Supongo que no era mi amigo, porque solo lo vi dos veces, pero enseguida me cautivó. Nos conocimos en un hospital de Médicos Sin Fronteras en el norte de Siria. Derrochaba carisma, se paseaba por el hospital saludando a pacientes y colegas, gastaba bromas. Nadie dudaba de su militancia: de su oposición al régimen. Pero Mohamed tampoco ocultaba su ateísmo. Sus amigos le pedían que se callara, le decían que se estaba jugando la vida, que irían a por él.
—Yo no cambio mi libertad por mi seguridad.
Decía Mohamed Abyad con su voz rota, grave, cavernosa, como un adolescente que la estuviera cambiando, entre la afonía y la madurez. Es la lección que dejó al mundo: luchar contra el régimen totalitario de Asad no debía significar una validación automática del yihadismo.
Trabajaba de lunes a viernes en aquel hospital y el fin de semana se iba a otro centro médico de la provincia de Alepo, en territorio controlado en aquel momento por la oposición armada. Nunca descansaba: era una máquina al servicio de las víctimas de la guerra.
—Los médicos tienen muchas dificultades, trabajan en un escenario muy peligroso. El régimen está atacando todos los hospitales de Alepo, hay algunos que han sido atacados cuatro veces seguidas. Las fuerzas de seguridad están persiguiendo a médicos que creen que son opositores y a muchos civiles.
Su relato era el de decenas, centenares, miles de sirios que denunciaron durante años las atrocidades y los crímenes de guerra del régimen. Repaso las decenas de entrevistas que he hecho desde 2011, sobre todo a personas refugiadas, y el grito contra el régimen de Asad es unánime. Pero las diferencias a partir de ahí son también unánimes, porque la complejidad de la sociedad siria no admite burdas simplificaciones.
Para Hasán Naser, a quien conocí en 2013, la caída de Asad llega tarde, pero es una noticia que hay que celebrar. Participó en las primeras protestas contra el régimen y se exilió en Turquía. Unos años más tarde llegó a Suecia con su mujer y sus tres hijos. Lograron adaptarse a una nueva vida. Aquello que tanto deseaba ha sucedido por fin, pero la herida es demasiado profunda.
—Sí, Asad está en la papelera de la historia, pero no olvidaremos lo que le ha hecho al pueblo. Los periodistas deberían escribir sobre sus crímenes —me escribe Hasán unas horas después de la llegada a Damasco de los rebeldes, encabezados por el grupo armado Hayat Tahrir Al-Sham (HTS).
Para Peshang Alo, que se convirtió en periodista cubriendo la guerra desde el lado rebelde, la caída de Asad llega tarde y no es lo único importante que está pasando. En 2013, unos días antes de que lo conociera, recibió el disparo de un francotirador del régimen en una pierna y se refugió en Turquía y luego en Alemania. Es kurdo y está preocupado por el futuro de la comunidad kurda.
—Esto habría pasado mucho tiempo antes si el mundo hubiera querido. Sí, Asad cayó, ¿pero ahora qué vendrá? No olvidemos que hay miles de combatientes de HTS que lucharon con Estado Islámico. Eso sí: estoy feliz de que los prisioneros hayan salido de las cárceles —dice Peshang, que también estuvo encarcelado en Siria.
Sé lo que piensan Hasán y Peshang porque he podido hablar con ellos. Pero no sé lo que piensa Mohamed, porque fue asesinado. El 3 de septiembre de 2013, su cadáver fue hallado en la provincia de Alepo. Faltaba un día para que cumpliera 28 años. El ataque no fue reivindicado, pero en aquel momento Estado Islámico estaba en plena expansión en la zona.
Mohamed, creo que habrías celebrado con alborozo el fin del régimen de Asad, pero que de inmediato habrías señalado todos los problemas de esta nueva era.
Mohamed, creo que habrías reaccionado con ese optimismo crítico que te caracterizaba.
Pero no lo sé, porque no estás. Hace demasiado tiempo que no estás.