Ensayo

Disturbios en Francia: más allá de la pornografía de la violencia 

El dogma republicano no permite que se hable de racismo institucional en Francia, pero es urgente empezar a hacerlo

Disturbios en Francia: más allá de la pornografía de la violencia 
Sarah Meyssonnier / Reuters

Es 27 de junio, víspera del Eid al-Adha, la fiesta islámica del sacrificio. Son algo más de las 8 de la mañana cuando un Mercedes amarillo recibe el alto de dos agentes de la Policía. “¡Apaga el motor!” “¡Te dispararé en la cabeza!”. Una detonación, un acelerón y un accidente. Nahel Merzouk, de 17 años, acaba de perder la vida. Mejor dicho: lo han matado. Nombre del lugar del crimen: plaza Nelson Mandela. Ironía del destino.

El copiloto no entiende nada. Sale del vehículo, huye rápidamente, pero lo alcanza uno de los agentes y lo tira al suelo. Ahí está, en el suelo, como el cadáver de su amigo Nahel, que yace  sobre el asfalto a pleno sol. Durante tres horas nadie moverá de allí su cuerpo, cubierto por una sábana blanca. Tres horas en las que su madre no sabrá nada sobre las circunstancias de la muerte de su hijo. Ni siquiera por parte del hospital, cuyo personal médico ha recibido instrucciones. Con los ojos inundados de lágrimas, la madre de Nahel solo recuerda que su hijo, el único que tenía, le lanzó su último “te quiero” poco antes del mal llamado “error policial”.

—No culpo a la policía, culpo a una sola persona: aquella que le quitó la vida a mi hijo. No tenía por qué matar a mi hijo. Había otras formas. Golpearlo, sacarlo del coche, no hay problema. Pero, ¿una bala? No, no, no. (…) Es culpa de un hombre: vio la cara de un árabe, de un niño pequeño, y quiso quitarle la vida.

La socióloga Kaoutar Harchi sostiene que si Nahel recibió un disparo fue porque el sistema lo hizo matable. “Antes de que Nahel muriera, ya era matable. Porque pesaba sobre él la historia francesa de menosprecio a la vida del hombre árabe. Pesaba sobre Nahel el racismo. Estaba expuesto a ello. Corría el riesgo de convertirse en víctima. La dominación racial se sostiene completamente en la existencia de este riesgo”, escribe.

Pocas horas después del “incidente” mortal, los principales medios franceses de comunicación hicieron de altavoz de la versión policial de los hechos, explicando que Nahel intentó embestir a los policías con su vehículo y que estos solo se protegieron en legítima defensa. El vídeo de esta tragedia demostró la falsedad de la versión policial, pero eso no impidió que se siguiera desplegando el relato de la legítima defensa y la presunción de inocencia del agente. Mientras, a la víctima se le aplicaba la presunción de culpabilidad. ¿Qué hace un joven de las banlieues sin carné de conducir al volante de un coche tan caro? ¿No debería estar en la escuela a esa hora?

Es siempre la misma historia: la policía mata, pero la primera reacción es cuestionar el comportamiento de la víctima. La víctima siempre está en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. En 2005, los medios de comunicación se preguntaban por qué Zyed y Bouna corrían si no tenían nada que ocultar. En medio de la confusión generada por las emociones que provoca la muerte de un adolescente, los expertos se suceden en los programas de televisión mientras los clichés de una Francia en llamas acaparan las primeras páginas de los periódicos. Pero no es hasta que el fuego se desplaza de las banlieues hacia los centros de las ciudades cuando empezamos —supuestamente— a centrarnos en las causas del problema.

¿Y cuál es el problema? Aparentemente, el problema no reside en la acción del policía, sino en la reacción de aquellas personas que conocían o se identificaban con la víctima. Políticos, periodistas y expertos se preguntan por qué miles de jóvenes han incendiado Francia. Es culpa de Snapchat, que refuerza el nihilismo de estos jóvenes descerebrados. Es culpa de los videojuegos, que enseñan la violencia a estos niños no integrados. Es culpa de los padres que no aplican el “dos bofetadas y a la cama” para controlar a los alborotadores. Es culpa de los “barbudos” que, como en 2005, son incapaces de devolver a los musulmanes a la razón. Es culpa de la escuela que ya no cumple su función de ascensor social. En fin, señalamos los síntomas de un problema, sin atacar nunca sus causas.

Es siempre la misma historia: se habla de nosotros, se habla sobre nosotros, pero siempre sin nosotros. Por cierto, ¿quiénes somos “nosotros”? Nosotros somos los otros. Los descendientes de los colonizados. Los inintegrables: demasiado negros, demasiado árabes, demasiado retrógrados, demasiado musulmanes, demasiado violentos, demasiado machistas, demasiado pobres. Nosotros, los ayer objetos del Imperio, hoy los no-sujetos de la República. Nosotros, la gente de las banlieues, ayer “territorios perdidos de la república“, hoy “barrios de reconquista republicana“. Etimológicamente, la palabra banlieue está compuesta de ban y lieue: era el espacio de aproximadamente una milla (lieue) donde, en la época feudal, se proclamaban los bandos. Luego, la banlieue se convirtió en el espacio que rodea la ciudad. En ambos casos, este territorio queda al margen de la ciudad, lejos del centro, en la periferia. Es un lugar donde los sujetos se convierten en objetos, los individuos en comunidad, el colectivo en multitud.

“Es siempre la misma historia: se habla de nosotros, se habla sobre nosotros, pero siempre sin nosotros.”

Entre los más valientes —o digamos los más razonables— que desfilaron por los medios franceses están aquellos que sostienen que la muerte de Nahel es consecuencia de una ley votada en 2017 sobre el uso de armas de fuego. Una ley surgida tras el drama de Viry-Châtillon, durante el que unos policías sufrieron quemaduras de gravedad por un ataque con cócteles molotov mientras patrullaban, en pleno apogeo de Estado Islámico y de atentados por atropellos mortales en suelo francés. Sin embargo, desde su adopción, el número de tiroteos mortales por parte de la policía se ha más que duplicado en comparación con la década anterior. 26 muertes en 2022, frente a 8 en 2017. Los sindicatos policiales explican esta tendencia al alza por un aumento de la resistencia a la autoridad. No obstante, entre estos sindicatos policiales también se cuentan aquellos, como France Police, que después de la muerte de Nahel tuitearon: “Bravo a los colegas que abrieron fuego contra un joven criminal de 17 años”. “Los policías están en combate porque estamos en guerra”, afirmó el sindicato Alliance Police Nationale, instando a imponer la calma a estas “hordas salvajes” y combatir a estos “parásitos”, porque Francia está sumida en una “guerra civil”. Un vocabulario y una cosmovisión claramente de extrema derecha. 

Lo que estas declaraciones incendiarias no deben ocultar es que Francia es uno de los campeones europeos en materia de violencia policial. Tiene el cuerpo policial que más personas mata en operaciones de mantenimiento del orden y uno de los pocos que utilizan armas prohibidas en otros países europeos. En este sentido, el sociólogo Mathieu Rigouste explica en su libro La domination policière (2021) que no se puede entender la actual institución policial francesa sin tener en cuenta la triple genealogía del concepto de seguridad desde tiempos del imperio colonial francés. Uno: el mantenimiento del orden colonial. Dos: la caza de brujas. Y tres: la gestión de los pobres concentrados en las afueras de las grandes ciudades burguesas. De aquellos tres principios históricos bebe la doctrina del mantenimiento del orden que prevalece en los suburbios hoy en día, y que se inspira directamente en las prácticas contrarrevolucionarias aplicadas por el Imperio francés durante las guerras coloniales de Indochina y Argelia. En este horrible pasado se inspiró la policía francesa, ayer para luchar contra los “indigènes” que se querían independizar, hoy contra los “banlieusards” que reclaman más igualdad.

Así que, diría la mirada del historiador, no hay nada nuevo bajo el sol. Al final, probablemente Nahel sufrió el mismo destino que sus antepasados en Argelia. Al igual que Yssoufou Traoré, el hermano de Adama Traoré, otra víctima de un “error policial”, que hace dos semanas experimentó los mismos métodos policiales que asfixiaron a su hermano. Pero ¿originan las mismas causas los mismos efectos? No necesariamente, como recordaba poéticamente el filósofo Paul Valéry: “Pues las mismas cosas nunca se reproducen —y, además, nunca podemos conocer todas las causas.”

Ello no impide que, en Francia, los abusos policiales sean un tema cada vez más recurrente en la agenda política y mediática. Desde el caso del placaje ventral que asfixió a Adama Traoré (2016), pasando por la porra que desgarró el esfínter anal de Théo Luhaka (2017), hasta la trágica muerte de Zineb Redouane por una granada lacrimógena (2018), los ejemplos se suceden y, extrañamente, presentan similitudes alarmantes. Todavía más preocupante es el hecho de que los responsables de estas muertes suelen ser protegidos por la Justicia. Por tanto, además de un problema policial, Francia también tiene un problema judicial.

A pesar de ello, llamar a este problema “racismo sistémico” queda totalmente descartado. El racismo sistémico parece existir exclusivamente al otro lado del Atlántico, donde se habla libremente de negros, de blancos y de razas. En Francia, país del sacrosanto igualitarismo republicano, aludir a este concepto etiqueta al interlocutor como “wokista” o “idiota útil del islamo-izquierdismo”. No importa si una plétora de estudios científicos ha evidenciado que ser negro y/o árabe y/o musulmán aumenta drásticamente el riesgo de ser objeto de control policial, abusos policiales y discriminación de todo tipo. ¿Racismo institucional en el país de los derechos humanos? Prohibido hablar de ello, incluso prohibido pensarlo; sería un insulto al dogma republicano.

Después de esta última tragedia, ya ni siquiera se ha intentado pretender que vamos a defender a los ciudadanos de segunda como se prometió en 2005. No ha surgido ninguna iniciativa contundente, ninguna reflexión de fondo sobre lo ocurrido. Políticamente, se han pronunciado algunas palabras de compasión para los que están de duelo, mientras se ha permitido que la Inspección General de la Policía Nacional siga protegiendo a los suyos. Y cuando los incendios se acercan a los centros urbanos, se envían 45.000 policías más. Una tapadera sobre una olla a presión en plena ebullición.

“Ya ni siquiera se ha intentado pretender que vamos a defender a los ciudadanos de segunda como se prometió en 2005.” 

¿Por qué contar todo esto? Sinceramente, no lo sé. Hay tantas cosas que decir sobre lo que está sucediendo que ni siquiera sé por dónde empezar. Más allá de las comparecencias inmediatas en las que se juzga a adolescentes en menos de un cuarto de hora; más allá de los 1,6 millones de euros recaudados en apoyo al policía que mató a Nahel; más allá de los discursos xenófobos de Zemmour y otros, no hay nada más violento que la forma en que se estigmatiza, cosifica y menosprecia a las víctimas. Es precisamente ese menosprecio el que alimenta lo que Víctor Hugo llamaba “rabias locas” en Los miserables (1862). Tal vez ahí esté el corazón del problema.

A medida que pasan los años, la escenificación de la represión me recuerda cada vez más a los tiempos coloniales. Helicópteros, blindados y unidades especiales en los suburbios para calmar a preadolescentes. ¡En el año 2023! ¿Cómo no establecer paralelismos entre esta situación en las banlieues y la actitud del Imperio en las colonias”? ¿Y ese fax enviado por el Ministerio del Interior francés a la Policía israelí solicitando asesoramiento sobre el mantenimiento del orden? ¿Cómo negar el trasfondo colonial en este asunto?

A medida que pasa el tiempo, cada vez le doy más la razón a mi padre, quien, sentado frente a los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas de 2002, me miró fijamente a los ojos y me dijo: “No olvides que nunca estaremos en casa. Nunca”. Tenía tantas ganas de demostrarle que se equivocaba. Ganas de decirle que nuestra generación nació y creció en Francia, que íbamos a estudiar y mostrarles que también somos franceses como ellos. Pero ¿por qué esta obsesión constante en demostrar a los demás que somos como ellos? ¿No es esto el síndrome del colonizado del que tanto hablaba Frantz Fanon?

Veintiún años más tarde, tengo ganas de seguir siendo bárbaro como Louisa Yousfi: ya no quiero seguir buscando cómo mezclarme con la multitud. De todos modos, no encajamos en el molde. No estamos hechos de la misma pasta. Y cuando la violencia irrumpe, esa ira del pueblo, en lugar de darme ganas de luchar contra las injusticias, me reconforta en la idea de que mi padre tenía razón. No sé si es por realismo, cobardía o simplemente por aburguesamiento. Probablemente un poco de las tres cosas. 

Entonces, ¿estos disturbios son políticos o no son políticos? No nos equivoquemos: el problema subyacente en el drama de Nanterre es profundamente político. Los disturbios y la ira desencadenada tras la muerte de Nahel tienen un trasfondo político. El hecho de que miles de adolescentes que no conocían a la víctima consideren que ellos mismos podrían haber muerto a manos de la policía es eminentemente político. Los incendios provocados en escuelas, comisarías o prefecturas —todas ellas símbolos del Estado— tienen un carácter evidentemente político. Movilizar a unidades especiales de la policía y desplegar vehículos blindados en ciertos barrios son respuestas que, sin atisbo de duda, tienen una dimensión política. 

Pero este no es el debate que interesa. Porque incomoda. Porque obliga a Francia a mirarse en el espejo, y obliga a sus responsables políticos a hacer frente a las contradicciones entre su sempiterno discurso igualitario y algunas realidades que son fundamentalmente discriminatorias. Al igual que ocurrió con los disturbios de 2005, los chalecos amarillos (2018) o las manifestaciones contra la reforma de las pensiones (2023), es más tentador centrarse en el uso de la violencia por parte de los soliviantados. La pornografía de la violencia. Esto permite ocultar el carácter político de las demandas que subyacen en estos disturbios.

El obispo brasileño Helder Camara (1978) distingue entre tres tipos de violencia: la opresora, la revolucionaria y la represora. “La primera, madre de todas las demás, es la violencia institucional, la que legaliza y perpetúa las dominaciones, las opresiones y las explotaciones, la que aplasta y cercena a millones de hombres en sus engranajes silenciosos y bien engrasados.
La segunda es la violencia revolucionaria, que nace de la voluntad de abolir la primera. La tercera es la violencia represiva, que tiene por objetivo asfixiar a la segunda, haciéndose cómplice y auxiliar de la primera violencia, la que engendra todas las demás. No hay peor hipocresía que llamar violencia solo a la segunda fingiendo olvidar la primera, que la hace nacer, y a la tercera, que la mata.” 

Bajo esa perspectiva, poco sentido tiene reflexionar sobre la violencia desencadenada tras la muerte de Nahel sin tener en cuenta la violencia inicial, en este caso el abuso policial y lo que este abuso dice de la institución policial en Francia.

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