La ira es lo que cuenta. La amargura es como un cáncer, “se come a su huésped”, decía Maya Angelou. Por eso hay que dejarla a un lado y estar cabreado y usar esa ira: “Escribirla. Pintarla. Bailarla. Hacerla marchar. Votar con ella. Hacer todo con ella. Comunicarla. Nunca dejar de hablar de ella”. Y yo no la puedo acallar. Me hierve la sangre, me queman las manos, las tripas se me revuelven y la lengua parece ensancharse y sofocarme. Es la ira. La Ira. T. me escribe y me dice: “Si no sobrevivo, haz lo que puedas por ellos”. Su esposa y su hijo. Él en Rafah, ellos refugiados en Egipto. Y la ira se me mueve desde las uñas, que se clavan en la palma de la mano, a los dedos y de ahí, venas arriba, por los brazos hasta los hombros, que se contraen y se estrechan alrededor del cuello forzándome a decir en alto: «Si no sobrevivo…». Aparto el teléfono y pienso la ira, hablo la ira, escribo la ira… “Si no sobrevivo…”. Si no sobrevive. Es uno entre un millón y medio. Está enfermo de hambre y de hepatitis y yo siento náuseas y hago un esfuerzo por tragar la ira que del esófago se desplaza hacia el estómago. «Si no sobrevivo…». ¿Alguna vez habéis planeado la vida sin vosotros?
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