plata. Si puedes sobrevivir, bienvenido seas; si no, márchate por donde has venido”.

El testimonio de Danielle P. es un eco de la retorcida campaña electoral del magnate neoyorquino. En muchos de sus mítines, como uno que hizo en Wilmington, en Carolina del Norte, sigue acusando a los inmigrantes de ser “criminales, violadores, locos que han escapado de manicomios y drogadictos”. Gente que le quita los recursos a los ciudadanos estadounidenses. Es la vía rápida hacia el voto de los que acusan a “la economía globalista”, como le gusta llamarla a Trump, de haberles robado sus trabajos en las fábricas que una vez poblaron la ciudad, y que ahora en gran parte permanecen en ruinas, o están siendo reconvertidas como recordatorio del alma industrial pérdida.

Es cierto que la llegada de inmigrantes documentados ha aumentado en los últimos años: el Ayuntamiento los cifra en unos 15.000 desde 2018. Pero las ayudas que reciben en materia de asistencia financiera, servicios de salud, nutrición, empleo, educación y  vivienda —que se obtienen a través del Departamento de Empleo y Servicios Familiares del condado de Clark, donde se circunscribe Springfield— no han supuesto una sobrecarga para las arcas municipales, ya que se engloban en el programa de ayudas gubernamentales financiado por el Departamento de Inmigración estadounidense.

Trump en un mitin en Wilmington (Carolina del Norte), el 21 de septiembre de 2024. Brian Snyder / Reuters / ContactoPhoto

Cómo se esparce el odio

La retórica del odio es más peligrosa que la pluma y la espada juntas, sobre todo cuando llega a la calle. “Siempre estamos en el lado receptor de todo tipo de narrativas y tratos bárbaros e inhumanos”, declaró al canal NBC Guerline Jozef, fundadora y directora ejecutiva de la Haitian Bridge Alliance, un grupo que apoya y defiende a los inmigrantes de ascendencia africana. Mientras, el portavoz de seguridad nacional de la Casa Blanca, John Kirby, habló de la peligrosidad de este tipo de noticias falsas: “Habrá gente que lo crea, sin importar lo ridículo y estúpido que sea. Y podrían actuar en base a ese tipo de información, y hacerlo de una manera en la que alguien podría salir lastimado”.

Y casi sucedió; durante varios días después del debate se recibieron en la ciudad más de 30 amenazas de bomba contra escuelas, a las que se tuvo que enviar seguridad armada como escudo para los estudiantes, edificios gubernamentales y las casas de los funcionarios locales. Fueron días muy intensos y llenos de sirenas por todas partes mientras el mundo clavaba la mirada en las vidas de esta pequeña población de unas 60.000 personas, en la que viven entre 15.000 a 20.000 haitianos, según las estadísticas estatales.

Muchos de ellos están bajo la tutela del programa federal de Estatus de Protección Temporal, que les permite vivir y trabajar en suelo estadounidense. No obstante, su situación puede ser revocada, algo que intentan evitar en el Centro de Ayuda y Apoyo Comunitario de Haití de Springfield. Allí los recién llegados dan el primer paso en la ciudad. “Muchos de los haitianos que han emigrado tenían un buen trabajo en la isla. Hay ingenieros, arquitectos, doctores, empresarios, albañiles y jóvenes con estudios, aunque también gente muy necesitada; todos huyeron por la inseguridad que se vive en el país”, explica Viles Dorsainvil, director ejecutivo del centro, cuya misión es ayudar a que se asienten en la zona y busquen trabajo según sus capacidades. 

El recuerdo de los días sombríos en su isla caribeña, donde las bandas criminales gobiernan gran parte del país, volvió con las palabras de Trump. “Algunos huyeron asustados, sobre todo durante los primeros días; otros siguen planteándoselo por el miedo a la violencia, como los avisos bomba, las amenazas telefónicas y los insultos en la calle”, añade Dorsainvil, sentado en el salón de actos de la pequeña parroquia que forma parte del centro, donde celebran las misas evangélicas cada domingo. 

Una bandera de Haití en una casa en Springfield. 4 de octubre de 2024. Maddie McGarvery / New York Times / ContactoPhoto
La primera iglesia evangélica haitiana de Springfield. Jerome Sessini / Magnum Photos / ContactoPhoto

La pared está cubierta de globos dorados y negros. En la sala hay un ambiente festivo que choca con la seriedad de sus palabras, pero, de alguna manera, las hace más firmes. “En la comunidad, el miedo y la ansiedad todavía es palpable; las acusaciones… no quiero repetirlas… —dice con voz ronca— Las acusaciones han causado un problema social y económico a muchos inmigrantes; si no conseguimos navegar sabiamente estas aguas con la ayuda de nuestros líderes políticos, la gente seguirá marchándose. Los haitianos solo quieren rehacer sus vidas y continuar viviendo”.

Sin embargo, sabe que la falsa acusación, admitida como tal unas semanas después por el propio J.D. Vance, solo es munición para los que no los quieren allí. “Los que creen que no deberíamos estar aquí usan las redes sociales para mentir. Lo peor es que, en las últimas semanas, ha habido líderes políticos —explica, refiriéndose a Trump y a su posible vicepresidente— que pueden verificar fácilmente si las noticias son falsas; no fue así, a pesar de que el alcalde desmintió todo desde el primer día”. Al final, el propio Vance tuvo que admitir que lo que él mismo contribuyó a difundir “posiblemente no es cierto”; pero, de nuevo, la mentira tiene alas y ya estaba sobrevolando la ciudad como un buitre en busca de carroña.

En la recepción del centro, sentado en una mesa llena de bolsas con alimentos encabezada por un cartel en 3D con las letras Welcome y dos pequeñas banderitas haitianas, Hayward, uno de los voluntarios que vino de la isla, ayuda a tres recién llegados que mantienen la mirada clavada en el suelo. Es ingeniero especializado en placas solares y trabaja gratis para asistirlos con “la difícil burocracia de Estados Unidos”. Para muchos, cuando llegan, el sueño que tenían en mente nunca se llega a materializar. “Cuando me instalé en Springfield, hace unos diez años, había mucha oferta laboral porque apenas llegaba inmigración. El flujo ha aumentado mucho en muy poco tiempo y ahora no hay trabajo para todos, eso es una realidad”, dice. De hecho, los inmigrantes a su lado —que declinan hablar— “llegaron hace poco y llevan cinco meses sin trabajo”. 

Detrás de la falacia republicana subyace un problema real: la falta de recursos de una población pequeña para acoger a una comunidad de miles de personas. Y los agravios que esto genera.  

Agravios entre comunidades

Patty, de 82 años, es una de las ancianas afroamericanas que regentan el museo Gammon House, un memorial con reproducciones de la época de la guerra civil sobre el Ferrocarril Subterráneo, que supuso una famosa ruta secreta que los esclavos del sur utilizaban para huir de sus amos y asentarse en el norte como libertos. Patty cree que la inmigración haitiana se ha “descontrolado”. 

“El racismo no es algo nuevo en Springfield. Aquí sufrimos durante muchos años al Ku Kux Klan, y, más recientemente, a los Proud Boys”, el grupo trumpista que asaltó el capitolio en enero de 2021. “No hace mucho nosotros [los afroamericanos] sufríamos las mismas mentiras que los haitianos”. Pero eso no la hace defender la dignidad de esta comunidad. Los agravios entre comunidades son complejos y tienen muchos escalones. “No se puede poner a todo el mundo en el mismo saco, pero algunos haitianos son muy arrogantes. Conducen coches de alta gama y visten ropa de lujo. No todos son pobres, algunos pagan en efectivo la compra de sus casas; han adquirido edificios enteros, tienen sus iglesias y restaurantes. Su estatus en el país [se refiere al estatus de solicitante de asilo] los libra de pagar impuestos durante varios años y eso es una ventaja que se suma a otras”, dice.

“No se puede negar que entre ellos también hay mucha gente que necesita ayuda. El problema es que, actualmente, nosotros somos la minoría. Hay unos 20.000 haitianos documentados, mientras que la comunidad afroamericana cuenta con 10.200 habitantes. Sin duda, tienen derecho a recibir lo que el Gobierno les prometió, aunque nada más llegar exigen todo y se les da fácilmente derechos que nosotros solo conseguimos tras ser esclavizados y asesinados. Muchas ayudas que recibíamos han sido cortadas. Nosotros estábamos primero”, dice Patty, esbozando una sonrisa. 

Los focos sobre Springfield ya se están apagando y el linchamiento mediático causado por Trump parece una anécdota lejana ante la proximidad de las elecciones. Pero la herida está lejos de curarse. La mentira perdura como el cemento, y más si se ha convertido en un chiste ensalzado en las redes sociales. “Es una locura, yo no temo por mi perro”, dice Josh, vecino de la ciudad, junto a su novia Laura, de la cercana Dayton, mientras entran en un espectacular pipicán situado en uno de los parques del centro. “A este no hay quien lo coja”, añade ella, entre risas, mientras el animal, un joven Golden Retriever, corretea alrededor alocado y ajeno a todo. “Vivimos en un mundo en el que cualquier idiotez puede ser noticia. En Springfield, a más de uno le falta un tornillo”.

“Hay que echar a las ratas demoníacas demócratas” y “Drenar el pantano”. Dos carteles en la entrada de la ciudad de Springfield, Ohio. 27 de septiembre de 2024. Amador Guallar
Josh y Laura se ríen de la polémica sobre los devoradores de perros en Springfield, mientras juegan con su perro en la entrada de uno de los pipicanes de la ciudad. Springfield, Ohio, 26 de septiembre de 2024. Amador Guallar

El contexto social y político sigue siendo un caldo de cultivo perfecto para que la desinformación prospere contra la auténtica raíz del sueño americano, que siempre ha pertenecido a los inmigrantes y a los muchos esclavos que construyeron Estados Unidos. Desde el siglo XIX, las oleadas humanas en busca de las libertades prometidas en la Constitución de 1776 son casi un fenómeno natural en Estados Unidos, como recuerda el verso del soneto inmortal de Emma Lazarus, “El nuevo coloso”, símbolo de la inmigración y de la Estatua de la Libertad en Nueva York: “Dadme a vuestros cansados, a vuestros pobres, a vuestras masas apiñadas que anhelan respirar libremente”.

La antorcha de la dama sobre el río Hudson sigue encendida y continúa atrayendo a los que sueñan con una vida mejor en Estados Unidos, como los haitianos de Springfield; los que están en contra son descendientes de los que llegaron al país un par de siglos antes, o mucho menos, en las oleadas migratorias que trajeron a millones de ingleses, alemanes, escandinavos, chinos, italianos, irlandeses o latinoamericanos. 

Kamala Harris ríe abiertamente. No es esa sonrisa de ojos entrecerrados, un poco sarcástica, un poco planeada, con la que ha escuchado a Donald Trump durante los primeros minutos del debate presidencial del 11 de septiembre; ahora ríe con una carcajada amplia, entre burlona y sorprendida, mientras escucha al expresidente decir que hay ciudades en Estados Unidos que han denunciado que los inmigrantes se comen a las mascotas, perros y gatos.

Esta frase, la de los inmigrantes que comen perros y gatos, lleva todo el sello de Trump. Es el tipo de declaración que la gente que ha estado en su entorno desde la primera campaña presidencial, en 2016, sabe que funcionará para que los medios hablen de él. Y sí: al día siguiente será la frase que dominará las redes sociales en referencia al debate presidencial. La fórmula, sin embargo, esta vez podría no tener el mismo efecto en la decisión de los votantes, por dos razones: la primera, porque Trump ya no es un candidato outsider de la política al que todo se le permite, sino un expresidente con una serie de casos penales en su contra. La segunda, porque Harris ha decidido que el antídoto contra Trump será convertirse en lo opuesto a lo que él representa: ante un discurso que confronta, acusa y resalta lo peor del país y quienes viven en él, la campaña Harris ha optado por un mensaje de good vibes only: una campaña impregnada de alegría.

Existe en Estados Unidos un término utilizado para referirse a la resistencia y la resiliencia de las comunidades afroamericanas a lo largo de la historia: black joy, la alegría de las personas negras. “La vida impone a todos retos, decepciones, pérdidas y dificultades inesperadas, sin importar nuestra raza. Pero cuando el factor racial se agrega a la fórmula, la situación se complica exponencialmente”, explica Elaine Nichols, activista, curadora e historiadora de la cultura afroamericana. “Vivir en un mundo que las devalúa porque son negras o morenas minimiza sus contribuciones a la sociedad. La alegría de las personas negras ha sido un arma efectiva que les ha permitido cambiar las narrativas y los eventos negativos a su favor”. O como lo describió la escritora Tracey Lewis-Giggetts: “Una alegría que ningún hombre blanco te puede robar”.

Así que esta noche, en un plató de la cadena de televisión ABC en la ciudad de Filadelfia —uno de los estados que podría decidir la elección—, este hombre blanco que se vende como prototipo del macho Alfa, que aspira a volver a ocupar la presidencia de Estados Unidos, echa mano de sus tradicionales recursos incendiarios, pero el fuego se extingue pronto. Su contrincante, una afroamericana de origen indio y jamaicano veinte años más joven, que ocupa el cargo político más alto al que ha llegado una mujer en Estados Unidos, responde a sus acusaciones y afirmaciones falsas con esa sonrisa sarcástica, por momentos con una risa abierta, y termina mirando hacia la cámara: “Él no tiene un plan que ofrecerte a ti”. Unas horas más tarde, Político la describirá en un artículo posdebate como “una hembra Alfa”.

De las Converse a la ‘black joy

A menos de dos meses de la elección presidencial, la noche del debate fue la primera vez que Harris y Trump se vieron cara a cara; al entrar en el plató, la vicepresidenta avanzó unos pasos, le extendió la mano, y se presentó: Kamala Harris.

Era difícil que dos personajes de alto nivel en la política nacional nunca se hubieran visto; de hecho, la plataforma Axios hizo un recuento de las ocasiones en las que el encuentro podría haber ocurrido durante los últimos años, pero no ocurrió. La razón no es solamente la falta de respeto al protocolo político por parte de Trump, que impidió que se encontraran en eventos como la ceremonia del traspaso de gobierno, sino que ambos provienen de diferentes contextos y zonas del país.

En el caso de Harris, su carrera como fiscal primero, y como senadora después, ha estado vinculada principalmente a su estado natal, California, y al entorno político-legal más progresista. Aunque en sus presentaciones se describe como producto de la clase media estadounidense, su paso por la universidad privada —Howard, una universidad de tradición afroamericana— y la rigidez social propia de su profesión la obligaron a ofrecer una imagen más down to earth, más relajada y cercana a la gente, que tuvo su culmen durante su campaña por la vicepresidencia con su combinación de traje de dos piezas y zapatos deportivos Converse. Eso, más la amplia sonrisa —o la risa descubierta en algunos momentos— se volvió un activo de campaña y un mensaje político que, una vez llegó a la vicepresidencia, prácticamente desapareció.

Hoy los Converse están fuera de la escena, pero la risa, la black joy, es claramente una estrategia de campaña —incluso criticada por algunos articulistas— que a nivel del Partido Demócrata ha sido adoptada con entusiasmo. Durante la semana en la que se celebró la Convención Nacional Demócrata, desde el rapero Lil Jon hasta el expresidente Barack Obama, pasando por Oprah Winfrey y llegando a Michelle Obama —“¿quién va a decirle [a Trump] que el empleo que está buscando podría ser uno de esos ‘empleos para negros’?”—, la alegría y el optimismo, la idea de ir hacia el futuro que contrasta con el “great again” de Trump que mira al pasado, fue la gasolina que los demócratas necesitaban para volver a movilizarse políticamente; y la señal que muchos indecisos, sobre todo los más jóvenes, esperaban para asomarse a la política y ver si en esta ocasión había algo que les hablara directamente a ellos.

“Esto es energía genuina”, dijo el senador Dick Durbin a un analista durante la convención. “Es algo que no se puede comprar y que no se puede fingir. Es el tipo de energía que hace que la gente se quede una hora más en las oficinas de campaña, y que presuma de que está hablando con más gente, o tocando más puertas. Un enfoque positivo y feliz”. Al cual se ha agregado un elemento adicional: la festiva presencia del candidato a la vicepresidencia, Tim Waltz.

El hartazgo político

Harris ríe mucho, lo hace todo el tiempo. Lo hace durante sus discursos en los eventos de campaña, en los videos de sus recorridos por pueblos y ciudades, y en sus redes sociales personales —cuando cocina, cuando bromea con su familia, hablando por teléfono—. Hay momentos, como el debate presidencial, en los que una carcajada podría estar de más; en el caso de Harris, la carcajada es un recordatorio de que hay cosas en las cuales hay que centrar la atención, y otras, como un bulo sobre inmigrantes cenándose un perro, que es mejor no tomar en serio. El mensaje llega mejor si lo contrastas con el de un casi octogenario iracundo.

Visto desde la perspectiva de la black joy, el enfoque de la campaña Harris no es banal. Durante el debate presidencial, la vicepresidenta calificó de “tragedia” el hecho de que alguien que “a lo largo de su carrera ha intentado usar el tema racial para dividir a la gente estadounidense” aspire a llegar a la presidencia. “Yo creo que la gran mayoría de nosotros sabe que es mucho más lo que tenemos en común que lo que nos separa”, comentó mirando directamente a cámara, ignorando a Trump.

Sería fácil para una candidata —mujer— no blanca caer en la provocación que lleva al insulto, una situación que en muchos momentos el propio Joe Biden no pudo evitar frente a Trump; sin embargo, el equipo que rodea a Harris sabe que en el pulso de la gente late un hartazgo de esa manera de hacer política. Una encuesta de 2023 de Pew Research Center indica que el 65 por ciento de los estadounidenses siempre, o con frecuencia, se sienten agotados cuando hablan de política. La coyuntura tras la renuncia de Biden es ideal para evitar que este malestar se traslade a la generación más joven, cuya participación este noviembre es clave; una encuesta de hace unos meses indica que seis de cada diez jóvenes entre 18 y 34 años serían muy propensos a votar en esta elección.

Si la alegría y el optimismo están a su favor, hay aún muchos elementos que la campaña de Harris tiene en contra. El primero es, como ocurre desde hace varios años, el sistema electoral estadounidense, que puede hacer que el entusiasmo del voto popular no se refleje en el número de votos electorales: estos son los que finalmente deciden la elección —vale la pena recordar que en la de 2016, Hillary Clinton obtuvo más de dos millones más que Trump, pero perdió el conteo de voto electoral—. Otro factor es el hecho de que, incluso tras haber fungido cuatro años como vicepresidenta, hasta hace unas semanas Harris aún era desconocida para una buena parte del electorado —lo cual puede haber cambiado tras el debate presidencial—. Y por supuesto, están los temas en la agenda: desmarcarse de los aspectos de la gestión Biden que cuentan con la mayor desaprobación popular y hacer propuestas inteligentes en torno a los que interesan a la gente más joven y diversa, como la guerra en Gaza, el empleo, el racismo, o la inmigración, puede dotar de mayor sustancia a la fórmula de black joy que, por el momento, le ha dado a Harris un triunfo incuestionable en su primer debate presidencial. Y eso no es poca cosa.

Antes de que Joe Biden retirara su candidatura a la reelección como presidente de Estados Unidos, vi una entrevista en la CNN donde un votante republicano decía que votaría por el actual presidente estadounidense. No le gustaban ni Biden ni las políticas del Partido Demócrata, pero puestos a elegir entre Donald Trump “y un muerto”, no tenía dudas. Escogería al finado.  

Me pareció un extraño momento de lucidez en un tiempo de exuberante irracionalidad. ¿Cómo es posible que un condenado por delitos de agresión sexual, soborno de una actriz porno y estafa mantenga el apoyo de la mitad de los estadounidenses? ¿Que alguien con la madurez mental de un niño de siete años y la catadura moral de Al Capone tenga siquiera la oportunidad de volver a ocupar la Casa Blanca?  

Aunque el reemplazo de Biden por Kamala Harris ha mejorado las perspectivas electorales de los demócratas, la posibilidad de una victoria de Trump es real, como confirmaba el pasado fin de semana una encuesta del New York Times. Nada que diga o haga el magnate neoyorquino parece mermar la devoción que millones de estadounidenses sienten por él. En vísperas de su primera victoria presidencial, Trump aseguró que no perdería un solo voto aunque se presentase en la Quinta Avenida de Nueva York y disparara a quien le diera la gana. Probablemente tenía razón.

El regreso a la presidencia de un Trump inmune a toda persecución gracias a sus amigos en el Tribunal Supremo sería una tragedia para Estados Unidos y el mundo. Mientras en el campo doméstico no ha ocultado su intención de destruir las instituciones que puedan contrarrestar su poder, en el exterior declara su admiración por los grandes dictadores de nuestro tiempo, Putin, Xi o Kim Jong-un. La democracia estadounidense sobrevivió a duras penas a su primer mandato, es posible que no lo haga a un segundo. A muchos votantes parece no importarles.     

Estados Unidos es por supuesto una democracia averiada, con sus disfuncionalidades, corrupción, intereses y desigualdades. Pero la alternativa que ofrece Trump es populismo burdo y radical, sin principios ni reglas. Muchos analistas buscan una explicación al éxito de Trump, desde la influencia de la desinformación a la crisis de la clase media estadounidense o la desafección hacia la política tradicional. Todo parece insuficiente para entender el fenómeno.

La derrota de la democracia liberal en Estados Unidos conllevaría serios riesgos de contagio en un momento de extrema debilidad para las libertades, en un mundo cada vez más dominado por el autoritarismo y la regresión de los derechos humanos. Las elecciones de noviembre deciden mucho más que el próximo presidente de Estados Unidos. Por ello, no son una cuestión ideológica, de partidos o discrepancias políticas. Que Kamala Harris guste más o menos es irrelevante cuando lo que está en juego es la democracia y la posibilidad de que la (todavía) primera potencia del mundo sucumba a la tentación de la extrema derecha. El votante republicano entrevistado por la CNN tenía razón: cualquiera, incluso un muerto, es una opción más racional.

Esta crónica de largo recorrido fue escrita en el marco del máster de Reporterismo Internacional de la Universidad de Alcalá y el Instituto de RTVE. En 5W queremos dar una oportunidad a los trabajos realizados por estudiantes, por lo que de forma puntual publicamos piezas como esta en una sección dedicada a ello.

—Me gustan las aves. Muchísimo. Me encantan, porque demuestran la libertad.

—¿Qué es la libertad para ti?

—Hacer lo que querés. Para bien también, ¿verdad? No solo para mal. Poder hacer lo que te gusta. Expresarte. Viajar. Conocer de las culturas, de la gente. Siempre saber más de alguito de la zona. Cada lugar tiene su forma, su historia, su lugar mágico.

A cada piar, a cada crujir, la conversación se corta. Darwin, rápido, calla, para en seco y observa. Mira hacia arriba, a las copas de los árboles. A los lados, entre la maleza. “¡Mirá, una tucaneta!” “¿Dónde?”, pregunto. “¡Ahí, ahí! No se dejan ver bien… ¡Mirá, son un montón!”. Subimos por un camino por donde los guías turísticos no suelen llevar a sus grupos. Es pronto por la mañana y hay silencio aún. Reanudamos la marcha. Los pájaros siguen piando. Diferentes timbres, diferentes tonos, pero el piar es continuo. Retomamos la conversación y, al segundo: “¡Un pájaro carpintero! Ahí está, mirá. ¡Ahí, ahí!” “¿Dónde?”, vuelvo a preguntar. “¡Ahí, mirá! En el tronco de ese árbol”. Darwin señala con el dedo. “Sigue el sonido. Escuchá”.

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“Si no hubiera sido por el grafiti, yo… preso, muerto o me hubiese metido en la pandilla”, dice Daest. 

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Un cielo gris, pesado, nos acompaña durante la hora y media de viaje. A través de las ventanas tintadas se ven las casas de las aldeas por las que pasamos. Son bajitas, de un solo piso, con tejados de chapa y paredes de hormigón. Algunas pintadas de rojo, azul esmeralda o rosa chillón. Con columnas alrededor para colgar la hamaca. Siempre la hamaca. Estancias sin cerrar del todo, palmeras dando sombra y algún que otro perro alrededor —la vida en la calle. Esa humedad típica del trópico se cuela por cada rendija del microbús lleno de turistas en el que vamos. Una carretera de doble carril, rayas amarillas en el asfalto y de repente a los lados ya solo árboles, árboles, árboles.

En la selva petenera, norte de Guatemala, entre ceibas, orquídeas y coatís, se erigen pirámides y templos mayas que datan del siglo V a.C. Es la ciudad de Tikal, una de las más sagradas del mundo maya y ahora parque nacional protegido. Fieles y devotos peregrinaban hasta aquí por su sentido divino; era La Meca del mundo maya. Fueron 1.300 años de civilización ininterrumpida. Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 1979, el parque nacional de Tikal abarca 576 kilómetros cuadrados (casi seis veces la ciudad de Barcelona) de selva exuberante y construcciones mayas en piedra caliza de los que solo se ha descubierto un 20%. Chichen Itzá, su hermana mexicana y una de las maravillas del mundo, ocupa 25 kilómetros cuadrados. 

Tikal, “lugar de ecos”, es el nombre que se le dio poco después de que el militar guatemalteco y corregidor del departamento de El Petén, Modesto Méndez, descubriera estas ruinas en 1848. Hernán Cortés, unos 300 años antes en su marcha hacia la conquista de Honduras, pasó cerca. Los sonidos de la selva, aquí, viajan rápido. Es la acústica de las pirámides mayas. 

***

Entre esa melodía continua de pájaros y el vaivén de las hojas en las copas de los árboles, a Darwin se le iluminan los ojos. “Me gusta mucho pintar aves, naturaleza… Porque también ya se están extinguiendo. Más aquí en Guatemala con la cacería… Toca hacer algo para que conozca la gente, va. A las personas les gustan las aves, les gustan las flores y a mí también. Amo la naturaleza. Y ahí como que hice match y me ayudó mucho, pues, a lo que hago ahora”, cuenta Darwin.

Ahora Darwin, o Daest, nombre con el que firma sus obras, es artista. Grafitero. Mientras paseamos por los senderos de Tikal me explica las maravillas que esconde la naturaleza, sus patrones y todo lo que le inspira para crear su arte, sus murales. “La vegetación está en otro rollo. Lo intenso que se mira, lo que impone la naturaleza. A mí me gusta mucho pintar la selva, la verdad. Aves, flores, hojas tropicales… Me encula [me encanta]. Todo es arte y combinarlo con la naturaleza, las texturas, los colorcitos… Si te das cuenta, en una hoja no solo hay un tono de color. Hay un verde oscuro, un verde más claro, otro más vivo y con el aerosol es igual. Con un puntito de pintura de otro color que le agregués ya se ve diferente. Aunque el arte es imperfecto, va. Yo siempre trato de ser muy simétrico porque si te fijás todo es simétrico, todo es un patrón, imperfecto pues, pero un patrón. Las grietas de un árbol, la distancia entre las hojas de una palmera…”.  

Habla de aves. De las diferencias que hay entre el plumaje de las guacamayas de Guatemala, de Honduras o de Colombia. Que cada vez que va a un lugar pregunta a biólogos, a gente de por allí, porque es importante saber antes de pintar. Salta de una especie a otra, fascinado, explicando cada pequeño detalle, cada curiosidad que ha aprendido en los diferentes departamentos de Guatemala donde ha pintado. Habla, explica, gesticula, pero siempre pendiente de su alrededor, con el oído puesto en los ruidos de la selva. Y entonces, “¡un tucán!”, susurra. La conversación se vuelve a interrumpir. Daest para y mira hacia arriba. Escucha. “Es un tucán, sí. ¡Es el tucán real, el que me encanta!”. Cada vez es como si viese al ave por primera vez. Su voz transmite esa emoción, esa ilusión. El tucán calla. “Es lo que te digo, los tucanes son bien interesantes. Raros. Escuchan un sonido no identificado para ellos, se quedan callados y se van. Por eso me gusta tanto pintar tucanes, porque yo me siento así.” 

Así. Igual que en aquella camioneta dirección a Antigua.

***

“Guardáte el teléfono de una vez, lo llevas teniendo de la mano demasiado tiempo ya”, me dice Daest, nervioso. Estamos en la terminal de El Trébol, en Ciudad de Guatemala, esperando a coger un bus para ir hasta Antigua. Antes de llegar al país le había llamado para organizar el viaje:

​—Podemos ir en un chicken bus desde la Ciudad hasta Antigua.

—Mmm, sí. Bueno… Si no, intento hablar con algún amigo para que nos lleven en shuttle mejor. Fijáte que ahí donde se toman las camionetas para ir a Antigua es peligroso, tía. 

​Dos semanas antes de esa llamada, en ese mismo lugar, un tipo le puso el cañón de la pistola en el costado y lo obligó a darle su teléfono móvil desbloqueado, con la función de buscar iPhone desactivada. Pero ahí estamos al final. 

​Los chicken buses son esos autobuses escolares donados por Estados Unidos que se ven sobre todo por la zona de El Quiché, en el noroeste del país, y que sus nuevos dueños tunean llenándolos de grafitis, altavoces con música latina a todo volumen y hasta televisiones planas de alta resolución con películas de Van Damme para que sus clientes disfruten del viaje. Los estadounidenses fueron quienes bautizaron estas camionetas con el término de chicken bus, “autobús de gallinas” en inglés, por el hecho de que a veces los locales viajan con estos animales. Cuestan unas cinco veces menos que los shuttles, furgonetas de unas diez o doce plazas donde los turistas viajan seguros y directos a su destino.  

Aquel día llegamos en un taxi a demanda hasta El Trébol. La terminal es una calle con puestos donde venden mangos, accesorios para teléfonos móviles y CDs y películas pirateadas justo al lado de una autovía: cuatro carriles de ida y otros cuatro de vuelta donde el tráfico no para. Ahí se espera así, de pie en el arcén, hasta que el hombre que asoma la cabeza por la puerta de la camioneta que se acerca grita el nombre de tu destino. Entonces subes. 

​Pasajeros suben y bajan en paradas imposibles de ubicar para cualquiera que no sea local. Cada 10 minutos una persona entra en el bus e intenta vender lo que tengan: auriculares, tamales, bolsitas de platanitas, medicamentos… Ganar algo para comer ese día. Los adultos lo hacen. Los niños también. 

—Un blíster, 5 quetzales [60 céntimos de euro], tres por 10. Neurobión, para el mal de nervios y el estrés del cerebro. ¡De oferta!

La señora, con su camiseta rosa fosforito y sombra de ojos a juego, ofrece las pastillas a cada pasajero del bus, grita su discurso esperando tener alguna venta, las recoge de vuelta y se baja unos cientos de metros más adelante de donde había subido para volver a intentarlo en el siguiente chicken bus

​”Esto antes pasaba mucho más”, dice Daest entre dientes. “A veces entran solo para vender y ya, pero otras veces suben para ver quién tiene dinero, avisan y más adelante suben dos, uno va hasta el final del bus y el otro se queda delante y ‘vivos [personas] con las varas [dinero]’, ‘vivos, es un asalto’, te dicen. Sacan el arma y ya”. Hace una década los asaltos a las camionetas eran algo que formaba parte del día a día en Guatemala. En muchas ocasiones, es el propio conductor quien avisa a los pandilleros para que suban al bus en un lugar concreto. En otras, el conductor también está amenazado y extorsionado por la pandilla.  

​En cada curva de la carretera parece que el bus vaya a volcar. El aire caliente y húmedo entra por las ventanillas a medio bajar. Daest siempre está pendiente de la puerta, como en estado de alerta, pero sin callar. Me habla de su viaje a Estados Unidos, que le marcó tanto; de su infancia, complicada; de su padre, al que no conoce: “No, no digamos mi padre, digamos el que me engendró”. Una hora compartiéndome su vida, confesándome cosas de las que casi nunca habla, y entonces enmudece. Su espalda se tensa y su semblante cambia. Su mano derecha en el bolsillo, guardando el teléfono. Su mano izquierda apretando con fuerza la barra de metal que hacía de reposacabezas en el asiento de adelante. Su nerviosismo se me pega. ¿Qué pasa? 

​Entonces entiendo. 

​Un chico ha subido al bus. Cabeza rapada y gorra plana de lado. Camiseta de manga corta, ancha. Pantalones cortos, anchos también. Deportivas. Y unas letras tatuadas en vertical que le recorren todo el cuello. Masculla un par de frases con el conductor, se le entiende mal. Daest no le quita ojo. Alerta. Pendiente. Ya no me mira. Ya no habla. Entonces el chico empieza a repartir entre los pasajeros bolsas de gominolas: “Buenos días, hoy les traigo estas bolsitas de gomitas. Ayúdenme, por favor, tengo un alquiler que pagar”.

Falsa alarma. Daest vuelve a la conversación: “¿Por dónde iba? ¿Qué te estaba diciendo?” 

***

“Cuando yo era pequeño, si tú llegabas al barrio tatuado y no eras de ahí… Pasaban cosas. Ahora ya no tanto, pero en su momento sí era bien complicado. Incluso hasta en la ropa. Los Reebok, los Nike Air Force One… no los puedo usar en mi barrio. Solo ellos pueden. Igual los Nike Cortez, que son bien hermosos, pero solo los pesados [pandilleros con más poder], los cabecillas pueden usarlos. Yo hay ropa que ya no uso porque me traumé de pequeño”, confiesa Daest. 

Estamos sentados en una cafetería de la isla de Flores (departamento de El Petén, en el norte de Guatemala), donde vive ahora, en el jardín que tiene en la parte trasera, primera línea de lago, viendo las olas, las lanchas, las garzas. Le pregunto si te pueden matar solo por eso. No responde a la pregunta. Pero sigue con su historia: “¿Sabés? Yo antes usaba mucho Dickies. Pantalones, playeras [camisetas]. Usar Dickies todavía incluso es como que ‘guau, ese maje es de barrio o creció en el barrio’. Y era difícil de encontrar porque solo en las pacas encontrabas ropa así”. Las pacas son tiendas de ropa donde puedes encontrar las marcas más caras de Estados Unidos por muy poco dinero y la etiqueta aún puesta —el excedente de los grandes almacenes norteamericanos. También la ropa que algún altruista donó pensando que iba a llegar a alguien que la necesitara, pero que terminó colgada de una percha lucrando al empresario. 

“Me acuerdo que yo usaba esa marca y me dice un cuate que era homie [pandillero]: ‘Mirá, carnal. Fíjate que me mandaron a decir los del barrio que si querés seguir usando Dickies, metete a la clica [célula de una pandilla], va, y te damos brecha [permiso]. Si no, decomisados por el barrio, va’. Y precisamente el pisado era de mi estatura y se los tuve que dar a él”, recuerda Daest. 

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Darwin Estuardo López Mazariegos (1996), que luego tendría el nombre artístico de Daest, nació en zona roja. O lo que es lo mismo: plomo, balaceras, extorsiones, sicariato, homicidios, drogas, pandillas. Y por ende: pobreza, abandono escolar, familias desestructuradas, chavales de 12 o 14 años disparando tres tiros a la cabeza de quien le manden como rito de iniciación para entrar en la clica, chavalas de la misma edad que para entrar en la pandilla tienen que elegir entre una paliza entre ellas o el trencito [tener relaciones sexuales con un hombre de la pandilla].

Ciudad de Guatemala, la capital del país, se divide en zonas, el equivalente a los barrios. Y muchas de esas zonas son rojas. Zona 1 es el centro neurálgico. Está el mercado, el Parque Central, la Sexta Avenida, los museos. Zona 4 y Zona 10 son las más seguras de la capital, las más cosmopolitas, donde están los grandes hoteles para los turistas y los restaurantes más chic. Zona 18 es zona roja, la más roja. En colonias como El Limón nadie entra. Solo el año pasado se registraron 93 homicidios. A partir de 5 sucesos similares al mes —homicidio, robo, violación, secuestro…— se considera zona roja, según la Policía Nacional Civil de Guatemala.

​Darwin nació en Zona 21, en la colonia de Loma Blanca, en el sur de la capital. Zona roja también. Confiesa que cuando era muy pequeño era muy miedoso y cuando veía a un pandillero se asustaba por miedo a que le hiciera algo. Por las calles andaba la clica Waco Locos Sureños, de la pandilla Barrio 18. Y crecer ahí era complicado. “Varios amigos con los que crecí en el barrio… Yo les intentaba inculcar el baile, que hiciesen grafiti, pero muchos se metieron a la pandilla”, cuenta. Unos se fueron del país, algunos están presos, otros desaparecieron. Muchos están muertos.

Fue complicado, pero Darwin nunca se involucró en eso. Ha perdido la cuenta de las veces que le han intentado meter, de las veces que lo han amenazado. “En mi colonia mataron a mucha gente, cosa que nunca salía en las noticias porque era zona roja. Gracias a Dios nunca me pasó nada”. 

En la década de los 80, cuando las guerras civiles desangraban Centroamérica, miles de civiles huyeron a Estados Unidos, que en los últimos compases de la Guerra Fría, con Ronald Reagan en la Casa Blanca, llevaba a cabo una agresiva política exterior en lo que consideraba su patio trasero. La mayoría de ellos se asentaron en Los Ángeles, en barrios marginales, señalados por la pobreza y con continuas redadas policiales. Eran barrios de migrantes mexicanos, con su mafia ya por las calles. Cuando llegaron, salvadoreños y guatemaltecos se convirtieron en los parias de los parias, humillados por los latinos que ya estaban allí. 

​Así, en 1985 nace la Mara Salvatrucha 13 (MS-13), un grupo de jóvenes salvadoreños que jugaban a fútbol y fumaban marihuana que se juntaron para luchar contra las discriminaciones que sufrían. Mara, en El Salvador y Guatemala, significa gente o un grupo de amigos, colegas; salva es el principio de salvadoreños y trucha significa listo, avispado. El 13 es el puesto que ocupa la letra M en el abecedario. Germinó de la misma realidad que Barrio 18 (B18), también una banda que nació en la década de los 60 alrededor de la 18th Street, territorio que controlaban en el sector de Rampart en Los Ángeles, California. Ahora son las dos bandas de crimen organizado que más poder tienen en el Triángulo Norte (El Salvador, Honduras y Guatemala). Las que más muertes, desapariciones y vidas truncadas dejan a sus espaldas en esta región. 

A finales de los 80, y sobre todo en los 90 y principios de los 2000, empezaron las deportaciones. Primero el presidente Reagan, luego Bush y después Clinton llevaron a cabo políticas de expulsiones masivas de jóvenes latinos. Estas coincidieron con las firmas de los Acuerdos de Paz en El Salvador (1992) y Guatemala (1996). Países que ya no estaban en guerra y por lo tanto países seguros, según los líderes estadounidenses. Pero nada más lejos de la realidad. Miles de jóvenes fueron enviados de vuelta a sus países de origen, entre ellos también los pandilleros. 

Y entonces allí siguieron haciendo lo que hacían en Estados Unidos. 

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A través de la ventanilla del taxi un mural de las calles de la capital capta mi atención: una madre protegiendo a sus dos hijos. Delante de los tres, un policía que en vez de un escudo empuña una paleta de pintura. El arte en Guatemala se valora poco. A los policías, menos. 

Cuando llego al estudio de tatuajes me recibe con un abrazo un tipo grande, 45 años, tatuado. Cadena de plata al cuello, vestido de negro y gorra plana. Bigote, perilla y calvo, con muchas historias a sus espaldas. Dhero, nombre con el que todo el mundo lo conoce, es de la old school del grafiti en Guatemala. Un referente. Empezó como la mayoría, como Daest empezaría también, con un lápiz y un cuaderno. 

Se acuerda bien de ese documental que vio por la recién llegada —y exclusiva— televisión por cable a Guatemala. En las imágenes salían las mismas pintadas que él veía por las calles de la capital a principios de los noventa, justo cuando empezaron a llegar todos los latinos deportados de Estados Unidos. Uno de los grafiteros que salían en ese documental era el estadounidense Chino BYI: “En una de las escenas empieza a pintar y le veo un aerosol en la mano y fue como guau… Súper impactante ver al chavo haciendo trazos con aerosol, la verdad. Lo vi y me hizo clic”, cuenta Dhero. Consiguió una lata y pintó una pared de su casa. Su madre le dijo que ya parecía casa de marero: todavía había mucho estigma y ser grafitero era sinónimo de ser pandillero. Se juntó con unos cuates y robaron un par de aerosoles para pintar muros. La cosa les gustó y empezaron a tocar puertas. Se las abrieron en Motown, “una discoteca donde solo iba gente deportada que escuchaba hip hop, R&B, soul y reggae, pero más estilo americano”, rememora Dhero. Al dueño de la discoteca le encantó el diseño y Dhero y sus colegas vieron ahí una oportunidad de crecer: “Ya no era solo el gusto de pintar en las calles, va, sino que empezamos a proyectarnos y a pintar lugares por plata”.

Uno de los murales de Daest en El Paredón, Escuintla. Fotografía cedida por el artista.
Uno de los murales de Daest en el departamento de El Petén. Fotografía cedida por el artista.

Empezaron a ganar dinero pintando bares, discotecas, habitaciones de conocidos y con lo que ganaban compraban más latas para seguir pintando sus propias piezas en paredes de la ciudad los fines de semana. Pero el estigma seguía ahí. “La gente nos miraba haciendo grafiti, pero tenía pánico de acercarse y hablarnos”, recuerda Dhero. Durante la conversación me cuenta que una vez un colega le confesó que antes de que fuesen amigos los vio grafiteando un día en el Periférico, una carretera de la capital, y pensó: “Mano, cómo le voy a ir a hablar a esos majes. Me van a dar cumbia [una paliza], va”. 

A finales de los 90 conoció a Seimer, ahora catedrático en la Universidad Panamericana de Guatemala. “Cuando mi cuate me presenta a este individuo y lo miro… Tenía toda la pinta de pandillero. Sin tatuajes, pero sí súper flojo [ropa ancha], con bigote estilo chicano, con el pelo rapado y todo serio, va”, recuerda Dhero. Hablando con él, con el que sería su “partner de por vida”, Dhero se dio cuenta de que lo que él hacía era grafiti. Seimer ya llevaba más tiempo metido en esto y sabía de la cultura. Pasaron unos años y a Seimer le dispararon. “Lo balearon en un bus en el 2000 o 2001”, cuenta Dhero; eran los años fuertes de las pandillas. Entonces empiezan a ir juntos a la universidad, estudian diseño gráfico, Seimer se muda de zona para recuperarse de los disparos y ahí conoce a Woser, otro grafitero, ahora uno de los artistas abstractos más reconocidos del país.  

Se juntan los tres, Dhero, Seimer y Woser, y forman un equipo. Empiezan a crear precedente en Guatemala. 

“Nos habíamos movido ya mucho al grafiti profesional, pero queríamos seguir haciendo grafiti en la calle. No lo podíamos hacer como artistas callejeros porque la gente tenía pánico de bajarse [del coche] a ver grafiti, pero aun así nos miraban. Nosotros queríamos acercar un poquito más el grafiti a la gente, entonces decidimos hacer una mutación y en el año 2005 fundamos Guategraf”, cuenta Dhero. Guategraf, Guatemala Grafiti, es el primer estudio de grafiti en el país. “Estaba muy fundamentado en las influencias que teníamos de otros países. Éramos los primeros grafiteros que nos habíamos dedicado a hacerlo como profesional y eso era algo que nos hacía representar a Guatemala en todo el mundo, ¿verdad?”, explica Dhero.

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Pato, el apodo cariñoso con el que llamaban a Darwin de pequeño por los dibujos animados de El Pato Darkwing, con nueve añitos, un niño tímido, bailaba y pintaba. Era lo que más le gustaba hacer. En las kermeses de su escuela, fiestas que hacen para toda la familia con venta de comida, juegos, espectáculos y payasos, bailaba merengue y bachata. En sus cuadernos garabateaba lo que veía en los grafitis de la calle: el número 1, el número 8, Barrio 18, cholos… sin saber lo que eso significaba en realidad; era un niño. A veces los maestros le decían a su madre que estaba metido en la pandilla. Luego entró en el instituto y empezó a crecer, a saber. Hizo muchos amigos. “En ese entonces empecé a bailar break dance y ahí empecé a aprender mucho de la calle, a criarme en la calle y a ver qué onda”, recuerda Daest de la época en la que aún era solo Darwin.

Muchos de sus compañeros bailaban break dance. Y muchos de ellos eran pandilleros. 

“Me acuerdo que había un grupito de Bboys [bailarines de break dance] que hicieron un festival que se llamaba Escuelas Abiertas. Era del Gobierno y ahí me enteré yo de Guategraf, porque fueron a dar un taller de grafiti. Y me acuerdo de la primera lata que me regalaron, una Montana [marca española]. La guardé bien en mi casa, con sentimiento, porque sí es algo que me marcó la vida”, rememora.

​Desde ese momento, grafiti y baile corrieron paralelos en su vida. En ese festival conoció a muchos Bboys. Empezó a ser más extrovertido y a bailar con ellos. Practicaban en la calle, con la gente del barrio. Darwin aún se acuerda de Pablo, su profesor, “un maestro de baile, pero de la calle”. Ahí se juntaban varios Bboys. Todos de zona roja. Y todos hablaban de Trasciende. 

Todo está conectado. La cultura hip hop tiene 4 pilares: el grafiti, el break dance (los Bboys), el DJing (poner música con una mesa de mezclas) y el MCing (MC son las siglas de Master of Ceremonies, maestro de ceremonias; antes eran las personas que animaban al público mientras el DJ ponía música, ahora se refiere más a los raperos y a los que hacen freestyle). En 2008, cuatro Bboys (uno de ellos el profesor de Daest), un DJ, un MC y una holandesa se juntaron y crearon Trasciende.

Esther Van Der Zijen estaba de voluntariado con una ONG en Guatemala. Vivía en la colonia La Esperanza, en Villa Nueva, al lado de Zona 21. La colonia estaba controlada por la pandilla Barrio 18 y justo el barrio de enfrente, la colonia El Mezquital, era territorio de la Mara Salvatrucha. Se dio cuenta de que quienes más sufrían eran los jóvenes: demasiado tiempo libre sin nada que hacer, campos de fútbol controlados por las pandillas, padres que trabajaban de sol a sol, pese a lo cual la pobreza los perseguía. Conoció a Tizón, uno de los Bboys, y ahí empezó todo. 

Durante los meses de vacaciones daban clases de baile gratis en el barrio. Pero los niños y niñas del otro barrio no podían ir porque era territorio contrario y entrar suponía arriesgar su vida. Entonces Esther volvió a Holanda, buscó financiación y crearon la sede de Trasciende en Zona 1, zona neutral. Cada semana llegaban unos 400 jóvenes, la mayoría de barrios pobres controlados por pandillas. Muchos habían dejado de ir al colegio, y después de ir a estos talleres retomaron las clases. Chavales que llegaban a Trasciende que eran de pandillas contrarias y que en la calle podrían matarse, convivían y compartían en los talleres sin ningún problema.

“La cultura hip hop es como una pandilla, pero de forma positiva —dice Esther—, porque todos se apoyan, se ayudan, son como una familia. Nos dimos cuenta de cómo la autoestima de los jóvenes estaba creciendo con las clases de break dance. Al poco tiempo los chavos sentían orgullo y eso levanta a las personas”.

A “la casa del hip hop”, nombre con el que todos los jóvenes se referían a Trasciende, llegaba Darwin cada jueves, antes de ir a clase, para ir a los talleres que impartía Guategraf. Con ellos aprendió los diferentes tipos de grafiti que hay: los tags que son la base del grafiti, tu firma; las bombas o bubble letters, letras más grandes, redondas y huecas por dentro; las throw ups, las blockbuster, las wildstyle… Luego el realismo, el 3D, las caricaturas… Y toda la cultura que hay alrededor. Pero antes de estos talleres en Trasciende —y después de garabatear en su cuaderno cosas de pandillas sin saberlo— Darwin ya rayaba alguna pared del barrio. 

Fue en Zona 21 donde vio grafiti por primera vez, pero fue a través de la pantalla donde descubrió que eso era grafiti: “Yo ni sabía qué era el grafiti y un día, era el 2011 o 2012, vi en las noticias que entrevistaban a varios artistas de un festival que se llamaba Muros Con Valor. Ahí estaban los de Guategraf también. Lo vi y yo emocionado. ‘Hala, grafiti’, pensé. Me gustó”. A partir de ahí empezó a investigar y a contactar a grafiteros a través de Facebook. El único que le contestó fue Stwo, un grafitero de Bellos Horizontes, la colonia vecina a la de Darwin. Fueron juntos a pintar a Las Bodegas, unos almacenes al lado de la calzada Atanasio Tzul, en la capital. Practicaron. Stwo le dio varias ideas con las que Darwin podía firmar sus piezas y se decidió por el nombre artístico (o tag, como dicen aquí) “Sector”, pero al poco lo tuvo que cambiar. 

“Hubo un tiempo cuando yo estudiaba que unos sabían que yo pintaba ahí en el barrio y una vez mi amigo me preguntó: ‘Mirá, carnal, ¿vos sabés quién es Sector? La onda es que los homies andan pensando que es un contrario y a quien le encuentren lo van a matar’. Y yo desde ahí, pues bueno, dejo de hacer Sector y empiezo a formar mi sobrenombre que es Daest, de mis dos nombres Darwin y Estuardo. A partir de ahí empiezo a pintar con muchos grafiteros”, cuenta Daest. Y me enseña una foto: “Gracias a ellos yo empecé a hacer grafiti. Como tres de aquí ya no están en vida”.

En Centroamérica, y sobre todo en Guatemala, la cultura hip hop tuvo un impacto muy grande. “El hip hop entró en Guatemala por gente netamente involucrada en las pandillas, pero también por gente que venía de los Estados Unidos, que había vivido en barrios latinos y que había absorbido toda esta cultura pero que no tenía nada que ver con las pandillas”, explica DJ Fla-KO, uno de los fundadores del Festival Revolución Hip Hop y DJ del grupo guatemalteco Bacteria Soundsystem Crew. “El problema es que el nicho de las pandillas es literalmente el mismo nicho que el de la cultura hip hop”. La ropa, la música que escuchan, el grafiti… A ojos de la sociedad todos son lo mismo. “Pero no hacemos lo mismo”, aclara Fla-KO. Poco a poco y con dificultad, esa visión fue cambiando.

​Primero fue gracias al Festival Revolución Hip Hop, algo que marcó la historia de la región. Nació en 2006 y congregó a artistas de todas las disciplinas y de todos los países centroamericanos. Daest se acuerda de aquel año que consiguió ir: “Yo estaba pequeño y solo fui a ver los conciertos, que eran gratis, pero no pinté con los grafiteros que había allí ni nada. Me acuerdo que invitaron a Rapsusklei, que rapeó con Bacteria Soundsystem Crew el remix de la canción Lo que veo, y fue bien chilero ver a alguien que da su música y marca historia con las letras”.

​A nivel cultural el hip hop logró algo que no se había logrado a nivel político: la integración centroamericana. “Nosotros siempre decimos que gracias al Festival Revolución Hip Hop somos un solo país, ¿verdad? Desde entonces nos vemos como una unidad y eso ha ayudado a proyectarnos a nivel internacional. Somos como una hermandad y ese sentido de pertenencia que genera el hip hop, en nuestro caso siendo centroamericanos, es algo muy especial porque todos somos conscientes de que fuera de Centroamérica no es que no nos vean, es que no existimos”, reflexiona Fla-KO.

Los talleres de Trasciende también desempeñaron un papel clave en ese cambio de mentalidad de la sociedad guatemalteca. “Los medios de comunicación empezaron a poner mucha atención a lo que estaban haciendo y entonces la gente empezó a verlo como una alternativa para los jóvenes, algo bueno, en una época en la que el tema de las pandillas aquí era una cosa muy seria. Y entonces como que la cultura hip hop empezó a tener cierta relevancia”, explica Fla-KO. Pero la sombra de la clica siempre estaba ahí: “También esto empezó a generar problemas en zonas de pandillas porque había pandilleros a los que no les gustaba que hubiera chavos que se metieran [en la cultura hip hop]”, reconoce. 

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“De todos los grafiteros que estuvimos en esos talleres solo yo sigo ahí. Y no es por echarme flores, sino que yo le metí mucho al grafiti. Y fue bien complicado. Me costó un vergo”, dice Daest. 

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Aquel día Daest volvía de viaje. Había ido a pintar al departamento de Escuintla, en el sur del país, y de camino su amigo le envió un mensaje: “Vos, ¿dónde estás? ¿Vamos a jugar al billar?” Daest le dijo que andaba de viaje, que estaba de camino a la capital. “Ah, va, está bueno, carnal. Cualquier cosa, ahí estamos. Cuidate”, le respondió su amigo.

Él y el Serio, nombre con el que lo conocían, crecieron juntos en el barrio. Pintaban juntos. Eran como hermanos. “Queríamos meternos juntos en el ejército, pero a mí se me dio la oportunidad de pintar para el Gobierno, de viajar y, pues, seguí mi sueño. Y él se enojó conmigo —dice Daest—. Estuvimos un tiempo sin hablarnos. Él rapeaba, pero se metió en el rollo de las drogas, de hacerle el paro [favores] a los homies… y me amenazaba. Me decía que si me iba a matar”.

Poco después se reconciliaron y entonces Daest se enteró de que a su amigo lo querían asesinar. Chivarse de algo así en el barrio le podría haber costado la vida a Daest, pero aun así lo avisó. Era su amigo. “Yo le dije que se fuera del barrio. Había encontrado un trabajo, ya no quería tomar, y le dije que le diese con todo, que luchara por sus chivas [sueños], que le comprase [cosas] a su mamá. Bien emocionado estaba. Y a la semana fue que yo volvía de pintar y ese mensaje que me envió… Fue bien raro porque me dijo que me cuidara… Y lo sentí como una despedida”. 

Daest llegó a su colonia. Bajando por la calle, con su mochila llena de latas de pintura, vio a unos chicos que no solían andar por ahí. Siguió caminando, llegó a su casa y se acostó. Pero no podía dormir. “No tenía sueño, me sentía bien desesperado, mal… Y de la nada, ‘pa pa pa’. Tres balazos. Yo solo dije: ‘Puta, se lo mataron’. Salí a la calle y solo se escuchaban pasos corriendo y dijeron: ‘Mataron al Serio'”, recuerda. 

​Quien lo mató fue un chico de 14 años. Era su primera muerte para poder entrar en la clica. Daest tampoco pudo estar mucho en el velatorio, había pandilleros controlando quién estaba ahí. “Su partida me dolió mucho. De ahí yo decidí mejor no estar en el barrio. Con él empezaron muchas cosas de pequeño, desde los 8 años…” Los ojos se le llenan de lágrimas. “Siempre íbamos juntos a jugar al billar. Queríamos hacer muchas cosas juntos. Pintar, apoyar el arte. Por eso yo ahora me dedico mucho a apoyar estos proyectos con los que colaboro”.

Daest lleva el barrio por bandera. Orgulloso de donde creció. “Salir del barrio cuesta, pero el barrio nunca sale de uno. Casi nadie lo sabe, pero muchos de los grafiteros del país han salido de varias colonias de Zona 21 y es bien chilero representar al barrio”. 

Pero siempre supo que ahí no. 

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A orillas del lago más bonito del mundo, tres volcanes, los Tres Gigantes —el volcán Atitlán, el volcán Tolimán y el volcán San Pedro— guardan las aguas del Lago Atitlán. En el este del departamento de Sololá, arriba en las montañas, en pura tierra indígena, varios pueblos con nombres de santos y santas que impusieron los conquistadores españoles reciben a miles y miles de turistas cada año. Pero entre sus bosques, en las aldeas a las que no se llega directamente en lancha, la realidad es otra. 

Desde una de estas aldeas, entre Santiago Atitlán y San Lucas Tolimán, se ve la boa que se comió al elefante. Ese dibujo que tanto frustraba al autor de El Principito porque ningún adulto adivinaba lo que era. Aquí dicen que la silueta del Cerro de Oro inspiró a Antoine de Saint-Exupéry. El francés pasó varios meses en Guatemala, entre Antigua y el Lago Atitlán, recuperándose de un accidente aéreo que tuvo en 1938. Dicen también que los tres volcanes del asteroide B612 donde vivía El Principito son los tres volcanes que se ven desde la ciudad de Antigua Guatemala: Fuego, Acatenango y Agua. Aquí, en este lago, cualquiera desearía poder mover la silla unos centímetros y ver ponerse el sol 43 veces al día.  

En las faldas de esta boa con el elefante dentro hay un par de escuelas que llevan la firma de Daest en sus paredes. Un tuc tuc amarillo, con las revoluciones a mil, nos lleva hasta la Escuela Rural Mixta Paguacal, en Cerro de Oro. Quetzales [pájaro nacional de Guatemala], jaguares, milpas [maíz] y rostros mayas adornan los muros que una vez fueron grises. Gritos, pelotas, y saludos continuos de niños y niñas nos acompañan durante la visita. 

“Somos voluntarios y no ganamos nada más que la experiencia, pero sí es bien gratificante”, cuenta Daest. “El arte estimula las mentes de los niños y pues, esperamos que salgan más artistas. En otras escuelas que ya hemos ido a pintar con Task Tarea sí que ha tenido el impacto de que más niños van a estudiar. Ya no ven algo simple, ven algo colorido y sí que se nota que los niños se sienten bien con los murales”. Diego, uno de los maestros de la escuela, lo confirma: “Al principio cuando empezaron las clases había unos niños que ya no iban a estar porque se matricularon en otra escuela. Pero regresaron a ver y con los murales volvieron”. 

​Task Tarea es una ONG que nació hace unos 20 años de la mano de dos madres, una guatemalteca y una estadounidense, que querían apoyar a las niñas de Panajachel, en el departamento de Sololá, para que siguieran estudiando y llegaran a la universidad. En las comunidades indígenas los roles de las mujeres seguían —y siguen— todavía muy marcados. Son ellas quienes se quedan en casa, lavan la ropa, abandonan sus sueños. Task Tarea las apoya y las acompaña durante sus estudios para que lleguen a ser lo que quieren ser.

Daest posa junto a su mural en la Escuela Rural Mixta Paguacal en Cerro de Oro, Sololá. Sofía Nicolás
Mural de Daest en una de las aulas de la escuela Tzanchali, Cerro de Oro, Sololá. Fotografía cedida por el artista.

Ahora los proyectos de esta ONG están en todo el departamento. “Hace cinco años nace el proyecto ‘Tejiendo sonrisas, sembrando valores’ con la idea de pintar escuelas y a mí esto la verdad me llena de alegría. Poder apoyar con mi arte es bien chilero”, dice Daest, ahora coordinador de este proyecto. “No te imaginás lo triste que es saber que el Gobierno tendría que apoyar a estas escuelas y no lo hace. Se han olvidado de ellos por ser indígenas, por ser lo otro”.

Paseamos por la escuela y los niños nos rodean. Se ríen, piden que les saque fotos, otros se esconden, vergonzosos. Les pregunto si les gustan los nuevos murales de la escuela. “Síiiiiii”, gritan todos. Pero cuando les pregunto cuál es su favorito y por qué, se miran entre ellos, se quedan callados y como mucho señalan el dibujo que tienen al lado. Muchos de ellos todavía no hablan del todo español. Aquí la lengua materna es el tz’utujil, aunque “ahora se está perdiendo un poco”, dice Diego. “En años anteriores los padres de familia no quieren que los niños aprenden el tz’utujil. Ellos quieren que aprenden español”, explica. Él también aprendió español, pero se ha encontrado con que muchos niños “ahorita están aprendiendo el tz’utujil”.

​Los trazos de Daest están en muchas de las escuelas de las aldeas indígenas de Sololá. También en una de Estados Unidos. El año pasado, con el proyecto ‘Tejiendo sonrisas, sembrando valores’, varios artistas voluntarios tuvieron la oportunidad de volar al estado de Virginia. “La idea era enseñar en Estados Unidos lo que hacemos acá en Guatemala. Fue bien chilero porque fuimos al área de Annandale [Virginia] y ahí hay mucha escuela hispana, mucho migrante chapín [guatemalteco]. Pintamos en la escuela de Braddock Elementary School y ahí hicimos murales, siempre representando a Guatemala. Y todos llegaban y: ‘¡Ah, es el quetzal de Guatemala!’, decían. Se sentía bonito, porque pues son paisanos, va”, dice Daest. 

Eso consigue el arte: reavivar recuerdos, recordar tu identidad, crear comunidad.

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“Acá, salir de Centroamérica es… Ya ir a México es como guau. Aparte, la gente del barrio donde crecí nunca pensó que iba a llegar tan lejos. Porque, pues, costó. Y cuando llegué a Estados Unidos, creeme que yo lloré”, confiesa Daest. “Pintar allá es otro rollo. Salir del barrio, de un país donde el arte no está tan bien visto y llegar a un país donde tienen de todo, un país primermundista —se ríe; el humor nunca lo pierde—, fue un impacto para mí”.

Cruzó una frontera –la frontera– y entonces en Guatemala le empezaron a tener más en cuenta como artista. Ya no era un patojo cualquiera que rayaba las paredes del barrio. Ahora es alguien que ha ido hasta Estados Unidos a pintar. “Sí me ayudó a crecer un poquito más y a darme a conocer. Porque tú puedes ser buenísimo haciendo arte, pero si tú no sos conocido, no sos nada. Así pienso yo. También me ayudó a creérmela, porque si vos no te creés lo que sos, nunca vas a llegar a ningún lugar”, dice Daest. “Pero yo siempre con mi nivel de humildad porque hay mucha gente que sale del país y se le sube. Y es complicado porque así como subís, también bajás, va. Y no, yo prefiero ser como soy”. 

​***

“Daest es un artista nómada. Nunca está en un solo lugar. Pero en cada punto al que va tiene a mucha gente cercana. Se ha esmerado en hacer buenas relaciones sociales, aunque él ya trae esa chispa, ¿verdad? Y siempre busca apoyo en otras personas. Es muy, muy creativo y aunque no haya tenido todas las oportunidades y todas las herramientas como tuvieron otros artistas, él trata de explorar y explotar todo lo que se le cruza por delante. Ha ido creciendo de esa manera”. 

Dey Cabrera, artista y psicóloga, es una de esas personas que ahora forman parte de la familia de Daest. Cuando Daest aún seguía en el barrio, el Instituto Guatemalteco de Turismo (INGUAT), del Gobierno de Guatemala, publicó en redes sociales un proyecto que tenían en colaboración con la ONG WWF y etiquetó a varios artistas para que enviasen sus ideas, entre ellos a Daest. Su propuesta fue aceptada y “ahí empieza el Daest artístico”, recuerda. Los más puristas dentro del mundo del grafiti consideran que quienes hacen murales no son grafiteros como tal porque el grafiti, el que forma parte de la cultura hip hop, solo entiende de manchar paredes, de letras y de tags

Daest se fue hasta Livingston, un municipio del departamento de Izabal, en el este del país. “Era un proyecto que tenía el INGUAT para ayudar a las culturas garífunas y a los animales del área Caribe. Y ahí pinté el rostro de un viejito garífuna, que ahora está bien feo el grafiti va, no es bueno —se ríe—, pero eso marcó todo”.

Muchas de las técnicas que ahora sabe las aprendió de ver pintar a los otros artistas que colaboraban con el proyecto. Artistas que habían estudiado en la Escuela Superior de Arte. Con el INGUAT viajó mucho, conoció muchos lugares y siempre pensaba dónde podía mudarse. Ninguno de estos lugares llenaba sus expectativas, no conseguía acoplarse. Hasta que llegó a Flores: “Aquí me siento seguro. Toda esta es mi gente, mis cuates, mi familia. Aquí estoy a gusto”. Casi toda la isla lo conoce, en casi toda la isla se ven sus grafitis. Después de descubrir Flores dejó el INGUAT y se centró en sus propios proyectos. “Este lugar es mágico. Tiene algo místico también, por los mayas. Aparte, toda la vegetación y todos los animales que hay acá… Eso me llenó mucho”, cuenta Daest.

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En mitad de la selva de El Petén, de tierras de nadie, de tierras de narco. De pobres e indígenas, migrantes y coyotes. Donde avionetas se estrellan con sacos de cosas que nadie confirma pero que todos saben, por los que se pelean, se mata y se muere. En mitad de donde el Estado no llega —no quiere llegar— está Flores, una isla en el lago Petén Itzá. Son entre ocho y diez horas de bus desde la capital para llegar aquí. En muchas ocasiones, antes de entrar en el departamento, el autobús para y todos los pasajeros tienen que bajar. Ahí está la policía, buscando migrantes sin documentos, buscando un sobresueldo. 

​En la isla de Flores nadie habla de Barrio 18, de las clicas, de los homies. Aquí no hay pandillas. Aquí hay narco. Pero tampoco se habla de eso. En todo caso se susurra. Desde la isla, en las montañas a lo lejos, siempre se ve alguna columna de humo. Siempre un fuego activo para quemar la selva, para hacerla pasto, para alimentar al ganado. La deforestación es uno de los problemas más graves a los que se enfrenta el departamento de Petén —y otro de los negocios en los que está metido el narco. Luego está la migración. De los 960 kilómetros de frontera que comparten México y Guatemala, más de 500 son del departamento de El Petén. Kilómetros y kilómetros de jungla verde, espesa, donde los coyotes hacen su negocio. La frontera sur de Estados Unidos ya no es tanto México, sino Guatemala.

“Cuando salimos siempre está viendo, como observando a la mara, siempre alerta. Y yo siempre le digo que me da miedo porque a veces llegamos a un lugar y se queda mirando a alguien armado y aquí en Guate es como que… Ahí ya se puede armar bronca o un par de plomazos. También él cae bien, y toda la mara lo anda invitando a fiestas, entonces él va y conoce a mucha gente. Pero puta, quedarte mirando así a un brother armado hasta los dientes, con dos pistolas, un montón de tolvas [cargadores]… no es muy prudente, va. Y siempre le digo que no haga eso, pero creo que tal vez es por el contexto en el que creció y vivió”. 

Joel conoció a Daest hace unos cuatro años en la isla, cuando estaba pintando ahí con el INGUAT. Hablaron, Joel le pidió que hiciese un mural en el Natz, su hotel, y Daest le propuso intercambiar arte por alojamiento. Desde ese día el Natz es la casa de Daest, y Joel y Diego, el otro dueño del hotel, parte de su familia petenera.

“Cuando yo estaba pequeño y empecé en el rollo del grafiti pensaba ‘algún día quiero vivir como muchos artistas’, que era algo que se veía muy poco por aquel entonces, va. Se convirtió en mi sueño y me costó mucho porque mi mamá era muy cerrada y no me apoyaba en lo que yo hacía. Pero no me importó y seguí mi instinto artístico. Ahora me gusta mucho cuando me topo con gente que tengo años de no verlos. Una vez me encontré con un cuate que me dijo ‘vos cerote [amigo], yo me acuerdo cuando eras chavito y no eras nadie. Pero puta, miráte ahora. Ahora viajás internacional’. Y se siente bien pues porque va, yo sé dónde empecé, muchos saben dónde crecí y que me digan eso me ayuda a entender que puedo llegar más lejos. Eso me llena a mí mucho”, reconoce Daest.

Mural de Daest en la fachada de un restaurante colombiano en Petén. Fotografía cedida por el artista.
Uno de los murales de Daest en Puerto Barrios, Izabal, Guatemala. Fotografía cedida por el artista.

También confiesa que es muy perfeccionista, y que tiene déficit de atención. Cada conversación con él son mil temas enredados. Dice que es uno de sus problemas, pero rápido se corta a sí mismo y dice que no, que eso es lo que lo hace ser quien es. Siempre trata de exigirse más, de hacerlo complicado, pero también sabe cuándo pisar el freno. “Aunque yo también estoy complicado en mi cabeza, tengo mis épocas de no tener ganas de nada… Artista, va”, confiesa entre risas. 

Empezó tocando puertas, ofreciendo su arte, aunque no siempre le recibían con una sonrisa. “Al principio la gente se burlaba porque era artista. Yo era un niño, la gente veía que me podía manipular, yo tampoco me valorizaba como artista porque acababa de empezar… Pero a pesar de todas las humillaciones me ayudó mucho también el aceptar murales con tal de que me diesen la pintura, aunque me pagasen una miseria. Así practiqué un montón. Y ahora te puedo decir que vivo del arte, que acá en Guatemala es algo complicadísimo. Ya llevo 14 años en esto”, cuenta.

Daest, ya más artista que grafitero, según él, llegó a Petén para pintar. Y ahí se quedó. Los que viven en Flores dicen que la isla te adopta o te aborta y que, si bebes agua del lago, vuelves. El mismo lago donde Darwin, con miedo al agua desde pequeño, aprendió a nadar. Petén tiene algo. Nadie sabe decir el qué. Pero todos dicen que algo sí. Lo dicen los capitalinos que apenas se acaban de mudar a Flores huyendo del frenético ritmo de la Ciudad. Lo dice la señora que con su traje tradicional bajo una sombrilla de colores vende bolsitas con trozos de mango, jugo de lima y tajín. Lo dice el conductor del tuc tuc: “Lo que tiene Petén no lo tiene otro país”. 

​Media vida pintando, la otra media esquivando la violencia, Daest consiguió construir su hogar en Flores, aunque sigue viajando con su mochila sonando a golpes de metal. Sus murales están prácticamente en todo el país. También en México y Belice. Cumplió el sueño que el pequeño Darwin tenía. Ahora quiere seguir viajando, pintar por el mundo, hacer su tag en un edificio: “Puta, imagináte ahí ‘Daest’ bien grande”. También grafitear un tren porque “es la esencia del grafiti y como en Guate no hay, sería bien chilero pintar alguno en Europa o Estados Unidos” y volver a pintar en las calles que le vieron crecer, las calles del barrio. Pero, sobre todo, seguir practicando, seguir mejorando, seguir creciendo. 

​Con el lago de fondo, los pájaros piando y el sol poniéndose, le pregunto cuál es su siguiente proyecto. “Una galería de arte”, me dice. Los ojos le empiezan a brillar. Mira hacia arriba, imaginándoselo. “Aahhh… ¿Qué haría…? Me gustaría que la temática fuera la selva, hacer como un jardín tropical. Y que sea como un pasillo, una especie de recorrido. Quiero que la primera exposición que haga sea aquí en Flores, aquí me siento cómodo. Y luego en la Ciudad”.

“A mi Petén me ha acogido muy bien. Bueno, me ha aceptado, porque ustedes lo dicen así, pero acogido se escucha mal para nosotros”, bromea. “Yo le voy a dar con todo, y sé que lo voy a lograr. Tuve que vivir muchas cosas para llegar hasta aquí y por eso valoro tanto el arte. Creeme que a mí el grafiti me salvó la vida”.

Bangladesh ha estado a menudo en el alambre, pero las agitaciones sociales y políticas suelen evitarse durante los periodos de lluvias intensas. Los monzones han sido históricamente tranquilos en este país fluvial incrustado en el Gran Delta, que vive de ellos y lo hacen mutar, pues sumergen bajo el agua gran parte de su territorio. Sea por voluntad de los dioses o de la crisis climática, este julio las precipitaciones no cayeron en abundancia y se registraron las protestas más multitudinarias y sangrientas que se recuerdan en la etapa independiente de la nación bengalí, que ya han sido bautizadas como revolución del monzón, aunque no está del todo claro que ahora arranque una era más democrática.

Bangladesh es un país tan olvidado que solo acapara titulares cuando hay desastres de la industria textil; llegada masiva de apátridas rohinyás que escapan de la muerte en Birmania o crisis políticas como la actual. Aunque el público occidental recibe poca información de lo que pasa allí, algunas imágenes de los últimos días se han vuelto tan icónicas ya que son incluso objeto de pinturas y grafitis: el desplome a cámara lenta, brazos en cruz, del estudiante Abu Sayed, abatido por la policía; manifestantes estrechando la mano victoriosamente con soldados protectores, derribando exaltados la gigantesca estatua del padre de la nación, y turbas descontroladas invadiendo el Parlamento o llevándose de la residencia de la primera ministra gansos, gallinas, sillas y hasta sujetadores de la anciana líder. 

Manifestantes celebran ante el Parlamento la dimisión de la ya ex primera ministra Sheikh Hasina. 5 de agosto de 2024. Fatima Tuj Johora / AP

Revolución, fin de régimen y puerta abierta a una nueva era de renovación democrática y libertades, confían los optimistas. Un camino plagado de obstáculos y de incógnitas, advierten los pesimistas. ¿Quo vadis, Bangladesh? Todos concluyen que el camino puede llevar a cualquier dirección a este país de 170 millones de habitantes repartidos en un territorio casi cuatro veces menor que el de España. Entre las papeletas malditas de la rifa figuran la perpetuación del caos, el estallido del islamismo, que se desenfunden los sables o una reaparición, con trajes distintos, de los demonios políticos de siempre. Pocos quieren ahora dejar entrar por la puerta recién abierta a los fantasmas en un país siempre polarizado que lleva cinco décadas conviviendo con los que dejó la guerra que lo separó de Pakistán en 1971 y tras la cual se convirtió, aunque nunca del todo, en un Estado secular.

A esta encrucijada han conducido unas protestas lideradas por estudiantes universitarios que reclamaban algo tan justo como concreto y exclusivo: la supresión en favor de la meritocracia de la prebendas o cuotas en la asignación de puestos funcionariales. El éxito de su coordinado desafío amalgamó el descontento de amplios segmentos de la población —también de islamistas y opositores en horas bajas— tras 15 años de Gobierno en continua deriva autoritaria durante los que prácticamente nadie que no fuera acólito se ha librado de la represión.

En la diana de las protestas aparecía un gobierno resumido en la icónica figura de la primera ministra Sheikh Hasina, cuya Liga Awami —partido heredero de su progenitor y padre de la nación, Sheikh Mujibur Rehman, asesinado al poco de la independencia— se encontraba sola en el Parlamento desde las últimas elecciones celebradas a principios de 2024. Las fuerzas policiales reprimieron duramente la contestación social, dejando cientos de muertos, hasta 500 según algunas fuentes, y miles de heridos y detenidos. El 5 de agosto, contra todo pronóstico, Hasina huyó a la India, su principal valedor regional. El 8 de agosto tomó posesión un Gobierno interino, tutelado por el Ejército y que está dirigido por el profesor y Premio Nobel de la Paz Muhammad Yunus, célebre por los vanguardistas microcréditos que impulsó décadas atrás.

Entre 2015 y 2016 fui corresponsal en Bangladesh y, aunque la vida me ha llevado después a otros rincones lejanos, he seguido con interés desde la distancia este cambio histórico y hablado en los últimos días con varios bangladesíes tanto dentro como fuera del país para tratar de entender las sensaciones de la gente y la magnitud de lo que está pasando en las calles.

Manifestantes trepan a la estatua del padre de Hasina y líder de la independencia Sheikh Mujibur Rehman. Mohammad Ponir Hossain / Reuters / Contacto Photo

Sector textil, crisis climática y polarización política

Pongamos a Bangladesh en el mapa. Sabemos, seguramente, que produce ropa barata y que, enclavado en el mayor Delta y manglar del mundo, está seriamente amenazado por la crisis climática. No en vano, es el segundo principal exportador de textil del planeta, solo superado por China, y todas las grandes firmas producen allí. En 2023 exportaron productos de confección por valor de 47.000 millones de dólares, lo que equivale a más del 80% del total de sus ventas al exterior, pese a que también tienen otras industrias importantes como la farmacéutica o los servicios de tecnologías de la información (algunos de tus likes y seguidores puede que vengan de allí). La nación bengalí es la novena con mayor riesgo de desastre climático y podría perder un quinto de su territorio por la subida del nivel del mar debido al calentamiento global de aquí a 2050. En el siglo pasado los ciclones allí causaron cientos de miles de muertos.

Sigue teniendo a un quinto de la población bajo el umbral de la pobreza, aunque tuvo una exitosa revolución verde en los sesenta —es autosuficiente en producción agrícola—, lleva más de veinte años creciendo de manera sostenida sobre el 6% y la pasada década entró en el grupo de países de renta media baja del Banco Mundial. Tras acometer notables obras de infraestructuras, aspira a escalar un nuevo peldaño pronto.

En el último siglo este territorio ha experimentado notables cambios políticos: hasta 1947 era parte de la India administrada por el Imperio británico y aquel año se independizó pasando a ser el ala oriental de Pakistán, Estado creado como hogar para los musulmanes en el sur de Asia. Pero no duró mucho. La discriminación lingüística (imposición del urdu sobre el bengalí) y represión política generaron protesta social hasta llegar a un conflicto en 1971 que concluyó con la secesión de Pakistán, protagonizada por unos “luchadores de la libertad” bengalíes que tuvieron el apoyo de la India. 

Los primeros pasos del Bangladesh independiente estuvieron plagados de magnicidios, golpes de Estado y dictaduras militares, aunque tras otro gran movimiento de protesta social en 1990 se hicieron con el control de la escena política dos grandes partidos herederos de líderes de la independencia: la ya mencionada Liga Awami de Hasina y el Partido Nacionalista de Bangladesh (BNP) de su némesis, la también ex primera ministra Khaleda Zía, quien recientemente salió de prisión. Históricamente, el primero ha sido visto como más próximo a la India y el segundo más receptivo con Pakistán. Ambos partidos se alternaban en el poder y hacían la vida imposible al contrincante, pero a partir de 2009 Hasina se ha ido imponiendo en todas las elecciones entre acusaciones de falta de transparencia cada vez más sonadas, hasta el punto de que en los últimos comicios el BNP ni siquiera participó, mientras que un tercer partido, a menudo bisagra, el islamista Jamaat-e-Islami, fue ilegalizado recientemente.Por su parte, Yunus, el líder provisional que acaba de irrumpir tras la caída de Hasina, había intentado tiempo atrás una tercera vía, que no sentó bien a los partidos dominantes y afrontó causas judiciales en su contra. A su llegada a Bangladesh la semana pasada, Yunus se comprometió a trabajar incansablemente, asegurando que una de sus prioridades es restablecer la ley y el orden, ante el caos que la agitación social y el vacío inicial de poder han dejado a su paso (unos 326 muertos entre el 4 y el 6 de agosto y múltiples destrozos y saqueos).

Muhammad Yunus, célebre en Bangladesh y en el mundo por haber ganado el Nobel de la Paz, saluda a su llegada al Palacio de Bangabhaban para jurar su cargo al frente del Gobierno interino. Mohammad Ponir Hossain / Reuters / Contacto Photo

¿Quiénes son estos estudiantes rebeldes?

Detrás de la movilización no estaban ni agricultores ni pequeños comerciantes ni los trabajadores de las fábricas, sino el futuro del país: una clase media educada, más o menos acomodada, con más o menos recursos, que a medida que conquistaba atención ha convertido su movimiento en un imán para todos los agraviados con el régimen de Hasina. Mantengo una conversación online con un antiguo estudiante que participó en las protestas iniciales de 2018 —que consiguieron la supresión de las cuotas, hasta que fueron reinstauradas este año, desatando nueva agitación— y que ahora trabaja en la Comisión Anticorrupción, un ente público controlado por el Gobierno, por lo que prefiere utilizar el pseudónimo de Mridul. Al poco se nos une Imran, un estudiante de Relaciones Internacionales de la Universidad de Daca. Ninguno ha votado nunca en unas elecciones. Ambos están ilusionados ahora con el futuro.

—¿Cómo comenzó todo?

—En 2018 comenzó el primer movimiento de reforma de cuotas —explica Mridul—. Yo participé en él porque también fui víctima del sistema, que estaba anticuado. El 56% de los puestos funcionariales estaban reservados y el 44% basados ​​en méritos. En un país con un dividendo demográfico grande, con mucho desempleo juvenil, resultaba muy discriminatorio. El 30% de los puestos eran para los luchadores por la libertad y sus familias, pero la guerra ocurrió hace más de 50 años y solo hay 100.000 o 200.000 luchadores por la libertad [oficialmente reconocidos], pese a que muchas otras personas participaron en la Guerra de Liberación. Tras regresar al poder en 2009, la Liga Awami amplió la cuota para abarcar a los nietos de los luchadores por la libertad y eso enfureció a la gente. En Bangladesh, el trabajo público se considera más seguro porque el sector privado sigue siendo vulnerable. El sistema de cuotas es la gota que ha colmado el vaso de una serie de problemas a lo largo de los años de gobierno de la Liga Awami. No había libertad de expresión, los partidos de la oposición fueron brutalmente reprimidos y todas las elecciones fueron manipuladas.

—Hay muchas personas que no tienen nada que perder —añade Imran—. Viven con lo mínimo. En mi campus hay muchos estudiantes que viven en residencias y en otros lugares, y que no tienen dinero ni para volver a casa. Se refugian en el estudio como alternativa. La protesta, al principio, se limitaba a las universidades públicas de Bangladesh, pero el 15 de julio el Gobierno anunció que el sistema de cuotas se eliminaría durante un mes y que después habría un nuevo anuncio del tribunal. En ese momento, los estudiantes de la privada se nos unieron. Se convirtió en una protesta de todo el pueblo de Bangladesh. Hasina se refirió, además, a los manifestantes como ‘nietos de los razakars’ (colaboradores de Pakistán) y eso llevó a todo el mundo a las calles.

—¿Trataron otros actores políticos o sociales de beneficiarse de vuestra lucha?

—Esto es un movimiento estudiantil –continúa Imran–, pero otros han intentado aprovecharse de la situación porque durante los últimos 15 años los partidos opositores fueron brutalmente reprimidos y estaban buscando una oportunidad para obligarla a dimitir. No pudieron hacerlo por su cuenta. Es por eso que querían aprovechar la oportunidad. Pero esto es un movimiento estudiantil.

—Hubo muchos muertos y heridos… ¿Cómo se vio usted afectado en concreto?

—Fui golpeado por miembros del ala estudiantil gubernamental, incluso cuando estaba en la sala de urgencias del Hospital Universitario de Daca. Al principio, cuando los estudiantes nos lanzamos a la calle, las fuerzas de seguridad no adoptaron una actitud agresiva, pero las cosas se salieron de control después del 16 de julio. Empezaron a entrar en nuestro campus de la Universidad de Daca, dispararon balas, granadas y de todo.

–Extraoficialmente, más de 500 personas murieron, pero según la estimación del Gobierno, son alrededor de 200 [Aministía Internacional las ha cifrado en 400]. Hubo más de 20.000 personas heridas. La policía comenzó a hacer redadas en habitaciones y a revisar teléfonos. Simplemente por ser estudiante podías ser arrestado. Incluso la gente corriente tenía miedo de encontrarse con la policía. El 28 de julio, la policía hizo una redada en mi barrio y en mi residencia, buscaban el teléfono, entraron en todas y cada una de las habitaciones y preguntaron si había algún estudiante. Si encontraban a algún estudiante se lo llevaban detenido y lo torturaban. Revisaban la galería de los teléfonos y te hacían borrar todo. Me fui de Daca porque tenía pánico, porque era más probable que me arrestaran en cualquier momento y yo estaba muy involucrado en las protestas, hablando con medios… Solo pude llevarme una mochila y lo puesto. El sobrino de un amigo mío, que tenía solo 18 años, fue asesinado. Salió de su casa para recaudar fondos para un amigo que había recibido un disparo el día anterior y cuando la policía se los encontró les disparó directamente. Trataron de esconderse en una tienda, pero le dispararon directamente en el pecho y murió al instante. Muchos de los que murieron eran menores, 32, según Unicef.

—¿Creéis que las cosas pueden cambiar realmente?

—Para conseguir resultados, debemos reformar los diferentes sectores del país —dice Mridul—. Mi organización, la Comisión Anticorrupción de Bangladesh, por ejemplo, siempre se ha utilizado para reprimir a los opositores políticos. Incluso el doctor Muhammad Yunus fue acusado por ella debido a intereses políticos. Todo estaba controlado por Hasina, incluido el poder judicial. Los estudiantes están hartos de ambos partidos, de las begums (señoras) Zía y Hasina. Pero como Sheikh Hasina huyó del país y su partido está ahora en una suerte de clandestinidad, se ha creado un vacío y el BNP puede querer aprovechar la oportunidad. Pero la gente no quiere que vuelvan.

—Somos muy optimistas porque hay diversidad en el Gobierno interino —dice Imran—. Tenemos mucha esperanza en la modernización de la política. Necesitábamos un líder como Yunus, que está muy al tanto de las normas, del funcionamiento de la política global en el siglo XXI, donde el poder blando y el duro son ambos muy importantes. Para garantizar el cambio, debemos dar tiempo al Gobierno interino, al menos tres o cuatro años, para propiciar la creación de partidos políticos nuevos con nuevas ideologías y con la participación de los estudiantes y los jóvenes. Si las elecciones se celebran ahora, no cambiará la situación, porque tal vez el BNP llegue al poder… Hay dos representantes de los estudiantes en el Gobierno interino. Y hay otras personas que apoyaron el movimiento y participaron en él. Así que creo que el Gobierno garantizará justicia para todos.

Manifestantes celebran la dimisión de Hasina con un retrato desfigurado de la ex primera ministra. Fatima Tuj Johora / AP

La cobertura ‘in situ’ de las protestas

El papel de los fotoperiodistas cubriendo las protestas que culminaron con la caída de Hasina el 5 de agosto fue crucial, a la vez que arriesgado. Maher, pseudónimo utilizado por razones de seguridad, estuvo en las calles de la capital bangladesí incontables horas cada día y accedió a detallar algunas de las experiencias vividas:

“Todo estaba muy tranquilo después de las elecciones, así que cuando los estudiantes comenzaron a protestar por las cuotas los primeros días ni siquiera lo seguí. Luego empezaron a congregarse un montón de ellos, pero seguía sin haber violencia. Se reunían frente al campus de la Universidad de Daca, marchaban por las calles rodeando la universidad y se reunían en la intersección de Shahbagh. Gritaban sus consignas y bloqueaban la carretera. Días después, llegaron hasta la zona (comercial) de Farmgate, que está a dos o tres kilómetros de la zona universitaria, y bloquearon toda la carretera. El Gobierno no respondía. Entonces las protestas se hicieron más agresivas. Rompieron las barricadas y marcharon hacia la entrada. Y de repente, el 16 de julio, un hombre, Abu Sayed, murió en Rangpur (en el noroeste de Bangladesh). La policía le disparó dos veces desde muy cerca. Estaba de pie como si fuera Jesucristo. Su muerte fue el detonante para que mucha más gente en Bangladesh empezara a reaccionar. La violencia de los choques aumentó. Los primeros dos días las fuerzas de seguridad disparaban balas de goma. A partir del tercero empezaron a disparar con rifles. Un compañero fotoperiodista que hacía su trabajo en un hospital me comentó que en los primeros dos días las heridas eran a causa de pequeñas bolas de hierro, por cartuchos de perdigones como los que usan los cazadores. Después las heridas, en la cabeza o en el pecho, estaban causadas por un solo disparo, lo que significa que eran balas de rifle”.

“Incluso algunos periodistas fueron baleados y golpeados hasta la muerte por la policía. Así que fue aterrador. A mí no me pasó, pero algunos amigos me dijeron que les dispararon intencionadamente. La policía era muy agresiva, entre ellos veías a miembros de la facción estudiantil del partido gobernante. Llevaban armas, algunas fabricadas localmente y otras importadas. Algunos estudiantes no se fiaban de los periodistas y no les gustaba ser fotografiados. Un día estaba de pie en un puente y alguien me tiró un pequeño ladrillo. Me dijo: ‘Bájate de ahí, no deberías estar aquí’. Me bajé y regresé a mi casa. He pasado mucho miedo. Nunca había visto algo así. Fueron unos enfrentamientos muy duros. Me protegía con chaleco y casco. En algunos barrios como Mohammedpur, Jatrabari, Uttara y Rampura había combates sin parar, día y noche. Los periodistas no nos atrevíamos a ir allí cuando comenzaba el toque de queda durante las noches del 16 y 17 de julio, no sabíamos qué estaba pasando e internet estaba cortado, solo podías acceder si lo tenías en la oficina”.

“A veces iba con el teleobjetivo a una azotea. Veía cómo la policía disparaba balas de goma y granadas de sonido. La mayoría de los periodistas y activistas dicen que la policía también disparó desde helicópteros. No sé si soy capaz de poner en relieve la gravedad de los enfrentamientos. Me da la impresión de que (entre los manifestantes) había implicados activistas de Jamaat-e-Islam y Hefazat-e-Islam (agrupaciones islamistas). Yo he visto a los estudiantes y no son así de letales, no prenden fuego a nada, ni rompen un solo cristal de un coche. Pero el 16, 17 y 18 de julio fueron días muy sangrientos. Incluso prendieron fuego a muchas comisarías de policía. Todos los días tenía miedo de lo que podría pasar. Salía a tomar fotos y no sabía si volvería a casa vivo o muerto. Era realmente muy arriesgado”.

“Si me tengo que quedar con un momento sería el 5 de agosto. Fue un día muy tenso. Hasina es una líder muy agresiva, pensaba que no dimitiría. Cuando finalmente dimitió, lloré. De repente todo estaba tranquilo y calmado. Si Hasina no se hubiese marchado, habría tenido lugar una masacre. Fui a su residencia y no se podía ni entrar de tanta gente que había. Algunos se llevaban pescados, libros, una caja de pañuelos, pollos, palomas, gansos, un cisne, incluso un joven sostenía dos sujetadores suyos, lo cual me resultó ofensivo, pues es una señora de [casi] 80 años. Soy optimista, pero soy pragmático. Si Yunus no forma un partido político, no podrá permanecer en el poder por mucho tiempo. Si después de esto se entrega el poder al BNP u otro partido político, no creo que todo lo que ha sucedido haya servido para cambiar mucho. Será el mismo viejo vino en una botella nueva”.

Diario de Daca

Una de las voces periodísticas con mayor autoridad en Bangladesh es Shafiqul Alam, delegado de AFP. Siempre me ayudó a entender los meandros de la realidad de este país. En las últimas semanas, más allá de sus continuos despachos para esta agencia internacional, Alam está compartiendo un diario bajo la etiqueta de #dhakadiary a través de su cuenta personal de Facebook y ha cosechado miles de nuevos seguidores. Ojalá un día sus apuntes se conviertan en un libro. Esta es una selección de sus observaciones en los días anteriores y posteriores a la caída de Hasina. El 13 de agosto anunció, en ese mismo diario, que Yunus le había propuesto ser su secretario de prensa, algo que aceptó.

2 de agosto: Esta es una revolución de nuestras niñas y mujeres. No sé si lograrán sus objetivos, pero han demostrado cómo de almas rebeldes son. En las últimas tres semanas he conocido a niñas de acero que están dispuestas a morir por una causa. Conocimos a niñas con hiyab, con burka, sin velo, con vaqueros y camisetas.

4 de agosto: Durante dos horas, la calle frente a mi oficina en el centro de Daca se convirtió en un campo de batalla. La policía y supuestos miembros del partido gobernante dispararon contra los manifestantes, encabezados por estudiantes, quienes respondieron con piedras. Al principio todo era gas lacrimógeno. Miré desde el baño del piso 11 y desde la azotea. El gas me abrumaba. A partir de las 16.00 se desató una batalla campal. Parecía Gaza y los disparos no cesaban. Fotógrafos experimentados dijeron que eran sonidos de balas reales. Terminamos el día con unos 80 muertos y cientos de heridos. Al menos 14 fallecidos son policías que murieron cuando los manifestantes irrumpieron en una comisaría. ¡Espero que prevalezca el sentido común y evitemos una guerra civil!

5 de agosto: “Alrededor de las 13.30 el equipo de seguridad de Hasina le dijo que debía abandonar Ganobhaban, su palacio enormemente fortificado en el centro de Daca. Quería grabar un discurso a la nación. Quería hacer las maletas. Pero los agentes de seguridad no le dieron tiempo. El equipo de seguridad la llevó al aeropuerto utilizado por la aviación del ejército. Ella y su hermana subieron a un helicóptero de la fuerza aérea. Volaron fuera del país”. Así describió uno de sus principales ayudantes los últimos minutos de su mandato como primera ministra de Bangladesh.

He estado a punto de convertirme en una de las víctimas de la turba sedienta de sangre que atacaba a la gente y destrozaba e incendiaba propiedades. Salí a caminar con los manifestantes durante media hora. Alrededor de las 16.30 vi a unas personas desmantelando una oficina de la Liga Awami en Kawran Bazar y me detuve a tomar algunas fotos. Varias personas se apoderaron de mi teléfono y al menos tres de ellas me golpearon la cabeza y el ojo por detrás. Uno quería golpearme con un palo enorme. Afortunadamente dos personas me rescataron. Por favor, manténganse a salvo. ¡Debemos restablecer el orden bajo cualquier coste!

6 de agosto: El mural de Sheikh Mujib[ur] Rehman [padre de la nación y de Hasina] en el edificio donde se halla nuestra oficina ha sido vandalizado y borrado. Sheikh Mujib llevó a Bangladesh a la independencia en 1971. Pero sus tres años y medio de gobierno también fueron conocidos por la hambruna, la creación de un régimen de partido único y el cierre de medios de comunicación. Durante los 15 años y medio de Hasina en el poder se hizo un serio intento de deificarle. Se gastaron cientos de millones de dólares para construir sus estatuas y murales. Creo que una vez se deposite el polvo, Bangladesh se reconciliará con Sheikh Mujib. Dejémoslo en manos de los historiadores independientes y serios, no de los políticos.

7 de agosto: El mayor perdedor en el movimiento estudiantil es la India. No sé cuánto tiempo le llevará a Nueva Delhi reparar su daño. Puede que décadas. En los últimos 18 años, la India nunca se preocupó por las aspiraciones democráticas de los bangladesíes. Hasina nunca los decepcionó, incluso cuando Daca necesitaba más ayuda china para arreglar su infraestructura. La India se creyó muy ingenuamente la narrativa central de Hasina de que todos en Bangladesh, excepto los miembros de la Liga Awami, son o bien del Jamaat o bien pro Jamaat (los islamistas). 

8 de agosto: Estoy en el Bangabhaban Durbar Hall, donde hace siete meses Sheikh Hasina juró como primera ministra por cuarto mandato consecutivo. Pensamos que era el fin de nuestra democracia, porque su partido y aliados ganaron todos los escaños del Parlamento. Siete meses después, ha huido a refugiarse en la India. Y el hombre al que persiguió durante más de 15 años [el Premio Nobel Muhammad Yunus] y al que quería sumergir en las aguas del Padma está listo para dirigir un gobierno interino después de que los estudiantes la derrocaran en una revolución exitosa pero sangrienta. Hasina casi lo mete en la cárcel. Pero olvidó que el karma es vengativo.

(…)

Se puede decir que [Mahfuj Abdullah] fue el cerebro detrás de la Revolución Estudiantil. Tiene un conocimiento enciclopédico de los acontecimientos políticos y de por qué triunfaron o fracasaron. Sus amigos participaron activamente en las protestas estudiantiles de 2018. Querían construir un movimiento estudiantil libre de cualquier conexión política. Cuando el Tribunal Supremo restableció las cuotas, vieron la oportunidad de organizar un movimiento exitoso. Conocí a Mahfuj a principios de julio. Estaba enormemente eufórico por el éxito. La gran estrategia fue cuidar el lenguaje del movimiento. 

10 de agosto: Fui a cubrir las protestas de los estudiantes hindúes. Protestaban contra los ataques a templos, casas y propiedades hindúes en todo el país. Uno de los episodios más trágicos de nuestra historia es que, siempre que hay un cambio de gobierno, los hindúes son el blanco de los ataques. Especialmente, los hindúes de las zonas rurales. Bangladesh, como república, ha fallado a su pueblo hindú. El gobierno interino debe infundir esperanza y confianza entre ellos.

Ilusiones y miedos desde la distancia

En 2016, poco antes de abandonar Bangladesh, conocí a Shammi Haque, entonces una activista veinteañera que en 2013 se había unido a Gonojagoron Moncho, movimiento secular muy visible esos años, pues organizó protestas masivas para pedir el ahorcamiento de ancianos líderes islamistas que estaban siendo juzgados por alinearse con el régimen de Pakistán en la guerra de independencia. Esos juicios desataron violencia y al tiempo Bangladesh experimentó una inusitada ola de ataques selectivos entre 2015 y 2016, perpetrados por franquicias terroristas locales y reivindicados por Estado Islámico y Al Qaeda, contra pensadores laicos, minorías religiosas, activistas del colectivo homosexual o extranjeros.

En el momento de nuestra primera conversación Haque ya había tenido que ocultarse y vivía con protección policial en Daca. Poco tiempo después buscó refugio en Alemania, donde vive todavía hoy y ejerce como periodista. “Tuve que abandonar mi país después de que unos islamistas mataran a cinco amigos blogueros ateos y me amenazaran por mis opiniones críticas hacia el islam. También huí del antiguo gobierno de la Liga Awami, que no podía o no quería proteger a los blogueros y activistas seculares”, me escribió hace unos días.

“En los últimos años, Bangladesh se volvió autoritario. La corrupción era enorme. El gobierno controlaba los medios de comunicación y el sistema judicial. Se convirtió en un país dominado por la mafia. Pero todos los fascistas caen en algún momento. Esta joven generación nunca vio otro gobierno que el de Hasina, estaban cansados ​​y frustrados”, añadió.

Durante un mes, apenas pudo dormir. Seguía los acontecimientos casi al minuto. “Cada vez que cerraba los ojos, temía que hubieran asesinado a más estudiantes. Mis amigos activistas estaban en las calles y mis primos, en la Universidad de Daca. Mi tío periodista estaba cubriendo el levantamiento en mi ciudad natal, Barishal (sur de Bangladesh), y resultó levemente herido. Yo estaba constantemente preocupada”.

Haque piensa que “la mayoría” de este movimiento es “genuino” y que “realmente quiere un cambio para la nación y restaurar la democracia”, aunque asume que el mayor partido de la oposición, el BNP, segmentos conservadores y algunas organizaciones islamistas están involucrados en la protesta, algo natural, “ya que el movimiento está en contra del gobierno y está claro que intentarán usar esta protesta para sus intereses”.

“Tengo miedo de que muchas cosas puedan salir mal y de que se puedan cometer muchos errores. Pero soy optimista esta vez porque veo un nuevo espíritu”, agrega, confiando también en el papel de Yunus como responsable interino, decisión que califica de “correcta”.

“La gente lleva años buscando alternativas. Espero unas elecciones justas y el surgimiento de un nuevo partido político fuerte y democrático. Bangladesh se enfrenta a importantes retos como el islamismo, la pobreza y la superpoblación. Además, la sociedad es extremadamente patriarcal. Incluso si el Gobierno provisional es capaz de celebrar unas elecciones justas, establecer un gobierno laico e inclusivo no será fácil. Es realista aspirar a un gobierno estable, pero lograrlo llevará tiempo: probablemente al menos dos años”.

—¿Ha pensado en regresar a Bangladesh? —le pregunto.

—He pensado en volver muchas veces durante el último mes. Si un partido democrático llega al poder, me gustaría volver y trabajar por la libertad de prensa.

En otro mensaje, el líder de Gonojagoron Moncho, Imran Sarker, me describió la situación poco después la caída de Hasina: “La situación es caótica. Hay asesinatos selectivos de políticos y activistas laicos porque el movimiento contaba con el apoyo de grupos islamistas. Yo me escondo y trato de sobrevivir, aunque también sufrí las consecuencias del régimen por ser crítico”. Sarker no quiso entrar en más detalles.

El análisis de los escenarios

Asif Islam es un veterano periodista bangladesí que ha trabajado en el consejo editorial de un destacado diario nacional y ha ostentado una beca de Reuters en el extranjero. Me interesan sus reflexiones. Esta es la primera entrevista que concede. En los últimos años había rechazado hacer algunas o se autocensuraba en según qué circunstancias porque ha habido una creciente vigilancia gubernamental, en particular sobre él.

—¿Cómo vivió este levantamiento? —le pregunto.

—Lo que ocurrió en julio fue, para alguien que vive en Daca, algo único. Es algo que no habíamos visto en mucho tiempo. Los enfrentamientos, las manifestaciones ocurrieron realmente en todas partes de la ciudad. Por lo general, en el pasado, se había limitado a algunos barrios, las zonas acomodadas no se veían afectadas. Vivo en Dhanmondi, a menos de dos kilómetros del Parlamento. Algunas noches los enfrentamientos eran tan fuertes que olíamos pólvora desde mi casa. El 4 de agosto, antes de la capitulación, anunciaron que los bancos solo abrirían una vez a la semana. Corrí al banco porque no tenía efectivo y no se podía pagar con tarjeta nada [internet estuvo bloqueado casi tres semanas]. Fui al banco y pasó un convoy militar. Un soldado montado en la parte trasera de una camioneta con un arma montada me apuntó durante un minuto y medio. Me escondí y me agaché, en posición de apoyo, porque no estaba seguro de si, con el estrés de la situación, alguien apretaría el gatillo. Pensé que la Historia estaba sucediendo ante mis ojos. Y luego, al día siguiente, sucedió lo que sucedió. No lo esperábamos. Estas últimas semanas, básicamente día y noche hemos estado contactando a nuestros seres queridos para confirmar que están bien. Hay saqueos masivos. Bandas de delincuentes andan con armas, y la policía aún no ha vuelto a sus funciones. Básicamente hay policía comunitaria y muchos estudiantes están armados con palos de hockey y bates de críquet tratando de ayudar. Entretanto, se han producido robos en casas, allanamientos, extorsiones.

—¿Cómo ha llegado Bangladesh a este punto?

—Todo se había convertido en un sistema clientelista. El Estado había sido secuestrado por un solo partido y la gente sentía que sus oportunidades y libertades habían sido seriamente recortadas. La confianza en el Estado y en la separación de poderes se había deteriorado tanto que cuando el tribunal dictó sentencia [sobre las cuotas], hubo una sensación de que se estaba produciendo una maquinación política. La ex primera ministra hizo una declaración que desencadenó una enorme indignación [comparando a los manifestantes con los razakars, traidores propakistaníes). Tocó la fibra sensible, no solo a los estudiantes, sino a todo el mundo, por esta idea de que el Estado básicamente pertenecía a un partido, la historia de la independencia pertenecía a un partido, y que cualquier tipo de crítica al Estado de repente te convierte en antiestatal o antinacional o antipatriota, o peor aún, en un traidor… Como telón de fondo, durante todo el año, pero especialmente en verano, hemos visto una inflación alta, especialmente de los alimentos. Así que ha habido una presión de fondo. Todo el mundo ya estaba bajo mucha tensión económica.

—¿Estamos ante una verdadera revolución?

—Probablemente sea justo decir que una mayoría en el país quería ver un cambio político. Mientras hablamos hay conversaciones en secreto sobre cuánto tiempo permanecerá en el poder el Gobierno interino, que está limitado bajo la Constitución actual. Creo que los estudiantes y gran parte de la gente quieren ciertos cambios en el marco primero, abordar las cuestiones estructurales. Por el júbilo en las calles estamos ante un momento revolucionario. Ahora bien, está por ver si será exitoso. Bangladesh ha tenido una historia realmente interesante. Esta es la cuarta iteración en una especie de camino hacia una democracia más madura. Primero hubo la descolonización de los británicos. Luego tuvimos la descolonización de los pakistaníes, nos dimos cuenta de que no queríamos una identidad religiosa, sino progresista secular. En los años 90 salimos del régimen militar para restablecer la democracia parlamentaria. Después de [la dictadura de] Ershad, las relaciones entre civiles y militares han mejorado. Es la segunda vez que el Ejército se ha posicionado para ayudar a ‘recivilizar’ la sociedad, pero sin tratar de tomar el poder. Ahora hemos salido de otro tipo de autocracia: del secuestro del Estado por un partido, en cierto modo la más sofisticada, porque requiere mucha maquinación para cambiar las formas de funcionamiento bajo la apariencia de una especie de democracia formal. Creo que este movimiento es menos idealista y menos ingenuo que el de los noventa. Los estudiantes son más conscientes de los peligros. Si la economía no se mantiene, entonces habrá problemas. Los responsables de la industria de la confección hasta ahora han estado tranquilos, pero habrá mucha presión. Tanto los productores locales como los propietarios de capital y también los socios internacionales van a decir: ‘Bueno, ha pasado un mes, han pasado dos meses, tenemos que poner las cosas en marcha. Hay dinero en juego’. Este es un país grande, tiene muchas partes en movimiento.

–¿Cuál es el futuro de los dos grandes partidos tradicionales?

–El BNP organizó una manifestación masiva después de la capitulación. Sus partidarios salieron en gran número, pero a la gente no le impresionó. Alguien comentó ‘la sangre de los mártires ni siquiera se ha secado y estos ya está ahí fuera intentando conseguir el poder.’ Zía tiene una situación como la de Joe Biden. Parece demasiado mayor y demasiado frágil para entrar. La Liga Awami está muy lejos, tal vez a décadas de distancia, de volver a participar de manera efectiva en unas elecciones. El hijo de Hasina dijo (inicialmente) que la familia había terminado con la política. Ahora dice que una vez que se establezcan las reglas para las nuevas elecciones, su madre volverá y se presentará. Creo que el público está abierto a que haya algo de sangre joven, ideas nuevas. Sería una tragedia si no aprendiéramos nada de esta situación. 

—¿Puede por fin Yunus tener éxito como tercera opción, más allá de los partidos tradicionales? ¿Hay riesgo de que intervenga el Ejército?

—No creo que intente quedarse más de los 90 o 120 días que le han dado. Si intenta quedarse más tiempo, probablemente no será algo bueno. Si el caos persiste, no creo que los militares tomen el poder directamente.

Duró poco el silencio de la mañana. A través de la ventana entra el sonido de las cacerolas. En Caracas hay mucha gente golpeando su olla la mañana siguiente de la proclamación oficial de la victoria de Nicolás Maduro. Las protestas se suceden y la temperatura política sube. Nadie sabe cuál es el rumbo de esa rabia.

Habían pasado solo ocho minutos de la medianoche cuando el titular del Consejo Nacional Electoral anunció los resultados de las elecciones: Nicolás Maduro Moros, con el 51,2% de los votos, electo presidente de Venezuela. En segundo lugar, con el 44,2%, el candidato de la oposición, Edmundo González Urrutia. Así las cosas, Maduro empezará en enero de 2025 su tercer mandato consecutivo, que lo llevará a estar 18 años en el poder. Una hora después del anuncio, a la 1:07 AM, María Corina Machado, principal líder opositora y madrina de la candidatura de González Urrutia, enfrentó las cámaras y denunció fraude. “Hemos ganado nosotros con más del 70% de los votos”, dijo, y declaró que comenzaba la batalla final.

¿Es posible que haya ganado Nicolás Maduro? ¿Puede haber sido todo esto que vimos en los últimos días —las encuestas que anunciaban 20 o 30 puntos de ventaja para la oposición, el fervor de fin de era que anunciaban las redes sociales— una burbuja de malentendidos? 

2

Domingo 28 de julio, 11:53 del mediodía. Día de la elección. El liceo Andrés Bello, en el casco histórico de Caracas, es uno de los centros de votación más grandes de la capital venezolana. Votarán allí más de 11.000 personas. Por su ubicación, cerca del Palacio de Miraflores, y por ser de los primeros edificios construidos por la gestión de Chávez en su famosa Misión Vivienda (el programa que entregó departamentos a familias humildes), es una sede históricamente chavista. En la fachada tiene un fresco que conmemora la batalla de Stalingrado, y a su lado un mural con la imágen de Hugo Chávez Frías junto a la hoz y el martillo. Allí hay una fila enorme de gente esperando para votar. 

Una señora llega caminando con una banqueta plegable de plástico bajo el brazo y un libro en la bolsa. Está leyendo un manual de autoayuda mientras aguarda su turno. “Hay mucha alegría, hay mucho entusiasmo, hay mucha expectativa. Estamos tranquilos de que vamos a ganar, de que el cambio va a ganar hoy”, dice. Delante de ella, un hombre se da vuelta y le sonríe, adhiriendo a su declaración. Una tanda rápida de preguntas a diez personas a lo largo de la fila arrojará un resultado contundente: ocho votan por el cambio, dos por la continuidad. 

La jornada arrancó temprano. La primera mesa de votación abrió a las 6 de la mañana. En el liceo Andres Bello todo viene en calma hasta que comienzan a llegar las motos. Lo registro con mi teléfono. Es un video tomado a las 12:03 exactas y muestra el momento en que los motorizados llegan al lugar.

Hay muchas palabras que en el mundo significan una cosa diferente de lo que quieren decir en Venezuela. En los últimos 25 años, en ese cuarto de siglo gobernado por el chavismo, el país se llenó de conceptos nuevos. Así, “motorizados” significa grupo de personas que se mueven de manera colectiva en motocicletas, suelen estar armados y sirven al Gobierno como fuerza de choque: allí donde no se puede enviar a las fuerzas de seguridad porque quedaría represivo, se envía a los motorizados, que actúan informalmente. Hoy, sin embargo, es más lo que intimidan que lo que disparan —aunque esta noche dispararán otra vez. En los peores años de las guarimbas (otra palábra de acá: una guarimba es una protesta civil violenta), los motorizados han asesinado a decenas de jóvenes venezolanos. Durante años fueron los más temidos. Hoy están debilitados y su labor se limita a asustar, pero siguen teniendo armas y vocación de autoridad.

Se los oye llegar desde lejos. Cuando se acercan a la fila de votantes, abandonan la calle y empiezan a tomar la acera. Decenas de motos suben a la vereda y pasan entre la multitud gritando arengas para Nicolás Maduro. Hay que esquivar los espejitos para no ser golpeado, como quien se escapa de las medusas en un mar del Caribe.

“Esto es amedrentamiento”, dice un hombre que está ahí con su familia. “Es amedrentamiento pero ya el pueblo no tiene miedo. El pueblo quiere salir de esto. ¡Esto no somos nosotros! Nosotros queremos una Venezuela pacífica, que progrese, no queremos ser una segunda Cuba. Estos son los colectivos, los motorizados de Maduro… Vienen aquí a intimidarnos pero ya no tenemos miedo. El pueblo quiere salir de este gran error en el que nos metimos creyendo en Hugo Chávez”, dice, subiendo la voz para que sus declaraciones le ganen al concierto de motos.

—¿Usted fue uno de los que creyó?

—Yo cometí ese error, yo creí en Hugo Chávez. Pero era un muchacho muy joven. Ahora tengo una edad madura, tengo hijos en edad adolescente. Yo no quiero que mi hijo se vaya del país a estar sufriendo xenofobia. Quiero un futuro para mi hijo, no quiero que se me vaya del seno de la familia. Quiero un cambio, pero pasan estas cosas…

Su testimonio se mezcla con los gritos que comienzan a llegar de los otros votantes, que comienzan a abuchear a los motorizados hasta que estos bajan nuevamente a la carretera y siguen su camino rodando por la ciudad. No es que un par de gritos los derroten: más tarde, cuando cierren los colegios electorales, volverán a pasar por ahí y habrá golpes de puño entre algunos ciudadanos.

3

Cuando se cubren elecciones en América Latina, en algún momento hay que hablar de las canciones. Todo candidato con intenciones serias de ser presidente tiene que tener su lista de jingles: hits pegadizos que su base de votantes puede rumiar mientras toma una ducha o antes de irse a dormir, de forma tal que repita y extienda el mensaje. Las canciones de la campaña de Nicolás Maduro sonaron a lo largo y ancho de Venezuela durante muchos días antes de la elección. La más popular fue la del Gallo Pinto. Desde que ganó su primera elección en 2013 hasta hoy, Maduro ha adoptado diferentes apodos y avatares. En los últimos años, a la conquista de los niños, construyó su propio superhéroe: Súper Bigote. Se trata de una representación fit del presidente vestido con el disfraz de Supermán, pero con los colores invertidos. Basta darse un paseo por internet para ver episodios en los que salva a la patria de las invasiones extranjeras. Un ejemplo: en los últimos años Venezuela sufre de apagones masivos de electricidad por la falta de inversiones en infraestructura. En el primer episodio de Súper Bigote, esos cortes de luz son atribuidos a Estados Unidos. Súper Bigote sale de su guarida y vence a sus enemigos imperialistas a golpe de puño. La luz vuelve a todo el país.

Bueno, bien, el concepto está explicado. Para esta campaña presidencial, sin embargo, Maduro no recurrió tanto al superhéroe bolivariano sino a un nuevo personaje: El Gallo Pinto. Es tan solo un apodo de procedencia dudosa que hace alusión a la capacidad de pelea de los gallos. “Es nuestro gallo porque ha sido el presidente más fuerte de Venezuela”, dice una mujer vestida con una sudadera roja con una imagen de un gallo. Estamos en el cierre de campaña de gobierno y hay miles y miles de sudaderas del gallo, otras tienen la cara de Maduro en versión pop art, y algunas tienen tan solo su nombre o el de Chávez. 

En los parlantes suena la lista de jingles, y la gente los baila, animada. “Este es mi gallo, mi gallo a toda prueba / dignidad y valentía para defender a Venezuela”, dice el hit chavista del 2024. Luego, otra: “Suenan la diana, los soldado’ a la batalla / los enemigos de la patria que se vayan… / Chávez soy yo, Chávez eres tú, aquí estamos los guerreros del PSUV”. Es el longseller, una canción que lleva años sonando. Es una canción extraña en el contexto del país: ¿Son enemigos de la patria los que se van? De 2015 a esta parte abandonaron el país más de siete millones y medio de venezolanos. En los últimos dos años algunos han vuelto, no hay precisión de cuántos, pero es —según estimaciones periodísticas— un número entre 500.000 y un millón. 

4

¿Quién es María Corina Machado?

María Corina Machado abraza a su madre a las puertas de un colegio electoral en Caracas tras haber dipositado su voto. Adriana Loureiro Fernández / New York Times / ContactoPhoto

Al cuello lleva cinco rosarios que pronto, cuando cien manos la acaricien, serán 20 rosarios, y luego 30. Tiene una colección que supera el centenar por mucho. Son regalos de sus seguidores, venezolanos de todo el país que asistieron a sus caravanas durante la campaña presidencial.

Pero María Corina Machado no es candidata a presidenta de Venezuela. Quiso serlo, no la dejaron. En octubre de 2023 se presentó como precandidata en las elecciones primarias de la oposición. Allí se consagró como la elegida: recibió el 92% de los votos de un total de dos millones de sufragios. Es una política de carrera que viene oponiéndose al chavismo de la época de su fundador. Hay una fecha memorable: era la época de oro de Hugo Chávez, el presidente salía por las calles de Caracas y decidía al dedazo qué edificio debía ser del Estado. ¿Eso qué es? ¿Una panadería? “Exprópiese”. Así, bajo argumentos de que tal o cual lugar eran sitios históricos, o que representaban intereses para la nación, Chávez comenzó su festival de expropiaciones. Era el año 2012. María Corina Machado, diputada nacional por ese entonces, se puso de pie en una sesión en la Asamblea Nacional y se refirió con estos términos a Hugo Chávez: “¿Cómo puede usted hablar de que respeta al sector privado en Venezuela cuando se ha dedicado a expropiar, que es robar?”. “¿Robar?”,  pregunta Chávez. “Sí —dice Machado—. Las propiedades de empresarios, comerciantes, hasta pequeñas posadas a quienes ni siquiera se les ha resarcido su propiedad. Dígale la verdad a Venezuela”. Hugo Chávez toma el micrófono y responde: “Yo primero le sugiero que gane usted las primarias. Es lo que tiene que hacer porque está fuera de ranking para discutir conmigo. Está fuera de ranking. Lo lamento mucho”. 

Doce años han pasado desde ese día. Un año después, Hugo Chávez moriría de cáncer y María Corina tendría una carrera con altibajos, acusada muchas veces de ser demasiado intransigente. Así, vio llegar a Maduro y los siguientes procesos electorales sin tener demasiado protagonismo. En determinado momento, ya con el resto de la oposición caída en el descrédito, su figura volvió a surgir con el mismo discurso con el que se había ido. El mundo en tanto sí había cambiado, y las ideas libertarias de libre mercado, privatización y apertura volvieron a tener un público. La situación de Venezuela se había deteriorado sin pausa desde la muerte de Chávez. Entonces volvió a aparecer su nombre.

—Se decía de usted que era muy radical, demasiado intransigente. ¿Qué cambió para que se haya convertido en la principal líder opositora? —le pregunto.

—Yo creo que la gente se volvió intransigente también. Creo que hay un tema con hablar con la verdad y no hacer concesiones éticas —me responde.

La entrevista sucede luego de su caravana de campaña en la ciudad de Maracaibo, cinco días antes de la jornada electoral. Junto a ella está Edmundo González Urrutia, quien es efectivamente candidato a presidente, ocupando el lugar que debiera ser de Machado. La razón se explica con uno de los trucos favoritos de Maduro: las inhabilitaciones.

María Corina Machado (izquierda) y el candidato Edmundo González en su cierre de campaña. 25 de julio de 2024. Matías Delacroix / AP

En enero de 2024, a tres meses del triunfo de María Corina en las primarias, la Contraloría General de la República la inhabilitó para ejercer cargos públicos durante quince años. La acusó de causas de corrupción, y así la dejó fuera del juego electoral. No fue la única: Leopoldo López, otrora líder opositor hoy exiliado en Madrid, también fue inhabilitado; Henrique Capriles —quien casi le gana a Maduro en 2013— también. Juan Guaidó, inhabilitado. Corina Yoris, la primera opción para reemplazar a Machado, impedida de anotarse… Fue una larga cadena que terminó con Edmundo González Urrutia corriendo la carrera presidencial, pero con María Corina Machado detrás —y delante— llevando la voz en alto de la oposición.

5

Jueves 25 de julio. Cuatro fragmentos de distintas conversaciones con votantes de Maduro en el cierre de campaña del oficialismo: 

—¿Está en una buena situación el país?

—Es un país que está en construcción, que ha sido asediado muchos años por los imperialistas de Estados Unidos, las potencias europeas, y nuestro país ha luchado, y sigue en pie. Hay muchas cosas que cambiar, el pueblo no se rinde y vamos a hacer de nuestro país un país potencia.

—¿Cree que ha sido una buena gestión la de Maduro hasta ahora?

—Bueno, tal vez no ha sido la mejor, la que todos estábamos esperando, porque las intervenciones, los problemas que tenemos… No ha sido fácil. No gobiernas tú mismo si en tu casa tu esposa y tus hijos te lo ponen difícil, pero cuando nosotros ayudamos y apoyamos, todo sale mejor.

—¿Por qué apoya al Gobierno de Maduro?

—Lo apoyo porque hemos tenido muchos logros. Muchos avances a pesar del bloqueo que nos han implantado. Hemos tenido un desarrollo y vamos camino a ser una potencia. No tanto con los recursos y la riqueza que tenemos en nuestro país, sino humana. Gente humana. Gente socialista. Gente que quiere el bien común de un país.

—¿A quién apoya realmente el pueblo hoy?

—El pueblo de Venezuela creó una conciencia gracias al ideal que nos inculcó nuestro comandante eterno, Hugo Chávez, y Nicolás Maduro ha seguido con ese legado. Nosotros estamos convencidos de que el 58% o 60% de los venezolanos es chavista, antiimperialista, y estamos dispuestos a lo que sea. Ellos trabajan a través de laboratorios y sacan a nivel mundial opiniones adversas al proceso revolucionario que lideriza en este momento Nicolás. 

—¿Qué son esos laboratorios?

—El laboratorio simple y llanamente son las redes sociales que son pagadas a través del imperio yankee e inculcaron eso en Venezuela, es una metodología, es un modo de ellos de decir una opinión pública internacional que no es real. ¡Que no es real!

Mural de Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Caracas. 27 de julio de 2024. Fernando Vergara / AP

6

Domingo 28 de julio. Día de la elección. El barrio de Caricuao, al oeste de Caracas, es una urbanización construida sobre el cerro, con casitas de ladrillo a la vista y construcciones ya despintadas. Es una zona popular al borde de la capital, en los extrarradios, lejos de cualquier privilegio. A las nueve de la mañana la fila para votar se extiende por más de doscientos metros. La gente está animada y no muestra desesperación por su turno más allá de que llevan dos horas esperando. 

Franklin Molina votó a las seis de la mañana. Dice que espera un cambio para su país. “Es hora”, dice. 

—¿Alguna vez votó a este Gobierno?

—Sí, la anterior. ¡Y cómo lo lamento! Pero hay que ser sincero. 

—¿Por qué lo votó en su momento?

—Expectativas, creyendo algo diferente. Y creo que cometimos un error. Yo no quiero esto y como yo, la mayoría. Nadie quiere esto. Aquí los poderes están en uno solo y eso no puede ser.

Tiene la franela de la selección de Venezuela y está convencido de que va a suceder el cambio.

Detrás de él, otra mujer acepta la entrevista. Se llama Claudina Vegas y tiene 58 años. Para ella, hace años que no había tanta gente votando. “Habíamos perdido la fe pero ahora hay una esperanza, y aquí estamos. Por nuestra Venezuela, por nuestros hijos. Por nuestra patria, querida Venezuela. Deseo que volvamos a respirar”, dice.

—¿Tiene familia afuera?

—Sí, mis tres hijos. Y mis nietos.

—¿Hace cuánto no los ve?

—Diez años mi hija, nueve uno de mis hijos y el otro cinco. 

—¿Quieren volver o están bien donde están?

—Están bien donde están pero extrañan a su país.

—¿Cómo es vivir sin sus tres hijos?

—Es muy triste, pero una se llena de coraza al decir: allá están mejor que en nuestro país. 

Cerca de la fila se oye una conversación que están teniendo dos vecinas. Una de ellas le explica a la otra por qué cree que debe ganar Maduro. Le habla de los intereses del imperio, y de cómo el presidente se preocupa por el pueblo. Su vecina la escucha en silencio. 

Esperando para votar está Henry, que también apoya a Maduro. “Hoy saldrá todo perfecto”, dice. “Este es un país de alegría, de paz, y todos conviven en el voto. Y todos aceptamos la decisión del CNE (Consejo Nacional Electoral). Aquí no hay pelea. Es una contienda, es normal, como un papá y una mamá, hay de todo. La res tiene carne blanda y carne dura”, dice.

Tres posiciones atrás en la fila está Javier, de 28 años. “Aquí todos queremos lo mismo: el cambio”, dice. Le digo que entrevisté a personas ahí mismo que votan al Gobierno. “Pues ellos estarán muy felices o muy tranquilos con como están ahorita”, dice. “Anteriormente todo era muy distinto. No teníamos que estar esperando algo que te dieran… Y sigo pensando que si no trabajamos nosotros mismos no vamos a conseguir nada”.

Trabajadores en los colegios electorales de la ciudad venezolana de Petare se trasladan al exterior ante los problemas para transmitir los votos durante la jornada electoral. 28 de julio de 2028. Adriana Loureiro Fernández / New York Times / ContactoPhoto
Trabajadores en los colegios electorales de la ciudad venezolana de Petare se trasladan al exterior ante los problemas para transmitir los votos durante la jornada electoral. 28 de julio de 2028. Adriana Loureiro Fernández / New York Times / ContactoPhoto

7

Seis de la tarde del día de la elección. La oposición está exultante, manejan números que ni ellos esperaban conseguir. “Estamos muy bien, ahora empiezan las negociaciones”, dicen por lo bajo algunos miembros del frente. Hay más de cien periodistas internacionales acreditados en el comando de campaña de la Mesa de Unidad Democrática (MUD). En el CNE los acreditados internacionales son más de mil, pero nadie va a cubrir al Consejo Nacional Electoral. Los periodistas están repartidos por las calles, registrando las disputas en los centros de votación: algunos no quieren cerrar sus puertas a la hora señalada aunque ya no queden votantes en la fila esperando por sufragar. Otros, en cambio, no quieren dejar entrar a los testigos. Pero más allá de incidentes y protestas menores, no hay disturbios en las calles.

El comando del oficialismo es hermético. A las ocho de la noche llega una convocatoria a la gente a congregarse frente al palacio de Miraflores, la sede del Gobierno. Se presume que Maduro quiere juntar a la tropa para celebrar, y comienzan a crecer los nervios entre los opositores.

A las nueve de la noche los nervios se convierten en pánico. A pesar de los números de los resultados que tiene la oposición en base a las actas de las mesas testigos, nadie cree que el Gobierno pueda aceptar una derrota. “Menos hoy. Menos hoy”, dice una chica de treintaypocos. Hoy es 28 de julio, no solo el día de la elección sino el día en que Hugo Chávez Frías cumpliría 70 años. “¿Tú crees que estos van a anunciar su derrota el día del cumpleaños de Chávez? Es imposible”, dice la mujer.

A las 00:08 del lunes, el titular del Consejo Nacional Electoral, Elvis Amoroso, se sienta a la mesa de prensa y da una conferencia en la que anuncia el triunfo del Gobierno. La mujer entra en llanto de inmediato, y se aleja del grupo de voluntarios de la oposición con el que estaba.

Drones proyectan una imagen de Maduro en el cielo justo encima del Palacio Presidencial de Miraflores. 29 de julio de 2024. Cristian Hernández / AP

A lo lejos suenan fuegos de artificio, que algunos confunden con explosiones o represión. No habrá violencia en la noche de Caracas pero sí en los extremos del país, en el estado de Táchira, donde morirá una persona de cuarenta años en medio de un enfrentamiento entre opositores y los colectivos armados del Gobierno. Julio Valerio García es el primer nombre de una lista que todos quieren contener. “Nunca llamaremos a la violencia. Llamamos a la concordia y a la reconciliación”, dirá Edmundo González Urrutia esa misma noche en conferencia, y convoca a las Fuerzas Armadas “a ponerse del lado del pueblo venezolano”. 

8

Horas de la tarde del lunes 29 de julio. Las elecciones terminaron pero recién parece comenzar el proceso. Maduro es oficializado como presidente electo y da un largo discurso en el que habla de regular las redes sociales, entona una canción peronista y desafía a Javier Milei, su nuevo archienemigo. Desacredita a la comunidad internacional que pone en duda su triunfo. Parece acelerar a fondo.

Maduro se dirige a sus seguidores tras su proclamación como ganador de las elecciones venezolanas. Fernando Vergara / AP

Fuera, en la capital, no pararon de sonar las cacerolas y acumularse protestas en la calle. Van a ser días difíciles. Esta crónica, que pretendía ser el resumen de un proceso electoral concluido, tal vez sea solo el prólogo del verdadero suceso. 

El macronismo está herido de muerte. Mientras el centro se difumina, Francia se inclina hacia la extrema derecha. La primera vuelta de las elecciones legislativas dejó un país dividido en cuestiones tan presentes en la Europa actual como la migración, pero unido por el rechazo contra un hombre que quiso convertirse en una especie de monarca republicano. Adelantar los comicios fue un disparo al aire, una estrategia arriesgada que ahora amenaza con la llegada de la ultraderecha a la Asamblea Nacional. El avance electoral consumó una inesperada alianza de la izquierda bajo el nombre de Nuevo Frente Popular y acabó confirmando el avance imparable de la extrema derecha. La posibilidad de meter mano a un gobierno impopular se reflejó en la participación, que alcanzó el 66%, el porcentaje más elevado en una primera vuelta desde 1981. 

A pesar de todo, Macron persiste en su convicción de vender la imagen que le hizo llegar al poder hace siete años: ser el único capaz de detener “los extremos”. Al menos 82 candidatos de su partido han retirado ahora su candidatura para la segunda vuelta con el objetivo de impedir que la extrema derecha consiga mayoría absoluta. Un cordón sanitario contra Marine Le Pen y Jordan Bardella que comparte, entre otras formaciones, con La Francia Insumisa, un partido que en más de una ocasión él mismo ha equiparado con la ultraderecha. Antes de llegar al acuerdo, Macron alertaba del riesgo de una posible “guerra civil”.

A Francis Ghilès, de 79 años, no le gusta que un presidente francés recurra a este término. “Me parece totalmente irresponsable”, dice. Investigador sénior asociado del CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs), ha trabajado como freelance para The New York Times, The Wall Street Journal, Le Monde, El País y La Vanguardia. Durante 14 años recorrió África del Norte como enviado especial para el Financial Times. También ha trabajado como asesor para Gobiernos occidentales (Reino Unido, Francia y Estados Unidos). Su larga trayectoria ha cincelado en él una mirada crítica y afilada. Se muestra cauto al especular sobre los posibles resultados del próximo domingo. “El escenario es totalmente nuevo. Un presidente que pierde su poder político y anuncia elecciones legislativas tres años antes de marcharse”. Reina la incertidumbre.

¿Cómo vivió los resultados el pasado domingo?

Los resultados son el producto de años de mala gestión de este país. El 28% de los votantes apoyaron a la izquierda, mientras que el 33% se decantó por la derecha más dura. El mensaje es simple: casi el 60% de los franceses está en contra de la manera de gobernar de un presidente que hace siete años se comparaba con Júpiter.

Muchos lo tachan de arrogante.

Antes de convertirse en presidente Macron fue banquero, aunque no por mucho tiempo. Viene de la élite burocrática y se comporta como tal. Muchos franceses tienen la sensación de que cada vez que Macron habla, ofende a su inteligencia. Ya sufrimos algo parecido con Sarkozy, pero la manera de hablar de Macron es totalmente diferente. Cree tener la respuesta a todas las cuestiones. Un gran hombre de Estado, el Cardenal Richelieu, dijo: “Para gobernar bien un país se debe escuchar mucho y hablar poco”. Macron hace todo lo contrario, escucha poco y habla mucho. Le gusta su voz, es inteligente, habla un francés elegante, muy preciso, pero no tiene alma, sus palabras parecen muchas veces vacías. Es imposible imaginarse a François Mitterrand hablando cada día de todo y de nada a la vez. A Macron le falta altura política y la gente ya no lo cree. A menudo la gente humilde se siente insultada. Llegó al poder en 2017 tras el fracaso de la izquierda, y desde entonces ha intentado venderse como el único capaz de detener a la extrema derecha, pero ha fracasado. En sus cálculos no contaba con que la izquierda lograse unirse porque en este país la izquierda está muy dividida —mucho más que en España—, pero existe y se ha visto con esta unión de última hora [en referencia al frente republicano, la unión del centro y la izquierda para frenar a la ultraderecha]. Ha sido una sorpresa total para mucha gente. Es cierto que no es una alianza muy sólida, existen fisuras, pero hay mucha gente de centro-izquierda y de izquierda que se siente mucho mejor con esta unión. 

Macron siempre se ha presentado como el dique que contenía a la ultraderecha, pero poco a poco ha incorporado aspectos de su ideología. 

Exacto. Recuerdo que con motivo del asesinato del profesor de secundaria Samuel Paty, hace cuatro años, dio un discurso enfrente de la Sorbona en el que dio a entender que en el islam hay violencia per se. ¡Ese es el discurso de la ultraderecha! Ninguna religión es inherentemente violenta. Tanto el judaísmo y el cristianismo como el islam lo son cuando son utilizados de manera política. La historia de España lo demuestra, la historia del mundo árabe es otro ejemplo. También la historia de Israel.

¿Los resultados de la primera ronda obedecen más a un castigo al Gobierno de Macron o supone el viraje total de la población francesa hacia la ultraderecha?

Es un castigo al macronismo. Muchas de las personas que han votado a la ultraderecha no son particularmente racistas; sencillamente están cabreadas y quieren sacar a Macron del Gobierno. Aunque ese sentimiento no va dirigido solo contra él, sino contra toda la élite que lo acompaña.

Miquel Coll / CIDOB

¿Cree que este mazazo electoral podría forzarlo a dimitir?

No hay ningún artículo en la Constitución que le impida seguir como presidente los próximos tres años, pero políticamente fracasó el domingo pasado. La mayoría de los observadores de la vida política francesa no creen hoy que vaya a dimitir. De hacerlo, estaría entregando las llaves del Elíseo al Frente Nacional. Ahora mismo estamos frente a dos posibilidades y ambas son muy difíciles. La primera es que el Frente Nacional gane con mayoría absoluta. Cuando vemos la cantidad de candidatos que han dimitido para la segunda vuelta, el escenario de una mayoría absoluta parece difícil. La segunda es que se construya un frente republicano a modo de cordón sanitario, pero es difícil conseguir el mismo efecto hoy que en 2002, cuando Chirac obtuvo el 80% de los votos. Lo que sabemos es que, llegado el caso, la izquierda votará más fácilmente a un candidato de centro para frenar a la ultraderecha. ¿Pero qué van a hacer los macronistas? ¿Y la derecha clásica? Los electores cada vez son menos propensos a acatar las recomendaciones de voto de los partidos. Antes había unas etiquetas clásicas que definían a los votantes: uno era socialista, otro conservador, etcétera. Había un equilibrio. Hoy en día es mucho más fluido. La mitad de los que hoy votan a la extrema derecha hace 20 años votaban a la izquierda. Pero han visto bajar su nivel de vida y sienten que nadie se preocupa de ello.

Precisamente en nuestro último podcast, el periodista y filósofo Josep Ramoneda dijo que los discursos populistas han crecido porque los Gobiernos no han atajado los dos problemas más importantes de la población: la vivienda y el trabajo.

Para la mayoría de la gente el trabajo y la vivienda son dos temas fundamentales, y durante las últimas décadas la izquierda ha insistido en cuestiones como el género, la crisis climática, el respeto a comunidades religiosas como la musulmana. Eso está muy bien, pero hay problemas de base relacionados con el nivel de vida. La izquierda ha olvidado que los problemas de los electores franceses son el dinero, el trabajo y la vivienda; y por eso los electores se han marchado de la izquierda. Vivir en Francia, el Reino Unido o España es cada vez más caro. En este contexto, el islam se ha utilizado como arma para causar miedo por razones de terrorismo, olvidando que una parte de este terrorismo es la consecuencia de las intervenciones de Estados Unidos, Francia o el Reino Unido en Oriente Medio y África del Norte. En Francia no hay una única comunidad musulmana, no existe tal cosa. Hay ocho millones de personas que son musulmanes nominalmente, pero entre esos ocho millones de personas hay de todo: hay musulmanes que no practican su religión, los hay que sí, los hay que se ganan bien la vida, los hay con pocos recursos… 

Desde la política y los medios se les suele concebir como un bloque homogéneo. 

Pero no solo a los musulmanes. Mélenchon [líder deLa Francia Insumisa], por ejemplo, ha criticado a algunos políticos de origen judío al relacionarlos con el capitalismo triunfal. Eso es una forma de antisemitismo que no se puede aceptar. La creación de la extrema derecha en Francia proviene de personas a favor de la Argelia francesa. Lo ridículo del Frente Nacional es que tiene la intención de aprobar una ley para poner fin a la ciudadanía por derecho de nacimiento para las personas nacidas en Francia de padres extranjeros. Esta es una ley que lleva en vigor desde 1515 y por la cual las personas con padres nacidos en el extranjero pueden solicitar oficialmente la ciudadanía a la edad de 18 años. La revista Jeune Afrique mencionaba la ascendencia argelina de Jordan Bardella: uno de sus bisabuelos era argelino. Es el gran tabú del partido de Le Pen, que pocos periodistas franceses parecen dispuestos a romper. Bardella siempre está hablando de sus abuelos italianos pero nunca lo hace de su bisabuelo bereber argelino. Quizá deberían aplicar esta ley y despojarle de su pasaporte francés, ¿no? Por otro lado, su padre se ha casado por segunda vez con una mujer marroquí, en Marruecos, y se ha convertido al islam. Es totalmente ridículo.

A pesar de estas incongruencias, la realidad es que, elecciones tras elecciones, la ultraderecha en Francia ha pasado de la marginalidad a ser la fuerza más votada. ¿Se han normalizado los discursos extremistas?

La guerra en Irak, lo que ha pasado en Libia y después en el Sahel, lo que pasa hoy día en Gaza… No nos afecta que 60 o 70.000 palestinos mueran bajo las bombas. A mucha gente le parece normal. ¡No lo es! No es posible. Esto está destruyendo la política europea, nuestra reputación, nuestra capacidad de defender las ideas democráticas y de dialogar con buena parte del mundo. China y la mayoría de los países del sur no nos apoyan, no están de acuerdo con nosotros. Para la clase política francesa esto es una sorpresa. 

Uno de los escenarios que más se plantean ahora es el de la cohabitación. ¿Qué podemos esperar?

Hace tan solo unos días Marine le Pen cuestionó el papel de Macron como comandante en jefe y dijo que, en caso de convertirse en primer ministro, Bardella asumiría decisiones en materia de política exterior. Más allá de las fuerzas armadas, pueden bloquear Europa desde dentro, pueden incidir en decisiones fiscales, en el devenir de la guerra en Ucrania. Todos estos supuestos generan mucha inquietud en el resto de países de Europa. Pero para ello necesitan conseguir la mayoría absoluta. 

Si no tienen mayoría…

Si les faltan unos 10 diputados es posible que la derecha clásica les apoye y formen gobierno. Imaginar un Gobierno con todos los partidos de la izquierda y los macronistas parece muy complicado. Dentro del partido del presidente hay algunos, como el primer ministro, Gabriel Attal, que es claro en su postura: ni un voto para la extrema derecha. Y como él hay bastantes. En cambio, hay otros que vienen de la derecha, como el ministro de Hacienda, Bruno Le Maire, que rechaza a la Francia Insumisa, la parte dura de la izquierda, y que la equipara a la ultraderecha, al igual que el presidente. 

En caso de que Agrupación Nacional consiga la mayoría absoluta, ¿qué opina de Bardella? ¿Le ve preparado para asumir el cargo?

No sabemos prácticamente nada de él. ¿Qué sabemos? Que no tiene experiencia profesional, que aparece en televisión, en TikTok, siempre con Marine Le Pen. Veintiocho años y no tiene experiencia laboral más allá del partido y de saber hablar de una cierta manera que le funciona en redes sociales. ¿Qué va a pasar? No tenemos ni idea, la incertidumbre es enorme. 

Actúan de noche y están rodeados de tabúes y supersticiones, pero su presencia es clave para preservar los amenazados bosques en Madagascar: los murciélagos, esos pequeños animales voladores, desempeñan un papel fundamental a la hora de frenar el retroceso forestal en esta isla africana que alberga una riqueza natural extraordinaria. 

Ubicada en el océano Índico, frente a la costa sur del continente africano, Madagascar figura en el quinto lugar de los países con más biodiversidad del mundo: el 90 por ciento de sus plantas y el 70 por ciento de su fauna no se encuentran en ningún otro lugar del planeta. Esta exuberancia biológica se encuentra gravemente amenazada por el rápido retroceso de sus bosques, en un escenario de elevadísima pobreza y desnutrición. A esto se suma una elevada presión demográfica, con una población que en dos décadas se ha casi duplicado hasta llegar a los cerca de 29 millones de habitantes. Una enorme parte de la población de Madagascar depende del arroz para su supervivencia: es su principal alimento y para obtenerlo deforestan enormes áreas de valioso bosque para crear nuevas tierras agrícolas, especialmente cuando las antiguas quedan arrasadas por plagas.

“Todo lo que se pierde allí es muy valioso”, dice el fotógrafo y biólogo Joan de la Malla, que ha documentado en diversos proyectos la presencia y comportamiento de los murciélagos en la isla. Al detectar que cada vez estaban más presentes en las aldeas, Joan de la Malla, junto con el investigador Adrià López-Baucells, del Museo de Ciencias Naturales de Granollers, obtuvo una beca para profundizar y documentar específicamente este aspecto y la convivencia de estos animales con los humanos.

“Los murciélagos insectívoros tienen un papel muy, muy importante en el control de las plagas. Viven en comunidades de miles de individuos y se pasan la noche cazando; hay especies de murciélagos en las que cada individuo puede comer hasta más de mil insectos por noche“, explica el fotógrafo. 

Hasta hace relativamente poco esto sucedía de forma natural, sin que hubiera un escenario de coexistencia con humanos. Pero ahora, con el retroceso de los bosques y la pérdida de su hábitat natural, los murciélagos buscan refugio en otros lugares y cada vez hay más encuentros con la población local. En muchos lugares eso ocasiona nuevos y complicados escenarios de coexistencia, que van desde el aprovechamiento del guano como abono a matanzas de colonias enteras por las molestias que causan o por pura superstición.

Además del papel de guardián de las cosechas que desempeñan los murciélagos insectívoros, hay otro tipo de murciélagos, los conocidos como zorros voladores malgaches, que se alimentan de fruta y tienen a su vez un papel clave en la expansión de los bosques, pues diseminan a gran distancia las semillas de las frutas de las que se alimentan. Sin embargo, estas especies son ampliamente cazadas para su consumo en muchos lugares de la isla. 

En este recorrido visual comentado por el propio Joan de la Malla, profundizamos en el papel de los murciélagos en Madagascar y su compleja relación con los humanos. 

Joan de la Malla

Madagascar es uno de los países que más arroz per cápita consume del mundo. Esta imagen está tomada cerca de Ivontaka, en el noreste de la isla. Busca ilustrar el concepto del arroz como forma de vida: la población malgache depende de este cultivo para subsistir. Este es un campo relativamente pequeño: del mismo modo que en el Sudeste Asiático se ven extensiones interminables de palma para obtener aceite, en Madagascar se ven inmensidades de campos de arroz. En algunos casos están muy dañados por las plagas o totalmente abandonados. 

Joan de la Malla

Las plagas son uno de los grandes problemas en los cultivos del arroz del que depende la población. A veces se llega a perder hasta el 70 por ciento de las cosechas por el efecto de los insectos, muy habituales en Madagascar. En la foto de la izquierda, una chica nos está enseñando a Adrià López-Baucells y a mí las orugas que ha encontrado comiendo tallos en su campo de arroz. 

A la derecha aparece un murciélago patrullando sobre un cultivo en busca de insectos que devorar. Un solo murciélago puede llegar a comer hasta mil insectos en una noche, y acostumbran a vivir en comunidades de cientos o miles de individuos. La foto la tomamos de noche con una barrera de infrarrojos y cuatro flashes en un campo de arroz, con la cámara bastante baja para mostrar las espigas dentro del agua y a un murciélago que, como suelen hacer estos animales, vuela a un palmo de altura del arroz, en busca de insectos. Van dando vueltas siguiendo un patrón de búsqueda.

Joan de la Malla

Aquí vemos una población muy pequeña cerca del Parque Nacional de Ranomafana. Lo que hacen es deforestar la ladera de la montaña, donde todavía había bosque, para plantar. Es la práctica conocida como roza, tumba y quema: primero quemas, luego arrastras lo que queda y luego plantas el nuevo cultivo. Esto degrada los ya muy dañados bosques malgaches para la creación de nuevas tierras agrícolas a fin de plantar arroz. Incendiar es la práctica estándar. Se hace por necesidad, por subsistencia, no por intereses económicos. 

Joan de la Malla

En la tradición malgache existen numerosas supersticiones contra los murciélagos. Cuando estos animales vivían alejados de los humanos no había mucho problema, pero ahora que tienen más presencia en las aldeas estas supersticiones llevan a la matanza de muchos de ellos. Esta fotografía muestra a un hombre que sostiene los cuerpos sin vida de varios murciélagos insectívoros; estaban en el tejado de su casa y él mismo los mató de un golpe con una escoba. 

Durante el día, cuando duermen en grupos de cientos, es fácil matar a muchos de un solo golpe. Son muy pequeños, las alas los hacen parecer más grandes pero pueden pesar solo 20 ó 30 gramos. La vida media de muchos murciélagos es de décadas y su natalidad es, en muchos casos, de solo una cría al año, así que las colonias dañadas tardan décadas en recuperarse. Con su muerte se pierden también los servicios ecosistémicos que proporcionan y eso tiene como consecuencia peores cultivos, más desnutrición y la necesidad de deforestar nuevas áreas de bosque, con los perjuicios que esto supone para la población y para el patrimonio natural del país. 

Joan de la Malla

A medida que los bosques retroceden y las aldeas y comunidades aumentan, los murciélagos ven comprometidos los lugares donde vivían. Ya no quedan suficientes bosques. Se ha comprobado que los murciélagos no utilizan los techos tradicionales de las aldeas para refugiarse, pero sienten gran predilección por los techos modernos de chapa. Debajo de ellos encuentran un refugio adecuado a sus necesidades. 

Esta foto es una imagen aérea de una comunidad cercana a la aldea Kelilalina, en el centro-este de Madagascar, donde todos los tejados, excepto uno, están elaborados con artes tradicionales. Quería mostrar la llegada de los nuevos techos de chapa como novedad ante las construcciones tradicionales. Vimos aldeas con colegios levantados por oenegés, con techos de chapa, que habían quedado inutilizables al haber sido absolutamente colonizados por grandes colonias de murciélagos.

Joan de la Malla

Aquí vemos a un grupo de murciélagos (Mormopterus jugularis) que durante el día han encontrado refugio bajo el moderno techo de chapa de una casa en la aldea de Kelilalina. Está muy cerca de la comunidad de la foto anterior, pero aquí entre el 20 y el 30 por ciento de los tejados ya son de chapa. Bajo uno de ellos, entre el doble techo y la estructura, se refugiaban de día todos estos murciélagos. 

Joan de la Malla

Esta imagen muestra a Michael, un niño que vive en una de las pequeñas aldeas limítrofes con el Parque Nacional de Ranomafana, vestido con una sudadera de Batman, en la entrada de su casa. Madagascar tiene un crecimiento demográfico muy elevado y la mayoría de la población está compuesta por niños y niñas o gente muy joven. Se dirigen hacia una densidad de población insostenible para los recursos del país. 

Joan de la Malla

El guano [los excrementos de los murciélagos] es un excelente abono. Fruto de los nuevos escenarios de coexistencia, en algunas comunidades han aprendido a sacar provecho de la convivencia con los murciélagos. En la foto de la izquierda, Fabrice utiliza el guano recolectado bajo el techo de su casa para abonar su campo de arroz. A la derecha vemos un almacén de guano, con sacos listos para exportarse a Europa.

La obtención de guano de las cuevas de murciélagos es un negocio que mueve mucho dinero. Se exportan miles de toneladas, principalmente a Europa. La extracción responsable de guano puede ser una alternativa económica para las comunidades locales y al mismo tiempo poner en valor a los murciélagos y fomentar su protección. Pero, a menudo, esta extracción no se hace de forma sostenible ni justa con las comunidades locales, que reciben muy poco dinero mientras las empresas exportadoras se lucran. En el suroeste de la isla, los representantes de las empresas van a comunidades remotas, les dejan sacos vacíos y vuelven a por ellos en unos días. Pagan muy poco por saco y las comunidades locales —algunas muy remotas de cazadores recolectores— recolectan así, sin control ni asesoramiento, el guano en las cuevas. La recolección debería hacerse de forma sostenible para no dañar el ecosistema de las cuevas ni molestar a los murciélagos mientras descansan. 

Joan de la Malla

Un murciélago (Mormopteros jugularis) abandona el tejado de chapa en el que vive en Kelilalina y remonta el vuelo entre las calles del pueblo, de camino a los campos de arroz que rodean el lugar. Para conseguir esta foto estudiamos la vía de salida de los murciélagos que estaban bajo el techo metálico de una casa vecina —la que aparece con un grupo de murciélagos refugiados unas fotos más arriba—. Utilizamos una barrera de infrarrojos, disparada por el murciélago al pasar por delante, porque no hay iluminación en el pueblo; toda la que aparece está creada gracias al flash. Observamos su patrón de salida y planificamos la imagen. Nos llevó muchas horas. 

Joan de la Malla

En esta imagen se ve cómo los investigadores Adrià López-Baucells y el malgache Tafita Tojosoa ponen una red para la captura y el estudio de los murciélagos en los alrededores de Ranomafana, mientras varias mujeres hacen la colada al fondo. El objetivo es comprender mejor la interacción de los murciélagos con las comunidades locales. Estas redes se han de colocar en lugares muy estratégicos para que estos animales caigan. La red cruza el río porque los murciélagos usan canales naturales como este para desplazarse; les es más fácil que hacerlo entre la vegetación. Es un buen sitio para atrapar algunos ejemplares.

Joan de la Malla

Cuando capturan a los murciélagos los miden, como se ve en esta imagen; los pesan, miran si son machos o hembras, si tienen enfermedades, parásitos… Sacan varios datos en función del objetivo de cada estudio. Estudiar la ecología de los murciélagos y su relación con los ecosistemas y con las comunidades locales ha aportado informaciones valiosas para gestionar la coexistencia entre ambas especies.   

Joan de la Malla

Gracias a los resultados de estos estudios y a la recolección de fondos, se ha puesto en marcha un protocolo que consiste en instalar cajas-refugio para murciélagos cerca de los cultivos de arroz, como la que vemos en esta fotografía. Esto ofrece cobijo a los murciélagos y los mantiene cerca de su zona de caza. Así optimizan los servicios ecosistémicos que proporcionan y facilitan la recolección de guano por parte de la población local. Además, mantiene a los murciélagos fuera de los núcleos poblados.

Joan de la Malla

Además de los insectívoros, en Madagascar encontramos murciélagos frugívoros conocidos como zorros voladores (Pteropus rufus), una especie endémica y en peligro de extinción. Son mucho más grandes que los otros y se desplazan decenas de kilómetros cada noche en busca de árboles con frutas de las que alimentarse. Esta imagen es un retrato de uno de ellos mientras come un mango.

Esta especie de murciélagos no se parece a los insectívoros ni en tamaño, ni en forma, ni en comportamiento. Ambos tipos son muy sociables, pero estos no se orientan por ecolocalización [la utilización de ondas sonoras para ubicar objetos, en un sistema similar al de un sonar], sino que se guían por el olfato para encontrar frutas y orientarse.  

Joan de la Malla

Filippe es un aldeano que vive en las afueras de Mahajanga, en el norte de la isla. Subsiste principalmente gracias a sus cultivos, pero también caza zorros voladores cuando pasan en migración cerca de donde habita. A diferencia de los murciélagos insectívoros, los zorros voladores son consumidos como alimento por los habitantes de muchas regiones del país. 

Existen varias estrategias de caza para atraparlos. La más común consiste en poner grandes redes cerca de árboles con frutas a los que los animales acuden. Las redes deben estar a bastante altura, como a unos veinte metros, y tensarse entre dos árboles. Los zorros voladores tienen una capacidad de detección mucho más pobre que la de los insectívoros —estos últimos tienen un nivel de precisión en la ecolocalización brutal y es difícil engañarlos— y caen de una forma relativamente fácil en las redes. En una buena noche, Filippe puede capturar dos o tres murciélagos. 

Joan de la Malla

Al día siguiente los mete en un cesto como el que aparece en esta fotografía y los lleva al mercado, aún vivos. Los compradores eligen los zorros voladores que van a comprar como si fueran gallinas; hay quien se los lleva vivos y luego los matan en casa ellos mismos, y hay quien prefiere comprarlos muertos. En esos casos, la vendedora los mata dándoles un golpe con un bastón en la cabeza. En la imagen aparece una vendedora con un zorro volador en el mercado de Mahajanga.

Joan de la Malla

Esta imagen muestra el siguiente paso: los zorros voladores comprados en el mercado de Mahajanga son cocinados. En este caso están siendo preparados en el patio de Agathe, una mujer dueña de una pequeña tienda. El zorro volador no es una comida de subsistencia, es moderadamente un lujo. No todo el mundo en Madagascar tiene acceso a la carne; el simple hecho de ir a un mercado a comprarla ya es un lujo. 

Joan de la Malla

En la foto de la izquierda aparece Agathe degustando un ala del zorro volador que se acaba de cocinar en su casa. A la derecha, un guiso de murciélago servido en un hotel de Antananarivo, capital de Madagascar; el precio de este plato está fuera del alcance de la mayoría de la población. Existe una cierta industria de comercio y transporte de los murciélagos de la fruta para su consumo en otros lugares de la isla. 

Joan de la Malla

Esta fotografía recoge un momento en que niños y niñas de una escuela de Kelilalina aprenden sobre los murciélagos. Están viendo el libro Stelaluna —un cuento sobre estos animales— y comentando características y cosas de la vida de los murciélagos, guiados por la profesora. 

Esto era parte de una iniciativa que trata de evitar la perpetuación de los tabúes alrededor de estos animales: se hablaba con los maestros de algunas escuelas, se les contaba la importancia de saber más sobre los murciélagos y se les daba una pequeña formación para que la trasladaran a los niños y niñas.

Joan de la Malla

Esta imagen muestra a cientos de zorros voladores abandonando sus lugares de descanso al anochecer para desplazarse hacia los bosques con árboles frutales en los que se alimentan. Se mueven en grupos de cientos o miles, de árbol en árbol, comiendo y desplazándose a la siguiente zona. Desempeñan un papel crucial en la diseminación de semillas y ayudan considerablemente a reforestar los amenazados bosques malgaches.

Llevaba tanto tiempo anunciándose que, una vez confirmado, ha pasado desapercibido. China ha ganado la batalla tecnológica a Occidente y avanza hacia un dominio creciente en campos que van desde los coches eléctricos a los paneles solares —acapara el 80% de la producción global— y desde la biotecnología a los semiconductores. “China se ha convertido en una superpotencia científica”, decía The Economist en su portada de la semana pasada.

El país ha vivido uno de los mayores desarrollos en menos tiempo de la historia de la humanidad. China, que en los años 60 tenía el nivel de vida del África subsahariana, ya es la segunda economía del mundo y expande su influencia por los cinco continentes. En el camino, cientos de millones de personas han dejado atrás la pobreza en una transición no exenta de excesos y daños colaterales. El régimen chino mezcla su apuesta por el futuro tecnológico con una postura medieval en derechos humanos, un control orwelliano de la población y un monopolio represor del poder.

La “ventaja” de no tener que someterse a la voluntad popular ni a engorrosas elecciones es que el Partido Comunista planea a largo plazo. Los éxitos de hoy vienen de políticas aprobadas hace diez, veinte años. En educación, con la formación de decenas de miles de ingenieros. En ciencia, con apuestas firmes por energías alternativas y sectores estratégicos para el país. O en política exterior, con alianzas estables y ventajosas.

Occidente, con el pie cambiado, trata de reaccionar en un momento en el que sus democracias están siendo desestabilizadas por radicalismos, sus políticas mermadas por falta de planificación y su credibilidad golpeada por la hipocresía con la que se afrontan conflictos como los de Ucrania y Gaza. Entre medias, la pregunta del millón que sigue sin resolverse en los despachos de Washington y Bruselas: “¿Qué hacemos con China?”.

La respuesta tiene grandes implicaciones geopolíticas que marcarán el rumbo del planeta.

La decisión de Estados Unidos y la Unión Europea de imponer tarifas a los coches eléctricos chinos para evitar la competencia de vehículos más avanzados y baratos que los suyos será respondida con medidas similares por Pekín. Una guerra comercial contenida sería el menor de los males. El apoyo del dictador Xi Jinping a Putin en su invasión de Ucrania y sus propias ambiciones de subyugar a Taiwán aumentan los riesgos de conflicto. 

Para la contención económica y militar es tarde. El apaciguamiento tiene una larga historia de fracasos, incluido el más reciente de Putin, que desaconsejan la estrategia. Y la mejor arma de Occidente para influir en las decisiones de Pekín, el intercambio comercial, no pasa por sus mejores momentos. La idea que ha primado en las últimas décadas es que China no puede enemistarse con sus dos principales clientes, Estados Unidos y Europa, sin pagar un precio inasumible. Pero las relaciones cada vez más cercanas de Pekín con Moscú, el creciente comercio con otros países de Asia y la expansión a continentes como África o Latinoamérica reducen esa dependencia.

Los aranceles difícilmente detendrán el avance tecnológico chino y suponen una estrategia cortoplacista. La respuesta no está en la misión imposible de contener a Pekín, sino en cómo hacer más competitivas las industrias europeas o estadounidenses. 

Un buen comienzo sería aceptar con deportividad que el dominio occidental de los últimos siglos ha llegado a su fin. 

Historias escritas a partir de los testimonios recogidos por Kayed Hammad en el norte de Gaza. Fotografías: Dalia Hammad.

Desde el 7 de octubre Kayed Hammad y su familia han cambiado quince veces de casa, lo mismo que han tenido que hacer por fuerza cientos de miles de gazatíes. Siempre en el norte de Gaza, sin obedecer a la orden de Israel de desplazarse al sur, Kayed y los suyos se han movido de un lugar a otro esquivando bombas y combates. De momento lo han conseguido.

“Vayas a donde vayas ves edificios reventados. Si no están quemados, hay gente que rescata alguna puerta para hacer fuego o alguna prenda de abrigo de entre los escombros. Lo que nadie coge son los zapatos, porque nunca encuentras un par completo. Está el derecho o el izquierdo, nunca los dos. Y están por todas partes. Hay zapatos, zapatillas y sandalias tirados por todas partes. ¿Qué será de sus dueños? ¿Muertos, heridos, desaparecidos, vivos…?”. Esta pregunta rondaba a Kayed cada día que salía de su casa en el norte de Gaza, hasta que nos pusimos de acuerdo para hacer un proyecto multimedia que arrancó con una story diaria de Instagram y ahora desemboca en este reportaje de larga distancia que cuenta las historias que hay detrás de los zapatos. 

Intérprete y productor de buena parte de los periodistas españoles que pasamos por Gaza, Kayed recogió zapatos de entre los escombros durante un mes y los fotografió con la ayuda del teléfono de su hija Dalia. “Algunos pertenecen a gente que yo conocía. En otros casos, nos quedábamos junto a los escombros y preguntábamos a quienes estaban cerca sobre lo sucedido. Muchos se echaban a llorar, pero hablaban y hablaban porque querían que el mundo supiera lo que había pasado con sus familiares, amigos o vecinos. Era una forma de aliviar su dolor”, recuerda Kayed. 

Cuando la conexión lo permitía, padre e hija enviaban la fotografía acompañada de un mensaje de audio y yo preparaba un texto y montaba un pequeño vídeo de veinte segundos para poner nombre y apellido a cada story.  Conozco a Kayed desde hace quince años. Cabezota, noble y con un humor negro capaz de florecer hasta en los momentos más oscuros, hemos estado juntos en todas las ofensivas de Israel desde 2008. En todas menos en esta que vivimos desde octubre, en la que el Estado judío mantiene cerrado el paso a la prensa internacional y ha matado a más de cien periodistas palestinos y trabajadores de medios.

Los palestinos se sienten parte de una fría estadística de muertos y desaparecidos. Son cifras sin nombres encerradas entre la verja de separación y el mar, bombardeadas por tierra, mar y aire y asfixiadas con el cierre de los pasos fronterizos con Israel y Egipto. El Ejército de Israel ha borrado barrios enteros del mapa y los edificios, muchos de ellos de gran altura, se han convertido en la tumba para miles de familias. En la Franja no hay maquinaria y herramientas para poder rescatar a supervivientes o cuerpos bajo los escombros y son los propios familiares y vecinos quienes intentan hacerlo con sus propias manos.

En los primeros ocho meses de guerra hay más de 36.000 muertos, según los datos del Ministerio de Salud, que tanto la ONU como el presidente de Estados Unidos y aliado de Israel, Joe Biden, dan por fiables. El número final será aún mucho mayor, ya que los responsables gazatíes calculan que son al menos 7.000 los desaparecidos bajo los escombros, una cifra que no actualizan desde noviembre. Muchos desaparecieron tras los ataques aéreos, otros fueron detenidos en puestos de control israelíes mientras huían hacia el sur o intentaban regresar al norte y algunos, simplemente, salieron un día de casa para nunca volver. 

Estas son las historias de los ausentes de Gaza. 

Taleb Daour

Taleb Daour tenía 60 años y nació en el campo de refugiados de Yabalia dos meses antes que Kayed. Amigos de la infancia y vecinos, era una persona a la que te acercabas para que te alegrara el día con su sentido del humor. Te quitaba las penas con uno de sus chistes. La escuela nunca se le dio bien, pero su padre, que era muy estricto, le obligó a terminar la educación secundaria. Su sueño era ser taxista. Se sacó la licencia con 18 años y trabajó mucho tiempo como conductor entre Gaza y Tel Aviv. Su coche estaba muy solicitado porque con Taleb los viajes se habían más cortos. Trabajó toda la vida y aspiraba a tener el dinero suficiente para vivir bien y poder sacar adelante a sus seis hijos y tres hijas. Al estallar la guerra decidió regresar a Yabalia e Israel bombardeó su casa. Su cuerpo quedó sepultado bajo una columna y cuando lo rescataron lo enterraron en una fosa común. ¿Quién será ahora capaz de quitar las penas a sus amigos?

Mohamed Wadi

Mohamed Wadi tenía 17 años. Como todos los residentes en el norte, tuvo que decidir entre seguir las órdenes de Israel y desplazarse al sur o quedarse allí. Esta decisión partió a la familia y Mohamed optó por quedarse en su casa junto con su padre y un hermano. 

El Ejército israelí lanzó en las primeras semanas una campaña masiva para vaciar el norte y más de un millón de personas pusieron rumbo a supuestas “zonas seguras”. Desde entonces la Franja ha quedado partida en dos y no se permite el regreso a casa (o a lo que quede de ella) a quienes se dirigieron al sur.

El bloqueo israelí sobre la parte norte fue tan intenso en esos primeros momentos que desde las agencias de la ONU dieron la voz de alerta sobre el riesgo de hambruna. En ese contexto de falta de acceso a alimentos, Mohamed optó por intentar llegar al sur junto a un primo. Iban a pie y les pararon en un puesto de control. Los soldados les ordenaron continuar y entonces empezaron a sonar los disparos. Corrieron, pero Mohamed fue abatido por la espalda. No han recuperado el cuerpo. La familia piensa que los soldados lo enterraron en la playa.

Maram y Fatima

Maram Dahlan tenía 27 años y murió en un bombardeo junto a su hijo Mohamed, de un año. Su hija, Razán, sobrevivió, pero ahora nadie puede convencerla de que su madre ya no está. La pequeña Razán, de 5 años, acepta que su hermano esté en el paraíso, como le cuenta su abuelo cada día, pero no su madre. Quiere estar con ella. No hay consuelo posible.

Fatima, de 21 años, y su marido Yahia, de 26, vivían en la calle Al Nuzha de Yabalia y llevaban pocos años casados. Deseaban traer un bebé al mundo. Su única culpa en esta guerra fue vivir junto a la sede de la ONG Salam. Israel atacó el edificio de esta organización y Fatima y Yahia murieron en ese mismo bombardeo. Murieron sin cumplir su sueño de ser padres.

Siwar Abedrabbo

Siwar Abedrabbo tiene 3 años y perdió a su madre en el ramadán de 2023. Salían de una tienda de ropa cuando la mujer cayó al suelo y murió de forma repentina a causa de un infarto en Sheikh Rawan, una de las arterias comerciales de la ciudad de Gaza.

Al empezar la guerra, su padre la llevó al sur de la Franja junto a sus dos hermanos y a varios tíos. Se quedaron en el campo de refugiados de Nuseirat, donde tenían familiares que les podían acoger de manera temporal. La idea de los gazatíes era salir por un tiempo para luego regresar a sus casas. Una bomba arrasó el edificio en el que se encontraban y murieron más de treinta personas, entre ellas el padre de la pequeña. Siwar quedó huérfana y sufrió graves quemaduras en todo el cuerpo. Los servicios médicos de Gaza lograron evacuarla a Egipto, algo extraordinario, porque muy pocos heridos han logrado ser derivados a hospitales extranjeros. Los trámites son largos y ni israelíes ni egipcios ofrecen facilidades. A Siwar solo le queda su abuela en Gaza. 

Nivin Abu Oda

A Nivin Abu Oda la guerra le sorprendió en su último mes de embarazo. Tenía 34 años y era madre de tres hijos (dos niños y una niña). Tuvo que dejar su casa con la esperanza de dar con un lugar más seguro y encontró cobijo en la vivienda de un vecino. Los bombardeos se llevan mejor en compañía, compartiendo los miedos y silencios; el problema es que en Gaza no hay lugar seguro. En una de las largas noches de ataques por tierra, mar y aire, un proyectil impactó contra la casa y Nivin resultó herida de gravedad. Su marido murió en el acto y uno de sus hijos perdió un ojo. Los vecinos lograron llevarla al hospital e ingresó casi sin pulso. Los médicos lucharon por salvar la vida de la bebé que llevaba en sus entrañas y lo lograron. En mitad de la guerra, en mitad de la muerte y la explosiones, nació la pequeña Mona. Nivin pasó un mes y medio en la Unidad de Cuidados Intensivos de un hospital de Gaza hasta que la llevaron a Egipto, donde murió pasada una semana. Ahora la pequeña Mona vive con su abuela.

Eimad, Manal y Raafat

Eimad tenía 32 años. Era una persona sencilla que trabajaba en lo que le salía. Muy buena gente. Desde que empezó la guerra era enterrador. Se dedicaba a cavar tumbas en el cementerio, ayudaba a las familias a enterrar a los suyos a cambio de la voluntad. Israel atacó el cementerio, mató a Eimad y a las personas que allí esperaban para dar el último adiós a sus seres queridos.

Manal Mahallawi tenía 55 años, vivía en Skeikh Radwan y al inicio de la  guerra fue a casa de la familia de su marido en Yabalia. Sufrieron un bombardeo, pero salieron ilesos. Se refugiaron en un colegio cercano, que también fue bombardeado. Manal murió en el acto junto a un cuñado y dos sobrinos. La parte de la familia que sobrevivió se fue al sur, donde resiste ahora en una tienda de campaña.

Raafat Al Nadie, de 39 años, y su hijo Ahmed, de 4, estaban en la puerta de su casa cuando Israel atacó una mezquita próxima. Fueron aplastados por el minarete, que mató también a otros tres vecinos. El gemelo de Ahmed, Mohamed, pregunta cada día por ellos. Le explican lo sucedido y asiente, pero al rato vuelve a preguntar: “¿Dónde están mi padre y mi hermano?”

Eman y Moutaz

La historia de Eman y Moutaz es la de una pareja de recién casados con una lista interminable de planes y proyectos de futuro en sus jóvenes cabezas. En su caso no tuvieron dudas: siguieron las órdenes del Ejército israelí y el 3 de noviembre dejaron la ciudad de Gaza para buscar refugio en el sur junto a sus familias. Recogieron las pertenencias que entraban en el coche que acababan de comprar y, al mediodía, tomaron la carretera de Al Rashid para reencontrarse con los suyos. Desde el momento en el que avisaron de su salida hasta hoy, nunca más se ha sabido de ellos. No se han encontrado ni el coche ni los cuerpos. Las familias han recorrido todos los hospitales preguntando por el matrimonio. Nadie sabe nada. Piensan que los atacaron con un tipo de proyectil que calcinó los cuerpos y dejó el coche irreconocible. Han desaparecido.

Nadia Zahar

Nadia Zahar tenía 22 años y era una joven recién casada. En la familia todo era felicidad porque en septiembre nació Aziza, la primera hija del matrimonio. Al estallar la guerra tuvieron que dejar su casa y buscaron el cobijo de la familia. No tuvieron suerte. Durante los bombardeos Nadia cubría a su pequeña, de 3 semanas de vida, como si fuera un escudo capaz de frenar todas las bombas del mundo. La abrazaba con todas sus fuerzas y se ponía sobre ella con la esperanza de salvarle la vida. Una mañana, tras una larga noche de bombardeos, los equipos de rescate encontraron a Nadia muerta bajo los escombros, con la pequeña Aziza debajo de su cuerpo. 

Aziza respiraba. Aziza estaba viva. Un milagro. Ahora la pequeña vive con su tía, que amamanta como puede a su hijo, Mohamed, y a su sobrina. Nadia solo pudo disfrutar 27 días de su pequeña. 

Etidal, Abeer y Mohamed

Etidal Radwan tenía 68 años y era una mujer soltera. Vivía sola en una casa grande. Tenía dos hermanos en Alemania, una hermana en Canadá y otra en Qatar. Gaza era el lugar en el que todos se juntaban, era la base. Nunca quiso emigrar, deseaba morir en su casa. No lo consiguió. Cuatro veces cambió de casa para intentar salvarse desde que empezó la guerra, hasta que una bomba la mató. En ese ataque murieron familias enteras. Su cuerpo estuvo dos semanas bajo los escombros. La reconocieron por la ropa y por esta sandalia.

Abeer Mohana tenía 49 años. Su vida era su familia. Siempre estaba pendiente de la familia. Al comienzo de la guerra fue a Deir el Balah, en el centro de Gaza, a casa de una de sus hijas, pensando que sería más seguro. Se equivocó. Un bombardeó arrasó la casa y Abeer murió junto a sus hijas Hanin y Shirin y sus nietos Hammad, Moad y Mutasim, que acababa de cumplir 11 meses.

Mohamed Lawa tenía 25 años. Al estallar la guerra se juntaron más de veinte familiares en la misma casa. Pasaban los días y tenían poca comida. Mohamed decidió ir a la rotonda de Al Kuwait a intentar recoger un saco de harina de ayuda humanitaria. A su familia no le gustaba la idea, a él tampoco, pero no tuvo más remedio. Cuando llegó a la rotonda un tanque abrió fuego y mató a 23 personas. Mohamed nunca pudo llevar harina a su casa.

Lama, Obada y Nivin

Lama, de 16 años, Obada, de 15, y Nivin, de 12, eran hermanos y muy buenos estudiantes. A Lama le fascinaba la informática, a Obada el fútbol y Nivin vivía pegada a su gemela, Leen; eran inseparables. Cuando empezaron los bombardeos, sus padres decidieron mudarse a casa de los abuelos para estar todos juntos y tener más espacio que en su apartamento. Sin saberlo, allí les esperaba la muerte. Lama, Obada y Nivin murieron junto a otros nueve miembros de la familia. Una tragedia de las que no aparecen en los medios y que comparten miles de familias anónimas en la Franja. La pequeña Leen no puede ahora acostumbrarse a una vida sin su gemela.

Eman y Ali

Eman Abdelaal tenía 52 años. Su casa fue bombardeada durante los primeros días de ofensiva israelí, pero la familia sobrevivió. Eman se llevó la peor parte porque quedó paralizada. La familia se dividió en varias casas de parientes y Ahmed, uno de sus hijos, desapareció en medio de los cambios. Otro hijo, Salah, salió en busca del hermano y un francotirador le metió dos balas en la espalda y le hirió de gravedad. Eman no pudo aguantarlo y murió de pena. Justo antes de fallecer, cuando ya no lo esperaba, se abrió la puerta de la casa y apareció Ahmed, el hijo desaparecido que tuvo al menos la oportunidad de decir adiós a su madre. 

Ali Altrashawi tenía 20 años y estudiaba Informática. El 7 de noviembre su madre estaba aterrorizada y le pidió que la llevara a la zona de Zeitun, en la ciudad de Gaza. Ali acompañó a su madre, se despidió de ella y puso de nuevo rumbo de vuelta a casa. Desde entonces nadie ha tenido noticias de él. Lo buscan y rebuscan y preguntan en hospitales, a la Media Luna Roja… nadie sabie nada de Ali.

Jebril Jonid

Jebril Jonid tenía 52 años y todos recuerdan su voz dulce. No era imán, pero cada vez que entraba en la mezquita del barrio le pedían que hiciera el papel de imán porque era capaz de arrancarte las lágrimas con su forma de recitar el Corán. Única. Vivía en una casa grande y cuando estalló la guerra acogió allí a muchos familiares. Un día cualquiera estaban sentados en el salón principal junto a unas treinta personas cuando, de pronto, entró un dron kamikaze por la ventana y explotó. Jebril y su mujer murieron a causa de las heridas que sufrieron. El silencio es enorme en el barrio, donde esta guerra les ha robado la mezquita, reducida a escombros, y esa voz que tantas veces les hizo llorar de emoción durante las oraciones. 

Yihad y Yaaqub

Yihad Amreen tenía 34 años. Estaba casado y era padre de dos niñas de uno y tres años. Llegaron a una casa de la familia cercana al hospital Al Shifa, en la ciudad de Gaza. Era muy educado y tímido. La casa estaba bien y no había soldados cerca. Cuando acomodó a su madre, esposa e hijas, salió a buscar comida. Nunca lo volvieron a ver con vida.

Yaaqub Nabhan tenía 43 años y era dueño de una fontanería. Cuando empezó la guerra escapó de su casa por los bombardeos y la familia se dividió. Su mujer y tres hijos se fueron al sur, él se quedó en Yabalia. Se movió a casa de unos primos y allí murió tras un bombardeo junto a otros dos parientes.

Era el único de seis hermanos que trabajaba, el único que podía ayudar a sus padres ancianos. Su hija dice ahora que tiene el corazón dividido entre el cementerio, donde descansa su padre, y el sur, donde están su madre y el resto de hermanos.

El asesinato de tres turistas catalanes en un atentado que también arrebató la vida a tres afganos ha abierto el debate sobre si es ético viajar a países sometidos por regímenes  atroces como el talibán. En redes, hay quienes tras publicar sus condolencias, rápidamente han cuestionado a las víctimas por ir a un lugar peligroso como Afganistán; otros, las han acusado de blanquear a los talibanes o de financiar una teocracia que, efectivamente, mantiene un apartheid contra las mujeres y que se ha convertido en el único país del mundo que prohíbe estudiar a las niñas mayores de 12 años. Todo esto ocurre en España, donde el desinterés por naciones como Afganistán explica la falta de repercusión de las recientes inundaciones en las que murieron, al menos, 400 personas y dejaron desaparecidas a más de 1.600. El mismo país miembro de una Unión Europea que lleva una década encerrando en las islas griegas a la mayoría de las familias afganas que llegan allí huyendo de la violencia de su país. Es en este contexto en el que muchos dan por sentada la inconsciencia o la irresponsabilidad de unas personas que han decidido viajar a un país tan estigmatizado y aislado como Afganistán, en lugar de, por ejemplo, practicar deportes de riesgo —algo aceptado socialmente— o de elegir otros destinos tan normalizados y poco democráticos como Emiratos Árabes Unidos. Quizá toque revisar algunos prejuicios. 

Sabemos que desde su vuelta al poder en agosto de 2021, el Gobierno talibán ha establecido una política de relativa apertura a la prensa extranjera y a los turistas con el objetivo de lavar su imagen exterior y contrarrestar el bloqueo financiero y las sanciones económicas con las que la comunidad internacional intenta debilitarlo. Desde entonces, agencias especializadas en viajes a países en conflictos, Estados fallidos o dictaduras como Libia, Yemen, Irak o Siria han incluido en su oferta tours por varias ciudades afganas. El coste de nueve días en el Emirato Islámico de Afganistán —así llaman los talibanes a su régimen— ronda los 3.000 euros. Una cuantía que no incluye los vuelos internacionales necesarios para llegar hasta allí ni un seguro que, para un destino de esas características, implica un coste adicional si incluye cobertura médica básica, el traslado al país de origen si la persona resultase herida o la repatriación de su cadáver. 

A su vez, aunque los talibanes ya no cometen atentados de forma continua porque están en el poder, siguen siendo uno de los grupos con una ideología más violenta y retrógrada del mundo. Y Afganistán continúa siendo un país carcomido por la violencia, en el que cada vez son más habituales los atentados del Estado Islámico de Jorasán (ISIS-K), el grupo que reivindicó el ataque de Bamiyán y el que tuvo lugar en marzo en la sala de conciertos de Moscú. Solo este fin de semana, a la vez que conocíamos el asesinato de los tres catalanes y de sus acompañantes afganos, varios hombres armados disparaban contra quienes custodiaban un puesto de control en las inmediaciones del aeropuerto de Kabul. Y desde la toma de los talibanes de las instituciones, ISIS-K también ha llevado a cabo otros ataques contra intereses extranjeros, como un atentado contra la embajada rusa en Kabul en septiembre de 2022 y otro contra un hotel, también en la capital, que causó heridas a cinco ciudadanos chinos. El grupo yihadista está intentando boicotear lo que el régimen talibán prometió al pueblo afgano y al mundo desde su regreso al poder en 2021: que la seguridad reinaría en el país. 

Una vez que se tienen claros todos estos aspectos, a priori, no parece recriminable que haya quienes se interesen por conocer al pueblo afgano pese a todos los temores y estereotipos que se han levantado a su alrededor. Por supuesto, siempre y cuando lo hagan tras haberse informado sobre su contexto social y político, sobre las condiciones de seguridad y asegurándose de que con su presencia no están poniendo en riesgo a la población local. Viajar a un país oprimido por una sangrienta teocracia como es el régimen talibán entraña una responsabilidad adicional a las que debería contemplar cualquier viajero o viajera: contrarrestar cualquier intento de lavado de imagen de la dictadura a la vuelta de la expedición, ya sea a través de las publicaciones en redes sociales o de las conversaciones con el entorno. Y, por supuesto, no caer en ningún tipo de glamurización del Estado totalitario ni vender Afganistán como una aventura exótica y excitante.

Si se cumplen estos requisitos, propios del sentido común y de la responsabilidad, el hecho de que pueblos tan incomunicados como el afgano reciban visitantes es una manera de mantener un hilo de conexión con el resto del mundo, de mostrarles que fuera de sus fronteras hay quienes se siguen interesando por su existencia, por su estilo de vida, por su entorno y por su acervo cultural.

Ojalá fuese la población afgana la beneficiaria de los miles de euros que cuestan estos tours, o que al menos sirvieran para paliar mínimamente las consecuencias de la grave crisis humanitaria que sufre uno de los países con el PIB per cápita más bajo del mundo: 375 euros en 2021, según datos del Banco Mundial. Pero, como suele ocurrir en el sector turístico, la mayor parte de las ganancias se reparten entre las autoridades –en este caso, el régimen talibán– y los intermediarios de las agencias. Y claro que entre los viajeros siempre habrá inconscientes que no se informan sobre los riesgos que asumen al visitar Afganistán e irresponsables que presentarán a los talibanes como unos campechanos afganos más. Pero dar por sentado, sin pruebas, que ese es el perfil de la mayoría de quienes contratan estos servicios responde a prejuicios sobre quiénes pueden viajar a determinados lugares y de cierto esnobismo por parte de quienes le niegan su misma inteligencia o conocimientos a los demás.

Recordemos que fue el turismo el que durante la dictadura franquista mostró a una parte de la sociedad española que en la mayoría de los países europeos las mujeres gozaban de una libertad que aquí era pecado y delito. Y hoy, por ejemplo, el turismo es la única ventana al mundo que conserva la ciudadanía de Corea del Norte. Quienes hemos viajado al que se considera el país más hermético del mundo, ya sea como periodistas o turistas, lo hemos hecho en condiciones muy parecidas a las de los españoles que sufrieron el atentado en Bamiyán —sencillamente, porque no hay otra vía—. La estancia de una semana en la república asiática cuesta unos 2.500 euros. Al menos dos guías del régimen te acompañan permanentemente. Solo se puede hablar con quienes ellos han concertado, previamente, un encuentro —por supuesto, controlado hasta el más mínimo detalle—. Solo está permitido comer en los restaurantes y dormir en los hoteles que el régimen te asigna. No se puede caminar por la calle, salvo excepciones. Todos los traslados se hacen en coche y por un recorrido en el que unos muros impiden ver qué hay más allá de las fachadas niqueladas. Y aun así, si se puede asumir la cuantía, merece la pena. Porque aunque todas las dictaduras intentan lucrarse con el turismo a la vez que ocultan su atroz represión, los periodistas sabemos bien que solo estando en el lugar se pueden atisbar otras realidades, desmontar estereotipos, reconocer semejanzas y afinidades, cruzar miradas de complicidad y, a veces, hasta mantener alguna breve conversación con un mínimo de libertad.

Es obvio que viajar a Afganistán acarrea unos riesgos mayores que visitar la dictadura de Kim Jong-un. Y, sin embargo, una de las agencias que organizan viajes a la tiranía islámica sostiene en su web que “ahora que ya se han ido los estadounidenses y que el ejército afgano ya no lucha contra los talibanes, el país es seguro por fin, desde el punto de vista turístico”.

Es escrutando a algunas de estas empresas —y aquí tampoco sería justa la generalización absoluta—, en lugar de a las víctimas, donde surgen las preguntas clave. Agencias que, por cierto, también anuncian tours por Libia o Yemen, países arrasados por la guerra y para los que, por ejemplo, resulta prácticamente imposible conseguir un visado de periodista. ¿Cómo logran estos permisos? ¿Informan detalladamente a sus clientes de los riesgos que asumen?¿Cómo es su relación con los regímenes criminales con los que trabajan? ¿Qué imagen trasladan de esos gobiernos en su publicidad e informaciones públicas? ¿Contratan seguros capaces de asumir los costes millonarios de los imprevistos y accidentes que pueden surgir en el terreno? Tras el atentado de Bamiyán me puse en contacto con el responsable de una de las compañías que organizan recorridos por todos estos países, incluido Afganistán. Declinó dar explicaciones por estar “muy ocupado recopilando información de todo lo que ha pasado”.

Como siempre, tras la noticia, llega el momento del periodismo. Y para responder a estas cuestiones no sirve de nada cuestionar a las víctimas: necesitamos entender cómo funciona un negocio que para conseguir un fin que puede ser loable, como viajar a territorios aislados y conectar a poblaciones alejadas, necesita de la cooperación de gobiernos criminales. Y para comprobar si estas agencias están siendo responsables es fundamental que sean transparentes y estén abiertas a rendir cuentas.

Con dictaduras atroces como la de los talibanes, en las que no se contempla el respeto de los derechos humanos más elementales, todas las medidas o soluciones políticas que se puedan proponer desde fuera son malas o peores. ¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Quizá deberíamos explorar también la responsabilidad que tienen Estados Unidos y sus aliados, que han abandonado al pueblo afgano tras dos décadas de una invasión que terminó en el punto de partida.

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