No todos los veleros que zarpan en verano buscan la evasión y el legítimo descanso. Los hay que navegan para aportar significado a un debate en curso.
Una mañana luminosa de agosto, el Astral, un velero de treinta metros de eslora fletado por la organización de rescate Open Arms, abandona el último amarre del puerto de Marsala, en el oeste de la isla italiana de Sicilia, rumbo sur, en dirección a la zona SAR (zona de búsqueda y rescate, por sus siglas en inglés) que se reparten Italia, Malta, Libia y Túnez, con un objetivo: localizar, asegurar, atender y si es necesario rescatar embarcaciones en peligro cargadas de personas que pretenden llegar a Europa en busca de una vida mejor. De su posibilidad, al menos, en un momento en que tantos cuestionan que tengan derecho a ella.
Nada en esta misión, la número 120 de Open Arms, oenegé fundada durante la llegada de miles de personas en busca de refugio a la isla griega de Lesbos en 2015, es nuevo ni sustancialmente diferente. No lo es respecto a las 119 misiones anteriores —se dice pronto— ni lo es en tanto síntoma constante, esclerotizado, de una situación estructural y de resolución siempre pendiente. Puede llegar a los titulares en función de variaciones marginales —una operación que suponga un reto no afrontado previamente, como lo fue, dos misiones atrás, subirse a una plataforma petrolífera abandonada, en medio de la noche, donde una mujer eritrea había dado a luz; o un nuevo, quizás cruel, ilegal o violento intento de las autoridades italianas, libias o tunecinas por entorpecer el trabajo—, pero noticia, en sentido estricto, no será.
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