El día que Mugabe cayó

Crónica desde Harare de las últimas horas en el poder del eterno líder de Zimbabue

El día que Mugabe cayó
Jerome Delay / AP

Acaba una era en Zimbabue. Robert Mugabe, en el poder desde 1980, dimitió el martes como presidente después de que el Ejército tomara el control del país ocho días atrás. El reportero sudafricano Mophethe Thebe vivió desde las calles de la capital, Harare, las expresiones de júbilo y emoción del pueblo zimbabuense tras la renuncia del político de 93 años. Esta es la crónica de las últimas horas del eterno líder de Zimbabue y de los primeros pasos de un pueblo que hoy se siente un poco más libre.

Protestas para pedir la destitución de Robert Mugabe ante el Parlamento de Zimbabue. Ben Curtis / AP

La mayoría de los zimbabuenses se había despertado con una mezcla de ansiedad y esperanza. El día amaneció soleado y con la ilusión de ver los últimos momentos de 37 años de agonía. Desde primera hora, miembros de la liga juvenil del Zanu-PF, el partido en el poder, acamparon frente a la mansión de tejado azul Borrowdale Brooke, hogar de los Mugabe. Habían llegado temprano para ver si, por casualidad, su antiguo líder salía de la vivienda. Como ellos, centenares de personas se habían congregado frente a la casa del presidente para pedir su renuncia. Marvin Chigumbura, técnico de telecomunicaciones de 34 años, no pensaba moverse hasta lograrlo. “Nuestro anciano [en referencia a Mugabe] dijo una vez que deberíamos ser como el sol que siempre está preparado para resurgir después del atardecer. Así que estamos obedeciendo sus palabras. Nosotros ya estamos preparados para levantarnos, y lo haremos sin importar si él está preparado para su anochecer”.

En el centro de la capital, Harare, el día empezaba como cualquier otro: la gente tomaba furgonetas-taxi para ir de los suburbios al centro y los negocios estaban abiertos. La diferencia estaba en las palabras. Si preguntabas a alguien por la situación del país, la respuesta desbordaba energía y pasión. Por primera vez en mucho tiempo, la gente decía lo que pensaba: expresaba sus esperanzas de un futuro sin el “elefante viejo” en la presidencia. Ante la incertidumbre política, el dueño de un taxi hablaba de lo mucho que amaba y confiaba en su país. Unos pasajeros decían que tenían fe, aunque se estremecían al pensar cuál será el papel de las fuerzas policiales y los militares.

“Ahora debemos mantener la cabeza fuera del agua y nadar a contracorriente para dar un futuro a nuestros hijos”, dijo uno de ellos.  

Alrededor del mediodía, el principal líder opositor, Morgan Tsvangirai, se subió al estrado para animar a los zimbabuenses a permanecer unidos. Se escucharon ovaciones desde todos los rincones de la ciudad.

Tras el discurso, di un paseo por un parque cercano a mi hotel y visité una exposición fotográfica en el Museo Nacional, entre las calles Leopold Takawie y Park Lane. David Rakabopa, un constructor de autocaravanas jubilado, y su esposa Violeta, ama de casa, se habían acercado para matar el tiempo —y los nervios— mientras en el Parlamento se decidía la suerte del presidente con una moción de censura. Ambos odiaban a Mugabe. Con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa, David liberó su desprecio: “No siento nada por él, estaría mejor muerto, me daría igual que muriera hoy mismo. Ese hombre se metió las riquezas del país en su bolsillo y pensó que Zimbabue era de su propiedad”. David y su esposa tenían un deseo para Mugabe: “Ojala tenga que marcharse a vivir en una granja muy lejos. O que se vaya directamente al infierno”.

El anciano David decía que añoraba la vieja Zimbabue, los tiempos de la antigua Rodesia, bajo el mando de Ian Smith. Cuando los blancos mandaban en Rodesia, decía, había mejores oportunidades para todos, las escuelas eran de mejor calidad y la educación era gratuita. Según él, el país no ha dejado de deteriorarse desde 1990.

En el parque, los alumnos universitarios estudiaban en los bancos o estirados en la hierba sin demasiadas preocupaciones. Quizá, quién sabe, en sus corazones sentían que estaba a punto de llegar el momento de prepararse para un futuro menos sombrío. Ninguno de esos chicos ha conocido a otro presidente que no sea Mugabe.

Zimbabuenses celebran en los aledaños del Parlamento la dimisión de Mugabe. Ben Curtis / AP

Y entonces ocurrió. Minutos después de que Mugabe anunciara su dimisión, el júbilo estalló por todas partes. La gente se comportaba como si fuera su último día en la tierra. Gritaban que eran libres, independientes, proclamaban al viento los derechos humanos y hablaban del futuro. Los automóviles se convirtieron en podios donde encaramarse para bailar y expresar la alegría. Los tanques del Ejército, que no hace tanto provocaban terror, se convirtieron en monumentos, y los militares en estrellas de Hollywood que posaban para las fotos y los vídeos una y otra vez. Los blindados se transformaron en atracciones y los padres subían sobre ellos a sus hijos para fotografiarles en ese momento histórico.

Los bocinazos de los vehículos impedían oír incluso los propios pensamientos. Un camión de una congregación religiosa se convirtió en una suerte de circo móvil y decenas de personas se encaramaron a él para bailar. No importaba el color de la piel: la euforia era unánime. Peta Searle, un hombre de negocios blanco de 37 años y empapado de sudor, temblaba de felicidad. “Mugabe había ahogado la economía y el país. Ahora necesitamos que los emigrantes económicos regresen a casa. Necesitamos construir este país entre todos. Debemos arremangarnos y trabajar para devolverlo al lugar donde estuvo”.

Zimbabue respira de nuevo y es un país más vivo que nunca. Normalmente, a las diez de la noche se puede oír caer un alfiler en el centro de Harare. La última noche de Mugabe en el poder fue una fiesta sin fin, con coches por todas partes y gente ondeando la bandera nacional.

Zimbabuenses se acercan a soldados en un tanque tras la dimisión de Mugabe. Ben Curtis / AP

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