En el camino

Nos mezclamos con los refugiados y contamos su ruta por Europa

En el camino
Anna Surinyach / MSF

Esto no es un reportaje. Por eso lo incluimos en la sección de Newsroom, de la redacción por dentro, de cómo hacemos las noticias.

Ya lo hemos contado, nosotros y otros. En crónicas, perfiles, reportajes. En documentales web. Con cámaras aéreas. Mediante infografías y fotografías. Incluso a través de los mismos fotógrafos. Se ha comentado en los micrófonos de la radio. Se ha visto en los telediarios. Y luego se ha esfumado.

Esto es un intento desesperado de conectar con el lector: de agarrarle de la mano y llevarle por la ruta que siguen los refugiados en Europa. Seguramente esto ni siquiera es periodismo: solo un relato en primera persona de lo que hemos visto mezclándonos con los refugiados, caminando con ellos por senderos oscuros, subiendo en los mismos autobuses, esperando para entrar en campos, haciéndonos fotos con ellos, a veces quedándonos en sus mismos hostales. Convivimos con ellos hasta que se olvidaron de nuestra presencia.

Éramos tres. Me acompañaban los fotoperiodistas Anna Surinyach y Edu Ponces (a quien le he robado el título de esta pieza). El objetivo era elaborar una serie de reportajes para Médicos Sin Fronteras. Esto fue lo que vimos.

Material de viaje de Anna Surinyach.

Turquía

Empezamos el viaje en Kilis, uno de los principales puntos de entrada de refugiados sirios a Turquía. Cuánto ha cambiado Kilis en los últimos años. Qué poco ha cambiado. Cuando la visité por primera vez, en 2012, muchos refugiados ya vivían fuera de los campos: en garajes, pisos, parques públicos. Desde Kilis, sobre todo por las noches, se podían ver y oír los bombardeos del régimen sirio al otro lado de la frontera, en las zonas rurales de la provincia de Alepo. Unos fuegos artificiales que recordaban a los refugiados el infierno del que habían escapado, pero que también servían para iluminar una verdad: estaban cerca de Siria.

“Volveré”.

Decían todos.

“Quiero volver”.

Dicen ahora.

Fui a Kilis de nuevo en 2013 (dos veces) y en 2015. Seguí encontrando, entre las víctimas, a niñas y adolescentes en silla de ruedas a causa de ataques o bombardeos (niñas y adolescentes, en plural: sí). Por las calles de la destartalada ciudad continuaban circulando sirios, turcos, sirios, turcos. Pero algo había cambiado. Los refugiados, muchos, habían perdido la esperanza de que la guerra acabara pronto.

Los que tienen menos recursos se quedan atrás. Los que pueden, se van. A Europa.

Nosotros viajamos en avión a la isla griega de Lesbos. Menos de 300 euros.

Ellos, los que huyen de la guerra, se gastan mucho más dinero que nosotros. Una vez en Turquía, pagan más de 1.000 euros por ser transportados en camiones hasta localidades turcas costeras y desde allí subirse a una frágil embarcación, cruzar el Egeo y jugarse la vida.

Grecia

Un bote lleno de refugiados llega a las playas griegas. Octubre de 2015. Anna Surinyach / MSF

No paran de llegar embarcaciones neumáticas con hasta sesenta refugiados a bordo. Tardan unas pocas horas en cruzar, según las condiciones meteorológicas. Esto es Skala Sikamineas, en el noreste de la isla de Lesbos. Varios coches patrullan por las polvorientas carreteras que bordean la costa. Cuando se acerca un bote, los automóviles aparcan en el borde de la playa y una nube de socorristas, voluntarios y fotógrafos recibe a los refugiados. Se abrazan madres e hijos, llega gente con heridas, otros se cambian la ropa. Grupos de griegos organizados se quedan con la gasolina y el motor de las embarcaciones.

Es solo el principio.

Los refugiados son trasladados en autobuses a un campo en la isla. Allí, esperan (siempre esperan). Luego les llevan al centro de Moria, donde se registran y esperan en un campo caótico, repleto de cantinas (otra vez, el negocio alrededor de los refugiados) y basura. Se pagan entonces un taxi al puerto de la isla, donde compran un pasaje para ir en ferry a Atenas.

El ferry que lleva solo a refugiados cuesta 60 euros.

El ferry que lleva a turistas (y también a refugiados) cuesta 48,5 euros.

Nos subimos a un ferry y allí conocemos a una pareja palestina de segunda generación que vivía en el campo de refugiados palestinos de Yarmouk, en las afueras de Damasco. Cuando nos metimos en el mismo ferry, en 2013, solo había una treintena de refugiados. Ahora, el barco va lleno: los niños duermen a pierna suelta en un rincón, las mujeres descansan a su lado, sentadas. Los hombres fuman.

Atracamos en Atenas. Seguimos a los refugiados palestinos, que van en un grupo más amplio de sirios. No hay tiempo que perder: se suben a un autobús que va directo a Idomeni, en la frontera con Macedonia. Pese a algunas muecas de los vendedores de los billetes de autobús, nos conseguimos colar. Los refugiados saben que somos periodistas, pero a estas alturas todos nos reconocen como compañeros de viaje. Ocho horas después estamos en Idomeni. Allí reciben asistencia humanitaria. Una de sus necesidades más apremiantes no es comida o agua (muchos ya tienen dinero). Quieren WiFi. Cargar su móvil. Con los smartphones se orientan durante la ruta siempre que encuentran un punto de conexión, envían mensajes de voz a través de WhatsApp a familiares y amigos, preguntan a contactos cómo está el camino, más arriba, donde todo, contra todo pronóstico, empeora en lugar de mejorar.

Espera en un campamento a las puertas de Macedonia. Edu Ponces / MSF

Los Balcanes

Una vez en Macedonia, intentamos meternos en el tren que los lleva a la frontera con Serbia, ese tren desvencijado, tan balcánico, que este verano apareció en la prensa atestado de personas. Estuvimos unas tres horas durmiendo en el tren, esperando su salida, pero antes de partir el revisor nos expulsó, así que tuvimos que ver amanecer y después tomar varios autobuses comerciales para llegar a la frontera.

Intentamos reunirnos con el grupo al que seguíamos. Nunca sucedió. Cuando llegamos a Serbia, ellos ya estaban en Austria.

No tuvieron tanta suerte (¿se puede llamar así?) los refugiados con los que coincidimos en Serbia.

Ya en Serbia, el río de gente circula por una vereda de tierra rodeada de campos. Hay inclinación del terreno, bandera macedonia al fondo. Unos periodistas ingleses usan un drone para capturar el momento cinematográfico, de éxodos, de instante histórico. Los taxistas serbios intentan convencer a los refugiados (que no saben cuánto deben caminar) para llevarlos al punto de registro, en Presevo (Serbia). Tarifa: diez euros por persona. A unos minutos caminando hay autobuses gratuitos que les llevan al mismo lugar.

Desde Presevo, de nuevo, nos metimos en el autobús de refugiados (con WiFi) destino a la frontera croata. Constantes controles policiales. Muchas paradas para comer y descansar. ¿Qué está pasando? Hungría ha cerrado sus fronteras. Los refugiados que antes hacían el trayecto Serbia-Croacia-Hungría-Austria ahora tienen que desviarse y pasar de Croacia a Eslovenia. Se está acumulando gente en las fronteras. Las consecuencias de este desbarajuste las veremos después.

El civismo y la paciencia de los desinformados refugiados es apabullante. En el autobús, ronquidos. A mi lado, una madre cansada de llevar a su bebé en las pantorrillas me pregunta cómo hacer llamadas. No sabe cuál es su número. Le han debido de vender una tarjeta SIM griega que ya no funciona.

Llegamos junto a decenas de autobuses a la frontera. La gente empieza a caminar. La policía serbia grita. Yala. Yala. Yala. Es la forma que tienen los árabes de pedir a alguien que se dé prisa.   

Vamos. Idos de aquí.

Frontera

En la frontera entre Serbia y Croacia vimos escenas de desesperación. En la parte de Serbia, la zona de tránsito no estaba preparada para alojar a nadie. No había tiendas de campaña. La basura afloraba a nuestro alrededor. Cayó una tromba de agua y la gente dormía bajo plásticos, se envolvía en relucientes mantas térmicas, tiritaba de frío. La frontera croata estaba cerrada porque se estaba reorganizando el flujo de refugiados hacia Eslovenia. Fueron horas dramáticas. También innecesarias. Es evidente que la situación humanitaria en, digamos, Níger es mucho más dramática: la desnutrición acaba con la infancia. Pero aquí había otra cosa, la gente se sentía humillada, los mismos que antes sonreían al ver la cámara de un fotógrafo ahora se tapaban la cara. Unas 3.000 personas varadas bajo la lluvia, después de jugarse la vida en el mar y cruzar varios países donde el timo y la desinformación se cernían sobre ellos.

Entre esos miles de personas había una mujer que tuvo un ataque de ansiedad al reencontrarse con un familiar bajo la lluvia. Tuvo que ser atendida. Mientras observaba la escena, sin saber muy bien qué hacer, una afgana empezó a hablar conmigo. Sus hijos estaban tiritando. Me imploraba que le ayudara a cruzar la frontera, decía que yo tenía el poder para hacerlo, me agarraba de la mano, lloraba, tú puedes hacerlo, vamos a hacerlo.

Ancianos, personas con discapacidad en sillas de ruedas, bebés, adolescentes. Los más jóvenes intentaban pasar delante de todos. Es la ley del más fuerte.

Refugiados esperando bajo la lluvia y el frío en la frontera entre Serbia y Croacia. Octubre de 2015. Anna Surinyach / MSF

Unas horas después, tras tensiones con la policía y la acumulación de centenares de personas frente a una valla tras la cual se avistaba la bandera de Croacia y de la Unión Europea, se abrió la frontera. Había dejado de llover. En unos minutos, la desesperación dio paso a la desolación. No quedaba nadie: solo mantas bajo el lodo, mochilas, peluches que habían hecho todo el trayecto con una niña hasta quedarse aquí, basura, charcos, plástico.

Volvimos en avión a Barcelona. Nosotros podemos decidir cuándo y cómo volver. Ellos, no.

Estaba destrozado físicamente: falto de sueño, con dolor de cabeza, sin saber exactamente lo que me pasaba. La ropa, para tirar. Como si me hubieran arrancado la dignidad. Solo unos días con ellos habían bastado para estar así. Me siento culpable al escribirlo, porque no hace falta decir que cualquier tipo de comparación con ellos sería pura hipocresía.

Mi mente seguía en el camino. Y más allá. Escuchaba las voces de los refugiados sirios que los últimos cuatro años me contaron la guerra, me contaron su guerra, me contaron su voluntad de seguir. Sus voces se mezclaban con ruidos de alta mar, con gritos de los subsaharianos que conocí en el Mediterráneo, huyendo de Libia en botes inflables.

Buceaba entre mis recuerdos hasta que, dos días después de mi llegada a Barcelona, recibí algunos mensajes de la pareja palestina a la cual habíamos perdido el rastro en Macedonia.

“Estamos bien, hemos llegado a Múnich. Nos alojamos en un hotel. Es bonito”.

Me embargó una sensación de descanso, como si yo también hubiera llegado a un sitio desconocido, al final del camino, a un destino.

Mi calzado después de seguir la ruta. Agus Morales

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