Preventa: ‘Menú de Gaza’
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ComprarPaz es una palabra difícil de pronunciar en Palestina, porque está manoseada y a menudo no se refiere a la solución de los problemas estructurales. Pero hay un acuerdo para que las armas callen, aunque sea de forma temporal, y eso no es poco en medio de un genocidio. Aunque no sabe lo que vendrá mañana, hoy Gaza respira aliviada.
Israel y Hamás han anunciado un acuerdo sobre la primera fase del plan de 20 puntos para la Franja planteado por Donald Trump. Esta primera fase contempla un alto el fuego inmediato —que está previsto entre en vigor en cuanto el Parlamento de Israel lo apruebe, durante la jornada de hoy— y la liberación de las 20 personas israelíes que se calcula que siguen en manos de Hamás y de casi 2.000 palestinas encarceladas por Israel.
¿Qué significan estos primeros pasos? ¿Cuáles son los puntos que faltan por negociar? ¿Qué capítulo se abre en la Franja tras este anuncio, después de dos años de ofensiva israelí que ha acabado con más de 66.000 vidas?
A través de nuestras tradicionales 5W, repasamos las principales claves del acuerdo entre Israel y Hamás.
El acuerdo planteado por Trump es un marco genérico en muchos de sus puntos, pero establece la dirección por la que avanzaría la eventual construcción de la paz. El Parlamento israelí votará durante la jornada de hoy para aprobar el plan: en cuanto le dé luz verde, entrará en vigor un alto el fuego e Israel tendrá 24 horas para retirar sus tropas hasta “una línea acordada para preparar la liberación de los rehenes”. Este era uno de los puntos clave del acuerdo, y sin embargo no está claro hasta dónde llegará esa retirada técnica. En el pasado, Israel ha vuelto a desplegar sus tropas rápidamente cuando pensaba que era necesario. Pero Hamás necesita vender a su gente que ha llegado a un acuerdo suficientemente bueno, con una retirada militar visible, para no perder más legitimidad.
En el ínterin, “se suspenderán todas las operaciones militares, incluidos los bombardeos aéreos y de artillería, y las líneas de frente permanecerán congeladas hasta que se den las condiciones de una retirada completa por etapas”. A partir de entonces, Hamás liberará a los rehenes que aún permanecen en su poder, una veintena, en un plazo de 72 horas; también entregará los cuerpos de una treintena que murieron en cautiverio. El presidente estadounidense indicó que la liberación tendrá lugar “probablemente el lunes”; también anunció que tiene previsto viajar a Oriente Medio en los próximos días. En el anterior alto el fuego ya hubo bailes temporales que no son improbables en este nuevo acuerdo.
Una vez liberados todos los rehenes, Israel excarcelará a 250 presos condenados a cadena perpetua, así como a 1.700 presos políticos detenidos desde el 7 de octubre de 2023, incluidas todas las mujeres y todos los niños detenidos en este contexto. Huelga decir que estos arrestos se practican sin las garantías legales básicas, tal y como denuncian organizaciones de derechos humanos regionales e internacionales. En cuanto a los muertos, por cada israelí cuyos restos sean devueltos, Israel devolverá los restos de 15 gazatíes.
El alto el fuego y la liberación de los rehenes son la piedra angular de esta primera fase del acuerdo, pero quedan puntos clave en los que acercar posturas, y que se adivinan de difícil gestión. Uno de los principales es el desarme de Hamás: el plan de Trump supone, en la práctica, su capitulación armada, algo sobre lo que la milicia no se ha pronunciado. Israel se comprometería a no ocupar ni anexionarse Gaza, algo sobre lo que Hamás ha pedido garantías. El plan también establece que se desplegará en Gaza una Fuerza Internacional de Estabilización (FIS), que colaborará con Israel y Egipto para garantizar la seguridad de las zonas fronterizas. Este es el punto de partida, pero nadie sabe hacia dónde avanzará este proceso.
También falta por concretar la gobernanza de la Franja una vez se retire Israel. Según el plan de Trump, el control inicial estaría en manos de un comité integrado por tecnócratas palestinos y expertos de varios países. Sin Hamás. Se crearía un órgano supervisor de ese comité, la llamada “Junta de Paz”, presidida por el propio Trump y de la que también formaría parte el ex primer ministro británico Tony Blair, entre otros miembros y jefes de Estado. Tampoco está claro si esto se llevará a cabo y si Hamás aceptaría esto o algo similar con su participación.
El acuerdo no menciona en ningún momento la ocupación israelí, ni siquiera a las soluciones clásicas planteadas para el conflicto entre Israel y Palestina. Tan solo en el penúltimo punto se refiere a la autodeterminación y la “aspiración” del pueblo palestino a la creación de un Estado palestino: “A medida que Gaza vuelva a desarrollarse y progrese, y que el programa de reformas de la Autoridad Palestina se aplique fielmente, podrían reunirse por fin las condiciones para abrir una vía creíble hacia la autodeterminación y la creación de un Estado palestino, lo que reconocemos como la aspiración del pueblo palestino”, dice.
El protagonista mediático de este plan de paz es Trump. Con este acuerdo, se ha apuntado un tanto en su papel de “pacificador” mundial. Ya en su campaña electoral dijo que pretendía acabar con la guerra en Ucrania “en 24 horas” —algo que no logró— y también conseguir la paz en Oriente Medio. A nadie se le escapa que sus prisas por cerrar este acuerdo tienen que ver con su aspiración a conseguir el Nobel de la Paz, que se entrega este viernes. Que recibieran el galardón otros de sus antecesores en la Casa Blanca —como Barack Obama, al que odia— debe ser un estímulo para Trump.
Fiel aliado de Israel —bajo su mandato, Estados Unidos fue el primer país del mundo en reconocer Jerusalén como la capital israelí—, Trump presentó su plan de veinte puntos el mismo día en que se reunió con Benjamín Netanyahu en la Casa Blanca. Y también fue el propio presidente estadounidense el que anunció, de madrugada hora española, que Israel y Hamás habían aprobado “la primera fase” de su plan de paz de veinte puntos. “Esto significa que TODOS los rehenes serán liberados muy pronto, e Israel retirará sus tropas hasta una línea acordada como primer paso hacia una paz sólida, duradera y eterna”, escribió en Truth, la red social de la que es propietario.
En el segundo punto del acuerdo, Trump dice que Gaza será “reurbanizada en interés de la población de Gaza, que ya ha sufrido lo suficiente”. Hace poco más de siete meses, el líder estadounidense difundía su proyecto para, una vez arrasada la Franja, levantar allí la que llamó “Riviera de Oriente Próximo”. Mientras en el mundo real Israel continuaba bombardeando a la población civil de Gaza, Trump llegó a difundir un esperpéntico vídeo creado con Inteligencia Artificial que recreaba el proyecto de una Gaza reconvertida en un lujoso resort turístico por el que se paseaba el propio Elon Musk. Para ello, la población gazatí habría sido obligada a marcharse a los países vecinos. El acuerdo de paz de Trump, en este sentido, sostiene que “nadie será obligado a abandonar Gaza, y quienes deseen marcharse serán libres de hacerlo y de regresar”. Pero no esconde los intereses económicos del presidente estadounidense: “Se elaborará un plan de desarrollo económico de Trump, destinado a reconstruir y dinamizar Gaza”.
El acuerdo llega cuando se acaban de cumplir dos años del inicio de la actual ofensiva, iniciada tras los ataques de Hamás del 7 de octubre, que acabaron con cerca de 1.200 vidas y la captura de 251 rehenes. Tras la firma del acuerdo que, previsiblemente, llevará a la liberación de los que quedan vivos, Netanyahu emitió un comunicado en el que señaló que es “un gran día para Israel”. La liberación de los rehenes ha sido un punto central estos dos últimos años, y ha dado lugar a numerosas protestas y movilizaciones contra el Ejecutivo en el interior de Israel. En su reacción inicial, el primer ministro israelí habla en todo momento de acuerdo “para liberar los rehenes”, sin mencionar la paz.
Hamás, por su parte, celebró en un comunicado que el acuerdo “pondrá fin a la guerra en Gaza, garantizará la retirada de las fuerzas de ocupación, permitirá la entrada de ayuda humanitaria y llevará a cabo un intercambio de prisioneros”. La milicia palestina agradeció los esfuerzos de Qatar, Egipto, Turquía y el presidente Trump en esta mediación para alcanzar el acuerdo. Y, al mismo tiempo, pidió que garanticen que Israel “cumpla plenamente los términos”.
El acuerdo ha sido celebrado con júbilo en el interior de la Franja, arrasada tras dos años de intensos ataques que han dejado 66.000 muertos, prácticamente toda la población desplazada y una situación de hambruna. Está previsto que, una vez entre en vigor, Israel permita de forma inmediata la entrada de ayuda en el territorio. “Las cantidades de ayuda serán, como mínimo, las previstas en el acuerdo del 19 de enero de 2025 sobre ayuda humanitaria, incluida la rehabilitación de infraestructuras (agua, electricidad, alcantarillado), la rehabilitación de hospitales y panaderías, y la entrada del equipo necesario para retirar los escombros y abrir las carreteras”.
La distribución de la ayuda se llevará a cabo a través de Naciones Unidas y sus agencias, la Media Luna Roja y otras instituciones internacionales, “sin interferencia de ninguna de las dos partes”. La ayuda humanitaria ha sido manipulada durante toda la ofensiva por parte de Israel, que la ha usado en su estrategia bélica e incluso como instrumento de humillación a la población palestina, a través de la creación de la llamada Fundación Humanitaria de Gaza, operada por militares israelíes y mercenarios estadounidenses. El bloqueo ha sido total, la destrucción ha sido absoluta y la población gazatí ha muerto a causa del hambre y la violencia.
En verano las agencias de Naciones Unidas anunciaron que más de medio millón de personas en Gaza se enfrentaban “a una situación de hambruna, caracterizada por la inanición generalizada, la escasez extrema y las muertes evitables”. El último avance militar israelí, sobre la ciudad de Gaza, hacía temer lo peor para una Franja de Gaza convertida en un palimpsesto del dolor: destrucción sobre destrucción, desplazamiento sobre desplazamiento, muerte sobre muerte.
Es difícil valorar hasta qué punto la presión internacional y las manifestaciones y campañas activistas —como la de la Flotilla— han contribuido a que llegara este acuerdo, pero parece claro que ese grito contra el genocidio ha llegado de un modo u otro a Israel, acostumbrado a la impunidad y protegido por Estados Unidos. El problema fundamental ahora no es solo la fragilidad de este primer acuerdo o la dificultad de aplicar los primeros pasos, sino el medio y plazo. El anterior alto el fuego ya demostró que Israel está dispuesto a reiniciar la ofensiva cuando sea necesario o cuando la situación responda a sus intereses.
¿Y qué decir del largo plazo? Cuando los focos dejan de alumbrar a la región, Israel se verá con las manos libres para actuar como le plazca. Y el escenario clave en ese contexto ya no es tanto Gaza, sino Cisjordania, donde la ocupación israelí avanza a marchas forzadas. Hasta que no se aborden los temas fundamentales que están sobre la mesa desde hace décadas —la ocupación, el regreso de los refugiados palestinos…— no se podrá abordar alguna solución real como la creación de un Estado palestino, aunque cada vez más voces que apuestan por la paz creen que esa hora ya pasó, que es demasiado tarde.
Pero ahora cuesta mucho pensar en el largo plazo. El presente más inmediato manda en medio del exterminio. Gaza respira. Poco después del anuncio del acuerdo, las redes sociales se llenaban de mensajes de esperanza. “El genocidio ha terminado. Un jueves cualquiera, después de dos años, el mundo decidió finalmente que tenía suficiente sangre palestina. Por primera vez en dos años, los gazatíes pueden dormir sabiendo que seguirán vivos al día siguiente”, escribía la joven periodista gazatí Plestia Alaqad en su cuenta de Instagram. “Espero que esta vez sea diferente. Espero que sea un alto el fuego real y duradero. Espero que no nos den más falsas esperanzas”.
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ComprarNunca sabremos cuál habría sido el desenlace de la guerra de Ucrania si, en el momento en que Rusia estaba más débil, Estados Unidos y Europa hubieran ofrecido a Kiev el armamento que necesitaba. Tal vez tampoco tenga sentido mirar atrás: no se hizo y la oportunidad se perdió. En su lugar, las dudas occidentales ofrecieron a Moscú un tiempo precioso para acelerar la producción de armas, reclutar a miles de nuevos soldados y reforzar sus alianzas militares con Irán o Corea del Norte.
Para entender lo ocurrido, y también lo que viene, basta mirar a Alemania, ese país empeñado en situarse en el lado equivocado de la historia. El de Berlín fue uno de los gobiernos europeos que más se resistió a donar a Kiev sus afamados tanques Leopard; también se opuso al despliegue de cazas F-16. Mientras Estados Unidos acaba de autorizar a Ucrania a usar armas de largo alcance para atacar territorio ruso, Alemania siempre se ha mostrado radicalmente en contra de entregar este tipo de armas a Kiev.
La noticia de que Scholz conversó con Putin la semana pasada, tras dos años sin hacerlo, concedió a Moscú una victoria diplomática innecesaria. El dictador ruso respondió al gesto alemán con uno de los mayores ataques contra objetivos energéticos y civiles ucranianos desde el inicio del conflicto, y con un discurso fijando condiciones para la paz que incluyen el reconocimiento de las “nuevas realidades territoriales”. Es el resumen del conflicto: el apaciguamiento es visto por Putin como debilidad del enemigo y otra oportunidad para avanzar sus objetivos.
Al igual que la venganza, la traición se sirve fría. Hay indicadores que apuntan a que Occidente ha iniciado los preparativos para forzar una paz que obligaría a Ucrania a ceder a Rusia los territorios que le han sido arrebatados por la fuerza. Putin siempre confió en que europeos y estadounidenses se cansarían de la guerra antes que él, a pesar de no haber sacrificado un solo soldado. El tiempo está a punto de darle la razón.
La victoria electoral de Donald Trump, cuya connivencia con el dictador ruso es solo comparable al desdén que siente por Zelenski, ha sido la puntilla para quienes abogan por dar a Ucrania todo lo que necesita para defender su territorio y se resisten a premiar la agresión rusa. En la posición contraria se encuentran los llamados “realistas”, que ven una victoria parcial de Putin como el menos malo de los desenlaces posibles.
Las cosas no van bien en el frente. Aunque lentamente, Rusia avanza —capturó 468 km² en el mes de septiembre, el mayor avance desde marzo de 2022—, mientras Ucrania se aferra a la llegada del invierno para volver a congelar las líneas. Kiev tendría muy difícil soportar la presión en caso de una retirada de la ayuda militar occidental, lo que reduce su margen de maniobra. El desenlace se decidirá en Washington y Bruselas.
El presidente ucraniano se enfrenta en los próximos meses a decisiones cruciales que marcarán el destino de su país en las próximas décadas. Una generación de sus compatriotas ha sido diezmada por el conflicto, la economía se encuentra en modo supervivencia y la reconstrucción llevará décadas. La tentación de firmar la paz, incluso si es injusta, es comprensible. La razón de que Occidente tenga más prisa por firmarla que Kiev es sencilla: los ucranianos saben que, si Putin sale reforzado de este conflicto, la amenaza rusa seguirá planeando sobre sus cabezas, por mucho que un tratado diga lo contrario.
La pandemia dejó demasiadas lecciones, y quizá por eso hemos olvidado las más esenciales.
¿Qué es una emergencia?
Un país, cualquier país en el mundo, se enfrenta a una emergencia cuando hay algo extraordinario que lo supera, como es el caso de la dana que ha sembrado el caos en el este de España. El primer paso para abordar el problema es tomar plena conciencia de él, y tanto en las primeras semanas de la pandemia como en las primeras horas e incluso días de la dana faltó entender el momento humanitario.
Hace falta ir más allá de las discusiones sobre la intervención o no del Ejército, sobre las siempre complejas relaciones entre administraciones de distinto nivel, incluso sobre los recursos disponibles. España, como muchos otros Estados europeos, está programada para lidiar con lo ordinario, no con lo extraordinario. El chip emergencista, ese enfoque político-técnico que prevé un despliegue rápido, una actuación a medida y una imaginación pesimista —capaz de pensar en los peores escenarios antes de que sucedan—, no está incorporado ni en las administraciones públicas ni en la ciudadanía.
En la mayoría de los mal llamados países ricos se produce un cortocircuito a la hora de enfrentarse a emergencias de cualquier tipo. Hay un sentimiento de superioridad y casi de extrañeza. Esto no puede pasar aquí. O: hay recursos suficientes para enfrentarnos a algo así si ocurriera. En otros lugares, a fuerza de enfrentarse a estas emergencias, hay un sistema implacable en marcha, una máquina de salvar vidas. Lo vi en Filipinas durante el tifón Yolanda de 2013: pese a la magnitud del fenómeno, la ayuda humanitaria internacional pronto dejó de ser necesaria, porque las autoridades y la ciudadanía reaccionaron a una velocidad sorprendente.
En ese trabajo, cada persona, cada colectivo y cada organismo tienen su papel. Porque la solidaridad, en este caso la ayuda urgente a las zonas afectadas, es un trabajo, y no uno cualquiera: está lleno de paradojas —como que se inunden zonas en las que no llueve— y complejidad —la inadecuación de algunas formas de ayuda, el impacto de determinados modelos de urbanismo en la tragedia…—.
En España hay buena materia prima: profesionales que, desde diferentes campos, se han formado en emergencias de todo tipo y en todo el mundo. Pero están desperdigados y a menudo desaprovechados, sin un sistema que permita coordinarlos y usar su conocimiento y experiencia en el momento adecuado. En la pandemia se vivió una situación similar.
Las emergencias no son un relato exótico. No son un paréntesis vital —así se interpretó, de hecho, la olvidada pandemia—. Son una realidad tozuda y cada vez más imprevisible, alimentada por múltiples crisis: el clima, los conflictos, el derrumbe de algunas ilusiones políticas que creímos permanentes.
Nos falta cultura humanitaria. No me refiero a esa caridad tan bienintencionada como ineficaz, sino a la toma de conciencia de los grandes problemas de nuestro tiempo, a la comprensión de su origen y su desarrollo, y a la dedicación de recursos específicos a este ámbito.
Aquí hay algo difícil de entender. De asumir. Estas operaciones son, a menudo, tan solo una tirita. Un necesario remedo para seguir adelante. No suponen un cambio del sistema. Eso se libra en otro territorio: el de la política de larga distancia. Pero ya es hora, en todo caso, de empezar por el principio. Occidente ha creído durante décadas que hay problemas —conflictos, hambrunas, terremotos— que se solucionarían tirando dinero sobre ellos. Los recursos son importantes, pero ya hemos visto que esa premisa es falsa. El mundo debe pensarse de otra manera.
“They’re taking our jobs. They’re taking our money. They’re killing us”. Las palabras pronunciadas en 2015 por Donald Trump, entonces aspirante a la candidatura republicana a la presidencia de Estados Unidos, para referirse a los inmigrantes mexicanos resonaron en el cerebro de muchos de nosotros tan pronto empezó a llegar la información tras la caída del puente Francis Scott Key de Baltimore, conocido como Key Bridge, la madrugada del 26 de marzo. Un barco carguero colisionó contra uno de los pilares en la base del puente, provocando el derrumbe de toda la estructura en cuestión de segundos. La buena noticia es que, por la hora en que ocurrió el accidente, el tráfico vehicular era mínimo y ningún usuario resultó muerto o lesionado por la caída de la estructura. La mala es que, cuando todos descansaban, los empleados que daban mantenimiento a la vialidad sobre el puente se encontraban trabajando: ocho de ellos cayeron al agua, de los cuales seis se han dado por muertos, aunque solo los cuerpos de dos han podido ser rescatados.
Si la pérdida de vidas es siempre dolorosa, la de estos trabajadores ha calado aún más justamente porque pertenecen al grupo de los que han sido constantemente atacados en el discurso político y mediático. Originarios de México, Guatemala, El Salvador y Honduras, los trabajadores del Key Bridge estaban haciendo el trabajo que la mayoría de las personas que han nacido en este país no quieren hacer.
“Immigrants, we get the job done” (“los inmigrantes hacemos el trabajo”), dijo el jueves Tom Perez, director de la Oficina de Asuntos Intergubernamentales de la Casa Blanca y secretario de Trabajo durante la presidencia de Barack Obama, usando la conocida frase del musical Hamilton. “Eso es lo que hacían hace un par de noches las seis personas que fallecieron y las dos que sobrevivieron. Esto es Estados Unidos: inmigrantes reparando los baches de sus caminos”.
Sean inmigrantes, o hijos de inmigrantes, los hispanos son una parte fundamental de la industria de la construcción, mantenimiento y reparación en Estados Unidos: uno de cada tres trabajadores en este sector, el 31,5%, es hispano, según estimaciones de la Asociación Nacional de Constructores de Vivienda. Esta es una elevada sobrerrepresentación demográfica, considerando que los hispanos conforman solo el 19% del total de la población estadounidense —un porcentaje similar al que ocupan en la estadística promedio de todas las industrias, de acuerdo con cifras del censo de Estados Unidos—. No es complicado entender la razón de esta sobrerrepresentación: a diferencia de otras áreas en las que también se insertan los trabajadores hispanos, como el sector de servicios, el trabajo de mano de obra en el área de la construcción requiere de un gran esfuerzo físico durante horas, con frecuencia bajo los rayos del sol, el viento, la lluvia o la nieve. Muchos trabajadores recién llegados a Estados Unidos, habituados a trabajar con esta intensidad en sus países de origen, aceptan incorporarse al sector porque les ofrece un ingreso fijo y la posibilidad de iniciar una trayectoria laboral que en el mediano plazo los puede llevar a trabajar para empresas contratistas del gobierno. Esto, más su disposición para realizar un trabajo que difícilmente aceptan otros trabajadores locales, representa un win-win, un “todos ganan”, en esta industria.
Cinco días después del accidente, el Domingo de Pascua, se celebró una misa en español en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, a ocho kilómetros del Río Patapsco, donde se derrumbó el Key Bridge. “Sí, podemos reconstruir un puente, pero tenemos que analizar la forma en que se trata a los trabajadores migrantes y cuál es la manera de mejorar su situación cuando llegan a Estados Unidos”, dijo en su sermón el reverendo Ako Walker, originario de Trinidad, recordando a los trabajadores que murieron.
En efecto, es posible reconstruir un puente con un costo estimado de 80.000 millones de dólares, cuya reconstrucción podría tomar hasta cinco años. Durante esos cinco años, cientos, tal vez miles de trabajadores provenientes de México, Guatemala, El Salvador, Honduras, cargarán materiales, harán perforaciones, manejarán maquinaria, seguirán las medidas de seguridad para cuidar unos de otros, y lo harán en el horario que no moleste a los ciudadanos, bajo la lluvia o la nieve que suelen azotar a Baltimore, mientras escuchan en la radio a los políticos que, en busca de un voto, los acusarán de ser criminales o de robar sus empleos. Yes, they took your jobs. And so they died.
El 66% de los agricultores y ganaderos españoles se habrá retirado en 2030. Uno de ellos es mi padre. Solo el 4,5% de los agricultores y ganaderos españoles tiene menos de 35 años. Entre ellos no estamos ni mi hermana ni yo. Mi padre, como la gran mayoría de los trabajadores del campo, no tiene relevo. El campo era uno de esos oficios que se heredaban. El sector primario pierde peso en los países de la Unión Europea. Quienes aún siguen en activo inundan de tractores carreteras y ciudades de Francia, Alemania, Italia, Portugal y España estas semanas con un grito que suena a pésame: “Nuestro final será vuestra hambre”.
Es un aviso, pero ya es cierto en términos globales. El abandono de la agricultura familiar es —junto a la pobreza, la exclusión, la especulación con los alimentos, los conflictos armados, los desplazamientos y el cambio climático— una de las razones del hambre en el mundo. La ley del mercado internacional impera y ocurre, tantas veces, que las personas no pueden consumir lo que se produce allí donde viven. Una de las quejas del campo europeo es que sus productos no pueden competir en sus mercados nacionales con los de países extracomunitarios, donde es mucho más barato producir porque los estándares, también los de seguridad sanitaria y los laborales, son más bajos. En esos terceros países, en todo el mundo, la mayoría de las personas que padecen hambre son trabajadores del campo: precisamente quienes cultivan o recogen los alimentos.
El campo va quedando como el trabajo que nadie quiere hacer. Terreno fértil para el abuso. La mayoría de la población migrante que trabaja en la agricultura española lo hace en el campo del sur. La explotación de los jornaleros en situación irregular está bien documentada allí y en campañas de la mitad norte. También el hacinamiento en viviendas y transportes.
En el campo español es muy difícil que personas migrantes, o cualquiera que no descienda de una familia de agricultores locales con tierras y maquinaria, tomen el relevo. Las inversiones necesarias serían inasumibles en un sector donde ahora, incluso para el pequeño agricultor que ha heredado el oficio, ya no salen las cuentas. ¿Quién cultivará las tierras de ese 66% de agricultores que está a punto de jubilarse? Quizá, en muchos casos, nadie: los fondos de inversión que arrasan con el mercado de la vivienda urbana han puesto la mira también en el mundo rural. Agricultura industrial con pocos trabajadores, grandes plantas solares y fotovoltaicas e incluso chalés ante la demanda turística. Es el fin de los agricultores, como advierten en las pancartas de sus protestas, pero también el fin del campo como lo conocemos, del campo como tal.
La población urbana sigue creciendo exponencialmente en el mundo. Seguimos concentrándonos en ciudades donde la vida es cada vez más hostil. Los documentos europeos hablan de la urgencia de favorecer un “proceso de ruralización”, pero la realidad se impone: el campo es un trabajo duro, alejado de las grandes comodidades y de los servicios mínimos, apenas rentable para el pequeño agricultor que, cuando deje sus tierras, tendrá que elegir entre la transferencia contante y sonante de un inversor o la renta modesta que le podría ir pagando otro agricultor si lo hubiera. Es el mercado, y aquí también gana.
Septiembre ya está aquí y, después del parón veraniego, nuestro rickshaw vuelve a rodar para acercarte, cada sábado, una selección de noticias relevantes ocurridas en el mundo durante la semana. ¿Que de dónde viene el nombre de esta newsletter? Si todavía no lo sabes, aprovechamos para recordártelo: el rickshaw, también llamado tuk tuk en algunos países, es ese triciclo motorizado que se mueve con agilidad en medio del caos. Es capaz de transitar por avenidas y vías principales, pero también por carreteras secundarias para llegar a lugares recónditos. Y esa es la intención de esta newsletter: acercarte no solo los grandes titulares, sino también esas noticias que quedan en los márgenes. Es un recorrido diferente por el mundo que puedes leer y escuchar cada semana.
Este sábado nos acercamos a la situación en Gabón y Níger tras los recientes golpes de Estado, miramos a la letal frontera en la que se ha convertido el mar Mediterráneo y nos detenemos en los efectos de las lluvias torrenciales en varios países del sur de Europa. La imagen de la semana viaja a Ucrania; y recorremos también la República Democrática del Congo, Siria, México, EEUU, Birmania y Arabia Saudí. Nuestro tema semanal pone el foco en Mozambique y la memoria de una guerra en el olvido.
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Gabón y Níger se han sumado este verano a la larga lista de países del África francófona que han sufrido golpes de Estado en los últimos años. El 30 de agosto un golpe militar depuso en Gabón al presidente Ali Bongo. Acusado de fraude y corrupción, el derrocado presidente pertenece a una dinastía, la de los Bongo, que había ostentado el poder durante más de medio siglo. Pese a los llamamientos para recabar apoyo internacional, este lunes el general Brice Oligui Nguema, primo de Ali Bongo y comandante en jefe de la Guardia Republicana, juró su cargo como presidente en un periodo de transición cuya duración no ha fijado. Prometió que después de ese tiempo indeterminado se celebrarán “elecciones libres”.
El de Gabón fue el segundo golpe de Estado en África en poco más de un mes. El anterior se produjo en Níger el pasado 26 de julio. Allí los militares detuvieron al hasta entonces presidente, Mohamed Bazoum, vencedor de las elecciones de 2021, en un golpe condenado por las potencias extranjeras. Los países vecinos amenazaron con entrar en guerra, unos para apoyar el golpe y otros para frustrarlo. Aunque la tensión inicial se ha rebajado, la posibilidad de una intervención armada preocupa por sus consecuencias en una región asolada por la pobreza y los conflictos. Los militares golpistas exigen, entre otras cosas, la salida de los soldados franceses de Níger. Francia, cuya cooperación militar con el país subsahariano cesó tras el golpe, mantiene aún allí más de un millar de soldados y medios aéreos, pero se dispone a reducir su presencia.
Cerca de 400 personas migrantes han perdido la vida este verano al naufragar sus embarcaciones en el Mediterráneo mientras intentaban llegar a Europa. La cifra de muertes no deja de crecer: ya son más de 2.300 las personas que han muerto ahogadas en aguas mediterráneas desde principios de este año. Las llegadas prosiguen pese a la insistencia de la Unión Europea en la externalización de fronteras a través de acuerdos con países como Libia, Turquía o Marruecos. Este verano, a ellos se ha sumado Túnez. La última metáfora del desamparo de las miles de personas que cada año intentan llegar a Europa a través del mar ha sido la irrupción, este verano, de pateras metálicas, mal soldadas y proclives a llenarse de agua. Para saber más, te recomendamos esta pieza visual de Anna Surinyach y esta investigación en colaboración con Baynana.
Mientras tanto, el Tribunal General de la Unión Europea desestimó esta semana la demanda interpuesta por una familia de refugiados contra Frontex, la agencia europea de fronteras, por haber violado sus derechos al deportarlos ilegalmente. El tribunal argumentó que la responsabilidad de las deportaciones recae en los Estados, y no en la agencia, que a su juicio solo brinda apoyo técnico y operativo. El caso supone la primera vez que un grupo de civiles lleva al banquillo a Frontex por su papel en las expulsiones ilegales en las fronteras.
Las lluvias torrenciales e inundaciones en Grecia, Turquía y Bulgaria han causado al menos una veintena de muertos desde el lunes y enormes daños en viviendas, carreteras e infraestructuras. Grecia, tras sufrir en agosto los peores incendios registrados hasta ahora en la Unión Europea, vio esta semana cómo las precipitaciones dejaban hasta mil litros por metro cuadrado en algunas zonas del país, en un fenómeno meteorológico extremo que está causando estragos. El temporal ha afectado también a Bulgaria y a Turquía, donde hay grandes zonas anegadas y miles de personas han quedado sin suministro de agua o electricidad por el temporal.
Detrás de estos fenómenos climáticos está la llamada situación meteorológica “Omega”, sistemas de altas presiones —que también se forman en América, Asia y Australia— y que dan lugar a eventos extremos. Y hablando de clima: esta semana, África ha celebrado su primera cumbre climática. Convocado por la ONU, el encuentro ha perseguido adoptar una postura conjunta para que los países desarrollados se comprometan a compensar al continente africano, que se calienta más rápido que el resto del planeta por un fenómeno que no ha causado.
La fotografía de esta semana muestra el cuerpo sin vida de una anciana tras un ataque ruso con un misil en la ciudad ucraniana de Konstantinovka este miércoles, que dejó al menos 17 muertos y más de una treintena de heridos. Ha sido uno de los ataques más mortíferos de Rusia en meses, según las autoridades ucranianas. El presidente Volodimir Zelenski ha acusado a Rusia de responder con este tipo de ataques a los avances de Ucrania en la contraofensiva.
A las guerras que no se oyen se les ha colgado la etiqueta de “guerras olvidadas”. Es un cliché equívoco, porque siempre hay intereses políticos y económicos que las silencian. En el caso de Cabo Delgado, provincia del norte de Mozambique, hay gas, minas de rubíes, oro y grafito. Muchos actores no se han olvidado de esta guerra, pero se desarrolla en el olvido de la forma más literal: a Cabo Delgado se la conoce históricamente en Mozambique como Cabo Olvidado.
Casi un millón de personas se han visto obligadas a huir de sus hogares a causa de este conflicto entre las fuerzas de seguridad nacionales y regionales y una amalgama de grupos insurgentes bajo el marbete de Al Shabab. El periodista Agus Morales y la fotógrafa Nuria López Torres han recorrido Cabo Delgado en busca de las heridas que subyacen en las mentes abatidas por esta guerra. Aquí puedes leer la crónica.
La periodista Patricia Simón firma la columna de esta semana, una reflexión acerca de las distintas verdades que cohabitan el caso Rubiales: la verdad judicial, la verdad filosófica y la verdad periodística. Puedes leer la columna completa aquí.
Un sábado más, nuestro rickshaw sale a las carreteras de la actualidad internacional para acercarnos algunas noticias ocurridas esta semana en el mundo. Empezamos por el debate en torno a la ayuda militar de la OTAN a Ucrania, seguimos por la tensión entre Armenia y Azerbaiyán y nos detenemos en la extracción de carbón en Alemania en medio de la crisis energética. Pasamos además por Dnipro (Ucrania), Burkina Faso, Irán, Italia, Filipinas, Nueva Zelanda y China. Y terminamos en Perú con nuestra crónica semanal. También puedes leer la columna de periodismo literario firmada, en esta ocasión, por la reportera cubana Mónica Baró.
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El Grupo de contacto de la OTAN para Ucrania se ha reunido este viernes en la base aérea de Ramstein, en Alemania, para debatir sobre el suministro de armamento a Kiev. En el centro de la conversación ha estado el posible envío de los modernos tanques de combate Leopard, un recurso que podría cambiar, según algunos expertos, los equilibrios de control del territorio en el conflicto. Polonia y Finlandia habían aceptado entregar a Ucrania una docena de sus Leopard 2 cada uno. Pero estos tanques son de fabricación alemana, por lo que es necesario que Berlín, hasta ahora reticente, dé su visto bueno.
La reunión tiene lugar solo dos días después de que el ministro del Interior de Ucrania y otras trece personas, entre ellas un niño, murieran al estrellarse su helicóptero al lado de una guardería y un edificio de viviendas en las inmediaciones de Kiev. Nueve de los fallecidos viajaban en el aparato, mientras que el resto se encontraban en tierra. Otras 25 personas fueron trasladadas a un hospital, entre ellos once niños. Por ahora, no hay indicios de que lo ocurrido sea algo más que un accidente.
La región de Nagorno Karabaj, que se disputan Armenia y Azerbaiyán, ha cumplido esta semana más de un mes de bloqueo después de que en diciembre las autoridades azeríes cerraran el corredor de Lachín. Este es el único paso que conecta Nagorno Karabaj con Armenia, de donde obtiene la mayoría de sus suministros. La consecuencia es que, en pleno invierno, miles de personas de esta región —poblada en su mayoría por armenios pero emplazada en Azerbaiyán— están sufriendo escasez de alimentos, medicamentos y energía.
El corredor de Lachín está a cargo de las fuerzas de paz rusas desplegadas tras la guerra entre Armenia y Azerbaiyán en 2020. Sin embargo, las autoridades armenias les acusan de no haber impedido el bloqueo de la ruta. Esta fue cortada por un grupo de supuestos militantes ecologistas para reclamar acceso a unas minas situadas en el enclave, aunque Armenia asegura que es una operación de desestabilización de Azerbaiyán. Los dos países se disputan el control de Nagorno Karabaj desde la década de 1990. Para saber más sobre este conflicto, te recomendamos esta crónica de Karlos Zurutuza.
Esta semana muchos focos se han vuelto al pueblo de Lützerath, en el oeste de Alemania, por el controvertido desalojo de la activista Greta Thunberg en una protesta contra la ampliación de una mina de lignito (un tipo de carbón). Pero, más allá de la polémica, nos fijamos en lo que está ocurriendo con la extracción de carbón en Alemania, un país que buscaba abandonar este recurso idealmente para 2030. Ahora, sin embargo, ha aumentado su ritmo de extracción y quema. ¿El motivo? Ante el corte de suministro del gas ruso, el Gobierno de Berlín ha echado mano a este recurso como sustituto.
El carbón es el más contaminante de los combustibles fósiles. Ante la situación actual por la guerra de Ucrania, y sin la capacidad instalada suficiente de energías renovables, Alemania considera que el carbón de Lützerath es necesario para garantizar el suministro de energía. En plena emergencia energética, pero también climática, Berlín ha reactivado temporalmente algunas centrales térmicas que estaban fuera de uso. Alemania es la mayor economía de la UE y también la mayor emisora de CO2. Los Verdes, miembros de la coalición del Gobierno alemán, presionaban para adelantar la fecha de abandono del carbón de 2038 a 2030, un objetivo que ahora parece de difícil alcance.
Nuestra imagen de la semana, de Yan Dobronosov, muestra un bloque residencial de apartamentos destripados por un misil ruso el pasado sábado en la ciudad ucraniana de Dnipro. Al menos 45 civiles murieron en el ataque, entre ellos seis niños, y 79 resultaron heridos. Además, veinte personas siguen desaparecidas. Se trata de uno de los ataques rusos contra objetivos civiles más mortíferos en casi once meses de conflicto.
Las protestas en Perú no cesan. Los muertos en las movilizaciones que se desataron tras la detención del expresidente Pedro Castillo hace más de un mes suman ya medio centenar, la mayoría a causa de la represión de las fuerzas del orden. En los días posteriores a la caída de Castillo, el departamento de Ayacucho se convirtió en uno de los epicentros de la tragedia: el 15 de diciembre, diez personas perdieron la vida en medio de la brutal represión militar. Ese día el Ejército siguió una lógica “de guerra”, dice el fotógrafo peruano Omar Lucas, que desde hace diez años documenta temas de derechos humanos y medioambiente.
Unos días después de la masacre, Lucas viajó a este departamento para conocer no solo el modo en que perdieron la vida estas personas, sino el espacio en el que vivían. Allí habló con familiares de víctimas como Edgar Prado Arango, de 51 años, que murió de un disparo en la puerta de su casa mientras ayudaba a una persona herida; o el joven Clemer Rojas, que falleció también entre disparos en la pista del aeropuerto. A través de esta selección de fotografías comentadas por el autor, nos trasladamos a un conflicto que, más allá de las divergencias políticas, trasluce la enorme brecha de desigualdad y poder que existe en Perú.
Y seguimos alimentando nuestra sección de columnas. Nuestros socios y socias pueden disfrutar ahora de fogonazos de periodismo literario. Esta semana escribe la reportera cubana Mónica Baró, inmersa en una mudanza de Madrid a Nueva York. “Yo no he besado a nadie ni he despedido a ningún amor in front of the sea. Tampoco he tenido nunca sexo en inglés. Mi vida, en su versión original, ha ocurrido en español”. Puedes leer la columna aquí.