Los odiaba con toda la fuerza que puede odiar un tipo que ha crecido rodeado de odio. El general Mbura, líder de un pequeño grupo rebelde, una de las más de cien milicias en activo en el este de la República Democrática del Congo, escupía de rabia cuando hablaba de ellos. “Nos atacan y matan a nuestros padres y hermanos, violan a nuestras mujeres y secuestran a nuestros hijos. Por eso nos tenemos que defender”. El general Mbura vivía escondido en la selva congoleña al frente de una tropa patética y desesperada, un puñado de hombres armados sin formación, con armas oxidadas y en sandalias, y se pasaba los días tan borracho que solo tenía claro quién era el enemigo: “Los hutus de FDLR; son el diablo”. Su rival, el grupo rebelde Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda (FDLR), fundado e integrado por los hutus responsables del genocidio ruandés que escaparon al este del Congo, protagonizaba por su crueldad las pesadillas de muchos vecinos de la región.
Días después, apelotonado en una furgoneta-taxi de camino a Bukavu, mi vecino de asiento, un carpintero de Goma llamado Robert, ni siquiera bajó la voz para cerrar su análisis de las desgracias de Congo con un puñal al aire. “Los tutsis no son de fiar, se creen mejores y son unos traidores, nunca le des la espalda a un tutsi”. Para mi sorpresa, el resto de los pasajeros se tomó a chanza aquella perorata racista y el vehículo siguió su camino envuelto en una carcajada ligera.
Aquel odio bidireccional clavado en el corazón de la población es uno de los mil requiebros de la espiral de violencia que sufre el este de Congo.
El pasado domingo 26 de enero el grupo rebelde M23 invadió por primera vez desde 2012 la ciudad de Goma, de casi dos millones de habitantes y cercana a la frontera con Ruanda. Los combates dejaron 2.900 muertos y más de 3.000 heridos, según la Cruz Roja local. El M23, formado mayoritariamente por tutsis congoleños, no es un grupo rebelde de tipos desharrapados como el del general Mbura y sus esbirros; es un ejército.
Hay un porqué. Según las Naciones Unidas, Estados Unidos, la Unión Europea y varios países africanos, la vecina Ruanda, que lo niega en redondo y donde también gobiernan tutsis, apoya con armamento, estrategia militar y miles de soldados al M23.
Es imposible comprender lo que ocurre en el este congoleño sin remontarse al genocidio de 1994 en Ruanda, cuando alrededor de un millón de tutsis y hutus moderados fueron asesinados, muchos a machetazos, en poco más de cien días de desenfreno sanguinario y sexual: se cometieron decenas de miles de violaciones.
Es imposible e incompleto también. El desgobierno en el este del Congo no es producto del odio étnico que tan bien empaqueta los conflictos africanos para la fácil lectura occidental. Aunque todos los actores implicados en la guerra en Congo hablan de defender a la población o responder a las afrentas externas, en el corazón de la violencia está la codicia. Las dos provincias de los Kivus, fronterizas con Ruanda, se sostienen sobre uno de los suelos más ricos en minerales del planeta, con decenas de minas de oro, coltán, diamantes o casiterita, entre otros.
La actual guerra en Congo es un repunte de un conflicto latente desde hace más de dos décadas, de intensidad variable, que hace posible una economía militarizada, casi de rapiña, donde los bandos no luchan por ideales sino por un trozo del pastel. Donde quienes se matan son el eslabón más bajo de una cadena de expolio internacional —el oro o el coltán que pasa de contrabando las fronteras de Ruanda o Uganda hacia Asia o Medio Oriente acaba en los mercados occidentales— que provoca muertes de inocentes y usa el terror para controlar territorios y saquear las mejores minas. Una guerra que se ceba con la población: en el este de Congo, 7 millones de personas han huido de sus casas por la violencia.
La historia avisa de que ese sufrimiento tampoco es nuevo. Desde hace siglos, quienes se han aproximado a la región congoleña lo han hecho para exprimirla y someterla. Desde los tratantes de esclavos árabes al rey belga Leopoldo II, que convirtió Congo en su jardín particular, los congoleños han sufrido la condena de vivir en un vergel en la tierra. Si primero el negocio estuvo en los esclavos enviados a las grandes plantaciones de América o el comercio del caucho y el marfil, pronto la economía viró al cobre, el uranio, los diamantes o minerales indispensables para los dispositivos electrónicos como el coltán o el cobalto. La eliminación de los líderes locales que intentaban cambiar el orden de las cosas extendió una red de gobernantes congoleños corruptos, dóciles e ineptos con quienes era fácil hacer negocios en las sombras, que también querían su migajas, y a quienes les importaba poco el dolor de la ciudadanía.
¿Por qué repunta el conflicto ahora?
El conflicto ha estallado de nuevo de forma abierta porque el mundo ha cambiado. En 2012, el M23 nació por un acuerdo de paz mal cerrado con un grupo rebelde de tutsis y el compromiso gubernamental incumplido de integrar a aquellos milicianos en el Ejército congoleño. Aquella rebelión acabó también con la invasión de Goma, pero entonces la presión internacional obligó al M23 a retirarse de la ciudad once días después y a firmar una paz temporal.
El grupo regresó de su letargo en 2021, cuando empezó a conquistar zonas mineras del este de Congo y a avanzar poco a poco hacia zonas cada vez más cercanas a Goma. La máquina de billetes volvió a funcionar a pleno rendimiento: el beneficio de aquellas minas, cuyas riquezas cruzaban la frontera ruandesa clandestinamente, llenó aún más los bolsillos de Kigali, capital de Ruanda.
De nuevo, es imposible comprender el conflicto en Congo sin un nombre propio: Paul Kagame. El presidente de Ruanda, un tipo inteligente y líder de la contraofensiva que terminó con el genocidio de 1994, acusa desde hace años al Gobierno congoleño de esconder en su territorio y colaborar con los hutus autores del genocidio y, aunque no reconoce abiertamente su apoyo al M23, varios informes han probado que ayuda con armamento y hasta 7.500 soldados a un grupo rebelde que le permite crear un perímetro de seguridad contra sus enemigos y, de paso, le acerca a su sueño de integrar las ricas regiones de los Kivus bajo el abrigo del Estado ruandés.
Kagame, además, aprendió la lección de la invasión interrumpida de Goma de hace más de una década y ha esperado a que la fuerza diplomática internacional perdiera músculo. El mundo ya no es el de 2012. Con Donald Trump al mando en Estados Unidos, una Unión Europea debilitada, preocupada por el crecimiento de la extrema derecha, y el foco internacional en Gaza o Ucrania, el M23 ha tenido vía libre para asestar su golpe. Kagame, que supo convertir en complicidad la culpabilidad occidental por su inacción durante el genocidio, ha tejido en los últimos años una red robusta de influencias internacionales. A los esfuerzos de diplomacia suave —patrocinio de equipos de fútbol, iniciativas con la NBA o la organización del mundial de ciclismo este año— se suma un viraje de zorro viejo: Ruanda se ha hecho útil. El pequeño país africano, de una superficie menor a la de Galicia, es el segundo mayor contribuyente de las misiones de paz de las Naciones Unidas en el mundo y ha desplegado a sus soldados en misiones de paz en República Centroafricana o en el incendiado norte de Mozambique, donde operan multinacionales del gas europeas. Su acuerdo con el Reino Unido para acoger a los demandantes de asilo que llegaban a suelo británico es solo una página más del libro diplomático desplegado por el Gobierno ruandés y que ahora influye en el inmovilismo mundial para impedir que Kigali siga apoyando descaradamente al M23.
¿Qué ocurrirá ahora?
Hay varios escenarios posibles. Que el conflicto se resuelva en despachos con corbatas y obligue a la retirada del M23 y ponga fin al apoyo ruandés a la milicia es la posibilidad que probablemente menos muertes provocaría. También la más improbable.
Tras conquistar Goma, el grupo rebelde tutsi avanzó hacia el sur y conquistó la ciudad de Bukavu, capital de Kivu Sur, lo cual, sobre el papel, le permite el control de las dos regiones más ricas en minerales del noreste. El Ejército de Congo, con la ayuda de soldados de Burundi y los Wazalendo, milicias locales afines al gobierno congoleño, frenó al principio la toma de Bukavu, pero acabaron dejando vía libre al M23.
El próximo paso de la milicia decidirá si el Congo se prepara para entrar en una tercera gran guerra tras la de 1996 y la de 1998-2003. Puede que el M23 quiera afianzar su control de las provincias de Kivu y su aliado ruandés se contente con el perímetro de seguridad y minerales en su frontera. La alternativa es una guerra total: la lucha por el poder. Corneille Nangaa, el jefe de la Alianza Fleuve Congo (AFC), el brazo político del M23, aseguró que su objetivo es llegar a Kinshasa y derrocar al Gobierno, en un movimiento similar al que llevó al entonces rebelde Laurent Désiré Kabila, con la ayuda de Ruanda y Uganda, a cruzar el país en 1996 y deponer al dictador Sese Seko Mobutu.
Hay una última posibilidad: que el ruido de un levantamiento interno precipite las cosas desde la capital, Kinshasa, en forma de golpe de Estado.
Las dudas sobre qué ocurrirá con la guerra de Congo contrastan con una sola certeza: ninguno de los escenarios previsibles evitará más muertes congoleñas. Y seguirá creciendo el odio.