La conversación entre Donald Trump y la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, en la que el presidente estadounidense insistió en comprar Groenlandia, fue todo menos amistosa. “Horroroso” es como describen el comportamiento del líder republicano las fuentes consultadas por el Financial Times.
Groenlandia es solo una entre las fantasías imperialistas del líder republicano, que también pretende convertir Canadá en el Estado 51 de la Unión y recuperar el control sobre el Canal de Panamá. “¿No es agradable ver que, durante años, décadas, hemos tenido el mismo tamaño, pero podríamos ser un país más grande muy pronto?”, decía Trump a sus adeptos en un reciente mitin.
El propio Trump se ha encargado de desmontar uno de los mitos más utilizados por sus seguidores para defenderlo. Esto es, que el reelegido presidente estadounidense es un pacifista, como demostraría que en su primer mandato Estados Unidos no iniciara ninguna guerra. Se obvia por supuesto que el país estaba saliendo escaldado de dos conflictos, en Irak y Afganistán, que su ejército estaba exhausto y que su último año lo pasó lidiando con una pandemia que lo concentró en asuntos domésticos.
La realidad es que no hay ninguna razón para pensar que un líder tan abrasivo en políticas internas vaya a comportarse de otra manera en el exterior. Trump se ha sumado con entusiasmo a la fiebre neocolonialista, una que promete llevarse los últimos resquicios de un orden mundial donde los más fuertes respeten las fronteras de sus vecinos más débiles.
Mientras Putin ocupa por la fuerza cerca de un 20% del territorio de Ucrania e Israel invade a su antojo a sus vecinos, en esta ley de la jungla global, los nuevos imperialistas se han despojado de complejos. No solo están dispuestos a agrandar sus países por la fuerza, sino que culpan a los agredidos de haberles obligado a hacerlo.
La mentalidad de Trump, Putin y Netanyahu es tan vieja como el colonialismo de antaño, que avanzó sobre el más perverso de los nacionalismos: el racismo. Naciones que se creen tocadas por la varita mágica, convencidas de su excepcionalidad, buscan expandirse como un bien superior y civilizador que hará mejores a los conquistados. Si se resisten, llega la incomprensión: ¿cómo es posible que esas gentes inferiores no deseen ser dominadas?
Trump ve con buenos ojos los tics imperialistas de otros porque justifican los suyos. Por eso no tiene problema en presionar a Ucrania para que acepte un acuerdo de paz a cambio de territorio y aboga por la “limpieza” de Gaza, para que los fundamentalistas israelíes puedan completar su plan de engullir más territorio a costa de los palestinos.
La seguridad vuelve a ser esgrimida como justificación en este colonialismo de nuevo cuño que es idéntico al que Joseph Conrad ya despojó de toda buena intención cuando los perpetradores eran las potencias europeas: “Arrancar tesoros a las entrañas de la tierra era su deseo, pero aquel deseo no tenía otro propósito moral que el de la acción de unos bandidos que fuerzan una caja fuerte”.
La cita es del siglo XIX, pero ni la tecnología ni la modernidad han logrado que pierda vigencia. El imperialismo vuelve con fuerza, empujado por hombres dispuestos a construir sus ambiciones sobre las ruinas de los sueños de otros.