Mientras los líderes del mundo claudican ante Donald Trump, algunos arrastrándose sin dignidad ni rubor, en un lejano país acostumbrado a los emperadores la estrategia es justo la contraria. Xi Jinping está dispuesto a aguantar el envite y responder a cada bravuconada del presidente estadounidense con la misma medicina.
“Nuestra posición respecto a una guerra arancelaria es clara: no la queremos, pero no la tememos”, dijo un portavoz del Ministerio de Comercio chino como respuesta al anuncio de Trump de una subida de tarifas del 100% la semana pasada. Washington ha reanudado la guerra comercial al acusar a Pekín de poner trabas a la exportación de minerales de tierras raras.
Pero los tiempos en los que China temía a Estados Unidos, en lo militar o lo económico, han quedado atrás. Los complejos del pasado han dado pie a un nacionalismo orgulloso y la determinación de no dejarse intimidar. Xi no cree que haya ninguna razón para ceder ante Trump, menos aún para emular a los líderes europeos y su humillante rendición en las negociaciones comerciales en septiembre.
Los dirigentes del país comunista más capitalista del mundo se enfrentan a numerosos problemas domésticos, pero exigen ser tratados con el respeto de una potencia mundial. Tienen razones para hacerlo. Su país es la segunda economía del mundo, lidera sectores tecnológicos claves para el futuro, desde la movilidad eléctrica a la energía renovable, ha reforzado sus alianzas internacionales desde Latinoamérica a África y ha modernizado su Ejército hasta preocupar seriamente a los generales estadounidenses.
La manera en la que China está respondiendo a Trump, dejándole claro que solo negociará en igualdad, lleva implícito un mensaje que va más allá de la batalla comercial. Con Rusia debilitada y Europa sumida en la irrelevancia geopolítica, Pekín se ve como la única superpotencia alternativa a Estados Unidos. Detrás de la determinación de igualar el tablero hay razones económicas, pero sobre todo una que jamás abandona la mente del liderazgo chino: Taiwán.
La gran aspiración del presidente chino es completar su política de “una sola China”, la unificación de los pueblos chinos. Doblegada Hong Kong con una ola de represión, Taiwán es la pieza que falta. El único obstáculo en su camino es Washington y la duda sobre qué haría Trump en caso de que Xi intentará tomar la antigua isla de Formosa por la fuerza. El régimen chino está convencido de que, cuanta mayor fortaleza muestre, más evidente será para Washington la futilidad de proteger Taiwán.
Xi parece haber tomado la medida a un Trump, que recula constantemente con China y el domingo volvió a mostrarse conciliador con el “altamente respetado” líder chino. La estrategia de no caer en ridículas alabanzas, mantener el pulso y responder con la misma moneda parece funcionar para Pekín. Y envía un mensaje a quienes, como la Unión Europea, han cedido sin presentar batalla: cuando le das el bocadillo al bully en el patio del colegio, siempre vuelve a por más. Si le devuelves el golpe, es posible que te deje en paz.