Los aceituneros de Hebrón

Rodeados de colonos y de fuerzas de seguridad israelíes, los recolectores palestinos intentan mantener su modo de vida

Los aceituneros de Hebrón
Clara Fortuny

Nota de 5W:

Jaume Sendra y Clara Fortuny, estudiantes de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), nos propusieron este reportaje sobre Palestina. De forma puntual, en 5W publicamos reportajes de estudiantes, reunidos aquí. En estos casos seguimos de cerca todo el proceso, hacemos un esfuerzo adicional de edición y, por supuesto, pagamos el trabajo.

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Los esqueletos inertes de media docena de olivos dan la bienvenida al distrito agrícola de Tel Rumeida. Sus ramas secas y negruzcas, en forma de garras, apuntan al cielo. Un ataque con arsénico convirtió a los olivos en figuras muertas que dan un aire de desolación a esta colina.

Situada 35 kilómetros al sur de Jerusalén, Hebrón es la ciudad más poblada de Cisjordania, con más de 200.000 habitantes, y su motor económico. También es el paradigma de la ocupación desde 1997, el año de la firma del Protocolo de Hebrón por el que se acordó su partición y la creación del distrito H2, en el que pasaron a vivir entre 600 y 800 colonos israelíes blindados por el Ejército en el corazón del casco antiguo. El resto de la ciudad se considera H1 y está bajo control de la Autoridad Nacional Palestina (ANP).

El barrio de Tel Rumeida se encuentra en el epicentro de esta zona H2 y la presencia militar convierte las calles en estrechos desiertos de asfalto, en contraste con el otro lado, donde los mercados, el ruido y el caótico tráfico protagonizan la vida de la ciudad bajo control de la ANP. Tel Rumeida se erige en lo alto de una de las colinas más elevadas y a él se accede a través de callejones empinados en los que las banderas israelíes decoran las farolas. Aquí los palestinos están obligados a convivir con los colonos bajo la atenta mirada de los uniformados, cuya misión es defender a la comunidad judía de posibles ataques.

El estruendo de dos cazas F-15 corta el aire y sume a los recolectores de olivas en el silencio. Idris Zahadi, con las manos en la cintura, mira uno de sus árboles. Con camisa blanca, pantalones de color caqui y tiras negras de cinta aislante en los dedos, el anciano  hace una mueca. “En 2016 recolecté más de 3.000 kilos de aceitunas. En 2017…’’, dice mientras mueve la mano en señal de que la temporada ha ido regular. El año pasado prácticamente no llovió y la sequía hace mella en la temporada de aceitunas. Un sargento de la Policía de Fronteras israelí, cuerpo paramilitar desplegado en los territorios ocupados junto al Ejército, vigila de cerca su trabajo. El campesino, de 70 años, le ofrece un té con sus manos arrugadas y polvorientas. El oficial le da las gracias pero lo rechaza. “Nos conocemos desde hace 20 años’’, dice Zahadi. El agente —calvo, fornido, con gafas de sol y un fusil de asalto al hombro— lleva dos décadas viendo al anciano recoger sus aceitunas a la sombra.

“Zona militar cerrada”

Dos niños se dirigen al puesto de control de la zona H2. Solo pueden entrar las familias palestinas que residen en esa zona. Clara Fortuny

En cualquier momento, el simple lanzamiento de una piedra contra un colono provoca un fuerte despliegue de fuerzas de seguridad en esta parte de Hebrón. “Zona militar cerrada”: así describe el Ejército el cierre automático de calles enteras ante cualquier tipo de incidente. Una vez los bloqueos y las patrullas militares se instalan en los accesos principales, los vecinos no pueden ir a sus domicilios sin romper el perímetro de seguridad, y algunos de estos bloqueos se pueden alargar durante meses.

Issa Amro mira detenidamente su portátil. Es el fundador de Youth Against Settlements (YAS), una organización que, a través de actividades como la recolecta de aceitunas, trata de ayudar a las familias de Tel Rumeida afectadas por agresiones de colonos e incursiones armadas. Amro está en el patio desde donde se coordinan todas las operaciones de YAS. Viste una camiseta azul con la frase “Los palestinos deberían ser libres” y la americana que siempre lleva consigo intenta transmitir a los activistas de todo el mundo que pasan por su oficina el mensaje de que él manda. Uno de ellos le pregunta por los soldados que cortan la calle principal que da acceso a Tel Rumeida. Sin apartar la mirada de la pantalla y con total tranquilidad, Amro le responde: “Tenemos gente allí’’.

Si estalla cualquier incidente, la información le llega mediante una corta llamada telefónica. Si hay algún problema, todos acuden a él. Amro es una figura patriarcal que cuida a todos los vecinos de Tel Rumeida y lucha para acabar con la ocupación. Ha sido arrestado más veces de las que pueda contar, incluso por la propia ANP, y ahora se enfrenta a 18 causas abiertas vinculadas a su labor de activista y a su oposición a la ocupación.

‘’No se trata de si me van a declarar culpable o inocente, se trata de saber qué condena me van a imponer’’, cuenta tras haber superado la primera audiencia ante la Justicia, que ha coincidido con las protestas contra la declaración de Balfour, que cumplió un siglo el año pasado. Amro no es optimista respecto a su futuro porque pocas veces un tribunal militar ha declarado la inocencia de un palestino, y asume que tendrá que pasar por la cárcel.

Enraizados entre muros

Un paso de asfalto separa la exuberante colonia de Kyriat Arba de la de Givat Ha’avot. Un campo de olivos se levanta entre estos dos asentamientos como si se tratara de un campo desmilitarizado entre dos fronteras hostiles. La docena de árboles que adornan el paso que usan los colonos israelíes para ir de una zona a otra pertenece a la familia palestina Al Jabari, dueña de una majestuosa casa en este mismo lugar.

Cada año las familias palestinas hallan dificultades para la recolecta a causa de ataques de colonos. Clara Fortuny

Las autoridades israelíes pretenden unir las dos colonias y para ello deben expulsar a la familia, pero de momento no pueden. Los Al Jabari tienen los papeles en regla y sus tierras resisten en forma de vegetación seca y olivos, que permanecen en su lugar a pesar de los constantes ataques de los colonos.

Ayat, estudiante de un máster de Administración de Empresas en la Universidad de Hebrón, es una de las tres hijas de la familia. Lleva un vestido azul marino con flores plateadas, y sonríe a todos con sus ojos castaños.

“Mi padre construyó esto en la década de 1990’’, cuenta mientras señala la enorme casa. Con dos pisos visibles, el domicilio esconde en la planta baja una pequeña granja con un dromedario, patos y algunas gallinas. Durante la primera visita de los colonos a la casa intentaron convencerles, mediante escrituras hebreas e incluso árabes, de que aquella tierra les pertenecía. En la segunda visita intentaron comprar sus dominios con un cheque en blanco. A partir de la tercera visita, en 1998, empezó la violencia.

Ayat mira a su padre, Abdul Kareem, que luce un gran mostacho canoso y lleva gorro de lana. “Le acaban de hacer una operación a corazón abierto y ahora está débil”, lamenta con una sonrisa tímida.

Abdul Kareem tiene tres hijas y siete hijos. Todos ellos han sido ingresados alguna vez en el hospital a causa de las heridas sufridas en ataques cometidos por colonos. “A mi hermano de diez años le apuñalaron; a mi sobrina, de ocho, la atropellaron y ahora está paralítica”, asegura la joven estudiante. Una larga lista de calamidades marca la vida de esta familia, que se niega a abandonar su domicilio, ahora sin ventanales, ya que fueron destruidos durante un registro del Ejército israelí.

“Aquí la ayuda de las instituciones palestinas no llega’’, dice Ayat, que señala de nuevo los campos que rodean la casa, a escasos metros de unos edificios de estilo europeo: las colonias. Aquí no hay muros ni alambradas, solamente la persistencia de una familia árabe que resiste a los ataques y las redadas. Están unidos a la tierra como si sus pies fueran raíces de los olivos que separan las colonias. La misma fuerza que hace que la familia se mantenga unida, incluso cuando tras recibir a periodistas y activistas en su casa, dos de los hermanos Al Jabari son arrestados tras la irrupción de las fuerzas de seguridad en su jardín.

Brillan como diamantes

Otro de los bastiones de la resistencia frente a la ocupación en Hebrón es la casa de Nisreen. Una bandera independentista catalana adorna la puerta de la sala de invitados. Cubierto de dibujos hechos a mano, el habitáculo homenajea a su marido, Hashem Azzeh, activista fallecido en 2015. Esta casa se ha convertido en un punto de encuentro de activistas y comunicadores de todo el mundo. Tras la muerte de Azzeh a causa de un infarto tras respirar gases lacrimógenos, Nisreen aprendió inglés y recibió una ola de solidaridad internacional.

Desde que murió su marido, Nisreen pinta dibujos sobre el entrono y la vida cotidiana en Tel Rumeida que luego vende a los visitantes. Clara Fortuny

Pero ahora son pocos los extranjeros que visitan a la familia en esta humilde vivienda. Nisreen sonríe al explicar el sabor dulzón del té: ‘“Es canela, a los extranjeros les encanta’’. Tiene dos hijas y dos hijos. Las cortinas de color beis convierten el sol de las cinco de la tarde en una tenue luz que ilumina el té y el velo de Nisreen.

Preguntada por su marido, la viuda mira al tejado, traga saliva y trata de encontrar fuerzas. Dos años después de su muerte y pese a todas las explicaciones que ha dado a los periodistas, sigue costando nombrar a aquella persona que tanto amaba y a cuya pérdida nunca se acostumbra. Sigue costando encontrar las palabras adecuadas para describir fielmente lo que supuso la vida y la muerte de Hashem Azzeh. Sigue costando sacar fuerzas para expresar emociones que nunca conseguirán describir la guerra que Nisreen libra cada día con el recuerdo.

“Vivir aquí no es sano, ni física ni psicológicamente’’, dice Nisreen. ‘’No solo nosotros perdimos a Hashem. Todo el vecindario perdió a Hashem’’.

El musgo llena los huecos entre las rocas que conforman el muro de dos metros de altura que separa la casa de Nisreen de sus vecinos colonos. Banderas israelíes que sobresalen de los ventanales de una casa se mezclan en el paisaje con los delgados olivos que deben cruzar todos aquellos que quieran llegar a esta vivienda.

Nisreen tiene catorce olivos en Tel Rumeida, pero no recoge sus aceitunas. En su momento, el Ejército prohibió a los activistas internacionales ayudar a Nisreen. Ahora ella se niega a recolectar e incluso rechaza la ayuda de sus vecinos palestinos. Solo quiere que el Ejército permita la entrada de activistas extranjeros. Los colonos se infiltran en su jardín de noche para robar aceitunas.

Un gran hospital de salud mental

El aceitunero Idris canturrea con un cigarrillo en la boca mientras recoge los frutos caídos del olivo. De rodillas, el anciano consigue con maestría y elegancia separar las aceitunas de las hojas. Coloca las palmas juntas y las agita: así filtra las aceitunas entre los dedos, y las hojas se quedan entre sus manos. Las aceitunas caen en un cubo blanco.

“Tengo dos carnicerías en la ciudad de Jerusalén, los judíos de allí son buenas personas. Los que vienen aquí, en cambio, son los más estúpidos. Hebrón es un gran hospital de salud mental’’, dice mientras gira su dedo índice a la altura de la sien.

Idris recoge aceitunas en el barrio de Tel Rumeida. Clara Fortuny

Según un informe de la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), 183.000 hectáreas de tierra palestina son usadas para el cultivo y la agricultura. Casi la mitad son solo para la recogida de aceitunas. Se calcula que “entre 80.000 y 100.000 familias tienen en las aceitunas y el aceite de oliva su fuente primaria o secundaria de ingresos”, según el informe. El sector de la aceituna cuenta con un subsector económico dedicado exclusivamente a su uso para la elaboración de aceite, madera y jabón. El informe subraya que en un buen año de recolección se pueden generar hasta 191 millones de dólares. La aceituna es un pilar no solo de las economías familiares palestinas, sino de su cultura y su modo de vida.

En la temporada de recolecta de 2017 se dañaron más de 5.500 olivos a causa de los ataques de los colonos, varias toneladas de aceitunas fueron robadas y dos recolectores fueron atacados, según OCHA.

‘’Mi familia tiene la propiedad de estos terrenos desde la época del imperio otomano”, dice Idris mientras camina por el campo ante la atenta mirada de dos suboficiales israelíes. “Tengo cientos de árboles. Ayer un colono de diez años me paró y me dijo: ‘Idris, ¿sabes que mañana no tendrás permiso para recoger las aceitunas?’ ¡Un niño de diez años le dice eso a un anciano de 70! A lo que respondí: ‘Tranquilo, trabajaré en los olivos de más arriba’”.

Cada día, la misma mirada de Idris, tras las mismas gafas de sol retro. Las mismas botas de cuero rojizas. El mismo fusil AR-15. El mismo suboficial israelí que patrulla Tel Rumeida y vigila a los recolectores.

El suboficial mira a Idris y le dice: “Por motivos de seguridad, hoy no tienes permiso para estar aquí”.

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