Los vecinos de Bolsonaro

Surfistas, nuevos ricos y el presunto asesino de Marielle Franco: así son las personas que convivían en Río con el presidente de la ultraderecha tropical

Los vecinos de Bolsonaro
Ian Cheibub

1. La urbanización

Avenida Lucio Costa, 3100. Una mujer en bikini y chanclas sale de esta urbanización de casas de lujo en el barrio de Barra da Tijuca, en Río de Janeiro. Responde al periodista sin detener su paso hacia la playa urbana de 18 kilómetros de largo a la que llegará con solo cruzar la calle. “¿Si conocía a Lessa? Ni siquiera sabía que vivía aquí, jamás lo vi. A Bolsonaro sí, alguna vez lo vi en la playa, construyendo castillos de arena con su hija pequeña. Es muy buen hombre y yo lo voté”, dice la vecina sin más ganas de hablar.

Solo 50 metros separan la casa del presidente ultraderechista de Brasil, Jair Bolsonaro (desde que empezó su mandato en enero pasa la mayor parte del tiempo en la residencia presidencial de Brasilia), de la de su vecino Ronnie Lessa, paramilitar y detenido el pasado 12 de marzo como principal sospechoso del asesinato de la edil Marielle Franco. La coincidencia entre los hogares de ambos ha despertado sospechas, especialmente entre la oposición.

El jefe de policía que desveló la identidad de Lessa y sus cómplices, Giniton Lages, llegó a confirmar a los medios que el hijo menor de Bolsonaro, de 20 años y el único de los cuatro varones que no está en política, había estado saliendo con la hija de Lessa. Poco después, el comisario fue alejado del cargo porque, según las autoridades, necesitaba “un descanso”. Bolsonaro, por su parte, negó en una entrevista saber siquiera quién era Lessa, y dijo que su hijo había mantenido relaciones “con muchas chicas del vecindario”. En los últimos meses se han desvelado nexos entre los hijos de Bolsonaro y otros criminales, algunos de ellos también sospechosos de participar en el asesinato de Marielle Franco, y en general con los paramilitares conocidos como “milicias” en Río de Janeiro, aunque ninguno de los lazos ha implicado hasta el momento a la familia en el crimen de la edil ni en ningún otro.

En la garita de la entrada, detrás de los vidrios ahumados, cuatro vigilantes observan las cámaras de vigilancia y uno de ellos responde tajante: “Tenemos órdenes de la administración de la urbanización de no hablar sobre Lessa ni sobre Bolsonaro a los medios”. A las puertas de la urbanización, bajo el sol abrasador, entre altos hoteles de lujo espejados y cocoteros, los vecinos aseguran no haber visto nunca a Lessa y, en términos generales, comparten entusiasmo por Bolsonaro. “Es serio y honesto. A veces conversamos sobre cosas banales y sobre política, es muy simpático. Lo que me hizo votar por él es su seriedad y su trabajo por el bien común, desvinculado de la corrupción”, defiende desde su lujoso todoterreno, a punto de entrar en la urbanización, el ingeniero José Eduardo Loureiro, de 59 años, hijo de médicos que se mudaron al barrio hace 40 años en busca del mar.

José Eduardo Loureiro, de 59 años, entra en la urbanización donde tiene su casa Bolsonaro. Ian Cheibub

También lo ha hecho otro vecino, Luciano Monteiro, abogado de 32 años y uno de los pocos del barrio que afirma haber votado a Fernando Haddad, rival de Bolsonaro en la segunda vuelta. Acostumbrado a convivir con votantes de la extrema derecha, Luciano dice “respetar la pluralidad de ideas” y defiende que “nadie puede ser condenado por su voto”.

“Una vez hablé con él en la playa, me pareció un hombre cercano y accesible. Le dije que no estaba de acuerdo con sus ideas sobre el feminismo, las cuotas raciales [que compensan desigualdades dando más oportunidades a estudiantes negros] o su creencia de que no hubo una dictadura. Él defendió su postura”, dice. Diplomático, explica que incluso llegó a enviarle a un amigo fan de Bolsonaro un vídeo con la gran fiesta que hubo en la puerta de su urbanización el día de las elecciones. A Lessa, en cambio, dice no haberlo visto nunca ni saber quién es.

2. Nuevos ricos

En Barra da Tijuca, que con más de 160 kilómetros cuadrados y unos 650.000 habitantes podría ser una ciudad autónoma, más del 70% de los votantes optó por Bolsonaro en la segunda vuelta, muy por encima del porcentaje medio en Brasil (55,13%) y del de la ciudad de Río (66%). Es un barrio que vive comparándose con cierta envidia con la Zona Sur, la más turística de la ciudad, con sus barrios de playa de Ipanema y Leblon, donde viven las familias ricas más tradicionales y las elites culturales y en los que existe un mayor índice de votantes progresistas. Barra, con un estilo de vida parecido a Miami, es un vecindario de altos edificios cercados por vallas y cámaras de seguridad que cuentan en muchas ocasiones con pistas de baloncesto, tenis, fútbol e incluso comercios y restaurantes dentro de los propios edificios. En esta zona, gran parte de los desplazamientos se hacen en coche. Su última gran expansión tuvo lugar antes de los Juegos Olímpicos: aún con mucho terreno edificable, acogió la mayor parte de las instalaciones y, por tanto, atrajo más hoteles, inversores y una nueva estación de metro.

“Este es un barrio de nuevos ricos, mis padres son nuevos ricos”, dice Gian de Costa, un joven surfero de piel tostada y ojos rasgados que, a sus 18 años, dice “odiar” a Bolsonaro. Tres amigos fuman y beben un refresco con él, sentados en torno a una pequeña mesita de piedra en una plaza a pocos metros de la casa de Bolsonaro. Tienen las tablas de surf apoyadas en la mesa. “El día después de las elecciones, vi a un hombre que le gritaba a una mujer trans que se le había acabado lo de salir así por la calle, que eso no iba a ser posible con Bolsonaro. Fui a darle apoyo, porque estaba destruida”, dice uno de ellos, Jõao Costa, que con su testimonio abunda sobre los numerosos casos de agresiones homófobas aparecidas en los medios con el auge de Bolsonaro. “En la Zona Sur hay menos votantes de Bolsonaro porque la gente de allí tiene más educación. De cualquier forma, es un fenómeno mundial, una especie de neurosis y de búsqueda de soluciones mágicas como reacción a una crisis. A mí mis padres me han podido proporcionar una educación de calidad, pero ellos no la tuvieron, así que no los culpo por ser votantes de Bolsonaro”, dice Gian, estudiante de psicología y lector de Bakunin, Marx y Adam Smith, entre otros, después de reconocer numerosos conflictos por política con su padre, expolicía y “muy autoritario”, y su madre, ama de casa.

Su reflexión choca de frente con las encuestas preelectorales, según las cuales Bolsonaro era el candidato preferido de los más formados. La brecha tampoco es generacional: no cuesta encontrar jóvenes votantes de Bolsonaro en el barrio. A pocos metros de los surferos, Leoni Santos, de 25 años, ensaya sus maniobras sobre el monopatín en un skatepark. Enseguida, él mismo expone el laberinto de sus contradicciones.

“Algunos me llaman hipócrita por votar a Bolsonaro y comprar porros en la favela, cuando él está radicalmente en contra del consumo y tal vez me llevaría a la cárcel. Pero es que Brasil ha llegado a un punto en que o alguien pone orden o se desmadra”, dice el joven. “Puede haber sido una solución equivocada, pero es la única que vi para desbancar al PT [Partido de los Trabajadores, de los expresidentes Lula y Dilma Rousseff] del poder”. La seguridad y la corrupción, en su caso y para una gran mayoría, fueron determinantes para el voto. “No creo que Bolsonaro llegue a ser corrupto, porque es militar y yo tengo familia militar y son honestos, quieren defender la bandera y el país”, dice este licenciado en Tecnologías de la Información, hijo de un médico y una ama de casa que también votaron a Bolsonaro y que se mudaron a Barra hace dos años desde la Zona Norte, la más pobre de la ciudad.

Menos convencido de su voto, Rodrigo Carvalho, de 28 años, resume en dos puntos su elección: “No me gusta Bolsonaro, no me enorgullezco de haberlo votado, pero a la hora de escoger entre el PT y él, preferí a Bolsonaro”. Habla del “daño” hecho al país por los Gobiernos anteriores con la “corrupción”, y cree que el crecimiento de la extrema derecha “viene acompañado del crecimiento de la extrema izquierda, de la polaridad”. Él se considera “de centro” y defiende “la mejora de la economía” como principal apuesta para un nuevo Gobierno. Rodrigo dice estar en contra de todos los comentarios homófobos, racistas o machistas del presidente, pero recuerda que “aunque el discurso de Bolsonaro sea más duro, el Gobierno del PT tampoco hizo demasiado para disminuir los asesinatos de gais o los que lleva a cabo la Policía”.

A pocos metros, tres moradores de rúa, como se conoce a los sin techo, visten camisetas negras con el rostro del presidente y el texto ‘Bolsonaro presidente’. La llevan porque se las regaló el vendedor de merchandising del presidente, que durante unos meses, con el fervor electoral y los alrededores de la casa convertidos en atractivo turístico, hizo el agosto a las puertas de la urbanización. Pero también defienden a Bolsonaro con discursos religiosos.

“Solo Jesús puede mejorar el país”, dice Ismael, uno de ellos.

En los días de mayor furor bolsonarista, miles de personas llegaron a celebrar su victoria en la entrada de la urbanización y los aledaños. El presidente, convaleciente por la puñalada que recibió en plena campaña, dio su primer discurso dentro de casa, con la Biblia sobre la mesa. A sus 64 años, los últimos 27 en política (sin gran repercusión hasta los últimos años) y gran parte de los anteriores como militar, había conseguido convertirse en el líder de extrema derecha antiestablishment y anticorrupción que canalizaba el odio contra el PT, a pesar de un historial de declaraciones racistas, homófobas y a favor de la dictadura.

3. El quiosco

La mayor fiesta tuvo lugar en el quiosco de playa Naná, a pocos metros de la urbanización. Se vendió más cerveza y comida que nunca y centenares de personas siguieron entre cánticos las elecciones en un televisor. “Desde que Bolsonaro se convirtió en candidato, casi he duplicado mi salario, porque la gente quiere conocer la casa de su ídolo”, confiesa el dueño, Josenildo Ferreira, de 59 años. Dice que se lleva bien con el presidente, al que votó después de haber confiado en el PT en las cuatro elecciones anteriores. “Es honesto y en Brasil ha habido robo por parte de los políticos y mucho caos, mucha inseguridad. Él va a poner orden, es militar y espero que los militares pongan orden”, dice. Presume de varias fotos con él —“siempre simpático, nos saludamos y poco más”— y deja claro que nunca bebe alcohol: “Agua de coco es lo único que pide”.

Josenildo Ferreira, 59 años, dueño del quiosco Naná, frecuentado por Bolsonaro. Ian Cheibub

Procedente de la pequeña ciudad de Ingá de Bacamarte, en el estado de Paraíba (región Nordeste), Josenildo llegó a Río hace más de 40 años y, después de ahorrar como ayudante de albañil, consiguió abrir un chiringuito que ha ido creciendo y hoy tiene una decena de empleados. Casi todos los contrata en su ciudad de origen, “porque los cariocas no trabajan igual de bien”. Aunque en esa región (uno de los estados más pobres del país) y en la ciudad se impuso Haddad a Bolsonaro (70% contra  30%), todos los trabajadores del quiosco menos uno, que no quiere hablar, se han adaptado a Barra y votan a Bolsonaro.

Uno de ellos, Edeilton Firmino, de 26 años, es originario de Pedra d’Agua: un “quilombo”, como se conocen las comunidades negras que formaron exesclavos que huían o que fueron liberados después de la abolición. Para él, el comentario de Bolsonaro sobre los quilombolas (“no sirven ni para procrear”, dijo) fue “infeliz”. Reconoce además que “antes de Lula, el quilombo no tenía alcantarillado e higiene” y que los gobiernos del PT hicieron mucho por la región. Pero aun así votó a Bolsonaro: “Son muchos años de PT y hay que frenar la corrupción”.

En una de las mesas del chiringuito, el economista Leonardo Costa, de 54 años, vestido tan solo con un pequeño bañador (tsunga, lo llaman en Río) y unas gafas de sol, toma una cerveza con un compañero de su oficina de asesoría financiera. Tiene el diario O Globo sobre la mesa, el más vendido de Río, y asegura que no es ni mucho menos tan radical como Bolsonaro, aunque enarbola un discurso antiinmigración y asegura que devolvería “a todos los venezolanos” de la frontera y que en Europa “puede haber una invasión” si no se endurecen los controles fronterizos. Su amigo, más moderado, dice que no está de acuerdo, aunque también votó a Bolsonaro “para que mejore la economía y disminuya la corrupción”.

En eso está de acuerdo Leonardo, que defiende el papel del ministro de Economía, Paulo Guedes, “de la escuela de Chicago”. Para Costa lo importante es simplemente que la izquierda salga del poder. “Si estás haciendo un perfil de Barra de Tijuca, este es tu titular: ‘La clase media de este barrio ya no quiere a la izquierda en el poder!’”, dice. Hijo de un economista y una ama de casa, informado y con alto nivel de estudios, Costa representa al votante conservador y liberal en lo económico que siempre vota, ante todo, contra la izquierda. Vive en Barra de Tijuca desde hace unos 20 años, porque aquí pudo comprar “una casa más barata y grande que en la Zona Sur”, donde creció. Cuando era joven, a los quince años, recuerda venir aquí y ver un barrio “casi sin edificar, donde todo era selva y playa”.

4. El rompeolas

Aunque hoy esté lleno de rascacielos, hoteles y chalés, el barrio de Barra mantiene, como la Zona Sur de Río, los encantos de la convivencia de las exuberantes montañas, selvas, lagos y playas con la vida urbana. Uno de los mejores ejemplos es el Quebra-Mar, un rompeolas a tres kilómetros de la casa de Bolsonaro. Si en el vecindario del presidente nadie había oído hablar nunca del presunto asesino de Marielle Franco, Ronnie Lessa, en el rompeolas la cosa cambia. “Mira, te voy a decir una cosa… ¿Estás grabando? No, de acuerdo. Aquí todo el mundo conocía a Lessa, siempre estaba aquí, y todo el mundo sabía que era miliciano [como se conoce a los paramilitares]. Pero nadie te va a decir nada. ¿Seguro que no estás grabando?”, dice algo asustado y pidiendo preservar su identidad un hombre que trabaja cerca del rompeolas pero no quiere concretar dónde ni en qué.

En el bar Pier, donde comía muchas veces, se niegan a explicar nada, aduciendo que “era simplemente un cliente más”. Pero un vendedor ambulante, que prefiere no dar su nombre, sí reconoce haber tenido relación con él. “Nos llevábamos muy bien, siempre me daba comida o me invitaba a comer gambas con él”, explica, sorprendido por su detención. El vendedor recuerda el día que, en abril del pasado año, una bala le rozó el cuello a Lessa: lo hirió pero no le alcanzó de lleno. “Me preguntaron si se iba a morir y yo, que soy de la religión espírita, tenía un pálpito, dije que no se moriría. Se lo dijeron cuando estaba en el hospital, que yo había dicho aquello, y cuando salió vino a agradecérmelo. Siempre se portó muy bien conmigo”, explica. “Dijeron que fue un atraco, pero yo creo que fue un encargo, a pleno día, directo contra él”. Lessa también sobrevivió a un atentado con bomba en 2009, cuando aún ejercía como policía, y perdió una pierna. Su aspecto le da un aura de malvado personaje cinematográfico que resiste y persiste. “Siempre aparecía por aquí, con su pierna mecánica, sus muletas…”.

Poco después del asesinato de Marielle Franco, Lessa estuvo durante cuatro horas en otro restaurante de esta zona, el Ressenha, ahora mismo cerrado por reformas. El coche desde el que dispararon, que coincidía con el que estaba delante del bar, fue una de las claves para que se detuviera a Lessa, al que se le incautaron 117 fusiles en una de sus residencias. Ahora la policía busca alrededor del rompeolas el arma con la que supuestamente habría disparado a Marielle Franco.

5. El mandato

Simpatizantes de Bolsonaro, agolpados en la puerta de la urbanización el día de las elecciones de octubre 2018. Ian Cheibub

El entorno de Marielle y el activismo brasileño quieren que se sepa ahora quién mandó matar a la edil y por qué. A Bolsonaro, que fue el único candidato electoral que no condenó en su día el asesinato, se le acumulan relaciones sospechosas con las mafias de Río. Ninguna de ellas ha servido aún para que un juez lo incrimine a él o a su familia. Pero el presunto conductor del coche desde el cual habría disparado supuestamente Lessa, Elcio Veira de Queiroz, también detenido, se hizo una foto con Bolsonaro en 2011. La hija y la mujer de otro de los sospechosos de participar en el asesinato, el fugitivo Adriano Magalhães de la Nóbrega, trabajaron como asesoras de uno de los hijos de Bolsonaro, el senador Flavio. El mismo hijo homenajeó a otro supuesto miliciano en 2003. Todos ellos podrían formar parte de lo que se conoce en Río como “Oficina del Crimen”: criminales que tienen lazos con los poderes políticos.

Los valores de Bolsonaro se parecen a los de los milicianos: trabaja para aprobar una ley que facilite la tenencia de armas y otra para dar carta blanca a la policía para matar “si está en situación de miedo o sorpresa” (a pesar de que la policía brasileña mató a más de 5.000 personas en 2017, según una investigación, cinco veces más que la estadounidense). También comparte su tono despectivo hacia activistas como Marielle Franco.

Estas relaciones no son, ni de lejos, el único problema que afronta Bolsonaro cuando está a punto de completar tres meses de mandato. En sus recientes viajes a Chile y a Estados Unidos, sus discursos poco institucionales y muy ideológicos han generado muchas polémicas, así como sus tuits diarios, al estilo Trump, en especial uno en el que atacó al carnaval brasileño difundiendo un vídeo en el que aparecía un joven orinando sobre otro en plena calle.

La demora para aprobar un sistema de pensiones que alargue la vida laboral también le está causando problemas. “Yo lo voté, pero por ahora ese nuevo sistema de pensiones nos va a fastidiar la vida”, dice un trabajador de un edificio justo al lado del de Bolsonaro. Las malas relaciones con el Legislativo, imprescindible para aprobar leyes y donde el partido del presidente no tiene mayoría, dificultan la aprobación de esta ley y es otro de los grandes obstáculos de su mandato. Además, el bloque evangélico en el Congreso amenaza con retirarle el apoyo si no pone a uno de los suyos en el Gobierno.

6. El culto

Jair Bolsonaro no es evangélico, sino católico. Se ganó a gran parte del conservador electorado evangélico no solo gracias a ser un cristiano fervoroso (“Brasil por encima de todo, Dios encima de todos” es su lema de Gobierno), sino porque su mujer, Michelle, sí es evangélica. Antes y después de las elecciones, Bolsonaro recibió el apoyo del pastor de su esposa, Josué Valandro, en la Igreja Batista Atitude. Esta iglesia está situada en el mismo barrio de Barra, a 15 kilómetros de la casa de Bolsonaro, en un modernísimo recinto con tienda de merchandising y cafetería, con el blanco como tono predominante en suelos y paredes, centenares de aparcamientos y dos salas, una de ellas enorme, con aforo para unas 3.000 personas.

Al culto de Valandro lo precede un concierto de pop con arpegios de indie efectista y estribillos tan pegadizos como “en ti lo puedo todo”, “nada es imposible” o “yo ya no soy esclavo del miedo / soy hijo de Dios”, ante un público tan entregado que llega a llorar. Costaría ver a mujeres de 60 años en conciertos de ese tipo de música en otros contextos. El concierto pop tiene un sonido nítido y estruendoso, como los videoclips editados a modo de trailer de Netflix que aparecen en las cuatro pantallas gigantes que hay detrás del escenario donde toca la banda y luego hablará el pastor. El uso del márketing pop para las masas es una de las grandes claves del gran auge de la Iglesia evangélica neopentecostal en Brasil y Latinoamérica en los últimos años.

A diferencia de otros pastores sentidos y pasionales que buscan la catarsis entre gritos e hipnosis, Josué tiene un tono desenfadado, entre coach personal y comediante de pie. Lo aparca en ocasiones, como cuando pide a los fieles que se abracen y consigue que todos se sientan queridos y parte de una comunidad. Aunque critica la homosexualidad, no es uno de los pastores más reaccionarios y basa su éxito en un discurso competitivo y capitalista, en que el fiel no espera al milagro, sino que se mueve en su búsqueda. Meritocracia y valores cristianos de familia tradicional, justo la misma combinación que la extrema derecha brasileña.

“El diablo está a tu alrededor, si no aprietas el F5 con Dios, no te vas a escapar”, dice. “Algunos dicen creer en Dios, pero luego no pagan parte del sueldo para ayudar a la Iglesia”, suelta con un tono de reproche que excita a la audiencia. Después explica que el sobre que está delante de cada silla es para donar y recuerda cómo la iglesia, hoy enorme y con unas modernísimas instalaciones, empezó en unas pequeñas casuchas. Defiende después los 4 millones de reales (un millón de euros) que la Iglesia ha donado para crear guarderías. Todo es esfuerzo, dinero y también grandes dosis de amor.

El pastor escapa sin conceder una entrevista a Revista 5W, pero dos jóvenes fieles reflexionan sobre esta figura religiosa y su relación con Bolsonaro. “La esposa de Bolsonaro es una mujer que teme a Dios y con valores tradicionales. Por la forma en que trata a sus hijos, creo que es una buena persona. Por eso creo que él es un buen presidente. La Biblia dice que el árbol es reconocido por sus frutos, y su familia da buenos frutos”, dice Gabriela França, trabajadora social de 21 años. Su amigo, Carlos Alves, de 28 años, no votó a Bolsonaro, pero lo respeta y cree que “se ha sacado mucho de contexto todo lo que ha dicho”. Ambos dejan claro que “Dios ama a todos sus hijos y también a los homosexuales”, en alusión a la homofobia que Bolsonaro ha expresado en muchas ocasiones y después relativizado en otras, juego en el que participan también muchos de los líderes de la Iglesia evangélica.

Hace tiempo que Bolsonaro no se deja ver por la iglesia y difícilmente lo haga siendo presidente. En los bares de alrededor, sus vecinos explican que “ya no se le ve paseando por la playa, siempre va acompañado de escoltas, es otra vida”. Pero el coche de policía militar sigue plantado prácticamente las 24 horas del día delante de la urbanización donde vivían el presidente y el paramilitar arrestado por el supuesto asesinato de Marielle Franco.

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