Leila Guerriero y Ander Izagirre dialogan sobre la descripción

Un extracto de ‘En el fondo la forma’, el último número de la colección Voces 5W

Leila Guerriero y Ander Izagirre dialogan sobre la descripción
Ilustración de Cinta Fosch

Acabamos de publicar En el fondo la forma, un libro-conversación entre Ander Izagirre y Leila Guerriero que tiene como centro la escritura periodística. Es el número 7 de la colección Voces 5W, que editamos desde 2016. Si te suscribes a 5W, recibirás este libro de inmediato en casa. También puedes comprarlo por separado en nuestra tienda online o en librerías. 

Este es un extracto del libro.

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Ander Izagirre: La clave es que la descripción es una interpretación, y ahí entra la mirada. Yo voy escribiendo a un cierto ritmo y en el párrafo de la descripción me paro muchísimo, tardo horas en avanzar unas pocas líneas. Soy muy lento describiendo porque me cuesta mucho. Tengo mis notas, tengo mi material en bruto con el cual no tengo muy claro qué hacer, y creo que la clave es tener una idea de qué quieres transmitir, es decir, qué efecto quieres crear o qué imagen quieres transmitir de una persona o de un paisaje. No hacer un inventario de rasgos, sino crear una sensación. La selección de rasgos debe contribuir a esa idea central. El Cerro Rico de Potosí es un sitio amenazante. La selección que haces de los detalles debe reforzar esa idea de amenaza, más o menos sutilmente. Si una persona tiene un carácter nervioso y eléctrico, te fijas en los detalles que lo muestran. Procuro no limitarme a la descripción estática de las personas, sino que me fijo en los gestos; el gesto es también una descripción psicológica. En Potosí, la primera descripción de la niña minera es una pequeña pincelada, creo que no hay que ser demasiado exhaustivo, y describo sus ojos almendrados, el pelo negro recogido en una coleta y su manera de mirar como si siempre hubiera alguien detrás de la persona con la que está hablando. Es una forma sutil de sugerir que esa niña mira con alerta, con desconfianza. La descripción de ese gesto creo que dice mucho más sobre esa persona que la enumeración de rasgos, que te puede dejar frío. 

Leila Guerriero: En el comienzo de Opus Gelber hay una descripción del edificio en el que vive Bruno Gelber que me tomó mucho tiempo escribir. La palabra que me sirve a la hora de hacer las descripciones es “conexión”. Conectar con ese espacio, con esa primera impresión que te da un espacio. Y después, por supuesto, cotejar si esa primera impresión, a medida que vas avanzando en el reporteo, se contradice. Porque a lo mejor algo te da la sensación de ser superlujoso y luego entrás al apartamento y resulta que se está cayendo a pedazos. O al revés, creés que es una cosa más decadente y luego resulta que se revela como un sitio armonioso. Pero para mí es importante trabajar con esa conexión. Por eso a la hora de escribir me sirve mucho transcribir y revisar todo el material que tengo inmediatamente antes de ponerme a escribir. Hago una inmersión total en aquel mundo que visité. También para lograr el clima, el tono de un texto. Hablábamos del viento en Las Heras, que era una amenaza permanente. Pero eso estaba en la realidad, no es algo que yo inventé, estaba en el discurso de la gente, existía. ¿De qué manera se puede hacer que todo un libro o toda una crónica se sumerja en ese clima amenazante? Escogiendo un determinado ritmo, escogiendo determinadas palabras. Es como una especie de hilo invisible que vas tejiendo, que no es del todo perceptible por el lector. El clima se logra con la disposición de cada una de las palabras, con el ritmo de las frases. En el arranque de Opus Gelber yo quería que el espacio se viera voluptuoso, porque esa descripción viene además después de la descripción de todo el caos de la calle, del barrio de Once, donde vive Bruno. Después de eso, el contraste con el edificio señorial donde vive él tenía que notarse mucho. Y escribí: “Ocho escalones de mármol que terminan como una ola congelada al pie de dos ascensores antiguos”. Está pensado, no hay inocencia en ese texto. Hay una selección de palabras, de frases, de ritmo; trabajo mucho si quiero que el texto sea un oleaje suave, si quiero que sea un mar muy revuelto o si quiero que sea un río tranquilo. Trabajo con diccionarios de sinónimos. Hago muchas versiones de los textos, que yo diría que son más bien pulidos, no versiones completamente nuevas. Siento que estoy terminando un texto cuando empiezo a prestar atención a las preposiciones. Cuando digo: acá en esta frase he puesto tres veces la palabra “para”. O “por”. Y no puedo volver a poner “en”. Modificar una palabra te modifica toda la frase. Resulta que en la frase de arriba tuviste que poner la palabra “región”, y abajo tenés “composición”. Pero no podés tener “región” y “composición”, porque forman una rima interna horrible. Entonces tenés que cambiar algo. Esa es la orfebrería. Eso es escribir, supongo. Es la parte más adictiva de la escritura. 

Ander Izagirre: Yo disfruto mucho con eso. Es importante lo que has dicho de que el lector no se tiene que enterar de estas cosas, el lector tiene que sumergirse y no enterarse de cómo está hecho. Que no vea el andamio. Pero claro, a veces doy clases a gente que quiere escribir y modestamente explico los trucos que yo intento, los que creo que han salido bien y los que han salido regular. Con los alumnos suelo leer las tres o cuatro primeras páginas de Potosí, la entrada a la mina. Les pregunto qué cosas les llaman la atención, qué experimentan, y luego explico cómo el texto intenta conseguir esos efectos. Como lector sientes agobio, pero yo nunca digo que es un sitio agobiante. Lo que hago es elegir unas ciertas palabras agobiantes. Esta elección maniática de las palabras es clave. La palabra pegajosa es pegajosa. Te digo que en el paladar te queda un sabor a monedas de cobre, que es algo que tú puedes evocar. O el sudor, el olor… Hay momentos en el texto, dentro de la mina, en que suenan erres y eses todo el rato, erres y eses, erres y eses, rumores remotos y goteos que susurran. El líquido de las minas cae por las paredes, el sudor ácido que encharca y empapa, yo quiero que eso te suene líquido. Crear una sensación sensorial con la propia lectura es importante. Cuando uno lee quizá no se da cuenta de qué cosas están ocurriendo en el texto, pero leerlo en voz alta o entonar la longitud cambiante de las frases es muy revelador. Una manera de que un texto sea agobiante es a través del ritmo. La longitud de las frases y la arquitectura. Si quieres dar un golpe al final de un párrafo, tienes que preparar las frases para ir creando un ritmo y de repente, pum, un puñetazo. Una palabra sola. La que tu querías que resonara. Has montado una arquitectura del párrafo para rematarlo como querías. Esas son nuestras herramientas.

Leila Guerriero: Martín Caparrós hace una descripción maravillosa de la metalúrgica Acindar en su libro El Interior. Describe el sitio usando palabras que incluyen el sonido de la “che”, y realmente chisporrotean tanto como el metal que se funde en la metalúrgica. Para adjetivar a las grúas, habla de las grúas “dinosaurias”. No dice grúas enormes, dice grúas dinosaurias. Ya está, ya te hacés la idea. Todo eso, que es un párrafo largo, se podría resumir en “Acindar es la mayor metalúrgica de la Argentina”. Pero eso no te produce una sensación apabullante, como sí hace su texto. En esta novela que te mencioné recién, Buena suerte, hay un momento en que el tipo, que no describe la casa, dice: “Era como si todo ese espacio cantara”. Ya está, ya entendí todo, vi todo. Vestís una descripción con eso y ya está, relumbra. Yo sí creo, como decís, que ese trabajo con las palabras, con el ritmo, hace que en el texto suceda lo pegajoso, lo ominoso, lo inquietante. No hay que consignar. Consignar es decir: “Entrar en la mina es agobiante”. O: “Tengo miedo”. El lector no va a sentir el miedo que vos sentís ni va a sentir el agobio. Ese trabajo de orfebre con las palabras hace que lo ominoso suceda. Cuando escribí Los suicidas del fin del mundo, por ejemplo, quería lograr que el libro reflejara ese paisaje mental truculento en el que vivía esta gente, pero había dos palabras que yo no quería usar: suicidio y sangre. La palabra suicidio aparece dos veces, y solo en boca de las personas que la mencionan. La palabra sangre aparece una o dos veces. Quería extirpar del libro todo lo que fuera fácil y obvio, y mencionar suicidio y sangre todo el tiempo era lo más obvio. Eso en el libro no viene con un cartel que te avisa: “Este es un libro que no contiene las palabras tales y cuales”. No. Pero está ahí, y funciona de alguna forma. En un texto, el ritmo, el carácter, la temperatura o la textura vienen tanto del trabajo con las palabras como de ese trabajo de extirpación. Trabajar con el fuera de campo, con lo que no le mostrás al lector. No se lo ocultás: es como una amenaza fantasma. 

Ander Izagirre: Hay una cosa que tú haces en Los suicidas del fin del mundo, que es describir lo que no hay. Eso me parece una genialidad. Me gusta mucho. Si describes lo que no hay en un sitio, puedes decir muchísimo. 

Leila Guerriero: En el texto sobre el Rey de la Carne, del que hablábamos antes, hay un parrafito de tres líneas que dice algo así como que Samid no usa trajes de miles de dólares, ni tiene zapatos caros, ni tiene lancha, ni tiene una camioneta nueva, y que por cosas como esas, podría parecer un hombre modesto. No hace falta decir más. Es un pequeño movimiento. Es una frase superopinada, pero está justificada por una cantidad de cosas que observé. Puede parecer un tipo muy popular, pero es un millonario. Describir es también describir lo que no hay, como vos decís. 

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