Los pies caminan por México, la cabeza vuela hacia todos los puntos cardinales.
Vuela la cabeza hacia el norte, hacia el río Bravo, al que Ana Sorayda se lanzó con la esperanza de que en Estados Unidos le dieran el asilo; no lo logró, la deportaron. Vuela la cabeza hacia el sur, hasta llegar a la costa de Mosquitos —con sus reservas naturales y su sistema de lagunas y ríos—, donde Jop, un líder indígena de Honduras, sobrevivió a un atentado de milagro. Vuela la cabeza un poco más hacia el sur, a Nicaragua, donde Ana dejó atrás a sus dos hijas después de que su marido fuera amenazado por las maras. (La cabeza de Ana sobrevuela también todo el camino, México entero, donde fue asaltada varias veces por hombres armados mientras viajaba en autobús con otros migrantes. Vuela tanto la cabeza de Ana, a tantos lugares de dolor, que dice que a veces se quiere suicidar). Vuela la cabeza hacia el este de Nicaragua, a Cuba, donde Yuniesky era entrenador de béisbol pero sentía que se ahogaba, y salió de la isla y se enamoró por el camino. Vuela la cabeza y atraviesa el mar del Caribe para llegar a Venezuela, donde Leonardo no podía vivir con diez dólares al mes y se largó y vio cadáveres de migrantes en la selva del Darién, en Panamá, y su cabeza se quedó un poquito allí para siempre.
Los pies se hunden en la tierra de México, pero las cabezas vuelan por la geografía del trauma, siempre más al sur, y por la supuesta geografía del sueño, siempre más al norte. Estados Unidos siempre había sido una ilusión, una promesa, a veces un engaño: algo intangible. Ahora es algo aún más incorpóreo, porque lo que llevará a Estados Unidos a Ana Sorayda, Jop, Ana, Yuniesky o Leonardo no serán los pies, sino una app; si es que lo consiguen, claro. El sueño americano ya es digital: para que Estados Unidos les conceda el asilo —técnicamente, una cita para lograr el asilo—, necesitan descargarse una aplicación en su celular, levantarse temprano para entrar con su usuario, competir con centenares de navegantes que colapsan el sistema, confiar en un algoritmo desconocido, revelar su ubicación.
¿Cómo afecta eso a sus cabezas?
Solo los caminantes tienen la respuesta.
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El protagonista de El Pozo, un cortometraje de Guillermo Arriaga, es un campesino que, junto a su mujer, está a cargo de sus nietos, porque los padres han sido fusilados en la Revolución Mexicana. Uno de los nietos cae a un pozo y pronto queda claro que, pese a los intentos de buscar ayuda, no lo podrá salvar. Para que no sufra, el abuelo acaba matándolo a disparos.
“Aquí se filmó la película del ‘POZO’”, dice un letrero rectangular negro con su recuadro blanco, como atreviéndose a emular la estética de una claqueta de cine. Está plantado junto al pozo de un rancho en las afueras de Piedras Negras, ciudad pegada a la frontera con Estados Unidos. En este punto del norte mexicano hoy se vive otra historia, pero real, una de las más importantes del siglo XXI en América Latina: la de las migraciones. Tapado por leños de madera y flanqueado por una raída silla de montar a caballo, el pozo no da agua a las decenas de personas que sobreviven en este rancho regentado por un pastor: de eso se encarga un depósito. La finca está vallada y eso hace que los migrantes se sientan protegidos de un desierto que en su soledad esconde la amenaza de grupos criminales y fuerzas de seguridad. Los árboles están deshojados. El viento crispa, enfría y persigue: hay casas o esqueletos que fueron casas, estructuras con toldos de nailon que desearían ser casas y que hacen un ruido seco y continuo al ser sacudidas, un cartel de “Prohibido prender fuego en lugares no asignados” que se tambalea. Es el decorado de una película del oeste donde los migrantes, que ya se sienten cerca del sueño americano, esperan para cruzar la frontera.
La novedad es que ahora esperan enganchados a su celular, y no para hablar con sus familiares. CBP One es el nombre de la app que los trae de cabeza. No es nueva, porque ya existía para la solicitud de visados, pero ahora el Gobierno de Estados Unidos la ha implantado para ordenar los movimientos de población en la frontera: está dirigida a los solicitantes de asilo. Su objetivo es desincentivar los cruces irregulares y que todo el mundo use este sistema. De momento lo está consiguiendo, porque los migrantes ven en un simple gesto tecnológico la posibilidad de entrar de forma legal en el país. Los solicitantes deben introducir sus datos, una copia de su pasaporte, una fotografía… y esperar a que el sistema les dé una cita para acudir a un punto concreto de la frontera en una fecha y hora concretas. El problema es que la aplicación da mensajes de error, se cuelga, funciona para unos sí y otros no.
La app es el nuevo muro. Poroso, como el real. Injusto, como el real.
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