La India: una cuarentena para huir

El confinamiento ordenado por el Gobierno indio cierra las grandes ciudades y causa un gran éxodo de trabajadores hacia el campo

La India: una cuarentena para huir
Altaf Qadri / AP

Bernat Parera escribe desde Bombay. Información adicional y edición desde la redacción de 5W.

El confinamiento en la India, para centenares de miles de personas, es una huida. La pandemia de covid-19 ha destapado una realidad económica y social del país: ante el cierre de fábricas y comercios, los obreros que hacen funcionar las grandes ciudades, los obreros que construyen la India que quiere ser una superpotencia económica, han vuelto a sus lugares de origen huyendo del hambre. El resultado: uno de los mayores movimientos de población desde la partición del subcontinente. 

Hasta ahora, la India, el segundo país más poblado del mundo (1.300 millones de habitantes, una quinta parte de ellos bajo el umbral de la pobreza), ha registrado oficialmente más de 5.000 casos y 149 muertos a causa del virus. Pero el escaso número de tests realizados hace sospechar que esta puede ser solo la punta del iceberg. 

En toda crisis hay expertos cuya voz, de repente, llega a todos lados. En el caso de la India, las predicciones pesimistas del economista y epidemiólogo Ramanan Laxminarayan están dando la vuelta al país: dice que los contagiados podrían llegar a entre 300 y 500 millones y que la India se puede convertir en “potencia mundial” en covid-19.

De momento es una incógnita. El primer ministro indio, el hinduista Narendra Modi, ordenó el pasado 24 de marzo un confinamiento de tres semanas. “Si no podéis tolerar esos 21 días, el país retrocederá 21 años”, dijo. Ahora las autoridades se plantean si prorrogar el confinamiento, que termina la semana que viene. 

La consecuencia más visible y directa del confinamiento es que en las caóticas megaciudades hay cielos más limpios y carreteras sin tráfico. Y que los pobres que trabajan en sus tripas han intentado escapar en autobuses, trenes o incluso caminando a sus lugares de origen.

Bombay duerme

Una carretera desierta en Bombay el 27 de marzo de 2020. Rajanish Kakade / AP

Bombay, motor económico y cuna de la industria cinematográfica, se ha parado. 

En esta metrópolis de casi 20 millones de habitantes, los antes omnipresentes triciclos motorizados (autorickshaws) han desaparecido y la cacofonía de cláxones que inundaba la ciudad ha sido sustituida por el graznido de los cuervos. La contaminación se ha desplomado, el cielo tiende a un azul sin manchas de neblina y los purificadores de aire, que antes ayudaban a respirar, ya no tienen ninguna función. Su aeropuerto, por el que pasan 50 millones de pasajeros al año, se ha quedado vacío. 

Ante las puertas de los comercios de Bombay se han dibujado círculos blancos, cuadrados amarillos y rayuelas con números para que la gente guarde distancias. Y funcionan. Las mascarillas se han convertido en objetos ubicuos, que sirven tanto para protegerse del virus como para adivinar el poder adquisitivo de quien las usa: mascarillas con una o dos válvulas, de quirófano, de diseño, artesanales —o un trapo enrollado sobre la cara.

Rayuela para una fila en una tienda de Bombay. Bernat Parera

Pero el confinamiento va por barrios. 

La calle Carter, en el barrio de Bandra West, es un malecón de dos kilómetros de largo con vistas privilegiadas al mar de Arabia. Es también la calle donde viven los adinerados de Bandra —y Bandra es el barrio donde viven los adinerados de Bombay. La calle Carter lleva una semana desierta.

Cuando el sol baja y la temperatura deja de apretar, las azoteas de Carter se iluminan y los vecinos de los edificios suben a utilizar el poco terreno que no les ha sido vetado. Juegan a críquet, hacen yoga o patean una pelota de fútbol.

Unos kilómetros al norte, en su danda —su final, en hindi—, empieza Koliwada, una pequeña aldea de pescadores. Los kolis son los habitantes originales de Bombay y llevan pescando en estas costas desde antes de que los portugueses dieran nombre a la ciudad. En Koliwada las casas se amontonan y forman una melé de muros y tejados. La gente sigue en la calle.

—¡No pueden estar en las calles! ¡Regresen a sus hogares! —se desgañita megáfono en mano un policía, sentado en su jeep Mahindra. Pero aquí sus amenazas no tienen ningún efecto.

En la esquina opuesta de Bandra, con el río Mithi por frontera, se encuentra Dharavi, el slum o barriada que Danny Boyle inmortalizó en la oscarizada Slumdog Millionaire. Dharavi es una colmena de callejuelas de apenas un metro de anchura, con viviendas de dos plantas y techos de lata y uralita. Entre 700.000 y un millón de personas viven agolpadas en poco más de dos kilómetros cuadrados. Por el momento, al menos de forma oficial, dos personas han muerto con covid-19 en Dharavi. 

La barriada de Dharavi durante los días de cuarentena. 3 de abril de 2020. Rajanish Kalade / AP

A sus 82 años, Bhau Kodre es uno de los líderes vecinales con más solera de Dharavi.

—Estoy muy preocupado. Dharavi es tan densa que a algunas casas no llega la luz del sol. ¿Cuánto tiempo crees que esta gente se va a quedar confinada en casa?

Las viviendas son minúsculas. Diez metros cuadrados son suficientes para familias de hasta seis personas. Peor es la suciedad de los baños, que son públicos: cada uno es compartido por centenares de personas.

—Aquí los baños no son higiénicos, por eso hay muchas mujeres que normalmente sufren infecciones de orina. Ahora hemos pedido un esfuerzo para que estén limpios, para que la gente no se contagie. Pero va a ser muy difícil —dice Bhau.

—Si hay contagio comunitario, nada detendrá al virus aquí —explica el doctor Gaud, uno de los 250 médicos que trabaja en Dharavi y que lleva 30 años atendiendo pacientes en el slum. Protegido por una máscara de quirófano y unos guantes, recibe en su clínica de diez a doce pacientes al día.

Durante años, los habitantes de Dharavi han intentado dotarse de más equipamientos y servicios, pero la etiqueta de asentamiento ilegal ha impedido que se autorice formalmente la construcción de más baños.

Rahul Sristava es el fundador de la oenegé URBZ, que lleva años estudiando asentamientos como el de Dharavi en la India y otros países: concentraciones de pobreza típicas de las últimas décadas que esta pandemia está señalando como lugares que deben cambiar. Aunque quizá esa reflexión debería haber llegado antes, según él.

La gente aplaude desde los balcones al personal sanitario en Bombay. 22 de marzo de 2020. Rafiq Maqbool / AP

—Al menos la mitad de la población de Bombay vive en slums como Dharavi. La gran injusticia es preocuparnos por ellos solo ahora, en tiempos de crisis. Durante años hemos sabido cuáles son sus condiciones de vida y nunca hemos pedido a las autoridades que hicieran algo, mientras la otra mitad de la ciudad los empleaba como trabajadores informales en sus casas.

No solo son los slums: la India no parece preparada para enfrentarse a una pandemia. Tiene un médico por cada 11.600 personas, una cama de hospital para cada 1.826, apenas 40.000 respiradores e índices de hipertensión y diabetes entre los más altos del mundo. 

“Nos estamos preparando por si la enfermedad desborda los recursos que tenemos”, dice el doctor Umang, del hospital Hinduja y uno de los médicos al frente del esfuerzo para contener el virus. “La clave para resistir es el distanciamiento social. La gente debe entender su importancia”.

El gran éxodo al campo

Una familia trabajadora marcha hacia su pueblo a pie tras el cierre de Delhi. Altaf Qadri / AP

Kishore Baity es un trabajador de correos que se ha quedado varado en el slum de Dharavi.

—Mi mujer y mis hijos viven en Kalwa, no muy lejos, a unos 30 kilómetros de aquí. Pero no puedo volver porque no hay trenes.

Kishore nació y creció en Dharavi, y la casa de sus padres aún sigue aquí. Así que ha optado por confinarse con sus dos hermanos.

Pero otros trabajadores de las grandes ciudades, centenares de miles, sí que han huido.

—No me da miedo el virus. Va a llegar a todos los rincones. Me da miedo no tener qué comer —me dice por teléfono Pannalal, de 27 años, uno de los “trabajadores informales” (eufemismo con el que se conoce en la India a los millones de trabajadores que no cotizan ni forman parte de la economía formal) que decidió emprender la vuelta a casa desde Bombay cuando se anunció el confinamiento. No lo hizo empujado por el miedo, sino por la necesidad. Trabajaba de cualquier cosa que pudiera (un puesto de té, doblar cajas de cartón), pero se quedó sin trabajo y, con 3.000 rupias (unos 36 euros) en el bolsillo, sabía que sus días en la ciudad estaban contados.

Este es uno de los mayores éxodos desde la partición del subcontinente. Centenares de miles se han marchado, empujados por la falta de recursos y un futuro incierto.

Trabajadores no asalariados, empleados informales; etiquetas para gente que vive al día. Hoy cobro, hoy como. Obreros de la construcción, conductores de rickshaw, vendedores ambulantes, limpiadores domésticos, carpinteros, mensajeros, jardineros… Gente que llegó a la ciudad en busca de un salario más digno para poder mandar las migajas sobrantes de vuelta a sus pueblos. Gente que construyó esta nueva India de la globalización, de macrociudades (Bombay, Delhi, Bangalore) pobladas por obreros de las regiones más pobres del país, como Uttar Pradesh o Bihar. Gente a la que la economía obligó a migrar. 

Ahora vuelven, de momento, a casa. Pero no huyen del virus, sino otra vez del hambre.

Trabajadores migrantes y personas sin hogar en un gran centro comercial usado durante la cuarentena en Ahmedabad. Ajit Solanki / AP

Trenes, autobuses, carreteras

La autopista NH48 atraviesa la región occidental india y pasa por Bombay. Es la ruta natural de los migrantes que ahora quieren regresar a las zonas rurales. Estos días, grupos de trabajadores caminan por esa carretera. Los más afortunados pagan a conductores de pequeños camiones que se han convertido en improvisados coyotes y que por una módica cantidad desafían los controles policiales y ahorran a los caminantes un trecho de la ruta.

Pannalal es uno de ellos. El 23 de marzo echó a caminar y no se paró hasta cinco días más tarde. Seiscientos kilómetros separan la ciudad en la que trabajaba, Bombay, del lugar donde su mujer y sus dos hijos le esperaban, Aspur, en el estado de Rajastán. Él y otros veinte emprendieron la marcha con el único medio de transporte que tenían a su disposición: sus piernas.

La esperanza era llegar primero al estado vecino de Gujarat, donde el Gobierno había habilitado autobuses para ayudar a los migrantes a regresar a sus aldeas. Pero la Policía de Maharashtra —cuya capital es Bombay— les cerraba el paso.

—La Policía no nos dejaba cruzar la frontera y había miles de personas sentadas esperando.

Pannalal y su pequeño grupo decidieron dividirse. Desandar parte de lo andado y, de uno en uno, cruzar la frontera lejos de la mirada incómoda de la policía.

—En Gujarat había colas de días para subir a los autobuses. Así que decidimos seguir caminando —dice Pannalal, que completó el camino subiéndose a otros vehículos que iba encontrando.

Las escenas de migrantes desafiando el confinamiento, subiendo a autobuses y trenes, se han repetido en muchos lugares de la India. En Pune, 200 kilómetros al este de Mumbai, hasta 10.000 trabajadores del sector informal se agolparon en la estación de tren y se negaron a desaparecer hasta que pusieran más trenes hacia Bihar, en el norte. Al final, las autoridades accedieron y pusieron a su disposición 17 trenes adicionales a los 47 que circulan normalmente. En Delhi, miles de migrantes se amontonaron en Ghaziabad intentando subir a  autobuses que los llevaran de vuelta a casa: Uttar Pradesh, Haryana, Jharkhand, Bihar…

—Aquí somos 16 bocas y no hay trabajo —dice Pannalal al teléfono, ya en su casa, ya en Aspur, ya lejos de la gran ciudad confinada. 

No sabe cuánto tiempo pasará hasta que pueda regresar a Bombay. Pero para una mayoría de migrantes urbanos como él, de trabajadores del mundo rural que llegaron a la ciudad para construir la nueva India, la decisión estaba clara desde el principio. El puñado de rupias que ganan —el equivalente a 6 euros al día en el caso de Pannalal— dura más en el campo que en la ciudad. 

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