En una estación meteorológica de un desierto que antes era mar, Amankeldi Allashov tiene un manual con 65 tipos de nubes, sus nombres y lo que significa su aparición.
—Ahora mismo la temperatura terrestre es de 1 grado centígrado. La temperatura del aire es de -3. Las nubes están a una altura de entre 600 y 800 metros y no son de las que causan lluvias. Así que no va a llover, tranquilos.
El atlas de las nubes que sujeta Amankeldi está plagado de símbolos. Estas son las nubes que están asociadas a los relámpagos, dice entusiasmado. Estas a la lluvia, se encuentran a más de mil metros de altura, detalla. Estas a las pequeñas precipitaciones —y deja el manual sobre la mesa.
Estamos en un antiguo puesto militar soviético reconvertido en la estación meteorológica de Aktumsik. La torre de comunicaciones, oxidada, tiene cien metros de altura. Los equipos modernos de medición, conectados a placas solares, se mezclan con los artilugios antiguos, que siguen allí por si los más sofisticados fallan. La humedad, en caso de emergencia o avería, se cifra en una caja con pequeños listones de madera colocada en el patio: la tecnología en su interior consiste en un termómetro y un vasito. Un poste con aspas se encarga de registrar la velocidad del viento.
En este puesto de avanzada apartado del mundanal ruido vive Amankeldi, porque es importante que reporte a las autoridades de Uzbekistán cuáles son las condiciones climatológicas —más allá de las nubes, su auténtica obsesión— en el mar de Aral, que ya no es mar debido a una de las grandes catástrofes medioambientales del último siglo. Su desaparición tiene causas bien identificadas —la construcción de canales de irrigación para el algodón y el arroz durante la era soviética—, pero el relato que hacen científicas, meteorólogos, vecinas, agricultores y pescadores está impregnado de magia. Una magia que parece contagiosa, porque ante la hecatombe ecológica, como rosas en el desierto, florecen personas, instituciones y colectivos que intentan revertir lo irreversible, o al menos camuflarlo.
Alquimia verde: ya casi no hay mar, ahora hay que salvar lo que queda… y crear lo que se pueda.
Flanqueado aún por el manual de nubes, Amankeldi coge la radio, pulsa el botón lateral del transistor —made in USA, dice el dorso, aunque la mayoría de cachivaches en la mesa son de la era soviética— y da a la central los datos del clima en las últimas tres horas.
—OK, copiado.
Amankeldi y su compañero Sharapat Abdikemalov no tienen otra forma de comunicación con el mundo. Aquí no hay señal telefónica; mucho menos cobertura de internet. Su única forma de saber lo que pasa fuera —entre la estación meteorológica y la civilización hay kilómetros y kilómetros y kilómetros de tierra yerma— es un televisor desvencijado en el que no pueden ver la Premier o la Liga, se queja Amankeldi, pero al menos sí la Bundesliga.
—Empecé a trabajar en 2019 en esta estación meteorológica. Hacemos cambio de turno cada tres meses.
La casa tiene su cocina, sus habitaciones, su calefacción que trabaja a pleno rendimiento. En el salón-dormitorio hay catres con edredones, una mesa baja con restos de comida —pan, ensalada, paté de salmón—, otra mesa cerca de la cama con un reproductor de DVD. Fiel a un gorro azul que no se quita en el interior de la casa, Amankeldi —labios carnosos, grandullón, soñador de nubes— conserva una extraña inocencia en el rostro.
—Trabajo con mi compañero, uno por la noche y el otro por el día, medimos el viento, la humedad, la temperatura…
—¿Y cómo está el tiempo? — La pregunta es obligada en una estación meteorológica.
—El tiempo está cambiando. Antes era todo más verde, había más humedad, más hierba, más lluvia, más plantas.
Habla del pasado más inmediato: hace unos años. Pero todo empezó hace más de medio siglo. El mar de Aral ya prácticamente no existe; lo ha reemplazado en buena parte el desierto de Aralkum. Él nunca pudo ver el mar en su esplendor.
—El mar de Aral tiene una profundidad media de 25 metros. Y cada año pierde un metro de profundidad.
—O sea, que puede que no le queden más de 25 años.
—Sí, claro. Y puede que le queden menos.
Junto a su manual hay un teclado blanco roído, una calculadora, un reloj, un móvil que no sirve para enviar mensajes, porque aquí no hay cobertura. Una regla, manuales de humedades, de presiones atmosféricas. Cuelga de la pared un póster con aves que supuestamente siguen por aquí, aunque no se ve ni una en varios kilómetros a la redonda. Y por todos lados: papeles y papeles y papeles con números y números y números que, como un conjuro, luchan por detener la desaparición del agua, o al menos por comprender sus mecanismos y hacer que aparezca otra forma de vida.
La desaparición del agua
Tierra yerma que se llena de chamanes. Gente extraña que intenta resucitar un mar sin agua. Kilómetros de tierra cubiertos de conchas que recuerdan que aquí hubo vida acuática: kilómetros de chocolate crujiente con almendras. Más kilómetros de suelo cuarteado, con o sin capas de hielo, según la estación; hierbajos casi rojos, amarillos, con la punta de las hojas mirando al cielo. Enormes puzles de roca, altiplanos que antes eran alfombras verdes con antílopes y donde ahora reina el silencio más absoluto, sin animales ni interrupciones; casi el espacio exterior, Marte, la nada.
En la década de 1960, el mar de Aral era el cuarto lago más grande del mundo. Ubicado en pleno desierto de Asia Central, entre las llanuras de Uzbekistán, Kazajistán y Turkmenistán, su caudal se alimentaba gracias a dos poderosos ríos, los más importantes de la región: el Amu Daria y el Sir Daria. Tenía una extensión de algo más de 68.000 kilómetros cuadrados, aproximadamente la superficie sumada de la Comunidad Valenciana y Aragón. Pero las repúblicas soviéticas centroasiáticas, pese a formar parte de la URSS, eran la periferia, el patio trasero de Moscú, que emprendió bajo Nikita Kruschev y desarrolló bajo Leonid Bréznev una mastodóntica política de irrigación del campo para conseguir sobre todo algodón, en menor medida arroz y de forma indirecta energía.
Los cambios físicos en el mar de Aral no se dejaron ver hasta la década de 1960, pero fueron tan bruscos que sorprendieron a todo el mundo. La proliferación de canales de irrigación alrededor de ambos ríos secó el mar. Era como si el ecosistema se hubiera roto de repente. A finales de la década de 1980, el mar ya se había partido en dos: el norte, que se quedó en Kazajistán; y el sur, limitado a la región uzbeka de Karakalpakistán. En la década de 2000, otra vez, se dividió en este y oeste. El mar del este ya no existe, y el del oeste está cerca de la desaparición. En total, los pequeños mares de Aral no pasan ahora de 5.000 kilómetros cuadrados: una superficie menor a la de Castellón. El mar de Aral ha perdido el 90% de su extensión. En el norte kazajo, con la construcción de presas, aún se puede incluso pescar. Pero el sur uzbeko parece difícil de recuperar.
Todo este proceso tuvo lugar en un espacio geopolítico sensible. Tras el derrumbamiento de la URSS, en Uzbekistán se instaló en el poder Islom Karímov, cuyo régimen duró hasta su muerte, en 2016. Tomó el testigo el actual presidente, Shavkat Mirziyoyev, que intentó hacer algunos equilibrios. Inició una tímida serie de reformas, pero no desmanteló del todo el régimen autocrático de Karímov. Tampoco instauró un nuevo sistema político. Sigue habiendo poco pluralismo político y dependencia de Rusia, pero hay más libertades que antes. El Gobierno de Mirziyoyev sabe que uno de los pocos motivos por los que el mundo mira a Uzbekistán, además del gas y la influencia rusa, es la evolución del ecosistema de Aral. Tiene planes para pintar de verde con arbustos este desierto. La pregunta es hasta qué punto eso sirve para algo.
Nostalgia de lo no vivido
Para la gente joven que vive cerca de este desierto, las historias de puertos y pescadores parecen ciencia ficción, cuando no un invento de los mayores. Pero mucha gente que aguanta en esta tierra recuerda los días de abundancia.
—Aquí había agua —dice Asein Qulpybaev señalando la carretera.
Lleva una chaqueta marrón. Mira a todo el mundo con respeto y cautela. Tiene ganas de hablar, pero lo hace como pidiendo permiso. Asein tiene 73 años y ojos de niño que aún quieren sorprenderse. Vivía antes en un puerto y ahora en un desierto. Lo conocemos a la altura de Tokmak, en lo que antes era la ribera occidental del mar, y viajamos en coche con él unos kilómetros más hacia el norte, hasta Uchsay, su pueblo natal. Por el camino entra en una especie de trance, de viaje al pasado, a través del cual intenta reconstruir con gestos el puerto y el mar. La desesperación anida en sus palabras. Como si intentara convencernos de que no está loco.
—Para hacer el trayecto que estamos haciendo ahora, para ir de un pueblo a otro… ¡antes se tenía que ir en barca!
Llegamos a Uchsay, una tierra polvorienta y mustia plagada de columnas de diminutos árboles del desierto. Son los aquí famosos saxaules: arbustos sin sed ni mayor belleza plantados para “reverdecer” el desierto.
—Mira, esto era el puerto. Los barcos llegaban desde Kazajistán, eran muy grandes. Algunos se llamaban “Kiev”, tenían ese tipo de nombres. Era un puerto real.
Latas, bolsas de plástico, un tendido eléctrico, nada.
—Había 30 metros de profundidad aquí. Lo sé porque la gente se veía pequeña ahí abajo. Había una bahía para transportar mercancías. Había almacenes.
Con 15 años, Asein trabajaba en este terreno hoy conquistado por excrementos, cañas, botellas de plástico, saxaules, un bidón azul. Con la desaparición del agua, tuvo que buscarse la vida y logró un empleo como conductor para una fábrica de conservas.
—Aquí los barcos traían harina, agua, azúcar… —dice Asein con nostalgia.
—¿En qué momento te diste cuenta de que el mar se secaba?
—En 1962 me fui a cumplir el servicio militar a las afueras de Moscú. Cuando volví, en 1964, ¡ya no había agua! O sea, se veía el agua pero más alejada, los barcos ya no podían navegar ni atracar aquí —dice Asein, y se da la vuelta—. Mira, yo estudiaba ahí arriba, en la colina. Había una escuela. Pues cuando volví, la habían bajado ya aquí.
Porque iban buscando el agua, porque pensaban que el agua no podía correr tanto. Pero el agua se fue y nunca volvió. Tampoco los barcos ni los pescadores.
—Me acuerdo de que aquí salaban el pescado para luego venderlo… ¡Mis hijos no se creen que aquí hubiera agua! Que aquí había un mar. Me dicen que es mentira. Nadie se cree que desapareciera tan rápido.
Asein se queda pensativo. La línea naranja del atardecer se va desdibujando y fundiendo con el negro de la noche.
—Perdón por cómo voy vestido. Vengo de trabajar.
***
A unos pocos kilómetros se halla la emblemática ciudad de Moynaq, donde estaba el principal puerto de la zona, más grande que el de Uchsay, donde Asein nació. Es el lugar de las fotografías que ha visto medio mundo. El símbolo de la tragedia. Barcos encallados en la arena. Luz difusa que sale de los adentros del desierto. Un pesquero pintado de azul, negro y rojo. Otros barcos oxidados, sin nada que ofrecer. Pintadas y grafitis, arena y arbustos.
Unas escaleras llevan desde allí al Museo de Historia Regional y del Mar de Aral, que ofrece una explicación histórica y científica sobre lo inexplicable. Tiene una exposición permanente que incluye una máquina de escribir soviética roja y blanca, y pinturas de artistas uzbekos que dan su visión sobre el mar de Aral: algunos usan el azul en los cuadros recordando el mar o imaginándose que vuelve.
***
En Moynaq vive Almaz Tobashev, que sabe más de historia que el museo, o al menos tiene más gracia a la hora de explicarlo. Hay que respetar sus 85 años, porque ha tenido tiempo para ver todo el proceso. Con su gorro azul bordado y su camisa azul a cuadros, su perilla tan perfilada que parece postiza y pegada al mentón, sus ojos pequeños casi desapareciendo como el mar de Aral, no da espacio para el diálogo: lo quiere contar todo. Se presenta y empieza a largar. Sentado en el salón de su casa, saca carnets de la URSS, de comités varios, certificados, documentación antigua, fotos, una entrevista que le hicieron en una revista uzbeka.
—He pasado toda mi vida en el mar de Aral. Mi padre era pescador y yo también lo fui durante cuatro décadas. Fui mecánico, luego jefe de máquinas, hasta que me convertí en capitán. Los rusos no sabían cómo iba el motor del barco, yo tenía 16 años y me dijeron que lo hiciera funcionar. Así fue como me quedé. Hablo un poco de ruso.
Recuerda una competición de tiro de la URSS a la que le invitaron en Ucrania, pero se queja de que la ganó y nunca le dieron la medalla. Le puede la nostalgia. Le puede el humor.
—Cuando pescaba, en un mes pasábamos por casa solo una vez. Estábamos siempre sucios, eso sí. Cuando iba a pescar me llevaba muchos libros y durante el mes me los leía todos: ficción rusa, karakalpaka, kazaja, lo que fuera. A veces leía solo fragmentos y decía: “Vale, ya sé de qué va el libro”, y lo dejaba y no leía más.
Siguió pescando durante décadas. Más allá de lo razonable.
—Antes en el mar de Aral había más de 300 pesqueros, varias fábricas de procesamiento de pescado y 12 cooperativas que trabajaban en el sector. El género salía en tren desde Kazajistán. Seguí pescando durante mucho tiempo, cada vez menos; había tanta sal que los peces ya no podían sobrevivir.
—¿Cuándo te diste cuenta de que ya no era posible pescar absolutamente nada?
—En 1998 aún pensábamos que era posible pescar, porque había lenguados, pero empezaron a salirle gusanos al pescado. Ahí ya nos dimos cuenta. Yo quizá fui el último pescador del mar de Aral en abandonar.
Es algo tan difícil de comprobar como de refutar, porque ¿quién fue el último que pescó algo, por ridículo que fuera, y lo vendió? Lo que está claro es que Almaz, terco, aguantó hasta que pudo. Cuando se acabó el negocio del mar, él se pasó a la ganadería, y otros compañeros a la agricultura. Pero rehúye del catastrofismo. No le gusta que publiquen reportajes cataclísmicos sobre su tierra.
—Me enfado cuando me preguntan por qué no me he ido. Si fuera tan terrible, no nos habríamos desarrollado. Tenemos muchas oportunidades. Yo tengo salud. ¿Cómo es posible? —Y gasta una broma en el momento más inesperado—. Porque antes había muy buen pescado. ¡Creo que mi cuerpo aún lo está usando!
Un torrente de palabras. El optimismo de Almaz es irracional. Como todo lo que envuelve a este mar cuya desaparición se ha explicado una y otra vez científicamente, pero que resulta tan difícil de asimilar por su brusquedad.
—Estoy seguro de que el mar de Aral volverá. Es imposible que todo ese agua se evaporara, creo que sigue debajo. En 30-40 años volverá el mar… Ahora tenemos agua potable, tenemos los saxaules, tenemos buenas condiciones…
Se quita el gorro. Dice que en sus mejores tiempos podía estar tres minutos bajo el agua aguantando la respiración. Dice que su primer barco se llamaba “22ª reunión del Partido Comunista” y el siguiente se llamó “Volga”. Vendió el barco como chatarra.
Le pregunto por los responsables. No se explaya. Pero hay algo que le duele.
—La URSS nombraba aquí a los productores de algodón como héroes del trabajo. Nunca eran pescadores.
Le gusta ganar, pero demasiadas veces le tocó perder.
El último negocio marino
No quedan lenguados en el mar de Aral, pero sí quistes de artemia (un género de pequeños crustáceos). En la parte uzbeka es una de las pocas actividades económicas ligadas al mar que quedan. Estos huevos latentes resisten condiciones extremas de calor y sequía. Acostumbran a habitar aguas salinas. Donde otros mueren ellos viven: así evitan ser devorados por otras especies. Pero el ser humano siempre está ahí, atento, para aprovechar su oportunidad. Los huevos de artemia de Uzbekistán tienen una gran demanda en países en la órbita centroasiática, como China, donde se usan para la acuicultura de gambas y otras especies.
—Por un saco de 35 kilos te pueden dar hasta 95 dólares, dependiendo de la calidad —dice Alí Dawletov, pescador de huevos de artemia de 20 años—. Aunque también hay que limpiarlo, separarlo de la suciedad y la arena… Eso se hace en la fábrica de procesamiento, lo hace otra gente.
Alí y su compañero Arislanbay Komekbaev, de 30 años, se ponen chaquetas de un chillón naranja en una tienda de campaña clavada en medio de la playa. Se preparan para meterse en el agua y atrapar casi el último negocio, además del gas, que se puede sacar del vientre de esta parte del mundo. A unos centenares de metros está la menguante orilla del mar de Aral.
—Antes el mar alimentaba a la gente. Pero incluso ahora, cuando la gente dice que está muriendo, nos sigue alimentando con la artemia —dice Arislanbay.
Ahora es la temporada. Entre septiembre y marzo es el momento óptimo para pescar quistes de artemia; el resto del año, Alí y Arislanbay se buscan la vida en otros lugares. Ahora viven en estas tiendas de campaña, donde duermen hacinados y se hacen un té antes de salir a cazar artemia. Tienen aparcadas al lado dos motos cuatro por cuatro para conducir por la playa desértica y arrastrar carretas donde apilar el género.
—Es una historia triste para todo el mundo —dice Alí, que se pone un mono de pesca con un estampado que parece imitar al bosque—. El mar se está secando. Estoy pisando el fondo seco del mar. No pasó en la antigüedad, pasó hace muy poco tiempo.
—Es triste, pero no podemos hacer nada —responde su compañero—. Si tuviéramos más pescado cerca de casa, no tendríamos que venir hasta aquí. Mi familia es de pescadores. Mi padre y mi abuelo me hablaban del mar, no de los barquitos de madera que se ven ahora, sino de grandes barcos de acero. Ahora todo eso parece un cuento de hadas. Solo veo el mar encogido.
Arislanbay lo repite varias veces: “cuento de hadas”. No lo dice, obviamente, en un sentido positivo. Se refiere a ese halo de misterio que detiene la tierra y el agua. Es una catástrofe medioambiental sin paliativos, pero hay en el paisaje una belleza intrigante, un silencio extraño que todo lo invade.
—El nivel del mar sigue bajando. Cada año que venimos a pescar artemia hay que colocar la tienda más adentro. Hace poco el mar estaba donde estamos ahora. Cada año se retira unos 500 metros.
Alí, Arislanbay y el resto de compañeros se acaban de vestir, meten sacos y salabardos en el remolque de las motos, oxidadas por la sal y el frío. El sol pelea con las nubes en esta mañana helada en el mar de Aral. Arrancan los vehículos todoterrenos ligeros y se dirigen hacia el mar. Las condiciones son óptimas para la pesca, porque el mar está plácido. Se meten en el agua con un salabardo y atrapan en sus mallas los ansiados quistes de artemia mezclados en la arena. Hay que mirar atentamente para darse cuenta de que el oro está ahí. El único oro que queda.
Tras la pesca, de vuelta a las tiendas de campaña, una de las motos se avería.
El plan verde
En su despacho ocre y casi vacío, Aimbetov Nagmet da la vuelta a un reloj de arena que lleva una inscripción en madera de “Salvemos Aral”. Pero no es arena lo que marca el paso del tiempo, dice. Son huevos secos de artemia.
—¡Pueden durar más de un siglo!
El exdirector del Instituto de Investigación de Ciencias Naturales de Karakalpakistán —que tiene su sede en la capital regional, Nukus— lo tiene claro: hay muchas cosas que aún valen la pena en el mar de Aral. Dice que el comercio de huevos de artemia, que también se encuentran en otros lugares como Utah, reportaría “miles de millones” si se explotara adecuadamente. También en el barro hay negocio, porque los turistas le han encontrado efectos beneficiosos para su piel. (“Mira lo que ha hecho Israel con el mar Muerto”).
Ahora que ya no ostenta el cargo, aunque siga en la institución, Nagmet se permite hablar con soltura. Tras hacer algunos comentarios sobre fútbol y fumarse un cigarrillo, expone su frustración por la cobertura mediática del mar de Aral. O lo que queda de él.
—Nos hemos hecho famosos con el mar de Aral. Es una crisis muy sonora, muy llamativa. Yo dividiría la historia reciente del mar de Aral en tres partes. La primera en la década de 1960, cuando las autoridades soviéticas no hicieron caso a los científicos, que alertaban de que el mar estaba desapareciendo. Por aquel entonces se enviaban hasta cuatro millones de toneladas de algodón al año a la URSS… Eso duró hasta la década de 1980, cuando en plena perestroika Gorbachov dijo que había que arreglar la situación y el mar llegó a ganar unas decenas de kilómetros, pero no fue suficiente. El último intento de salvar algo fue en 2017. Plantamos saxaules en el desierto. Ya hay algunas consecuencias positivas. Hay más verde. Es más probable que llueva.
Los saxaules están en boca de todo el mundo. Son la piedra filosofal de lo que luego se dio a conocer como Plan Espacio Verde (Yashil Makon), lanzado en noviembre de 2021 por el Gobierno de Uzbekistán y que reúne a varias agencias de Naciones Unidas y otros actores internacionales como el Banco Mundial o el Banco Asiático de Desarrollo.
Es raro intentar salvar un mar que ya no existe. ¿Maquillaje o preservación del medioambiente? ¿Greenwashing o ecologismo?
—¿Está perdido el mar?
—El 10% no está perdido. Esperamos que el mar siga vivo, pero sin agua. Ahora se creará un ecosistema e intentaremos proteger su biodiversidad. En vez de mar de Aral, tendremos el ecosistema de Aral.
En el mismo gran edificio, anodino, sin adornos, con aroma soviético, trabaja la actual directora del instituto, la profesora Mambetullaeva Svetlana Mirzamuratovna, que dispone de menos tiempo para preguntas porque tiene más labores que atender. Dirige un equipo de 140 personas, 40 de ellas científicas. En su despacho muestra varios libros, entre ellos uno suyo, que explican de forma obsesiva cómo se dio esa desaparición del mar de Aral.
—Tenemos siete laboratorios científicos. Estamos intentando salvar la biodiversidad. Esperemos que la situación mejore poco a poco. Hemos perdido este mar, pero ganaremos otras cosas.
Más escueta que su predecesor, la actual directora pone el acento en los “recursos biológicos naturales”, pero también en los económicos. Dibuja, eso sí, el mismo marco mental que su colega: hemos perdido el mar, ahora se trata de salvar lo que queda.
—Aquí tenemos cuatro tipos de ecosistemas: el altiplano de Ustyurt, el desierto de Aralkum, el bosque y el nuevo lecho marino, que está seco.
No es un bosque tropical, claro. Habría que pensar si merece el nombre de bosque. Pero sin ese ecosistema no se entiende un proyecto gubernamental que tiene como clave de bóveda los saxaules. Ya se han plantado más de medio millón, y el presidente Mirziyoyev se ha marcado el objetivo a corto plazo de llegar a un millón.
¿Vale la pena?
Los árboles del desierto
Saparov Altbai cree que sí vale la pena. Y es tal su devoción por los saxaules que dan ganas de darle la razón.
A las afueras de la ciudad de Moynaq, con sus barcos anclados en la arena, está el pequeño pueblo de Aral Awili, donde Altbai alberga su pequeño experimento: un jardín-laboratorio de 104 hectáreas donde se planta lo que se puede plantar en tierra yerma; sobre todo saxaules, pero también otras especies.
—Al principio teníamos 20 hectáreas. Esto era la nada. Como lo que ves al otro lado de la valla.
Al otro lado de la alambrada que rodea esta parcela solo hay tierra yerma. En este lado casi todo también es tierra yerma, pero surcada por hileras de las que nacen plantas y arbustos de forma desigual. Sucesión de carteles y sus aún débiles representantes: la en estos momentos pelirroja Ziziphus jujuba; la rosácea y casi verde, más alta, Helianthus tuberosus; Lycium barbarum; más tierra surcada.
—En los cinco años que llevamos trabajando esta tierra hemos plantado más de 30 especies de plantas —dice con orgullo.
Altbai se las conoce todas, porque es director del Centro Internacional de Innovación para la Cuenca del Mar de Aral, que depende del Ministerio de Ecología, y sabe de lo que habla. Es difícil compartir su entusiasmo con un vistazo genérico al paisaje, que es más bien feo. Pero si uno se acerca a los detalles puede entender mejor esa pasión. Conmueve observar cómo plantas y arbustos se alzan con majestuosa fragilidad, pese a hundir sus raíces en una tierra cuarteada. Alquimia verde.
—Yo soy irrigador, especialista en agua. Hay plantas que solo conocí al llegar aquí. Cada temporada se usa un tipo de semillas. Probamos muchos tipos. La idea es que la gente las plante también en su casa cuando comprobemos qué especies aguantan mejor.
Un grupo de trabajadores labra la tierra con azadas. El objetivo es plantar el bendito saxaul. Para Altbai, esto es una especie de “guardería”, porque ven cómo los arbustos crecen. Aquí también, como en la estación meteorológica del fin del mundo, cuentan con tecnología para medir la temperatura y la velocidad del tiempo. Plantar algo, lo que sea, sirve para fijar la tierra y que las tormentas de arena no sean devastadoras. También, en la línea del proyecto gubernamental, los saxaules y el resto de especies sirven como el decorado de este nuevo ecosistema. Pero la mayoría de estos pequeños árboles no dan nada.
Pasamos por una zona con unos albaricoqueros que apenas levantan unos palmos del suelo.
—Antes no había nada.
Demiurgia. Chamanismo. Magia. Le digo a Altbai que al principio no lo entendía mucho, que no veía tan claros los resultados, pero que su trabajo, al fin y al cabo, tiene algo de mágico, porque lo tiene todo en contra para intentar que crezca algo.
—Espero que el esfuerzo que estamos haciendo sea bueno para la naturaleza. Siempre intentamos darle vida. Este sitio estaba vacío, solo había basura, y con los años hemos logrado hacer este jardín. Incluso han aparecido animales que antes no estaban, como zorros o pájaros.
Miro alrededor, pero no veo ni rastro de vida animal.
Contra el victimismo
Hay gente cansada del discurso catastrofista. Gente que ha vivido aquí toda la vida, gente a la que obviamente no le gusta lo que ha pasado, pero que prefiere pasar página. Gente como Bibigul Iliasova, una costurera que rechaza con todas sus fuerzas la nostalgia.
Vive en Shege Awili, un pueblo cercano a Moynaq. Afuera hace frío, pero su casa es una caldera: Bibigul tiene la calefacción a tope en casi todas las salas. Gas es de las pocas cosas que pasan por aquí, y el Gobierno es generoso con él. También con otras cosas.
—La situación es mejor ahora que hace cinco años —dice Bibigul, que a sus 46 años ha encontrado una nueva vida—. El Gobierno nos ayuda con muchas cosas, sobre todo a las mujeres, que somos más vulnerables. Tengo una máquina de coser gracias a un programa de empleo del Gobierno. También le han dado máquinas de coser a muchas otras mujeres.
El Gobierno ha invertido en mejorar las condiciones de vida de una población que antaño dependía de la pesca. Bibigul insiste en esa idea. Responde suavemente, sin acritud ni euforia, pero defendiendo el presente con uñas y dientes.
—Antes había más tormentas de arena. Ahora no. Tenemos gas, leña y el medioambiente está mejor. Se han plantado muchos árboles.
Vive aquí con su familia. Su marido llega cuando la conversación ya está a punto de acabar. Su nieta escucha canciones de Frozen mientras hablamos en el salón entre tazas de té y buñuelos.
—Mucha gente se va en la temporada de verano y ahora viene para ver a su familia. La población es incluso mayor que antes. Cuando me casé había 231 familias en el pueblo. Ahora hay cincuenta más.
La extracción de sangre del mar de Aral
—En estos campos plantamos algodón, pero también sésamo, calabaza, pasto…
Sudadera con cremallera. Gorro oscuro. Dientes de oro. Vaqueros con un parche en la rodilla. Iniyat Maximbetov, de 46 años, llega en bicicleta a su campo. No se saca las manos de los bolsillos mientras muestra las parcelas y explica qué hace con sus cultivos. Especialmente con la estrella: el algodón.
—Empezamos plantando algodón en abril, después hay que regarlo con agua dos veces, se surca la tierra y luego se plantan las semillas. En julio limpiamos las plantas y las que han crecido demasiado las cortamos por arriba. La cosecha es entre mediados de septiembre y noviembre.
El algodón —aún— y los cereales son los principales cultivos del país. Como república soviética, Uzbekistán tenía un modelo de agricultura planificado y colectivizado. Tras su independencia, bajo el régimen de Karímov, el Estado uzbeko siguió controlando este sector. El Gobierno de Mirziyoyev ha adoptado medidas de liberalización en los últimos años, pero el papel del Estado sigue siendo primordial en la agricultura, que supone un 26% del PIB nacional y emplea a un porcentaje similar de la fuerza de trabajo.
—Tenemos un acuerdo con el Gobierno —confirma Maximbetov—. Cada año tenemos que plantar una cantidad concreta de algodón y dársela al Gobierno, que nos la paga. Lo que te dan de más lo puedes usar para modernizar la maquinaria, comprar fertilizantes…
En las afueras de Nukus, la capital provincial, se halla esta zona rural de Shortanbay, donde Maximbetov tiene una parcela con 14 hectáreas de algodón, 10 de pasto para los animales y 50 de otros cultivos. El Estado “paga mejor” que los actores privados y se lo lleva casi todo.
Los canales de drenaje y riego en estos campos de cultivo están conectados al sistema del río Amu Darya. Un río al que el ser humano extrajo casi toda su sangre, hasta que se creó un paisaje desértico.
Como demuestra la historia y bien sabe el mar de Aral, el algodón es un cultivo de gran consumo hídrico. Maximbetov lo admite y dice que cada hectárea de algodón necesita entre 7.000 y 8.000 metros cúbicos de agua durante cada cosecha. Ese sería, en realidad, el consumo más eficiente en cualquier parte del mundo. La parte baja de la horquilla. El pequeño agricultor aclara, eso sí, que por orden del Gobierno desde hace años no planta arroz, porque necesita mucha agua: una cantidad incluso mayor al algodón. Una de sus parcelas, dice, antes era de arroz.
El pequeño agricultor cruza unos tubos que dan vértigo y que sobrevuelan lo que parece un canal. Está seco.
—Traemos el agua con esta bomba —dice mientras señala una máquina oxidada—. El canal principal está a dos kilómetros.
Este reportaje forma parte del proyecto Primary Arid de RUIDO Photo