Cuerpos en el laberinto

Tras el naufragio de Pilos, en el que murieron centenares de personas, las familias se adentraron en una maraña burocrática para identificar y enterrar a los suyos

Cuerpos en el laberinto
Ilustración de Marina O’Piriz

La mañana del 14 de junio de 2023, a Taysir Al Ghazali, un electricista sirio refugiado en el este de Alemania, lo despertó una noticia inesperada: el barco pesquero Adriana, que transportaba 750 migrantes de varias nacionalidades, entre ellos su hermano, un sobrino y tres primos, se había hundido en alta mar frente a las costas de Pilos, en Grecia. 

No habían pasado 24 horas cuando Al Ghazali, de 40 años, aterrizó en Atenas con la esperanza de que sus familiares estuvieran vivos. Decenas de personas deambulaban sin rumbo en torno a hospitales y comisarías. Entre silencios y desvíos a través de una ciudad que no conocían, recibían centenares de llamadas preguntando por la suerte de otros pasajeros del barco y llamaban sin éxito a teléfonos a los que solo respondían en griego. Gracias a los grupos de WhatsApp creados por las familias de los náufragos —muchos oriundos de la provincia de Daraa, en el sur de Siria, un lugar que comparte vínculos y un dialecto que les permite reconocerse con facilidad—, Al Ghazali conoció a Odai Al Talab, un periodista y activista sirio que había sido de los primeros en llegar para buscar a dos de sus hermanos; hiperactivo en redes sociales, se convertiría en pilar fundamental de la búsqueda. 

Juntos supieron que la Guardia Costera griega había trasladado a los supervivientes a la isla de Malakasa, al noroeste de la capital. No dudaron un segundo y llegaron hasta un campo de internamiento que ni siquiera en el contexto de una tragedia de las dimensiones del naufragio de Pilos accedió a abrir sus puertas. A gritos, a través de la alambrada, Al Ghazali localizó alguno de los supervivientes. 

—¿Has visto a mi hermano Muhammad Nur Al Ghazali? ¿Estaba con vosotros en el barco? ¿Y Shouq Al Ghazali? ¿Y Ahmad? ¿Milad? ¿Ma’moun Al Haraki?

Alguien le respondió:

—Sí. Estaban con nosotros 100%.

—¿Y qué pasó?

—Unos quince minutos antes de que volcara el barco, Shouq me dijo: “Tengo sed. Llevamos seis días sin agua. Solo nos daban agua de mar mezclada con dátiles”.

Al Ghazali no pudo contenerse. Saber que sus familiares pasaron días enteros sin beber agua lo quebró. Entre lágrimas, iba de un testigo a otro, buscando una señal, una confirmación, algo. 

Luego les preguntó: ¿los visteis después? 

—Fue de noche.

—Cuando el barco volcó, ya nadie vio a nadie.

—Todos estábamos sedientos. Cansados. 

Al Ghazali insistía con la voz rota:

—¿De verdad no vieron a ninguno de los que les mencioné? 

—Después ya no.

Solo alcanzó a decir:

—Estamos con vosotros, inshallah

Al Talab, el periodista, había tenido algo más de suerte dentro de la tragedia. Uno de sus hermanos estaba vivo. Apenas le permitieron hablar con él unos minutos antes de obligarlos a separarse. El tiempo necesario para que el superviviente confirmara que su otro hermano se había ahogado. “Ahora solo buscamos los cuerpos, nada más”, pensaron ambos, sin saber aún si estaban en el fondo del mar o de algún depósito en tierra firme. 

Mientras todo esto sucedía, en un mundo paralelo al del caos burocrático, el cadáver del hermano de Al Ghazali estaba en un cementerio en Grecia: numerado, retenido y congelado durante meses en un camión utilizado anteriormente para transportar verduras, con la refrigeración averiada y la dignidad arrebatada. 

Un sistema caótico

El naufragio de Pilos ha sido uno de los peores registrados en el Mediterráneo. Baynana y la revista 5W publicaron en 2023 un relato detallado de los hechos. El pesquero zarpó desde Libia, donde algunos de los pasajeros habían sido hacinados y torturados durante meses por las milicias locales, y se dirigía a Italia. Por el camino se agotaron el agua y la comida. Pidieron socorro. Derivaron hasta aguas griegas. Fueron vigilados e incluso fotografiados por las aeronaves de Frontex durante horas y se cruzaron con al menos un barco mercante, pero nadie los rescató. Ya transportaba cadáveres cuando volcó, durante la confusa maniobra de una patrullera griega que trató de arrastrar un barco que navegaba herido de muerte y, según algunos de los supervivientes, omitió el deber de socorro —por lo que se acaba de anunciar que serán juzgados—, mientras cientos de personas se hundían en el mar. Los días siguientes, las autoridades detallaron la dimensión del horror. El naufragio arrojó a 750 migrantes al mar: 648 personas se ahogaron, 563 sin dejar rastro alguno, y solo 104 sobrevivieron. La Guardia Costera griega recuperó 83 cadáveres; 72 pudieron ser identificados, pero 11 de los fallecidos se convirtieron en cuerpos sin nombre. Pasó más de un año hasta que esos 11 cadáveres, ya putrefactos, recibieron sepultura. Los últimos fueron enterrados tras un proceso kafkiano de largos meses y sin la presencia de sus familiares, que no pudieron ofrecerles un último adiós acorde a sus tradiciones. 

Esta investigación ha seguido el proceso desde el impacto de la noticia a la tumba y el duelo final, acompañando a familias a lo largo de una odisea que recorrieron abandonadas a su suerte. Pese a que las autoridades griegas activaron un plan de acción, ni lograron evitar el hundimiento, ni trataron a las víctimas como se espera de un Estado de derecho, miembro de la Unión Europea. Su fracaso representa cada una de las etapas que viven los familiares de quienes mueren el mar: viajes caros, muchas veces inasumibles, complejas muestras de ADN entre largos meses de espera e incertidumbre, contactos limitados, opacos y confusos con autoridades griegas, poco transparentes y carentes tanto de empatía como de coordinación alguna entre instituciones para resolver situaciones como esta, demasiado frecuentes.

En cuestión de horas los dos sirios habían pasado de buscar vivos a buscar muertos. Llegó entonces el momento de entregar muestras de ADN con la esperanza de que fuera posible cotejarlas con las de los cuerpos rescatados del mar. Lo hicieron el 17 de junio, tres días después del naufragio, en la oficina de la Guardia Costera en Malakasa. Al Ghazali recuerda los detalles propios del trauma: el edificio de color azul. O que fue el cuarto en entregar su muestra, anotar sus datos personales y escuchar que los resultados podrían tardar dos o tres meses. Pero por más que trató de darle seguimiento al proceso, no lo logró. La abogada Natassa Strachini, coordinadora legal de la oenegé Refugee Support Aegean (RSA), que trabaja en la isla de Lesbos y está familiarizada con las situaciones derivadas de la identificación de cuerpos ahogados, explica el origen del problema: “No existe un mecanismo ni un protocolo que se siga. Esto crea una situación caótica llena de improvisaciones”. 

Ilustración de Marina O´Piriz

La identificación de los cuerpos requiere un proceso largo y complejo, llamado en demasiadas ocasiones al fracaso porque carece de manual de instrucciones. La Guardia Costera recoge los cuerpos. Su primer destino es el hospital más cercano. Allí se solicita al forense que realice una autopsia para determinar la causa de la muerte. El siguiente paso es identificar el cuerpo. Cuando no es posible establecer su identidad, se inicia un procedimiento de manejo de un cadáver no identificado, arrojado a alguna cámara frigorífica en algún lugar y coordinada por la Fiscalía. Es entonces cuando se pierde el rumbo y todo se dilata durante meses. En Grecia, y por extensión en otros países de la Unión Europea, no todas las administraciones funcionan siguiendo las mismas normas ni cuentan con el personal o los recursos suficientes para situaciones imprevistas, se constata la ausencia de un liderazgo unificado y voluntad política en momentos de desastre. 

En su oficina en la división de Medicina Forense en el centro de Atenas —un organismo que depende directamente del Ministerio de Justicia—, el forense Costas Kouvaris lo resume con claridad: “Cuando muchos gallos cantan, el amanecer no llega bien”. El médico, que supervisó personalmente la autopsia de cerca de 40 cuerpos en el naufragio de Pilos, expone las debilidades de la gestión descentralizada de catástrofes como los naufragios: “La Guardia Costera es responsable, la Policía es responsable, el Ministerio es responsable, la administración local es responsable… pero ¿quién toma las decisiones? ¿Quién tiene realmente la autoridad?”

Grecia carece de una autoridad centralizada para regular el trabajo de los médicos forenses. Se estima que existen 45 profesionales distribuidos en 27 ubicaciones y que dependen de ministerios como Salud, Educación o Justicia. La fragmentación administrativa impide que sea posible ofrecer una imagen de conjunto del problema. Como ejemplo de los retos que plantea este desorden, en la isla de Lesbos la Guardia Costera asigna un número a cada cuerpo mientras que el médico forense asigna un número diferente.

Ricardo Pérez-Solero

Kouvaris explica que, en la práctica, los procedimientos cambian de isla en isla y de fiscal en fiscal. “En cada gran catástrofe seguimos un método diferente. ¡No sé por qué! Tal vez porque algunas personas tienen más poder que otras”, se lamenta, consciente de su responsabilidad. “Debemos trabajar a pesar de todos estos obstáculos y confusiones, y lo más importante de todo: cada persona debe recibir un sudario o ataúd que contenga a su verdadero familiar”.

Procedimientos que no siempre se siguen

Aunque no siempre se sigan y aunque Grecia no los haya integrado en su respuesta automática ante desastres, los protocolos existen. Desde 1984 existe el protocolo de Interpol para la Identificación de Víctimas de Desastres (DVI), de uso recomendado pero no obligatorio para casos como el del naufragio de Pilos. Jan Bikker, antropólogo forense fundador de la Iniciativa Forense para los Migrantes Desaparecidos, explica que parte de la solución consiste en unificar la recolección y el almacenamiento de la información de que se disponga: algo tan poco revolucionario como un formulario estandarizado que debe completarse para cada cadáver no identificado. Nadie duda en utilizarlo ante situaciones como accidentes aéreos, pero los profesionales lo aplican en muy raras ocasiones cuando se trata de migrantes ahogados en el mar.

“No ven el beneficio, porque es un formulario largo y lleva mucho tiempo completarlo”, dice Bikker.

Hay quienes toman fotos de los cuerpos, algo tan evidente para una identificación posterior, y quienes no lo hacen. Hay quienes introducen los datos en una base compartida y quienes no lo hacen. Por desidia, por economizar tiempo. Porque nadie se lo pide. Porque solo siguen órdenes. Esos datos, además, deben trascender las fronteras. Quizá no sucede, apunta Bikker, porque no se les transmite con claridad que hacerlo no es opcional. Solo así el sistema podría ofrecer respuestas. “Necesitamos una forma más sencilla de compartir información entre distintos países. Por ejemplo, para presentar un informe de persona desaparecida o seguir los procedimientos en los países donde vive la familia. No se trata solo de Europa, sino también de ir más allá, porque muchas familias están en Siria, Líbano o en campos de refugiados de Oriente Medio y África”. 

© Ricardo Pérez-Solero
© Ricardo Pérez-Solero

En ocasiones, el sistema logra avanzar. El forense Kouvaris confirma que el naufragio de Pilos, en el que se ahogaron los familiares de Al Ghazali y Al Talab, constituyó una excepción a la norma. En ese caso, se activó el DVI respaldado por un fiscal. Eso permitió que el protocolo de Interpol se aplicara desde el inicio y con un relativo orden. Tras inspeccionar la zona y recoger víctimas y restos, se recopilan los datos disponibles de cada persona fallecida, huellas dactilares, perfiles genéticos y características físicas peculiares como tatuajes, cicatrices o dentaduras. El objetivo es cruzarlos con los entregados por los familiares de los fallecidos para asignar las identidades a los restos humanos en un proceso transparente para las familias.

Kouvaris realizó la mitad de las autopsias de los 83 cadáveres recuperados del naufragio del barco de Pilos. Recopiló todos los datos y los entregó a la unidad DVI. Aunque cree que se hizo un buen trabajo, no quiere considerarlo un éxito.

“Fue un proceso de identificación muy bueno, hasta donde pudimos llegar. Fue destacable a pesar del retraso en la llegada de los cuerpos y de que estaban descompuestos”, dice.

El antropólogo forense Jan Bikker, que también realizó autopsias de algunos cuerpos, explica que en ese caso la presión diplomática aceleró el proceso. Señala que se realizaron autopsias completas de los cuerpos con un nivel de detalle que rara vez se ve en otros casos. Gracias a la aplicación del DVI, 72 familias pudieron enterrar a sus seres queridos de entre un total de 83 cuerpos recuperados del naufragio. 

Odai Al Talab fue uno de ellos. Recibió un correo electrónico de la unidad de identificación de cadáveres confirmando que habían hallado el cuerpo de su hermano tras la coincidencia con las muestras de ADN. Pero ni siquiera entonces sus problemas habían terminado. La burocracia griega guardaba una capa más de crueldad con la que lidiar. Le espetaron a Al Talab que debía coordinarse con la embajada del régimen sirio, algo que rechazó tajantemente. “Es imposible que contacte con el régimen sirio, responsable de que llegáramos a esta tragedia”. Al Talab decidió resolver por sí mismo las gestiones. Reservó un billete y volvió a viajar a Atenas para disponer del cuerpo. Allí se enteró a través de la oficina funeraria de que los cuerpos de las víctimas del naufragio de Pilos estaban guardados en cámaras frigoríficas en el cementerio de Schisto, en la zona de Perama, un suburbio del suroeste de Atenas situado a 12 kilómetros del centro de la ciudad. 

Marina O´Piriz

Despedidas

Después de que Al Ghazali entregara la muestra de ADN en Atenas, pasaron meses sin respuesta. Llamó, escribió, se desesperó en vano. Pensó primero que la muestra se había extraviado, luego que el proceso de identificación se había detenido. No le molestaba tanto la espera como la incertidumbre. ¿Dónde estaban los cuerpos de sus familiares? A medida que la espera y frustración aumentaban y al compartir experiencias con familias en situaciones similares, leyó, se informó, aprendió, descubrió que las pruebas de ADN del padre, la madre o un hijo resultan más fiables que la de un hermano y decidió emprender un proceso de mejora de la muestra ofrecida, en espera de que eso acelerase el proceso. No estaba solo en la intención, pero sus padres y la hija de su hermano, quienes podían ofrecer saliva de mayor calidad, estaban en Siria, donde poco podían hacer al respecto. Al Ghazali quiso enviar kits de recogida de saliva desde Alemania. Resultaba casi imposible que esos kits llegaran debido a los controles de seguridad. La única alternativa posible fue el viaje de la familia hasta Jordania para acelerar el proceso allí. No son trámites que todo el mundo pueda sortear ni cantidades de dinero con las que todos cuenten. 

Sin olvidar los largos meses de espera que añadir a los ya acumulados. Ni los miedos. Una de las madres de los desaparecidos en el naufragio se negó a dejar a sus cuatro hijos para viajar sola después de haber perdido a un hijo en el naufragio: “¿Voy a dejarlos y perderlos a todos?”. Otras familias rechazaron por completo la idea de aportar muestras porque estaban en una negación total de la tragedia; rechazaban recibir el pésame, aferrándose a la mínima esperanza de que sus hijos estuvieran vivos, a pesar de que los supervivientes habían confirmado lo contrario. 

Hasta que por fin sucedió. La determinación, la perseverancia, la paciencia y el esfuerzo culminaron en una identificación positiva gracias al ADN un año después del naufragio. Una llamada telefónica de la Cruz Roja a un hermano en Jordania anunció la localización del cuerpo y le sugirieron opciones de entierro a través de la Cruz Roja griega: cremación, llevarlo a Siria o entierro en un cementerio cristiano. Al Ghazali pensó: “No son adecuadas, porque queremos ser enterrados en un cementerio islámico”. 

Marina O’Piriz

El imán Abdel Rahim Mohamed, encargado de supervisar las inhumaciones musulmanas en Grecia, explica que los cuerpos en estos casos se gestionan bajo un “expediente de ahogados” y requieren una larga serie de coordinaciones y autorizaciones. En el caso de los sirios, la distancia, la guerra y el alto coste del entierro impiden que la mayoría de las familias tengan la posibilidad de identificar y ejerzan su derecho a despedirse de sus seres queridos. 

Tras una larga espera que estuvo a punto de terminar con la fuerza que le restase, Odai Al Talab llegó finalmente al momento más duro: hacerse cargo del cuerpo de su hermano Ryad. Atravesado por la incertidumbre, el día convenido llegó a la puerta del cementerio de Schistos, donde estaban almacenados los cuerpos. El lugar designado para la inhumación era el cementerio musulmán a las afueras de Komotini, en el noreste de Grecia, cientos de kilómetros al norte. En casos como este, el Ministerio del Interior de Grecia se coordina con el responsable de la oficina de entierros musulmanes, que siempre teme la posibilidad de que el caos burocrático emerja de nuevo para impedirlo y cualquier documento retrase el transporte desde Schistos a Komontini para el entierro. Durante las largas horas de espera a las puertas del cementerio, Al Talab decidió acercarse hasta el campo de refugiados de Malakasa y buscar consuelo junto a su otro hermano, superviviente del naufragio, que continuaba retenido. Para ellos era importante acompañarse, aunque fuera a través de una alambrada, en un momento de tanta emotividad.  

Tras horas de espera, llegó la autorización de entrada al cementerio. El proceso fue tétrico, inhumano, silencioso. Roto tan solo por la Policía griega, que pidió documentación y nombres antes de decidir arbitrariamente que solo podían entrar tres personas a la entrega de los cuerpos. Al Talab recuerda que un oficial con uniforme e insignias que denotaban capacidad de mando los insultó y humilló por diversión mientras los llevaba hacia el sótano en el que almacenan los restos antes de ser enterrados. Un lugar donde lo normal sería que los cuerpos pasaran apenas minutos, acaso horas, pero en realidad pasaban mucho más tiempo. Según Michalis Lonas, director del cementerio, la práctica habitual en Grecia estipula que los cuerpos deben ser enterrados en un plazo de cuarenta días si nadie los reclama. La situación es diferente en el caso de los migrantes: el plazo es mucho más largo porque su identificación es difícil y requiere la búsqueda de familiares y cooperación con otros países. En muchos casos, los forenses alargan lo máximo posible el tiempo que pasan los cuerpos en los contenedores frigoríficos para intentar identificarlos y entregarlos a sus familias.

Lonas explica que la recepción de un gran número de cuerpos tras la catástrofe de Pilos superó las capacidades limitadas del cementerio: “Recibimos órdenes del Ministerio de Migración y Asilo y ellos estimaron que teníamos la capacidad para recibir ese gran número de cuerpos. Fue muy difícil para nosotros aceptarlos porque el cementerio no está hecho para almacenar a tanta gente. No tenemos suficiente capacidad de refrigeración para conservar el cuerpo tal y como estaba cuando llegó”.

Lo que Odai y las otras dos familias sufrieron bajo aquellas frías luces fue el horror de la putrefacción. Los cuerpos estaban irreconocibles. Odai recuerda —con más voluntad que precisión— que sí pudo reconocer a su hermano y despedirse de él. Pero solo con la mirada. Fue imposible lavarlo como corresponde con el rito musulmán debido al estado en que se encontraba.  

Cuando, después de un año entero, llegó el momento de la entrega de los restos del hermano de Taysir Al Ghazali, Odai Al Talab no quiso que su amigo pasase por el mismo mal trago y le dio un consejo. “Es mejor no echar un último vistazo, porque la palidez del cuerpo se torna en negrura”. Al Ghazali decidió no viajar. Desde entonces le golpea con frecuencia un pensamiento doloroso: “El cuerpo de mi hermano fue enterrado sin verlo y sin justicia”.

Marina O´Piriz

*Con información adicional de Ricardo Pérez-Solero

Esta crónica se hizo con el apoyo de Journalismfund Europe

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