Metamorfosis de la salud en Ucrania

Un hospital de Odesa. Un hospital de Dnipro. Un cirujano plástico convertido en cirujano de guerra. Y la presión que sufre el personal sanitario de Ucrania.

Metamorfosis de la salud en Ucrania
Hospital Clínico Infantil de la Región de Odesa. José Colón

—Esto es otra cosa —dice Iraklii Belestov.

Es otra cosa a la que no se pueden acostumbrar ni él ni sus colegas del Hospital Clínico Infantil de la Región de Odesa.

No son bebés con enfermedades congénitas.

No son niños con problemas cardíacos.

No son fracturas de chavales debido a accidentes —todo eso lo curan desde hace años.

Lo que le duele al jefe de cirugía de este hospital es recibir a niños que han sufrido otro tipo de heridas. Esa “otra cosa” es la guerra.

—Ayer podían jugar a fútbol, y hoy hay que amputarles una pierna o un brazo. Es un shock para los médicos, pero sobre todo para los padres. Es difícil verlo. No es normal. Tenemos pacientes con diferentes problemas. Pero esto es otra cosa.

Iraklii aún no ha traspasado esa frontera en la que se empieza a normalizar el horror. Quizá nunca lo haga. Quizá se haya convertido en un cliché pensar que la gente —un cirujano, una periodista, un granjero, una taxista— puede acostumbrarse al dolor cotidiano de la guerra. Belestov dice que desde el principio de la invasión rusa de Ucrania se han tratado en este hospital entre 15 y 20 pacientes menores de edad con heridas de guerra. Muchos más tuvieron que ser derivados a otros hospitales. No es algo, por tanto, que ocurra a diario, pero sí es algo que los obsesiona y que, en los días tranquilos de Odesa —cuando las únicas señales de que hay guerra son las sirenas antiaéreas y un mar Negro casi vacío debido al bloqueo—, les recuerda lo que pasa en el frente y en las zonas que sufren ataques de forma más habitual.

—No soy solo doctor; soy persona, soy padre. Hacemos todo lo posible por ayudar a los pacientes, porque queremos que tengan una vida normal en el futuro. Es muy difícil afrontar esto psicológicamente, pero nadie lo hará si nosotros no lo hacemos.

Iraklii lo cuenta con más pesadumbre que dramatismo. Hay una sobrecarga de trabajo en este hospital, que no solo da cobertura a Odesa, sino también a la castigada Mykolaiv, más al este, y a todo el sur de Ucrania. La inutilización de otros hospitales de la región hace que este, que además es de alto nivel, se haya convertido en un punto de referencia para la atención médica a menores. La metamorfosis de este hospital no solo se debe a la llegada de heridos de guerra —que son una minoría—, sino a la atención que se debe prestar a embarazadas y niños que buscaron refugio de las bombas. Aquí se mezclan todas las contradicciones de intentar ofrecer servicios médicos en un país en guerra y en una zona que a veces no parece estar en guerra.

Es un gran complejo hospitalario, con un parque infantil a la entrada, un quiosco, incluso algunas tiendas. No hay lujo ni dejadez, no hay exuberancia ni decadencia. En su interior hay largos pasillos con pegatinas de Mickey Mouse y Bob Esponja en las puertas. Plantas dedicadas a la cirugía cardíaca o a la torácica y abdominal. Acuarelas de abejas, de peces, de caballos trotando con paisajes de fondo. Una unidad de cuidados intensivos neonatales con incubadoras abiertas y mantas de ositos y colores.

Inmediaciones del Hospital Clínico Infantil de la Región de Odesa. José Colón

—La situación ha mejorado, porque tenemos ayuda —dice la jefa de la unidad, Natalia Sivolap, con su media melena rubia y su estetoscopio y su collar de perlas y su cruz dorada colgando del cuello.

A su lado, una enfermera con pijama rosa y delantal azul celeste se acerca a uno de los bebés. Natalia matiza que siguen teniendo necesidades, y me las detalla. Cuando camina por el resto del hospital, es imposible seguirla: casi hay que correr. Médicas y enfermeros la saludan, pero también pacientes. Una señora le da el alto, le coge una mano, le da cariño y se acerca para contarle lo que parece una confidencia. Acaban rápido y Natalia, que también es directora médica en funciones del hospital, reemprende la marcha por los intrincados pasillos del edificio.

—La primera vez que vine me perdí —bromea.

Su energía tampoco se diluye cuando nos sentamos para hablar en una sala de conferencias: solo se transforma en asertividad.

Natalia Sivolap, responsable de la unidad de cuidados intensivos neonatales, siempre está en movimiento por el hospital. José Colon

—Hay muchos niños en el hospital que no son solo de Odesa, sino también de Jersón [bajo ocupación rusa] o Mykolaiv. Por eso hay más presión para el personal médico. Toda esta situación genera problemas de salud mental. Hay niños que llegan aquí después de haber perdido sus casas y sus familias. El personal médico necesita apoyo psicológico, y también los padres de los niños que han sufrido heridas de guerra. Cuando ves un niño herido por la voluntad de alguien, es muy doloroso. Me ha hecho enfurecer, y a todo el mundo en el hospital también. Es difícil entender por qué pasa esto. Cuando trabajas con heridos de guerra, te preguntas: ¿Por qué? ¿Para qué?

Recuerda Natalia una noche en la que un bombardeo ruso dejó heridas a dos niños que llegaron al hospital. Recuerda una niña que sufrió un ataque cerca de Odesa y a la que se le tuvieron que amputar los pies. Recuerda un niño que llegó de Mykolaiv con los órganos internos dañados, y que finalmente fue derivado a otro hospital.

—Pero hay otros hospitales que tienen problemas más graves.

Una habitación del Hospital Clínico Infantil de la Región de Odesa. José Colón

Natalia pone todo en contexto. Dice que hace unos días asistió a un seminario digital en el que expertos ucranianos mostraban terribles heridas de soldados que ella no ha visto aquí. Esto sigue siendo un hospital de atención materno-infantil y no un hospital de guerra. Natalia no pretende comparar el estrés y el ritmo de trabajo con los de un hospital militar. Aquí la terquedad de lo cotidiano —revisiones prenatales, nacimientos prematuros, cirugías varias— se intenta abrir paso en medio de la incertidumbre de una guerra que todo el mundo ve pero nadie sabe cómo mirar.

El prejuicio popular dice que la guerra son solo los combates y los bombardeos, y que las víctimas de la guerra son quienes los sufren de forma directa. Todo lo demás son impactos laterales. Habría que revisar esa idea, porque cuando los recursos y la atención están en otro lugar, todo lo demás es mucho: si nos ceñimos al ámbito sanitario, son pacientes de cáncer y corazón, son personas que sufren enfermedades raras, que necesitan una cirugía o atención ginecológica, que no pueden esperar a que la guerra acabe.

A veces todo se mezcla.

En una habitación de este hospital con cuatro camas está Diana Rusina, de 19 años, con su bebé. Aún no hace frío en Odesa, pero la estufa funciona a pleno rendimiento. Diana dio a luz hace unos días, así que cuando empezó la guerra ya estaba embarazada. Vivía en una pequeña localidad de la provincia de Jersón: sufrió la ocupación rusa pero logró escapar.

Diana huyó de una zona bajo ocupación rusa y dio a luz en Odesa. José Colón

—Nos despertamos el 24 de febrero y nos llamaron para decirnos que la guerra había empezado. No nos lo creíamos.

Ella, como tantas otras personas, señala de forma espontánea la fecha. Para referirse al momento decisivo, al inicio de la invasión rusa de Ucrania, basta con mencionar el 24 de febrero, que ha quedado tatuado para siempre en todas las mentes de Ucrania.

—Teníamos miedo porque había muchas alarmas antiaéreas, luego fuego, disparos… Decidimos refugiarnos en el sótano. Hacía frío y teníamos problemas con la comida. Los vecinos nos ayudaron, compartíamos comida. Nos refugiamos en el sótano durante siete días y siete noches, pero no podíamos seguir así por el frío y empezamos a pasar parte del día arriba, junto al fuego. Al final decidimos salir de Jersón. Encontramos un hombre que tenía un coche y evacuaba a la gente. Todo fue bien, pero en el último puesto de control del territorio ocupado por Rusia había unos soldados chechenos, y empezaron a disparar contra los coches y la gente.

Diana logró finalmente llegar a Mykolaiv —a dos horas en coche de Odesa— junto a su madre. Su marido se había quedado atrás, en territorio ocupado por Rusia, pero también tenía motivos para huir.

—Unos soldados fueron un día a buscar a mi marido y lo golpearon, le pusieron una bolsa en la cabeza, le ataron las manos, le apuntaron con una pistola en la sien y le dijeron que llorara. Lo sacaron al campo y lo dejaron sin ropa. Saquearon la casa, se lo llevaron todo.

El marido de Diana pagó en algunos de los puestos de control para poder avanzar. Logró salir de las zonas controladas por Rusia y llegó a Odesa para reunirse con Diana. Lo peor quedaba atrás.

—Algunos hospitales en Jersón están destruidos, pero los que funcionan solo funcionan para el Ejército ruso… Yo estaba registrada en el hospital y hasta el 24 de febrero me hacían revisiones, pero desde entonces hasta que llegué a Odesa no pude hacer ninguna más.

En el hospital de Odesa sí pudo acudir a las revisiones ginecológicas. En este hospital parió. Jersón está solo a algo más de 200 kilómetros; ahora parece una dimensión paralela, porque está ocupada por Rusia. Pero Diana no se resigna. Este desplazamiento —lo mismo piensan tantas personas que huyeron de la guerra— es temporal.

—Esperamos que Ucrania recupere Jersón y si eso pasa volveremos, porque tenemos nuestra casa y nuestro trabajo allí. Espero que en el futuro cercano pase eso. Espero que pase antes de Navidad.

El bebé, con los ojos cerraditos, gime un par de veces durante la conversación. Ella lo mira. Él amaga con despertarse. Pero sigue durmiendo.

Este hospital ofrece atención materno-infantil a Odesa y las regiones cercanas. José Colón

De la cirugía plástica a la de guerra

Los hospitales se transforman, los médicos se transforman. Vyacheslav Dolenko tenía una clínica privada en Kyiv y vivía en Irpín, en las afueras de la capital. Se dedicaba, entre otras cosas, a la cirugía estética. Se había comprado un piso. La vida le iba bien.

Después del 24 de febrero, todo cambió. Perdió su trabajo, la clínica desapareció, su casa fue destruida. Su mujer y su hijo salieron del país y él se fue a Vínnytsia, en el centro de Ucrania. Allí trabaja en un hospital militar.

—Ahora soy cirujano voluntario. No me pagan porque nuestro país está en guerra y entiendo que me necesita. Trabajo con nuestros soldados y con los civiles que tienen heridas de bala o causadas por explosiones.

En Ucrania hay redes de voluntarios que se tejieron a toda velocidad cuando empezó la invasión rusa. Están puestas al servicio de las personas desplazadas, de las autoridades —y también del esfuerzo militar. La frontera entre lo civil y lo militar es difusa. En todos los sectores se movilizan recursos. El sanitario es uno de los más esenciales.

—No solo lo hago yo. Más cirujanos y enfermeros en el país trabajan de forma gratuita, porque lo necesitamos, porque no tenemos otra opción. O hacemos esto o no hacemos nada y perdemos nuestro país —dice Vyacheslav—. Me ha sorprendido la gente. Cuando empezó la guerra, todos los problemas desaparecieron. Teníamos nuestros propios conflictos o disputas, con el vecino de al lado, con otras clínicas, con una compañía u otra, nos hacíamos la competencia; todo eso acabó y nos convertimos en un solo organismo trabajando por lo mismo.

Ya ha pasado más de medio año, pero la situación —personal, colectiva— que describe el cirujano es de una emergencia sostenida, que no decae. Dice que no sufre estrés, que no llora, que no entiende cómo lo hace, pero que sigue trabajando.

—Espero volver a la cirugía plástica. Pero ahora debo hacer esto.

Quizá mañana

En toda guerra la sanidad es uno de los sectores que más sufre. Ucrania no es una excepción. Desde el principio de la invasión rusa, la Organización Mundial de la Salud ha registrado 550 ataques contra instalaciones médicas en Ucrania. La necesidad de suministros es más apremiante en las zonas afectadas por los combates, pero también en las que, como Odesa, acogen a parte de los 7 millones de personas que se han visto desplazadas dentro de Ucrania a causa del conflicto.

—Desde el principio de la guerra, hay mucho personal sanitario que se ha ido a Europa —dice el director del hospital infantil de Odesa, Pavel Vasilievich—. Los que se quedaron tienen ahora más pacientes, pero saben por qué trabajan aquí, conocen sus prioridades: el pueblo, la región y el país.

Ecocardiograma para saber cómo se comporta el corazón de este bebé. José Colón

En su despacho, Pavel explica con temple la situación del hospital. Es de esas personas que saben tranquilizar con la mirada. Y esa es una buena arma para cumplir con una de sus funciones como director del centro: velar por la salud mental del personal sanitario. Dice que intenta dar una semana libre a los trabajadores que ve más estresados, que convoca reuniones en las que se comparten dulces, que se aprovecha cualquier oportunidad para apoyarse unos a otras, para hacer equipo.

—También es muy importante que tengamos ayuda humanitaria. No solo física, sino mental; porque si no, sentimos que estamos solos. Hay muchos doctores del Reino Unido, España o Italia que me llamaron para ofrecer ayuda. Algunos vinieron en coche para traernos suministros. Gracias a ese tipo de ayudas el personal médico se siente apoyado, y eso hace que trabajen más y mejor. 

En el Hospital Clínico Infantil de la Región de Odesa se lucha por la vida de los bebés. José Colón

Este es uno de los hospitales ucranianos que ha recibido el apoyo de la oenegé Farmamundi, que ha enviado un total de 72 toneladas de medicamentos y material sanitario a todo el país. Otro de ellos es el de Mechnikov, en la ciudad de Dnipro, atravesada por el río con el mismo nombre, en el centro de Ucrania. Como el de Odesa, este hospital ya no solo da cobertura a su provincia, sino a otras zonas afectadas por la guerra. Llegan pacientes heridos —tanto civiles como militares— de diferentes puntos del este y el sur de Ucrania para ser operados. La importancia de este hospital ya había sido descubierta antes de la guerra de 2022.

—Este hospital tiene historia, fue importante durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial —dice el jefe del departamento médico; ni su nombre ni el de sus colegas aparecen en esta crónica por motivos de seguridad—. Ahora vuelve a ser un lugar estratégico.

El trabajo se ha disparado desde que Rusia inició la invasión de Ucrania. El hospital está lleno, según confirma la jefa de enfermería mientras las cajas de medicamentos se descargan en el almacén.

—Ya trabajamos mucho durante la pandemia. Ahora ha cambiado el tipo de pacientes: antes el hospital estaba más orientado a la covid-19 y ahora a los heridos de guerra. Llegan de Mykolaiv, Donetsk, Járkiv… Reciben una primera atención médica y si es necesario los traen aquí. Cuando están mejor, los derivamos a otros centros.

Tanto ella como sus colegas asumen resignadas esa mayor carga de trabajo que llegó con la guerra. Repiten, con diferentes fórmulas, una idea: es lo que hay, no hay más remedio, no tenemos otra opción.

—Trabajamos duro, igual que los mecánicos, los ingenieros… Es difícil, pero no imposible.

No hay impostura en sus palabras. No parece que exhiba una falsa humildad, no parece que quiera quitar importancia a la labor del personal sanitario. Solo quiere subrayar que el esfuerzo es colectivo: lo fue durante los peores meses de la pandemia y lo es ahora. La supervisora de la farmacia, que camina de un lado a otro revisando las cajas con medicamentos, añade otra dificultad que sufren todos esos colectivos, pero en particular el suyo.

—Al principio de la guerra trabajábamos 24 horas al día y 7 días a la semana, no teníamos vacaciones —dice—. Ahora la situación es más estable. Tenemos más tiempo… Pero quién sabe. Quizá mañana Rusia lance nuevos ataques y tengamos que trabajar de nuevo 24 horas al día y 7 días a la semana.

No fue al día siguiente, pero sí poco después. Esta conversación tuvo lugar el 23 de septiembre. El 10 de octubre —un día después de que Vladímir Putin acusara a Ucrania de la explosión en el puente que une a su país con Crimea— Rusia lanzó un ataque coordinado de 83 misiles contra diferentes puntos de Ucrania, entre ellos Dnipro. 

***

Esta crónica ha sido posible gracias a una colaboración con la oenegé Farmamundi.

Cuando empezó la invasión rusa de Ucrania, Farmamundi activó su protocolo de emergencias y puso en marcha el trabajo en dos grandes líneas: con los suministros de medicamentos y material sanitario y con la acción humanitaria directa en el país, de la mano de las oenegés locales Gender Bureau e IDC.

Además del reparto inicial de kits nutricionales y de higiene, también se ha facilitado apoyo psicológico, asesoramiento legal a personas refugiadas dentro de Ucrania y solicitantes de asilo en Moldavia y Serbia. Durante los próximos quince meses, Farmamundi pondrá el foco en la creación y puesta en marcha de centros de estancia temporal para la población desplazada dentro del país, e intentará priorizar la atención a la salud mental y el apoyo psicosocial, con hincapié en mujeres y menores.

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