Con las puras manos

Durante los dos meses de estado de alarma en España, las manos de los trabajadores taparon las grietas del sistema sanitario

Con las puras manos
Anna Surinyach

—No tenía pausa. Terminabas un servicio y había otro. Terminabas ese servicio y había otro, y otro, y otro. 

Juan Sánchez es uno de los trabajadores de Grup La Pau, una cooperativa de servicios de ambulancia en Cataluña. Sentado en una sala, charla junto a sus compañeros sobre las peores semanas de la pandemia. Semanas de las que no recuerdan una lucha heroica contra el virus, sino la humildad —casi el bloqueo psicológico— que impone la monotonía del trabajo. Un esfuerzo interminable. 

—En Badalona, la semana más fuerte igual hacíamos entre siete y nueve servicios diarios, que son doce horas de guardia —dice Núria Poveda, otra técnica sanitaria.

—En Mataró, diez, once… —dice Juan. 

—Los días que más, diez. Entre siete y diez diarios. Doce horas —insiste Núria. 

El Grup La Pau está subcontratado por el Gobierno catalán en la zona de Barcelonès Nord y la costa del Maresme. Juan está en el servicio urgente en la zona de Mataró; Núria, en la de Badalona. Pero los traslados programados también se vieron afectados.

—Incluso servicios no urgentes eran covid —dice José Escobar, que se encarga de ellos—. Había personas con radioterapia que tenían que ir [al centro sanitario] pero que además tenían covid. Ahí ya fue el descalabro. Tengo que ir a diálisis porque dependo de una máquina, pero también tengo covid. Era una locura. Y ahí ya decías: madre mía, esto no se va a acabar nunca. 

No podían parar: debían seguir trabajando entre el dolor de los demás. Produciendo, casi. Pero no estaban en una cadena de montaje de coches o electrodomésticos, sino transportando a personas en uno de los momentos más duros de sus vidas. ¿Cómo se hace eso? ¿Cómo se conservan la humanidad y la eficiencia? ¿Cómo se aguanta?

—Con drogas —dice Núria, y todos ríen, pero ella está muy seria—. No es coña. Las dos primeras noches no pude pegar ojo. Además, estaba dejando en casa a pacientes que en cualquier otra época me habría llevado al hospital. Tú te haces responsable de dejarlos en casa y te vas con el runrún de si pasa algo… Las dos primeras noches pedí diazepam para dormir. Ahora, por suerte, no necesito nada. 

—Hubo un momento en que todos los servicios eran lo mismo. Todos. Una acumulación de nervios —dice Juan—. Para mí lo más duro era recoger a un paciente con una patología y con edad. La familia se despedía y tú pensabas: joder, es que no lo vas a volver a ver. Te daban ganas de decir: despídete de verdad. Pero no podías decir eso. Es duro. Una, dos, tres, cuatro veces al día. Esa persona con 85 años no va a entrar en la UCI: lo estaban recortando a 75 años. 

—Eso nos dijeron. Si el paciente necesita una cama de UCI y es mayor de 75 años, no va a entrar.

Silencio. 

—Te miraban a la cara y te decían: “Va a volver, ¿verdad?” —dice Núria.

—Y tú: “Sí, sí” —dice Juan.

—Y tú pensando: “No va a volver”. 

—Pero qué le vas a decir a la familia. 

***

 “Ante la aurora veo surgir las manos puras

de los trabajadores terrestres y marinos,

como una primavera de alegres dentaduras,

de dedos matutinos”.

Miguel Hernández

***

No son manos encallecidas. Son manos plastificadas, desinfectadas, consumidas por soluciones hidroalcohólicas. Son manos en busca del tacto prohibido: las manos que se arriesgan, las manos que arrancan el virus de los enfermos. Manos que voltean a pacientes —hasta seis enfermeros y celadores con un paciente— para que respiren mejor. Manos que levantan muertos. Manos que recogen enfermos en su domicilio, que los ponen en camillas. Manos que cuidan cuando cuidar es lo más peligroso. Manos de inmigrantes que fabrican mascarillas. Manos incansables, manos en busca de la ablución.

Trabajar con las puras manos.

Anna Surinyach

***

—Nos cagamos vivos todos. Los primeros días veníamos casi llorando. Fue muy duro.

Cari Fernández trabaja en el Institut Guttmann, en las afueras de Barcelona. Es un centro de neurorrehabilitación. Es enfermera y está acostumbrada a tratar a pacientes neurológicos, que tienen lesiones medulares, daños cerebrales, necesidades especiales. A finales de marzo, el vecino hospital Germans Trias i Pujol, que se estaba quedando sin camas, le pidió al centro que habilitara con su ayuda dos unidades para enfermos con covid-19. Algunos de los pacientes en rehabilitación se tuvieron que ir a casa. Otros se quedaron en las otras dos unidades disponibles. Se habilitó incluso el gimnasio del centro como hospital de campaña, aunque no hizo falta usarlo. Lo sabemos ahora: un esfuerzo para adelantarse al virus, un pronóstico de lo peor que no se cumplió. Pero cuando hablo con Cari por primera vez, el 8 de abril, aún no sabe cómo avanzará la pandemia. Aún no sabe si se usará el pabellón que aloja el gimnasio.

—Los primeros pacientes nos llegaron con mucha soledad. Ya no era un tema respiratorio, de oxígeno. Venían muy tristes y solos. Es la falta de piel. No puedes entrar en contacto directo con ellos, y a nosotros, que somos muy pegajosos aquí, nos costó mucho durante los primeros días. 

Cari tiene 40 años y lleva 16 en Barcelona. Durante semanas la sigo por el hospital, libreta en mano. Cari con la coleta por fuera, con un gorro estampado, con el uniforme blanco. Cari animando en los pasillos a una compañera que se encuentra mal, se ha hecho la prueba y se tiene que ir a casa a esperar los resultados. Cari resoplando porque un paciente le pide una palangana, Cari en la unidad habilitada para pacientes de covid-19, rodeada de órdenes y peticiones de ayuda entre el personal (dile que ahora voy, estoy con otro paciente; la señora se tira de la cama, ¿puedes ayudarnos un momento?). Cari en diálogos dulces con los pacientes de ahora, Cari echando de menos a los pacientes de antes. 

La enfermera Cari Fernández en una unidad para pacientes con covid-19 en el Institut Guttmann.
Las enfermeras Mari Fernández y Cari Fernández con un paciente. Anna Surinyach

—Al principio era todo muy obsesivo. Todo el rato teníamos lo mismo en la cabeza. Ahora lo tengo más controlado… pero ayer murió mi abuela, así que estoy…

—Lo siento —le digo.

—No pasa nada, tenía 94 años, sabíamos que podía pasar —dice Cari, y confirma que sí, que murió de covid-19—. Yo soy de Madrid. Ella estaba en Madrid en una residencia. Pero me agarro a la idea de que estaba tan bien cuidada como los cuidamos nosotros aquí. A nivel emocional, creo que estamos todos como en una montaña rusa, porque estás en una situación límite y pasas de la risa al llanto en cinco minutos.

En otros hospitales que he visitado en estos dos meses hay arcoíris, dibujos de niños, mensajes de motivación. En las paredes de la unidad donde trabaja Cari —improvisada unidad de covid-19, antes llena de pacientes neurológicos— no veo casi nada. Me llama la atención un dibujo de Epi y Blas que dice: “Sin ti no soy nada”. Y un cartel de febrero del 061, del Departamento catalán de Salud, que te dice todo lo que debes hacer “si has estado en China”. 

Prehistoria. 

***

“Manos trabajadoras que obedecen al instinto, y a la intelijencia, libres de una conciencia persuasiva que las ve y que ellas, las cerradas, no ven nunca, pero que son de ella como hijas de un dios y parte activa. (Y a veces, ¡cuántas veces!, que obedecen más pasivas, al pensamiento, al sentimiento ajenos, haciendo con su imajen, perdida ya de vista, lo imposible.)”

— Juan Ramón Jiménez  

***

¿Colapsó el sistema de salud? Claro que colapsó, al menos en los grandes núcleos urbanos. Se montaron hospitales de campaña, se ampliaron camas de UCI, las sirenas de las ambulancias no paraban de sonar en carreteras despejadas, entre el silencio de la cuarentena. Un colapso extraño: zonas de aparcamiento libres, hospitales vacíos, pasillos desangelados, unidades dedicadas a otras actividades médicas abandonadas —o reconvertidas para la emergencia. 

En la obsesión siempre hay un olvido: muchos olvidos, tantos como sitios a los que dejas de mirar cuando tienes los ojos en un punto fijo. Entre finales de marzo y principios de abril, los pacientes con enfermedades crónicas o con otras patologías parecían haber desaparecido. Se quedaban en casa, ocultaban sus síntomas, esperaban. Se intentó corregir con llamadas y visitas a domicilio. Pero el mayor agujero negro fue el de las residencias para mayores. Cuando se quiso mirar allí, ya era demasiado tarde. 

***  

Estamos en una residencia para personas mayores en Sabadell. Hoy es 7 de abril. Acompaño a un equipo de la oenegé Open Arms, acostumbrada a los rescates en el mar y que ahora participa en un ensayo que consiste en administrar a población de riesgo fármacos que se usan contra la malaria. Nos enfundamos los buzos de protección al lado del coche, ante las puertas de la residencia. Entramos en el edificio: solo llevo un lápiz y una libreta, me he dejado los bolígrafos fuera y ahora son irrecuperables. Un anciano con boina negra nos saluda tan tranquilo. A otros los asustamos con nuestros aparatosos trajes. 

Acompaño a los voluntarios Fede Gómez y Gerard García en su visita a las habitaciones. Llevan hojas de cálculo impresas con colores verdes y naranjas. Los positivos y negativos están identificados. 

—Esto es totalmente nuevo para nosotros. El neopreno lo soportábamos, esto no —bromea Fede—. Yo hago formación de socorrista. He pasado de estar en la piscina con traje de baño a estar así vestido. Los mayores a veces te cierran la boca, no colaboran, estás con el palito y no sabes cuándo te van a toser. Muchos no quieren tomar medicación, otros creen que se van a curar, por eso hablamos con las enfermeras para que los preparen antes.

Subimos a la primera planta, donde todo el mundo es en teoría negativo. Así es como hablamos ahora de las personas: positivas y negativas, aunque lo bueno es ser negativo. La primera visita es a un matrimonio. Los voluntarios le explican el ensayo: les deben hacer una prueba con el frotis, y se deben tomar una vez a la semana un fármaco, porque se cree que puede ayudar a prevenir el contagio o a tratarlo. 

—Pero nosotros no lo tenemos, ¿no? —dice ella. 

—No, no —le dicen todos.

—¿Y tenemos que ir al Ayuntamiento?

—No. Es una medida para que no cojan el virus, creemos que puede servir para que no lo cojan o para que sea más suave si lo cogen. 

—Es que estoy de pastillas hasta aquí —dice ella. 

—¿Y por qué no? —dice su marido. 

—Pues nos lo tomamos los dos —dice ella. 

—Con esto estáis ayudando mucho —dice Gerard. 

Les hacen la prueba, les pasan el bastón por la parte posterior de la garganta. 

—¿Ya está? —dice ella—. Sí que ha sido poca cosa. 

El equipo recoge la muestra y se dispone a salir de la habitación. 

—¿Adónde llegaremos con todo esto? —dice el marido a modo de despedida. 

En otra habitación, mientras los voluntarios se preparan para hacerle la prueba, un señor está viendo las noticias deportivas en la televisión. Hay un escudo del Barça en la pared. Para entablar conversación, le digo que parece que la Liga y la Champions —estamos a principios de abril— ya no se van a jugar. Me dice que no tengo razón, que la Liga igual empieza antes, que si tengo otra información al respecto.

—Todo irá bien, ¿no? —nos dice mientras salimos. 

Vemos a otro matrimonio. Tras algunas dudas, deciden participar en el ensayo. También tienen puesta la televisión: hay un anuncio de Médicos Sin Fronteras pidiendo fondos, con imágenes de fondo de la epidemia de ébola en África Occidental. Luego dicen en la televisión que la Liga podría empezar antes de lo previsto: el 1 de junio. Lo que me había dicho el señor de la habitación anterior. Siguen las noticias: analizan el cambio del valor en el mercado de algunos futbolistas, sobre todo los que tienen más años. 

Jordi Martín, voluntario de Open Arms, y una enfermera de una residencia de Barcelona transportan a una anciana en camilla. Anna Surinyach
El voluntario de Open Armas Jordi Martín ayuda a un hombre a subir a una ambulancia para cambiarlo de residencia. Anna Surinyach

En otra residencia, esta vez en Barcelona, están reorganizando espacios para que no se mezclen personas contagiadas con otras sanas. Positivos y negativos. Se debe trasladar a varios ancianos a otro centro, y el equipo de Open Arms ayuda a gestionar la lista de artículos que deben llevar, entre otras cosas. Llegamos casi a la vez que la ambulancia. El técnico sanitario, que prefiere no dar su nombre, está exhausto. 

—La situación es caótica, hay falta de pruebas y equipos, y hay un montón de faena. Hago altas de hospital, traslados interhospitalarios… De todo. Lo que llevo peor es el abuelo o la abuela sola, no puede haber familiares con ellos. Están desorientados. Ya pasaba antes, pero ahora no saben ni adónde van. Te preguntan y no sabes qué decirles. Lo que se ve en la televisión no es ni la mitad de lo que… Nosotros vemos la emergencia de verdad.

Comienza el traslado de pacientes: algunos no pueden caminar y deben salir en camilla. En la residencia hay dos estudiantes de tercero de Enfermería. Subimos con ellas y con los voluntarios a las plantas para bajar a las personas que deben ser trasladadas. 

—Estos son guantes de médico. Vamos a la calle, pero hay que ponerse los guantes —le dicen a una anciana. 

—¡No, no me los pongas! ¡Yo estoy bien!

Al final la logran convencer. Todo el personal intenta explicarles la situación, pero no lo entienden. 

El resto hacemos como que lo entendemos, pero no es verdad. Nadie lo entiende. 

***

—Estamos igual que la semana pasada —me dice la enfermera Cari Fernández el 14 de abril, una semana después de conocerla—, aunque ya empezamos a dar casi tres altas al día. La gente llega ahora en mejores condiciones que hace tres semanas, eso me hace pensar que la situación es mejor, pero tiene que serlo, porque si todo el mundo está en casa, no se satura el sistema.   

***

“Yo no quiero más que esa mano

para los diarios aceites y la sábana blanca de mi agonía.

Yo no quiero más que esa mano

para tener un ala de mi muerte”. 

— Federico García Lorca

Anna Surinyach

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Tanatorio de Badalona. Una gran sala luminosa en la recepción, un cuadro gigante de borrascas abstractas, titulado Tempesta (Tormenta), de Enric Ortuño. Nos encontramos allí con la directora de Pompas Fúnebres de Badalona, Anna Gassió. Antes de empezar la entrevista, alguien le hace una videollamada, se aparta y la corta rápido. Se disculpa y vuelve enseguida. 

—Ha sido durísimo —dice Gassió—. No sé qué luz nos iluminó, pero previmos tener material, y nunca nos ha faltado. El 5 de marzo hicimos un repaso del primer protocolo que envió el Ministerio de Sanidad. Y el 6 de marzo ya teníamos la primera defunción por covid-19. Ha sido como una ola, como un tsunami: primero el hospital de Can Ruti [nombre con el que se conoce el Germans Trias i Pujol, que está justo al lado], después uno que está en el centro de Badalona, y después las residencias y domicilios. 

Gassió está molesta por las críticas o las insinuaciones sobre las funerarias desde la política y los medios de comunicación (esta revista, en la vertiente crítica, no es una excepción). Dice que no puede hablar por los demás, pero asegura que ellos han mantenido las tarifas, y que tres días es lo máximo que han tardado en hacer un entierro. 

—No quiero ni explicarlo, porque es despreciable e insultante —dice—. Las compañías de seguros son las primeras que nos tienen cogidas… El 70% de la población tiene una póliza de seguros de deceso. No nos han ayudado.

Gassió dice que durante la emergencia usaron los velatorios como morgue. Que tenían más de cien difuntos en un día. Ahora que son muchos menos, dice que de ninguna manera le gustaría que sus trabajadores pasaran otra vez por lo mismo. 

—Tenemos ganas de tener muy poco trabajo. No todo es dinero en esta vida. Estoy impresionada de lo que ha hecho la gente que trabaja aquí. Me emociono —los ojos se le humedecen—. Era dantesco: todos vestidos [con trajes de protección], cajas por todos lados. Y no hacíamos más que recibir palos. 

Le pregunto por los muertos en residencias. ¿Cómo lo han gestionado?

—Habrá sido horrible. Tenemos buena relación con las residencias, porque es un sitio donde la gente muere… —dice, y da un salto atrás—. Mi madre, que es la que me ha llamado antes, está en una residencia. Allí se junta todo. No han dado abasto. Si nosotros no hemos dado abasto, ellos tampoco. Todo esto se deberá replantear, pero eso no me toca a mí. 

Visitamos el tanatorio. Recorremos las salas de vela —Atlántico, Ártico, Báltico, Mediterráneo, todos los mares—, hasta que llegamos al oratorio vacío, desde donde se ve el hospital Germans Trias i Pujol, el monte y el mar. 

—Ahora está todo especialmente bonito, entre la lluvia y que ya no hay el movimiento de antes… —dice la directora. 

Bajamos a la planta donde está el horno crematorio. Al lado hay unas urnas, que pueden ser metálicas o biodegradables, nos dicen. En la sala hay un póster con todos los modelos. Veo que uno lleva el nombre de uno de mis escritores favoritos, Rabindranath Tagore. Solo el hermoso apellido: Tagore. Me quedo un rato mirándolo. 

En la misma planta está la base de operaciones de los tanatopractores. Recogen los cadáveres, los traen aquí, los incineran si es el caso, o los maquillan, los preparan para el entierro. 

Al menos eso hacían antes del coronavirus.

Horno crematorio en el tanatorio de Badalona. Anna Surinyach
Agua en el cementerio de Santa Coloma de Gramanet. Anna Surinyach

Están en un corro, de pie, para hablar con nosotros. Llevan todos pantalones oscuros y camisa azul. Algunos chaleco. En la sala hay un extintor de incendios: encima de la caja metálica, un muñeco de Trump con la cabeza grande, una rana budista, una virgencita. Son objetos que se dejan las familias en el tanatorio y que traen aquí: el muñeco de Trump no, ese lo trajeron ellos, porque hay un compañero que se parece a él, o al menos eso me cuentan. 

—Cuando llega un aviso de recogida vamos con el traje de protección entero, porque no sabemos si es covid —dice Javier Jiménez—. Si está la familia, se le explica todo. Te quieren dar la ropa, que es lo que se hacía antiguamente… 

—¡Antiguamente! ¡Hala! —se burlan todos y ríen: como si fuera hace miles de años. 

—No cogemos la ropa, claro —sigue Javier—. Hay menos contacto, pero es más emotivo. No he visto nada así en mi vida. 

Explican que, por protocolo, no pueden enseñar los cuerpos a los familiares. Y que eso hace que se tengan que fiar de ellos: que quien está allí es él, es ella. Pero no tienen la confirmación visual. 

—Se quedan con el recuerdo —dice Alberto Rodríguez. 

—No podemos hacer todo lo que queremos: desinfectar el cuerpo, lavarlo, cuidarlo… Es como si transportáramos material, pero es una persona —dice Miguel Ángel Caballero. 

—No puedes hacer nada —retoma Javier—. “¡Si no tiene covid!”, te dicen. Lo sabes, pero… “¿Cómo sé que es él?”, te preguntan. Se tiene usted que fiar de mí. 

—No vamos a engañar a nadie, es esa persona —dice Rudi Cantos, uno de los coordinadores.

—Yo les transmito que está todo controlado, pero siempre les queda la duda —dice Miguel Ángel. 

—No se pueden ni despedir —dice Javier.

—El otro día había un muerto que tenía cinco hijos. No, al entierro solo pueden ir tres. ¿Pero cómo les voy a prohibir que vayan? 

Estamos a finales de abril y el ritmo de trabajo ha bajado mucho. 

—Aquí antes estaban todas las cajas. No había ni espacio para caminar. Era como un Tetris —dice Javier mientras hace movimientos de contorsionista. 

Nos dicen que el peor día llegó a haber 140 muertos en el tanatorio. El horno funcionaba las 24 horas del día. Tuvieron que recurrir a las bromas macabras entre ellos para soportarlo.

—Un día teníamos diez difuntos, y todo era absolutamente normal, al día siguiente empezamos a tener como 40, que dejaba de ser normal —dice Jaume Prats, otro de los coordinadores—. Empezamos a tener problemas de espacio y gestión. Nos pilló a pie cambiado. A todos. Habilitamos zonas especiales como depósito de cadáveres. Era un volumen de trabajo tan grande, que no daba tiempo ni para pensar.

Hay un servicio en el hospital Germans Trias i Pujol. Dos miembros del equipo se van a recoger el cadáver. Otros mueven féretros. Hacen una cremación.

Dos cadáveres en el tanatorio de Badalona.

***

 

“(…) mi vida

mi sola y aterida sangre

percute en el mundo

pero quiero saberme viva

pero no quiero hablar

de la muerte

ni de sus extrañas manos”.

— Alejandra Pizarnik 

***

El mismo día de la declaración del estado de alarma, una pequeña empresa tecnológica catalana, Protofy, decidió poner su ingenio al servicio de la respuesta médica. Primero se planteó hacer una aplicación, pero acabó diseñando un prototipo de respirador de emergencia: lo llamó OxyGEN. 

—Faltaban respiradores —explica Ignasi Plaza, cofundador de Protofy—. Los que van con máquina son muy complejos, pero existe el resucitador, el Ambu, que es muy básico. ¿Podemos aprovechar eso y convertirlo en algo automatizado?

Plaza se refiere al resucitador clásico, que se activa con las manos, presionando una bolsa de aire. El equipo diseñó, a partir del motor de un parabrisas, un prototipo para automatizar ese gesto y que lo pudiera copiar todo el mundo. Eran —son— respiradores provisionales, para un caso de emergencia, de UCIs llenas: en ningún caso pueden sustituir a los sofisticados ventiladores mecánicos. Pero pueden ayudar. Tras algunos problemas burocráticos, pudieron homologarlo en tiempo récord. Entró en escena Seat, que había parado la producción de coches y anunciado un ERTE. Y empezó a fabricarlos. Como es un prototipo de código abierto, los creadores no cobran nada. La idea era echar una mano. En la empresa tienen una broma: “Otro proyecto deficitario de Ignasi Plaza”. 

—Nosotros hacemos componentes electrónicos —dice Ignasi—, pero la clave es que esto se pueda hacer con palos y piedras. Tiene que ser un sistema muy simple.

Estamos en la oficina de Protofy. Los sucesivos prototipos de OxyGEN están colocados sobre una mesa: de madera, de metacrilato… Hay herramientas y taladros colgados. Taburetes. Cajas en la pared con etiquetas de material electrónico: botones grandes, transductores, altavoces, micro USB, juegos REM, fundas y cables, impresora 3D, cajas azules y rojas, gafas de protección. 

—Hay gente poco realista. ¿Qué haces cuando todo está cerrado? ¿Una máquina respiradora? Eso tarda mucho tiempo. Se genera frustración porque se piensan que esto tiene que ser como la NASA. Hay que gestionar las expectativas. 

Dice Ignasi, pese a todo, que un jefe de UCI se le puso a llorar cuando vio el invento. Eran los días en los que las UCIs estaban llenas, en los que no se veía un final al aumento de casos. Pero la situación cambiaría en unas semanas.

Visitamos otro día con Ignasi la fábrica de Seat en Martorell. Es 10 de abril. Sobre una mesa de la nave industrial vemos un centenar de respiradores, con carcasas de acero inoxidable azules y grises, empaquetados con cariño y con la inscripción “OxyGEN #Hope”. Es la versión industrial del prototipo: cada caja pesa veinte kilos. Pero las máquinas de Seat se han parado. Han dejado de fabricar respiradores. Los hospitales ya no piden más. 

Ignasi Plaza, cofundador de Protofy, en la fábrica de Seat en Martorell. Anna Surinyach
La fábrica de Seat en Martorell el día que se paró la producción de respiradores de emergencia. Anna Surinyach

En este taller 9 se hace el popular Seat León. Hay obreros, tubos de luz mortecinos, cintas mecánicas. Nos recibe David García Castaño, responsable de mantenimiento, que explica que unas 150 personas de Seat trabajan —trabajaban— en el proyecto OxyGEN. 

—Se pusieron muchas iniciativas en marcha y una de ellas era construir respiradores —explica García Castaño—. Buscamos en internet qué tipo de respiradores podríamos replicar y producir masivamente, y el diseño de OXYGen era el que veíamos más sencillo de escalar. 

La zona donde se fabrica es una cadena de montaje ahora abandonada. Se han distribuido unos 400. 

—Hemos trabajado más que nunca, pero la gente está encantada y quiere participar —dice el responsable de Seat—. Todo está preparado y ahora solo tenemos que saber cuántos tenemos que fabricar… que es lo único que sabemos hacer bien. 

La producción sigue parada desde entonces, aunque los OXYGen se podrían usar en caso de que haya un rebrote, según me explicaron después fuentes médicas. O quizá en otros lugares. Plaza, de Protofy, me cuenta que se han enviado modelos a países como Ruanda, Brasil y Pakistán. En Chile, Perú y Brasil están arrancando la producción de este prototipo. La circulación del saber: lo que se idea en un momento y lugar concretos puede tener vida —y ayudar— en otro tiempo y espacio.

***

“En la sombra o la luz, el fondo poco visto (ese oscuro dorado, esa claridad fría) estas manos humanas que trabajan, mano derecha que lo emprende todo, izquierda mano que la asiste comprendiéndola, y da el toque menudo que completa, son para el que contempla su destino propio (y el otro que es el otro y más que suyo), la clave más segura cifrada”. 

— Juan Ramón Jiménez

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Manos que diseñan, manos que fabrican, manos que piensan. Manos extenuadas. Manos con miedo a tocar a sus seres queridos. Me lo repiten todos los que trabajan sin descanso estos días: cuando acabe todo esto —el sintagma adverbial de tiempo más repetido durante la pandemia— necesitaremos ayuda. Ayuda para nuestras mentes cansadas. 

Anna Gilabert es psicóloga y trabaja en el Institut Guttmann: es compañera de la enfermera Cari Fernández. La conozco en el hospital, pero la mayoría del tiempo, desde la declaración del estado de alarma, lo pasa en casa: solo durante la última semana pudo ir de forma más frecuente. 

Antiguamente —como diría el tanatopractor Javier Fernández— atendía las necesidades psicológicas de los pacientes neurológicos en el hospital. Ahora sigue haciéndolo, pero desde casa.

—Algunos de esos pacientes se han ido a casa e intentamos que el alta precipitada no les genere angustia —dice Anna—. Ahora también atiendo a pacientes que ingresaron con covid y a familiares de personas que murieron. También doy apoyo psicológico a compañeros que están en primera línea y que lo han necesitado… Algunos de ellos se han infectado o han perdido a alguna persona querida. 

Le pregunto si hay muchas personas que niegan la realidad. Que no quieren aceptar lo que está pasando. Me dice que no, que al contrario: están en un estado de hiperconciencia. También ha detectado algo en algunos trabajadores sanitarios: si se ven obligados a quedarse en casa —por infección, porque tienen que cumplir una cuarentena— están peor psicológicamente. Los nervios les consumen. Doctoras y enfermeros que he entrevistado durante las últimas semanas me expresaron esa misma sensación. 

—Cuando les toca estar dos días en casa, dicen que ya están esperando a poder volver. 

La psicóloga Anna Gilabert en su casa. Anna Surinyach
La nevera familiar: el pequeño Arnau cumplió un año en medio del confinamiento. Anna Surinyach

Dos semanas después, visitamos a Anna en su casa. Su marido es médico: trabaja en el hospital Clínic de Barcelona y ahora no está. Tiene tres hijos: de uno, tres y seis años. Ayer fue Sant Jordi, el Día del Libro, y aún tienen montado en el salón un puesto en miniatura de libros infantiles, inspirado en los que ponen en las calles de Barcelona. Anna lo coordina todo: tiene el ordenador sobre la mesa para las llamadas con sus pacientes, lleva en todo momento al pequeño encima —que se duerme cuando empieza la entrevista—, advierte a los otros dos, los mayores, de que se porten bien; le dice al perro que no nos moleste. Es un caos controlado, sostenido.

Anna nos habla de uno de sus pacientes: su mujer murió de covid-19 y él, con 82 años, se quedó ingresado. Se recuperó, recibió el alta pero tuvo que hacer la cuarentena en casa. 

—Percibe que nunca más volverá a ser lo mismo. Tiene la sensación de que ya no podrá ir a los sitios que iba. Aunque todo esto se acabe, queda mucho tiempo y tiene la sensación de que ya se ha quedado en una situación de vulnerabilidad. Tiene la sensación de que ya no podrá vivir la vida libremente. 

Enfundado en una cabeza de dragón, Martí, el mayor, persigue a Nil, el mediano, disfrazado de caballero de Sant Jordi. Dejan el juego y buscan otro. Se quedan absortos mirando el cuerpo de una golondrina que murió al chocar contra la ventana del balcón. Lo han rodeado con una cinta. Anna les pide que no lo toquen. 

—Pero digo con un palo… —dice Martí.

—No, ¿por qué? ¿A ti te gustaría que un día si estás descansando alguien te estuviera tocando con un palo?

—No.

—Pues a él tampoco.

—¡Pero un poquito! Está muerto, hombre…

—Pero lo tienes que respetar. 

—Ya lo sé… Pero si está muerto de verdad. 

—Sí, está muerto de verdad. Pero no lo toquéis. 

Anna se dirige otra vez a mí:

—Desde luego, esto es muy simbólico, ¿no?

***

“Yo no quiero más que una mano,

una mano herida, si es posible. 

Yo no quiero más que una mano,

aunque pase mil noches sin lecho”. 

— Federico García Lorca

Anna Surinyach

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30 de abril. Centro de atención primaria Serraparera, en Cerdanyola del Vallès, provincia de Barcelona. Está vacío. Hablamos con un equipo que hace visitas programadas a domicilio y a residencias.  

—Ha habido un cambio —dice la doctora Marta Miralpeix—. Antes nos llamaban para que fuéramos a domicilio e intentábamos hacerlo por teléfono, a no ser que fuera muy necesario, porque podíamos ser focos de contagio. Ahora son ellos los que no quieren. “No, no vengas”. 

Junto a la enfermera María Ángeles Hierro, vamos al domicilio de una mujer que está con ventilación —pero no intubada— debido a una patología crónica. Estuvo ingresada varias semanas en el hospital por una descompensación. No tiene covid-19. Llegamos al piso, nos enfundamos los buzos. Entramos. 

—María, ¿cómo está? —le pregunta la doctora. 

No escucho la respuesta: están con ella en una habitación pequeña. 

—Es que llegaste un poco justita al hospital —le regaña la enfermera—. No tienes que aguantar tanto con fiebre. 

María tenía miedo a contagiarse de coronavirus si iba al hospital. Por eso tardó en avisar. ¿Cuántas personas como ella? Incontables.

—Aquí hay una, cariño. Ahí está el esparadrapo —interviene la cuidadora, Suyapa Torres—. Cualquier cosa me llaman, que tengo que tratar a otra paciente. 

Suyapa se encarga de cuidar a María y a su madre, que tiene más de 90 años y está en la habitación de al lado. Cuando termina, se sienta en el sofá. Me cuenta que está confinada con ellas, que pasa aquí todo el día: que, por tanto, es como si estuviera trabajando todo el día. No se lamenta: solo lo constata.   

—Llevo doce años en España. Tengo cuatro hijos en Honduras. Allí tienen muy pocos casos. Saben que estoy bien. Trabajo aquí de lunes a domingo, optaron por que me quedara aquí. De alguna cosa hay que vivir… 

Dice Suyata que antes pasó once años en Estados Unidos, pero que regularizar su situación fue más difícil allí que aquí. 

—Venía para ver el panorama, pero está muy pesado. Pienso regresar a Honduras el año que viene, está toda mi familia allí. ¿No necesitamos sentarla? —le dice ahora al equipo médico. 

Suyapa se levanta y se acerca a la habitación de la madre. La mira con ternura.

—Está excelente. 

María, de 94 años, ha sufrido durante un mes síntomas de covid-19. La doctora la saluda por primera vez sin protección, porque su test ha dado negativo. Anna Surinyach
La enfermera María Ángeles Hierro, de atención primaria, atiende a una mujer en su domicilio. Anna Surinyach

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“Estas sonoras manos oscuras y lucientes

las reviste una piel de invencible corteza,

y son inagotables y generosas fuentes

de vida y de riqueza”.

Miguel Hernández

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Manos que cuidan, manos que limpian, manos que trabajan el campo. ¿Cuántas de esas manos son inmigrantes? ¿En qué condiciones trabajan? ¿Qué derechos tienen?

En España hay unas 600.000 personas en situación irregular. El Gobierno español, de momento, no ha llevado a cabo una regularización extraordinaria y general como la que ha hecho Portugal. En Barcelona, una de las organizaciones que la pide es el Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes. La tienda Top Manta, situada en el corazón del barrio del Raval y que habitualmente vende colecciones de ropa de su marca, se ha reconvertido durante estas semanas para fabricar mascarillas y batas para el personal sanitario. 

Diame Malal es hoy el encargado de hacer la entrega de batas al hospital Clínic de Barcelona. Es rápida: Diame y otro voluntario traen las cajas en un coche y se las dan al personal. Cuando acaban, le pido a Diame una entrevista, y buscamos un lugar privado para hacerla. Mientras caminamos por Barcelona, pienso en la iniciativa de Top Manta o en la de otros colectivos que la sociedad dominante ignora o discrimina: en plena pandemia, ¿se ven obligados a demostrar que son solidarios, que aportan valor a la sociedad, que están ahí en los momentos importantes? La presión de demostrar que vales. La presión que no sienten los demás. La presión de demostrar que eres extraordinario. 

El privilegio de no serlo.

—En Top Manta somos una familia —me dice Diame, ya sentado en el salón del piso de una amiga—. Ahora estamos con los ciudadanos europeos: ahora somos medio africanos, medio europeos. Nuestros familiares de sangre están en África, pero nuestros familiares de convivencia son los europeos. Lo que les afecta a ellos, nos afecta a nosotros. Estamos colaborando, haciendo mascarillas y batas. No tenemos recursos para regalar, pero tenemos nuestra fuerza. 

Hace catorce años que Diame llegó de Senegal a España. Ha trabajado en el campo en la provincia de Lleida, ha estado en Girona: desde 2015, vive en Barcelona, donde ha hecho cursos y ha trabajado como voluntario. Consiguió regularizar su situación hace poco. 

—Pedimos al Gobierno que nos facilite la vida, que nos facilite los papeles —dice—. Hemos venido a buscarnos la vida, a colaborar. Y ahora estamos en situación de estado de alarma. 

Diame insiste en el argumento instrumentalista, el que sabe que puede llegar a más gente: que a la propia sociedad española le interesa que ellos puedan trabajar y cotizar. Que es bueno para todos. 

—Cualquier ingreso es importante para el país. Si tenemos permiso de trabajo y contratos, será mejor para el país, porque lo vamos a levantar.

Hago algunas preguntas manidas. Sobre el racismo, sobre la discriminación. Diame las contesta con una mezcla de estoicismo y, al final, de optimismo. 

—Si alguien tiene en su mente que el inmigrante le está quitando el trabajo y nos lo dice, algunos de nosotros hacemos el lagarto… ¿Sabes lo que es? El animal que no tiene orejas. Nosotros hacemos como los lagartos, sin oír nada, y después hacemos como ciegos, sin ver nada. Y así vamos tirando.  

Antes de despedirnos, le pregunto por el futuro. ¿Dónde quedan o quedarán sus derechos en una era pospandémica? Pese a todo, Diame no es catastrofista. Me insiste en una respuesta que me deja descolocado: 

—Veo el futuro bien. Muy bien.

Abdul es de Senegal y forma parte del Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes. Está cosiendo una mascarilla. Anna Surinyach

***

“Como si con los astros el polvo peleara,

como si los planetas lucharan con gusanos,

la especie de las manos trabajadora y clara

lucha con otras manos”.

— Miguel Hernández

***

Es el Día del Trabajo: 1 de mayo. Lo paso con una de las personas que más he visto trabajar en las últimas semanas: la enfermera Cari Fernández. 

Nos ponemos unas batas quirúrgicas verdes y entramos con ella a ver pacientes. El primero es un hombre con inmovilidad en las piernas y que se ha contagiado de covid-19. Se agarra del asa encima de la cabecera de la cama para ayudar a las enfermeras a moverlo, pero le dicen que no, que no hace falta. Mientras su compañera le hace una cura, Cari habla con él. 

—Soy ingeniero mecánico. Trabajaba en el sector automovilístico. Me pagaban para pensar, eso me decía una de las empresas. 

—Ahora pagan para no pensar —ironiza Cari. 

Le cambian las sábanas. 

—¿Qué tal ayer en la silla?

—Bueno, practiqué por aquí. Tengo las uñas que parezco ya… Si me podéis dar unas tijeras… 

—Estamos intentando que nos bajen un cortauñas —dice Cari— Toma, la camiseta te la puedes poner tú solito. 

Seguimos visitando habitaciones. Cari habla con un paciente que parece recuperado de la covid-19. Le van a hacer la prueba. 

—¡Bieeeeen! —grita Cari alzando los brazos, y él parece animado. 

—Es algo molesto —le avisan antes de llevarle el bastón a la garganta. 

Durante las últimas semanas han llegado muchos pacientes de residencias. La otra unidad que estaba llena de enfermos con coronavirus ya se ha vaciado. 

—Yo creo que aún queda un mes para volver a tratar a nuestros pacientes —dice mientras cierra una bolsa de basura en el pasillo—. Lo mejor del covid son las bridas. Me encantan. 

No sé si está ironizando o lo dice en serio. Todos se siguen cruzando peticiones y órdenes.

—He aprendido a hacer cuatro cosas a la vez —dice en medio del tornado sanitario con una sonrisa que adivino bajo la mascarilla. Una sonrisa que nunca he visto, porque siempre lleva la mascarilla.

Para charlar con más calma, nos vamos a un almacén que ya hemos usado varias veces como nuestra particular sala de entrevistas. 

—Tengo mucha suerte, porque tengo trabajo en algo que me da la vida. Ahora lo sé mucho más. Antes mi objetivo era trabajar menos para vivir mejor. Y ahora… mira dónde estoy. 

Hay orgullo en las trabajadoras con las que he hablado. Orgullo de lo que hacen con las puras manos: dos meses de trabajo, más que de guerra. El trabajo se eleva por encima del sistema económico, que lo había reducido a una relación profesional, a un intercambio, a un salario —en los peores casos, a la explotación, que a veces puede usar la trampa vocacional para sus fines. Trasciende eso que llaman el marco laboral: es un bien público, puesto al servicio de todos. En el sector sanitario saben que ya era así, pero con la pandemia llegó la reivindicación silenciosa. También, a medida que pasan los días, la conciencia de que todo pasará. Después de la emergencia, el golpe. El bajón. Que no te permite distraerte, porque si hay un rebrote tienes que estar preparada. La nueva extrañeza. ¿Dónde estamos ahora?

—Hace poco tuve un día duro —dice Cari sentada en una caja—. Yo creo que soy una persona fuerte. La adrenalina me ha dado mucho poder en el último mes, pero ahora, como todo va tan rápido, sí que estoy notando que me pasan cosas. Y no puedo gestionarlas. Tuve un poco de ansiedad. No estoy acostumbrada. La psicóloga, al día siguiente, me llamó. 

Una compañera se asoma al almacén. 

—¿Qué necesitas? —le pregunta Cari. 

—Gorros verdes.

—¿Gorros verdes? Aquí no hay. 

—Ahora es el momento del cansancio —sigue Cari—. Cosas que antes no te importaban porque estabas a tope, ahora generan cierto roce. Yo agradezco tener al equipo que tengo, estoy feliz con ellos. Hemos llorado, nos abrazamos cada día con el traje de protección, así empezamos la mañana. También discutimos. Pero abrimos la unidad covid en la Guttmann… y la cerraremos.

Hablamos sobre las fases, sobre el control social, sobre los debates de la movilidad, sobre la gente que sale a la calle, sobre cómo debemos hacerlo, sobre posibles rebrotes. 

—Y vosotros, ¿cómo lo veis?

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“(Una mano derecha que yo aprieto, una izquierda que beso.) Piensa, amigo… ¡Las manos muertas, descansadas ya pero no manos, con su historia también debajo, como pecho frío! Y qué historia (y qué leyenda quizás luego) lo quieto de unas manos; un día, de estas manos”. 

— Juan Ramón Jiménez

Lorena y Yasmina, dos trabajadoras de la uci principal del hospital de Can Ruti, animan a uno de los pacientes ingresados por coronavirus. Marzo de 2020. Anna Surinyach.

***

La psicóloga Anna Gilabert me envía una nota de voz. Ella sabe cómo evolucionan las mentes. Su punto de partida son los enfermos y los profesionales sanitarios con los que habla, pero parece que se refiere a todo el mundo: a los que han contribuido desde otros sectores, a los que han ayudado a que la gente pueda entretenerse en casa, a los que piensan en reabrir sus negocios, a esos que llaman “no esenciales”, a los que se han quedado sin trabajo, a los que están en el paro, a los que se quedaron en casa y también sienten la satisfacción de haber aportado su granito de arena.

—Con el trabajo te sientes gratificado, pero como ahora la emergencia está bajando, nos tenemos que volver a adaptar a otros cambios: volver a lo de antes, pero en otras condiciones y con el cansancio que llevamos encima. 

***

 

“La mano es la herramienta del alma, su mensaje,

y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente.

Alzad, moved las manos en un gran oleaje,

hombres de mi simiente”.

— Miguel Hernández

***

La conversación con el equipo de servicio de ambulancias es larga. Es una terapia. Siento que me estoy metiendo en lo más íntimo de ellos, en cosas que quizá no habían dicho hasta ahora: porque es ahora cuando tienen algo de tiempo para pronunciarlas, darles forma, expresarlas. 

—¿Os acordáis del servicio aquel? Que ya empezamos a enterarnos… —dice José Escobar—. Este compañero ha traído una señora y se ha contagiado, lo han puesto en aislamiento. Otro compañero también. Y ya empezabas a pensar… Ahí es cuando eres consciente de que lo que llevas no son solo pacientes que necesitan ir al hospital, sino que te pueden contagiar y que tú te vas a casa y puedes contagiar también. Y luego empezó la vorágine. 

La historia de tantos, se dediquen a lo que se dediquen:

—Yo me he pasado seis semanas sin ver a mi hija porque estaba con mi ex, él es autónomo y no estaba trabajando —dice Núria Poveda—. Estaban confinados. Tenemos custodia compartida una semana él y una semana yo, ¿pero qué iba a hacer después de haber estado con todos los pacientes? ¿Me traigo a la niña a casa? ¿Y la semana que viene, cuando le devuelva a la niña, que lo tengan los dos? 

—Eso vosotros, los más viejos tenemos nietos —dice Juan Sánchez. 

Ríen. 

Les digo que han estado en el centro del dilema: aunque no son médicos, en alguna ocasión han tenido que decidir si se llevaban o no a un paciente al hospital. 

—¿Quién eres tú para decir tú sí y tú no? —se pregunta Juan—. Yo no estoy preparado para eso. Tú no puedes jugar a ser Dios. 

—No es vuestro trabajo —les digo.

—No, pero en las primeras semanas sabíamos que no había camas para todos —dice Núria—. Si hubiéramos trasladado todos los servicios que nos llegaban, habríamos colapsado el hospital en 24 horas. 

—¿El sistema os trasladó la presión? —les pregunto.

—Sí, constantemente —dice Núria. 

—Claro —dice Juan—. Quizá no había otra solución. 

A ninguno de ellos les parece una tontería los aplausos de las ocho de la tarde. Los agradecen. 

—Un día salimos seis o siete ambulancias —explica Núria—. Íbamos a dar ánimos a los compañeros del hospital, que estaban muy cansados porque llevaban un tute de órdago. La gente nos vio en la calle y empezó a aplaudir. Pusimos la sirena como para dar las gracias, piu, y empezó a salir gente de los balcones. Íbamos pasando por la calle con la sirena puesta y todo el mundo en los balcones, chillando, aplaudiendo. Yo acabé llorando a moco tendido. 

Los tres coinciden: les da miedo que todo caiga en el olvido. Pero no se lamentan. Hay algo más profundo que los empuja, con o sin pandemia. 

—No haría otra cosa —dice Núria. 

Sergi conduce una ambulancia de Grup La Pau después de hacer un servicio. Anna Surinyach

Acompaño a uno de los equipos de Grup La Pau a un servicio. Es una señora mayor en una residencia que necesita ir al hospital —parece que tiene covid-19. La sacan en camilla, la meten en la ambulancia y se dirigen a la entrada de Urgencias. Allí reciben a la paciente. En total tardan menos de una hora. Álex, uno de los técnicos sanitarios, se recuesta en la puerta de la ambulancia y revisa en su tableta cuál es el próximo servicio. 

—¿Otro? —pregunto. 

Me miran con resignación. Maldita sea, esta gente no para. No lo pienso de ellos: al fin y al cabo acaban de empezar su turno. Lo pienso de todos: de esa rueda de trabajo infinita y monótona que he visto en las últimas semanas. Mi compañera Anna Surinyach, con la cámara fotográfica al cuello, me reprende con la mirada. Ella siempre quiere seguir. 

Al final se cancela el servicio. Menos mal, pienso, pero no lo digo, porque no quiero parecer un egoísta. 

Menos mal. Estoy cansado.  

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