Leones

Apuntes de viaje desde la arena

Leones
Xavier Aldekoa

Hay veces que la única relación entre dos puntos distantes de un mapa es un miedo absurdo. De esos que da vergüenza admitir tiempo después y se tapan con arena. O con lo que se tenga a mano. En mi caso, sí, con arena.

Abril de 2013. Botswana. El todoterreno avanza haciendo eses por el desierto del Kalahari. Jumanda va al volante. Gato viejo y bosquimano de la nariz al dedo gordo del pie, se incorpora en el asiento para ver el color de la arena unos metros más adelante. Si observa un punto menos blanco de lo normal, acelera, levanta el pie del pedal justo antes de entrar en la trampa de arena y deja resbalar el coche hasta que, por inercia, vuelve a tierra firme.

(Todo esto me lo explica él, claro. Yo solo veo arena por todos lados).

En una de esas, el 4×4 no llega al final y nos quedamos trabados. Jumanda ni siquiera intenta acelerar. Solo conseguiría hundir aún más las ruedas. (De nuevo esto me lo dice él, pero este tipo de apuntes normalmente se obvian para aparentar que uno domina situaciones así. Pero tal). Como Jumanda baja del coche y se pone a sacar arena de debajo de las ruedas, yo hago lo mismo. Cada pocos segundos, se incorpora un poco y mira al horizonte. A un lado y al otro. Miro también en la misma dirección y solo veo arbustos y arena, así que yo sigo en modo perro buscando hueso. Como Jumanda repite el gesto continuamente, a la quinta o sexta vez le pregunto:

—¿Qué hay, Jumanda? ¿Qué ves? —Nada. No hay nada. Vigilo que no haya leones cerca.

Yo pongo cara de conejo deslumbrado y él se explica. Una vez, dice, se quedó atascado en un lugar similar, y se dio cuenta de que, a apenas 200 metros, dos leonas acechaban detrás de unos arbustos, a punto de saltar sobre él. Se encerró en el coche varias horas.

Hasta que sacamos el coche de allí, saqué un máster en observación de arbustos.

Noviembre. 2015. Chad. Ibra es un chófer novato y se nota. Y de asfalto, además. No tiene ni idea de cómo llegar al campo de desplazados de Dar es Salaam, así que se pierde más de una vez. “¿Preguntamos?”, le digo. “Ça va, ça va”, responde. El campamento, donde viven 8.000 refugiados nigerianos que han huido de la violencia de Boko Haram, está situado a doce kilómetros del pueblo más cercano, Baga Sola, a orillas del lago Chad. Son doce kilómetros de arena, lagos secos, arbustos y muchas vacas y camellos. El día antes, la banda fundamentalista ha enviado a dos niñas a hacerse explotar a un pueblo cercano y un militar me ha admitido lo evidente: “Los terroristas de Boko Haram están por todas partes”. Dice que usan mujeres y niñas para los ataques suicidas porque pueden disimular mejor los cinturones bomba debajo de las túnicas y la gente sospecha menos de ellas. Aunque no es una práctica nueva, la presión militar de los últimos meses ha multiplicado este tipo de ataques. Con los ejércitos de Nigeria, Chad, Níger y Camerún al acecho, los atentados suicida son una táctica difícil de repeler y crean el pánico en las filas enemigas.

Pienso en todo eso cuando, en medio de la nada, el todoterreno patina por la arena, el motor lanza un soplido y se cala sin piedad. Clac. “Adiós”, pienso. Cuando Ibra empieza a apretar el acelerador cual Stoichkov sobre Urizar —o Pepe sobre Messi, tanto da—, jugueteo con la fina distancia entre la prudencia y la idiotez y no le digo nada durante unos segundos. “Igual lo saca”, pienso. Cuando las ruedas han girado tanto sobre sí mismas que debemos de estar a punto de aparecer en Nueva Zelanda, le digo que lo deje, que la hemos liado. Salimos del coche y empezamos a sacar arena de debajo del todoterreno como locos. Bueno, yo como loco; Ibra se lo toma con más calma. Cada pocos segundos, levanto la cabeza y no precisamente buscando leones. “Esos bárbaros por aquí no están”, me digo. Pero me lo repito tantas veces que hasta yo empiezo a dudar. De detrás de un arbusto aparece un hombre con turbante amarillo y bigote y se acerca. Yo empiezo a pensar que lo de los leones de Botswana no era para tanto. El hombre habla en árabe con Ibra, se arrodilla y empieza a sacar arena en otra de las ruedas. A la media hora, aparece en el horizonte la silueta de seis mujeres. Se acercan. Todas llevan velo y unas túnicas de colores perfectamente holgadas. Debajo de estas telas, pienso, se podría esconder un autobús.

Empiezo a sudar, o quizás ya sudaba, pero en ese momento soy consciente de ello.

Les sonrío con toda la bondad que me cabe en los dientes y de nuevo debo poner la mirada de conejo deslumbrado, porque ellas me miran y se ríen.

Las mujeres hablan con Ibra y se distribuyen a cada lado y detrás del vehículo. Nos ponemos a empujar ellas seis, el tipo del turbante y yo. Ibra ha regresado al volante. Al cuarto intento, el vehículo se desplaza e Ibra acelera en cuanto nota que el todoterreno vuelve a tener agarre. El coche se mueve, avanza y llega hasta una zona de tierra dura y hierbajos. Salvados. A mí ya no me queda camiseta sin mojar. Mi pinta debe ser tan descomunal que las seis mujeres no guardan ni las formas. Me miran, hablan entre ellas y se descojonan. Literal.

Ibra me dice que ellas van también al campo de desplazados de Dar es Salaam y hasta allí aún queda un buen trecho, así que les invitamos a ir con nosotros. Me coloco en el asiento de en medio y ellas se ponen a mi alrededor. De nuevo en marcha, pienso que he disimulado el acojone con mucha dignidad y hago un par de selfies para enseñarles las fotos y hacerlas reír. Se descojonan y me dicen cosas, pero no las entiendo.

Yo también me río mucho. Demasiado. Con un gesto exagerado, un pelín desencajado y casi estúpido. Ese gesto después de comprobar que solo había arena y no leones.

Apuntes de viaje desde la arena. Xavier Aldekoa

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