A los ocho años, Rashmi, cuyo nombre es un pseudónimo, dejó el hogar materno y en el camino de una hora de autobús entre su pueblo y Katmandú comenzó a despedirse de su infancia. Unos conocidos de su aldea la habían convencido de que podría ganar dinero para su familia en la capital nepalí. Cayó en las zarpas de traficantes y acabó en casa de una familia de cinco miembros. Trabajó para ellos. Limpió, lavó la ropa, cocinó y cuidó de los niños del matrimonio.
—No eran buena gente. Cuando cometía un error me golpeaban con palos en las manos y en la espalda. Fue muy duro. Nunca tenía tiempo libre. Prometieron pagarme, pero nunca lo hicieron. Comida sí me daban: las sobras. Cada siete u ocho meses me dejaban algo de ropa.
Rashmi esperó mucho tiempo hasta reunir coraje para decir…
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