Europa descubre el continente de los refugiados

Casi 60 millones de personas están lejos de sus hogares a causa de la violencia: solo una fracción de ellos está llegando a suelo europeo

Europa descubre el continente de los refugiados
Mikel Ayestaran

Un torbellino de gaviotas sigue la estela de un pesquero surcando el mar Egeo. En estas mismas aguas, ahora plácidas, navega una embarcación mucho más frágil: un minúsculo bote inflable con 25 sirios a bordo, dos de ellos niños. “La guerra es algo que no se puede explicar —se justifica Abid, de 23 años—. Nos bombardearon en el norte de Siria. Murieron mi novia y mi primo. Yo resulté herido en el pie. He visto asesinatos ante mis ojos. Soy ingeniero y me gustaría ir a Suecia”. De momento ya ha llegado a la isla griega de Lesbos, tras un peligroso trayecto marítimo de varias horas desde la costa turca.

Ya has leído esta historia. Podría estar pasando ahora mismo, mientras lees este reportaje, pero la escena es de mayo de 2013. Europa empieza a descubrir a los 59,5 millones de personas que viven fuera de sus hogares debido a la violencia y la persecución. La mayoría son desplazados (38,2 millones), es decir, siguen atrapados dentro de su país, pero 19,5 millones de ellos son refugiados: lograron cruzar la frontera y huir.

Es la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial, y ni siquiera ese dato mide la magnitud de esta crisis: no hay registro de un éxodo mundial mayor por parte de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), sencillamente porque se creó después de la gran contienda europea. Si esos casi 60 millones de personas vivieran en un solo país, sería el 24º más poblado: con más habitantes que Sudáfrica y algo menos que Italia. Si se contaran todas las personas que huyen de guerras no declaradas, como las decenas de miles de centroamericanos que escapan cada año de las maras y cruzan México para llegar a Estados Unidos, el país de los refugiados se parecería más a un continente.

¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Se han solapado conflictos enquistados, como los de Afganistán, Somalia, Sudán del Sur o el este de la República Democrática del Congo, con guerras de inusitada brutalidad como la de Siria (más de 330.000 muertos y cuatro millones de refugiados). Caos en el mundo árabe. Caída al vacío en África subsahariana. Asia Central, fuera del radar. Fracaso en los procesos de paz. Huidas hacia delante. Cortoplacismo diplomático. Guerras amontonadas.

El continente de los refugiados, ese territorio ficticio poblado por sufrimiento y desesperación de personas reales, se ha asomado a Europa por dos flancos: el Mediterráneo central, con Libia como principal origen de los que intentan huir, y el oriental, donde Siria es el principal factor del llamado efecto empuje. Viajemos a los dos escenarios.

Libia o morir ahogado

Es 21 de junio, solsticio de verano: el día más largo del año. El barco de Médicos Sin Fronteras (MSF) Dignity I, de casi cincuenta metros de eslora, zarpó hace una semana de Barcelona para iniciar su misión de rescate en el Mediterráneo. Ahora estamos a unas decenas de millas náuticas de Libia: ya se han hecho los primeros rescates y el equipo intuye que hoy habrá más.

Es una mañana calurosa: las crestas espumosas de las olas se han esfumado y solo veo una lona marina uniforme. Es el momento óptimo para la salida de las frágiles embarcaciones que transportan a centenares de personas en busca de Europa. El primer rescate que se efectúa durante este día de solsticio es el de un bote hinchable, tipo zódiac. Se descuelga una lancha de rescate que se acerca al bote y traslada a los rescatados de doce en doce al barco madre.

Los primeros son siempre los niños, las embarazadas y los casos de urgencia. Ese día llegan de golpe dos bebés y varios menores. Hay dos que me llaman la atención: un chaval que se desvive por ayudar a todo el mundo y un pequeño de tres meses que llega a bordo con los ojos como dos faros. La mirada de Praise lo registra todo, patina entre el miedo y la estupefacción: parece que se da cuenta de algo y grita por salir de esa fase entre la conciencia y la falta de uso de razón que caracteriza a su tierna edad. Fue uno de los más mimados a bordo.

Praise, un bebé nigeriano de tres meses, poco después de ser rescatado en el Mediterráneo. Agus Morales / MSF

Conozcamos a su padre. “Nunca tuve la intención de ir a Europa”, dice el nigeriano Kelvin Anagha. Pero no solo lo hizo, sino que se lanzó al Mediterráneo en un bote neumático blanco junto a un centenar de personas, entre ellas su mujer y su hijo. ¿De qué peligro huye la pareja para arriesgar así la vida de un bebé de solo tres meses? “Lo siento —se excusa Kelvin—. Mi hijo nació en Libia y ni siquiera fue atendido durante el parto… Nunca habría querido traerlo, pero en Libia nos trataban como animales”. Asegura que pagó 2.000 dólares (1.763 euros) a los traficantes por el pasaje de los tres.

Kelvin denuncia lo mismo que la mayoría de subsaharianos que se lanzan al Mediterráneo y son rescatados: robos, torturas, palizas. Nadie quiere ni oír hablar de Libia: alguno amenaza con tirarse al agua con tal de no volver atrás. Sin embargo, lo van a tener difícil para pedir asilo.

A finales de 2014 se suspendió la operación de rescate italiana Mare Nostrum. El drama de los naufragios, que se intensificó, se siguió inscribiendo en el marco de la inmigración económica clásica. “Desaparecen 400 inmigrantes en el Mediterráneo”. “Naufraga una patera con 50 inmigrantes”. “Aumentan las muertes de inmigrantes intentando llegar a Europa por mar”. Los motivos de la huida no deberían restar dramatismo a la situación, pero el público parecía escuchar algo que ya conocía.

En realidad, la crisis del Mediterráneo se movía ya desde hace tiempo en otro territorio. Con España fortificada, la vía marroquí cada vez más bloqueada y el desgobierno en Libia, las rutas migratorias de África Occidental —y del Cuerno de África— se volcaron hacia este país. Además, aunque siguen llegando muchos nigerianos, gambianos o senegaleses que buscan una vida mejor, cada vez son más los que estaban en Libia y, ante el racismo y los abusos que sufren, deciden huir. Ven más peligro en volver atrás que en tirarse al mar.

Momentos previos al rescate. No hay espacio a bordo de los botes inflables que cruzan el Mediterráneo. Julio de 2015. Anna Surinyach / MSF

Frente a la tradicional explicación económica, cada vez es mayor el peso de la guerra y la persecución como motivos de la huida. Prueba de la potencia de este efecto empuje es el hecho de que ya no solo llegan jóvenes varones soñando con Europa. Son cada vez más numerosas las familias con niños. Somalíes que dejan atrás la guerra. Eritreos que huyen de la persecución política. Palestinos que salieron de la Franja de Gaza. Etíopes. Sudaneses. Afganos. Paquistaníes. Y, por supuesto, sirios.

En los botes inflables con un centenar de personas es más común que la mayoría provenga de África Occidental. Los tristemente conocidos pesqueros de madera, donde se pueden agolpar hasta 700 personas y donde muchas han muerto asfixiadas en la bodega, acostumbran a traer personas de todas las nacionalidades, particularmente sirios.

En ambos casos, son viajes organizados por traficantes, con todo lo que ello conlleva: entre ellos hay una tupida red de silencios y secretos, de relaciones escondidas. Cuando son rescatados, algunos estallan de júbilo, otros llegan traumatizados. Los hay que asumen con absoluta normalidad que han sido rescatados y se sientan desganados en la popa del barco, como si jugarse la vida fuera algo habitual para ellos. Porque lo es: si hablas con ellos te cuentan que este es solo uno de los tramos de una ruta infernal. Esta es solo una nueva acometida: tirar los dados otra vez.

Un subsahariano después de ser salvado por un barco de MSF. Al fondo, otro bote inflable que debe ser rescatado. Anna Surinyach / MSF

Este año han llegado por vía marítima a Italia más de 120.000 personas y a Grecia, casi 350.000. No han corrido la misma suerte las más de 2.800 personas que han muerto intentando cruzar el Mediterráneo.

Es imposible desentrañar los motivos que han empujado a todas ellas a tirarse al mar. La última vez que estuve en el barco de rescate de MSF, charlé con Shalom. Era una nigeriana que viajaba con una hija albina de casi dos años y un hijo de tres. Risueña, se sentaba al aire libre en popa para hablar con sus compañeras. Su marido tenía graves quemaduras debido a un incendio que sufrieron en Libia, donde vivieron durante cuatro años. Le pregunté cómo estaban los críos. Sonrió: bien. El viaje tuvo que ser duro para ellos, ¿no? Torció el gesto. Antes de que continuara con mis absurdas preguntas (¿por qué decidisteis venir?), noté que se estaba emocionando. No pude preguntar más.

El éxodo sirio

No hace tanto, en 2012, los afganos eran todavía el grupo con más arrestos por entrada y permanencia irregular en Grecia. En 2013, llegaban botes repletos tanto de afganos como de sirios, pero ahora la virulencia de la guerra siria ha hecho que la proporción cambie: entre las más de 470.000 llegadas de este año, hay más de 175.000 sirios y 50.000 afganos.

La de los afganos es una de las historias más dolorosas de las últimas décadas. A la guerra entre la Unión Soviética y los muyahidines —financiados por los servicios secretos estadounidenses y paquistaníes— le siguió una guerra civil, la llegada de los talibanes al poder y la invasión estadounidense después de los atentados del 11-S. Por primera vez los sirios son los más numerosos, pero durante esas tres décadas Afganistán ha sido el país con más refugiados del mundo, la mayoría de ellos acogidos en Pakistán e Irán.

“Yo era muy pequeña, recuerdo el sonido de las bombas. Nos fuimos a Irán”, recuerda desde Estambul Nesime Husseini, una afgana de 35 años.

Ya establecida en Irán, Nesime cuenta que uno de sus hijos se convirtió al cristianismo y la familia sufrió persecución religiosa, así que huyó a Turquía. Solicitaron el asilo, pero en primavera de 2013, cuando la entrevisté, aún no se les había concedido.

La refugiada afgana Nesime Huseini, en su domicilio de Estambul con sus hijos. Mayo de 2013. Anna Surinyach / MSF

Afganistán jamás generó una ola de solidaridad en Europa, pero la magnitud del éxodo sirio ha sido imposible de ignorar. En marzo de 2012, un año después de las primeras protestas contra el gobierno de Bashar al Asad, los refugiados no llegaban a 30.000. Un año después, ascendieron a 900.000. En primavera de 2013 se situaron en casi un millón y en 2014, ya con el grupo yihadista Estado Islámico en plena expansión, en 2,5 millones. Hoy ya han cruzado la barrera de los cuatro millones y (algo que pasa mucho más desapercibido) los desplazados dentro del país, atrapados en el conflicto, son 7,6 millones. En resumen: la mitad de la población está lejos de sus hogares a causa de la violencia.

Pero no han sido las cifras el detonante de la empatía, sino la simple constatación de que, efectivamente, esas personas existen y están aquí. Primero, las cargas policiales en la frontera entre Grecia y Macedonia y las riadas de refugiados hacinados en trenes, una imagen no exenta de dolorosas reminiscencias históricas en Europa. Tras el paso por los Balcanes, los campos de detención y los bloqueos en Hungría. Y finalmente, el hashtag de #refugeeswelcome, los estadios de fútbol alemanes dando muestras de apoyo y el hermoso recibimiento en la estación de trenes de Viena.

Los miedos de Europa

A nadie se le escapa que el punto de inflexión emocional fue la imagen de Alan Kurdi, el niño sirio de tres años que apareció muerto en una playa turca después de que su bote, con destino a la isla griega de Kos, naufragara. Para algunos sirios, acostumbrados a la brutalidad de su guerra civil, aquella era solo una muerte más.

Some #Syrians aren’t shocked by #AylanKurdi photo – msg from a friend #refugeespic.twitter.com/HATlYGohQW— anna holligan (@annaholligan) septiembre 4, 2015

Pero para Europa fue un puñetazo en la cara. Cuatro millones de refugiados y cientos de miles de muertos no lograron el mismo impacto que una fotografía. Ante la presión de la opinión pública, siempre tan voluble, las cancillerías occidentales se activaron y se volvió a hablar del derecho al asilo. Atrás quedaba la propuesta de la Comisión Europea —que ni siquiera fue aceptada en su totalidad por algunos países, como España— de que los Estados miembros acogieran a 20.000 refugiados y a otras 40.000 personas que habían llegado a Grecia e Italia. La crisis exigía un esfuerzo mayor. Ahora la UE (con una población de algo más de 500 millones de personas) ha logrado un acuerdo de mínimos para que los países miembros acojan a 120.000 refugiados. Líbano, con algo más de cuatro millones de habitantes, acoge a más de un millón de refugiados sirios. Un cuarto de su población.

Junto a los anuncios solidarios, también empezaron a sonar los tambores de guerra y países como Francia decidieron extender sus ataques a Siria para combatir a Estado Islámico, al que Occidente apunta como máximo responsable de este éxodo. Este giro entre los países occidentales abre las puertas al diálogo con Bashar al Asad, que después de ser repudiado, vuelve a convertirse en un aliado potencial aunque su sola mención haga estremecerse a los refugiados que llegan a Europa.

Mientras afloran en Europa las muestras de generosidad y de racismo a golpe de ciclotimia, el continente de los refugiados sigue creciendo. Después de la tan citada Segunda Guerra Mundial, Occidente se dispuso a acoger a las víctimas del nazismo y el fascismo. Hoy, el 86% de los refugiados son acogidos por países en vías de desarrollo.

Entre el 14% restante, los refugiados que están en países desarrollados, se encuentran los 25 sirios que conocimos al principio de este reportaje y que llegaron en un bote inflable a la isla griega de Lesbos en 2013. Siguieron con su periplo. Embarcaron en un ferry con destino a Atenas. Cuando se acercaban al puerto de la capital helena, mientras la perezosa luz del alba les bañaba la cara, ya podían divisar a lo lejos el Acrópolis. Llegaron a puerto y se dispersaron.

Seguí la pista de uno de ellos, Lawand Deek, que vive en Reino Unido y da clases de inglés a los sirios.

No sé qué pasó con los demás.

El joven sirio Lawand Deek llega a Atenas. Mayo de 2013. Anna Surinyach / MSF

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