Privado de todas las libertades que entraña el cautiverio, el ser humano necesita soñar con lo que podría hacer para recordarse que sigue vivo. Privado de la capacidad de saber que puede hacer algo contra la infamia, puede llegar a sentirse preso de la impotencia. Por fuera, alguien normal, funcional, indistinguible de los demás. Por dentro, alguien consumido por un silencio cómplice convertido en un garrote en la tráquea, por la desidia que emborrona la memoria de los días.
Todo el mundo debería cruzarse alguna vez en su vida con alguien que le enseñe que siempre se puede hacer algo, que las emociones —la angustia, la pena, la preocupación— arden con rabia y alumbran con potencia cuando se convierten en el germen de una idea —un manifiesto, una reunión, una asamblea, una concentración—, que la indignación es yerma cuando nos cuece en su soledad y fructífera cuando se comparte para actuar, que la mayoría de las acciones no cambiarán el mundo, pero conseguirán algo crucial: que las víctimas sepan que hay quienes siguen sabiéndolas humanas, vidas tan valiosas como las suyas mismas.
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