Potosí, 2018

Epílogo del libro de Ander Izagirre desde las minas de Bolivia

Potosí, 2018
Javier Muñoz (Libros del K.O.)

En marzo de 2018, Ander Izagirre volvió a Bolivia para encontrarse de nuevo con Alicia y otros protagonistas del libro Potosí, publicado por Libros del K.O. y ganador del Premio Euskadi de Literatura de 2017 en la modalidad de ensayo. Publicamos el epílogo que Izagirre escribió tras esta visita.

Alicia tiene ya 22 años. Frente a la catedral de Potosí, para un taxi.

—Vamos al Alto San Marcos.

—¿Qué parte?

—Un poco más arriba. Del Alto San Marcos hacia arriba, donde hay unas viviendas nuevas.

El taxista dice que no y se marcha.

Alicia lo intenta con otro y otro y otro. Solo el quinto, un taxista muy joven, acepta llevarnos. Dice que no conoce la zona, pero que se la indiquemos. Nos subimos al coche: Alicia, su bebé Emma, que ayer cumplió un año, y yo.

Alicia llevaba a su niña atada en un aguayo a la espalda. La ha desenvuelto para entrar al taxi y ahora la sostiene en brazos: una niña a la que todo le parece interesantísimo, que no para de bracear en el aire, de girarse y de reírse, con una cara regordeta y dos ojazos como dos ciruelas negras. Alicia la mira divertida, como si todavía estuviera asombrada con la idea de una hija. Cuando la he visto por primera vez, Alicia me ha parecido una madre joven –el cuerpo más ancho, el aplomo en los movimientos para cargar y descargar al bebé, un aire de responsabilidad adulta—; ahora la veo jugar con Emma y le afloran los rasgos que yo recordaba, los ojos almendrados, la sonrisa tímida, una cierta inseguridad infantil. Pero no del todo, ya nunca será así del todo. Una mano de sombra le cubre a ratos el rostro. Incluso cuando sonríe, queda patente que el tiempo del Cerro Rico marca los cuerpos con más violencia que el tiempo de otros sitios: le faltan dos dientes y le pusieron unas fundas metálicas brillantes.

El taxi sube hacia el norte de la ciudad, en dirección opuesta al Cerro Rico, luego gira al este y sigue subiendo hasta que desaparecen las calles de asfalto y empiezan los caminos de tierra. El Alto San Marcos es un barrio encaramado en una ladera polvorienta, una cuadrícula de casas bajas de ladrillo visto, techos de calamina, marañas de cables; solares en los que se apilan montones de ferralla, ladrillos y sacos de cemento; descampados con cráteres. La parte más alta podría ser un barrio en construcción o uno recién bombardeado. El taxista pregunta si es ya por aquí.

—No, un poquito más arriba es.

Se acaba el barrio. Y se acaban las pistas de tierra apisonada. El taxista avanza en segunda, con mucha cautela, bordeando las rocas y los socavones de un camino para mulas, trepando por unas rampas muy empinadas.

—Nunca vine por acá —dice.

Y nunca volveré, se le entiende.

Cuanto más subimos, peor panorama me espero. Pues no: detrás de una loma desierta aparecen unas veinte o veinticinco casas con mejor aspecto. Las construyeron en un páramo, por donde corretean perros medio salvajes y donde gruñen cerdos negros que van hozando entre los matorrales de paja brava, en ese límite en el que la ciudad ya no puede sostener ni su nombre. Pero parecen construcciones de buena calidad. Son casas de una planta con paredes de cemento alisado, ventanas de aluminio, tejados con desagües, postes de electricidad y antenas de televisión. La panorámica es extraordinaria. La ciudad se extiende allá abajo, muy hacia abajo; la pirámide del Cerro Rico se levanta enfrente hasta ocupar el cielo con toda su historia y toda su amenaza.

***

Hace diecinueve meses, dos mineros violaron a Alicia y a su hermana Evelyn. Alicia tenía entonces 20 años; Evelyn, 13. Una tarde los mineros entraron bruscos a la caseta de adobe, en la bocamina, y no les dieron tiempo de sonar silbatos ni lanzar dinamitas para pedir socorro a otras guardas. Un minero golpeó fuerte y seguido a Alicia para que dejara de resistirse y le rompió dos dientes, sacó un rollo de alambre y le ató las muñecas, ella sintió el tufo a alcohol, sudor y copagira de ese hombre que se le apretaba, oyó a su hermana pequeña chillando de pánico mientras el otro minero le ataba también las muñecas y la tiraba sobre la cama; les arrancaron la ropa, se les echaron encima y Alicia solo pensó una cosa: después las iban a estrangular. Se acordó de una chica del Cerro Rico a la que violaron y mataron unos meses atrás.

***

—Yo quería dejar antes la mina —me dice la madre, doña Rosa, sollozando en la casa nueva—. Pero no hemos podido en todos estos años. Harta deuda tenía yo, para pagar la operación de mi pierna. Mil quinientos dólares con un banco, mil dólares con otro, eso teníamos que pagar. La vida bien difícil se nos ha presentado.

Le pregunto por aquellos dolores de cabeza después de su caída contra una roca, por aquella tomografía de hace años.

—No sé, no me vieron nada, no sé qué tengo. Pero todavía me duele aquí —se agarra la nuca—, me duele como si llevara una piedra grande encima. Ay, Diosito, salgo de una y caigo en otra.

Alicia me dirá, aparte, que su madre sufre mareos frecuentes y pierde el equilibrio. Doña Rosa ya ha cumplido los cincuenta. Tiene la mirada baja y la boca amarga, a ratos cierra fuerte los ojos, como si nunca dejara de llover dentro de su cabeza.

—Qué dura es la vida, Diosito, qué dura es la vida acá en Potosí. Yo tengo miedo. Cuando tengo desesperación, mi coquita pijcho y así sigo trabajando.

Alicia puso una denuncia por violación que no tuvo recorrido. Abandonaron la caseta de la bocamina en la que llevaban viviendo más de una década, porque temían las represalias de los mineros si se enteraban de la denuncia, o temían simplemente otro ataque en cualquier momento. Dice doña Rosa que se marcharon sin un peso: la cooperativa se negó a pagarle una indemnización por los años trabajados, ni siquiera los últimos sueldos que le debían, porque le dijeron que se iba por su propia voluntad.

Salieron adelante gracias a Ibeth Garabito, la dirigente de la organización Musol, aquella que recorría los funerales de Potosí preguntando por los difuntos, investigando cuántas muertes por enfermedad o accidente se disimulan en la minería para no pagar pensiones a las viudas ni cumplir con ninguna responsabilidad. Musol había fundado este pequeño barrio de veinte o veinticinco casas, más arriba del Alto San Marcos, para viudas de mineros, para mujeres maltratadas por mineros, para mujeres de mineros enfermos o inválidos, y para sus hijos. Destinaron una de esas casas a doña Rosa, Alicia y Evelyn: el Gobierno les daba gratis los materiales de construcción y ellas tenían que pagar el terreno –barato, a plazos, sin intereses— y los albañiles. Así construyeron la casa en este remoto barrio de las viudas, en este remoto y mucho más seguro barrio de las viudas mineras. Doña Rosa encontró trabajo en otra zona del Cerro Rico, en el sector Caracoles, en una cooperativa que la trata mejor, dice.

La casa tiene una sala amplia —suelo de baldosas, paredes enlucidas, ventanas tapadas con telas verdes—, dos habitaciones y una pequeña cocina. Poco a poco fueron colocando en la sala una mesa, unas sillas, dos camas grandes, un montón de mantas para las noches heladas de estas altitudes. A falta de armarios, en las esquinas se amontonan grandes bolsas con ropas de abrigo y sacos de harina, arroz, pasta y azúcar. Y me enseñan con orgullo los tesoros, todo aquello que asoma por encima de la supervivencia: el televisor, la radio, los enchufes para cargar los teléfonos. Les falta el agua corriente, que por ahora toman de una vecina que se está empezando a molestar, pero la instalarán en cuanto ahorren un poco más. Baño no hay…

(cuando salgo a mear al monte, Evelyn me da una escoba para que espante a los perros rabiosos: cuidado con Chocolatín, y me señala a un perro de mil leches, medio bizco, nervioso, de andares diagonales)

…pero viven en una casa mucho más cómoda, saludable y segura que antes.

Las violaciones tuvieron este efecto: lanzaron a Alicia, Evelyn y doña Rosa a una situación tan desesperada —atacadas, sin casa, sin trabajo—, que las mujeres de Musol se organizaron para ayudarlas con urgencia y para traerlas a este barrio. Aquí están mucho mejor, lejos de la mina. Desde la puerta de la casa se ve el Cerro Rico; el viento trae sus efluvios de sangre negra, escupitajo vegetal, polvo de huesos.

***

En el hospital, a Alicia le ofrecieron la posibilidad de abortar. Se empeñó en tener a su bebé. Durante el embarazo siguió trabajando en la canchamina, en el nuevo sector del Cerro Rico en el que doña Rosa encontró trabajo. Paleaba y picaba piedras para ayudar a su madre, que estaba muy limitada por la pierna que se había partido un año atrás. Pero Alicia se sentía cada vez más torpe con la barriga, cada vez más cansada, más enferma, hasta que empezó a sufrir pinchazos y dolores agudos. Dejó la mina, y a los pocos días tuvieron que llevarla corriendo al hospital.

Emma nació sietemesina: animalito minúsculo, flaco, de piel amarilla.

Pesó un kilo y ochocientos gramos, pero no hizo falta meterla en la incubadora. Respiró, mamó, ganó peso, sobrevivió. A las pocas semanas de llegar a casa, pilló una neumonía y la llevaron de vuelta al hospital. Casi al mismo tiempo el neumólogo detectó que la propia Alicia tenía un principio de silicosis: el mal de mina, el mismo que mató a su padre. Es una enfermedad irreversible, pero estaba en una fase temprana y Alicia sigue un tratamiento con pastillas que frenan su avance. Lo que ya perdió, hace años, fue su riñón: se murió y ahora es de color gris, gris como el cerebro, me explica.

En los primeros meses de Emma, Alicia me mandó varias fotos. Casi todas eran primeros planos de la niña, algunos de ellos retocados con esos trucos que permiten los teléfonos: con nariz y bigotes de gato, con orejitas de peluche, con soles, fuegos artificiales y corazones. Alicia solo aparecía en una: paleando mineral, en una ladera muy empinada del Cerro Rico, con el bebé envuelto en el aguayo a su espalda. Me explicó que solía dejar a la niña en casa, cuando Evelyn salía del colegio y podía cuidarla, pero que a veces a su madre se le acumulaba mucho trabajo en la mina y ella tenía que subir a ayudarla.

Al poco tiempo descubrieron que Emma sufría una displasia de la cadera: la cabeza del fémur no encajaba bien en la cavidad de la pelvis. Es un problema más o menos frecuente, que se suele apreciar en las ecografías antes del nacimiento y se corrige con medidas sencillas. Pero a Emma se lo detectaron cuando ya le tocaba gatear y no se movía. Los médicos propusieron operarla en un hospital de Sucre, para fijarle el fémur con unos clavos y evitar que la niña quedara coja de por vida. El Estado boliviano se hacía cargo de la hospitalización y los medicamentos, pero la operación costaba mil ochocientos dólares. Doña Rosa aún estaba pagando las deudas por la fractura de la pierna, y Alicia solo consiguió que un banco le prestara quinientos. Fue un momento de angustia, de llamadas para pedir ayuda y recaudar esa cantidad.

La operación salió bien. Emma ya da sus primeros pasos. Se suelta de su madre, avanza a trompicones hasta su tía y chilla feliz cuando lo consigue. Todo va bien: todo va bien por ahora. La familia avanza, sigue avanzando por el alambre, sin red.

***

—Creía que varoncito iba a nacer —dice doña Rosa— y yo no quería. No me gustan los varones. El hijo mío también la oveja negra de la familia es, tiene un carácter fuerte, es minero. Yo decía: que no nazca varón, que no nazca varón. Un día me vinieron corriendo a buscar a la mina, porque Alicia tenía complicaciones, la bebita estaba por nacer con siete meses, yo creí que se iba a morir. Ay, cuando la vi.  Amariiiiilla era. Tenía miedo. Tan pequeñita, creí que no iba a resistir. ¡Y ahora bien fregada es!

***

Alicia dice que ella está bien, que hizo terapia con una psicóloga después de la violación y que recuperó el ánimo. Pero que su hermana Evelyn tiene traumas fuertes, que siente terror ante los hombres.

—Cuando viene mi hermano, Evelyn no quiere quedarse a solas con él. Sale de la casa y da vueltas por ahí fuera, en el monte, hasta que se marcha.

Me cuenta una historia que circuló por la ciudad hace unos meses, la de unos chicos que pactaron con el diablo. El diablo les permitía violar y matar a chicas con impunidad, y a cambio les quitaba un ojo, una oreja, la lengua.

—Mataron a cinco chicas por esta zona —y me va señalando los barrios ladera abajo—. Una allá, dos allá, otra en aquella parte… Las mataban y ellos iban perdiendo su lengua, su ojo, era un grupo de chicos y a todos les faltaba algo en la cara. Con miedo andábamos entonces, cuando volvíamos a casa. Yo tenía harto miedo por la Evelyn, cuando no estaba con ella.

            Alicia me enseña fotos. En una tiene 15 años, viste uniforme escolar —chaqueta de punto y corbata rojas, camisa y falda blancas– y porta una gran bandera boliviana con el nombre bordado del Colegio Mixto Manuel Ascencio: la nombraron abanderada porque era la mejor estudiante de su curso. En otra tiene 17 años y participa en el desfile del Día del Mar, en el que Bolivia reclama la costa: lleva un sombrero negro con un ancla azul; una chaqueta blanca con charreteras doradas, flecos dorados, puños dorados y una banda diagonal azul celeste; minifalda negra y botas blancas con hebillas doradas. En otra, a los 18 años, posa con el uniforme verde oliva del Ejército en posición de firme.

—¿Qué pasó con el servicio premilitar? ¿Lo terminaste?

—Sí, sí —y va a la habitación para traerme orgullosa su cartilla, en la que un sargento Carazani y un comandante Zambrana certifican que Alicia Quispe permaneció cien días en el cuartel y alcanzó el grado premilitar, con la especialización de fusilera y granadera.

Sabía que se había alistado en el Ejército porque podía ser una salida laboral, una alternativa a la mina, pero Alicia me cuenta ahora otra razón. Parece divertida, anecdótica, pero dice tanto de ella:

—Yo me fui al Ejército porque renegué con mi hermano Álvaro. Él hizo el cuartel [la mili], y cuando venía a casa nos daba órdenes, quería que todo fuera como con los militares. La comida tenía que estar lista en tres minutos, la cama bien recta, la sábana bieeeeeen estirada, “¡tiene que rebotar una moneda!”. Grave peleamos esa época. Entonces yo le dije: pues también me voy a ir al cuartel, también yo voy a mandar.

Alicia se ríe. Su madre también, a carcajadas:

—Venía Alicia con su ropa de militar y todos con la boca abierta la miraban. Pero qué hace tu hija, ¿militar va a salir?

Doña Rosa dice que Álvaro fue escolta del presidente Evo Morales, que lo acompañaba en sus viajes, y que ahora también es autoridad en Coroma, en el pueblo originario de la familia. Pero que en esta casa ya no manda tanto, porque Alicia también hizo el cuartel y no se deja. Álvaro trabaja en la mina, gana un buen sueldo…

—Pero como es varón, no le podemos pedir.

…vive en un piso de alquiler en el centro de Potosí, y de vez en cuando pasa por aquí para que le laven la ropa. Es buen futbolista, participa en el equipo de su cooperativa minera en torneos regionales. Veo fotos de Álvaro posando con sus compañeros, y me enseñan las botas Adidas de color amarillo fluorescente que trajo hace unos días para que se las lavaran. También me muestran el buzo rosa con ositos que le regaló a Emma por su cumpleaños, y me dicen que le suele comprar pañales y ropitas, que es buen tío.

Alicia guarda su cartilla militar y me cuenta una preocupación. Estos días se dirime en el tribunal de La Haya una demanda de Bolivia para que Chile le devuelva una salida al mar. El Gobierno boliviano ha puesto en marcha una campaña descomunal. La semana pasada, miles de soldados y voluntarios civiles desplegaron en el altiplano una bandera azul de 196 kilómetros de largo y un par de metros de ancho; los periódicos sacaron titulares mayúsculos y patrióticos, regalaron pósters desplegables con las fotos aéreas del banderazo y publicaron un cuadernillo de veinte páginas con las reivindicaciones marítimas pagado por el Gobierno; en las sedes de las instituciones cuelgan pancartas con el reclamo del mar para Bolivia; en la plaza de Potosí proyectan todas las noches una película épica sobre la Guerra del Pacífico en una pantalla gigante.

—Dicen que si hay guerra con Chile, los que hicimos el servicio premilitar tendremos que ir.

—Bueno, no creo que haya una guerra.

—¿No?

—Espero que no, Alicia, porque si vas tú, pobres chilenos.

***

En la plaza de Potosí, mientras proyectaban la película patriótica una de estas noches, un viejito que paseaba con las manos a la espalda me dijo:

—Potosí está abandonado, el Gobierno central no invierte nada acá, ¿y sabe lo que vamos a hacer? Vamos a izar la bandera chilena y a pedir que nos anexionen. A ver si los chilenos nos hacen más caso.

El comentario debe de estar rodando por la ciudad con éxito, porque el día anterior me lo había soltado, tal cual, el camarero de un restaurante.

Los reclamos que leo en la prensa local no han cambiado mucho respecto a los de hace unos años. Pasa la época de bonanza económica y siguen pendientes las inversiones del Gobierno para construir fábricas, hospitales, pantanos, centrales eléctricas, centrales eólicas, carreteras. Ahora mismo los habitantes de varias provincias de Potosí están bloqueando los caminos principales y cortando el paso a los turistas que viajan por el salar de Uyuni y el desierto hacia Chile, para exigir que asfalten esas rutas de una vez. Tampoco construyeron el aeropuerto internacional prometido, y los circuitos turísticos saltan de La Paz a Uyuni, dejando de lado esta ciudad repleta de atractivos, mal comunicada, muy poco visitada.

Y el Cerro Rico se sigue desmoronando.

Hace años prohibieron la explotación por encima de los 4.400 metros, la zona más frágil, pero los mineros alegaron que se quedarían sin trabajo y siguieron perforando la parte alta de la montaña. Para sacarlos poco a poco de allá, el ministerio de Minería les asignó algunos yacimientos en otras zonas, pero a menudo estallaron conflictos con los habitantes de esos lugares.

Treinta o cuarenta mineros esperan en la plaza de Potosí, sentados en los bancos, charlando en corros, pijchando coca. Llevan cascos dorados brillantes, que no son los cascos de trabajar, sino los de desfilar. Y en los cascos, pegatinas verdes con el nombre de Fedecomin Potosí (Federación Departamental de Cooperativas Mineras de Potosí). Son los mineros que ya no cabían: dentro del palacio de Gobernación –lo veré en las fotos de la prensa mañana—, sus compañeros abarrotan una sala y escuchan las palabras de los funcionarios del ministerio de Minería, que han venido para prometerles nuevos yacimientos. Es muy urgente, dice Sandro Lugo, presidente de los cooperativistas. Es muy urgente que nos den otras minas, porque en el último año murieron dieciocho compañeros en el Cerro Rico, ahora mismo hay otros veinticinco hospitalizados con fracturas, no podemos seguir perdiendo vidas así, nosotros vamos a cumplir con el viejo compromiso de salir del Cerro Rico, a otras zonas vamos a ir, pero nos tienen que dar nuevos yacimientos.

Este es el problema actual de Potosí: dónde metemos a los mineros.

***

—Yo bien contenta estaba —dice doña Rosa—. Me dejaban pichar una zanja como metro y medio de ancho, iba sacando la tierra y encontraba piedras así, como papas, así es el estaño, como papas de roca entre la tierra. Ese día llené dos sacos. Ganaba mil cuatrocientos pesos entonces, hace tres años [unos 160 euros mensuales]. Pero ya sabes cómo está el cerro, ¿no?, que se abre todo, harto peligro hay. Oí un ruido muy fuerte, ¡brommm!, y vi que desde arriba me caía una bola grande de barro y de piedras, me vino encima y aquí me pegó, en la cadera, en la pierna, todo me atrapó. Me quedé debajo de las piedras. Grité y grité, menos mal que estaba Evelyn conmigo. Salió corriendo la pobrecita, “¡mi mamá se está muriendo!”. Había tres cooperativistas más abajo, menos mal, menos mal. Me querían sacar tirando, pero yo harto dolor tenía, les chillaba. Tuvieron que callapear.

Es decir: apuntalaron con postes la masa de piedras, para sostener el peso mientras excavaban para liberar a doña Rosa.

Me enseña las radiografías, en las que se ve una fractura abierta de tibia y peroné. Doña Rosa pidió préstamos a dos bancos, dos mil quinientos dólares en total, para la operación. Los fue pagando con la ayuda de su madre —la abuela doña Juana—, de la presidenta de la asociación Musol –Ibeth Garabito—, y con los ingresos de su propio trabajo. Con las muletas, con los dolores, con el cansancio, en cada jornada obtenía mucho menos mineral que antes.

—Grave desesperación tenía, lloraba y lloraba, cómo voy a vivir yo así. Un día pensé: raticida me voy a tomar.

Se tapa la cara con las manos, solloza, respira hondo.

—Pero qué va a ser de mi mamá y de mis hijas.

Y cuenta que todavía le duele la pierna, que después de trabajar unas horas se le hincha, pero que al menos camina ya sin muletas. Que ahora, desde esta casa nueva, le cuesta dos horas ir a la mina en el Cerro Rico, porque debe caminar cuesta abajo, tomar dos micros, luego caminar cuesta arriba, pero que está un poco mejor, que Dios aprieta pero no ahorca, porque ahora todas las tardes vuelve a casa, otras dos horas, y ya no se queda como antes rondando la mina por las noches para buscar el mineral, por eso está más tranquila y más segura: más lejos del Cerro Rico.

—Da miedo el cerro. La lluvia tooodo lo ha raspado. Hasta los pallacos. Donde yo trabajaba antes, había un pallaco todo de zinc y plata. Un desmonte, ¿no? La empresa Manquiri se lo comió entero. Con sus máquinas se lo comieron y a nosotras no nos quedó nada pues. Buscamos otros pallacos pequeños, pero vinieron las lluvias fuertes y los arrastraron, ya no queda nada, el monte se está vaciando. Da miedo el cerro, de verdad: botas una piedra contra el suelo y suena hueco.

—La montaña ya no tiene punta, ¿no has visto? —me dice Alicia—, arriba solo un agujero hay, un agujero graaande.

—¿Y no oíste hablar de los dos hermanos que desaparecieron? –dice doña Rosa—. Solo su carretilla encontraron.

El 20 de septiembre de 2017 dos hermanos trabajaban a cielo abierto, en el exterior de la bocamina Relámpago, cargando el mineral en volquetes. De repente, el suelo se abrió y se los tragó. Las fotos aéreas muestran un cráter de unos cuarenta metros de diámetro. En el fondo quedaron sepultados Willy Choque, de 21 años, y Ever Choque, de 27. Durante las siguientes tres noches, la guarda de la bocamina oyó gritos subterráneos: los hermanos pedían auxilio. Pasaron dos días desde el derrumbe hasta que las cooperativas enviaron unas brigadas de reconocimiento, tres días hasta que un geólogo estudió la zona, cinco días hasta que las excavadoras empezaron a retirar las rocas. Los dirigentes cooperativistas dieron una rueda de prensa para insistir en que el accidente había ocurrido en la cota 4.390 (vaya: justo diez metros debajo del límite de la prohibición) y que las víctimas no eran socios ni peones de ninguna cooperativa, sino dos personas que ayudaban por su cuenta a un volquetero. El sexto día, Benita Acarapi, mujer de Ever, dijo a los periodistas que un curandero le había leído hojas de coca y le había dicho que los hermanos seguían vivos y sufriendo, que tenían que apurar el rescate. Las máquinas trabajaron durante un mes, sacaron noventa mil toneladas de rocas pero no encontraron a los hermanos. El plan B, una incursión subterránea desde dos bocaminas cercanas, lo descartaron porque las galerías eran muy angostas y sufrían desprendimientos continuos. Cuando las autoridades comunicaron a las viudas la suspensión de los rescates, también les dieron empleos: colocaron a una en la Gobernación de Potosí y a otra en Tomave, en el municipio natal de las víctimas. La federación de cooperativas ofreció a los padres de los Choque unos puestos de porteros y les prometió que les construirían una vivienda.

***

Doña Rosa y Alicia clavan la pala en un pedregal del Cerro Rico. Arrojan la tierra a un lado, rebuscan los fragmentos más prometedores y los echan encima de una lona.

—Yo distingo bien la plata y el zinc —dice Alicia—. El estaño me cuesta, Evelyn es la que distingue el estaño.

—¿Ya no entras a las galerías?

—No, está prohibido que las mujeres entren, los de esta cooperativa vigilan mucho.

—¿Hay menores trabajando?

—No. Bueno. También está prohibido, pero la semana pasada vi a dos changos entrando a la mina.

—¿Qué edad tendrían?

—Trece, catorce.

 —Como tú cuando empezaste, más o menos.

—En el interior sí, pero antes ya ayudaba a mi mamá en la canchamina.

Doña Rosa recuerda aquel traslado tras la muerte de su marido por silicosis, en 2004. Sin ninguna indemnización, sin ninguna pensión, sin ningún ingreso, abandonaron el piso de alquiler en el barrio de Villa Copacabana y subieron al Cerro Rico cargados de bolsas. Ella llevaba en brazos a Evelyn, que tenía año y medio. Álvaro y Alicia, que entonces tenía ocho años, cargaban con una cocinita de gas y con más bolsas. María, la hija mayor, cargaba con otro bebé: su hijo recién nacido. Pidieron permiso a unos mineros y se metieron en una caseta de adobe a pasar la noche, su primera noche en la montaña. El suelo estaba alfombrado por hojas de coca escupidas, garrafitas de alcohol, cartuchos de dinamita. Apoyaron las cabezas en las botas de goma de los mineros y durmieron sobre la tierra fría. O intentaron dormir: doña Rosa no pegó ojo.

—La cooperativa de mi marido me dio el empleo de guarda. Cuatrocientos pesos me pagaban. Con eso no llegaba para nada. Si me robaban las botas de un minero, me descontaban ciento cincuenta. Una vez me robaron dos pares: me descontaron trescientos. Cuando pasaba eso, no teníamos para comer. En la cocina de Cepromin nos daban las sobras. Yo iba a ayudar a la cocina, después de trabajar en el cerro, para que nos dieran algo. Compraba una libra de arroz y luego iba a buscar los cuellos de los pollos, en el mercado eso venden, los cuellos de los pollitos, y con el arroz y los cuellos les hacía la comida a mis hijos. Así sabíamos vivir. Un día vi a la Evelyn con su dedo gordo fuera del zapato, todo hinchado y negro, con un hierro clavado. Bajamos ahí, donde vendían los zapatos usados, esos zapatos que mandan los gringos, ahí les compraba el calzadito a mis hijos. También lavaba la ropa a los mineros, a mano, enjuagando, muchas horas, muchas horas, y mi mano me dolía. A veces las manchas no se iban de la ropa y los mineros no me pagaban, y yo tenía que pagar al banco. A mí me arruinaron los ladrones y me arruinaron mucho los bancos. 

Alicia le ayudó a barrer y recoger el mineral desde los primeros días en el Cerro Rico. A los doce años empezó en el subsuelo, empujando carros.

—Grave miedo tenía —dice Alicia—. Lo que más recuerdo del principio es el gas. El gas desprende un olor feo, como un muerto de cinco días, no sabes cuántos se han hecho atrapar por el gas. Y cuántos enferman por la silicosis. Harta gente muere en la mina.

Ahora ya no entra a las galerías y vive en el otro extremo de la ciudad, de manera que durante unas horas deja de respirar el polvo cargado de sílice y metales. Es mejor para sus pulmones, su piel, su sangre. Lo ideal sería que no se acercara nunca más, que no trabajara ni siquiera en el exterior de la montaña. Y para eso estudiaba Enfermería, pero dejó las clases para criar a su hija, y solo ahora, cuando Emma ya tiene un año, Alicia va a matricularse en las dos asignaturas que le faltan. Mientras tanto, sigue trabajando en los pedregales del Cerro Rico, esos que crujen, se agrietan y en cualquier momento se desfondan.

***

Los camiones bajan desde las pistas más altas de la montaña rebosando mineral en sus cajas abiertas, soltando colas de polvo en el cielo, como cometas lentos y tóxicos. Cuando pasan a nuestro lado, los tubos de escape nos envuelven en nubes de humo negro. Al cabo de media hora en el Cerro Rico, masticamos polvo, las muelas crujen, un tufo de cloaca, gasoil y goma quemada arde en las narices, se cuela hasta el cerebro y se instala allí varios días. Luego comeremos pollo con arroz y nos sabrá a metal.

Bajando del cerro, buscando el camino entre quebradas y desfondamientos, asustamos a una vizcacha: un roedor andino, grande y peludo, que salta de una mata de paja brava y se tira monte abajo hasta esconderse entre unas rocas. Nos mira un momento, con las orejas tiesas, y se cuela por una grieta.

Cien metros más abajo, la quebrada desemboca en otra quebrada mayor, por la que fluyen las aguas marrones y espumosas de la montaña tras las lluvias de los últimos días. Un cerdo negro baja a beber entre los plásticos y la chatarra de la orilla. Cuando termina y vuelve cuesta arriba, se oyen unos ladridos. El cerdo se tensa, gruñe, mira un momento alrededor y sale corriendo con todas sus fuerzas. Le persiguen cuatro perros callejeros al galope. El cerdo chilla aterrorizado, sale de los basurales, cruza explanadas y vuela entre las casas de ladrillo de las cooperativas mineras, allí estalla una histeria de ladridos, saltan perros furiosos de todas las casas, de todos los patios, de todos los cráteres, el cerdo se los encuentra de frente, pasa entre ellos, los esquiva, tiene ya quince perros por detrás, otros cuatro le aparecen delante, le ladran, le lanzan los colmillos, el cerdo se escurre, encuentra una vía libre hacia la ladera, le siguen ya veinte, ya veinticinco, ya treinta perros que llegan de todas partes, el cerdo mantiene una velocidad frenética, abre distancia, solo dos perros le arriman el hocico a los flancos, lo acosan, lo corren monte arriba, pero entre dos no se atreven a atacarle: el cerdo es un bicho imponente. Los perros se rinden, el cerdo desaparece tras una loma.

***

La vizcacha podría ser el diablo  de la mina, dice Alicia, es una de sus formas habituales. Ella vio una vez al diablo, cuando en una galería se le echó encima un murciélago. Así suele salir el diablo, como animal, como murciélago sobre todo.

—Es peligroso, porque te da el susto y te deja tonto para siempre.

Me lo explica porque esta tarde doña Rosa sale de casa con su hermana doña Elena a comprar un corderito, para entregárselo luego a un curandero. En los mercados de la ciudad cuestan quinientos o seiscientos pesos, pero creen que en el barrio Alto San Marcos encontrarán alguno por trescientos. El esposo de doña Elena, minero de unos cincuenta años, lleva unos días con medio cuerpo paralizado, no habla, se le cae la comida de la boca. Como un robot se mueve, explica doña Rosa, así, arrastrando la pierna derecha.

—Es que se le ocurrió ir a trabajar a la mina en martes y 13, la semana pasada, y seguramente se le apareció el diablo.

No hay que trabajar en martes y 13, dice doña Rosa, ni en domingo y 7. Ahora el curandero les pide un corderito. Con sus conjuros, sacará al diablo del cuerpo del minero y lo traspasará al animal.

Doña Rosa también sospecha que su cuñado ha sufrido una embolia, un ictus, algo así. No falta conocimiento: sobra desesperación.

—Aaaaños lleva en la mina, mi cuñado. A sus diez añitos empezó a trabajar. Grave castiga la mina.

Pero no tiene seguro médico, dice, no puede pagar una visita al hospital.

—¿Y luego se comerán el cordero?

—¡No, no, no!

***

Alicia llega tarde a nuestra última cita, en la plaza de Potosí. Me dijo que hoy tenía el día libre, pero quería decir libre de trabajo minero, porque resulta que debía hacer otras tareas en el Cerro Rico. Ha pasado la mañana allá arriba y se le ha complicado. En el gesto trae un aire de galería negra, chirridos metálicos, estruendos de volquetes; camina firme, conteniendo una sacudida interior, como si notara las explosiones remotas de dinamita y las vibraciones del suelo bajo sus pies.

—Allá hartos borrachos hay, hartos que bajan de la mina y pegan a las mujeres. No se puede vivir allá.

Hace una semana presenté este libro y una mujer potosina me dijo que le daban mucha lástima las historias tan feas de los mineros del Cerro Rico. Le dolía que al final quedara esa imagen tan violenta. Los mineros lucharon tan duro en Bolivia, me dijo, lucharon tanto por los derechos, por la democracia, que me duele ver lo que representan ahora para la gente en este país, los bloqueos, los abusos, la violencia. Le respondí que las luchas yo las había intentado contar con todos sus méritos, también con sus grietas. Que evidentemente no todos los mineros del Cerro Rico son unos bestias. Me arrepiento, le dije, de no haber trabajado la historia de un minero joven que me guió en una de mis primeras visitas por las galerías: él tenía unos 30 años, era guarda en una bocamina –un oficio mayoritariamente femenino—, y era el único padre que asistía con docenas de madres a las reuniones del colegio. Las madres le tenían mucho aprecio, él llevaba a su niña de la mano, era un minero cariñoso y responsable. Fui torpe, en aquellas primeras incursiones en la mina no aprecié el valor de su historia, y luego perdí su pista. Mi libro sería más completo y más justo si hubiera contado su caso, si hubiera mostrado que un hombre en las minas no está predeterminado para ser violento, fatalista, borracho y maltratador; y muchos no lo son. Le dije eso a la señora potosina, y que ojalá mi libro fuera más completo y más justo.

En cualquier caso, yo lo siento mucho por el relato épico de la minería, pero el Cerro Rico —emperador de todos los montes, pirámide de todos los minerales, ápice de todas las luchas— para mí es esto: una chica de 22 años con dos dientes rotos, un riñón muerto y un principio de silicosis, violada con impunidad y madre de una niña que venía condenada a la cojera por pura pobreza.

O mejor dicho: el Cerro Rico es tener delante a una chica de 22 años con dos dientes rotos, un riñón muerto, principio de silicosis, violada, con un bebé tan frágil, y que ella sea el caso más optimista,

que ella sea

la esperanza.

—Me hice voluntaria con mi prima Luisa, en Voces Libres —me explica Alicia, para disculparse por su retraso—. Subimos algunas mañanas al Cerro Rico, cuando los hombres ya no están, cuando ya han entrado a la mina. Entonces vamos por las canchaminas buscando a las mujeres, a las guardas, a las palliris, y les preguntamos si están bien, si están golpeadas, si el marido las maltrata. Si están maltratadas, les decimos que pueden ir a Voces Libres, que allá hay psicólogas y abogadas, que las van a ayudar, así, discreto, sin que lo sepa el hombre.

Le pregunto por qué lo hace y se encoge de hombros. Es una pregunta tan idiota.

Alicia, la niña que empujaba carros en la mina toda la noche, también cuidaba a su hermana pequeña, ayudaba a su madre en el trabajo, iba a la escuela, sacaba las mejores notas en clase, participaba en asambleas de menores trabajadores, reivindicó sus derechos, micrófono en mano, ante el presidente del país, se alistó en el Ejército para ganarse la misma autoridad en casa que su hermano mayor, fue violada y se empeñó en tener a su hija, ahora sale a buscar mujeres maltratadas para ayudarlas, y persiste, tantos años después, en la mayor rebeldía: estudia, estudia, estudia.

Le quedan dos asignaturas, Epidemiología y Atención al Menor, para titularse como enfermera. Con un empleo, un sueldo, un seguro médico, podría dejar por fin las minas. Quiere salir ella y quiere sacar a su familia, eso no será nada fácil. Sucre sería lindo, dice. Santa Cruz no, Santa Cruz le da miedo porque hay serpientes, sapos gigantes, animales temibles. Y en la tele se ven muchos tiroteos por allá. Tiene primos en Argentina, quién sabe. O Cochabamba. Sí, le gustaría mucho Cochabamba.

Ella ve su camino: escapar de Potosí.

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