Niños en las prisiones de Sierra Leona

Fernando Moleres

Menores encarcelados contra la ley y su proceso de readaptación en imágenes del fotoperiodista Fernando Moleres

Hay temas importantes de nuestro tiempo que permanecen inexplorados. Agujeros negros donde se violan los derechos humanos y que deben ser denunciados, pero que son de casi imposible acceso. El fotógrafo Fernando Moleres (Bilbao, 1963) se fijó en uno de ellos: las cárceles en África. “Había mucha información que venía de oenegés y otras organizaciones, pero no había ni una foto, casi todas eran hechas con móvil. No había un trabajo potente sobre cárceles africanas”.

Estuvo casi medio año trabajando solo para encontrar una grieta en el sistema en algún país africano. Al final logró integrarse en un equipo académico para acceder a las cárceles de Sierra Leona. Entre 2010 y 2013, viajó siete veces a este país de África Occidental con uno de los índices de desarrollo humano más bajos de la región.

Allí descubrió que había niños en las cárceles. Muchos habían sido condenados por delitos menores como hurtos, y esperaban durante años, indefensos, a un juicio que no llegaba. Todo ello en las dramáticas condiciones de la cárcel: expuestos a violaciones de otros presos, a la falta de comida y a las enfermedades.

La obsesión de Moleres fue creciendo: decidió crear un proyecto para ayudar a los chavales que aún hoy sigue funcionando, y siguió su historia cuando salían de la cárcel. El fotógrafo no solo quería denunciar la situación injusta de los menores: también quería retratar su vuelta a la vida.

A través de estas imágenes, Moleres relata la historia de los chicos que fotografió y los secretos de un sistema penitenciario injusto y cruel.

Este es el barrio de Abu, en Freetown. La capital de Sierra Leona es una ciudad con una sola calle o carretera longitudinal y muchos arrabales. En un espacio que no daría para más de 20.000 personas viven casi un millón. Es una ciudad caótica.

Muchos de los chicos que conocí en la cárcel eran huérfanos o se habían escapado de casa por miedo a que les pegaran. Cuando salían, les costaba mucho reinsertarse. Es difícil incluso con los que tienen familia: a muchos la familia no los acepta, los repudia. De hecho, yo no he visto que los familiares vayan a visitar a los chavales. Me acuerdo incluso de uno que murió de una enfermedad en la cárcel, pero nadie vino.

Gran parte de mi trabajo se centra en Pademba, cárcel de máxima seguridad en Freetown. Era un centro penitenciario colonial; el castigo de prisión es de hecho una herencia inglesa. En esta cárcel había unos 1.300 presos, entre ellos unos 30-35 menores. En Pademba no existía la higiene y los presos casi debían luchar por la comida. Son condiciones durísimas para chavales que no saben ni por qué están allí ni cuánto tiempo estarán. La ley obviamente no permite que haya menores de 18 años en las cárceles. Hablé con la ONU, les enseñé las fotos y les dije que tenían que sacarlos. No les dejaron entrar nunca.

Cada día entre 50 y 60 presos son trasladados desde la cárcel hasta los tribunales. Algunos de ellos deben ir decenas de veces antes de ser juzgados, y pueden pasar años hasta recibir una sentencia que puede ser exculpatoria. Este es uno de los grandes problemas del país: los juicios son eternos y la corrupción y la burocracia entorpecen el correcto desempeño de la justicia. Si los mayores están indefensos, ¿qué se puede decir de los menores?

Dentro de la cárcel, los chicos normalmente buscan a un protector. A veces son violados. No hay demasiado control. La cárcel es como una miniciudad: cuatro grandes pabellones donde todos duermen. Algunos chavales venden cigarrillos para ganarse la vida.

Los casos se acumulan y el desorden es brutal. Los presos no saben cómo va su caso. No tienen nadie a quién preguntar. Los chavales menos aún. Nadie se va a molestar en informarles o ayudarles. Pueden estar años en la cárcel mientras esperan una condena o absolución. Eso los destroza psicológicamente.

Esta sala está en el edificio principal. Al lado está el despacho del alcaide. Un día estaba justo afuera y el segundo de la prisión me vio hablar con un chaval sujetando una cámara fotográfica. Enloqueció, me quito la cámara y fue a hablar con el alcaide. Les enseñé mi autorización, que había logrado a través de un equipo de investigación de Oxford, y el alcaide no me dijo nada, porque tenía permiso de su superior. Intenté no aparecer nunca más por esa zona. Estaban sorprendidos de que tuviera la autorización.

De todos los chavales que conocí, este es el que pasó más tiempo en la cárcel: entró con 13 años y salió con 22. Se llama Abdul Karim. Salió bastante enfermo de prisión y lo tuvieron que llevar a un hospital. Desde el proyecto que fundé, Free Minor Africa (FMA), le ayudamos a encontrar trabajo, pero no quería: estaba fuera del mundo, inadaptado, se movía siempre solo, a su aire, salía por las noches, una vez le pegaron una paliza…

Después de tanto tiempo encarcelados, la salud de los chavales al salir es deplorable. La situación ha cambiado un poco, pero cuando empecé a trabajar en el tema los médicos solo abrían la puerta de la enfermería si les pasaban dinero por debajo. Solo los casos muy graves eran tratados. También hay falta de medicamentos, que se necesitan sobre todo debido a los frecuentes casos de sarna, hongos…

Este es Abdul Sesay. La foto de la izquierda es de la primera vez que vi al chaval. Todos los presos estaban comiendo y me lo encontré así. Me dijo que no había comido ni bebido agua en todo el día… Allí había que hacer cola y pegarse por la comida. Estaba en la sección de los que están pendientes de juicio, que es la más dura de la cárcel.

La foto de la derecha está tomada después de salir de la cárcel. Empezó a estudiar en un colegio cercano al lugar donde se hospedó gracias al proyecto de FMA. Ahora lleva más de cinco años estudiando y viviendo bajo la tutela de FMA y su obsesión es entrar en la universidad. Abdul era un claro caso de carne de presidio, un joven muy temperamental, sin miedo: su cuerpo está lleno de cortes por peleas con cuchillas de afeitar.

Esta es otra foto de Abdul. Está estudiando en el centro Saint Michael, en Lakka, en marzo de 2013.

A Abdul lo habían metido en la cárcel por estar metido en una red de robos a gente mayor. Lo habían acusado de robar una radio. Salió y lo volvieron a encarcelar por robar un móvil. Era un niño huérfano que tras la muerte de sus padres se fue a vivir con su tío, que lo trataba como a un esclavo. Ahora, tras el paso por prisión, intenta reconstruir su vida.

Se llama Sahr y era un chaval de la calle. Estaba con su cuadrilla bañándose, pero uno de sus amigos se ahogó y él fue el único que se quedó allí. Fue acusado de estar involucrado en el ahogamiento y estuvo siete años encarcelado. “Vengo de un hogar humilde, mis padres no tenían nada y por eso acabé en la calle”, dice Sahr.

A su salida, Sahr estuvo trabajando en un taller de soldadura. Al cabo de quince días fui a visitarlo pero me di cuenta de que trabajaba todo el día en el taller, dormía en el suelo, comían entre todos solo un poco de arroz… Incluso los jefes del taller estaban en la misma situación. Al final le buscamos otra cosa: le dimos dinero para que comprara y revendiera ropa.

A Sahr le gusta rapear, a veces de forma autobiográfica:

“Muchos años en la cárcel. ¿Por qué?

Porque no hay justicia en nuestro país. ¿Por qué?

Porque no hay justicia para los pobres. ¿Por qué?

Cuando no tienes dinero, sufres en la prisión.

Cuando tienes dinero, no sufres en la prisión.

Pero ahora ya soy libre…”.

Ibrahim Sesay fue acusado de robar un móvil. Fue arrestado en 2009 en Makeni, en el norte de Sierra Leona. Fue condenado a 18 años de cárcel. Una vez le pregunté: “¿Qué consejo darías a otro chaval que entre aquí?”. Y me dijo: “Controlar tu estómago”. Algunos presos organizaban un sistema de abuso de menores a través de la comida. Les ofrecían alimentos y luego les hacían venir a sus celdas.

Al salir, le compramos a Ibrahim una moto de segunda mano para que se pudiera ganar la vida como taxista.

Aquí está Ibrahim levantando pesas. Cuando fue liberado, se mudó a una habitación que le alquilaba una familia. Estaba bien. He seguido en contacto con él y creo que va a salir adelante.

A Abu lo llamaban el 666. Entraba y salía de la cárcel constantemente. Otros chavales que conocí no estaban tan metidos en bandas. Él sí: robaba y se peleaba constantemente. “El primer día que entré en la cárcel tenía miedo a que me mataran, había oído cosas terribles de la cárcel”, me dijo.

La última vez que fue liberado, lo intentamos sacar de la ciudad para que trabajara en un taller mecánico, pero no fue fácil. Intentamos que aprendiera un oficio. Estuvo un mes y medio, pero chavales como él siempre han estado fuera, a su aire, sin control.

“Cuando sales, es duro saber que tu familia no quiere que vuelvas”. Chicos como Abu, cuando están en libertad y encuentran un nuevo lugar en el que encuentran amor y alguien que los proteja, se quedan, pero él tuvo problemas en el taller con otros chicos y se marchó. Intentamos ayudarlo a que tuviera casa y a enseñarle otro oficio. Al cabo de año y medio, le perdimos la pista.

Este es Mohamed Conteh. A la izquierda, está en la cárcel en 2010. A la derecha, está aprendiendo a conducir en una autoescuela tras salir de prisión. Su padre está muerto y la guerra civil lo separó de su madre. Cuando tenía 14 años, la policía lo pilló fumando marihuana. Le dijeron que pagara unos 25 dólares al cambio para dejarlo ir, pero no los tenía. Lo condenaron a tres años de cárcel. Al chico que iba con él no lo detuvieron, porque pagó a los policías.

Salió de la cárcel en 2012. Lo vi en un mercado de Freetown empujando un carro para vender víveres. Era un trabajo temporal que le permitía ir tirando, pero su sueño era conducir, ser taxista.

El tatuaje en el brazo de Mohamed Conteh: “Oficina en la calle”.

La chica que aparece al lado de Mohamed es su novia, Famata. No tienen casa propia: comparten los rincones que pueden conseguir y la comida con amigos. Las lecciones que uno puede llevarse de África son grandes. A la hora de compartir pueden ser muy generosos: sin tener ni un céntimo ni saber cuándo podrá comer, Mohamed compartía con amigos los pocos alimentos que conseguía después de trabajar toda la mañana empujando la carreta.

En 2014 le di a Mohamed la moto que yo tenía en Sierra Leona para que trabajara como moto-taxista en un pueblo a 50 kilómetros de Freetown. Allí está mucho más seguro.

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