Oriente Medio, Oriente roto

Lee el prólogo del libro de Mikel Ayestaran que recorre una región sumida en el caos

Oriente Medio, Oriente roto
Mikel Ayestaran

R.: De todas las coberturas de los últimos años, ¿cuál te has quedado con las ganas de hacer?

M.: Voy donde quiero. Hasta ahora, no ha habido un sitio al que realmente quisiera ir y al que no haya ido. Y desde 2006, desde que estoy en esto, he estado en todos los saraos que se han montado en mi zona, que va de Túnez a Pakistán… Algunos la llaman Ayestaranistán. No me he perdido ni una de las coberturas importantes.

Es un fragmento del diálogo que mantienen Ramón Lobo y Mikel Ayestaran en el libro Guerras de ayer y de hoy, editado por 5W. Desde hace más de una década, Ayestaran no se ha perdido ni una de las noticias de impacto en la región: de los breaking news, como le gusta decir a él. Es el enviado especial por antonomasia, el periodista que siempre llega el primero (o de los primeros) al lugar de los hechos.

Ahora ha decidido parar un momento, echar la vista atrás y publicar con Ediciones Península Oriente Medio, Oriente roto (a la venta aquí), que recoge una década de periodismo de guerra que le ha llevado a Georgia, Irak, Afganistán, Pakistán, Egipto, Túnez, Jordania, Libia, Israel y territorios palestinos.

El prólogo es íntimo y emocionante, y lo ofrecemos aquí en exclusiva.

PRÓLOGO de ‘Oriente Medio, Oriente roto’

Saqba, enero de 2012 – Jerusalén, noviembre de 2016

El Mercedes 300 de color negro aparca en medio de lo que en su día fue una plaza. Los sacos terreros impiden el avance. Llueve y hace frío, mucho frío. Cuando ponemos un pie fuera del coche suena el primer disparo. Lejano. “Yala, yala” (“Vamos, vamos” en árabe), nos pide el veterano conductor sin perder la compostura, invitándonos a salir lo antes posible. Sigo a Richard y a Tom. No quiero ni mirar. Un año después del comienzo de las protestas contra el presidente Bashar al Asad la violencia ha estallado en la periferia de Damasco, pero nadie sabe muy bien lo que ocurre y queremos verlo. Los opositores denuncian masacres. Edificios altos carcomidos por las balas, destrozados por la artillería, pasto de las llamas se abren ante nosotros, y nos perdemos por callejuelas guiados por vecinos que salen de la nada y nos piden que les acompañemos. Los disparos suenan cada vez más cerca. No se puede parar. Vamos en fila de a uno y volamos de portal en portal. La gente nos suplica que entremos y miremos. No quiero verlo, no quiero verlo. Están allí, cuerpos y más cuerpos metidos bajo las escaleras… Los portales son morgues en las que los vecinos de Saqba, a las afueras de Damasco, entierran a sus muertos provisionalmente hasta que puedan hacerlo en el cementerio. El Ejército ha prohibido los funerales públicos porque todos terminan en protestas contra el Gobierno, nos cuentan. Los francotiradores hacen imposible que volvamos a la calle, así que ahora avanzamos de edificio en edificio por los butrones abiertos como protección de las balas. Pasamos por el interior de viviendas, y los niños nos miran sin tener muy claro qué pintan unos extranjeros allí. Richard quiere parar, tiene que tomar notas. Lo hace en un minuto. Un minuto eterno. Al final se ve la luz y corremos hasta el último gran boquete, en una pared que desemboca en una escuela. Allí espera lo peor. Una fosa común con siete cuerpos de milicianos del Ejército Sirio Libre con evidentes signos de tortura. No sé cómo enfrentarme a esa escena con la cámara. Cómo hacerlo con dignidad. Tengo ganas de vomitar, pero me contengo. “No hay heridos, solo muertos.” En los últimos cuatro días la situación está siendo de guerra abierta, nos dice Mohamed, el guía improvisado que ha salido de una de las casas y nos ha llevado hasta este lugar. Nos muestra uno de los cuerpos, maniatado y sin ojos, y otro con la cara quemada y una gran herida en el cuello. “No ha habido piedad”, dice antes de volver a cubrir los cadáveres. Asegura que hay fosas comunes como esta por toda la localidad. Los vecinos entierran a los caídos en patios traseros, sótanos, huertos… Tan solo en este patio de colegio afirma que hay más de una veintena de muertos. Tim se acerca a la fosa y se fija en las manos moradas de uno de los muertos. Esa es su fotografía de la escena. Ni una más. Un joven subido al muro de la escuela nos grita que nos demos prisa.

En el camino de regreso a la plaza vemos que ha corrido la voz sobre la presencia de prensa en la zona. Mohamed desaparece entre las calles mientras nosotros tratamos de seguir el mismo camino que nos ha llevado a la escuela. Un joven llamado Karim nos sigue y nos pide que paremos un segundo. Quiere hablar, pero a solas. Lleva el rostro tapado por una capucha. Está muy confuso. Maldice y agradece a la vez la existencia del Ejército Sirio Libre porque “todo esto es culpa de ellos. El precio por la libertad es muy alto, pero dijeron que nos protegerían y ahora han desaparecido. Apenas tenían armas. ¿Qué creían? El Ejército y la seguridad del régimen vuelven a estar en Saqba. ¿Qué será de nosotros?”, se pregunta en voz alta, aterrorizado. Dos ojos llorosos sobresalen bajo el capuchón negro. No teme dar su nombre, pero pide hablar a solas “porque aquí tampoco hay libertad para decir que no estás de acuerdo con la oposición”. Atrapado entre dos fuegos, como la silenciosa mayoría de Siria desde el inicio de la revuelta contra el Gobierno, Karim repasa con la mirada el estado de un barrio devastado por los combates. Nos despide con un fuerte abrazo.

El reportero Richard Beeston en Siria. Mikel Ayestaran

Ya somos conscientes de que en la Siria actual se pasa de un sofisticado restaurante en el centro de Damasco a una zona de guerra en apenas unos minutos de taxi. Tras recorrer los mismos portales llegamos a la plaza y vemos nuestro coche al fondo, detrás de una barricada formada por sacos terreros. Frente a la mezquita las pintadas contra el régimen han sido tachadas; la pintura negra sobre las letras rojas que se perciben debajo está aún fresca. Como las operaciones militares, el borrado de los grafitis sirve para apagar de manera temporal los incendios revolucionarios. Para llegar al coche hay que abandonar la protección de los edificios y correr.

Richard va el primero y vuela. Yo cierro el trío. Cuando estamos en mitad de la plaza suena el primer mortero. El conductor permanece impasible en el interior del Mercedes. Podría haberse largado de este lugar, pero no lo ha hecho, y gesticula con las manos para que nos demos prisa. ¿Más prisa? El segundo mortero retumba cuando ya hemos alcanzado el coche, y le siguen varias ráfagas de ametralladora. Richard y Tim van directos al maletero y sacan sus chalecos y cascos. El tiroteo ya es serio. “Si la oyes, no es para ti”, recuerdo que me dijeron los rangers la primera vez que trabajé junto a las tropas estadounidenses al sur de Afganistán. Que así sea. El conductor arranca el motor y Tim, bien pertrechado se sienta en el asiento delantero con la cámara. Richard se percata de que yo no tengo protección y sin dudarlo un segundo se quita el chaleco y casco y me los da. “No me van a servir de mucho, me quedan unos meses, pero si me pasa algo esta mañana no se lo cuentes a mi mujer —me dice al oído con su voz grave, que se impone a los tiros, mientras me ajusta el velcro del chaleco—; no se lo cuentes a mi mujer nunca.” Subimos al coche y enfilamos la calle principal, convertida en una especie de tierra de nadie entre las fuerzas del régimen y los grupos de la oposición, que intercambian disparos y cohetes.

El conductor no pierde los papeles y sabe cómo sacarnos de allí. Recorremos calles muertas, desiertas, bajo el sonido permanente de explosiones y balas. Tiene la sangre fría de reducir la velocidad cuando hay que hacerlo, ya que nos aproximamos a un puesto de control del Ejército. Es la única salida de Saqba. Los soldados que custodian la zona registran todos los vehículos. Les extraña ver extranjeros, pero están tan ocupados con las operaciones que no nos ponen problemas, ni nos piden permisos del Ministerio de Información. “La culpa de todo es de Catar y Arabia Saudí; quieren destrozar Siria, pero no podrán con nosotros. Por favor, contad la verdad, lo que veis con vuestros ojos, no lo que dictan nuestros enemigos”, nos dice a voces un militar antes de permitirnos seguir nuestro camino de regreso a Damasco. Asentimos con la cabeza. Una vez en la autopista, volvemos a respirar, y yo abrazo a Richard, un gigantón al que la enfermedad ha dejado calvo, pero también ha dado una tregua para poder ser testigo de la guerra en Siria. Una tregua que aprovecha al límite.

Las palabras de Richard Beeston mientras me ajustaba el chaleco siguen resonándome en el oído. Su nombre, su cara y su pausa me vinieron a la cabeza cuando me puse a preparar este libro, un recorrido en primera persona, vital y periodístico, por los conflictos que he tenido el privilegio de cubrir desde que en 2005 decidí subirme a este bote con destino a lugares y a experiencias inimaginables para la “gente normal”. Privilegio doble por ser un testigo directo que ejerce un oficio que es más que un oficio, y por saber que una vez terminada la cobertura puedo volver a la seguridad de mi hogar. En mi casa no había tradición alguna en el mundo de las letras, ni siquiera en el del viaje, un paso previo que para mí supuso una auténtica universidad y al que aspiro volver algún día. Esa forma de viajar con tiempo, sin las prisas de los cierres que imponen los medios o la inmediatez de las redes sociales. También el viaje en zonas tranquilas, donde uno no tiene que estar constantemente preocupado por los puestos de control y los permisos, y sobre todo en lugares con los que la familia pueda quedarse tranquila. Mi madre nunca me ha dicho que no vaya a una guerra, pero su silencio lo dice todo.

Mis primeros viajes fueron de la mano de Astérix, Obélix y Tintín, compañeros todas las noches antes de dormir. Imposible saber las veces que he leído esas historias. Sus brújulas no apuntaban especialmente a Oriente Medio, pero ellos no paraban de viajar, y mi cabeza tampoco. Yo buscaba cubrir situaciones complicadas, guerras, revoluciones…, coberturas cuyo escenario actual es Oriente Medio. Por eso mi brújula apunta a esa región, porque es una zona con problemas que aparecen a diario en las noticias. No es la única zona caliente del planeta, ni mucho menos, pero sí la que no falta en las secciones de Internacional. Una parte del mundo étnica, política y religiosamente dividida, donde potencias mundiales y regionales dirimen sus diferencias a través de terceros países y en la que florecen grupos que llegan a erigirse en “amenaza global”, como Al Qaeda o Dáesh (El-Dawla al-Islāmīya fī al-ʕIrāq wa-al-Šām). Vivirlo, sufrirlo, tratar de entenderlo y contarlo se ha convertido en mi forma de vida. Esos países y esa gente llenan nuestros informativos, pero más allá de las noticias las personas que viven allí van a la escuela, se casan, sufren desastres naturales, hacen la compra, van al médico… Hay vida más allá de las malas noticias. No solo muerte.

Salimos vivos de Saqba y es lo primero que cuento en este libro, seguro de que la esposa de Richard no tiene nada que reprocharle. Tenía cincuenta años cuando le conocí, y vivió tres décadas de periodismo de trinchera desde que dio sus primeros pasos como periodista en The Daily Star, el diario libanés en lengua inglesa, durante la guerra civil del país del cedro. Allí empezó su idilio con la región, que culminó con su fichaje por The Times, para el que cubrió el bombardeo de la ciudad kurda de Halabja en 1988 a manos del régimen de Sadam Husein, informó de las dos guerras del Golfo, de Chechenia…, y desde 2008 era jefe de Internacional del diario londinense, pero un jefe que se manchaba los zapatos. Repaso los correos que nos cruzamos desde esa mañana del 30 de enero de 2012 en Saqba hasta que un año más tarde el cáncer le sacó para siempre de la trinchera y pienso en lo importante que es tener referentes en esta profesión. Siria es el conflicto más complicado y peligroso al que me he enfrentado, una guerra en la que es imposible hacer pronósticos y en la que hemos tenido una sorpresa tras otra. Me lo creo todo y no me creo nada, por eso trato de ceñirme a lo que veo y a lo que ven otros colegas de cuyos ojos me fío. Si los propios sirios no saben lo que está pasando en su país, ¿cómo vamos a saberlo nosotros? Siria ocupa una parte importante de este libro porque es un país que se ha cruzado en mi camino desde que eché a andar en esta ruta por los conflictos de Oriente y porque se ha convertido en mi universidad particular para analizar un conflicto irregular, en su máxima expresión. Pero este viaje tiene más paradas, como Irán, Líbano, Georgia, Irak, Afganistán, Pakistán, Egipto, Túnez, Libia…, pedazos imprescindibles de una vida de nómada guiada por la brújula de la actualidad por una región que se desangra como una enorme herida abierta.

El libro Oriente Medio, Oriente roto de Mikel Ayestaran está disponible en librerías. También se puede comprar aquí, a través de la tienda online de 5W. 

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