¿Qué fue de los kulunas?

Likofi, una operación letal en el Congo contra la delincuencia —y contra jóvenes inocentes

¿Qué fue de los kulunas?
Eduardo Soteras Jalil

Kinshasa, esa ciudad enferma de miseria e injusticia, los había escupido de sus suburbios con un casco de botella roto o un cuchillo en las manos. De madrugada, al amparo de la luz roja del  semáforo de la embajada de Francia, ponían una navaja en la yugular de los conductores, con una rabia que no conocía justicia ni escrúpulos. Un día desvalijaban a un rico de los de reloj de oro; otro arrancaban a machetazos el pan a una vendedora ambulante. Los habitantes de Kinshasa los odiaban solo algo menos de lo que los temían. Algunos tenían catorce años; otros, treinta. Los llamaban los kulunas.

A finales de 2013, el miedo era ya pánico. Los rumores no cesaban: los kulunas habían abierto en canal a una embarazada; los kulunas habían violado a una chica en un barrio y degollado a alguien que otro alguien conocía. Y entonces Joseph Kabila, el presidente de República Democrática del Congo, un hombre parco en palabras, habló: en octubre de ese año se comprometió a acabar con las decenas de bandas de jóvenes delincuentes que aterrorizaban la capital congoleña.

Aquella promesa desató una cacería que las autoridades bautizaron Operación Likofi (puñetazo en lingala). Noventa días de redadas en los que policías armados hasta los dientes llegaban a los barrios considerados feudos de las bandas de delincuentes juveniles, según documentó en un informe la organización Human Rights Watch (HRW). Lo hacían con el rostro cubierto por pasamontañas, a bordo de furgonetas pickup, azules y sin matrícula, que a menudo llevaban en el lateral la inscripción L33 o L30. Los agentes se apostaban luego ante las casuchas donde, en teoría, vivía un miembro de las bandas, ordenaban que se les abriera la puerta o la tiraban abajo y luego asesinaban a sangre fría o se llevaban a un hijo de la familia, siempre con la misma acusación: la de ser un kuluna. Sin pruebas ni orden de arresto.

“Cuando estos jóvenes se resistían o trataban de huir, los mataban allí mismo”, recuerda Frank Banza, activista de Los amigos de Nelson Mandela, una asociación local de derechos humanos que fue de las primeras en denunciar que lo que debía ser una operación de orden público se había convertido en una carnicería; en un castigo colectivo que a menudo iba más allá de la muerte, porque no pocas veces los cuerpos de los supuestos delincuentes se dejaban tirados en la calle para escarnio público. Horas después, la policía volvía y se llevaba los cadáveres, impidiendo así a las familias enterrar a sus muertos. Sin cadáver, oficialmente no hay asesinato. Si la familia denuncia, es su palabra frente a la de un Estado.

Imagen de otra víctima -un supuesto kuluna- en la sede de Los amigos de Nelson Mandela en Kinshasa. Eduardo Soteras

¿Cuántos jóvenes murieron así en Kinshasa en aquellos tres meses? Las cifras son aproximaciones. Las organizaciones de derechos humanos consideran solo los casos de los que tienen pruebas, nombres y fechas. El informe de HRW recoge 51 víctimas asesinadas, aunque esta organización cita a su vez un documento “confidencial de un Gobierno extranjero” que alude a que los asesinados podrían ser “entre 50 y 500”. La Oficina Conjunta de Derechos Humanos de Naciones Unidas en Congo (UNJHRO) documentó 41 muertes, nueve de ellas por ejecución sumaria. Además, ambas organizaciones coinciden prácticamente en la cifra de jóvenes —algunos menores— sometidos a desaparición forzada: 33 y 32, respectivamente. Nada se ha sabido de ellos desde entonces, hace ya tres años. “Incluso si eran kulunas tenían derecho a un juicio justo, pero es que, para colmo, muchos de estos jóvenes eran inocentes”, recalca Franck Banza.

Daniel, el tercer hijo de Bénédicte, era uno de “esos inocentes”, señala el activista. La madre de este chico está sentada en la sede de la asociación en Kinshasa, al lado de Marie, otra  mujer que también perdió un hijo en la operación Likofi. Ambos fueron secuestrados la misma noche y en el mismo barrio. La tristeza sin lágrimas de estas dos madres, sus rictus de amargura, son idénticos. Su relato de lo que sucedió aquella madrugada de 2013 es similar; a sus hijos se los llevaron juntos, esposados en el mismo jeep. Fue en la comuna de Ngaba, un distrito que agrupa a algunos de esos barrios levantados sobre basura en los que los kulunas habían abrazado la violencia para conjurar un futuro yermo.

“Mi hijo tenía 24 años y no era un delincuente: estaba estudiando segundo de Ingeniería Técnica  en la universidad. Un día, tuvo una discusión con una chica del barrio a causa de un teléfono móvil.  El hermano de la chica, que era policía, se presentó después en casa y nos dijo: ‘Os vais a enterar de quién soy yo’. Días después, una noche de diciembre de 2013, la policía llamó a la puerta de mi casa a las tres de la mañana. Iban encapuchados pero un capitán con la cara descubierta me preguntó: ‘¿Dónde está Daniel?’. Yo le oculté que mi hijo dormía en un anexo a la casa, pero un policía del barrio lo delató. Entonces forzaron la puerta, lo sacaron y se lo llevaron esposado. Cuando intenté seguirlos, me amenazaron: ‘No nos sigas o te pegamos un tiro’. Aun así, los seguí. A Daniel lo metieron en una pickup en la que ya había otros dos chicos. Antes de irse, los policías robaron lo único que encontraron en la casa: una radio y 7.000 francos (6,5 euros)”.

Bénédicte, madre de Daniel, un joven acusado de ser kuluna y secuestrado en diciembre de 2013. Eduardo Soteras

En la parte de atrás de esa furgoneta estaba esposado Theo, el hijo de Marie, la mujer que se sienta junto a Bénédicte. También Theo, de 23 años, era estudiante y le quedaba poco para graduarse en Formación Profesional. El joven estaba a punto de alcanzar su sueño de emigrar a Francia. Su hermano mayor, que vive en ese país, le había prometido llevárselo con él si terminaba su formación como mecánico. Theo ya se había sacado el pasaporte. Cuando la policía aporreó la puerta de su casa aquella noche, su madre pensó que se trataba de una redada rutinaria. Al abrir se dio cuenta de que no era así:

“Eran unos veinte y estaban encapuchados. Habían llegado a bordo de dos jeeps sin matrícula. Uno de ellos miró a mis cuatro hijos, señaló a Theo y dijo: ‘Es este’. Entonces se lo llevaron. Mi hijo se fue preguntando: ‘¿Por qué dejáis que me lleven? Yo no he hecho nada’. Cuando intenté seguir a los policías, me amenazaron con matarme de un disparo”.

Al día siguiente, unos policías se presentaron en casa de Marie: “Sabemos que tu hijo no es un criminal —le dijeron—. Ha sido un ajuste de cuentas; alguien ha metido su nombre en la lista”.

Orden de matar

Esa “lista” era la de los nombres de los supuestos kulunas que la policía había elaborado con la colaboración de los jefes de barrio. En muchos casos, detrás no había investigación ni pruebas, sino delaciones, pues las autoridades habían instado a la población a que señalara a los presuntos delincuentes. La consecuencia fue que bastaba con ir mal vestido, con ser joven y tener un aspecto sospechoso, o bien con tener un enemigo decidido a vengarse, para ser tildado de kuluna y detenido.

El propio comisario general de la Policía Nacional congoleña, el general Charles Binsegimana, reconoció que el elenco se había elaborado en parte a partir de simples denuncias, aunque aseguró que los detenidos habían sido “entregados a la autoridad judicial competente”. Evariste Boshab, el ministro congoleño de Interior, mantuvo el mismo discurso el pasado 8 de junio cuando, más de dos años después del final de la operación, el Gobierno presentó su propio informe sobre la operación Likofi. Boshab se negó a ofrecer cifras de muertos y desaparecidos y negó de plano las acusaciones de las asociaciones de derechos humanos, calificándolas de “gratuitas”. Durante la presentación del informe, el ministro atribuyó la disminución del número de kulunas en Kinshasa a que muchos de ellos, sabiéndose buscados, habían huido de la ciudad. Boshab desplegó luego ante la prensa estadísticas de delincuentes juveniles que habían pasado a disposición judicial tras la operación.

Las familias de Theo y Daniel no tienen noticias de que sus hijos llegaran nunca ante un tribunal. Y eso que sus madres y otros familiares recorrieron Kinshasa buscándolos: comisarías, centros de detención y la cárcel de Makala. Sin hallar su rastro. Sus casos y otros similares confirman la sospecha de que la orden no era juzgar a los detenidos. La orden era matarlos o secuestrarlos. Así lo denunció entonces el informe  “de un Gobierno extranjero” citado por HRW: “Ser considerado kuluna bastaba para convertirse en blanco de la operación Likofi. Decenas de cadáveres eran abandonados en la calle después de ser ejecutados para atemorizar a la gente. Los hospitales tenían prohibido asistir a las víctimas y las morgues se llenaron. La resistencia de la comunidad internacional contra la forma bárbara en la que la gente era ejecutada obligó a la policía a cambiar de estrategia. El nuevo enfoque era detener a los kulunas, llevarlos al campo Lugunfula [un campo policial], hacer una selección, transferirlos a otro campo junto al río Congo donde eran asesinados y arrojarlos al río (…). La cifra de asesinados oscila entre cincuenta y quinientos”.

Como en muchos otros casos, fue la “madre biológica” de esta víctima quien presentó la denuncia. Eduardo Soteras

Bénédicte y Marie fueron también a ese campo, al Lugunfula, a preguntar por sus hijos. En vano. Les dijeron que no estaban allí. Los dos jóvenes fueron capturados en diciembre de 2013, cuando ya tanto organizaciones locales como la misión de Naciones Unidas en el Congo habían mostrado su “preocupación” por los métodos de la policía. De ahí la sospecha de que los agentes de la operación Likofi recibieron la orden de dejar de ejecutar a los kulunas en público, empezar a hacerlo discretamente y deshacerse después de los cadáveres. También Unicef había protestado, pues los policías habían matado a varios niños. Menores como tres niños de la calle —en Kinshasa hay más de 30.000— de entre catorce y quince años, tiroteados en noviembre de 2013. Uno de estos niños errantes había quedado cojo tras un atropello, una discapacidad que hacía casi imposible que fuese un auténtico kuluna.

La fosa común de Maluku

El abogado Georges Kapiamba, presidente de la Asociación Congoleña de Acceso a la Justicia (ACAJ), cree saber dónde están esos niños y el resto de víctimas, incluidos los desaparecidos como Theo y Daniel: en una fosa común del cementerio de Fula-Fula, en Maluku, a ochenta kilómetros de Kinshasa. El 19 de marzo de 2015 los lugareños vieron a hombres de uniforme abrir un enorme agujero junto a un camión cuyo remolque estaba cubierto con una lona. Después, el olor de la putrefacción confirmó que allí había cadáveres enterrados. Las personas que alertaron de la existencia de la fosa recibieron después amenazas telefónicas de muerte.

Presionado por la asociación de Kapiamba y por otras organizaciones, el Gobierno congoleño reconoció un mes después haber enterrado a 421 personas en Maluku. Dijeron que eran “indigentes, personas sin identificar y recién nacidos muertos”, algo que no cuadra ni con la nocturnidad del enterramiento ni con su lejanía. La sospechosa muerte de un empleado de una morgue de Kinshasa aumentó la sospecha de que en esa fosa yacen víctimas de la operación Likofi y también algunas de las 38 personas abatidas por las fuerzas de seguridad en una manifestación de la oposición contra el régimen de Kabila en enero de 2015.

“Estoy convencido de que las víctimas de Likofi están en la fosa, porque las autoridades se niegan a abrirla”

Ese empleado, un enfermero llamado Claude Kakese, había fallecido en un turbio accidente de tráfico la misma noche en que se cavó la fosa de Maluku. Una televisión local dijo que Kakese conducía borracho, pero un testigo que vio el cadáver aseguró a HRW que el cuerpo tenía una herida de bala bajo el mentón y que el coche estaba rodeado por miembros de la Guardia Republicana, el cuerpo personal de seguridad de Kabila. Kakese tenía fama de hablar demasiado.

Las promesas vanas de abrir la fosa, las contradicciones y la negativa final de las autoridades llevaron a la ACAJ a presentar una demanda formal instando al Estado congoleño a exhumar los cadáveres y efectuar pruebas de ADN, en representación de las familias de las víctimas, entre ellas las de Marie y Bénédicte. La demanda se presentó en junio de 2015 y hasta ahora “no ha habido respuesta”,  explica Kapiamba.

“Estoy convencido de que las víctimas de Likofi están en la fosa, porque las autoridades se niegan a abrirla. Obviamente tienen algo que ocultar, ya que si fueran indigentes como dicen, ¿por qué iban a negarse?”, dice el presidente de ACAJ, una asociación que ofrece asistencia jurídica gratuita a las familias. Kapiamba asegura que “no van a detenerse” y que su organización está pensando “recurrir a instancias internacionales como el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas”. Otra posibilidad es “incoar una causa individual por torturas contra los responsables de la operación Likofi”.

El abogado no da nombres, pero la operacion Likofi tenía un responsable. En realidad, oficialmente, dos: el general Célestin Kanyama, jefe de la policía de Kinshasa, y el comandante de la Legión Nacional de Intervención (LENI), general Seguin Ngoy Sengelwa, que se turnaban al mando. Sin embargo, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, que congeló los haberes y las transacciones en dólares del general Kanyama en junio, considera que el jefe de la Policía de Kinshasa era el “comandante principal” de Likofi. Así lo dejaba claro la nota de Washington en la que se le acusaba de violar los derechos humanos de los congoleños y se aludía a la operación contra los kulunas. De forma elocuente, en Kinshasa a este general se le llama “esprit de mort” (espíritu de muerte).

“Kanyama solo recibe órdenes de una persona: el presidente Kabila”, dice Franck Banza, el activista de derechos humanos. Lo cierto es que las sanciones a este jefe policial se han interpretado como una advertencia al presidente Kabila, al que la oposición acusa de querer aferrarse al poder más allá del 19 de diciembre, cuando acaba su segundo y, por imperativo constitucional, último mandato. Esta permanencia en el cargo del jefe del Estado ya se da por segura pues las elecciones presidenciales previstas para noviembre no se han celebrado, oficialmente debido a dificultades logísticas y presupuestarias en las que la oposición ve un mero pretexto. Una manifestación celebrada en Kinshasa el 19 de septiembre para pedir a Kabila que celebrara elecciones terminó con “al menos” 53 personas muertas, muchas de ellas por disparos de bala a matar -en el pecho, la cabeza o la espalda- de las fuerzas de seguridad, según denunció la misión de Naciones Unidas en Congo.

Siempre las madres

En la sede de la oenegé Los amigos de Nelson Mandela, Franck explica que Bénédicte y Marie, esas dos madres sin medios económicos, ya llevan dos denuncias presentadas por la desaparición de sus hijos: sendas demandas individuales y otra colectiva con otras 32 familias pidiendo la apertura de la fosa de Maluku. Es difícil imaginar lo que estas mujeres han padecido. Unas semanas después del secuestro de su hijo, cuando caminaba por la calle llorando, un coche atropelló a Marie, que estuvo varias semanas ingresada en el hospital. Las víctimas tienen miedo y las asociaciones que las defienden han sufrido amenazas. De forma indirecta, ellas también: el policía que acusó al hijo de Bénédicte le espetó un día: “Si no paráis, vais a acabar como esos chicos”.

El activista Franck Banza revisa el archivador que contiene las denuncias de las familias de las víctimas. Eduardo Soteras

En un archivador, Franck señala las fotos de Theo y Daniel. El activista parece conocer casi todos los casos: quién era de verdad un kuluna y quién no, quién fue abatido de un tiro y quién desapareció. Si no fuese por el terrible destino que aguardaba a estos jóvenes, sus fotos serían banales, sin historia, algunas recortadas de imágenes de grupo; otras rodeadas de guirnaldas de flores. Todas están grapadas a un impreso que empieza pidiendo a quien lo rellena que subraye la opción justa de una lista de algunas de las formas del daño atroz que un ser humano puede infligirle a otro: “Ejecución extrajudicial”, “Tortura”, “Desaparición forzada”. Esa es la opción que aparece en los impresos de Daniel y Théo.

En otra línea del impreso, se pide a quien denuncia que detalle su parentesco con la víctima. La respuesta es muchas veces la misma: “Madre”. Son ellas, estas madres, quienes no se arredran ante las amenazas; quienes padecen la tortura de una esperanza que les impide aceptar su tragedia y cerrar una herida que, sin saber qué ha sido de sus hijos, no puede dejar de sangrar. El formulario pide luego al demandante que escriba lo que pretende obtener. La respuesta es, en demasiadas ocasiones, tan obvia como estremecedora: “Encontrar a mi hijo”.

*Los nombres de los protagonistas de este reportaje han sido modificados para proteger su identidad.

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