Son tres. La mayor, de ocho años, con trenzas de un dedo de ancho que le caen hasta la mitad del rostro en el que se acomodan unos dientes recién estrenados y algún hueco aún por rellenar. La mediana, de cinco, está a la vez en todas partes: ahora subiendo por la pierna de su padre, luego a la espalda de su madre, un momento después junto a la cámara… Se parte de risa y se tapa la boca con la mano, como para que no se le escape. La más pequeña tiene poco más de dos y llora y se queja si su padre, Ali Ahmed, no la coge en brazos. Pero en seguida se cansa y demanda a su madre, que la carga con una sonrisa mientras se sienta en la manta sobre el suelo que hay en la habitación en la que reciben a los invitados. Una sala polivalente que hace las veces de sala de estar y cocina, aunque el infiernillo hoy lo han trasladado al cuarto que comparten los cinco. Allí, en el dormitorio, guardan los documentos importantes.
Son una familia como la suya o la mía. Como sus vecinos, pero de Sudán, ese país africano rico en minerales, oro y terreno cultivable.
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