Esto es Cisjordania, pero Dalal Zaben habla en el spanglish que aprendió durante los doce años que vivió en Puerto Rico.
—Todos los viernes, hay unos settlers que están poniendo tends porque quieren coger los terrenos del pueblo.
En 1973, Zaben migró a Estados Unidos, donde vivió primero en Nueva York, después en el archipiélago caribeño y, a partir de la década de 2000, en Florida, donde nació su nieto Sayfoolah Mussalet. Siempre que tiene la oportunidad, la familia vuelve de visita a la Palestina ocupada.
—Entonces, mi nieto fue con un grupo de muchachos, no buscando problemas, solo para decirles que se vayan, pero los otros vinieron con armas, tienen palos, toda la maquinaria para lastimarlos. Le dieron duro a su cabeza y nadie puede ayudarlo. Empezaron a disparar, él estaba sangrando, pero ellos no dejaban que nadie se acercase para ayudarlo. Su hermano consiguió cruzar por el monte y cuando llegó a él, no podía hablar, respiraba duro y vomitaba sangre. Con otro amigo, trataron de cargarlo por el monte para llegar a una ambulancia, pero no le dejaron pasar. Cogieron por otro lado hasta que llegaron a otra ambulancia. Habían pasado más de dos horas. El muchacho ya estaba muerto.
Saif, como le llamaban sus seres queridos y grita ahora una multitud en su funeral, era el estadounidense de 22 años que fue asesinado el 11 de julio a golpes y pedradas cerca de Ramala, en la Cisjordania ocupada. En concreto, en al-Mazra’a ash-Sharqiya, un pueblo en el que buena parte de sus cientos de viviendas son colosales chalets levantados con los bloques de piedra blanca característica de la región. De ella procede, en gran medida, la riqueza que permitió a casi la mitad de sus habitantes migrar a Estados Unidos y Latinoamérica en las pasadas décadas. Cada verano, muchos de ellos vuelven al municipio a pasar las vacaciones con su familia.
Uno de ellos fue Saif Mussalet, que acababa de abrir una heladería con su primo en Tampa (Florida) y que pocos horas antes de ser asesinado bromeaba con su abuela diciéndole que no volvería a su país hasta que no encontrase novia en Cisjordania. Ahora su rostro nos observa desde los grandes carteles colocados en el camino que da entrada a la vivienda familiar, en el que decenas de vecinas van acomodándose a lo largo del día para arropar a los Mussalet durante el velatorio, protegidas por un gran toldo del inclemente sol de julio. La fotografía del sonriente Saif cuelga también de las fachadas de los comercios, de las viviendas, de los edificios públicos, de las mezquitas.
Los palestinos se han visto forzados a adaptar el arte de la fotorreproducción a las demandas de un mercado cada vez más tétrico y necrolológico. En cualquier pueblo de Cisjordania, siempre hay alguien con la impresora necesaria para producir, en pocas horas, los roll ups, las fotografías de gran formato y los pósters dedicados a los nuevos mártires. Especialmente después de los atentados de Hamás del 7 de octubre. Casi 1.000 palestinos han sido asesinados en Cisjordania desde entonces por las fuerzas de ocupación israelíes y por quienes el ala fundamentalista judía del Ejecutivo de Netanyahu considera “los hijos” del Ejército: los colonos, que están arrebatando tierras palestinas a un ritmo acelerado con el objetivo declarado de facilitar su anexión. Durante el primer semestre de 2025, estos fundamentalistas protagonizaron 757 ataques que provocaron víctimas o daños materiales, según datos de la ONU. Un 13% más respecto al periodo anterior.
Hoy, en las calles de este municipio de unos 4.000 habitantes, junto al rostro de Mussalet aparece el de Mohamed al-Shalabi, cuya familia sintió que moría y resucitaba varias veces a lo largo de la tarde del 11 de julio, como cuenta uno de sus primos, que prefiere preservar el anonimato por miedo a represalias de las fuerzas ocupantes: “Tras enterarnos de que los tiros de los colonos y los soldados habían acabado con la vida de Saif, sus padres intentaron localizar a Mohamed hasta que alguien les dijo que estaba en el hospital acompañando a un herido. Dos horas después, le contaron que lo habían confundido con otra persona y que su hijo estaba desaparecido”.
Durante las siguientes cinco horas —continúa explicando en el patio de la escuela donde se celebra una ceremonia multitudinaria antes del entierro—, sus padres intentaron averiguar su paradero. Primero a través de la Policía de la Autoridad Nacional Palestina, encargada de comunicarse con el Ejército israelí, que les garantizó que se encontraba detenido. Al atardecer, desesperados, insistieron y un oficial israelí les informó de que no sabían nada de él. Ya conmocionados por la muerte de Mussalet, más de 300 vecinos emprendieron la búsqueda de al-Shalabi, quien había sido secuestrado por un grupo de colonos radicales mientras los soldados israelíes —según la decena de testigos que entrevisté— impedían que nadie se acercara para liberarlo. El joven era conocido por todos en el pueblo y trabajaba con su padre en la construcción. Detrás de unos matorrales encontraron su cuerpo hinchado y magullado por los golpes, su boca llena de tierra, y el torso atravesado por el orificio de un disparo.
Dos días después, los cadáveres de ambos fueron trasladados a hombros por sus seres queridos, por conocidos y por desconocidos que se acercaron desde poblaciones cercanas, envueltos en un río de miles de hombres y niños que, a menudo, se comunicaban entre sí alternando el árabe y el inglés, mientras grababan las escenas con su móvil. Algunos eran tan pequeños que lo hacían a hombros de sus progenitores. Más de uno se dirigía con un “Hello” a las decenas de periodistas internacionales presentes.
La periodista palestina Mariam Barghouti, que también asistió al sepelio, reflexionó en un vídeo en su cuenta de Instagram sobre la mirada colonialista que observó en la cobertura de la prensa internacional: “Se centran en el Gobierno de Estados Unidos, en los ocupantes, en los colonos y no en los que son colonizados, o en que Estados Unidos financia todo esto. El hecho de que el palestino que tenía ciudadanía estadounidense tenga mayor cobertura mediática, cuando se sabe que no hay transparencia ni rendición de cuentas por parte de la Administración estadounidense, como ocurrió con la periodista Shireen Abu Akleh, es un gran problema sobre cómo valoramos la vida humana y cómo vemos el mundo. (…) Los mártires palestinos merecen que el foco se ponga en lo que les ocurrió a ellos, que su testimonio sea contado. No importa qué nacionalidad tuviesen. Fueron asesinados por ser palestinos”.
Dos semanas antes, otro niño palestino con nacionalidad estadounidense fue asesinado por el Ejército israelí. En total, desde el comienzo del genocidio en Gaza, cinco ciudadanos del gran aliado de Israel han sido asesinados por su Ejército sin que la Casa Blanca, a través de su embajada en Tel Aviv, haya ido más allá de pedir una investigación al respecto. Mientras, el presidente Donald Trump ha reiterado públicamente su apoyo cerrado a los planes de Benjamin Netanyahu.
—Siempre supimos que no nos consideraban verdaderos estadounidenses. Pero ahora sabemos también que nuestro pasaporte estadounidense vale menos, incluso, que la impunidad de un israelí, de un extranjero, que nos mata.
Un treintañero se ha abierto paso entre la comitiva fúnebre para expresar este lamento. Dice que prefiere preservar el anonimato por temor a ser interrogado en el aeropuerto de su ciudad natal a su vuelta.
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—¿Te imaginas criar a tu hijo lo mejor que puedes para que, de repente, te lo maten así? Mi hermana y yo mandamos a nuestros hijos a vivir aquí un tiempo para que no les pasase como a nosotras, que no pudimos aprender bien el árabe ni la cultura palestina. Los israelíes han matado a su hijo, y al mío lo han encarcelado, dicen que por tirar una piedra. Yo no creo que la haya tirado, pero aunque lo hubiese hecho, no hay derecho a que decenas de soldados vengan a detenerlo en medio de la noche como si fuese un criminal, ni a que haya cumplido los 15 años en prisión.
Cuando Muna Muhammad Ibrahim se levanta de la silla en la que lleva horas sentada junto a su hermana —la madre de Saif—, una vecina comienza una oración dirigida a dar consuelo a la huérfila, un neologismo empleado para denominar a quienes pierden a sus hijos e hijas.
—Lleva más de cinco meses encarcelado. Como todos los niños palestinos desde el 7 de octubre, solo puede ser visitado por su abogado. Fue él quien me dijo que el muchacho tenía una enfermedad de la piel que no le deja dormir. Se lo trasladamos a la embajada y nos respondieron que pedirían que recibiese tratamiento, pero nada. Está enfermo, no le dan apenas comida, han vuelto a retrasar el juicio y cuando se celebre, solo podremos verlo a través de un televisor. No sabemos qué hacer.
Muhammad expone todo esto con angustia, mientras su sobrina y su hija le piden que no hable más. Las dos son quinceañeras nacidas y criadas en Estados Unidos. Como muchas de las adolescentes en al-Mazra’a ash-Sharqiya, suelen vestir zapatillas y camisetas de manga corta de grupos de música, pero hoy van cubiertas con el thobe, la túnica larga y oscura que llevan las mujeres musulmanas en los entierros. No saben cómo explicarán cuando vuelvan a casa que sus hermanos fueron asesinado y encarcelado, respectivamente, por el Ejército del mayor aliado de su país durante sus vacaciones.
La abuela, una matriarca con apariencia juvenil y enérgica, interviene:
—Los palestinos somos human beings como el resto de la gente. ¿Por qué no le importamos a nadie? Nosotros seguimos volviendo cada año porque para el pueblo palestino la tierra donde nacimos, la casa en la que crecimos, lo es todo. Nos fuimos para buscar trabajo pero no queremos perder lo que somos. Israel solo quiere matarnos, quemarnos, destruirnos. Todo el mundo está mirando lo que nos hacen y nadie dice nada. Estamos solos.
Cada vez más mujeres de la familia rodean la conversación. Una vecina que se acerca para ofrecer algo de comer y de beber también quiere hablar, pero pide que no se publique su identidad:
—Yo que vivo aquí les digo: los niños crecen rodeados de injusticia, de muerte, viendo cómo nos quitan todo, cómo no nos permiten ir a ningún sitio si ellos no nos dan permiso. Ahora, con Gaza, el resto del mundo se ha dado cuenta de la verdadera cara de Israel y cada día miles de personas quieren aprender el islam para hacerse musulmanes. Es un regalo de Dios.
En las calles del pueblo, una decena de voluntarios ataviados con chalecos reflectantes ayudan a encontrar aparcamiento a quienes se han acercado a dar el pésame desde localidades vecinas, así como a encontrar el colegio en el que se celebra el sepelio y la comida posterior que, como marca la tradición, ofrecen las familias de las víctimas. La inhumación se ha retrasado un día para que el padre de Mussalet tuviera tiempo para llegar desde Estados Unidos. Ahora camina junto al padre de al-Shalabi. Ambos se arrodillan frente a los túmulos que han abierto, a paladas desesperadas y rabiosas, los amigos y allegados de los muchachos, y que ahora acogen sus cuerpos. Uno de los imanes intercala su oración fúnebre con continuas referencias a Gaza, a los colonos y a la violencia de la ocupación.
En el horizonte asoman cerros blanquecinos que discurren suavemente por Cisjordania hasta cubrirse de olivos y plantaciones en el norte, y de desierto y el Mar Muerto en el sur. Recorrer a lo largo de la última década los 130 kilómetros de longitud de esta otra lengua de tierra en la que el Estado de Israel ha dividido Palestina arroja una amarga y distópica constatación: cada vez resulta más difícil no atisbar, desde cualquier punto de su territorio, al menos una colonia —o asentamiento, como los llama Israel para ocultar su significado vinculado a lo colonial—. Viviendas ilegales que abarcan desde enormes urbanizaciones como Beitar Illit, al suroeste de Jerusalén, con una población de 63.000 habitantes, hasta los llamados outspots o puestos de avanzada: apenas una bandera con la estrella de David, una caravana o un puñado de casetillas metálicas instaladas por violentos extremistas sionistas y protegidos por su Ejército, que se irán ampliando con la llegada de nuevos pobladores. Un proyecto colonial que comenzó en 1948, que se aceleró tras los Acuerdos de Oslo —en los que Israel se comprometía a no edificar nuevas colonias— y que el Gobierno de Netanyahu ha desbocado tras el 7 de octubre y el inicio del genocidio de Gaza, cuando instó a los colonos a levantar todos los outspots que pudiesen con la promesa de que serían legalizados (“Corred hacia las colinas para establecer nuevos asentamientos”, llegó a decir Ben-Gvir, ministro de Seguridad Nacional). Según Peace Now, una ONG israelí, los colonos han instaurado casi un centenar de estos incipientes asentamientos en este periodo, unas cifras sin precedentes.
Un saqueo masivo en virtud del cual, en los últimos dos años, Tel Aviv ha expropiado 23,3 kilómetros cuadrados, declarado “tierra estatal” el 26% de Cisjordania para acelerar la construcción de asentamientos ilegales, aprobado la construcción de miles de nuevas viviendas en los ya existentes, multiplicado las carreteras construidas sobre propiedades palestinas privadas para el uso exclusivo de israelíes, y anunciado sendos planes estatales dirigidos a restringir el tránsito de los palestinos a vías secundarias y ampliar las autovías exclusivas para los israelíes. Un programa al que Israel está destinando un presupuesto multimillonario con el declarado objetivo por parte del sector más fundamentalista del Ejecutivo de anexionarse Cisjordania. Solo en dotar de infraestructura a los puestos de avanzada, según la cadena estadounidense PBS, Israel se gastó más de 20 millones de dólares en 2024. Generadores, rejas eléctricas, drones, vehículos y canalizaciones de agua son algunos de los elementos que entregan a los colonos más radicales para que se instalen en tierras palestinas mientras las autoridades israelíes cercan el territorio, establecen nuevos check points y construyen un nuevo poblado. El muy lucrativo negocio de la ocupación del que participan, entre otras multinacionales, Airbnb o Booking, ofertando pisos turísticos en los asentamientos, normalizando lo que prohíbe el derecho internacional y condena buena parte de la comunidad internacional.
Fui testigo de cómo un grupo de familias de colonos, unas veinticinco personas incluyendo los niños, llegaron en sus todoterrenos escoltados por jeeps blindados de la Policía israelí a un outspot —una bandera israelí clavada en la cima de un montículo— establecido al sur de Hebrón para planificar la construcción del asentamiento. Sus pobladores desde 1948, familias beduinas que fueron expulsadas de sus tierras por los fundadores de Israel, observaban cómo quienes les insultan, acosan y amenazan a diario conversaban sobre todo lo que se podría hacer en aquellas colinas de arena casi blanca en las que ellos no tienen lugar. Según la ONG Al-Baidar, dedicada a la defensa de los derechos de los beduinos —el colectivo más pobre y discriminado del pueblo palestino—, al menos 69 comunidades, de las 150 existentes, han sido expulsadas por los colonos, con el apoyo de las tropas ocupantes, de sus tierras desde finales de 2023.
Catorce ministros firmaron en julio una carta instando a Netanyahu a imponer su soberanía sobre Cisjordania de inmediato aprovechando que “la asociación estratégica y el respaldo y apoyo de Estados Unidos y el presidente Donald Trump crean un momento favorable para avanzar en esta medida”.
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—Todo lo que está ocurriendo en Cisjordania es parte de un plan. No son unos colonos desorganizados actuando por su cuenta. Especialmente desde 1990, están ejerciendo presión económica, social y política para que nos vayamos, así como para construir más y más asentamientos, con el objetivo de hacer imposible la solución de los dos Estados. Ahora están aprovechando la guerra contra Gaza para anexionarse nuestro territorio, pero sin nosotros. Dicen que es suyo, de los israelíes, y nos convierten así en extranjeros en nuestra propia tierra —explica Hamdalla Bearat, profesor de Ingeniería jubilado, mientras muestra el rastro del pogromo que sufrió su municipio, Karf Malik, el 25 de junio.
Al caer la tarde, una turba de más de 50 extremistas israelíes armados con pistolas, palos y explosivos accedió a este pueblo, de unos 3.000 habitantes, a través de la carretera, de uso exclusivo israelí, que lo comunica con una base militar construida sobre una loma para facilitar la vigilancia de la zona. Tras el 7 de octubre, el ministro Ben-Gvir ordenó la distribución masiva de armas a civiles israelíes, especialmente a colonos, a los que encargó además crear unidades paramilitares —él las llamó policiales— que patrullan libremente por Cisjordania. Ben-Gvir es un colono kahanista, una ideología que defiende la deportación de los palestinos a países árabes y cuyo extremismo le impidió realizar el servicio militar obligatorio en su juventud.
Ha sido denunciado hasta en 53 ocasiones —y ha sido condenado hasta en 8— por su racismo y por su apoyo público a Kah, una organización considerada terrorista incluso dentro de Israel. Reside en la colonia de Kiryat Arba, un epicentro del extremismo colonial en el que también vivía Baruch Goldstein, un estadounidense-israelí que en 1994 entró con uniforme militar en la mezquita de Ibrahim —un lugar santo para el islam y el judaísmo situado en Hebrón— y abrió fuego contra la multitud que rezaba: asesinó a 25 personas y dejó heridas a 125.
—En 1967 éramos 600.000 palestinos en Cisjordania, ahora somos 3,4 millones. En Gaza, han pasado de 400.000 a dos millones. Como el proceso demográfico no está de su lado, intentan hacernos la vida imposible (impidiéndonos trabajar, haciéndonos sentir inseguros) para que nos vayamos. Y si no nos vamos, emplean la violencia a través de los colonos ayudados por el Ejército israelí.
Bearat, que ha trabajado buena parte de su vida entre Estados Unidos y Europa como profesor universitario, hace este análisis en un lugar que refuerza su tesis: los restos de los cinco coches calcinados y las fachadas de las viviendas parcialmente quemadas por los colonos. Allí yacen las fotografías de los tres palestinos que fueron asesinados —según los testigos consultados, por los soldados que protegieron a los colonos— cuando acudieron al lugar del pogromo para auxiliar a las familias atrapadas entre las llamas.
En Cisjordania, los zarpazos de la ocupación se enlazan unos con otros. Aquellos tres palestinos se habían enterado del ataque de la turba mientras asistían al velatorio de Ammar Hayamel, un niño de 13 años asesinado por soldados israelíes dos días antes. Ammar había salido a pasear con un amigo por un monte cercano que había ardido días atrás.
Eso explican, sentados en el salón de su casa, sus padres, un matrimonio joven sobre el que parece haberse desplomado la antigüedad del mundo. El niño que sobrevivió, y que prefiere guardar el anonimato, sostiene que los atacantes estaban resguardados tras unos pinares y que les dispararon por la espalda cuando los críos repararon en su presencia. Durante dos horas, el Ejército impidió que nadie se acercase a Ammar, incluidos los paramédicos palestinos, que cuando por fin lo asistieron y trasladaron en ambulancia a Ramala, solo pudieron testificar su muerte. La autopsia, publicada por el Ministerio de Sanidad de la Autoridad Nacional Palestina, reveló que una bala le entró por la espalda, lo que demuestra que huía y que no representaba ninguna amenaza.
Ammar había ganado premios nacionales e internacionales con su equipo de boxeo muay thai y soñaba con ser campeón del mundo. En las fotos que muestra su madre, se le ve vistiendo orgulloso una equipación que fusionaba el estampado de la kufiya con un “Palestine Will Be Free”, así, escrito en inglés, para que se entendiese bien cuando competía en el extranjero. Desde el 7 de octubre de 2023, el Ejército israelí y los colonos han asesinado a más de 960 personas en Cisjordania. De estas, al menos doscientas eran niños.
—Aquí ya nunca estamos seguros. Entran a diario en el pueblo y sabes que, en cualquier momento, pueden dispararnos y matarnos. Lo hacen porque quieren quedarse con todo.
Fida Hamayel está sentada en el impoluto salón de su recién estrenado hogar, ese que construyeron para criar “lo mejor posible a sus hijos” y que Ammar apenas pudo disfrutar. En la mesa, junto a los dulces y la caja de pañuelos, hay una fuente llena de anillos coloridos con un pulsador como regalo de cortesía para quienes las visitan para darles el pésame. Al igual que el tasbih, el collar de piedras que algunos musulmanes portan para pasar de cuenta cuando hacen referencia a Alá, estos utensilios electrónicos producidos en China permiten contabilizar las alusiones religiosas presionando un botón. Cuanta más desesperación y desesperanza asfixian la existencia, más consuelo se busca en la religión. El pueblo palestino no es ajeno a esta regla universal.
Como es habitual, el Ejército israelí limitó su respuesta oficial a acusar al niño de tirar piedras contra los coches de los colonos. En los últimos dos años, estos han ocupado parte de las tierras productivas de Kafr Malik y las han invadido con su ganado para, paradójicamente, poder acusar a sus dueños palestinos de atentar contra la propiedad privada si intentan acceder a ellas, a la vez que arruinan las plantaciones. Mientras, numerosos medios occidentales, especialmente los estadounidenses, siguen describiendo la escena de niños palestinos arrojando piedras contra uno de los Ejércitos más poderosos, tecnológicamente avanzados e impunes del mundo, como “enfrentamientos” en los que “resultan muertos” varios palestinos. No es solo un enfoque tendencioso: es una narrativa criminal que lleva décadas justificando el infanticidio de un pueblo para arrebatarle no solo la tierra, sino también la posibilidad de un futuro.
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—Los hombres estaban en el funeral de Ammar. Nosotras estábamos en casa con los niños cuando oímos gritos y una explosión. Me asomé a la ventana y vi el coche ardiendo y un montón de hombres prendiendo fuego a mi casa. Eran muy jóvenes, no tenían más de 18 o 19 años. Nos encerramos en la habitación de la segunda planta, cuando nuestro vecino Murshid, al que mataron, llegó y comenzó a sacar a los críos uno por uno.
Abir Yuda cuenta todo esto sentada frente a la misma ventana desde la que vemos la base militar israelí de la que bajaron los soldados que protegieron a los colonos.
—Desde entonces, ni los niños ni nosotros somos capaces de dormir. Nos pasamos la noche vigilando, porque nos da miedo que lleguen y nos quemen vivos. Hemos tenido que enviar a tres niños a Ramala con sus abuelos porque tenían demasiado miedo. También para poder cuidar bien de los más pequeños, que cada vez que oyen los coches de los militares o de los colonos se ponen a temblar.
En la habitación contigua aún siguen rotos los cristales de la ventana contra la que los colonos lanzaron piedras. Dentro se encontraba la hermana de Abir dando el pecho a su bebé de doce días. En total, en la casa había once niños y niñas, el mayor de once años.
—Los vecinos estamos más unidos que nunca. Esto no es nada comparado con lo que están haciendo en Gaza —se apresura a añadir mientras nos despedimos.
Aún no han conseguido limpiar del muro de piedra caliza que rodea su casa la pintada en hebreo que dejaron los fundamentalistas, “revancha”, y los nombres de dos colonos que fueron asesinados por palestinos dos años atrás en una población lejana a esta.
A apenas un centenar de metros, en una casa vecina, Basura Hamayel y sus dos hijas guardan luto por la muerte del padre de la familia. Tras evacuar a los hijos y sobrinos de Abir Yuda, Murshid Hamayel, un hombre de 34 años, vio cómo los colonos rodeaban su propia vivienda.
—Creía que nosotras seguíamos dentro, así que vino a rescatarnos —explica la viuda, Basura Hamayel.
Según varios testigos entrevistados, varios soldados dispararon contra él y lo mataron, así como a Mohammed Alnajji, de 21 años, cuando se acercó para ayudarlo. También acabaron con la vida de Lotfi Baerat, que acababa de cumplir la mayoría de edad, y siete personas resultaron heridas, incluido un soldado israelí. Desde la ventana, Basura, vestida de azul oscuro, señala el lugar en el que cayó el cuerpo de su marido.
—Murió de un disparo en la boca que le salió por la cabeza. El mismo soldado mató también a Lofti cuando acudió en su ayuda. Disparan a matar —denuncia mientras suenan las alarmas antiaéreas.
Sin apenas inmutarse, Basura dice que son “los yemeníes”, en referencia a los misiles lanzados por los rebeldes hutíes contra Israel, un sonido que ya forma parte de la cotidianeidad.
—El día del entierro, los soldados volvieron a entrar al pueblo junto a algunos colonos. Rompieron las fotografías de los mártires que colgamos en las calles. Son malvados, solo quieren que nos vayamos. Antes del ataque, el Ejército ya había entrado varias veces en nuestras casas y había tomado fotografías de las habitaciones. Los colonos también han asaltado varias viviendas y han robado dinero y oro.
Basura pide a sus hijas, de cinco y siete años, que cuenten lo que ocurrió a su padre. Mientras la mayor prefiere no contestar, la pequeña describe cómo fue asesinado para terminar diciendo que les espera en el más allá. Sobre sus cabezas, pegadas en la pared, dos suras del Corán que encargó e imprimió su padre: “Me refugio en Alá, el señor del amanecer del mal de lo que ha creado y del mal de la noche cuando viene con su oscuridad”.
Según medios israelíes y palestinos, el pogromo fue ejecutado por Youth Hill, un grupo de jóvenes ultraortodoxos especialmente agresivos, racistas y llenos de odio que suelen vivir en los puestos de avanzada, sin recibir una educación reglada y adoctrinados en el deber mesiánico de instaurar el Gran Israel. Esta concepción religiosa y ultranacionalista incluye dentro de las fronteras israelíes, además de la Palestina histórica, parte de Líbano, Siria, Jordania, Egipto, Irak y Arabia Saudí. Una especie de secta a la que se les atribuye el ataque que horas más tarde sufrió también la cercana población cristiana de Taybeh, a la que ya ha arrebatado un cuarto de sus tierras. Tres días después incendiaron la base militar de la Brigada Regional Binyamin y agredieron a sus soldados, los mismos que les protegieron durante su incursión en Kafr Malik, en venganza por el disparo que supuestamente habría recibido uno de ellos.
Entre otros pensadores israelíes, el historiador Illan Pappé ha advertido en numerosas ocasiones que la ultraderechización de la sociedad israelí y el creciente poder de los sectores fundamentalistas religiosos están hundiéndola en una “guerra civil fría” cuya violencia no acabará con el fin del genocidio de Gaza, sino que amenaza la seguridad y el futuro del propio Estado israelí.
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Hay otras víctimas que suelen pasar desapercibidas ante el estruendo de las cifras mortales: los heridos en los pogromos. Según datos de la ONU, este junio ha sido el mes en el que la violencia de los colonos ha dejado el mayor número de heridos de los últimos veinte años: más de cien.
Uno de ellos es Muthamma Hamayel, un adolescente de 13 años que también abandonó precipitadamente el velatorio de su amigo Ammar Hayamel cuando supo que los colonos habían comenzado a incendiar casas en Fakr Malik. Pocos minutos después, una bala le entraba por la espalda y le salía por las costillas. Desconoce cuántos días le quedan aún de convalecencia en la cama articulada que sus padres han colocado en el salón de su casa. El adolescente intenta mantenerse entero cuando rememora cómo antes de sentir que le ardía el cuerpo, dejó de ver lo que ocurría por los gases de las bombas lacrimógenas lanzadas por los soldados israelíes. El esfuerzo por contener el llanto cuando recuerda a su amigo muerto, Ammar, incendia en sus rostro los rasgos aniñados que empiezan a difuminarse en los de un adulto que ya acumula mártires y velatorios.
—No sé cómo quiero que sea mi vida en el futuro. Solo quiero que podamos vivir en paz en una Palestina libre —dice con timidez, tras reconocer que le cuesta imaginar una vida distinta, mejor, deseable.
Los niños repiten lo que escuchan en casa. En las casas de Cisjordania, especialmente a raíz del asedio en Gaza y del aumento de los asesinatos, de los encarcelamientos, de las invasiones de las tierras, de los allanamientos de las casas, de la aprobación de nuevos asentamientos ilegales, lo que dice la mayoría es que pese a vivir los peores tiempos desde la fundación de Israel en 1948, la destrucción de la Franja es un espejo de lo que está por venir. Si algo les ha dejado claro estos casi dos años de genocidio en Gaza es que el pueblo palestino está solo frente a las innumerables violencias empleadas por la ocupación israelí.
—El Gobierno palestino, independientemente de nuestra opinión o ideología política, no puede hacer nada, no tiene medios para intervenir aunque quisiera. ¿Cómo te vas a enfrentar a todo lo que estamos viviendo sin emplear la fuerza, sin un ejército o una policía con recursos? Y si me preguntas mi opinión, tampoco querría que lo hicieran porque, como estamos viendo con Gaza, sería un suicidio: daría un pretexto a Israel para masacrarnos y arrasar con nuestros pueblos y ciudades.
El profesor Hamdalla Bearat se expresa con lucidez y claridad. Desde que se jubiló, se dedica a trabajar por su comunidad, escribiendo lo que vive a sus amigos occidentales, atendiendo a los periodistas interancionales, llamando la atención de la clase política palestina.
—Por ahora, lo único que podemos hacer es estar vigilantes, organizarnos por las noches para no dormir por si llegan y prenden fuego a nuestras casas con nosotros dentro. Y esperar a que, algún día, la comunidad internacional deje de apoyar a Israel. Por ahora no guardo ninguna esperanza.