Abusos y atrocidades contra la población civil, miles de muertos, más de dos millones de personas desplazadas y muchas otras empujadas a la hambruna. La guerra en la región de Tigray, en el norte de Etiopía, ha cumplido un año con la amenaza de convertirse en un conflicto a escala nacional. En estos últimos doce meses, todos los bandos han cometido abusos graves y actos de una “brutalidad extrema” que pueden constituir crímenes contra la humanidad, según una investigación de la ONU. Sin embargo, es una guerra que ocupa pocas portadas: las dificultades de acceso y las restricciones impuestas por el Gobierno, además de agravar la situación humanitaria, limitan la información que llega desde el terreno.
El fotoperiodista argentino Eduardo Soteras, establecido en Etiopía desde hace tres años, es uno de los pocos reporteros internacionales que, con un equipo de la agencia AFP, documenta esta guerra desde sus inicios. “Nos despertamos un 4 de noviembre [de 2020] con la noticia del ataque al Comando del Norte del Ejército etíope, el inicio de las acciones militares y la promesa de una guerra ‘profiláctica’ y breve. No fue así”, cuenta desde Adís Abeba.
Aquel día culminaron meses de tensión entre las autoridades de Tigray y el Gobierno del primer ministro etíope, Abiy Ahmed. Este acusó al Frente de Liberación Popular de Tigray (FLPT) de haber atacado bases militares federales y ordenó una ofensiva aérea y terrestre en la región, apoyado por milicias de la región de Amhara en el oeste y por fuerzas eritreas llegadas desde el norte. Pese a que pocas semanas después el Gobierno aseguró controlar las principales ciudades de Tigray, la realidad es que el conflicto no ha hecho sino agravarse: un año y miles de víctimas después, el Gobierno federal ha declarado el estado de emergencia ante el avance del FLPT, que ya ha tomado ciudades situadas a menos de 400 kilómetros de Adís Abeba.
Las imágenes de Tigray que Eduardo Soteras ha realizado en los últimos doce meses muestran el terrible impacto del conflicto, aunque es solo una pequeña parte de lo que vio: la tarea de documentar lo que ocurre en esa región se topa con un muro construido a base de amenazas, restricciones y riesgos para la seguridad. “No importa que seas periodista acreditado. No puedes simplemente levantar la cámara y empezar a hacer fotos”, dice. Para todo se necesita un permiso oficial y, una vez en el terreno, las milicias tienen una estructura propia que funciona al margen de los poderes formales: “Puede que el jefe del estado regional te dé autorización, el secretario de comunicación también, el jefe de la línea de combate también; pero después vas con los milicianos, levantas la cámara y no te dejan trabajar”.
Soteras recuerda muchas escenas que no pudo fotografiar, desde multitudinarios funerales de milicianos en poblados amharas, hasta situaciones complicadas en la línea de combate. Tampoco hay prácticamente imágenes de las fuerzas del Ejército federal ni de combates, dadas las restricciones que impone el Gobierno de Abiy Ahmed. Y, a pesar de eso, sus fotografías condensan las complejidades del conflicto, los abusos y masacres, las injerencias, el desastroso impacto de la violencia.
A través de una selección de imágenes comentadas por él mismo, Eduardo Soteras nos adentra en una guerra cuya principal víctima es, como tantas veces, la población civil.
Esta fotografía es importante porque representa el comienzo del conflicto. En septiembre de 2020 el gobierno regional de Tigray decidió celebrar elecciones [al Parlamento regional y otros puestos], pese a que el Gobierno federal, que había decidido aplazar las generales por la pandemia, se opuso y las declaró ilegales; también declaró ilegal cubrirlas. Con AFP, por suerte, fuimos una semana antes y tuvimos la precaución de pedir una comunicación oficial para viajar. Dos o tres días después, otros colegas que intentaban ir a cubrirlas fueron detenidos en el aeropuerto. Con estas elecciones el conflicto empezó a desencadenarse.
En la imagen se ve a una mujer preparando su papeleta en la jornada electoral del 9 de septiembre en Tikul, a 15 kilómetros de Mekele, la capital de Tigray. Primero cubrimos la votación en Mekele y luego viajamos a este pueblo. Se votaba en una escuela rural que no estaba en el mejor estado. Nos pareció muy representativa, porque gran parte de la población etíope es rural; quisimos remarcar la división entre la ciudad y el campo.
Esta fotografía es del 8 de noviembre de 2020. Hacía cuatro días que el conflicto había empezado y tres desde que estábamos en la zona trabajando, con muchas frustraciones. Se necesitaban permisos y no podíamos bajarnos del coche cuando veíamos milicianos, que estaban por todas partes. La noche del 7 de noviembre nos detuvimos a pasar la noche en un poblado que quedaba a unos kilómetros de Gondar (en la región de Amhara). Gracias a nuestro conductor y a personas con las que hablamos pudimos hacer una entrevista a este miliciano, Zeleke Alabachew. El campo de trigo que se ve es de su propiedad. Nos citó allí y nos contó sus motivos para ir al frente. El ambiente era de nerviosismo, y claramente no éramos bienvenidos.
Esta imagen está tomada en Alamata, una ciudad históricamente en disputa entre la región de Amhara y la de Tigray, el 11 de diciembre de 2020. Gran parte de la población allí es amhara. El Gobierno estaba distribuyendo alimentos en esa zona, que había sido recientemente recuperada. La ciudad había sido totalmente saqueada —hoteles, coches, casas— por las tropas: el poder de facto no era ejercido necesariamente por el Ejército federal, sino por la milicia amhara [su aliada].
En nuestro segundo viaje a la región, a finales de noviembre, estuvimos en Humera, una ciudad en la frontera con Eritrea y Sudán. Para entonces ya teníamos un permiso para trabajar, pero la condición era que nos acompañara alguien del Gobierno, en este caso del Gobierno amhara. Humera había sido bombardeada y el ambiente era como del Far West: todo saqueado, los coches sin matrículas… La milicia lo controlaba todo.
Para mí era importante documentar el impacto de los misiles. Un hombre nos llevó a un grupo de casas al lado del cráter causado por un mortero. En una de ellas, dañada por el bombardeo, estaba la mujer de la fotografía. En ese mismo lugar, al menos dos mujeres y un anciano habían muerto por los morteros y disparos. Fue nuestro primer encuentro con víctimas, y también la primera vez que pudimos hablar con gente que nos contaba qué había pasado. Los misiles habían sido disparados desde el norte, lo que significaba que venían de Eritrea. Fue un momento muy representativo por ser el primer contacto con víctimas del conflicto y también con el hecho de que había injerencia extranjera —cosa que el Gobierno etíope entonces negaba.
Esta foto está tomada en las afueras de Bisober, un pueblo de unos 2.000 habitantes en el sur de Tigray, el 9 de diciembre de 2020. Es un miembro de las Fuerzas Especiales de Afar frente a una casa dañada durante enfrentamientos entre las fuerzas de Tigray y las fuerzas etíopes —que lograron tomar el pueblo en pocos días tras el inicio de la ofensiva.
Al llegar, lo primero que hicimos fue ir hasta el puesto de control para informar a los soldados de que estábamos allí y pedir permiso para trabajar. Antes de marcharnos recordé que no habíamos documentado nada de soldados, así que decidimos volver al control y quedarnos unos minutos fotografiando a los mismos que nos habían dado permiso para trabajar. Fue un poco absurdo por su parte que nos dejaran trabajar: si lees las entrevistas a los habitantes, en ese lugar comprobamos que los tigriñas se habían apostado allí meses antes de la ofensiva, o sea que sabían que esto se venía; y que mucha gente, sobre todo muchos jóvenes, murieron ejecutados por parte de las fuerzas federales.
Esta es una escena en la ciudad de Alamata, de nuevo durante la distribución de alimentos por parte del Gobierno el 11 de diciembre de 2020. La guerra se desató justo en la época de la cosecha, y estamos hablando de zonas y personas que tienen economías de subsistencia. No necesariamente cosechan y plantan para vender la producción, sino para su propio consumo. El conflicto creó una ruptura en un ecosistema que ya de por sí era frágil. Eso, agravado por el bloqueo, la falta de medicamentos y los desplazados por los combates, es una combinación terrible.
Esta imagen la tomé en el primer viaje que permitieron hacer a Mekele, la capital de Tigray, que entonces estaba bajo control del Ejército federal. Era el 28 de febrero. Llegamos a la ciudad de Wukro, al norte de Mekele, y la gente estaba desesperada por contarnos su historia. Tuvimos una reunión con líderes religiosos de esa zona y, cuando salimos, había unas 50 personas esperándonos. Tenían memorias USB en la mano con documentación de lo que había pasado cuando los eritreos llegaron a la ciudad: una memoria USB es un objeto que acá es muy caro, pero igualmente nos las daban.
Después fuimos a la iglesia y la gente nos estaba esperando para llorar —mostrar el llanto aquí es muy importante como parte del duelo— y enseñarnos las fotos de las personas que habían sido asesinadas en los meses anteriores por fuerzas etíopes y eritreas. Había una fosa común con los cuerpos de 81 víctimas. En algunos casos llegamos a entrevistar a padres de adolescentes a los que habían matado en medio de la calle mientras jugaban.
Ese mismo día fuimos al Hospital General de Wukro; una mujer estaba sentada en una sala que había sido saqueada, supuestamente por fuerzas eritreas. Esa fue nuestra primera experiencia documentando el paso de los eritreos por Tigray. Cuando visitamos el hospital nos encontramos con que se habían llevado colchones, computadoras, habían roto objetos…
El hospital de referencia de la zona es el de Mekele, la capital. En estos hospitales más pequeños se atiende solo lo mínimo y de ahí, si la ruta está bien, trasladan a los pacientes. Pero muchas de las personas que nos encontrábamos, sobre todo los niños, no podían llegar al hospital a tiempo. Caminaban hasta Mekele pero cuando llegaban ya era tarde, sus miembros estaban gangrenados y había que amputarlos, como el caso del niño de la siguiente foto.
Abel Guesh, de 8 años, resultó herido por disparos de artillería contra la aldea de Gerhu Sarna, en el centro de Tigray. Perdió los dedos de su mano derecha. Su tío afirmó que fueron miembros del Ejército eritreo los que dispararon. Para llegar al hospital de Mekele tuvieron que caminar durante medio día hasta que encontraron transporte.
La situación de los niños era muy dura, como también lo era la de las mujeres. Aquel viaje supuso nuestro primer encuentro con supervivientes de violencia sexual. Casos atroces, historias de no creer; en gran parte ya las hemos publicado. Ahí empezamos a entender que la violación estaba siendo usada como arma de guerra.
Esta fotografía del 26 de febrero muestra a una mujer, Beyenesh Tekleyohannes, llorando con un grupo de familiares en su casa de Dengolat, al norte de Mekele, al recordar una masacre perpetrada unos meses antes. A finales de noviembre, fuerzas eritreas acabaron con la vida de más de un centenar de civiles: llegaron a esta aldea, se llevaron a los jóvenes y los mataron al lado del río. Hubo mucha alevosía.
Esto es una muestra de lo que hablábamos antes: es difícil entender qué se puede documentar y qué no. Esto tuvo lugar en un viaje que el Gobierno interino —nombrado por el primer ministro, Abiy Ahmed– nos permitió hacer, lo cual llama la atención, porque fue la comprobación de una masacre perpetrada por fuerzas eritreas [aliadas del Gobierno]. En cualquier caso, la falta de acceso hace que no se informe del conflicto de forma adecuada.
En Bisober, el pueblo donde estaban los soldados de las fuerzas especiales de Afar, nos encontramos con que la escuela había estado ocupada por las fuerzas de Tigray desde mayo de 2020. Había una biblioteca completamente saqueada, en la que estaban unos niños leyendo. Los pequeños me acompañaron y me fueron enseñando otras cosas. En esta aula se pusieron a jugar. En un costado, abandonados encima de un banco, estaban los uniformes tigriñas.
Esta imagen fue tomada también en Bisober, y está relacionada con la pregunta de si esta guerra se está contando lo suficiente. Mientras mis compañeros de texto y vídeo hacían entrevistas, fui a caminar por la aldea y me encontré con un hombre que, más o menos, hablaba algo de inglés —yo no hablo tigriña ni amárigo. El hombre me fue mostrando el lugar y llegamos a una casa destruida; la mujer vino y tomé la foto. Pero el tiempo era muy escaso, iba corriendo, y no tengo el nombre de la mujer. Solo la imagen de ella con su casa derruida.