África Indestructible

Alfons Rodríguez

El continente del futuro en imágenes

No hay mayor sinónimo de futuro en el mundo. África, la región más joven del planeta con una media de edad de 18 años, está inmersa en una ola demográfica sin precedentes. En treinta años, duplicará su población y el mundo será más africano: en el año 2050 dos de cada cinco niños de la Tierra nacerán en el continente que vio nacer la humanidad.

El proyecto Indestructibles es una mirada a la esencia de ese cambio: la infancia africana. Es una mirada infrecuente. En tiempos de prisas y clics sobrevalorados, este proyecto de largo recorrido es una reivindicación de la pausa y el oficio. Durante más de dos años, el reportero Xavier Aldekoa y el fotógrafo Alfons Rodríguez han amasado historias de once niños y niñas desde diez países africanos para desentrañar los retos y logros de un continente en un punto de inflexión. El resultado se presenta ahora en el fotolibro Indestructibles, que recorre luces y sombras africanas a través de imágenes, mapas y textos inéditos. Es un proyecto independiente y de aroma artesanal. El fotolibro, autoeditado por sus autores y que los lectores y socios de 5W pueden adquirir ahora en una promoción exclusiva, complementa un trabajo multiplataforma que ha visto la luz en formatos como reportajes en esta revista y otros medios, una exposición fotográfica, un libro de no ficción, un webdoc o próximamente un documental y una muestra pedagógica para escuelas.

“El proyecto en general, y este fotolibro en concreto —explica Rodríguez—, es un puente hacia diferentes realidades que ocurren en África y un intento de huir de la dramatización o la dulcificación del continente. Las fotografías muestran guerra, hambre y fanatismo, claro, porque lamentablemente existen y hay que señalarlas; pero también descubren el progreso, el esfuerzo, el feminismo y la dignidad. Este proyecto no habla de lo que les pasa a estos niños y niñas; habla de lo que ellos y ellas hacen con lo que les pasa”.

El fotolibro, con prólogo de Nacho Carretero, revela el buen foco de Alfons Rodríguez, quien ha trabajado como fotógrafo documental en más de cien países. Para Aldekoa, que aporta matices con los textos que abren cada capítulo, las imágenes de esta propuesta permiten ver una dimensión diferente de sus Indestructibles. 

“Alfons ha sabido captar las emociones de cada historia en fotografías llenas de sutileza y fuerza. El fotolibro destaca una visión distinta a los reportajes o el libro de no ficción porque se asoma a aspectos habitualmente ignorados como las miradas, la luz o las emociones que envuelven a sus protagonistas. Por poner ejemplos, las sombras de Gloire y Rodrigue, los dos niños soldado del Congo mirando a cámara con sus kaláshnikovs en las manos, o la alegría radiante de Giovanna al ver llegar la electricidad a su aldea de Cabo Verde, son aspectos indispensables para comprender las historias”.

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Estas son algunas de las imágenes e historias que encontrarás en Indestructibles:

Poderosa. Gambia.

En cuanto sacaron las cámaras en la playa de Tanji, fuimos invisibles. Hawa y Catherine eran las dos alumnas más jóvenes del primer curso de fotografía de la escuela de mujeres de Fandema, en Gambia, y aquel día las acompañamos a una práctica de clase en un pueblo pesquero donde cada atardecer llegan decenas de cayucos con las redes cargadas de peces. Catherine era un torbellino: charlaba y bromeaba con todos para que le dejaran retratarlos. Hawa era lo contrario: le embargaba la timidez antes de cada clic. Después de unos segundos de dudas, de fotografías lejanas y encuadres a las espaldas, Hawa se sacudió la vergüenza. Se cubrió la cabeza con una tela amarilla y, oculta allí dentro, se transformó. Ya no paró de fotografiar.

Las dos amigas querían romper una barrera: ser fotógrafas profesionales, hacer su camino en un oficio de hombres en Gambia. Su arrojo apuntaba el avance —y las dificultades— del feminismo y los derechos de la mujer africana en todo el continente.

Aquella tarde en la playa de Tandji, Catherine y Hawa nos hicieron invisibles porque nadie se fijó en dos blancos extranjeros. Las miraban a ellas: dos fotógrafas. Curiosas. Decididas. Poderosas.  

Una pizarra y dos kaláshnikovs. R.D. Congo.

Cuando despertó de la borrachera, el general Mbura nos guió a una escuela vacía a las afueras de Ngenge, en la República Democrática del Congo (RDC). Detrás de él caminaba su guardia personal y el objetivo de nuestro viaje a las profundidades de la selva congoleña: Gloire y Rodrigue, de doce años.

Después de ocho meses de negociaciones, el líder de aquel grupo rebelde nos había permitido acercarnos a conocer su realidad. Nos había puesto dos condiciones antes de llegar: nada de fotos de sus niños soldado y nada de entrevistas. Después de varios días de convivencia, abrió la mano. Nos dejó fotografiarlo con total libertad y hablar con los dos niños sin la presencia de otros soldados adultos. Gloire y Rodrigue eran demasiado listos y tenían demasiado miedo para confesarle sus temores a dos extranjeros, pero sí nos admitieron un deseo que encerraba el ansia por escapar. Los dos, por separado, dijeron lo mismo al preguntarles por su futuro:

—Me gustaría estudiar.

‘Na Rua’. Mozambique. 

Xose era un tipo extremadamente inteligente y por eso aquella noche estaba intranquilo. Le habíamos acompañado a una plaza donde una oenegé repartía comida a personas sin techo y niños de la calle de Beira y él sabía que aquello era arriesgado.

—Los demás ven lo que tienes y por la noche te lo vienen a quitar.

Xose tenía un teléfono. Después de cerciorarnos de la imposibilidad de prever los pasos de un menino da rua y perdernos mil veces buscándolo por las calles de aquella ciudad mozambiqueña, le habíamos regalado un teléfono barato para localizarle. Se lo robaron a los dos días.

Xose era la herida abierta de una guerra civil que había enquistado la pobreza en Mozambique y había enviado a cientos de niños a vivir en la rua. Era también una mente privilegiada, despierta y tranquila. Quería ser piloto. Por el sueldo, decía. También: para volar lo suficientemente alto como para tener una oportunidad.

Margaret no era una herida

El primer día, Margaret ni nos miró a la cara. A sus trece años, la acababan de casar con Joseph, que le doblaba la edad, y lo último que quería era hablar con dos tipos que no la buscaban a ella: buscaban a una víctima de matrimonio infantil.

Con el paso de los días, nosotros nos sacudimos de encima los prejuicios y Margaret se destapó como lo que era en realidad. Una chica sepultada por una tradición que le había robado la infancia, pero una joven valiente, revolucionaria y combativa.

—Mis hijas irán a la escuela. Así no las casarán —decía.

Una tarde, acompañamos a Joseph y Margaret al huerto familiar, a apenas unos metros de su choza. Los dos se pasaron un buen rato removiendo la tierra, quitando malas hierbas y trabajando concentrados. A veces paraban un momento para secarse el sudor de la frente y se miraban durante un breve instante antes de volver a trabajar.

De fondo se oían truenos y unos nubarrones negros anunciaban tormenta.  

Cuando el clima es un pupitre vacío. Madagascar.

Marceline Razanantsoa no había avisado a sus padres de que íbamos a quedarnos a dormir en su casa. No hizo falta. Nos presentamos con ella y toda la familia vino a recibirnos a la puerta de su hogar. Nos habían visto subir por la falda de la montaña.  

Aquellos días en Antanifotsy fueron como asomarse a un mundo en pausa, donde la bienvenida al foráneo se da por descontada, la escasez es una rutina extendida y el esfuerzo la única manera de pelear una vida sin regalos. Donde ni siquiera el cielo da tregua. El cambio climático y la deforestación han provocado una situación límite en Madagascar, la mayor isla de África. Las lluvias torrenciales y la deforestación están destruyendo el paisaje y la erosión destroza los caminos. Marceline había tenido que cambiar su ruta al colegio y cada día tardaba más en llegar. Recuerdo que al verla trabajar tanto, tan lejos siempre del colegio, pensé que nunca conseguiría su sueño de ser profesora. Ella decía que nada iba a detenerla:

—Seré profesora, ya verás. Sé que es difícil, pero así han sido siempre las cosas aquí.

Vida y lucha. Etiopía.

Jamila nació rebelde. Desde el primer minuto de vida, la batalla por la supervivencia de esta niña en un hospital rural de Etiopía descubrió ante nuestros ojos, de forma descarnada, la cruzada africana por reducir las muertes neonatales. La lucha es larga —cada año un millón de niños de países pobres mueren antes de cumplir 24 horas de vida— pero a veces brinda pequeñas victorias: en tres lustros, Etiopía ha reducido un 50% las muertes de bebés.

Esta imagen es de Jamila segundos después de nacer. En ese momento todo parecía ir bien. Se complicó minutos después: una infección estuvo a punto de matarla y la niña pasó sus primeras semanas de vida en una incubadora de la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital de Gambo. Vivió cuando todo parecía perdido. Indestructible.  

Cicatrices de una guerra sin fin. R.D. Congo.

Alfons Rodríguez

El todoterreno avanzaba tambaleante entre las callejuelas de lava solidificada de Goma, en el este de la RDC, y Heritier Jackson se dejaba llevar por el balanceo. Como él iba en el asiento de detrás, me giré para enseñarle la cámara de fotos.

—Mira, ¿los reconoces?

Cuando Heritier vio las fotografías en la pequeña pantalla del aparato no asomó ni una pizca de nostalgia por las amistades perdidas. Ennegreció la mirada y adoptó un rictus marcial.

—Sí, claro. A todos.

De los once a los quince años, Heritier había sido forzado a enrolarse en el grupo rebelde Movimiento de Acción por el Cambio con el que Alfons y yo habíamos convivido durante la semana anterior en la selva del este congolés. A Heritier, en las fotos solo le costó reconocer a Gloire y Rodrigue porque habían crecido desde la última vez que los vio, hacía dos años. Gloire y Rodrigue, de doce años, eran la otra parte de aquella historia de guerra, violencia y armas: eran niños soldado y la guardia personal del general Mbura.

Heritier era la única luz de aquellas infancias robadas. Tras escapar de la milicia, vivía en casa de su tía en la frontera de la RDC con Ruanda e intentaba rehacer su vida. No siempre era sencillo. Cuando el remordimiento le encharcaba los pensamientos, se acercaba a la orilla del Kivu para despejarse. Ese es el instante que capta esta imagen. Heritier con los ojos cerrados frente al lago.

Intentando huir de su pasado. 

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