Dice el diccionario que un instante es una porción brevísima de tiempo. Pero eso no es cierto. O no del todo. En el Museo Casa de la Memoria de Medellín encontré otra definición mucho más acertada. A lo largo de varios años, Javier Naranjo, gestor cultural y docente, invitó a estudiantes de primaria a dar con el significado de algunos términos. De esa idea surgió el libro Casa de las Estrellas. El Universo contado por los niños, un diccionario creado por los más pequeños que me encontré ahí, entre las paredes del museo. Ante la pregunta de qué significa un “instante”, Leidy Johana García, de 10 años, respondía: “Es lo único que uno le pide a una persona”.

El pasado mes de agosto me invitaron a Medellín a un congreso de Filosofía acerca del amor. Ahí, a lo largo de tres días, los ponentes, cada uno desde nuestras respectivas disciplinas, tratamos de diseccionar ese concepto para el que afortunadamente nunca existirá definición. Sin embargo, y más en un congreso que lo pone en el centro, la pregunta por el amor es inevitable. Para responder a ella suelo recurrir a un relato de Raymond Carver llamado justamente De qué hablamos cuando hablamos del amor. En él, el autor norteamericano nos adentra en una cena en la que dos parejas conversan acerca de qué significa exactamente amar. Hacia el final del relato, a través de uno de esos personajes tan extraordinarios como imperfectos, llega una epifanía de la que siempre me valgo: “En el amor los seres humanos somos solo principiantes”. Que es como decir que estamos empezando una y otra vez.

En Medellín, en mi última ponencia, cité de nuevo a Carver. Aquella misma tarde, antes de regresar a casa, me encaminé, como siempre que estoy en una ciudad extranjera, al Museo Casa de la Memoria, porque es a través del relato de su pasado y de cómo se enfrentan a él como me gusta pensar a las ciudades, a los países. Ahí me encontré con Leidy Johana García y entonces entendí, al fin, que todos estos años de búsquedas me habían conducido a aquel museo lejano. De manera que finalmente no fue Carver sino la sabiduría inquebrantable de los niños la que me regaló una pista. Si el tiempo, como decía el poeta Nick Laird, es cómo invertimos el amor, entonces, necesariamente, la clave habita ahí, en la presencia, el instante. A fin de cuentas, para poder hablar de amor quizá habría que empezar por ahí, por hablar de una presencia cosida de infinitos instantes, quizá eso sea lo único que verdaderamente se le pide —y que se puede dar— a una persona.

Septiembre debería estallarnos en las manos con las ansias de hacer con el otoño lo que no supimos hacer con el resto del año. Acariciar la promesa de los inicios, vibrar con la ligereza de los amaneceres del verano, querernos un poco más, hacernos un poco menos de daño. Pero la lista es larga y pesa demasiado:

Israel avanza en su genocidio en Gaza, mientras persevera en su empeño de incendiar Cisjordania y todo Oriente Próximo. Después de meses advirtiéndolo, las Naciones Unidas han declarado la hambruna en Sudán. Tras el Mediterráneo, ahora es el Atlántico el que empieza a convertirse en una fosa común de migrantes y refugiados. Rusia somete a Ucrania a su tercer año de guerra, sin visos de negociaciones de paz. El Trump más amenazante podría volver a presidir el país más violento del mundo. Su devoto Elon Musk ha convertido X, el ágora digital más multitudinario del planeta, en un propulsor de los discursos de odio y de la maldad.

Y así podríamos seguir recopilando hecatombes y crímenes de lesa humanidad para entender el origen de tanta desazón y cantar, con la nostalgia con la que lo hacía Pauline en la playa, que “el mundo se va a acabar”. Pero lo cierto es que, pese a todo, no solo no vivimos en el peor de los mundos posibles, sino que para la mayoría de la población es el mejor de todos los tiempos. La triste paradoja es que estamos más tristes porque estamos más informados, porque somos sociedades más empáticas con el dolor ajeno, porque nunca como hoy hubo tanta gente convencida de que los derechos humanos deberían regir nuestras vidas y las de los demás. Y, también, porque Gaza nos ha devuelto el reflejo de nuestra pusilánime medida: si la ciudadanía de las democracias aliadas del agresor no tenemos vías para impedir que cometa un genocidio, ¿podemos considerarnos realmente ciudadanos y ciudadanas? ¿Podemos considerar a nuestro sistema político una verdadera democracia?

Pero el derrotismo es un privilegio de quienes vivimos en países prósperos y en paz, y una traición a quienes luchan por un futuro cada día sin saber si será el último. Llevamos décadas sometidas a las políticas del miedo de quienes nos quieren paralizadas para someternos con más facilidad. Para vencerlas, no necesitamos ser valientes, sino mucho más: crear y sentirnos parte de la comunidad.

“Seguir viviendo, casándonos, teniendo hijos… Seguir existiendo es parte de nuestra resistencia”, nos explicaba esta semana en La Ventana Lora Abuaita desde Belén. “Por eso vamos a celebrar esta boda. Pero solo en una reunión familiar pequeña, con menos ruido, porque Gaza está a 80 kilómetros de mi pueblo”.

Por respeto a todas las Loras del mundo, arrinconemos tanta impotencia y pesadumbre, cojamos impulso y veamos más allá. Así nos daremos cuenta de que seguimos vivas y de que el mundo, al menos por ahora, no se va a acabar.

La ira es lo que cuenta. La amargura es como un cáncer, “se come a su huésped”, decía Maya Angelou. Por eso hay que dejarla a un lado y estar cabreado y usar esa ira: “Escribirla. Pintarla. Bailarla. Hacerla marchar. Votar con ella. Hacer todo con ella. Comunicarla. Nunca dejar de hablar de ella”. Y yo no la puedo acallar. Me hierve la sangre, me queman las manos, las tripas se me revuelven y la lengua parece ensancharse y sofocarme. Es la ira. La Ira. T. me escribe y me dice: “Si no sobrevivo, haz lo que puedas por ellos”. Su esposa y su hijo. Él en Rafah, ellos refugiados en Egipto. Y la ira se me mueve desde las uñas, que se clavan en la palma de la mano, a los dedos y de ahí, venas arriba, por los brazos hasta los hombros, que se contraen y se estrechan alrededor del cuello forzándome a decir en alto: “Si no sobrevivo…”. Aparto el teléfono y pienso la ira, hablo la ira, escribo la ira… “Si no sobrevivo…”. Si no sobrevive. Es uno entre un millón y medio. Está enfermo de hambre y de hepatitis y yo siento náuseas y hago un esfuerzo por tragar la ira que del esófago se desplaza hacia el estómago. “Si no sobrevivo…”. ¿Alguna vez habéis planeado la vida sin vosotros?

En Berlín, hace unos días, paseaba por uno de mis rincones favoritos, entre el jardín de Neushauss y Bebelplatz, donde se recuerda la Kristallnacht. La noche de los cristales rotos. Siempre me  sobrecoge ese lugar donde estanterías vacías recuerdan bajo el suelo los libros quemados, los asesinados por el odio de los nazis en 1938. Europa se construyó sobre las cenizas de aquello que no queríamos que volviera a ocurrir. Y aquí estamos masticando ira 40.000 muertos después. Con un asalto en ciernes sobre Rafah, el último refugio para más de un millón de palestinos que no tienen a dónde ir y, en su huida, deambulan por una escombrera. Un asalto que ha provocado el tibio rechazo estadounidense pero que la masa estudiantil denuncia en campus universitarios de todo el mundo en acampadas desde las que exigen a nuestros políticos hechos y no palabras: el fin de las relaciones con Israel, el embargo de armas. 

En Berlin, en la Freie Universität, observo cómo la policía desaloja con violencia a los estudiantes que manifiestan su ira contra el genocidio, y en mi cabeza, a cámara lenta, les veo gruñir como a animales rabiosos de uniforme mientras los dispersan por la fuerza. Y ellas, sobre todo ellas, les escupen su ira a la cara: “Free, free, Palestine. Stop the genocide!” Pero en Alemania —país del que en 2023 procedieron alrededor del 30% de las compras de armamento de Israel— no se puede hablar de genocidio en Gaza. Quedó claro cuando en abril la policía impidió la celebración de un congreso palestino organizado por judíos. Uno de los oradores, Ghassan Abu Sitta, cirujano que pasó 43 días atendiendo heridos en Gaza el año pasado, fue interrogado durante horas en el aeropuerto antes de que se le mandara de vuelta a Londres. Desde entonces, Francia —donde debía hablar ante el Senado— y Holanda le han negado la entrada alegando una prohibición de acceso al espacio Schengen impuesta por Alemania. Y en España algunos políticos acusan a los que protestan de hacerlo a favor de Hamás… Pero los que se echan a la calle son estudiantes. Los que ondean su ira frente a la injusticia son los jóvenes. Esos y esas a quienes dicen que no les interesa la política, que pasan de todo, aunque yo ya empiece a sentirme en deuda con ellos. Ignorar la represión de sus protestas contra el genocidio en Palestina tendrá consecuencias directas en nuestras sociedades democráticas y nuestras libertades. El debate va más allá de lo político y entra en lo ontológico en tanto en cuanto enajenamos nuestra responsabilidad social en pos de la breve paz que propicia el cerrar los ojos mientras nos van quitando derechos que costará recuperar. Ocurre en una Europa que va a las urnas en menos de un mes y yo pienso de nuevo en T., atrapado, enfermo, hambriento, asediado en Rafah: “Si no sobrevivo…” 

Quizá sea el momento de votar la ira.

Zaid Amali estaba durmiendo cuando Hamás lanzó por sorpresa el ataque contra Israel, mató a más de 1.300 personas y capturó más de 200 rehenes. Han pasado casi siete meses desde aquella aciaga madrugada de octubre. Desde entonces, Israel ha matado a más de 34.000 personas, el 70% de las cuales son mujeres y niños. Ahora, las fuerzas israelíes preparan un asalto militar al último pedazo de la Franja que aún no han invadido: Rafah. Allí se refugian más de un millón y medio de personas huidas desde todos los lugares de Gaza. Egipto mira con extrema preocupación a esa posible invasión, que podría forzar un nuevo éxodo hacia el Sinaí para unos palestinos que ya arrastraban el dolor de la Nakba, la expulsión masiva de 700.000 personas durante la fundación del Estado de Israel en 1948.

Zaid Amali forma parte de esa estirpe de palestinos atravesados por el destierro. Refugiado palestino de tercera generación, nació en un campo de desplazados en Damasco. Desde hace seis años vive en Ramala, en Cisjordania, donde dirige el departamento de abogacía internacional de la oenegé palestina MIFTAH (Iniciativa Palestina para la Promoción del Diálogo Global y la Democracia), cuyo objetivo es buscar apoyos internacionales para la causa palestina y promover los principios de democracia y diálogo efectivo. La última investigación que publicaron antes del inicio de la actual ofensiva israelí se centraba en la epopeya que vivían las mujeres enfermas de cáncer y otras enfermedades crónicas para ser atendidas fuera de Gaza, porque en la Franja no encontraban los servicios adecuados. El informe constataba cómo Israel obstaculizaba los permisos de derivación médica, hasta el punto de que algunas de ellas llegaban a morir esperando su acreditación.  

Pero todo eso ha quedado atrás. El barrio donde se encontraban las oficinas de MIFTAH en la Franja fue bombardeado al inicio de la actual ofensiva, y sus colegas tuvieron que huir. De ellos no sabe mucho. “Cada día nos despertamos sin saber si volveremos a hablar con ellos”. Cuando consiguen conectar, sus amigos le describen los horrores de la guerra, las matanzas, la destrucción. “A veces son las pequeñas historias las que realmente te rompen”, dice. “El hecho de que no puedan encontrar comida o que tengan que dormir en tiendas de campaña o que no puedan ducharse o que no puedan encontrar compresas cuando tienen la regla. Son estos detalles cotidianos los que encogen el corazón”, comenta Amali durante la entrevista, que se celebró durante su visita a Barcelona para participar en una nueva edición del ciclo de conferencias “¿Qué pasa en el mundo?” del CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs).

En esta entrevista, Amali reflexiona sobre las raíces del conflicto, el derecho al retorno, la complicidad de Occidente, la vigencia de organismos como la ONU y la necesidad de justicia. “Israel tiene un largo historial de crímenes impunes, que se remonta a 1948, cuando masacró a palestinos y borró pueblos enteros durante su fundación. Sin embargo, no deja de ser chocante ver que pueden cometer un genocidio transmitido en directo durante meses sin que el mundo se mueva para detenerlo.”

¿Por qué cree que Occidente se apresuró a imponer sanciones a Rusia pero no a Israel? 

El doble rasero ha sido muy claro desde el comienzo de la invasión rusa en Ucrania. Actuaron muy rápido contra Rusia, mientras que nosotros llevamos décadas sufriendo una situación muy similar sin que tomen acciones reales para detener a Israel. Esto dice mucho sobre cómo el mundo occidental realmente no valora las vidas ni los derechos palestinos. No es de extrañar que los palestinos pierdan la fe en la comunidad internacional y apoyen a grupos como Hamás cuando ven que [los países occidentales] pueden actuar tan rápida y asertivamente contra Rusia, pero no hacen lo mismo cuando se trata de Israel.

Algunos países como España, Irlanda, Bélgica o Luxemburgo han manifestado su intención de reconocer el Estado palestino.

Es un paso que debería haber ocurrido hace décadas. Europa, por lo general, siempre se ha declarado a favor de la solución de los dos Estados, pero al mismo tiempo solo reconocía a uno de ellos. Aunque sea de manera simbólica, siempre es positivo que otros países comiencen a debatir sobre la idea real de reconocer el Estado palestino. Tenemos que empezar a construir nuestro futuro sobre ello. Dicho esto, no creo que la solución sea únicamente reconocer el Estado. Esto debería ser solo el primer paso de un largo camino. Después tendríamos que asegurarnos de que el Estado gozase de independencia real y soberanía para que pudiera actuar como tal. Y por último, debería darse un proceso de reparación. No puede existir un Estado palestino sin justicia. La rendición de cuentas es imprescindible. 

Para ello, es necesario que antes termine la guerra. ¿Es creíble hablar de paz mientras los llamamientos al alto el fuego siguen siendo rechazados?

No. Mucha gente ya está avanzando y hablando del día después y de la paz cuando, obviamente, la prioridad ahora es conseguir un alto el fuego, detener este horror, detener el derramamiento de sangre, detener este genocidio. Así que no es realista hablar de paz. Ahora no es el momento. Ahora tenemos prioridades. Tenemos que empezar con un alto el fuego inmediato y permanente para distribuir asistencia y ayudar a reconstruir Gaza, para dar a la gente la oportunidad de curarse, de recuperarse, tanto física como mentalmente, en todos los aspectos. Es una gran pérdida. Si nos fijamos en la escala de los crímenes y las masacres, posiblemente sea la mayor pérdida palestina desde la Nakba. Para alcanzar una paz real y duradera necesitamos que la comunidad internacional nos tome en serio, no solo con palabras o con retórica, sino con acciones reales que incluyan a Palestina en la toma de decisiones. El pueblo palestino debe decidir su propio destino.

Un grupo de palestinos comprueba la destrucción del hospital Al Shifa, bombardeado por Israel. 2 de abril de 2024. Omar Ishar / dpa / ContactoPhoto
Entierro en una fosa común de personas asesinadas en el bombardeo israelí contra el hospital Al Shifa de Gaza. 22 de noviembre de 2023. Mohammed Dahman / AP

Hablemos de lo más inmediato. Israel sigue con los preparativos para invadir Rafah. Allí se concentran más de un millón y medio de personas. ¿Cree que Egipto abrirá finalmente sus fronteras?

Egipto debe —y puede— hacer mucho más. El paso fronterizo de Rafah está controlado por Egipto, no es un paso israelí. Si quisieran, podrían facilitar la ayuda humanitaria que se está acumulando en su frontera. La ayuda no debe politizarse. No debe ser utilizada como palanca por nadie, por ninguna autoridad, por ningún gobierno. Egipto debería abandonar ese sistema de sobornos al que le tiene sometido Israel. Se aprovechan de unas circunstancias muy difíciles para obtener beneficios económicos o políticos. Es inaceptable.

¿El desplazamiento masivo de estas personas a Egipto significaría la anexión de la Franja por parte de Israel?

Este siempre fue el objetivo israelí: desplazar a los palestinos y tomar nuestras tierras, y una forma de hacerlo es a través del genocidio. Pero existen más herramientas, como la presión colonial en Cisjordania. Si nadie les frena, no pararán hasta borrar a Palestina del mapa.

Siempre existe el temor de que no se permita regresar a las personas que están siendo expulsadas ahora; de hecho, ya está ocurriendo. Israel dice que Hamás ha sido derrotado en gran parte de la Franja, pero no permite que los más de 1,5 millones de personas que han forzado a huir a Rafah vuelvan al norte de Gaza. Este ha sido siempre el problema y yo mismo, como refugiado de tercera generación, sigo sin poder ejercer mi derecho a regresar a mi tierra.

Las personas que huyen de la guerra necesitan seguridad. Y, como sabemos, en estos momentos no hay zonas seguras en Gaza porque Israel está atacando indiscriminadamente toda la Franja. 

Gran parte de los gazatíes son desplazados de la Nakba. 

Antes de este genocidio, casi dos tercios de la población de la Franja de Gaza eran refugiados de la anterior ofensiva en 1948. Y desde hace dos décadas han estado confinados en esta prisión al aire libre, en un asedio sofocante y sin poder regresar a su tierra original. Ahora están siendo desplazados de nuevo y convertidos en refugiados otra vez. Es un estado perpetuo de negación del derecho al retorno por parte de Israel. 

Mientras esto ocurre en Rafah, las condiciones en Cisjordania empeoran. Cada día aumenta la violencia de los colonos contra los palestinos y Hamás parece ver reforzada su tesis de que la única vía posible es la armada. 

La situación en Cisjordania es peor que nunca, especialmente por el aumento de la violencia contra los palestinos. Los colonos controlan ministerios e instituciones clave del Gobierno, incluido el Ministerio de Seguridad Nacional, gestionado por una persona condenada por la propia Justicia israelí por apoyo a organizaciones terroristas.

Itamar Ben-Gvir.

¡Exacto! Con este tipo de personajes al frente, los colonos se sienten más envalentonados que nunca para atacar con total impunidad. Somos testigos de un aumento sin precedentes del terrorismo de los colonos y del desplazamiento de comunidades palestinas enteras. Poco a poco borran comunidades enteras y las sustituyen construyendo más asentamientos ilegales. 

Por eso la popularidad de Hamás está aumentando en Cisjordania más que en la Franja de Gaza, según las encuestas. Pero no se trata tanto de un apoyo ideológico a Hamás, sino más bien el resultado del fracaso de la comunidad internacional a la hora de lograr una solución de dos Estados. ¿Cómo convencer al pueblo palestino de que la violencia no es la solución cuando las resoluciones internacionales y las negociaciones no sirven de nada? Los palestinos no quieren más asesinatos, ni asentamientos, ni arrestos, ni violencia, pero todo eso sigue ocurriendo y, por ende, se incrementa el apoyo a Hamás. Son vasos comunicantes.

¿Ha perdido legitimidad la Autoridad Palestina?

Sí, creo que la Autoridad Palestina ha perdido legitimidad, aunque en mi opinión comenzó a perderla cuando expiró su mandato y no permitió que se organizasen nuevas elecciones. Hace mucho tiempo que no elegimos a nuestros gobernantes. Cualquier persona menor de 36 años en Cisjordania no ha participado nunca en unas elecciones.

Habla del fracaso de la solución de los dos Estados, ¿es un sueño imposible?

Hace mucho tiempo que creo que esa opción murió, pero no fue por causas naturales. Israel mató sistemáticamente la solución de los dos Estados con su política de los asentamientos ilegales, así que se me hace muy difícil imaginarla. Eso no significa que debamos dejar de lado los derechos internacionalmente reconocidos del pueblo palestino. Lo vuelvo a decir: tenemos que centrarnos en el derecho a la autodeterminación y el derecho al retorno para que el pueblo palestino pueda seguir existiendo.

¿Quién tiene la llave para acabar con este conflicto? ¿Estados Unidos? ¿Europa?

No solo ellos. Hemos visto cómo los países del Sur Global también están tomando medidas. Ahí está la denuncia de Sudáfrica contra Israel por genocidio o la denuncia de Nicaragua contra Alemania por el suministro de armas a Israel. Claro que Europa y Estados Unidos tienen mucha más influencia en el curso de la guerra, pero también tienen gran parte de la culpa. Durante años han recompensado a Israel a través de acuerdos comerciales, cooperación política y cobertura diplomática en lugar de exigirle responsabilidades. El mundo occidental ha perdido su prestigio como protector de los derechos humanos y del derecho internacional. Son ellos quienes suministran armas que se utilizan para masacrar a los palestinos. Tienen las manos manchadas de sangre. Todo esto los hace responsables, tanto legal como moralmente, de intervenir y detener esto. 

Hablemos de las posibles consecuencias.

Desde mi punto de vista, el genocidio en Gaza tendrá implicaciones a largo plazo desde el punto de vista estratégico. No todos los países tienen la misma responsabilidad, por supuesto, pero todos ellos, en tanto que cómplices, están poniendo en peligro sus propios intereses políticos, económicos y culturales no solo en Palestina, sino en el mundo árabe, musulmán y en el Sur Global. Occidente ha perdido credibilidad y esto es algo que también afectará a sus intereses nacionales. Lo estamos viendo. Muchos diplomáticos europeos afincados en el mundo árabe y musulmán están advirtiendo a sus gobiernos de los peligros de perder el apoyo de la opinión pública y diplomática. Y recuperar eso no es sencillo, lleva mucho tiempo.

En el caso de Estados Unidos, ¿puede afectar al curso de las próximas  elecciones de noviembre?

Ya podemos ver que el Partido Demócrata y el Gobierno de Biden están perdiendo mucho apoyo entre la población árabe y musulmana de Estados Unidos. Esto es evidente en algunos estados como Michigan e Illinois, donde hay una gran presencia de este grupo demográfico. De todas formas, creo que para los palestinos todas las administraciones estadounidenses han sido cómplices de los crímenes israelíes. No hay grandes diferencias. Quizá Trump sea más directo en sus intenciones, pero si nos fijamos en las políticas, él y Biden se parecen mucho. Durante la anterior campaña, el actual presidente prometió a los palestinos revertir muchas de las acciones que Trump había tomado, incluyendo el traslado de su embajada o el restablecimiento de la ayuda humanitaria. Pero la realidad es que su mandato está llegando a su fin y la embajada sigue en Jerusalén. Tampoco han restablecido completamente la ayuda humanitaria; de hecho, cortaron el flujo de recursos a la UNRWA. Y en cuanto a la política, hace dos semanas vetaron en el Consejo de Seguridad de la ONU la resolución sobre el Estado palestino. No importa quién se siente en la Casa Blanca.

Europa también tiene cerca unas elecciones al Parlamento Europeo. ¿La postura proisraelí de países como Alemania podría inclinar las elecciones hacia una victoria de los partidos de extrema derecha?

Sabemos que la política exterior no es necesariamente la prioridad de los votantes en Europa. Sin embargo, hemos sido testigos de una movilización masiva sin precedentes en las calles europeas. El apoyo está ahí, aunque en términos públicos no esté siendo correspondido por los gobiernos. Es un hecho que la derecha está aumentando en Europa y es preocupante, no solo para los europeos, sino también para los palestinos. Solo espero que cuando acudan a las urnas tengan en cuenta también su posición sobre Palestina.

Antes comentaba que Hamás ha aumentado su popularidad en Cisjordania. Hábleme de su situación en la Franja. El ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, afirmó recientemente que Hamás había sido casi derrotado y que ya no suponía un peligro para los israelíes, pero desde la Franja se siguen lanzando cohetes contra Israel y el grupo sigue reteniendo rehenes.

Como bien dices, la realidad es que Hamás sigue siendo capaz de resistir la invasión terrestre israelí. Que siete meses después, a pesar de los bombardeos constantes, sigan luchando nos dice mucho sobre los verdaderos objetivos israelíes. No han cumplido ninguno de los objetivos declarados al principio. No han acabado con Hamás y tampoco han sido capaces de liberar a todos los rehenes. Al contrario, los han avasallado con sus bombas. El objetivo real no es liberarlos ni terminar con Hamás, el objetivo es aterrorizar a los palestinos, matar al máximo número posible y desplazar al resto para invadir la Franja.

Soldados israelíes vigilan un camión con palestinos maniatados en Gaza. 8 de diciembre de 2023. Moti Milrod, Hareetz / AP
Un grupo de palestinos sale de Rafah temiendo una operación militar de Israel en la zona. 13 de febrero de 2024. Mohamed Salem / Reuters

Hace unos días Israel asesinó a varios hijos y nietos del líder de Hamás, Ismail Haniyeh. ¿Cree que esto podría causar una división interna en el grupo?

No estoy seguro. Ha habido muchos asesinatos contra figuras o miembros de Hamás. Es parte de la estrategia. Israel no solo ataca directamente a los implicados, sino también a la población en general. Para Israel, cada palestino es un objetivo justo, tanto si se trata de un líder militar o político como de un ciudadano medio o de mujeres y niños. Cada familia palestina tiene decenas de muertos y heridos. Esto demuestra que el objetivo de Israel es atacar indiscriminadamente, porque en el pasado hemos visto que cuando quiere lo hace con gran precisión. Lo hizo, por ejemplo, con el líder de Hamás Marwan Issa. Lo hizo en Beirut con el asesinato de Saleh al Arouri, en su apartamento. Si quisiera, Israel podría haber evitado muchas muertes; pero eso iría en contra de su estrategia. 

En las últimas semanas también han aumentado las tensiones a nivel regional. ¿Cree que Irán continuará con su guerra proxy en Líbano, Yemen y Siria, o estamos ante el comienzo de una guerra a mayor escala?

Es posible que la escalada sea inminente porque en Gaza confluyen muchos intereses. Es increíble que la comunidad internacional esté dispuesta a iniciar una guerra regional en lugar de responsabilizar a Israel y detener el genocidio en Gaza. Los aliados de Irán en la región fueron muy claros al anunciar que detendrían sus ataques cuando Israel detuviese los suyos en la Franja. Así que la solución para evitar una escalada es sencilla: detener la guerra y el genocidio en Gaza. 

Parte de la población israelí se ha mostrado muy crítica con la figura de Netanyahu. Sobre él recae la responsabilidad de los fallos de seguridad que propiciaron el ataque sorpresa del 7 de octubre, el fracaso en la liberación de los rehenes y múltiples juicios por corrupción. ¿Hasta qué punto la guerra en Gaza, y ahora una posible guerra contra Irán, actúan como cortina de humo?

Netanyahu sabe que su supervivencia política depende de la continuación de la guerra. Esto ayuda a entender por qué está tratando de prolongarla, a pesar de que hay desacuerdos internos dentro de Israel. Netanyahu está básicamente manteniendo al mundo entero como rehén de su propia vida política. Por eso me parece increíble que el resto del mundo no se dé cuenta de ello y no lo detengan. Estamos siendo exterminados a causa del futuro político de una persona. 

No quiero terminar sin preguntarle acerca de las Naciones Unidas. Tanto en Ucrania como en Gaza no han sido capaces de imponerse como mediadores. En su opinión, ¿la ONU ha dejado de ser relevante?

Yo creo que sí. Naciones Unidas, como concepto, es relevante, pero no en su forma actual. Debe reformarse. 

¿A qué tipo de cambios se refiere?

Tenemos docenas de resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad que hablan de actuar en Palestina, pero nunca se han aplicado ni se han cumplido. Deberíamos empezar por garantizar que las decisiones de las Naciones Unidas se apliquen. En mi opinión, esa es la reforma más importante. Al mismo tiempo, creo que el Consejo de Seguridad sigue siendo un gran problema en las Naciones Unidas, y Palestina es quizá uno de los países que más ha pagado el precio de que el Consejo de Seguridad sea rehén del veto de ciertas potencias.

Las Naciones Unidas deberían reformarse para incluir a un mayor número de países del Sur —especialmente en el Consejo de Seguridad— o quizá para dar más poder a la Asamblea General, que es mucho más representativa en términos de participación de todo el mundo y no solo de unos pocos Estados.

Parece poco probable que los países con derecho a veto decidan renunciar a él.

Bueno, sí. No veo que les interese. Sin embargo, tiene que haber más presión para imponer esta reforma, y el Sur Global podría liderar el cambio en ese aspecto. En el Consejo de Seguridad, a través de los miembros no permanentes, los países del Sur Global ya están imponiendo resoluciones. No siempre lo consiguen, por supuesto, debido al veto, pero también hay otras vías de presión como la Asamblea General o la Corte Internacional de Justicia. 

Terminemos hablando de otra agencia de la ONU, la UNRWA. En un comunicado reciente dijo que solo tiene fondos para seguir funcionando hasta junio. ¿Qué cree que pasará?

La UNRWA es esencial. Es uno de los principales distribuidores de ayuda en la Franja de Gaza, si no el principal. Es el más organizado, el que más material, instalaciones y capacidades tiene para entregar esa ayuda. También prestan servicios esenciales a los refugiados palestinos fuera de Gaza: en Cisjordania, en Jerusalén y en los países vecinos de la región. Así que la UNWRA es fundamental.

Muchos países, entre ellos Estados Unidos, decidieron dejar de financiarla a raíz de la acusación de Israel de un supuesto vínculo con Hamás.

No es la primera vez que Israel trata de liquidar a la UNRWA. La administración Trump también empujó en esa dirección en el pasado. Algunos países están revirtiendo la decisión y vuelven a destinar recursos. Se han dado cuenta de que, una vez más, los israelíes les han mentido presentando acusaciones falsas para intentar deshacerse de la UNRWA. Ante esto yo digo: si quieren deshacerse de las ayudas, den a los refugiados palestinos el derecho al retorno. De esa manera no las necesitarán. 

El activista Zaid Amali ha acudido a Barcelona para asistir a una conferencia organizada por el Cidob. Anna Surinyach

Israel retiró sus tropas del interior de Gaza en 2005 y desde ese momento reforzó todo el control de la Franja por tierra, mar y aire. Israel creía tener todo bajo el control de sus increíbles sistemas de seguridad pero, ante la mirada de sus drones y cámaras de vigilancia, Hamás se armó, construyó una Gaza subterránea y le golpeó por sorpresa el 7 de octubre.

Desde ese día los israelíes han impuesto un bloqueo aún más fuerte que se extiende a los medios de comunicación. Ni Israel ni Egipto permiten el acceso de la prensa internacional a la Franja y, como en todo conflicto, la lucha en el campo de batalla discurre de la mano de la lucha por el relato.

Los periodistas que han podido entrar lo han hecho empotrados con unidades de combate israelíes o con servicios médicos. Las incursiones han sido puntuales y controladas por quienes las organizan.

Israel bombardea a la población palestina y bombardea al mundo con información oficial a través de sus portavoces militares y políticos. Los datos que salen de la Franja son “mentira” porque los ofrece “el ministerio de Salud de Hamás”, los datos e informes de agencias de la ONU como UNRWA son “mentira” porque “es un órgano más al servicio de Hamás”… Todo lo que no encaja en su narrativa del conflicto “es Hamás” y punto. No hay más que añadir.

Frente a estas “mentiras”, Israel ofrece cada día comunicados y ruedas de prensa con su verdad y el argumento central de la autodefensa. Después de casi cinco meses de un cerco al más puro estilo medieval, el hambre golpea a la Franja y al menos diez niños han muerto por desnutrición y deshidratación, según UNICEF. Estas muertes se producen mientras el Ejército comparte en redes sociales su “verdad” a base de mensajes como “la entrada de ayuda no tiene límites” o estadísticas sobre los cientos de camiones que entran por el paso de Rafah.

Hamás difunde comunicados y graba vídeos con sus operaciones. Los islamistas también han grabado a los cautivos que tiene en su poder, toda una campaña de guerra psicológica para presionar al enemigo con estos mensajes directos a unas familias que están rotas después del largo cautiverio.

Miles de periodistas hemos pasado desde el 7 de octubre por Israel y, tras acreditarnos ante el Ministerio de Información, hemos tenido acceso a diferentes viajes organizados por las autoridades de este país a los kibutz atacados por Hamás. Aquí se puede oler la sangre, caminar entre la destrucción y compartir el dolor de las familias por sus seres queridos.

Gaza solo se puede ver desde la distancia, como una película de terror que discurre tras la cortina de un cine y de la que solo escuchamos el rugido lejano de las explosiones y el vuelo a baja altura de los cazas. Una cortina que tapa las muertes, las ruinas, el llanto y el hambre de los gazatíes. Una cortina perfectamente custodiada por Israel y Egipto para tener el control del relato y que ninguna imagen, crónica o entrevista les incomode demasiado.

El bloqueo informativo impuesto desde el exterior lo rompen los periodistas palestinos. Israel ha puesto a los informadores en su punto de mira y justifica cada asesinato selectivo porque les considera miembros o colaboradores de  Hamás. El “todo es Hamás” ha servido al Ejército como argumento para asesinar a 89 informadores y trabajadores de medios, según el último balance del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ por sus siglas en inglés).  Pese a no permitir la entrada de reporteros desde el exterior, Gaza es ya el conflicto más sangriento para la prensa de todos los que ha documentado el CPJ.

Al material de los periodistas en Gaza hay que añadir los informes de las organizaciones humanitarias que trabajan sobre el terreno y las agencias de la ONU. Estos trabajos reflejan una realidad alejada de la “verdad” de Israel y dibujan un panorama de desastre humanitario sin precedentes. Porque Gaza no es un lugar cualquiera, es un lugar cercado por tierra, mar y aire, un lugar en el que Israel está vengando la masacre del 7 de octubre con un castigo colectivo a toda una población a la que trata como cómplice de Hamás.

En la Franja esperan el alto el fuego y sueñan que coincida con el mes sagrado del Ramadán. ¿La entrada de prensa internacional? No parece que esa cortina de la vergüenza vaya a levantarse en breve, pero cuando lo haga Gaza explotará ante nuestros ojos. Gracias al trabajo y a las vidas de los colegas locales y de las organizaciones humanitarias, nadie podrá decir que no le avisaron de lo que trataban de ocultar Israel y Egipto al resto del mundo. 

Hace dos años, Ihor acudía cada día a una base militar de Kiev para pedir que le permitieran luchar en el frente. Por entonces, sobraban voluntarios. Ahora, apenas sale de su casa por temor a ser reclutado y terminar muerto en el campo de batalla a los pocos días. Es solo su historia, pero su transformación podría ser la de cualquiera que se crea a salvo de la guerra. Un treintañero con una profesión liberal, que ahorraba parte de su salario precario para viajar durante los veranos por el sur de Europa y que cuando cayó el primer bombazo en frente de su casa sustituyó su lengua materna, el ruso, por el ucraniano, y empezó a mirar con recelo a quienes no hicieron lo mismo. Un joven que dedicaba aquellas primeras noches de crujir de ventanas y de sirenas insomnes a estudiar tutoriales online para producir piezas con impresoras 3D que convirtiesen los drones en armas con las que bombardear los tanques del Kremlin. Un chaval al que no le había interesado la política hasta aquel 24 de febrero y para el que el presidente Zelenski se convirtió, de inmediato, en su mayor ídolo y esperanza.

El mismo Ihor —y a la vez tan distinto, tan envejecido, tan cínico, tan cansado— que ahora, dos años después de que comenzase la invasión rusa, me escribe para decirme que muchos soldados pagan a sus superiores para que no les envíen como carne de cañón al frente porque ni siquiera tienen apoyo de artillería, que cada vez resulta más difícil escapar de las redadas y de los checkpoints destinados a “cazar hombres” porque no hay recambio para los soldados muertos, que los varones que encuentran a menos de cinco kilómetros de la frontera son, rápidamente, sometidos a un reconocimiento médico y enviados a combatir, que algunos periodistas de investigación que han publicado información crítica sobre el Estado han sufrido espionaje y amenazas, que el presidente ha destituido al jefe de las Fuerzas Armadas porque le hacía sombra, que la corrupción lo carcome todo, que borra algunos de los mensajes después de enviármelos porque tiene miedo, porque chequean las redes sociales, porque ya nada va a ir a mejor. Le pregunto a qué se refiere y me responde con otra pregunta: “¿Qué puede pasar en un país dividido con tantos civiles armados?”

Su testimonio no representa la opinión mayoritaria de la población de Ucrania —si esta se puede discernir en un país en guerra—, solo la suya, en este momento, en su relación conmigo, que no es más que un lienzo en blanco en el que puede desahogarse sin temer represalias, juicios de valor, reproches. Su rabia tampoco es una justificación de la invasión rusa. Todo lo contrario. Si hay algo que permanece intacto en Ihor desde que lo conocí en 2022 es la aleación de dolor y de odio provocada por el régimen de Putin, que lo blinda en un estado permanente de alerta, desconfianza y crispación. Pero el análisis de Ihor sobre la degradación de la situación en Ucrania tampoco es único, ni siquiera exclusivo de su país: es el ciclo natural de la guerra, un negocio que incluso cuando nace de la legítima defensa, como en este caso, termina convirtiéndose en un motor mismo de la violencia.

En febrero de 2023, durante el primer aniversario de la invasión, viajé a los alrededores de Bajmut, donde se libraba la que entonces Zelenski presentaba —y presentábamos los periodistas— como la batalla crucial para el desenlace del conflicto. Sin embargo, en las aldeas atrapadas entre los combates, donde permanecían los ancianos y ancianas que preferían morir en su cama antes que en un lejano cuarto compartido con desconocidos, o en los cementerios donde las madres y padres lloraban la muerte de sus hijos, o en las ambulancias donde trasladaban a los soldados heridos, allí nadie hablaba de ganar la guerra, solo de que se hiciera lo necesario para que acabase cuanto antes.

Un año después, la batalla supuestamente determinante ha sido la de Avdivka, y ya nadie habla de contraofensiva porque los aliados de Ucrania solo le prometen el armamento justo para defenderse y le advierten que difícilmente podrá recuperar el 18% del territorio controlado por las tropas del Kremlin. El objetivo ahora, dicen, es mantener posiciones para, en algún momento, estar en condiciones de negociar. Para ello, el Parlamento quiere aprobar una ley que elimina eximentes para la movilización de nuevos reclutas. “Es una ley inconstitucional y que favorece la corrupción”, me escribe Ihor, en consonancia con las apreciaciones que ha realizado el Comité anticorrupción de la Rada Suprema, el Parlamento ucraniano.

Al principio de la invasión, a pocos les importaba la constitucionalidad de las leyes. Es más, el mismo lhor habría exigido que se encerrase de por vida a quienes intentaran evadir su deber de defender al país. Pero ahora no le domina el terror de morir en cualquier instante, la guerra se siente llevadera desde Kiev y cuando piensa en sus amigos y conocidos muertos en el Donbás se incendia pensando en los hijos de la oligarquía que siguen viviendo a todo trapo en el extranjero.

Ucrania no solo necesita armas de la Unión Europea, sino un acompañamiento exigente para que la guerra lanzada por Rusia no termine convirtiendo en un régimen autoritario al que sigue siendo uno de los países más corruptos de Europa —pese a los numerosos ceses realizados por Zelenski para que esto cambie—. Lo último que merece el pueblo ucraniano es ser víctima, además de los crímenes de lesa humanidad de Putin, de la corrupción de algunos de sus mandatarios y del abandono de los nuestros. Como escribió Wislawa Szymborska, “después de cada guerra alguien tiene que limpiar”. Ya que el fin de la guerra no está solo en sus manos, exijamos a Zelenski que airee Ucrania de los vestigios despóticos soviéticos para defender su democracia de la única forma posible: construyéndola.

Lo esencial para entender al ser humano te asalta, abofetea y asfixia a cada paso en Palestina. Ni la hospitalidad, ni la generosidad ni la entereza de su gente es capaz de sembrar algo de esperanza ante tanto dolor. Si el genocidio nazi sigue haciéndonos recelar de nuestra propia naturaleza y atormentándonos con las preguntas esenciales —cómo fue posible y, sobre todo, qué habríamos hecho nosotros en esa situación—, el régimen de apartheid ejercido, entre otros, por descendientes de sus supervivientes aplasta como una excavadora cualquier tentación de autocomplacencia: somos animales que, cuando estamos heridos y traumatizados, somos capaces de destinar toda nuestra inteligencia a desarrollar los más sofisticados sistemas de tortura y aniquilamiento del otro. Como periodista, todo lo vivido y narrado antes y después de viajar a Palestina son versiones del mismo desastre, de la misma Nakba, del mismo exterminio. No porque el desgarro de una madre ucraniana o colombiana por la pérdida de su hijo sea menor, sino porque durante los 75 años de ocupación Israel ha diseñado, aplicado, perfeccionado y convertido en una industria multimillonaria las técnicas y tecnologías más retorcidas para que el tormento de todo un pueblo sea tan grande que le empuje a asumir que su única vía para la supervivencia es la aceptación del exilio o la sumisión.

La ocupación de Palestina comprende los elementos clásicos de una guerra, pero recrudecidos a lo largo de las décadas, cada vez más retorcidos en sus objetivos, normalizados gracias a la impunidad. Y, sin embargo, lo más difícil de explicar como periodistas no son las múltiples formas en que el Estado de Israel aniquila a la población de Gaza —los recurrentes bombardeos, el bloqueo, la pobreza—, sino el impertérrito y preciso sadismo con el que ha conseguido convertir cada parcela de la vida cotidiana de los palestinos de todos los territorios ocupados en un calvario. Y cómo para ello ha creado una lengua de eufemismos administrativos destinada a deshumanizar a los niños, niñas, hombres y mujeres palestinos para convertirlos en “terroristas” y “animales”. Dos conceptos que dirigentes y parte de la ciudadanía israelí repiten ahora constantemente ante cualquier micrófono para justificar la anunciada limpieza étnica de la Franja, pero que los palestinos llevan escuchando a diario, desde hace décadas, en los puestos de control en los que les roban el tiempo y el dominio sobre sus vidas, en los tribunales militares donde condenan a niños por tirar piedras y a sus padres por manifestarse, en las cárceles en las que languidecen más de 1.200 hombres, mujeres y niños sin cargos ni juicio, en sus escuelas cuando las derruyen, en sus casas cuando las derriban, en sus plantaciones cuando las arrancan, en sus pozos cuando los soterran, en su mezquita Al Aqsa cuando la policía sionista irrumpe en pleno Ramadán, e incluso en sus entierros, cuando los colonos o los soldados los matan.

“Cada día morimos. A veces me digo que es mejor que mi hermano fuese asesinado. Ahora estará en un sitio mejor. Y a salvo. Porque aquí, lo puedes ver, no hay nada”. Así me resumió Waed Ayyad la vida de los palestinos en el este de Jerusalén. Su hermano, de quince años, fue abatido a tiros por un ultraortodoxo. El colono disparó desde la ventana de la casa arrebatada a una familia palestina en la que sigue viviendo, a unos pocos metros de la de Waed. Ella, entonces, se formó como terapeuta para tratar a los niños traumatizados por las detenciones, las redadas en mitad de la noche, el aislamiento y la incomunicación con sus padres.

Israel no solo ha convertido Gaza en la mayor cárcel a cielo abierto del mundo, sino que cualquiera que haya recorrido Jerusalén Este o Cisjordania sabe que es difícil escaparse de la sensación de estar en un campo de detención. El apartheid israelí busca recordar a los palestinos, cada segundo, que malviven bajo su control, vigilancia y, sobre todo, bajo una implacable discriminación y segregación. Para ello, su Ejército y su Policía ejercen violencia física, psicológica y simbólica para quebrar a sus víctimas de manera individual y colectiva. Y pese a que colonos y soldados han asesinado a más de 200 palestinos en Cisjordania entre enero y agosto de este año —37 de ellos niños—, pese a que cada vez son más los asentamientos ilegales que fragmentan y aíslan las poblaciones de Cisjordania, pese a que cada vez es más violento el acoso contra los palestinos de Jerusalén y a que cada vez es mayor la malnutrición, la desesperación, la miseria y todo lo que abarca la crisis humanitaria de la Franja de Gaza, nunca había sido menor la atención mediática sobre la situación palestina hasta el injustificable y atroz ataque cometido por Hamás. Israel había conseguido su objetivo: que el mundo asumiese que los recurrentes pogromos contra el pueblo palestino eran su normalidad. Por ello, para volver a ser noticia, Israel ha tenido que responder a los crímenes de guerra cometidos por Hamás con bombardeos indiscriminados contra la población civil de Gaza y el anuncio de una limpieza étnica. Después de eso, ¿qué más hay?

Todos los grandes horrores y aberraciones que un Estado puede infligir contra un pueblo las hemos documentado en Palestina varias generaciones de periodistas. Conscientes de cómo el trauma de la persecución y del exterminio nazi ha convertido a las víctimas en victimarios, quizá sea el conflicto en el que los medios son más escrupulosos a la hora de incorporar el el contexto y la compleja realidad del pueblo israelí. De hecho, el apoyo incondicional de la Unión Europea a Israel y a su impunidad no se puede entender sin la mala conciencia de Alemania por el pecado capital.

Pero también hay un Israel que exige el fin de la ocupación, el respeto de los derechos humanos de los palestinos y la convivencia en paz. Algunos de ellos, ancianos ya, conservan tatuado en su piel el número de recluso de los campos nazis. Una minoría estigmatizada, perseguida y, cada vez más, amenazada por los fundamentalistas que gobiernan el país y por los colonos, que ostentan un poder político sin precedentes. “Es más necesario que nunca ser compasivos con todas las víctimas y, a la vez, firmes en la defensa de que todas las vidas humanas son igual de valiosas”, me decía en estos días de barbarie mi amigo Jeremy Milgron, rabino defensor de los derechos humanos. “¿Cómo le decimos a la gente que los terroristas que cometieron la terrible masacre el pasado sábado son hijos y nietos de refugiados que fueron expulsados de donde están los kibutz atacados? Sus descendientes volvieron con los corazones llenos de ansia de venganza por las vidas que han llevado ellos y sus familiares. Los israelíes no hicimos ningún esfuerzo por atender sus justas demandas. Y cuando no respetas la necesidad básica de justicia, no vas a encontrar una respuesta civilizada?”, añadía, días después, eligiendo cuidadosamente las palabras con un sosegado racionalismo humanista. Y concluía: “Tengo miedo de lo que pueda pasar estos días”

Un miedo muy distinto al que llevó a parte del pueblo de Israel a levantar muros para encerrar a los palestinos sin darse cuenta de que eran ellos los que se emparedaban en un racismo y un odio viscoso que, como la ocupación, lo anega todo.

La única vía para salir de esta espiral de violencia es que, por una vez, Estados Unidos y los países miembros de la Unión Europea dejen de amparar al ultrarreaccionario Gobierno de Israel, impulse una refundación de la Autoridad Nacional Palestina e imponga, a través del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, una vía para las negociaciones de paz.  

De lo contrario, dentro de un año, de diez o de cien, seguiremos escribiendo sobre padres abrazados a sus bebés muertos, niños acariciando los rostros amortajados de sus madres, morgues atestadas, manifestantes con los tobillos acribillados, nuevos campos de refugiados, pero también de israelíes asesinados, coches bomba y atentados en países supuestamente alejados. Todas las guerras seguirán siendo versiones de la madre de todas las guerras, la que incendió en 1948 Israel con el inicio de la ocupación y la que 75 años después la comunidad internacional sigue sin querer sofocar.

El hierro es duro, pero en el mar Mediterráneo es más frágil que la madera o el plástico. La irrupción de las pateras metálicas, mal soldadas y proclives a llenarse de agua, es la última metáfora visual del desamparo de las miles de personas que cada año intentan llegar a Europa a través del mar. 

Como cada verano, la mejora de las condiciones climatológicas favorece que haya más salidas. Pero esta semana las llegadas se han disparado. Todo ello pese a la insistencia de la Unión Europea en su estrategia de externalización de fronteras. A los acuerdos con Turquía, Marruecos o Libia se ha sumado ahora el de Túnez, que incluye una partida de más de 100 millones de euros para detener las salidas de sus costas. El fracaso de fiar la “seguridad” de las fronteras europeas a terceros países continúa, pero, sobre todo, continúan las muertes y la confirmación de que este es el capítulo más negro en la historia reciente de Europa. Más de 1.700 personas desaparecidas en el Mediterráneo en 2023; más de 27.800 desde 2014. 

Parece que todo sigue igual, pero no es así. Empeora. La fotoperiodista Anna Surinyach se ha embarcado en una misión de la oenegé Open Arms para documentar la situación de las personas que intentan cruzar el Mediterráneo. A bordo del Astral no dejaron de sonar alertas en apenas cuatro días. Una cacofonía de la desesperación y la imposible coordinación para salvar vidas. Los avisos se sucedían por el canal de emergencias en alta mar. Se oían mensajes, entre otros, de pescadores tunecinos y de Radio Lampedusa, la estación de coordinación marítima de esa isla.   

“La barca está llena de agua. Quizá alguno se ha caído al agua”. 

“Debe prestar socorro, debe rescatar a las personas que han caído al agua”. 

“¿Cuál es la posición de esta barca que se está hundiendo? Debe darme la posición”. 

“¿Pero hay todavía personas en el agua? ¿Las han sacado? Si hay personas en el agua, deben sacarlas”.

“Lo he entendido, lo he entendido, gracias. Pero no podemos hacer otra cosa. Son realmente muchísimos. No tenemos medios para poder llegar inmediatamente a todas partes”.  

La ciudad tunecina de Sfax se ha convertido estos días en el principal punto de salida de las embarcaciones. En el Astral no recuerdan tantas salidas desde 2016, cuando la mayoría de las pateras partían de Libia. Los rescates son siempre complicados, porque decenas o cientos de personas se hacinan en pequeñas barcazas. Las pateras metálicas han añadido urgencia y peligro a estas operaciones. 

“Las embarcaciones de hierro se han empezado a ver en los últimos meses y ahora son mayoritarias. Tienen una estructura débil, están muy mal hechas. Hemos visto incluso que las juntas de hierro están mal soldadas y les ponen un tipo de silicona para intentar que no entre agua”, dice Gerard Canals, jefe de la misión. 

Este es un relato de la misión de rescate del Astral a través de las imágenes de Surinyach. 

Martes 1 de agosto. Primer día de navegación. Empiezan a llegar alertas. Una patera metálica con 40 personas a bordo, entre ellas mujeres y niños, está en peligro. Esta perspectiva acuática no es demasiado habitual, porque la mayoría de imágenes se toman desde los barcos. La visión desde el mar ayuda a entender mejor la angustia de las personas que viajan en embarcaciones precarias. El objetivo es no caer al agua, pero la amenaza es constante. 

El Astral se acerca a la barcaza. El equipo de rescate, formado por Felip Moll, patrón de la lancha, y Juanjo Cebrià y Gloria Tena, socorristas, reparte chalecos salvavidas. Había entrado mucha agua en la patera. La mayoría de las personas son de Guinea y Burkina Faso. La patera se mueve mucho y da la sensación de que va a volcar. “Las embarcaciones hinchables y las de madera, que son las que más se veían antes, son más estables. Las de goma a veces se pinchaban, pero incluso en ese momento podían mantener a gente a bordo. Las metálicas son más parecidas a los cayucos y son más inestables. Van de lado a lado. Tienen un francobordo muy bajo. Tienes que intentar acercarte sin tocarla para no crear movimiento lateral. He visto algunas que incluso se doblan. Cuando están cargadas y viene una ola, se deforman y el agua entra por el punto central de la barca”, explica Moll.

La barcaza metálica finalmente se hunde. El Astral fue el primer barco que se acercó a la patera y la protegió. El rescate se hizo en coordinación con la Guardia de Finanzas, encargada de la seguridad de las fronteras. “Se veía claro que tenía un francobordo muy bajo. Aseguramos a todos y les dimos chalecos. Vino la Guardia de Finanzas y se intentó abarloar”, dice Moll. El movimiento hizo que pronto la barcaza se llenara de agua y se hundiera. La gente cayó al agua. El Astral lanzó una balsa flotante y churros. La Guardia de Finanzas lanzó aros salvavidas. Afortunadamente, no hubo ningún muerto, pero el episodio sirve para explicar la fragilidad cada vez mayor de estas barcazas a la deriva; ahora metálicas, pero más débiles que nunca. 

El Mediterráneo Central está lleno de pateras vacías. Casi no se ven embarcaciones neumáticas, que eran las más habituales, sobre todo entre 2015 y 2017, cuando partían principalmente de Libia (ahora lo hacen desde Túnez). Sí las hay de madera, y acostumbran a llevar a más personas a bordo. La Organización Internacional de las Migraciones, que depende de Naciones Unidas, sospecha que el incremento de las muertes en el mar está directamente relacionado con la irrupción de estas pateras metálicas. En ellas acostumbran a ir las personas con menos recursos, casi siempre de países del África negra. Es una dinámica que se repite también en los pesqueros, por ejemplo, donde el precio que se paga a los traficantes varía según el lugar que se ocupa. Los que pagan menos se van a la bodega. 

La primera patera que encontramos el segundo día en el mar es de madera, más segura que las metálicas. En ella viajan 25 personas, todas de Túnez. Salieron del puerto de Sfax. En la embarcación van familias enteras que huyen de su país.

Ninguna de las personas que viajan en la embarcación de madera lleva chalecos salvavidas. Lo primero que hace el equipo de Open Arms es repartirlos para darles seguridad en caso de que caigan al agua. 

Vaya tiene dos años y se resiste a ponerse el chaleco. Viaja con su padre, Mohamed, y su madre, Semna, embarazada de ocho meses y medio. 

Ammal viaja con su marido y sus dos hijos; uno de ellos tiene cáncer. 

Aisha tiene tres años y  viaja con sus padres y su hermano. Se rompió el brazo hace unos días. 

Cuando la lancha de rescate del Astral se acerca, Semna tiene contracciones de parto. La enfermera a bordo del Astral, Marta Barniol, decide trasladarla al barco, porque parece que el parto ha empezado. El Astral contacta con las autoridades italianas, que le piden que embarque a todas las personas y las traslade a Lampedusa. 

La enfermera Marta Barniol y el jefe de operaciones, Gerard Canals, hacen una ecografía a Semna y observan sufrimiento fetal y que el bebé estaba atravesado. Su anterior parto había sido por cesárea. Barniol explica que la deshidratación aceleró las contracciones, pero que tras rehidratarla por vía intravenosa estas se detuvieron. Después del desembarco en Lampedusa supimos a través de una activista italiana que la hija y el marido de Semna fueron trasladados a Palermo. Pero no nos llegó ninguna información sobre ella. 

Después del rescate, Aisha y Yahya son reconfortados por su madre. Ya están a salvo, a bordo del Astral. Son una familia tunecina. En los últimos años ha crecido el número de personas que salen de Túnez. Desde sus costas parte tanto población tunecina como de otros países africanos. 

La oenegé Open Arms tiene ahora mismo dos barcos operativos (hay otro en el puerto de Barcelona): el Astral y el Open Arms. El Astral, más ligero, acostumbra a acudir a socorrer a las embarcaciones en peligro para asegurar su posición y evitar que naufraguen, a la espera de que otros barcos procedan al rescate. El Open Arms, con más capacidad, sí que lleva a los rescatados a los puertos italianos asignados.

Al principio, mientras el Astral seguía en puerto esperando el permiso de salida, la Guardia Costera y el barco Open Arms se coordinaban para hacer múltiples intervenciones que resultaron en 777 personas rescatadas. Pero, por primera vez, cuando por fin pudo salir el Astral tuvo que rescatar y descargar a decenas de personas en Lampedusa y volver al mar el mismo día para rescatar de nuevo. Un síntoma de la falta de recursos en el mar. El equipo de Open Arms no recuerda tanto movimiento desde 2016, cuando en un solo día el Astral llegó a tener a más de 2.000 personas a su alrededor.

Hace mucho viento y las olas golpean contra esta patera. Es muy inestable. Viajan en ella 41 personas, todas ellas del África negra (Camerún, Burkina Faso, Costa de Marfil). Después aparecen dos barcazas más, todas metálicas. El triple rescate se alarga durante unas tres horas. La oscuridad de la noche siempre complica los rescates. Si el tiempo no acompaña, la situación es aún más difícil. En total son rescatadas 134 personas.

El Astral ha hecho en dos días consecutivos dos desembarcos en Lampedusa, con un total de 202 personas rescatadas. Los relatos de los supervivientes una vez a bordo son duros. Virgine, una mujer embarazada de ocho meses procedente de Camerún, cuenta que sufrió mucho en la ruta, especialmente en Argelia. La mayoría critica las duras condiciones de vida en Túnez, donde vivían escondidos. Algunos dormían en la calle. Desde hace años, Argelia lleva a cabo una campaña sistemática de deportaciones de personas del África negra. El pasado mes de julio dieron la vuelta al mundo imágenes de una madre y una hija muertas y abandonadas en el desierto en la frontera entre Túnez y Libia (aparecieron luego otras fotografías similares de más personas). Los ataques racistas en Túnez se suceden. El norte de África se está convirtiendo en un lugar cada vez más inhóspito para quienes llegan de los países de más al sur. 

A Lampedusa no dejan de llegar aviones cargados de turistas. El verano de los refugiados es diferente. El Nadir, barco de rescate de la oenegé Reqship, espera en el puerto de Lampedusa a que las personas rescatadas puedan ser desembarcadas. Mientras, las llamadas de socorro no cesan. Se espera mal tiempo en los próximos días. Si las condiciones climatológicas no son buenas, el riesgo de naufragio es mayor. Faltan recursos y voluntad para salvar vidas, pero en realidad todo este esfuerzo, aunque colosal, solo es una tirita. Todas las personas que cruzan el Mediterráneo están en riesgo. Lo que falta es una alternativa política y humana para que esto no siga ocurriendo. 

Tailandia necesitaba divisas y el entonces ministro de Interior, Prapas Charusathiarana, tuvo la terrible idea de promocionar a sus mujeres como mercancía para atraer el turismo. “Será bueno para la economía”, dijo. Eran los años 60 y el resto es historia: la industria del turismo sexual explotó, generaciones de jóvenes sin recursos descendieron sobre los barrios rojos de Bangkok, Phuket o Pattaya y el país se enfrentó, a partir de los años 80, a una de las mayores epidemias de sida del mundo. 

Aquella política siempre fue absurda, no solo porque promovía la explotación de la mujer desde el Gobierno, sino porque Tailandia tenía las playas, la comida, la naturaleza y el legado histórico para ofrecer al visitante una oferta turística difícil de igualar en el mundo. El país se ha pasado las últimas dos décadas tratando de revertir el error y mejorar su reputación, con relativo éxito. La prostitución infantil fue perseguida con contundencia y el país organizó en los 90 una de las campañas más efectivas para frenar el avance del sida. El turismo sexual ha continuado, pero fue minoritario entre los 40 millones de visitantes que Tailandia recibió en 2019. 

Y entonces llegó el covid. El virus arrodilló a la floreciente industria turística y millones de personas perdieron sus puestos de trabajo. Tailandia reabrió en 2022 y ha buscado desde entonces maneras de atraer de nuevo a los extranjeros. El vicio vuelve a ser visto como parte de la solución. Tras una ausencia de ocho meses, al volver al país me he encontrado puestos de venta de marihuana en cada esquina. Literalmente. El gobierno legalizó el uso para fines medicinales en 2018 y el año pasado despenalizó la planta con calculada ambigüedad, abriendo la veda para todo el que quiera fumar. La hierba se ofrece ahora en puestos de comida callejeros, food trucks, pequeñas tiendas y otras tipo McDonald’s, con pantallas que publicitan los productos con carteles iluminados.

La medida ha convertido a Tailandia en una rareza oriental. Asia es el continente con las leyes más duras contra el tráfico y el consumo de drogas. Entre las viejas heridas del continente están los efectos del opio, una adicción que Occidente promovió, debilitando a sus sociedades. Británicos y franceses defendieron el comercio con dos guerras a mitad del siglo XIX, en las que China perdió, entre otras cosas, Hong Kong. 

La transición de tolerancia cero a barra libre de marihuana está siendo difícil. Los hospitales reportan un aumento de ingresos por brotes psicóticos y efectos no deseados. La medida tiene escaso sentido para potenciar el turismo, al menos occidental: los extranjeros ya tienen fácil acceso a la marihuana en sus países. Pero comparado con las recetas del ministro Charusathiarana y su idea de comerciar con las mujeres tailandesas, un colocón masivo puede considerarse un mal menor. 

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