El derribo psicológico a los refugiados de Moria

Así fue la estrategia de chantaje y humillación para que los refugiados entraran en un nuevo campo tras el incendio de Moria

El derribo psicológico a los refugiados de Moria
Anna Surinyach

Esta cobertura forma parte de un proyecto con Ruido Photo bajo el título de Odio.

Caminaban en columnas en medio de la carretera bajo el sol, orgullosos, guiados por un espíritu de libertad y justicia. 

—¡No al campo! ¡No al campo! —gritaban.

Ahora caminan cabizbajos sobre el mismo asfalto, cargando bultos y maletas, con la mirada del preso que ve frustrada su fuga, haciendo cola con resignación para entrar en ese campo que tanto odian. 

¿Qué pasó entre ambas escenas?

Quedará para la historia —la historia de la isla griega de Lesbos, la historia de la mal llamada crisis de los refugiados, la historia del fracaso de las políticas migratorias europeas— el incendio del campo de refugiados de Moria, el mayor de Europa, en el que malvivían unas 13.000 personas. Se dirá que la mayoría —9.000, según la última cifra ofrecida por las autoridades griegas— fueron realojadas en algo más de una semana en una nueva prisión al aire libre: un antiguo campo de tiro del Ejército pegado al mar, casi golpeado por las olas, donde se montaron tiendas de campaña a toda velocidad desde el primer día. Se dirá que la Policía no usó la violencia, salvo en las manifestaciones del 12 de septiembre, durante las cuales lanzaron gases lacrimógenos. Se dirá que los refugiados se negaban a ir un Moria 2, que exigían ser reubicados en otros países europeos —y que no lo consiguieron, al menos a corto plazo. Pero quedarán en segundo plano, como tantas veces, las otras violencias que explican cómo se venció la voluntad de miles de personas envalentonadas e ilusionadas por un nuevo horizonte, por una vida sin Moria y todo lo que simbolizaba. La violencia del abandono humanitario, la violencia psicológica, la violencia que se sufre cuando te sientes tan pequeño y sabes que el otro es tan grande. 

Diez días en los que las autoridades ganaron la batalla a los refugiados.

Miles de personas acamparon en los arcenes de una carretera tras la quema del campo de refugiados de Moria.
Familias pasando la noche en el aparcamiento del supermercado Lidl. Anna Surinyach

El pasillo del hambre

Tras el fuego de Moria, la noche del 8 al 9 de septiembre, la mayoría salió con lo que pudo agarrar y se refugió unos kilómetros en dirección al mar, en un tramo de carretera litoral: los arcenes, gasolineras y supermercados se convirtieron en un nuevo campo provisional, una ciudad refugiada en la que los recién llegados enseguida instalaron sus rutinas, sus reivindicaciones, su dolor —también sus juegos. Trece mil almas hasta entonces encarceladas —Moria estaba en cuarentena desde hacía meses debido a la pandemia— son mucha vida: habría sido imprudente que la Policía cargara contra la multitud, que intentara despejar la carretera y llevara a los refugiados, no se sabe cómo, a otro lugar. La estrategia fue otra. 

Los extremos del corredor fueron bloqueados por las fuerzas de seguridad. Se dejaba entrar a la prensa de forma intermitente. En nuestra primera visita, el 11 de septiembre, la presencia de ayuda humanitaria y de oenegés era casi inexistente. No había reparto de comida —eso llegaría después. Las imágenes de tiendas construidas con cañas, gente alojada en el aparcamiento de un supermercado Lidl o frente a gasolineras valladas se tomaron y se difundieron, a menudo con el consiguiente subtexto: esto está pasando en la Europa del siglo XXI. El problema es que ya se han visto en Europa tantas humillaciones de personas refugiadas —naufragios, bloqueos fronterizos, abandono en el mar, devoluciones en caliente, gases lacrimógenos—, sobre todo desde 2015, que la indignación se ha apagado. Los días después del incendio de Moria son la consagración de este proceso. La normalización del sufrimiento refugiado. Antes se decía: es indignante que esto pase en Europa en pleno siglo XXI. Ahora se puede decir: es indignante, pero estas son las cosas que pasan en Europa en el siglo XXI.

Pero la cuerda se podía romper, y pronto las oenegés empezaron a tener más acceso a la ciudad-carretera de los refugiados. Se les dejaba trabajar pero no se les dejaba trabajar. Médicos Sin Fronteras, por ejemplo, logró instalar una clínica móvil, pero en algunos momentos la Policía bloqueó el acceso a sus trabajadores. La propia oenegé lo denunció en redes sociales. No fueron una excepción: lo mismo se hizo con la prensa. 

El primer mensaje a los refugiados fue: si os quedáis aquí, no habrá comida. 

Cuando por fin se hicieron distribuciones de alimentos, el caos se apoderó de la carretera. Se hacía una al día. Nunca había visto una distribución tan caótica como la del 14 de septiembre en Lesbos: ni en Sudán del Sur, ni en República Centroafricana, ni en Pakistán, ni en Afganistán, ni en la India, ni en la República Democrática del Congo ni en Filipinas. No por la actitud de las personas refugiadas, incomprensiblemente cívica, sino por el despropósito general y por la cantidad de gente que tenía que ir al mismo tiempo a recoger su comida. 

Reparto de alimentos en la carretera a la que huyeron miles de personas tras el incendio de Moria. Anna Surinyach

El Ejército daba las raciones a la oenegé EuroRelief y esta se encargaba de repartirlas, con voluntarios subidos a un vehículo dando instrucciones con altavoz. Conatos de peleas, calor insufrible —dos y media de la tarde—, nervios, empellones, distancias amigas del coronavirus. 

Una voluntaria con guantes y máscara antigás pasa por la cola para rociar con gel hidroalcohólico todas las manos —falsa sensación de seguridad. Una afgana se para a mi altura mientras miro anonadado el desastre. Muestra qué hay en la bolsa: dos botellas de agua, una manzana, macarrones, frutos secos, un puré de textura indescifrable. 

—Todo esto para ocho personas —dice Roqia Arabzadeh. 

Y luego, cuando le pregunto por el nuevo campo, sobre si va a ir, sobre si se lo está pensando:

—Estuvimos nueve meses en el anterior, así que en este…

Embarazadas en los arcenes

El mismo día de la distribución, veo por primera vez los panfletos que las autoridades reparten entre los refugiados. El primer mensaje otra vez: si no entráis al nuevo campo, no habrá comida.

“Su centro de estancia temporal está listo. Proceda, por favor, de forma inmediata a entrar en el campo. Su residencia en el campo es obligatoria para tener condiciones decentes de seguridad y de vida, por motivos de salud pública y personal, y para reiniciar su procedimiento de asilo. En el campo estará totalmente seguro. Se le ofrecerá techo, alimentación, agua, electricidad y objetos de higiene personal. Se dará prioridad a las familias y a los grupos vulnerables”. 

Segundo mensaje: si no entráis al nuevo campo, perderéis vuestros derechos.

“Los procedimientos de asilo se han reanudado con normalidad en el campo. Hemos preparado el campo para que pueda esperar de forma segura y salir de Lesbos lo antes posible, cumpliendo con el procedimiento legal. Solo en caso de que entre en el campo, los procedimientos para salir de Lesbos serán completados”. 

El tercer mensaje no se lee en el panfleto sino en la carretera: si no entráis al nuevo campo, no habrá atención médica. 

¿Cuántas embarazadas hay en esta carretera, tiradas en los arcenes? Decenas, centenares. ¿Cuántas madres con bebés no pueden darles el pecho, porque ellas mismas no se están alimentando? 

En uno de los arcenes, bajo una tienda de campaña, una afgana que está de casi nueve meses dice que tiene miedo porque ya perdió a su primer bebé y, aunque luego tuvo otro, ahora le aterroriza que le vuelva a pasar. 

—No pude llevarme nada. Salimos de Moria cuando empezó el fuego. Fue terrible. Después de aquella noche, tenía estrés, miedo. Ahora nadie me está ayudando. 

Zahra Nori es una de las decenas de embarazadas que acudieron a la clínica improvisada de Médicos Sin Fronteras durante los días que estuvo abierta en la carretera-ciudad refugiada.

—Hemos recibido pacientes que han sufrido los efectos de gases lacrimógenos —dice Marina Papatoukaki, comadrona de la clínica—. Es difícil, porque no podemos encontrar a nuestras embarazadas, las que veíamos en Moria. Algunas se han dado cuenta de que también estamos aquí y han empezado a venir. Viven en la calle, no tienen comida, no tienen agua. 

Dice Papatoukaki que en los días posteriores al incendio hubo una mujer que se puso de parto y a la que tuvieron que enviar al hospital, que también hubo abortos espontáneos —al menos tres—, que muchas embarazadas vienen porque están sangrando.

—No pueden vivir en campos como este, tienen que ser trasladadas a un sitio seguro para recuperar la dignidad y tener una mejor atención médica. Lo intentamos hacer lo mejor posible, pero es difícil para ellas estar bien física y mentalmente, porque no tienen un sitio para dormir. 

Así se organiza un derribo: arrebatando la dignidad, castigando el cuerpo. 

Zahra Nori espera pronto un bebé, pero está preocupada por el parto. Anna Surinyach
Zahra Nazari y su familia se vieron obligados a dormir en un arcén tras el incendio de Moria. Anna Surinyach

Una vecina de Zahra insiste en que la entrevistemos. También se llama Zahra, Zahra Nazari. Tiene 18 años y está embarazada de cuatro meses y quince días: lo dice con toda precisión. 

—Hace más de una semana que tengo problemas, fui al doctor y me dijo que estuviera en un lugar seguro, que no me moviera mucho. Aquí no estoy bien, hace mucho calor, tengo muchos problemas, sangro, debería estar en un buen lugar —dice Zahra—. Tengo muchas esperanzas puestas en mi bebé. Si le pasara algo, me quedaría muy triste. 

Le preguntamos si quiere ir al nuevo campo. 

—Queremos ir al nuevo campo cuando me sienta mejor. Cuando me cuiden y conozcan mi situación. Es mejor que estar aquí. 

Así tantos se van convenciendo. 

Se convencen las dos Zahras. Se convence el afgano aguerrido que el primer día jura que montará una guerrilla urbana para resistir el desalojo, el segundo día dice que prefiere no irse, el tercer día dice que le han dicho que el nuevo campo es aún peor que la carretera pero parece que no se lo cree, el cuarto día te pregunta si sabes cómo es el nuevo campo, y el quinto día te enteras de que ya está dentro. Se convence el solicitante de asilo ansioso, que no quiere perder la oportunidad de salir de la isla, que no quiere ser el tonto que se queda atrás. 

Así van entrando, uno tras otro. Hasta que un día, apenas una semana después de las primeras entradas, la carretera se reabre al tráfico y solo quedan los restos —cañas, basura, zapatillas, bandejas con restos de comida— de la resistencia. 

Pincel y esperanza

Hubo algunos cientos que no huyeron de las cenizas de Moria a la carretera. Hubo algunos cientos que se quedaron atrás, en los olivares que rodean el campo ya extinto; también en un complejo de la oenegé Team Humanity, un extraño oasis de paz en medio del caos. 

Pero la Policía tampoco se olvidó de los que estaban allí. Desalojó los olivares más cercanos a Moria, de donde huyeron despavoridos los refugiados que se pensaban allí bien escondidos, al margen del lío que se había montado en la isla, y que tras la operación policial se instalaron en aparcamientos de almacenes, en la zona semi-industrial que conecta Moria con el litoral oriental de Lesbos. 

El 18 de septiembre llega el golpe final en los olivares. Hay camioneros cabreados porque los refugiados caminan por la carretera, hay taxis y taxis y más taxis —los refugiados los toman para ir al nuevo campo—, hay furgones policiales, hay refugiados empujando contenedores de basura llenos de bolsas que no son de basura, que son sus maletas. Hay autobuses amarillos que circulan de forma implacable para bajarlos al nuevo campo y que no tengan que caminar —muchos lo hicieron los días anteriores. 

Refugiados cargan con sus pertenencias desde los olivares de Moria hasta el nuevo campo. Anna Surinyach

Se van también al campo Shukran y Lida Shirzad, una pareja afgana de pintores con la que he pasado mucho tiempo estos días. 

Conocí primero a Shukran, que en solo un par de días después de la huida había pintado un cuadro a partir de una fotografía del incendio: su forma de resistencia. Me contó que en Afganistán había participado en el reality show Voice of Afghanistan, uno de esos concursos donde hay unos jueces famosos que te dicen lo bien o lo mal que cantas y te elogian o te hunden en la miseria. Me contó que lo amenazaron, que huyó del país, que luego llegó Lida, que vinieron a Lesbos, que los metieron en Moria, que allí fueron profesores de la escuela Wave of Hope, un proyecto que llegó a tener más de mil estudiantes. 

Nos vimos otro día en el complejo de Team Humanity, cerca del campo incendiado, entre los olivares. Una gran tienda de campaña como paraguas, y bajo ella la suya, verde, tan pequeña. Shukran con su camiseta de un amarillo difuminado que se mezcla con manchas blancas, Shukran siempre con una sonrisa, Shukran siempre pensando en cómo retomar las clases, cómo seguir pintando.

—Cuando estábamos en Afganistán teníamos una escuela de dibujo y caligrafía. También estuve trabajando en muchas escuelas privadas. Nos pedían que fuéramos a las escuelas y pintáramos las paredes con motivos históricos, como los reyes de Afganistán. Actué en series y películas —dice Shukran—. Mientras estábamos filmando, una vez hubo dos explosiones. No hubo heridos. 

Le pregunto quién les atacó, me dice que fueron los talibanes. 

—Después de eso, me fui a hacer música, porque también soy cantante, y quería participar en Voice of Afghanistan. Aryana Sayeed, que es la cantante más famosa de Afganistán, se fijó en mí. Me eligió. Estaba interesada en mi voz. Es más difícil ir a la televisión para cantar que cantar para la gente, pero fue bien. Cuando salí en la televisión una y otra vez, empezaron los problemas. En la calle la gente se dirigía a mí, me decían que por qué hacía música, que por qué pintaba, que por qué hacía dibujos. Me amenazaron. Decidí salir del país.

Le pregunto quién lo amenazó, me dice que cree que eran los talibanes o Estado Islámico. 

Shukran pasó a Irán y luego a Turquía. Lida se unió a él en Ankara. De allí fueron a Lesbos juntos en barcaza. 

—Solo tenía lápiz, goma y libreta —dice Shukran.

—Y un color, el azul. Tirábamos la ropa, pero la libreta no —dice Lida, a su lado. 

Risas. 

Me cuentan que hicieron una exposición en la capital de Lesbos, Mitilini, y que en el incendio de Moria se quemaron más de 200 pinturas y 80 camisetas: camisetas que hacían Lida y sus estudiantes con estampados y dibujos y más dibujos. 

Les pregunto si se podrá reconstruir la escuela Wave of Hope, me dicen que no lo saben, porque nadie sabe qué va a pasar, dónde van a estar, pero que lo harán —ellos, todos los maestros— en cuanto tengan la oportunidad. Lida explica mejor, con una anécdota, de dónde sale esa fuerza de voluntad: un niño de siete años, cuando estaba en el aparcamiento del Lidl, en la carretera refugiada, después del fuego de Moria, gritó:

—¡Tengo que estar en la escuela! ¡Qué hago aquí en un Lidl! ¡Tengo que aprender! ¡Tenemos que ir a la escuela! ¡No es el momento de estar en el Lidl, es el momento de estar en la escuela!

Shukran y Lida pintan al lado del campo de Moria, reducido a cenizas. Anna Surinyach
Incluso en las peores circunstancias, Shukran y Lida siempre intentan que los niños sigan dibujando. Anna Surinyach

Otro día, veo a la pareja de espaldas a los olivares y de cara a una carretera, a unos centenares de metros del complejo de Team Humanity, donde durmieron durante varias noches. Shukran pinta un cuadro: otra vez el mismo cuadro, pero no es el mismo cuadro, es más pequeño, tiene algunos cambios, me advierte. Lida se inspira en otra fotografía para pintar otro cuadro: el móvil sobre la base del taburete con la foto, una botella de agua cortada para limpiar los pinceles, el sol cayendo, los coches que aminoran la marcha para ver qué pintan, los periodistas que les hacen fotos —un fotógrafo se acerca durante un minuto, sin saludarlos, dispara y se marcha—: ya son una celebridad en la isla. Brocha gruesa ella porque ha empezado el cuadro, pincel fino él porque está acabando el suyo, perfilando los detalles. 

—He añadido bolsas de basura en el cuadro respecto a la fotografía. Así parece más Moria —dice Lida, porque Moria se hizo famosa antes del incendio por la basura que poblaba sus calles. 

Lida deja el cuadro y se pasa la tarde enseñándome fotografías en el móvil: una fotogalería de su vida. Fotografías de cuadros, fotografías del viaje, fotografías de ella posando. Alambradas, una bailarina, la torre Eiffel. “Me gusta París, quiero ir a Alemania, a Francia… no sé. Allí estaríamos más seguros”. Una flor, árboles, Charles Chaplin. La escuela Wave of Hope, su escuela: ella en clase con ventiladores, los estudiantes en el suelo pintando. Una camiseta con un pez estampado. Símbolos feministas. Concursos de pintura que han hecho en la escuela. Dibujos del coronavirus. Una cámara y una mariposa. “Me gustan los periodistas y las cámaras. Me gusta la fotografía”. Una foto de Shukran en Kabul con corbata y gafas de sol. Una foto de ella con corbata en Ankara. Dibujos en una libreta de naufragios en el Mediterráneo. Chalecos salvavidas. 

Shukran también me enseña un vídeo: sale él cantando en urdu en la escuela Wave of Hope, al aire libre. “Me gusta cantar”.

La mañana que se van al nuevo campo, habíamos quedado para ir a Moria y hacerles unas fotografías en la escuela, reducida a cenizas. Los días anteriores lo habíamos intentado también, pero la Policía nos lo había impedido —actuaba con el mismo capricho en todos los lugares de la isla, con la misma arbitrariedad, abriendo y cerrando lugares a su antojo. Esta mañana tampoco podemos ir, porque se van. Se van al nuevo campo con la promesa de que seguirán pintando y educando a sus estudiantes, allá donde vayan. 

De refugiados a consumidores

Refugiados acampados en el aparcamiento del supermercado Lidl tras el incendio de Moria. Anna Surinyach
Refugiados hacen cola para comprar en el supermercado después de haber sido realojados en el nuevo campo. Anna Surinyach

Ahora ya no está Zahra, ya no está Shukran, ya no está Lida, ya no está la mayoría de personas con las que hablé para escribir las crónicas de esta cobertura. Están casi todas en el campo, el nuevo campo: un nombre tan impersonal para algo que levanta tantas pasiones. La carretera llena de vida y sufrimiento en la que miles exigieron una vida mejor ya está reabierta al tráfico. Las brigadas de limpieza se afanan para eliminar los últimos vestigios de la guerra. El supermercado Lidl, símbolo del desamparo de los refugiados estos días, ha sido desinfectado por hombres con monos blancos y mangueras. Allí se puede presenciar, el sábado 19 por la tarde, la última escena simbólica. Porque los mismos hombres y mujeres que acamparon allí, con las puertas del supermercado cerradas a cal y canto mientras no tenían nada que comer, han vuelto. No han vuelto para acampar. Han vuelto para comprar. Las autoridades han dejado que la gente salga de forma controlada del nuevo campo para que haga sus compras. 

Ahora son consumidores, buenos ciudadanos. Se ha formado una cola llena de carritos —los mismos carritos que antes, durante la acampada, servían para guardar ropa, para cargar bultos, y que ahora vuelven a su función original. Hay tanta cola porque el supermercado tiene aforo limitado para evitar contagios de coronavirus. Es una cola lenta, exasperante. Se acercan las ocho de la tarde, la hora del cierre, y aún quedan decenas de personas ávidas por consumir. Dicen que no les gusta la comida del campo, o que no les dan lo suficiente, o que no les dan lo que necesitan sus bebés. No les importa pagar, no les importa comprar —solo piden que les dejen comprar. Un minuto antes de las ocho aparecen varios agentes en motocicleta y se colocan en la puerta para no dejar pasar a nadie más. 

—Está cerrado. 

La gente se queja, cinco minutos más, llevamos días y días sin poder comprar nada. 

—Vuelvan mañana. 

Pero mañana es domingo, mañana está cerrado. 

—Vuelvan el lunes.

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