Nací en la Ciudad de México y mi ombligo sigue enterrado ahí. Por esa razón, para mí hablar de un ajolote, axolotl en idioma náhuatl, es algo tan natural como hablar de peces, serpientes o algún jabalí. Pero hace unos días, en la presentación del número temático de la revista 5W sobre el agua, pregunté a los presentes si alguien sabía de este animal; una tímida mano se levantó por ahí, y mi axolotl interior decidió que había que escribir esta columna.
El ajolote es un anfibio, pariente de las salamandras, de 25 centímetros de largo y pinta de renacuajo, con cuatro patas de dedos puntiagudos y la típica cola de los reptiles. Tiene tres pares de branquias que salen de la base de su cabeza hacia atrás; ojos pequeñitos sin párpados, y piel lisa marrón —aunque puede haber ejemplares que van desde el gris hasta el albino—. Es endémico del Valle de México, el sistema de cinco lagos sobre el cual se fundó la Ciudad de México, y los relatos aztecas ya le daban un papel protagónico: descrito con las palabras en náhuatl “atl”, agua, y “xolotl”, monstruo, nuestro pequeño monstruo acuático estaría relacionado con Xólotl, hermano del dios Quetzalcóatl, a quien los demás dioses querían matar debido a su fealdad. Xólotl huyó, se metió al agua, y se transformó en este anfibio que hoy está en peligro de extinción, pero que continúa resistiéndose a morir.
Hay dos características del ajolote que me resultan fascinantes. La primera es que conservan las branquias hasta la edad adulta, a diferencia de otros anfibios; esta era una característica del Branchiosaurus, un anfibio prehistórico extinto —tal vez alguien recordará que, en la franquicia de Jurassic Park, algunos de los experimentos de reproducción se hacen con ADN de ajolote—. La segunda es que, como algunos otros anfibios, son capaces de regenerar extremidades perdidas, e incluso parte del cerebro y el corazón.
Podría ahora hacer un nostálgico paralelismo facilón, diciendo que esta capacidad de adaptación y resiliencia es un retrato de quienes hemos nacido en la Ciudad de México, pero mentiría: al ajolote nos lo estamos cargando nosotros porque, en aras de la modernidad, la Ciudad de México entubó sus ríos para construir encima autopistas; extrajo agua del subsuelo hasta secar todos sus lagos menos uno, y en ese lago, con ayuda de algunos, hoy lucha por la supervivencia el antiguo dios Xólotl.
En la pieza que escribí para el número Agua de 5W, el biólogo Luis Zambrano, quien encabeza los esfuerzos por la conservación del ajolote, me dijo que restablecer los cuerpos de agua de la Ciudad de México es utópico, pero no imposible. De cumplirse la utopía, también estaríamos salvando la vida del pequeño monstruo: eso sí que sería una utopía digna de todos los dioses.
El Politburó, por primera vez en 25 años, no cuenta con mujeres. Es un hecho simbólico que se ha dado a conocer tras el último Congreso Nacional del Partido Comunista de China (PCCh), cargado de otras noticias.
¿Hacia dónde va y de dónde viene el feminismo chino? Es un buen momento para hacerse esta pregunta.
El caso de Jingyao Liu ha sido un punto de inflexión. Se dio en Estados Unidos, pero sacudió China. La universitaria acusó en 2018 de violación a Richard Liu, una de las 200 personas más ricas del mundo. Ella estudiaba en la Universidad de Minnesota y fue invitada a una cena en la que estaba el propietario de la empresa tecnológica JD.com. Jingyao alegó que fue presionada para beber y que después el multimillonario la violó. El juicio iba a dar la vuelta al mundo, pero ambas partes llegaron a un acuerdo este mes de octubre.
Es el caso más sonado del #MeTooInChina después de que en 2021 se diera por perdido el de Zhou Xiaoxuan, que acusaba a un presentador de la televisión china en la que ella estaba de prácticas. Pero el despertar del feminismo chino —o al menos los primeros síntomas de ese despertar— llegó antes.
La noche del 6 de marzo de 2015 era gélida en Pekín. Li Maizi aún no sabía que aquella noche tiritaría de frío en un calabozo. Cuando oyó los golpes y las voces en la puerta de su casa, supo lo que se le venía encima, pero no pensó en ponerse otra capa de abrigo. ¿Por qué ahora, cuando no había hecho nada más que participar en una campaña contra el acoso de cara al Día Internacional de la Mujer, y no tres años antes, cuando se paseó con dos amigas vestidas de novias sangrantes por una calle peatonal de la ciudad? Parecía que por fin estaban haciendo el ruido que buscaban. Li Maizi sonrió satisfecha, agarró su ukelele y se sentó a cantar con su pareja hasta que la policía llamó a un cerrajero e irrumpió en la vivienda. A Li al principio no le preocupaba, porque se suponía que las detenciones solo eran de veinticuatro horas.
Li Maizi es una de las Cinco Feministas, tal y como pasaron a ser conocidas. Su arresto fue uno de los raros momentos en los que la China comunista reprimió el activismo feminista. Por eso marcó un antes y un después en la relación que a lo largo de la historia mantuvieron la política y el género en el seno del PCCh.
En marzo de 1913 Yuan Shikai suprimió el movimiento de sufragio feminista chino, que no se ganó hasta 1947 con la Constitución de la República Popular de China, previo ascenso de Mao (aunque no se haría efectivo hasta 1953). “Las mujeres sostienen la mitad del cielo”, proclamó Mao Zedong, que, aunque igualó el papel militante de la mujer en la Revolución Cultural, consideró que la demanda feminista era burguesa. No fue hasta 1980 cuando el proceso de la Gran Apertura de Deng Xiaoping desarrolló la retórica del estado de derecho (yifazhiguo) con un conjunto de leyes básicas sobre igualdad de género. En 1990 Pekín acogía la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer y legislaba sus derechos como suzhi, ciudadana de calidad.
El mismo PCCh cuenta en sus filas con la Federación de las Mujeres de Toda China, cuya matriz estuvo compuesta por feministas urbanas de la generación del Cuatro de Mayo —una revolución intelectual de 1919 que buscó reemplazar los valores confucianos por otros progresistas, como la igualdad de género—, guerrilleras rurales, intelectuales y otras muchas mujeres que habían huido de un matrimonio arreglado inminente o de un esposo o suegro abusivos. Esta coalición pasó de reivindicar el derecho al divorcio en 1950 a ser una ambigua hija del gobierno que, para equilibrar la proporción de sexos en la población —20 millones más de hombres que de mujeres por debajo de los treinta años— había lanzado dos campañas controvertidas. La primera, en 2003, en zonas rurales de China: Guan Ai Nü’er (Cuidado para las niñas), presentaba a las mujeres como “amorosas y gentiles”, resaltando los valores confucianos de las Sancong Side, las Tres Sumisiones: hija, esposa y madre. La segunda fue en 2007 cuando, para urgir a las solteras de 27 años a casarse, la Federación las ridiculizó como sheng nü, “las sobras”.
Li Maizi estaba en aquel 2007 en su segundo año de universidad, y supo que el plan que había creado para apoyar a la comunidad lesbiana sería el primer paso de muchos.
Cuando Wei Tingting oyó esos mismos golpes en la puerta de su casa, tenía en mente un guión de película, además del plan del 8 de marzo para llenar el metro de pegatinas contra el acoso. Visto el éxito de la adaptación de la obra Monólogos de la vagina —introducida en China por Ai Xiaoming, premio Simone de Beauvoir por su activismo—, que produjo en 2012 en Wuhan, tenía que seguir abanderando la causa. Wei Tingting se sorprendió de que no la arrestasen entonces, sobre todo porque la experta en estudios sobre género Rong Weiyi había dicho que la obra suponía dar una nueva dirección al feminismo chino y eso podría haber alertado al Gobierno. O que no la multasen aquella otra vez en Shanghái, cuando hizo lo mismo que planeaba ahora, pero contra una campaña que quería “evitar” el acoso diciéndoles a las mujeres que “tuvieran algo de respeto por sí mismas” a la hora de vestirse.
Wei asumió que esto pasaría. Xi Jinping, que había tomado el poder en 2012 —a la vez que estos activismos feministas florecían en las universidades—, había señalado estas protestas disfrazadas de arte performativo como “difamatorias”. La pena por este tipo de acciones era de cinco años de cárcel (diez si la agitación sacudía a más de una ciudad). Wei estaba preparada —todas sus compañeras lo estaban— para dar un empujón al nuevo feminismo chino. Ni siquiera la intervención del gobierno para suprimir las voces feministas en Weibo, la red social que les dio vida, las iba a parar.
Wei Tingting quería reivindicar en su obra la libertad sexual de las mujeres, en la línea del sistema matriarcal de la comunidad tribal mosuo, de creencias budistas tibetanas. Asentadas en el suroeste de China, en Yunnan, las mosuo son madres solteras y practican el amor libre. Pero había que empezar por lo básico y la educación sexual era tan limitada como fue la de Wei Tingting: en clase se estudiaba la reproducción y la menstruación en seminarios solo para niñas.
El tabú del sexo proviene de una tradición confuciana que prohíbe discusiones sobre el tema, entendiendo el acto sexual como marital —la mujer en actitud de sometimiento— y que debe culminar en el parto. Por su lado, el taoísmo, que comparte ciertos aspectos con el budismo tibetano, propone una serie de técnicas para incrementar la energía sexual y resalta el papel de la mujer por encarnar en su útero la idea de vacío —donde desembocaba la energía—, haciendo una llamada a “volver a la madre universal”, como explica la filósofa Carla Rosso.
Wei Tingting, que también se hace llamar Waiting, tuvo que esperar unos años para ver cambios en la educación de su país.
En 2019 llegaron. Con tan solo un 10% de 20.000 universitarios encuestados que admitía haber recibido educación sexual (el resto la adquiría en bibliotecas o a través del porno, ilegal en China), el Gobierno lanzó la Iniciativa por una China Saludable. En ella incluía algunos puntos destacados por la Unesco como discriminación de género, acoso, embarazo no deseado, aborto seguro o prevención de enfermedades de transmisión sexual. En 2020 se incluyó esta iniciativa como parte del currículo escolar.
Aquella fría noche de marzo aún faltaba por hacer un arresto. En otro barrio de Pekín vivía Wang Man, la mayor del grupo. Se había hecho conocida por una performance organizada junto a Li Maizi que consistió en ocupar los baños de hombres para exigir más lavabos de mujeres en las universidades.
En China existen centros independientes de estudios sobre la mujer desde que en 1987 se crease el primero en la Universidad de Zhengzhou, algo que despertó la ira de un Gobierno que ya había creado su Universidad de las Mujeres en 1949, afiliada a la Federación. Hace treinta años las mujeres eran un 20% del total de estudiantes, y ahora son un 60%, por lo que necesitan más cabida en los campus, y Wang Man se encargó de gritarlo artísticamente.
Esta forma de protesta, la de ocupar los baños masculinos, fue toda una revolución. Las feministas anteriores habían tomado la actitud pasiva que el taoísmo llama wuwei: el no-hacer o hacer pasivo, encarnado en su concepción del yin —los atributos tradicional y supuestamente “femeninos”—. Esto contrasta con el activismo de las feministas de ahora, que encarnan la idea de yang —los atributos supuestamente “masculinos”: lo bélico—. Pero más que conseguir una armonía a través de la unión del yin y el yang, lo que estas chicas estaban gestando, sin saberlo, era la Xin Yidai: una “nueva generación”.
Lejos de la capital china, a 1.300 kilómetros, la policía llevaba a cabo otro arresto en la ciudad de Hangzhou, famosa por su Lago del Oeste, que inspiró a poetas y se mereció los halagos de Marco Polo como “la ciudad más bella del mundo”. Unos agentes gritaban frente a la casa de Wu Rongrong. Esta feminista, que había dejado su trabajo en Alibaba para ser voluntaria en una oenegé de ayuda a mujeres jóvenes, se hizo conocida por una performance para defender a una mujer que había matado en defensa propia a un funcionario que la agredió sexualmente. También creó el Centro de Mujeres de Weizhiming para luchar por los derechos de las jóvenes. Wu era la única del grupo que estaba casada y tenía un niño.
Tanto ella como sus compañeras, eso sí, formaban parte de la generación del hijo único. Esta política, impuesta por el Partido Comunista, estuvo vigente entre 1979 y 2015 y provocó desequilibrios de género. Amnistía Internacional criticó duramente esta y otras leyes de planificación familiar por violación de los derechos sexuales y reproductivos. Se calcula que hubo 30 millones de abortos e infanticidios de niñas durante este periodo y que se previnieron 200 millones de nacimientos, sin contar los bebés que fueron abandonos o dados en adopción. El precio por saltarse la norma fue altísimo, económica y moralmente: familias arruinadas, implantaciones de dispositivos intrauterinos después del primer parto sin previo consentimiento y hasta esterilizaciones.
La abolición de esta ley ocurría el mismo año de las detenciones, 2015. Se pretendía dar la posibilidad de tener un segundo hijo por pareja para que subiera la tasa de natalidad. Pero tampoco funcionó, por lo que en 2021, cuando China alcanzaba su tasa más baja, el Gobierno lo amplió a tres hijos. ¿Por qué no hubo un boom demográfico en estos dos momentos? Principalmente por el coste educativo de los niños para competir en el mercado laboral, pero también debido al auge del feminismo: cada vez más mujeres optan por la soltería o por no ser madres, y lo dicen públicamente. Este año el PCCh ha ofrecido incentivos y protección a las madres bajo un requisito: que estén casadas. Esto, por ejemplo, dejaría desnuda legalmente a una mujer soltera que sea despedida por estar embarazada.
A Wu Rongrong le entró ansiedad al pensar cuánto tiempo estaría encerrada y separada de su pequeño. Ya lo decía el lenguaje: el carácter chino 好hao significa “bien” o “bueno” y representa la unión de dos caracteres: una mujer女nü y su hijo子zi.
En el sur de China la noche del 6 de marzo de 2015 era mucho más templada. En la ciudad de Guangzhou estaba la última de este grupo que se conocería como las Cinco Feministas, Zheng Churan. Aún vivía con sus padres cuando fueron a por ella. Durante los interrogatorios le quitaron las gafas y la dejaron a oscuras. La amenazaron con supuestas repercusiones sobre sus padres. Zheng sufrió estrés, insomnio y caída de cabello. Tanto sufrimiento la hizo retirarse del activismo cuando todo acabó. Ella, además, tenía un agravante: la culpa por el encarcelamiento de sus compañeras. Porque fue ella quien ideó el plan que las estaba abocando a 37 días de encierro.
Pero también fue ella la que provocó la reconfiguración del panorama feminista chino.
Para autodenominarse, la nueva generación de feministas retomó el nombre de nüquan zhuyizhe. Este neologismo literalmente significa “activistas de los derechos/poder de la mujer” —el carácter quan权 es tanto “derecho” como “poder”– y comenzó a aparecer en las traducciones chinas de textos feministas extranjeros, en su mayoría japoneses, alrededor de 1900. El término usado antes de esto era nüxing zhuyi, “doctrina del sexo femenino” —siendo xing性 “naturaleza” o “sexualidad”—. Para eliminar las interpretaciones, la Federación de las Mujeres de Toda China prefirió el uso de funü quanli —”derechos de la mujer”—. Funü es el nombre que el confucianismo dio a la mujer.
La noche en que arrestaron a las Cinco Feministas la policía llenó los cuarteles de otras mujeres que habían participado en iniciativas similares. Pero a ellas las liberaron después de veinticuatro horas, a diferencia del quinteto, que permaneció más de un mes en prisión. Cada mañana Li Maizi repetía el mantra “Perseverancia, valentía, resistencia” para hacer frente a los interrogatorios de los oficiales que la humillaban y la acusaban de espía, igual que a las otras. El 13 de abril salieron las Cinco Feministas y se encontraron con algo que nunca imaginaron.
A través de las redes sociales se había vuelto viral a nivel internacional el hashtag #FreeTheFive. La periodista y feminista Leta Hong Fincher decidió recopilar las historias de estas chicas que se “alegraron de traicionar al Gran Hermano” en su libro Betraying Big Brother: the Feminist Awakening in China. La activista feminista Xiao Meilin, que ya antes se había asociado con el grupo, promovió en 2018 la campaña #MeTooinChina. Con más de tres millones de visitas en Weibo, fue lo más visitado durante los siete días que duró hasta que fue eliminado. Lo mismo ocurrió con la cuenta de Nüquan Zhi Sheng (Voces Feministas), la organización más influyente. En 2020 se cerraban en la red social Douban diez foros feministas y se prohibía mencionar al movimiento feminista de origen surcoreano 6B4T, que aboga por que las mujeres no se casen ni tengan hijos.
Hoy la nueva generación feminista aún es perseguida. La pandemia y la restrictiva política de Xi Jinping no son más que otra excusa para aumentar el control sobre las mujeres. Pero el despertar del feminismo en China es ya imparable.
Como todos los sábados, nuestro rickshaw sale a rodar por los caminos de la actualidad internacional. Esta semana ponemos el foco en los enfrentamientos entre Armenia y Azerbaiyán; seguimos pendientes del Reino Unido y la despedida a Isabel II, y nos detenemos en la situación de esclavitud que padecen 50 millones de personas en todo el mundo. También miramos a Ucrania, Etiopía, Cisjordania, El Salvador, Suecia, Líbano y Burkina Faso. Y terminamos con nuestro ensayo de la semana, que profundiza en el concepto de afroeuropeísmo.
📧 ¿Te han enviado esta newsletter y quieres recibirla tú también cada sábado?
📻 Y si lo prefieres, también puedes escuchar este boletín en nuestra web o en las principales plataformas de podcast como Spotify, Ivoox o Apple Podcast.
Resurgen los enfrentamientos armados entre Armenia y Azerbaiyán: más de 200 militares, en su mayoría armenios, han muerto en los ataques cruzados que se desataron este martes entre los dos países, en el último estallido de un conflicto de décadas. Ambos bandos se culpan mutuamente del resurgimiento de los ataques. Son los más graves desde la guerra entre ambos vecinos del Cáucaso en 2020, y llegan en un momento en el que Rusia, considerado el garante de la paz en la zona, tiene sus esfuerzos centrados en la guerra con Ucrania.
Tras los choques, y en medio de la inquietud de la comunidad internacional, ambos países anunciaron una tregua, aunque la tensión persiste. La preocupación de fondo es que el conflicto en Ucrania propague la inestabilidad en una región más amplia. La guerra de 2020 entre Armenia y Azerbaiyán tuvo como foco la disputada región de Nagorno Karabaj y dejó miles de muertos.
El Reino Unido despide esta semana a la reina Isabel II: miles de personas se han congregado en Londres en colas kilométricas ante la capilla ardiente con los restos de la monarca, que el lunes serán trasladados a la abadía de Westminster para un funeral de Estado. El nuevo rey británico, Carlos III, realizó su primera visita a Irlanda del Norte en una etapa —la más delicada— de su gira por el Reino Unido tras la muerte de su madre.
Mientras tanto, los catorce territorios de la Commonwealth que aún tenían como monarca a Isabel II, y ahora a Carlos III, reflexionan sobre su futuro. Algunos avanzan en dirección a convertirse en repúblicas: Antigua y Barbuda, por ejemplo, ya ha adelantado que planea convocar un referéndum en un plazo de tres años para decidir si cambia su sistema y se convierte en república; otro caso es el de Jamaica, que ya había trasladado anteriormente a Londres sus planes para convertirse en una república en el futuro.
Más de 50 millones de personas en todo el mundo son víctimas de la llamada esclavitud moderna, ya sea obligadas a trabajar contra su voluntad o a vivir en un matrimonio sin su consentimiento. Esto supone que casi una de cada 150 personas en el planeta se encuentra en esa situación. Así lo refleja el Informe sobre Esclavitud Moderna, publicado esta semana por la Organización Internacional del Trabajo y la Organización Internacional para las Migraciones. Aproximadamente 28 millones de personas viven como esclavos laborales; otros 22 millones sufren matrimonios forzados.
En contra de lo que se podría pensar, estas situaciones de explotación no son exclusivas de los países menos desarrollados, ni mucho menos: según el informe, la mitad de los trabajos forzados y una cuarta parte de los matrimonios no deseados corresponden a países que tienen, al menos, una renta media.
La fotografía de la semana, de Evgeniy Maloletka, muestra a una mujer, Svetlana Chabanova, contemplando un enorme agujero en el techo de su vivienda causado por un ataque ruso en la región de Járkov, fronteriza con Rusia y recientemente reconquistada por las tropas ucranianas.
Ucrania, que en las últimas semanas ha retomado un área de más de 8.000 kilómetros cuadrados en Járkov y Donetsk, ha comenzado a investigar supuestos crímenes de guerra en esas zonas liberadas. En Izium, una de las ciudades de Járkov, las fuerzas ucranianas han hallado una fosa con más de 400 cuerpos tras la retirada de las fuerzas de Moscú.
Durante la promoción de su primer libro, Madera de eucalipto quemada, una periodista le dijo a Ennatu Domingo que no tenía “ni idea” de que hubiera grandes ciudades en África. En otra entrevista, un fotógrafo recorrió las habitaciones de un piso del barrio barcelonés de Gràcia, decorado con influencia escandinava, buscando un estampado étnico para usarlo como fondo para su retrato. Esos fueron solo dos de los muchos estereotipos que escuchó sobre el continente africano durante aquellas semanas.
La continuidad histórica y cultural entre África y Europa es constantemente subestimada por una clasificación binaria entre lo africano y lo europeo, entre el norte global y el sur global. Hoy publicamos un ensayo de Ennatu Domingo sobre el concepto actual de Europa, la búsqueda de identidad de las personas afro en el Viejo Continente y los estereotipos que les rodean.
Hay un lago y, justo en la orilla, un carnero y un caballo tallados en piedra. Son antiquísimos, casi tanto como esa enorme piedra circular que, dice su dueño, servía para observar las estrellas mucho antes de que Cristo se apropiara del cielo. El que ha reunido estas piezas y otras tantas también es el que ha creado esa masa de agua, ha rescatado esas bodegas donde sigue haciendo vino y habilitado cuevas donde hoy duermen murciélagos, pero hace no tanto lo hacían turistas. Se llama Surik Harutunyan: 61 años, ojos de un azul lechoso sobre una barba gris y deshilachada y dos granadas rusas colgadas del cinturón.
“No me cogerán vivo”.
Agricultor y ganadero, una vez hostelero y guerrillero siempre de guardia, Surik se muestra sorprendido por una visita tan inesperada, pero nos invita a pasar a una de las dos habitaciones de su casa. Una bandera roja con un lema en armenio (“Por las generaciones venideras y la patria”) y una bala anillada cuelgan de la pared al lado de una cama de muelles. “Soy un fedayín, estoy casado con la guerra”, dice, mientras saca su fusil de un armario. Tiene todo un arsenal de entre el que elegir porque luchó en la primera guerra de Nagorno Karabaj (aquella que se saldó en 1994 con una victoria aplastante de los suyos sobre los azeríes mientras se desmoronaba la URSS), y también en la última, en otoño de 2020. En esa, Armenia no solo perdió un 70% del territorio de Nagorno Karabaj que estaba bajo su control, sino que la posguerra exige ahora modificar las fronteras que comparte con Azerbaiyán.
El problema es que nunca, ni siquiera en tiempos de los soviéticos, hubo un acuerdo bilateral entre Armenia y Azerbaiyán sobre su frontera común. En diciembre de 2020, Nikol Pashinyan, primer ministro armenio, llegó a un acuerdo oral con Bakú buscando calmar las aguas y abrir así una vía de cooperación. Pero no ha funcionado, y Azerbaiyán aprovecha hoy su posición de fuerza para mover las líneas del mapa a su favor.
El reino de Surik está en Karaundj (a 260 kilómetros al sur de Ereván, en la sureña región de Syunik), y justo en el mismísimo lugar por el que pasa esa línea en el mapa que separa Armenia de Azerbaiyán. ¿No sería lo suyo vivir libre y despreocupado en esa especie de tierra de nadie? Lo que pasa con esas líneas de los mapas es que se mueven: un día te levantas y resulta que pasa justo por mitad de tu lago, y deja tus calabacines, tus berzas y tus tierras de pasto en el lado equivocado. Eso fue lo que le pasó a Surik hace poco más de un año. Hoy el enemigo lo observa desde un puesto de control a quinientos metros sobre el que ondea el cuarto creciente de la bandera de Azerbaiyán. Los soldados azeríes le han enseñado la raya en Google Maps que pasa por mitad de sus tierras, le han dicho que tiene que irse. Pero él tiene sus granadas.
También mucho que contar: de cómo, cuando Armenia era parte de la URSS, el Ejército soviético hizo de él “un hombre”, a pesar de que casi no hablaba ruso; de la energía de aquellos armenios en Moscú que todavía tenían fuerzas para ir a bailar después de trabajar… Casarse con Anush —también de Karaundj, como él— en 1993 e instalarse en este rincón fue cosa de pocos días. ¿Sabemos que donde hoy está el lago no había más que un barranco de piedras y fango? “Deja vivir a un armenio y obrará milagros”, explica, paseando por el jardín de piedra que ha levantado para las generaciones futuras.
¿Sabemos que también escribe poemas? “Mirad, aquí tenéis el libro donde los recopilé”, suelta, antes de arrancar con su “Oda a los mártires de la patria”. Luego nos dará a probar su vino y su coñac, y también nos llevará a sus tierras descolgadas en el lado azerí. Llamará por el móvil a las tropas de paz rusas (que están allí en virtud del alto el fuego de 2020, alcanzado con mediación de Moscú) para que no nos disparen. Pero eso será más tarde, ahora necesita ambas manos para seguir construyéndose. Se prueba un chaleco antibalas, pero duda; se lo quita para calzarse un sombrero de camuflaje. Así mejor. Y aún está a tiempo de cambiar sus chancletas por unas zapatillas antes de posar para una foto que quiere que le saquemos. Una última prueba de que existió, no sea que tenga que borrarse del mapa mañana mismo.
Los armenios son ese pueblo cuya tierra bañaban tres mares (Mediterráneo, Negro y Caspio) hace dos mil años pero que, con el paso del tiempo y, sobre todo, el de mongoles, otomanos, persas y rusos, ha estado a punto de desaparecer. Basta mirar al espacio en el mapa que ocupa hoy Armenia para entender que el proceso de desintegración sigue siendo inexorable; basta buscar Syunik, esa estrecha lengua de tierra que se abre camino entre Azerbaiyán y su exclave de Najicheván. Es lo único que impide que se pueda conducir desde Estambul hasta Bakú sin abandonar tierra turca (Azerbaiyán y Turquía comparten una lengua y un relato común).
Los armenios poco pueden hacer contra un ejército, el azerí, mucho más numeroso, mejor equipado y que controla el aire con drones turcos e israelíes. Las tropas de interposición rusas observan y, a veces, median, pero no actúan cuando les toca. Así, el desplazamiento de la frontera en el este de Syunik ha obligado a armenios y azeríes a vivir como en una comunidad de vecinos que utilizan escaleras diferentes para no cruzarse. Ereván insiste en que la carretera principal —trazada y construida en la década de 1960— nunca atravesó territorio de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán. Bakú discrepa, y añade que esta también conectaba pueblos de mayoría azerí.
“Bienvenidos a Azerbaiyán”, se puede leer en azerí e inglés sobre carteles en el arcén que también despliegan fotografías de los iconos urbanísticos de Bakú: desde su torre Maydan (siglo XII) hasta las de cristal del siglo XXI. Son perfectamente visibles desde aldeas armenias que se han convertido en penínsulas rodeadas de puestos de control azeríes (en la de Joznavar llaman “sendero de la vida” a la única carretera que los conecta con Armenia). Otras se han desplomado irremisiblemente al otro lado del mapa, e incluso están las que la nueva linde ha atravesado por la mitad.
La confusión es total. “¿Ese arroyo de ahí abajo sigue siendo nuestro?”, oímos preguntar a un pastor de la zona. Es cierto que el aeropuerto de Kapán (la capital de Syunik, 300 kilómetros al sur de Ereván) habría facilitado algo las cosas, pero la frontera se ha acercado tanto a la pista que se han tenido que suspender todos los vuelos.
Hay que conducir. Antes se tardaban quince minutos desde el lago de Surik hasta la aldea de Vorotán por una carretera amable y asfaltada; hoy es hora y media por un pedregal que convulsiona entre cumbres y valles de Transcaucasia. Un puesto de control del Ejército armenio, otro de las tropas de paz rusas y el de los azeríes un poco más allá se distribuyen equidistantes a orillas del río que da nombre a la localidad. Junto al caudal, Aída, de edad imposible de adivinar y ojos negros y opacos, atiende sola en el único restaurante del pueblo. Todo el mundo se ha reunido para despedir al último recluta que se va a integrar en una unidad. Estas despedidas son, en Armenia, una tradición que ha cobrado aún más significado tras la muerte de miles de jóvenes (entre 4.000 y 10.000, según distintas fuentes) en la guerra de 2020.
“Si me voy, puede ser el golpe de gracia para este pueblo”, dice la hostelera. Puede que tenga razón. Además de servir comidas y alquilar habitaciones a los trabajadores de la nueva carretera, también hace el pan para este y otros tres pueblos de la zona. Sus hijos —tiene cinco— están en Ereván y le dicen constantemente que se vaya de allí. Solo que se lo planteen le molesta. No es lo que ella les ha enseñado.
Encontramos a Suren Ohanjanyan, el alcalde de Vorotán. Sale de la fiesta de despedida del recluta, pero está lo suficientemente sobrio como para hacerse entender. “Aquí vivimos de lo que nos da la tierra. Antes estábamos junto a la carretera internacional, vendíamos de todo. Pero eso se ha acabado”. Y, según cuenta, los armenios no pueden atravesar los tramos bajo control de los azeríes, pero sí al revés, siempre que estos últimos lo hagan escoltados por los rusos y a condición de que no paren. En cuanto a los camioneros de los petroleros iraníes, Bakú les cobra ahora tasas de tránsito, así que evitan la carretera principal cuando transitan con la joroba vacía.
La emergencia en Syunik ha forzado la apertura este año de una sede del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas en Kapan (sur de Syunik) y otra de Acnur en Goris (capital regional). Un informe publicado por esta última el pasado febrero estima que aún hay en torno a 50.000 personas desplazadas en el país. Junto a Nagorno Karabaj, la pequeña Syunik se ha convertido en una de las simas geopolíticas más profundas no ya del Cáucaso, sino de toda Eurasia.
¿Que quién traza esas líneas? “Son mapas que están guardados en Moscú en algún lugar secreto, pero vete tú a saber…”, dice Ohanjanyan. En Syunik son muchos los que piensan que Azerbaiyán ha metido dinero en la conocida aplicación Google Maps para oficializar allí su frontera; no encuentran otra explicación a esa maldición cartográfica. Las aplicaciones de mapas de Yandex y Apple, aparentemente más respetuosas con su territorialidad, son las favoritas de los armenios. Ohanjanyan prefiere no hacer cábalas, le preocupa más el futuro más inmediato. Hay que asegurar la nueva frontera, dice, construir nuevas carreteras y buscar nuevas actividades para que la gente local no acabe enfilando hacia los arrabales de piedra color carne cocida de Ereván. Ese es el desafío.
Para llegar a Shurnuj desde Vorotán hay que trepar en zigzag e intentar adivinar de quién es cada cumbre atendiendo a las banderas que ondean sobre las mismas. Y luego bajar, y volver a trepar.
El último censo (2011) de Shurnuj hablaba de 205 habitantes. Hoy son poco más de un centenar. Como en el resto de Syunik, a los lugareños se les pide que aguanten, que se queden porque, “si se van, caerá Syunik, y luego Armenia”. Así nos lo resumió Davit Babayan, ministro de Exteriores de Nagorno Karabaj, en una entrevista que nos concedió en Goris a finales de julio. El alto cargo también apuntaba al “peor momento en la historia de Armenia desde el genocidio de hace cien años”. Todavía quedan supervivientes que recuerdan que aquello fue ayer, y la sensación hoy es que puede volver a pasar mañana.
Siete familias ya se han instalado en un nuevo barrio de trece casas que las autoridades armenias están construyendo en el flanco más occidental de Shurnuj. No obstante, el goteo de los que se van es imparable y, a menudo, son las vacas las primeras en desaparecer. Hasmik Harutunyan ha perdido ya dos de la suyas. “Pasan al otro lado y, claro, ya no las volvemos a ver”, dice esta armenia de 37 años en zapatillas de casa. Ha vendido las vacas que le quedaban “a precio de risa” a los yazidíes antes de empaquetar para marcharse, “mañana o pasado”.
La carretera atraviesa el pueblo por la mitad, y una bandera azerí ondea hoy sobre el distrito más oriental de Shurnuj. “Siempre les digo a mis hijos que no se acerquen a la carretera” dice Hasmik, señalando el lugar desde un punto elevado. Frente a la bandera azerí ondea la rusa de las tropas de interposición. La armenia ha pedido ayuda a los soldados para recuperar sus vacas en dos ocasiones, pero lo único que pueden hacer es dejar la valla abierta por si a los animales se les ocurre volver. Una a una, Hasmik va señalando las antiguas casas de sus vecinos, hoy en manos de los azeríes: son los Archakyan, los Safaryan, los Khachatryan… así hasta doce familias. Fue en diciembre de 2020 cuando patrullas de Azerbaiyán llamaron a su puerta y les dieron tres días para irse.
Los únicos que permanecen en el lado oriental de la carretera de Shurnuj son los Tovmassyan, y eso es porque su casa está pegada a la carretera, justo enfrente del puesto de control armenio. El establo anexo, no obstante, ya está en Azerbaiyán. Laura, de sesenta y tres años, nos atiende en una cocina desde la que disfruta de unas vistas despejadas sobre un país que quiere entrar por su ventana. Reconoce que se lo ha pensado mucho antes de hablar con nosotros: cuando los azeríes le dieron, como al resto, el ultimátum para irse, unos periodistas azeríes le hicieron una entrevista y la acabaron retratando como a una armenia que renegaba de Ereván y pedía a auxilio a Bakú.
“Era mentira, pero daba igual. Me insultaban por la calle, a mí y a mi marido; nos llamaban traidores y muchas otras cosas que prefiero olvidar. Me costó mucho convencer a todo el mundo de que todo había sido un engaño”, recuerda la armenia. Los Tovmassyan llegaron a Shurnuj en la década de 1990. Este entorno natural y esta paz era algo que no podían encontrar en Gyumri (noroeste de Armenia), y menos desde que esta ciudad quedara destruida por el terrible terremoto de 1988. Aquí criaron a sus tres hijas, que hoy viven en Ereván, y a un ejército de abejas en media docena de colmenas. Hoy todo desaparece.
“¿Veis esos nogales de aquí abajo? Son míos, pero no puedo recoger las nueces”, suelta desde el balcón, suspendido sobre la frontera internacional. Iban a hacer una reforma justo antes de que estallara la guerra.
En su perturbador relato Casa tomada, Julio Cortázar narra cómo dos hermanos son acosados en su casa por una presencia invisible. Atemorizados, los protagonistas deciden empezar a cerrar estancias: el comedor, una sala de la que cuelgan tapices, la biblioteca repleta de literatura francesa… Poco a poco, se van deshaciendo de sus pertenencias y van ocupando un espacio cada vez más exiguo hasta que, sin saber muy bien por qué, ambos acaban en la calle. En la aldea de Jendzoresk ya se han dejado atrás demasiadas tierras de pasto y cultivo, y un silencio estridente se apodera de la casa de los Aghasyan. La familia reúne, uno a uno, diplomas y fotografías, uniformes, insignias, y hasta una medalla de Garik, uno de los hijos. El chaval soñaba con ser mecánico de coches, pero la última guerra estalló mientras cumplía el servicio militar en Karabaj. Tenía diecinueve años cuando un compañero de pelotón tomó su pulso por última vez.
A la familia le entregaron un cadáver que podía ser el de Garik, pero que resultaba imposible de identificar a simple vista debido a su estado. Sirvard, su madre, se niega a utilizar una prueba de ADN. “Es como asumir que está muerto, y no es así. Está desaparecido”, repite la armenia, sosteniendo un último retrato de su hijo. Se aferra con ambas manos a la idea de que sigue vivo al otro lado de la frontera. Esa que cada día queda más cerca.