Siempre me ha parecido una paradoja que el rostro de la democracia en Egipto, el activista Alaa Abdel Fatah, y el presidente del país, Abdel Fatah al Sisi, compartan nombre. Como si se miraran en un espejo. Sisi, en el palacio presidencial, codeándose con jefes de Estado y Gobierno. Alaa, pudriéndose en una celda durante la mayor parte de los pasados doce años bajo acusaciones falsas. Como en un cuento de hadas, el líder de la república árabe pregunta al cristal vidriado, y este le devuelve la imagen del ingeniero de software, “símbolo de la libertad, la dignidad y la democracia. Alaa representa todo lo que el régimen egipcio no es”, me decía hace ya diez años Gamal Eid, abogado fundador de la Red Árabe para la Información de Derechos Humanos (ANHRI), que fue obligada a cerrar.
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