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Menos del 2 % de las vacunas contra la covid-19 en el mundo han sido administradas en países africanos

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Jerome Delay/AP

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—¡Es maravilloso! ¡Hay que parar al corona! ¡Stop corona!

El 19 de febrero, los ojos del doctor Fareed Abdullah centelleaban detrás de unas gafas oscuras porque se sentía protagonista del inicio del fin. Tras diez meses al cuidado de pacientes de covid-19 en una unidad de intensivos, aquella mañana soleada Fareed fue de los primeros sanitarios de Sudáfrica en recibir la vacuna contra el virus que en 2020 puso patas arriba el mundo. Desde una esquina de la habitación, con seis mesas dispuestas en filas de dos y con la manga de su uniforme azul marino todavía recogida sobre el hombro, el médico sudafricano encadenó las muestras de agradecimiento a la enfermera que le había dado el pinchazo con una homilía emocionada. “Es difícil expresar cómo me siento. He visto tanto sufrimiento… ¡todos lo hemos visto! Y ahora por fin podremos vencer a este maldito virus. Debemos vencerlo también aquí en Sudáfrica. En África y en todo el mundo. ¡Estoy feliz, realmente feliz!”.

Su alegría desatada era la de muchos más. Aquel día, el área de cardiología de la octava planta del hospital Steve Biko de Pretoria, capital administrativa de Sudáfrica, era un trajín de sonrisas de sanitarios, choques de codo entre doctores y dedos en señal de victoria de empleados. Era un momento especial: aquel día marcaba el inicio de la campaña de vacunación al personal sanitario del país. La llegada de las vacunas a Sudáfrica inoculó una sensación de alivio general a una nación herida. 

Cuando comenzó la emergencia sanitaria, en el primer trimestre de 2020, Sudáfrica reaccionó con celeridad: su presidente, Cyril Ramaphosa, ordenó el confinamiento y el cierre de fronteras, escuelas y lugares de culto el 23 de marzo con tan solo 61 positivos registrados en el país —España lo hizo nueve días antes con 4.209 casos registrados—. Pero el perfil de destino turístico y su posición de motor económico continental, con mayores vínculos con Occidente y Asia, abrieron a la covid-19 las puertas de Sudáfrica de par en par. Desde el inicio de la pandemia, el virus se ha cebado con el país del arcoíris, que acumula un tercio de los infectados y casi la mitad de fallecidos del continente (unos 53.800 a 21 de abril, de un total de 118.571 muertes registradas en África). Hay un matiz importante en las cifras: Sudáfrica es también el país africano que mejor conoce sus heridas porque ha llevado a cabo uno de cada cuatro tests realizados en África.

Familiares y voluntarios entierran a un fallecido por covid-19 en un cementerio de Lenasia, en Sudáfrica. Bram Janssen/AP

Desde un despacho con vistas privilegiadas al centro de Johannesburgo en el edificio de Ciencias de la Salud de la Wits University, el virólogo Shabir Madhi también maceraba la fatiga de meses sin descanso con la satisfacción del primer día de vacunación nacional. 

—Creo que empezamos a ver la luz al final del túnel. Lo crucial es conseguir las vacunas necesarias y distribuirlas rápido para prevenir las infecciones y las muertes.

Madhi, al frente de la investigación de la vacuna AstraZeneca/Oxford en Sudáfrica, subrayaba la importancia del tiempo porque precisamente tiempo era lo que se había perdido desesperadamente semanas atrás. A principios de febrero, el país suspendió la administración de un millón de vacunas de AstraZeneca después de que un estudio determinara una eficacia limitada frente a la variante de coronavirus sudafricana, la B.1.351. Para intentar reducir el mazazo, el Gobierno sudafricano compró con urgencia decenas de miles de dosis de la vacuna de Johnson & Johnson (J&J) y empezó a inmunizar al personal sanitario bajo el paraguas de un estudio a gran escala, ya que la vacuna ni siquiera había sido aprobada por las autoridades sanitarias sudafricanas para su uso general. No ha sido el único tropezón desde entonces. A mediados de abril, con tan solo 290.000 sanitarios vacunados, Sudáfrica anunció que detenía temporalmente la vacunación con J&J tras la publicación de informes estadounidenses que alertaban de la aparición de coágulos de sangre en algunas personas vacunadas.

Una trabajadora sanitaria recibe la vacuna de Johnson & Johnson en un hospital gubernamental en Klerksdorp, Sudáfrica. Shiraaz Mohamed/AP

Un salvavidas desigual

Aunque el impacto sanitario de la pandemia en África ha sido menor que en otras zonas de mundo —el continente alberga el 17% de la población mundial y ha registrado menos de 4% de las muertes globales por covid-19—, la lentitud de la vacunación en Sudáfrica y en el resto del continente apunta a que la salida del túnel será larga en tierras africanas. Los esfuerzos para proporcionar vacunas de la iniciativa COVAX, a través de la Alianza para la vacunación GAVI, o las donaciones de la Unión Africana, además de acuerdos bilaterales de cada país o donaciones de países amigos (China y la India sobre todo, pero también Rusia, Emiratos Árabes y países europeos) o incluso de empresas de telecomunicaciones, son a todas luces insuficientes. Según la OMS, menos del 2% de las vacunas administradas en el mundo se han llevado a cabo en África. Además de problemas en las entregas y el nacionalismo ligado a las vacunas desencadenado globalmente, los problemas logísticos o de gestión ineficaz han diezmado todavía más el escudo contra el virus. 

De las 36,2 millones de dosis enviadas a tierras africanas (la gran mayoría AstraZeneca por su bajo precio y facilidad de almacenamiento, ya que no precisa de temperaturas ultrabajas para conservarse), a 21 de abril solo se habían administrado 15 millones de dosis en un continente de 1.300 millones de habitantes. La cifra no aguanta la comparación: son solo dos millones más que las suministradas en España, de 47 millones de habitantes. Mientras países como el Reino Unido han vacunado a la mitad de su población, y otros como EEUU ya la han administrado a un tercio de sus ciudadanos, la campaña de vacunación congolesa arrancó el 19 de abril. Luego está la avaricia disfrazada de por si acaso: si Estados Unidos y varios países occidentales han adquirido dosis suficientes para vacunar al doble de su población, Canadá ha comprado dosis suficientes para cinco veces sus habitantes.

Un funcionario sudafricano durante una conferencia de prensa en Johannesburgo sobre el suministro por parte de China de equipamiento de emergencia para la covid-19. Themba Hadebe/AP

El director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, fue meridiano durante una cumbre virtual bajo un título que rozaba la frontera entre el deseo y el grito de auxilio: Una vacuna para todos. “La equidad en materia de vacunas —señaló— es el desafío de nuestro tiempo; y estamos fracasando”. 

Días antes, el virólogo y director de los Centros Africanos para el Control y Prevención de Enfermedades (Africa CDC), John Nkengasong, había calificado de impasse la situación de la vacunación en África. “El acceso a las vacunas es limitado en el continente y eso afecta a la manera en que podemos desplegar nuestro programa de vacunación”, dijo. Era una manera sutil de describir la victoria de la desigualdad. En los países de renta alta una de cada cuatro personas ha sido vacunada. En los países pobres, la ratio es de una de cada 500.

Pese a la lentitud general en las campañas de vacunación, la diversidad de África también asoma al final de cada inyección. Marruecos y las islas Seychelles han protegido a más del 10% de su población; Ghana, Senegal o Ruanda superan ya el 2%, y otros países como Eritrea o Níger no han iniciado aún sus campañas. La eficacia tampoco es uniforme. Ruanda se ha erigido como un ejemplo de gestión y distribuyó las dosis en tiempo récord, con un plan de vacunación bien organizado que priorizó, además de a ancianos y trabajadores sanitarios, a prisioneros, conductores de Uber, taxistas y trabajadores en mercados. Mientras, el Gobierno de Malawi admitía avergonzado que más de 16.000 vacunas, un 15% de las que disponía, habían caducado sin ni siquiera salir de las estanterías de sus almacenes.

Varias personas esperan su turno para recibir la vacuna de AstraZeneca en un centro sanitario de Blantyre, en Malawi. AP/Thoko Chikondi

Tanzania, el virus del no

En primavera de 2020, cuando el planeta empezaba a ser consciente de la crisis global que suponía la pandemia, el Gobierno tanzano se desmarcó del discurso oficial y gritó no. Tanzania se erigió en el país negacionista de África. Mientras el resto del continente se protegía y desplegaba medios de protección ante la amenaza, el país más poblado del este africano escondió la cabeza: en mayo dejó de contabilizar los casos —las cifras se congelaron en 509 positivos y 21 fallecidos, lejos de las de la vecina Kenia, con menos población, que registraba en abril 152.500 casos y 2.500 muertos—, expulsó a los responsables de la OMS, rechazó el uso de las mascarillas y descartó confinar a la población. 

Cuando en febrero empezaron a llegar las primeras vacunas a África, Tanzania volvió a decir no. En una rueda de prensa en la capital, Dodoma, la ministra de Sanidad tanzana, Dorothy Gwajima, aseguró que su administración no tenía ningún interés en aceptar vacunas para la covid-19 y sembró dudas sobre su eficacia. “Todavía no estamos convencidos de que se haya demostrado clínicamente la seguridad de esas vacunas”, expuso con actitud desafiante. Propuso alternativas: escudada por varios miembros del gobierno sin mascarilla, la ministra bebió frente a las cámaras un brebaje tradicional hecho de jengibre, limón, ajo y cebolla e inhaló vapores de hierbas tradicionales para promover su uso como protección natural ante el virus. Antes de terminar el teatro, advirtió a los periodistas de que no estaban autorizados a publicar cifras no oficiales de la covid-19 u otras enfermedades. No es que sonara a amenaza; fue una amenaza.

El presidente tanzano John Magufuli, fallecido en marzo a los 61 años —a causa de problemas cardíacos según el Gobierno, por covid-19 según la oposición—, también se había burlado de las vacunas. “No funcionan”, decidió, y decretó rezos nacionales como solución para eliminar el virus.

La nueva presidenta de Tanzania, Samia Suluhu Hassan, deposita flores sobre la tumba del fallecido John Magufuli en Chato, Tanzania, el 26 de marzo de 2021. AP

El hostigamiento gubernamental a la disidencia y a la prensa libre se amplió a cualquier asunto relacionado con la pandemia. Incluso los médicos y sanitarios que diagnosticaban positivos eran castigados, por lo que el miedo prendió entre la población. Incluso hoy, y pese a que la nueva presidenta, Samia Suluhu Hassan, ha asegurado que revisará la posición del país respecto a la covid-19, casi nadie en Tanzania se atreve a hablar abiertamente de la existencia del virus. 

Tampoco sueñan con que las vacunas lleguen pronto.

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