Durante muchos años he evitado, en la medida de lo posible, acudir a tanatorios. Me temo que no es una manía original: la llegada a la recepción con los números de las salas y el nombre del difunto, el gentío agolpándose frente a las puertas, ese pasen y vean del duelo. Todo resulta deprimentemente intercambiable.
Pero el padre de Ana, una amiga muy querida, murió. Una amiga de la universidad con la que me pasé media vida viajando, hablando y, en definitiva, siendo feliz. Su padre era un personaje arrollador. Aunque yo solo era la amiga de su hija mediana, me regaló momentos absolutamente delirantes que luego fui relatando a los míos, contribuyendo así a engrosar su leyenda.
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