Los pequeños juegos del exilio

En las peores situaciones, el ser humano también sabe divertirse

Los pequeños juegos del exilio
Anna Surinyach

La vida de los niños refugiados es una película trepidante. Una sucesión de guerras, alambradas, rutas, mares, destinos. Una yincana adrenalínica para huir de la violencia. Una… no. Este texto no abunda sobre esos estereotipos. Los refugiados viven experiencias traumáticas que nunca podrán olvidar. Pero sobre todo se aburren. Viajamos a África, Asia y América Latina para descubrir sus juegos.

Visitar un campo de refugiados siempre me ha producido sentimientos contradictorios. Primero la pena, el espanto, la tristeza: esas expresiones del egoísmo compasivo, tan occidental y condescendiente. Enseguida todo eso se me mezcla con una alegría inexplicable, con una sensación de estar presenciando una celebración de la vida. El epítome de esa exaltación sensorial son los juegos, que invaden todos los campamentos. Y la imagen que más me emociona es la de las cometas, uno de los entretenimientos que más cruza fronteras. Cometas fabricadas con bolsas de basura y que, con su vuelo errático, con su papeleo intermitente, confieren una pátina de normalidad a esa situación extraordinaria y terrible que es haber huido de tu hogar a causa de la guerra. Cometas que casi nunca hablan de competición o de una actividad lúdica compleja, sino del ingenio que emerge en las peores circunstancias, del atrevimiento de usar aquello que esté a tu alcance para construir la diversión. En los campos de refugiados no he visto grandes torneos o competiciones deportivas, sino pequeños juegos que no admiten la planificación ni el largo plazo. Un aleteo del alma. Juegos que dicen: esto sirve para hoy, mañana ya veremos.

Campo de tránsito en el norte de República Centroafricana. Anna Surinyach

Sudán del Sur: juguetes de barro

Una de las peores guerras —y de las más ignoradas— de los últimos años es la de Sudán del Sur. Se independizó en 2011 de Sudán, su vecino árabe del norte, y en diciembre de 2013 estalló un conflicto que enfrentó a las tropas gubernamentales, dirigidas por Salva Kiir (de la etnia dinka), y los soldados rebeldes comandados por el vicepresidente destituido, Riek Machar (de la comunidad nuer). Un conflicto que se ha leído en clave étnica pero que esconde rivalidad política, lucha por el petróleo y apatía internacional.

Este es uno de los países en guerra donde he visto una mayor oferta de entretenimiento en los campos. Un factor esencial ayuda a ello: los niños y niñas están por todos lados. De los dos millones de refugiados sursudaneses, más de la mitad son menores, según la ONU. No hay datos precisos sobre los niños desplazados dentro del país, pero un viaje por el país confirma su omnipresencia. La infancia se adueña de los campamentos a las cuatro de la tarde, cuando la canícula no da tregua y los mayores descansan en chozas. Derrochan energía en terrenos abandonados, a veces entre contenedores y ruinas, subidos a columpios improvisados o usando palos para hacer rodar llantas.

A menudo se dividen por sexo según el tipo de juego, pero niñas y niños coinciden en una especialidad: el diseño de juguetes de barro. Ni esta ni otras actividades lúdicas son patrimonio exclusivo del país más joven del mundo, pero la pasión que ponen en la construcción de estos juguetes es conmovedora. Fabrican vehículos de arcilla que se suelen atar a una cuerda para llevarlos como mascotas, y su resistencia es inexplicable: son irrompibles. No hay voluntad museística en su confección. Están hechos para jugar: rodar, chocar, huir. 

También hay otra línea de juguetes. El reciclaje ha dado muchas alegrías a la infancia en Sudán del Sur. No es demasiado aconsejable beber el dulzón zumo de mango local, pero las latas cobran vida lúdica gracias a los pequeños. Son la materia prima de coches y camiones de latón que derrapan por este país en guerra. Su omnipresencia abruma en campos como el del recinto de protección de civiles de la ONU en Malakal, una ciudad con una población que tenía unos 150.000 habitantes antes de la guerra y que fue arrasada varias veces por los combates entre las fuerzas gubernamentales y la oposición armada.

Un niño hace pompas de jabón en Wau Shilluk, Sudán del Sur. Anna Surinyach

Otro juego que causa furor entre los pequeños y pequeñas de Sudán del Sur es el wading. Hay que tener pericia y paciencia para organizarlo. Necesitamos dos trozos circulares de caucho o goma, que normalmente salen de la suela de unas chanclas, y que se cosen para crear un disco flexible. ¡No es tan fácil! El disco debe aguantarlo todo: rodará por un territorio irregular y pedregoso. Ahora solo falta hacernos con unos palos, que acostumbran a ser ramas. El pitcher lanza el disco de goma, que se desliza, rueda, brinca por la tierra hasta llegar al bateador, que debe estar atento a los cambios bruscos de dirección. Se parece al críquet o al béisbol: la puntuación de cada equipo dependerá sobre todo del acierto de quien maneja el bate.

Pero aquí nadie cuenta los puntos.

Cometas, vehículos de barro, camiones hechos con latas… Así se divierte la infancia en Sudán del Sur. Anna Surinyach

Nigeria: la inteligencia lúdica

Otra de las grandes crisis africanas de los últimos años es la del lago Chad. Los Ejércitos de la región (Nigeria, Chad, Camerún, Níger) combaten al grupo yihadista Boko Haram, que se esconde en el bosque y en las islas del lago Chad. El conflicto afecta a unos 17 millones de personas en esos países y ha causado el desplazamiento de 2,3 millones, según la ONU. Ha sacado a pescadores de las islas y a agricultores de los campos de cosecha, lo cual ha desembocado en alarmantes niveles de desnutrición. Algunas de estas personas refugiadas o desplazadas están en campos; otras son acogidas por familias igual de pobres.

Estamos en Pulka, un pueblo nigeriano protegido por dos montes —uno verde y otro ocre, de piedras amontonadas—, cerca de la frontera con Camerún. Aquí no paran de llegar y acampar civiles que han escapado de la violencia de Boko Haram. Los hombres cargan leña, como si quisieran alimentar una hoguera gigante, como si quisieran empezar el mundo de nuevo; en medio de la calle hay tres grandes piedras, una encima de la otra, como si fueran un tótem convocando a la suerte, como si fueran una versión africana del monolito de la película de Stanley Kubrick 2001: Una odisea del espacio. Hay algo primitivo y posmoderno en la escena, porque es universal: personas intentando volver a la normalidad.

Antes de que en Pulka funcione la vida —techo, comida, planes de vuelta a casa— la diversión, proscrita por los yihadistas de los que han huido, ya se abre paso guiada por la imaginación. Cerca del monolito circulan niños en un trineo prodigioso, a todas luces construido por ellos: cuerdas, palos de madera, ruedas recicladas. Se suben al monopatín casero y adelantan a los transeúntes.

No muy lejos de allí hay un campamento precario en el que se instalan los desplazados que acaban de llegar, muchas veces tras largas caminatas. Unos hombres en cuclillas clavan palitos en la arena, juegan a algo que se parece al tres en raya, pero que tiene un tablero de 5×5. En lengua hausa lo llaman dara. “¡Eh! ¡Ese movimiento no lo puedes hacer!”, riñe un observador. El juego tiene una lógica parecida a las damas, pero las partidas son mucho más cortas. Las reinician una y otra vez. Y así pasan la mañana.

Más juegos, cerca de allí. Se avecina una tormenta y la gente se cobija donde puede. Una niña bajo una tienda de campaña alisa la tierra con las palmas de las manos para crear un círculo diáfano. Escoge un puñado de piedras pequeñas: tira una al aire, recoge otra del suelo y atrapa la que volaba.

Son juegos sencillos, a veces de emergencia, con un significado lúdico pero también profundo, casi instrumental, porque se organizan ya lejos de la violencia, en una situación de relativa calma. Son juegos que anuncian una nueva fase en la experiencia refugiada, la de la llegada a un campo, la de la espera, la de la incertidumbre. Si aquello que nos hace humanos es el proyecto, el plan, la perspectiva —sea cual sea— de un futuro que intentamos controlar, estos niños y niñas de Nigeria han sido deshumanizados: la guerra está borrando su horizonte vital, y los juegos les sirven para dibujar otro.

México: retransmisiones deportivas

Nos vamos a México, donde decenas de hondureños están enganchados a la televisión en un albergue para migrantes. ¿Por qué se detuvieron?

Es común llamar “migrantes” a los centenares de miles de centroamericanos que cada año pisan suelo mexicano para cruzar a Estados Unidos o para quedarse allí. Personas que huyen de países lastrados por la violencia de las pandillas, como Honduras, El Salvador o Guatemala. Que huyen de ciudades, como Tegucigalpa, donde hay más muertos que en Bagdad. Con la Convención de Ginebra en la mano, no hay duda: los mismos motivos que nos empujan a llamar “refugiados” a los sirios que llegan a Europa deberían servirnos para hacerlo también con los centroamericanos. El problema es que estos salen de guerras no declaradas, de escenarios de violencia que no relacionamos con la guerra, porque no hay tanques, bombardeos, batallones de infantería. Por ese capricho conceptual, y por el interés de Estados Unidos en que no lleguen, en que no se hable de ellos, los centroamericanos que huyen no forman parte del discurso global sobre población refugiada. La protección internacional parece que no se les aplique.

Centroamericanos miran un partido de fútbol en un albergue en Ixtepec, México. Anna Surinyach

Estos jóvenes hondureños, muchos de ellos menores, no separan la vista del televisor porque es el Mundial de 2014 y su selección nacional juega contra Francia —y porque están esperando al tren que les lleve al Norte. Las mujeres no parecen demasiado interesadas: el patio es grande y cada uno se ocupa en lo que le apetece. Este es el célebre albergue del padre Alejandro Solalinde, en Ixtepec, estado de Oaxaca, sur de México. Quedan casi 3.000 kilómetros para llegar a Estados Unidos: esto es apenas el principio de la odisea. La misma función que cumplen los campamentos en África u Oriente Medio la cumplen aquí, con matices evidentes, los albergues. Son lugares de paso que tienen un ecosistema propio: afloran la amistad, el amor, el conflicto, las riñas, los agravios. Las estancias pueden ser cortas o alargarse según factores imposibles de controlar: la llegada del tren, la espera de familiares. En este albergue, al contrario que en otros, se respira sobre todo paz: ancho comedor, espacios al aire libre, voluntarios amables —incluso cancha de fútbol.

Hoy sirven asado de cerdo. Después de la comida, los hondureños se quedan cortando cebollas para la cena y viendo el partido, algunos con sus delantales.

Penal y expulsión. Gol de Benzema. Honduras ya va perdiendo.

—Siempre contra los equipos chiquitos —dice un joven, quejándose del árbitro.

—Solo así pueden ganar a Honduras —dice otro.

Cuando Francia marca el segundo gol, muchos espectadores salen del comedor. Esto se pone feo: ya no quieren seguir el juego. Varios entablan una conversación en la que se cuelan la incertidumbre de sus vidas y la trivialidad del deporte. Deberían ser como aceite y agua —el lado serio y el lado frívolo de la vida—, pero aquí todo se mezcla.

—Salí el domingo de mí país —dice el hondureño Jorge Hernández, de 21 años—. No sabía ni qué día era hoy, pero sí sabía que jugaba Honduras.

—Los rozan y es penal —dice Raphael Andino, informático de 50 años—. Yo es la segunda vez que hago el camino. Hace un año me agarraron y me deportaron de Estados Unidos.

Cuando Benzema marca el 3-0 definitivo, el morro de La Bestia asoma a las afueras del albergue. Es el tren de mercancías que cruza México y al que se subían los migrantes para intentar llegar a Estados Unidos, no sin riesgos: extorsiones, robos, accidentes, incluso miembros amputados. Por aquel entonces, eran mayoría los que escogían este método de transporte. Luego el Gobierno de México lanzó el plan Frontera Sur para bajarlos del tren: lo consiguió, el número de migrantes que subían a La Bestia descendió, pero entonces tuvieron que recorrer rutas más peligrosas e imprevisibles, a las que las organizaciones humanitarias tenían acceso limitado. La imagen del tren, tan televisada y difundida, ya no servía para analizar la crisis. Pero la crisis seguía.

La Bestia ya está aquí, La Bestia se está montando, todo el mundo se agita y se va a las vías del tren. Los hondureños dan el partido por acabado.

Tíbet: la escuela y el Himalaya

Asia, el continente más poblado del mundo, acoge a más de 3,5 millones de refugiados, según la ONU. Huyen de guerras recientes o de conflictos crónicos en países donde generaciones enteras no han visto la paz. Pero en algunos casos, como el del Tíbet, escaparon de un episodio de violencia que pertenece más a los documentales o a los libros de historia que a la actualidad.

La tibetana es una de las comunidades más icónicas en el exilio. Tras una época dorada de contacto con Occidente al calor de la conocida consigna Free Tibet, ha caído en el olvido en un momento histórico en el que la población refugiada está en el centro de los grandes discusiones del siglo XXI. El líder espiritual tibetano, el dalái lama, es probablemente el refugiado en vida más ilustre. Ante la ocupación china del Tíbet en 1950 y la dura represión que siguió al alzamiento de 1959, el dalái lama y miles de tibetanos huyeron. En la actualidad, unos 150.000 viven en la India: su nueva (ya antigua) casa.

Estudiantes tibetanos en la ciudad india de Dharamsala, la sede del Gobierno tibetano en el exilio. Anna Surinyach

El carisma del dalái lama y el auge en Occidente de religiones orientales como el budismo nos sugieren esa imagen del tibetano como un amante de la paz y el buen rollo. Aunque haya Gobiernos en países de mayoría budista como los de Birmania o Sri Lanka que, por su mano dura, desmienten el estereotipo, en las montañas indias de Dharamsala esa imagen se confirma. Aún existe, por ejemplo, la banda de música ambulante que el dalái lama creó nada más llegar a la India con la intención de hacer proselitismo entre las poblaciones indias: a través de la música, les enseñaban sus costumbres y les explicaban que estaban siendo reprimidos por China. La banda es ahora mucho más que una banda. Su heredera es el Instituto Tibetano de Artes Escénicas: una escuela encajada en las faldas del Himalaya para que los niños tibetanos no olviden de dónde vienen.

Esta es otra fase de la experiencia refugiada: la de una comunidad que no piensa en volver a corto plazo y que ha construido su arquitectura política, económica y cultural en el exilio.

Un colorido arco budista da paso al instituto, rodeado de montaña y eco, con un patio dominado por una pista de fútbol sala con porterías pequeñas, casi de hockey. Hoy el profesor, que es alemán, anima a los alumnos a confiar en el otro. Deben correr con los ojos cerrados, sin miedo a chocar contra nada. El maestro los agarra por la cintura antes de que se den un tortazo contra las porterías. Uno de los niños tuerce tanto la trayectoria —se va al córner, a la línea de banda, no sabe adónde va— que todos empiezan a reír invadidos por la histeria.

—¡Tiene trece años! —dice el profesor—. Es muy pequeño. Vamos, un aplauso.

Los niños no pueden parar de reír, pero sus aplausos tapan las carcajadas.

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