África subsahariana: democratización a pesar de todo

Repaso de los cambios políticos en varios países africanos en el último año

África subsahariana: democratización a pesar de todo
Jerome Delay / AP

Este artículo forma parte del Anuario Internacional CIDOB 2018, que se puede consultar aquí.

Desde inicios de la década de 1990, África se incorporó a la llamada “tercera ola” de democratización. Buena parte de los sistemas de partido único que hasta ese momento caracterizaban la escena política africana se convirtieron en pocos años en sistemas multipartidistas, dando paso a una pluralidad política que había ido desapareciendo paulatinamente en la mayoría de países del continente desde la década de 1970. La década de 1990 recreó así un momento de afro-optimismo: se desplomaba el régimen del apartheid, los derechos humanos y el desarrollo se situaban en el centro de todas las agendas y la celebración de elecciones se generalizaba en el conjunto del territorio africano.

En un continente tan vasto y complejo es imposible determinar si la democracia ha arraigado de forma generalizada desde entonces o si bien las elecciones son, en la mayoría de casos, una carcasa que esconde múltiples déficits y problemas. Parece mucho más adecuado entender el rumbo del continente en este ámbito desde la existencia de diversos procesos y escenarios. Según los principales indicadores internacionales en materia de gobernabilidad y democratización (especialmente el de Freedom House, el Índice de la Fundación Mo Ibrahim, o el elaborado por la revista The Economist), las democracias en el continente africano parecen caminar en al menos tres direcciones. En primer lugar, países como Botsuana, Mauricio, Seychelles, Cabo Verde, Namibia o Ghana son, según estos indicadores, contextos en los que la democracia funciona de forma más que razonable: existe pluralidad democrática, división de poderes, se producen relevos en el poder político y se respeta la mayoría de libertades y derechos fundamentales. En contraposición a este grupo, existe una serie de países en los que la democracia simplemente no ha arraigado, a pesar de que en algunos de ellos se celebren incluso, de manera regular, elecciones. Somalia, Sudán del Sur, Eritrea, República Centroafricana, Sudán, Chad o Guinea Ecuatorial integran este vagón de cola. En medio de estas dos realidades cabe situar al resto de países de la región subsahariana, caracterizados por avances y retrocesos en los diferentes ámbitos en los que se mide la democratización.

Los últimos años dejan la sensación de que son muchos más los retrocesos que los avances y de que un grueso de las realidades políticas africanas podrían atravesar una cierta involución democrática. Las protestas sociales ante el intento de perpetuación de numerosos líderes en el poder, la represión de los grupos opositores y de organizaciones de la sociedad civil y de movimientos sociales, o las tensiones políticas y electorales que han registrado algunos contextos, dan cuenta de una coyuntura política y social compleja.

Simpatizantes del candidato presidencial Faustin Archange Touadera en una manifestación en las calles de Bangui. Jerome Delay / AP

Los límites de la “electoralización” de África

Las elecciones democráticas se han convertido en un rasgo característico de cualquier realidad africana. Solo en 2018, veinte países celebran elecciones presidenciales o parlamentarias en el continente. En 2017 lo hicieron otros catorce, y en 2016 fueron más de veinte. Las elecciones son una buena noticia para el continente. Numerosos actores sociales y políticos que tenían vetada su participación en los sistemas de partido único son desde hace ya más de dos décadas actores habituales en la escena política.

No obstante, en algunos contextos la contienda electoral sigue siendo interpretada por los partidos políticos de base etnoterritorial como un juego de suma cero. Acceder al poder es crucial para aquel partido y para aquella comunidad que a priori representa. Muchos partidos en el contexto poscolonial, a pesar de nacer con una vocación nacional, se fueron inclinando poco a poco por representar a aquellos grupos de los cuales podía derivar una mayor legitimidad y apoyo. Esto es algo hábilmente instrumentalizado por algunos dirigentes políticos que, llegada la disputa electoral, suelen usar discursos que apelan a la diferencia y a los agravios entre comunidades.

Kenia es uno de los países donde se ha dado este fenómeno. Las históricas elecciones en 2007 dejaron más de un millar de víctimas mortales y los comicios en 2017 alcanzaron también un elevadísimo nivel de tensión y de enfrentamiento con los mismos protagonistas: el actual presidente Uhuru Kenyatta (en 2007, primer ministro) y el eterno opositor de los últimos años, Raila Odinga. En agosto de 2017, Kenyatta volvió a ganar las elecciones con un 54% de los sufragios, resultados que fueron impugnados por Odinga ante el Tribunal Supremo, que accedió a repetir las elecciones en el mes de octubre. Odinga desestimó esta posibilidad por considerar que no existían todavía las condiciones para unas elecciones transparentes en el país, hecho que llevó a que durante varios meses la excolonia británica tuviera a dos presidentes, uno elegido formalmente y otro de manera informal.

Simpatizantes del presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, durante su ceremonia de toma de posesión en noviembre de 2017. Ben Curtis / AP

En Liberia y Sierra Leona las tensiones electorales también han sido considerables, pero los comicios han propiciado un cambio político. El opositor liberiano George Weah ganó con el 60% de los votos en la segunda vuelta de las elecciones celebradas a finales de 2017, mientras que en Sierra Leona, el también opositor Sierra Leone People’s Party (SLPP), liderado por Julius Maada Bio, se hizo con la presidencia en abril de 2018, tras más de una década de gobierno del All People’s Congress (APC).

Sudán del Sur, Malí, República Democrática del Congo, Camerún, Togo, Zimbabue o Madagascar son los lugares en los que la celebración de comicios también puede exhibir esta ambivalencia: las elecciones como momento desestabilizador o, en ocasiones, como palanca de de cambio.

¿Retroceso democrático desde la “tercera ola”?

La celebración de elecciones ha dificultado la intención de algunos líderes de perpetuarse en el poder, hecho que caracterizó a la política africana en la década de 1970 y 1980. No obstante, en los últimos años algunos dirigentes han intentado modificar la Constitución de su país, en la mayoría de casos para ampliar los mandatos presidenciales y avalar su participación en unos nuevos comicios. Este hecho ha generado, a veces, una gran movilización social y ha conllevado fuertes tensiones y disturbios, así como una considerable presión regional e internacional. En algunos casos las reformas constitucionales han sido frenadas, si bien otros contextos —teóricamente multipartidistas— parecen más encaminados a convertirse en regímenes dominados permanentemente por un solo partido.

Es el caso de Joseph Kabila en la República Democrática del Congo. En el poder desde 2001, el dirigente congoleño debía abandonar el cargo en 2016. Sin embargo, los comicios fueron postergados en diversas ocasiones, en medio de fuertes protestas y de un gran clima de tensión política y social. Las presiones internas y regionales han llevado a que Kabila convoque formalmente elecciones en diciembre de 2018 sin su presencia (si bien con la de uno de sus delfines políticos). No obstante, la espiral de inestabilidad política parece garantizada en un país en el que otros conflictos violentos siguen más que latentes.

Kabila llega a un colegio electoral en Kinshasa en las elecciones de 2011. Kyodo vía AP

Ruanda, Burundi y la República del Congo son casos que apuntan en la misma dirección. En Ruanda, Paul Kagame, presidente del país desde 2000, fue elegido en agosto de 2017 para un tercer mandato de siete años con casi el 99% de los votos, y tras un polémico referéndum en 2015 que modificaba la Constitución para posibilitar su participación en unos nuevos comicios. Por su parte, Pierre Nkurunziza en Burundi revalidó su cargo por tercera vez en 2015, tras fuertes protestas sociales que fueron reprimidas y tras un intento de golpe de Estado que fracasó. En la República del Congo, Denis Sassou Nguesso ha monopolizado la vida política del país prácticamente desde finales de la década de 1970. En un contexto ya multipartidista, Nguesso siguió la misma dinámica que sus homólogos burundés y ruandés: referéndum en 2015 impugnado por la oposición que le habilitaba para un tercer mandato y victoria electoral en 2016 en medio de protestas y de tensiones sociales.

Otros dos casos significativos son el de Yoweri Museveni en Uganda, en la presidencia desde 1986, y el de Omar al Bashir en Sudán, desde 1989. Si bien ambos regímenes se declaran multipartidistas y han celebrado elecciones de forma periódica, se caracterizan por ser lugares en los que la oposición interna, así como una parte de la comunidad internacional, han denunciado graves irregularidades en la organización de los comicios. La posibilidad de un traspaso del poder a día de hoy parece remoto. Gabón, Camerún —que acaba de celebrar elecciones— o Guinea Ecuatorial son otros tres casos en los que las históricas élites locales es improbable que cedan a un verdadero juego democrático que pueda poner en peligro su poder.

Todos estos contextos parecen indicar una tendencia: la arquitectura democrática está siendo crecientemente instrumentalizada para impulsar muchas veces agendas políticas partidistas y personales, en detrimento de derechos fundamentales. Una parte de África que se declara multipartidista no es sino la carcasa de regímenes que vuelven a reproducir las dinámicas de los sistemas de partido único.

El presidente de Gabón, Alí Bongo Ondimba, durante su toma de posesión en septiembre de 2016. Jeremi Mba / AP

¿La política africana vigilada?

Existen, sin embargo, otros contextos en los que las movilizaciones sociales han tomado un cariz extraordinario. Son lugares donde las dinámicas anteriormente mencionadas se reproducen —intento de perpetuación de los partidos y dirigentes en el poder, represión de la oposición, retroceso en derechos civiles y fundamentales, etc.—, pero en los que una ciudadanía organizada ha logrado detener, al menos por el momento, el intento de perpetuación de sus respectivos mandatarios.

Los casos más paradigmáticos son, sin duda, el de Senegal en 2012 y el de Burkina Faso en 2014. En ambos casos, la articulación de movimientos que apelaban a una regeneración democrática del país y que utilizaban las movilizaciones en las calles y su organización a través de redes sociales han sido elementos que han caracterizado las protestas. Ello puede estar indicando que una población más formada, organizada, conectada y cada vez más urbana aspira a fiscalizar la acción política y a exigir una mayor rendición de cuentas a los responsables políticos. Tanto en el caso senegalés como burkinés, los movimientos sociales que lideraron las movilizaciones sociales (Y’en marre en Senegal y Le Balai Citoyen en Burkina Faso) se han erigido en colectivos que, por el momento, han optado por no convertirse en movimientos políticos que participen del tablero institucional, sino en actores sociales que pretenden impulsar un cambio no solo político sino también cultural y de valores en sus respectivas sociedades.

Estos casos no son una excepción en el continente. La ola de protestas sociales que recorre todo el territorio africano da cuenta de la emergencia de un sujeto social que podría ser clave como parapeto a las aspiraciones de perpetuación de determinados partidos y dirigentes y como palanca de profundización de la democracia. Uno de los contextos que en los últimos tiempos es especialmente destacable, en este sentido, es el de Togo, país constitucionalmente declarado desde 1992 como multipartidista pero que ha estado dominado por una misma dinastía política en las últimas décadas. Desde agosto de 2017 las protestas han ido en aumento en todo el país, demandando reformas políticas que incluyan limitaciones en el mandato presidencial y exigiendo la dimisión del actual mandatario, Faure Gnassingbé, en el poder desde 2005, cuando sustituyó a su padre, Gnassingbé Eyadéma, que había ocupado el cargo desde 1967. Las movilizaciones sociales han logrado articular un movimiento opositor más robusto y han comportado a su vez un incremento de la represión militar e incluso la decisión gubernamental de obstaculizar el uso de las redes sociales.

Este último hecho es especialmente significativo y algo ya recurrente en numerosos países, como Sudán, Uganda, Gambia, Etiopía, Zimbabue o República Democrática del Congo. Aunque todavía con una penetración inferior al 30% en el conjunto de la región subsahariana, internet se ha convertido en una herramienta incómoda para muchos dirigentes que ven cómo las redes sociales funcionan en una lógica distinta a los medios de comunicación convencionales. La acción política está hoy más vigilada no solo por una ciudadanía más articulada, sobre todo en algunos contextos, sino también por la entrada en escena de nuevas herramientas que escapan al control estatal.

Uno de los elementos también característicos en este contexto de protestas sociales ha sido el creciente papel de organismos regionales mediadores. El significativo papel que el ECOWAS desempeñó en Gambia, en este caso utilizando medidas coercitivas, ha venido acompañado de la intervención de esta y de otras organizaciones subregionales, que a través de exmandatarios o figuras de renombre han iniciado mediaciones con el objetivo de rebajar la tensión y de buscar una solución a las disputas políticas en países como República Democrática del Congo o Togo, por citar solo dos ejemplos.

Gambianos en las calles mientras tropas senegalesas toman posiciones en Banjul. Enero de 2017. Jerome Delay / AP

¿Cambio político o relevo de élites?

Todo este complejo mosaico de tendencias y derivas de la política en África ha sido complementado en los últimos tiempos por la dimisión o retirada, hasta cierto punto sorprendente en algunos casos, de dirigentes históricos y de gran relevancia. Uno de los casos más significativos, especialmente por el peso simbólico y económico del país en la región, ha sido el de Sudáfrica. En febrero de 2018, Ciryl Ramaphosa asumió la presidencia del país tras la dimisión forzada de Jacob Zuma. Ramaphosa ha llegado al cargo en medio de una crisis sin precedentes del Congreso Nacional Africano (CNA), especialmente como consecuencia de los escándalos de corrupción de Zuma y después de que el partido perdiera enclaves históricos en las últimas elecciones locales.

Las intensas manifestaciones sociales de estudiantes o de sindicalistas, que han denunciado las graves condiciones socioeconómicas que afectan sobre todo a la población negra, convirtieron los últimos meses de Zuma en el poder en un calvario para él y para el propio partido, que decidió forzar el relevo. Ramaphosa ha llegado a la presidencia con el objetivo de remontar el vuelo de la economía sudafricana y responder a algunas de las crecientes demandas sociales que han llevado al país a la inestabilidad política.

Un segundo caso que merece especial atención es el de Angola, donde João Lourenço reemplazó al histórico José Eduardo Dos Santos (tras 38 años en el poder) en septiembre de 2017. Designado por Dos Santos, este exministro de Defensa y ex secretario general del Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), se hizo con la presidencia tras obtener el 60 % de los votos. El relevo está siendo significativo, sobre todo por el inesperado golpe de timón del nuevo mandatario. Aunque Lourenço debía ostentar una presidencia supervisada por su antecesor, los primeros meses de mandato parecen demostrar que está dispuesto a romper con la dinastía Dos Santos, que desde hace cuatro décadas copa los principales puestos de responsabilidad política y económica. Las decisiones del nuevo dirigente pueden ser simples gesticulaciones o bien iniciar un proceso político de notable trascendencia para la región, dada la dimensión económica de Angola.

Otro relevo histórico fue el de Robert Mugabe en Zimbabue. Lo que no había logrado en numerosas ocasiones el eterno opositor y recientemente fallecido Morgan Tsvangirai, ni las intensas protestas sociales encabezadas por el pastor Evan Mawarire en 2016 a raíz de las condiciones de vida que enfrentaba la población, lo logró el hasta entonces mano derecha de Mugabe, Emmerson Mnangagwa. En el cargo desde finales de 2017 tras una asonada militar, la llegada de Mnangagwa fue un error de cálculo de Mugabe, que apostó para su relevo por una generación de políticos vinculados a su mujer, Grace Mugabe. Esto provocó el levantamiento de todo un sector político y militar más veterano que no estaba dispuesto a desaparecer de la primera línea política del país. El nuevo mandatario contribuirá a recuperar el espacio internacional que Zimbabue había perdido con Mugabe, si bien no se pronostica que suponga un revulsivo social y político que despierte el entusiasmo y el apoyo de la ciudadanía.

Protesta contra el Gobierno en Bishoftu (región de Oromia), Etiopía. Octubre de 2016. AP

Por último, en Etiopía, a principios de 2018, otro destacado dirigente, Hailemariam Desalegn, dejaba el cargo de primer ministro, tras meses de protestas sociales y de inestabilidad política. Fue el primer mandatario que dimitió del cargo en la historia reciente del país. El nuevo primer ministro, Abiy Ahmed Alí, tiene por delante la difícil tarea de satisfacer las demandas de determinados grupos que exigen al gobierno mayor descentralización y mejoras socioeconómicas de calado. Su elección —es oromo y habla las principales lenguas de Etiopía— ya apunta en esa dirección.

Estos cuatro casos ponen de manifiesto diferentes aspectos que pueden influir en las dinámicas políticas de numerosos países africanos: los movimientos sociales y el potencial disruptor de las protestas que impulsan, el papel más que influyente que en algunos contextos sigue teniendo el ejército, así como la posible emergencia de una generación de élites políticas que aspira a desmarcarse de una forma determinada de entender la política.

¿Democratización o involución democrática?

La realidad política africana no es capturable en una sola imagen o en una tendencia. África camina política, social y económicamente en muchas direcciones. Mientras una parte de África parece encaminada a consolidar nuevos sistemas de partido único —ahora en un contexto de aparente multipartidismo—, otra parte del continente experimenta la movilización de su ciudadanía y su exigencia de una mayor pluralidad, transparencia y rendición de cuentas. La incertidumbre atraviesa todos estos procesos. En aquellos lugares donde parecía más improbable el relevo político, se ha producido el cambio —aunque sea nominal y esté por ver su calado—, mientras que en aquellos en los que la situación de tensión social y el nivel de enfrentamiento parecía hacer inevitable algún tipo de cambio, los dirigentes o partidos en el poder se han hecho más fuertes.

Tres aspectos parecen esenciales para entender el devenir de las democracias africanas en los próximos años. En primer lugar, el coste de la represión para aquellos dirigentes que pretendan perpetuarse en el poder parece ser cada vez más caro. Las sociedades africanas se muestran cada vez más articuladas y con mayor capacidad para exigir cambios políticos y mejoras en los diferentes ámbitos de la vida. Según el politólogo británico, Nic Cheeseman, referencia en el análisis de la evolución de las democracias en África, solo aquellos países que tienen importantes recursos naturales, que parten de una profunda fragilidad institucional y que gozan de importantes apoyos regionales o internacionales son los que han demostrado tener más resistencia al cambio político.

Cola en un colegio electoral durante la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en República Centroafricana. Febrero de 2016. Jerome Delay / AP

Un segundo aspecto tiene que ver con la creciente interconexión que los movimientos de protesta y los grupos opositores tienen respecto a otras organizaciones de la sociedad civil, a nivel regional e incluso internacional, así como respecto a organismos intergubernamentales. Las organizaciones de la sociedad civil africanas están viendo robustecida su capacidad operativa a través de la utilización de las redes sociales. El activismo social está hoy más interconectado y menos aislado. Cuenta con mayor capacidad de denunciar las injusticias sociales y políticas. A nivel regional, la Unión Africana (UA) y organismos subregionales como el ECOWAS, el SADC o el IGAD llevan años impulsando un papel de mediación e intervención en muchos contextos. La voluntad de ofrecer “soluciones africanas a problemas africanos” no es un discurso retórico. En muchas ocasiones, algunas de estas organizaciones están contribuyendo a cambiar el statu quo.

En un continente que atraviesa dos grandes transformaciones en paralelo —la demográfica y la urbana—, la democratización no puede estar desvinculada de la mejora de los derechos sociales y económicos. El histórico crecimiento económico que el continente ha registrado en los últimos años no ha conllevado una mejora sustancial de las condiciones de vida del grueso de los ciudadanos. Es más: algunos países africanos han empezado a registrar un deterioro preocupante en los índices que miden la desigualdad social. Más allá del funcionamiento correcto de los instrumentos formales que componen la democracia, un crecimiento inclusivo y sostenible debe ser la punta de lanza de cualquier horizonte democrático en África.

Los 5 protagonistas de África subsahariana

Robert Mugabe, ex presidente de Zimbabue

Tras 37 años en el poder, Robert Mugabe (93) se vio forzado a dimitir a finales de noviembre. El exmandatario llevaba años siendo fuertemente cuestionado por las reiteradas crisis sociales y económicas, por las denuncias de fraude electoral y por la falta generalizada de libertades. Paradójicamente, fue el ejército y un sector de su propio partido, el ZANU-PF, los que precipitaron su final. Queda por ver si lo acontecido en Zimbabue es un mero relevo de élites, o si estamos ante un episodio revulsivo, con implicaciones también para otros países africanos.

Gégé Katana Bukuru, feminista y activista congoleña contra la violencia sexual

La violencia sexual se ha convertido en un arma de guerra para las partes enfrentadas en el conflicto armado congoleño. Decenas de iniciativas locales hacen frente a esta terrible realidad. Una de ellas, galardonada con numerosos premios (en 2017 recibió el Per Anger de Suecia), es la que lidera Gégé Katana Bukuru, miembro de Solidarité des Femmes Activistes pour la Défense des Droits Humaines (SOFAD).

João Lourenço, nuevo presidente de Angola

Otro histórico presidente africano, José Eduardo Dos Santos, abandonó el poder tras 38 años en el cargo. En el mes de agosto, su delfín político y exministro de Defensa, João Lourenço (63), logró la victoria para el MPLA e inauguró una nueva etapa en Angola. Muchos consideraron que Lourenço, con Dos Santos todavía presidiendo el partido, sería una marioneta de los designios del expresidente. Sin embargo, en sus primeros meses en el Gobierno ha relevado a decenas de figuras políticas importantes, como la propia hija de Dos Santos, al frente de la petrolera estatal Sonangol. Todo ello podría suponer un importante giro en uno de los países de mayor peso del continente.

Cumbre Unión Europea-Unión Africana, quinta cumbre euro-africana desde 2000

Abiyán, la capital económica de Côte d’Ivôire, acogió en noviembre de 2017 la quinta cumbre UE-UA. El futuro de la juventud africana, las migraciones, la seguridad y la gobernanza centraron la agenda. Se adoptaron algunos compromisos en estas cuatro materias. La cumbre estuvo marcada por dos hechos importantes: la grave situación migratoria en Libia, así como por la constatación de que Europa ha perdido la centralidad en el continente en favor de algunos países emergentes.

Ellen Johnson-Sirleaf, presidenta saliente de Liberia tras doce años en el cargo

El exfutbolista George Weah es el nuevo presidente de Liberia. Los últimos comicios han representado sobre todo el final de doce años de Gobierno de Ellen Johnson-Sirleaf (80). Considerada como la primera jefa de Estado electa en África y galardonada con el Premio Nobel de la Paz en 2011, Johnson-Sirleaf deja un país políticamente más estable tras una larga década de guerra, pero con una realidad social todavía muy difícil para el grueso de la población.

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