Un alto al odio, la gran tarea pendiente de Estados Unidos

El éxito de las nuevas teorías conspiratorias no consiste en convencer a los ciudadanos de algo, sino en hacerlos dudar de todo y de todos. Para muestra, el botón de Nueva Orleans.

“Que no sea latino. Ni negro. Ni árabe”. La frase susurrada como mantra resonaba entre nosotros cada vez que llegaba a la redacción una noticia sobre un asesinato, una masacre o algún otro crimen atroz, y con ella no nos referíamos a las víctimas sino a los victimarios, a la identidad del autor. Eran los años del gobierno de George W. Bush Jr., yo era reportera en el periódico en español más grande de Estados Unidos, con sede en Los Ángeles, y la narrativa que criminalizaba a las personas inmigrantes, afroamericanas, latinas u originarias de países árabes tomaba forma y crecía en un ambiente enrarecido tras los atentados del 11-S.

Este enrarecimiento había aumentado en parte por el oportunismo del Partido Republicano, que echó mano de un discurso racista y antinmigrante para avivar el temor público y garantizar la reelección de Bush en 2004. Tres años después de que el grupo terrorista Al Qaeda reivindicara los atentados, Estados Unidos tenía un recién estrenado Departamento de Seguridad Interna, la migración había dejado de ser un asunto laboral para convertirse en uno de seguridad nacional y cualquier suceso violento o criminal era inmediatamente atribuido a un inmigrante o una persona de una minoría étnica o racial. Y aunque con frecuencia el autor del delito era algún hombre blanco nacido en Texas, también había casos en los que era un negro, un árabe o un latino, y entonces sabíamos lo que vendría a continuación: un aumento exponencial del discurso racista, xenófobo, dolorosamente generalizador, que con frecuencia se materializaba en crímenes de odio. “Que no sea latino” era una fórmula para exorcizar la posibilidad de que la recién registrada violencia deviniera en una violencia mayor.

Recordé esa sensación este 1 de enero, cuando, unas horas después de las uvas y las campanadas, nos llegó la información del ataque perpetrado por un hombre en un vehículo que arrolló a una multitud en la intersección más festiva de la ciudad de Nueva Orleans, y que dejó al menos 14 muertos y decenas de heridos. Que el autor no sea ninguna de esas cosas que ya sabemos, pensé, porque al horror de la tragedia, de la violencia sin sentido, se sumará una reacción que, justo en la antesala de una nueva presidencia Trump, caerá en tierra fértil para multiplicar la violencia. Violencia que genera violencia. Odio que genera odio que genera odio.

Esta tendencia al alza está documentada. Desde hace 25 años The Southern Poverty Law Center (SPLC), una organización de defensa de derechos civiles con sede en Alabama, registra y monitorea el surgimiento y evolución de los grupos de odio activos en Estados Unidos. Durante las casi dos décadas que viví en Estados Unidos me familiaricé con el mapa de SPLC, que permite revisar el registro histórico y hacer comparaciones. Con las noticias del ataque en Nueva Orleans se me ocurrió buscar los cambios en el último par de años; el resultado es un cóctel de odio in crescendo del que no estoy segura de que sean conscientes todos los que tendrían que estar actuando ya.

De los 599 grupos de odio activos registrados el año 2000, más de la mitad eran neonazis y seguidores del Ku Klux Klan; solo había dos grupos antinmigrantes y uno antiLGBTQ. La cifra aumentó en 40 grupos por año en promedio y en 2010 ya llegaban a los mil, con una distribución ideológica que se mantenía: 700 tenían como eje el supremacismo blanco; los antinmigrantes llegaron a 11, y ese año por primera vez se registró un grupo antimusulmán. Los años siguientes los números fueron en descenso; entonces llegó 2018.

El reporte posterior al primer año de gobierno de Donald Trump muestra un máximo histórico de 1.020 grupos de odio activos, pero lo más notable es la diversidad de ideologías con las cuales se empiezan a describir: ya llegan a 100 los que se describen como antimusulmanes, aparecen grupos de supremacismo masculino, hay 86 grupos anti-LGBTQ, y 127 entran en una categoría que SPLC denomina “odio general” para describir a grupos “que se dedican a difundir teorías de odio y conspiración bien conocidas, además de prejuicios particulares que no se pueden clasificar fácilmente”, pero que alimentan a distintos sectores del movimiento supremacista blanco. Entre estos grupos figuran los Proud Boys y los Oath Keepers, ambos involucrados en la organización del asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. 

En respuesta a esta diversificación de odios, el conteo de 2023 ha incluido nuevas categorías como “propagandistas de la conspiración” (51), “milicias antigobierno” (52), “movimientos de ciudadanos soberanos antigobierno” (93), y “antigobierno en general” (634), la categoría utilizada para describir “grupos del movimiento antidemocrático de extrema derecha que creen que el Gobierno federal es tiránico e ilegítimo y está en manos de élites de izquierda”. De un total de 1.430 grupos de odio activos —casi el doble que hace diez años—, más de 800 son parte de una tendencia que cuestiona los sistemas de educación, salud y justicia del país, difunde teorías de la conspiración y reivindica puntos de la agenda del nacionalismo blanco cristiano.

Me queda claro que hoy ya no basta un “que no sea latino” para entender el origen del odio o pensar en cómo pararlo, porque no basta con no ser negro o no ser árabe, ni con ser blanco o creer en según qué dios. El odio interseccional y absurdo que se ha cultivado en Estados Unidos en los últimos veinte años, y particularmente desde la primera campaña presidencial de Trump, no tiene que ver solo con una etiqueta, origen o credo, sino con un complejo tejido de mentiras, medias verdades, datos sin contexto, fabulaciones y repeticiones que destruyen cualquier certeza —incluso aquella, básica y cruel, que señalaba que todo el mal venía de fuera—. El gran éxito de las nuevas teorías conspiratorias no consiste en convencer a los ciudadanos de algo, sino en hacerlos dudar de todo y de todos. Y de la duda al odio, solo hay una teoría conspiratoria más.

Este 20 de enero Donald Trump volverá a la Casa Blanca acompañado de una corte que ya no se conforma con ser antinmigrante o antimusulmana. A los ataques a las comunidades árabes, latinas o afroamericanas se superponen los dirigidos a la comunidad LGBTIQ+, a los derechos de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, a la salud preventiva o la libre cátedra; un odio que, lejos de tener un objetivo específico, busca mermar los derechos civiles que costaron luchas y sangre a varias generaciones de estadounidenses. A partir del día 21, la gran tarea de las dos terceras partes de la población que no votaron por Trump será encontrar la manera de poner un alto a esta hidra de múltiples odios.

Periodista mexicana especializada en migración, política y derechos humanos. Por casi dos décadas vivió en Estados Unidos, desde donde escribió para medios como The Washington Post, Vice, El Faro y Gatopardo. Es autora de varios libros, el más reciente El muro que ya existe. Las puertas cerradas de Estados Unidos (HarperCollins, 2019). Es directora de contenido del Congreso Internacional de Periodismo de Migraciones, que se celebra anualmente en España, y profesora del Máster de Periodismo Literario y del programa Study Abroad en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), ciudad en la que vive.

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