Soñaba con ser flotilla

La flotilla es esa persona que todo el mundo debería cruzarse alguna vez en su vida

Hoy,

damas y caballeros,

he soñado…

He soñado

ser el pan con Justicia

que el pobre reclama

soñé ser un pájaro hambriento de Libertad

hambriento de pan

hambriento de tanto Amor

evadido

de su sombría jaula

se soñaba del lobo Hombre

 se soñaba aherrojada gaviota

de vuelta a casa…

escribía César Vallejo en prisión.

Privado de todas las libertades que entraña el cautiverio, el ser humano necesita soñar con lo que podría hacer para recordarse que sigue vivo. Privado de la capacidad de saber que puede hacer algo contra la infamia, puede llegar a sentirse preso de la impotencia. Por fuera, alguien normal, funcional, indistinguible de los demás. Por dentro, un ser consumido por un silencio cómplice convertido en un garrote en la tráquea, por la desidia que emborrona la memoria de los días.

Todo el mundo debería cruzarse alguna vez en su vida con alguien que le enseñe que siempre se puede hacer algo, que las emociones —la angustia, la pena, la preocupación— arden con rabia y alumbran con potencia cuando se convierten en el germen de una idea —un manifiesto, una reunión, una asamblea, una concentración—, que la indignación es yerma cuando nos cuece en su soledad y fructífera cuando se comparte para actuar, que la mayoría de las acciones no cambiarán el mundo, pero conseguirán algo crucial: que las víctimas sepan que hay quienes siguen sabiéndolas humanas, vidas tan valiosas como las suyas mismas.

Somos animales sociales que nos interpretamos a partir del reflejo que nos devuelven los otros de nosotros mismos. Por eso, quienes consagran su existencia a exterminar a un pueblo, se esmeran tanto en reducirlo a jirones de carne como en arrebatarle su dignidad, que es otra forma de matar a través de la tortura. Por eso, las más de 400 personas que se han embarcado en la Global Sumud Flotilla con rumbo a Gaza encarnan la mayor expresión de dignidad internacional que se ha organizado en estos casi dos años de genocidio en la Franja. Porque están poniendo el destino de sus vidas al servicio de otras, las palestinas, reivindicando así que son igual de valiosas; porque están demostrando que hasta llegar a su grado de entrega—en 2010, Israel asesinó a diez activistas que intentaban romper el bloqueo con otra flotilla— hay mil y una formas de hacer algo; porque nos resucitan a todos un poco con la humanidad de una iniciativa internacionalista que condensa la acepción más bella que solo Eduardo Galeano podía crear para la palabra solidaridad: “la ternura de los pueblos”; porque los abrazos emocionados con los que miles de personas despidieron a los activistas en Barcelona nos han liberado de varias capas del pegajoso cinismo que nos contagian quienes viven a resguardo de la vida; porque nos han recordado que las grandes avances sociales siempre los han logrado personas utópicas, idealistas, soñadoras, a las que los autodenominados hombres de orden trataron de locas, ingenuas, naïf, para luego disfrutar de los derechos que ellas conquistaron; defensores y defensoras de derechos humanos que con su arrojo han sido capaces de dejar en evidencia a los poderosos gobiernos que vomitan palabrería mientras disfrazan de responsabilidad su deshonra, gobiernos como el español que más de 61.000 muertos después —18.500 de ellos, niños y niñas— y una hambruna matemáticamente planificada sigue sin romper relaciones con Israel, ni aprobar un embargo de armas ni sanciones económicas como sí hizo con Rusia tras la invasión de Ucrania.

Pese a su regreso momentáneo debido al mal tiempo, escenas como la tomada desde el aire de la cuarentena de embarcaciones que conforman la flotilla navegando por el Mediterráneo evocan el tipo de belleza que expande el alma, como las grandes sinfonías, pinturas o poemas. Con una diferencia abismal: lejos de permitirnos quedarnos reducidas a destinatarias ensimismadas, nos obliga a preguntarnos qué estamos haciendo nosotras mientras Israel perpetra el primer genocidio televisado.

La flotilla es esa persona que todo el mundo debería cruzarse alguna vez en su vida para enseñarle que siempre se puede hacer algo, que hay que decir haciendo, que cuando se descubre que solo hace falta echar a andar la voz con la de otra gente para pasar a convertirnos en acción, ya no hay vuelta atrás. Como no la hay con esta flotilla, así tenga que refugiarse de nuevo en otros puertos por el mal tiempo, retroceder por las amenazas de los bárbaros o suspender su misión por los ataques de los genocidas. Con lo que consigan hacer, la misión estará más que cumplida.

Patricia Simón (Estepona, 1983) es reportera, periodista de investigación y escritora. Autora de Miedo (Debate, 2022) y Lo que la guerra transforma (Flash, 2022), entre otros libros. Especializada en derechos humanos y ecofeminismo, su trayectoria ha sido reconocida con el Premio de la Asociación Española de Mujeres de los Medios de Comunicación en 2013, el Premio Internacional Manuel Chaves Nogales y el premio Bones Pràctiques de Comunicació No Sexista de l’Associació de Dones Periodistes de Catalunya (ADPC) en 2022. Ha realizado coberturas en más de veinticinco países. Desde que comenzase la pandemia de la covid-19 en 2020, ha documentado las protestas de Irak y Cuba, el incendio del campo de personas refugiadas de Lesbos, las elecciones presidenciales de Estados Unidos y de Colombia, el auge del yihadismo en Mozambique, las guerras de Ucrania y de Mali y la inundación de Derna (Libia), entre otros acontecimientos. Fue cofundadora y subdirectora de Periodismo Humano. Ha trabajado en televisión, radio, prensa escrita y en productoras de documentales, y colabora con distintos medios, como La Marea, 5W, Cadena Ser, Carne Cruda, Univision y El País.

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